El Flos sanctorum castellano medieval es una de las fuentes más bastas para la literatura hagiográfica. Lo integran dos familias de santorales claramente diferenciadas1 cuyos miles folios resguardan vidas de santos de lo más maravillosas, las cuales no aparecen registradas en la fuente original,2 es decir, la Legenda aurea; santorales que poseen una enorme cantidad de lecturas doctrinales y otros que favorecen lo más característico de la hagiografía: los milagros. La crítica literaria ha marcado el valor de estos textos para el lector de hoy y ha tratado de establecer una posible filiación textual, cuyo resultado final ha sido la edición de algunos ejemplares: vidas de santos independientes y santorales completos.3 Como parte de este esfuerzo, hace unos años tuve la oportunidad de editar el primer incunable miembro de esta tradición literaria, el Flos sanctorum con sus ethimologías.4
Por sus características de tipo compilatorio y enciclopédico y sus numerosas vidas de santos y lecturas doctrinales que abarcan, prácticamente, todo el año litúrgico, en estas páginas me interesa abordar sólo una de las dos familias de santorales: la llamada Compilación B, integrada por los manuscritos 8 y 9 del siglo XIV, de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, y otros seis testimonios del siglo XV: los manuscritos m-II-6, h-I-14 y k-II-12, de la Biblioteca del Escorial; el manuscrito 15001, de la Biblioteca Lázaro Galdiano, y dos incunables, el Flos sanctorum con sus etimologías, resguardado en Washington, y La leyenda de los santos, en Londres. Las características arriba mencionadas hacen del Flos sanctorum una obra muy particular, en la cual, no sólo es posible estudiar los elementos inherentes del género literario de la hagiografía, como la catequesis y la propaganda cristiana, sino que, además, escondido entre múltiples milagros, datos biográficos, referencias geográficas, alusiones bíblicas, etc., es posible rastrear el discurso de la medicina occidental arcaica representado por las teorías de Hipócrates. No debe sorprendernos este hecho, pues gracias a la enorme difusión de la literatura bíblica durante el medioevo y su fuerte influencia en otros géneros, como el hagiográfico, sabemos que la medicina y el cristianismo gozaron de una feliz comunión. En efecto, las vidas de santos no son literatura popular, pues son, en general, obra de clérigos, tal y como lo fue Santiago de la Vorágine, quien acogió en su Legenda aurea mucha de la información del Viejo y Nuevo Testamento; información como la de presentar a Cristo como médico de las almas o describirnos con términos técnicos varias de las enfermedades que Él sanó.5 Así pues, éstos y otros hechos hicieron eco en la literatura hagiográfica y su resonancia llegó hasta los mencionados ejemplares nacidos en la Península Ibérica durante la Baja Edad Media. Por lo tanto, el propósito de este artículo es destacar que algunas lecturas doctrinales deben mucho de su poética a la medicina griega, doctrina donde yace una ética sujeta a normas bien definidas y fundamentales; del mismo modo, que en ciertos milagros encontramos los segmentos narrativos más característicos donde el cuerpo humano se vuelve el campo de batalla entre el bien y el mal; un campo de batalla donde lo que se pelea a muerte es la restitución de un orden natural perdido: la salud.
La espectacularidad del milagro
En el Flos sanctorum encontramos todo un repertorio de protagonistas: mártires, predicadores, reformadores, místicos, monjas, ermitaños, etc. Todos ellos, a pesar de ciertos rasgos distintivos en sus respectivas vidas, persiguen una finalidad última: imitar la vida de Cristo. Este factor es quizá uno de los puntos más débiles de la hagiografía para quienes buscan caracterizar la figura del héroe en esta literatura. De hecho, si hacemos una rápida evaluación de los textos que componen el Flos sanctorum castellano, nos sorprende encontrar una abundante repetición de acontecimientos, de situaciones similares y una débil individualización de los personajes. La numerosa cantidad de vidas de santos parecen réplicas superficialmente diferenciadas de un arquetipo en común: Cristo. Éste es uno de los mayores inconvenientes de la literatura hagiográfica: hay una reglamentación donde Dios es el inicio y el fin, toda diferenciación se adelgaza hasta casi desvanecerse. Es más, Le Goff (2008: 15) afirma que poner un santo en una narración es esperar algo que ya sabemos de antemano: quizá multiplicará los panes, curará algún enfermo, morirá y resucitará. No obstante, esta evidencia es a su vez un rasgo distintivo único. Es decir, la vida de Cristo es una concreción narrativa de una serie de categorías teológicas que ha inspirado las vidas de los santos; vidas que aunque imitan el modelo narrativo que las inspira, cada vez más alejadas del centro que las origina, terminan por hacerse narraciones dramatizadas y, por ende, se convierten textos donde predomina sólo lo espectacular, sin las ambigüedades que permanecen latentes en la vida de Cristo.6 Un texto cada vez más espectacular, en oposición al que lo origina, se transforma en uno más agradable no sólo para el receptor, sino incluso para el mismo emisor de la doctrina cristiana. Así lo dice el autor anónimo del Flos sanctorum con sus ethimologías7en la lectura de la Anunciación de María: “E así podría omne esplanar e esponer todo el evangelio; mas sería luengo e enojo. E por ende, contemos algunos miraglos de los que ella fizo oy” (fols. 71c-71d).
