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 número67Martínez González, Roberto, Cuiri­pu: cuerpo y persona entre los antiguos p’urhépecha de Michoacán, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Histó­ricas, 2013, (Serie Culturas Mesoamerica­nas 6), 280 pp.Rosas Salas, Sergio, La Iglesia mexicana en tiempos de la impiedad: Francisco Pablo Vázquez, 1769-1847, México, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla/ El Colegio de Michoacán/ Educación y Cultura, 2015, 379 pp. índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versão On-line ISSN 2007-963Xversão impressa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.67 Michoacán Jan./Jun. 2018  Epub 17-Mar-2020

 

Reseñas

Valle Pavón, Guillermina del, Donativos, préstamos y privilegios. Los mercaderes y mineros de la Ciudad de México durante la guerra Anglo-Española de 1779-1783, México, Instituto Mora, 2016, 227 pp.

Dení Trejo Barajas1 

1Instituto de investigaciones históricas-UMSNH

Valle Pavón, Guillermina del. Donativos, préstamos y privilegios. Los mercaderes y mi­neros de la Ciudad de México durante la gue­rra Anglo-Española de 1779-1783. 2016. Instituto Mora, México, 227p.


Este libro es producto de una investigación acuciosa en archivos mexica­nos y españoles y en una amplia gama de fuentes secundarias, que muestra cómo las relaciones entre la corona española y la Nueva España a finales del siglo XVIII estaban basadas en una relación contractual o consensuada (aunque me parece que de manera sobreentendida, sin que se declarasen formalmente las reglas), en la que la autoridad máxima podía solicitar el apoyo financiero de las principales corporaciones novohispanas y de indi­viduos acaudalados a cambio de contraprestaciones que permitían a éstos lograr ciertos fines, ya fueran económicos y/o de carácter honorífico.

Para el estudio de esta relación, Guillermina del Valle se centra en la coyuntura de la guerra anglo-española, entre 1779 y 1783, cuando el gobier­no reformista de Carlos III se ve necesitado de fuertes cantidades de dinero para financiar su participación en el conflicto. El contexto es interesante de referir, y lo pone en claro la autora en diversos momentos, pues la guerra se desata después de que España ha apoyado a las trece colonias angloame­ricanas en contra de su metrópoli y posteriormente se ve en la necesidad de proseguir su participación contra Inglaterra por el pacto de familia que la obliga a aliarse con la Francia borbónica, con la intención de evitar la expansión de la influencia inglesa en las Antillas. Por otra parte, el gobier­no de Carlos III había empezado a impulsar una política de liberalización comercial al interior de su imperio, que de momento exceptuó a la Nueva España, pero que en zonas como el Caribe y el Pacífico meridional, bajo las circunstancias bélicas y bajo la presión expansiva del comercio inglés y francés, transformó las tradicionales redes comerciales y melló las disposi­ciones monopólicas que todavía subsistían para el virreinato novohispano. Bajo esas circunstancias, corporaciones e individuos que facilitaron capi­tales a la Corona, lo hicieron tratando de proteger sus intereses, ya fueran estos los que se desprendían de las políticas monopólicas de comercio de larga data o aprovechando ciertos resquicios que les permitían participar de la liberalización comercial.

Otros autores han tratado el tema de cómo la Nueva España sufrió exacciones impresionantes a partir del primer lustro del siglo XIX, con mo­tivo de la implementación de la disposición sobre la consolidación de vales reales, que habría fracturado la economía del virreinato y le habría quitado el apoyo a la Corona de algunos sectores sociales importantes. Con el texto de Guillermina del Valle se advierte que esta situación comenzó años an­tes, frente a las necesidades surgidas de la guerra anglo-española, cuando el gobierno español extrae una enorme cantidad de recursos para enfrentar los gastos bélicos en el Caribe y que en otras circunstancias, sugiere Del Valle, pudieron ser invertidos en el territorio novohispano.