Así pues, el milagro es donde yace lo más espectacular de la hagiografía. Su carácter vistoso, llamativo y de gran efecto literario lo convierte en la sustancia narrativa medular para acoger y representar una ética médica a lo divino: el bien y el mal se encarnan, respectivamente, en la salud y la enfermedad, en el buen cristiano y en el pecador; el cuerpo humano se convierte en la zona de batalla de esta dualidad. “El inevitable choque de lo fisiológico y lo sagrado lleva a un esfuerzo para negar al hombre biológico: vigilia y ayuno que desafían al sueño y a la alimentación. El pecado se expresa por la tara física o la enfermedad” (Le Goff, 2008: 52).
La dualidad de una ética médica hagiográfica
Si bien el milagro es lo que más agrada al receptor de este tipo de producción literaria, sobre todo clérigos que vivían en comunidad, según afirma Baños Vallejo (2003: 59), hay en el milagro, por su composición maravillosa, por su capacidad de admirarse,8 mucho del sentir popular, el cual suele percibir una dualidad claramente diferenciada en el mundo hagiográfico: Dios contra el espíritu del mal, ángeles contra demonios, inocentes frente a pecadores, etc. El esquema binario es sencillo y los resultados evidentes. De ahí que, aunque esta sea literatura culta, su composición y difusión estén directamente relacionadas con el sentir del pueblo. Por ello es que el milagro sólo contiene la parte más cándida de la ética médica cristiana, la cual suele ser representada por una metáfora visual propia de lo maravilloso y no de lo extraño, pues este último se resuelve mediante una explicación, una reflexión; en cambio, lo maravilloso nunca se explica y guarda algo propio de lo sobrenatural, un mundo creado con sus propias leyes y reglas que no se aclara con las de nuestro mundo conocido (Vid. Todorov, 2006: 54-58). Así, por ejemplo, en el mencionado esquema binario, un alma inocente que padece o, en otras palabras, un buen cristiano enfermo, lo maravilloso del cristianismo en su espectacularidad característica, es decir, lo milagroso, sólo necesita de la voluntad y de la fe para la restitución de la salud. Un ejemplo de ello se cuenta en la vida de san Pedro:
Una muger de Alimania estando encerrada en la horden de sant Sisto, aviendo grand gota en el inojo más avía de un año, en manera que nunca pudo aver remedio de salud, mas porque non podiera vesitar el sepulcro de sant Pedro con el cuerpo propio, por quanto estava so obediencia, pensó si ál que no de vesitar el sepulcro sancto con la voluntad e con muy grand devoción. Mas diziendo que podría ir fasta Milán en quatorze días del lugar que ella estava, començó de tomar dieta. Por cada dieta dizía c pater nostres a honra de sant Pedro. E fue grand maravilla ca començando estas dietas de la voluntad, en tal manera las fazía sienpre, que cada día se sentía mejor. Mas fizo la postrimera dieta, e vino al sepulcro sancto por la volunptat de Dios. Fincados los inojos, así commo si estudiese delante la sepultura suya, e començó a rezar todo el salterio con muy grant devoción. E acabado el salterio, sentiose así librada de aquel peligro, que dende adelante nunca más sintió de aquella enfermedat (fols. 106d-107a).
En el caso contrario, el del pecador enfermo, es obvio que no le sea concedido recobrar la salud, sino un castigo por su proceder anticristiano. Es más, la balanza ética se inclina del todo hacia uno de sus dos lados cuando el pecador no padece enfermedad física, sino una enfermedad de las virtudes teologales y de las cardinales.