El texto está dividido en tres grandes capítulos. En el primero y en el último, la autora aborda cómo la Corona se las agenció para conseguir donativos y préstamos desde 1776 hasta 1783 de parte del poderoso Consulado de Comerciantes de la Ciudad de México y del gremio minero, así como de individuos acaudalados y otras corporaciones. En el caso del pri­mer capítulo, resulta revelador que fue a causa de una intriga, resultado de un conflicto por la elección del prior del consulado de comerciantes, que un sector de éste pone al descubierto la existencia de un fondo secreto pro­ducto de la acumulación durante sesenta años de las “sobras de alcabalas”. Según nos descubre Del Valle Pavón, fue la habilidad del virrey de la Nueva España para sacar ventaja del conflicto de los comerciantes la que permitió que el sector acusado se viera obligado a ofrecer un donativo cuantioso de 300 000 pesos procedente del fondo secreto, mientras a los delatores, al ser tratados de intrigantes por la propia autoridad, se les orilló a otorgar otros importantes donativos para que se les restituyera su honorabilidad y se les valorara como leales a la Corona.

Según expone Guillermina del Valle, en el caso de los mineros conflu­yeron dos situaciones que hicieron difícil que estos pudieran apoyar a la Corona: por un lado, dada su dispersión y falta de organización, no conta­ban con representante ni con fondos propios; por otro, estaban sometidos al influjo y dominio de los comerciantes a través de la habilitación, lo que les permitía a estos últimos controlar el circuito de la plata. Durante su vi­sita a la Nueva España, José de Gálvez se había percatado de los problemas de la minería, particularmente de su baja productividad debido a los altos costos de producción, así que apoyó la disminución del precio del azogue y luego la formación de nuevas ordenanzas y de un organismo corporativo. Para 1776, bajo la influencia del mismo Gálvez en el Consejo de Indias, el rey autorizó la formación del cuerpo de minería y de su fondo dotal, mien­tras en la Nueva España el virrey instruyó a los mineros para que organi­zaran su corporación, a la vez que los presionó para que otorgaran un do­nativo a la Corona a semejanza del Consulado de Comerciantes. Al parecer la contraprestación fue el permiso real para la formación de la corporación minera con su fondo dotal, además de algunos reconocimientos de carác­ter honorífico a los mineros que habían impulsado de manera decidida el proceso y que se habían comprometido a recolectar los 300 000 pesos que la corona solicitaba en esos momentos.

Otros donativos son tratados también en este capítulo: los destinados a la construcción de un astillero, a la construcción y habilitación de navíos de guerra, para requerimientos especiales de los príncipes en 1780 por la situación de guerra, así como para el donativo universal de 1781. En todas estas nuevas solicitudes de fondos de parte de la Corona son instados a par­ticipar en primera instancia comerciantes y mineros ricos, como Pedro Ro­mero de Terreros, José González Calderón, Ambrosio de Meave y Joaquín Dongo, y luego otros sectores de la sociedad, seguidos de los ayuntamien­tos y villas de la Nueva España, arzobispo de México y obispos de otras ciudades del virreinato, así como comisionistas del comercio de Cádiz que se encontraban en esos momentos en Jalapa. Desde luego es interesante la exposición de Del Valle respecto de la forma como resolvieron las corpo­raciones la obtención del recurso a donar, que en varios casos incluía hipotecar fondos importantes para solicitar préstamos a réditos o, en el caso de los comerciantes, la autorización para el aumento de la alcabala en un 2 %. Pero eso no fue todo, ante la urgencia de más recursos, el virrey Martín de Mayorga promovió que en la Casa de Moneda se constituyera un depó­sito general de caudales con los fondos que resguardaban los tribunales y juzgados seculares y eclesiásticos de los asuntos judiciales pendientes. Los recursos colectados procedían de la Real Audiencia, el Corregimiento de la Ciudad de México, el intendente del ejército, entre otros. La agudización máxima de los pedidos financieros de la Corona se efectuó en 1781 para el “donativo universal”, el cual gravó con uno o dos pesos a toda la población con excepción de los esclavos. Dicho gravamen se recolectó entre 1781 y 1787 a través de las corporaciones, mercantil y de los mineros, de corregi­mientos, alcaldes y regidores. Asimismo el virrey recurrió al arzobispo de México y a curas, jueces eclesiásticos y vicarios. La guerra debió parecer un barril sin fondo para la población novohispana pues las solicitudes, como nos expone la autora, prosiguieron.

El tercer capítulo sigue el mismo perfil que el primero de dar cuenta de las solicitudes de préstamos o donaciones hechas por la autoridad real para las continuas exigencias de la guerra, pero ahora entre 1782 y 1783. En un primer momento, el virrey Martín de Mayorga solicita a varios comerciantes y hacen­dados dedicados a la habilitación de la minería y a la compra de mercancías del exterior y locales un suplemento para cubrir las continuas demandas de La Habana de caudales, víveres y pertrechos. No cabe duda que como sugiere la autora el respaldo de que gozaba la Corona queda de manifiesto cuando 53 comerciantes otorgan suplementos por poco más de un millón trescientos mil pesos, mientras los comerciantes españoles que se encontraban en Jalapa logran reunir poco más de cuatrocientos mil pesos. Sin embargo, además de la lealtad a la Corona, Guillermina del Valle destaca que esos suplementos se hicieron a cambio de algunas contraprestaciones de importancia que favore­cían sus intereses, como mantener el privilegio de abastecer con trigo, harina, carnes y otros productos a La Habana o a la armada de Barlovento; también para lograr la autorización para reconstruir los caminos que ligaban a la capi­tal con Veracruz y Acapulco, lo cual desde luego favorecía a muchos de los ne­gociantes del consulado mexicano; asimismo para que los que hacían negocios en el Pacífico obtuvieran permisos para enviar géneros asiáticos a los puertos meridionales a cambio de plata y cacao de Guayaquil. Los había también quie­nes seguían siendo generosos con la Corona para recuperar la credibilidad y el prestigio surgidos del conflicto al interior del consulado y los que buscaban títulos nobiliarios que, por supuesto, les fueron concedidos.

Pero todavía hubo necesidad de gestionar dos empréstitos más por parte de comerciantes y mineros a través de sus corporaciones, dado que el conflicto bélico en el Caribe seguía demandando recursos. Cada corporación debió aportar un millón de pesos, así que el consulado lo logró garantizando un premio de 5 %, que consideró podría obtenerse mediante el incremento del derecho de avería consular que, aunque sería pagado por sus miembros, podía ser transferido en parte a los consumidores. Los mi­neros, por su parte, aceptaron reunir el fondo solicitado a cambio de que no subiera el precio del azogue y aceptando pagar los intereses del présta­mo con la imposición de 4 granos extraordinarios sobre la amonedación de cada marco de plata.

Al final de 1782 hubo una nueva y gran exacción monetaria producto de un nuevo requerimiento del intendente de La Habana por cinco millo­nes de pesos, de manera que el virrey, en junta con otras autoridades, se vio obligado a emitir una deuda interna al disponer que la Real Hacien­da tomara a réditos los depósitos de mayorazgos, capellanías, obras pías, cuerpos judiciales y eclesiásticos, así como de los súbditos que franquearan sus caudales a réditos al 5 %, entre los que se encontrarían nuevamente comerciantes y hacendados. La restitución de los depósitos y el pago de los intereses se garantizaron con los productos de la renta del tabaco, el ramo más rentable del erario virreinal después de la plata.