Así pues, para un mal funcionario de la Iglesia, enfermo de soberbia, sólo es posible esperar un fin soez. Leemos en la vida de san Hilario:
En ese tienpo del papa León, malbado en la porfía de los hereges, llamó a todos los obispos a concilio. Llamados, non llamaron a sant Ilario, e vino. Oyéndolo el papa, mandó que non se levantase ninguno nin le diese lugar. Entrando él, díxole el papa:
--¿Eres Ilario Galu?
Díxole:
--Non soy yo Galu, nin soy nascido de Galia, que es Francia; mas só obispo de Galia.
Díxole el papa:
--Si tú eres Ilario de Galia, soy yo León papa Aplinco, e juez en la silla de Roma.
Dixo
--Si tú eres León, non en el tribu de Judá. E si te asientas en la silla juzgando, non en la silla de magestad.
Entonce el papa con grand saña e desdeñamiento levantose, diziendo:
--Espérame un poco fasta que torne e darte he lo que meresces.
Dixo sant Ilario:
--Si non tornares, ¿quién me responderá por ti?
E dixo el papa:
--Luego tornaré e humillaré la tu soberbia.
E después, yendo el papa a fazer lo que la natura manda, a pagar el tributo del vientre, ronpiéronsele las entrañas, e echando ý los estentinos, acabó su vida muy mesquinamente (fols. 32c-32d).9
Ambos casos son ejemplos narrativos del bien y del mal y de cómo todo un mundo se ordena a partir de esta apelación imaginativa. En el milagro de la mujer de Alemania, la salud se consigue mediante la disciplina, representada por la dieta, y por la fe y la esperanza. Es decir, el buen cristiano se ubica en la pureza y la claridad, características inherentes del alma. Se trata de un ser que no acumula contaminación o suciedad, sino que se desprende éstos. No es así el caso del papa pecador soberbio, cuya muerte pertenece al mundo de la escatología, de los excrementos del cuerpo y otras secreciones repudiadas, las cuales, en última instancia, recuerdan la carne putrefacta, el alimento de los gusanos, la condena de todo cuerpo humano. El pecador es un ser que acumula desechos; lleno de basura, de escoria, se ubica en la impureza y la oscuridad de la prisión del alma: el cuerpo biológico.10 Sin embargo, las teorías de la medicina hipocrática desbordan el esquema binario del bien y el mal presente en los milagros, y se hacen latentes en las secciones narrativas más doctrinales y, por lo tanto, menos espectaculares del Flos sanctorum.
Armonía de la naturaleza en la doctrina cristiana
Además de los textos que integran el corpus de los tratados hipocráticos, la relación entre ética y medicina está presente en los diálogos de Platón, e incluso, para algunos estudiosos, como Werner Jaeger (2012: 783), la ciencia ética de Sócrates habría sido inconcebible sin el procedimiento de la medicina. El auge de la medicina en el mundo griego se da por su colisión con la filosofía (recordemos que Hipócrates y Sócrates eran contemporáneos); sin embargo, a diferencia del filósofo, el médico busca un fin práctico: devolver al paciente al cauce del equilibrio armónico del cosmos. En efecto, la medicina griega hipocrática no es otra cosa que un estudio de la naturaleza en su conjunto. Esta preocupación por la delicada relación de los elementos naturales es evidente cuando recordamos que estamos ante una medicina que se vale de procedimientos técnicos muy rudimentarios y que, por citar sólo un ejemplo, ignora la existencia de microbios. Incluso el cuerpo enfermo en estado terminal no era intervenido, había médicos que ante el moribundo preferían no atenderlo para no perder su prestigio; tampoco se practicaba la disección para conocer el interior del cuerpo humano, pues esto iba en contra de los postulados religiosos.11 La medicina hipocrática se fundamentaba en la previsión gracias a los afanes racionalistas derivados de la observación del enfermo y su medio; la previsión por encima del diagnóstico, pues éste, sumamente limitado, sólo se fundamentaba en lo exterior, en las secreciones del cuerpo humano: saliva, excremento, orina, sudor, mucosidad, etc.12 Estas observaciones médicas, prácticas y teóricas fueron bien recibidas por distintos autores posteriores, más aún cuando dichos postulados dejaban en claro que no es posible conocer la naturaleza del alma sin dejar de conocer la armonía de la naturaleza.13 Por ello, su alcance hizo eco a través de los siglos, integrándose en distintos discursos doctrinales del credo cristiano, los cuales, a su vez, fueron acogidos por la literatura hagiográfica.14 De hecho, en algunos segmentos textuales del Flos sanctorum castellano medieval todavía es posible percibir ciertas afirmaciones hipocráticas, las cuales postulan que el hombre forma parte de una naturaleza sujeta a normas bien definidas y que cada uno de sus sentidos está íntimamente ligado a ella. Por supuesto, al ser vertidas en un universo narrativo hagiográfico, estas afirmaciones propias del mundo griego fueron revestidas con los ropajes medievales del cristianismo. Con ello, la renovación del discurso médico yace ahora en el simbolismo de las revelaciones divinas que intentan contener al cuerpo y su biología inherente. Así se nos dice en la fiesta de la Cuadragésima:
Pues fírmase el nuestro cuerpo de quatro elementos segund suso diximos que ha en nós bien así como en cuatro sillas. Ca el fuego se asienta en los ojos, el aire en la lengua, el agua en las orejas, en los mienbros de la natura, la tierra e en todos los otros mienbros. Pues asiéntase en los ojos la loçanía, e la orgullía en la lengua, e en las orejas espurrimiento de escarnecer genitivos el deleitamiento de la carne, en las manos e en todos los otros miembros la crueldad (f. 37a).