He dejado para el final mi comentario sobre el segundo capítulo, que en principio no pareciera tener conexión con la forma en que se resolvie­ron las donaciones y préstamos a la Corona por la situación de guerra, lo cual como hemos visto es seguido detenidamente por Del Valle Pavón en el primer y el tercer capítulos; sin embargo, el capítulo intermedio resulta ser una interesante sorpresa, pues en él se expone, a través de una perspec­tiva de historia empresarial, cómo algunos de los grandes comerciantes del consulado mexicano se beneficiaron por ciertos privilegios en los negocios por el Pacífico durante la coyuntura bélica, de manera que uno puede en­tender que por esa razón dicha corporación pudo efectuar los mayores do­nativos del periodo. Pero sobre todo se resalta cómo la situación de guerra favoreció la formación o el fortalecimiento de enormes fortunas, como la de Ignacio de Yraeta y la de Isidro Antonio de Icaza.

Del Valle parte del hecho de que la coyuntura bélica anglo-española a causa de la guerra de independencia de las trece colonias dificultó las relaciones marítimas por el Atlántico y problemas de desabasto en el Pacífico meridional, razón por la que se autorizó el libre comercio entre Nueva España, Guatemala, Nueva Granada y Perú para intercambiar por la Mar del Sur productos locales. Este comercio, que se practicaba de manera in­formal, había sido restringido por la Corona debido a que propiciaba la entrada de productos asiáticos en el virreinato peruano y la salida de plata hacia oriente. La nueva libertad comercial favoreció de inmediato la for­mación de una red mercantil que intercambiaba cacao de Guayaquil en Nueva España por plata, añil, grana y algunos otros productos en menor escala. A partir de 1779, incluso se permitió el comercio de géneros asiáti­cos durante el conflicto bélico para evitar, se decía, la escasez padecida por el bloqueo en el Atlántico. Esta medida se completó con el permiso dado al comercio de Filipinas para enviar navíos con mercaderías a la par del galeón, lo que favoreció doblemente a los comerciantes que se dedicaban al negocio del cacao, como Yraeta, del consulado mexicano, y los hermanos Icaza, de Guayaquil. De hecho la situación propició que la Ciudad de Mé­xico se convirtiera, al decir de Guillermina del Valle, en un centro de gran competencia de comerciantes filipinos, peruanos, españoles y mexicanos. Por esta razón, cuando en 1781 el monarca hizo la solicitud del donativo universal todos estos sectores de comerciantes se vieron obligados a parti­cipar. Los negocios de Yraeta se incrementaron notablemente en este perio­do y, al parecer con su apoyo, los comerciantes Icaza y Arteta obtuvieron la autorización del virrey para vender géneros asiáticos en la América me­ridional, medida que se extendió en 1782, probablemente como respuesta a los suplementos otorgados por varios de los comerciantes de cacao para los gastos de guerra en ese año. En ese favorable contexto, según de Del Valle Pavón, Isidro Antonio de Icaza aprovechó la ampliación de su red de parentesco al casarse con una de las hijas de Yraeta, lo que le valió para introducirse en el medio político y comercial mexicano y para acceder a capitales que le facilitaron sus nuevos parientes para comprar y enviar gé­neros asiáticos a Guayaquil y Lima a cambio del cacao.

Sin duda es un libro que vale la pena leer para comprender cómo la co­rona española estableció desde los años setenta del siglo XVIII una relación de intercambio de favores con sus súbditos en situaciones de guerra, cir­cunstancia que al irse extendiendo ante nuevas situaciones bélicas, a me­diano plazo le resultó contraproducente al enajenarle el favor y la lealtad de quienes en estos momentos fueron un apoyo considerable, principalmente los acaudalados comerciantes, mineros y hacendados. En esa relación la Corona recibió los préstamos y donaciones solicitadas para enfrentar los gastos bélicos a cambio de acceder al otorgamiento de privilegios y auto­rizaciones que favorecieron a los grupos de poder para la satisfacción de sus intereses económicos y para lograr sus deseos de reconocimiento ho­norífico, como los títulos nobiliarios, que de cualquier forma redundaron igualmente en el fortalecimiento de su poder económico y político en el virreinato novohispano.

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