Hay en esta división de los sentidos una resonancia de la famosa teoría de los humores. En efecto, en la medicina hipocrática el desconocimiento del interior humano era tal que se concebía como una especie de vasija donde carne y hueso guardaban órganos vitales, como el hígado, corazón, pulmones, etc. Por estos circulaban fluidos como la sangre, el aire, el agua y la bilis, es decir, los elementos que terminarían por convertirse en los famosos cuatro humores, llamados así por “los médicos de la segunda generación hipocrática” (García Gual, 2000: XVII); es decir: la sangre, la bilis amarilla, la flema y la bilis negra. El hombre estaba gobernado y sometido por estos humores, mismos que pertenecían a un orden armónico de la naturaleza, pues cada humor estaba regido por uno de los cuatro elementos: el humor sanguíneo, por el aire; el colérico, por el fuego; el flemático, por el agua, y el melancólico, por la tierra.15 El discurso doctrinal presente en el Flos sanctorum recreó magníficamente estas teorías hipocráticas, tal y como acabamos de leerlo al asentar las características del hombre colérico en los ojos, las del sanguíneo en la lengua, las del flemático en las orejas, y las del melancólico en los órganos sexuales y el resto de órganos. La nueva denominación cristiana recrea y otorga un simbolismo para una teoría estricta y cerrada nacida en la ciencia hipocrática y le da un nuevo vigor gracias a la metáfora poética cristiana.16 Un ejemplo de esto lo encontramos en la lectura doctrinal de “Cómo fue circuncidado Cristo y el porqué debe practicarse la circuncisión al octavo día”:
E en otra manera por los siete días es entendido por omne que está por ánima e por cuerpo. Ca los [qua]tro días significan los quatro elementos, de los quales es fecho el cuerpo del omne. E los tres días significan tres poderes que son en el ánima, esto es: codizia, ira, razón. Que ha omne que agora ha siete días, quando fuere ayuntado a la gloria perdurable avrá entonces ocho días, en aquel otavo día será él circuncidado de toda pena e de toda culpa (f. 20a).
Sin embargo, el orden armónico representado por la teoría humoral, en lugar de otorgarle una libertad mediante unas nuevas designaciones simbólicas cristianas a un nuevo sistema del funcionamiento del cuerpo humano y su relación con la naturaleza, lo convierte en otro sistema igual, incluso más estricto y más cerrado que las propias teorías hipocráticas, tal y como podemos leerlo en los ayunos de la santa Cuaresma, texto doctrinal donde se da por sentado y se justifica largamente el porqué debemos contener al cuerpo, ir en contra de sus instintos para que el alma, aprisionada en éste, no sucumba ante el pecado.17 A continuación sólo una selección de tales afirmaciones:
La primera es porque el verano es caliente e úmido, e el estío es caliente e seco, e el otoño es frío e seco, e el ivierno es frío e húmido; pues ayunamos el verano porque tenpremos en nós el crudo humor, que es luxuria; ayunamos el estío porque castiguemos en nós el calor enpecible, que es la avaricia; en el otoño, porque castiguemos el secamiento de la sobervia; en el ivierno, porque castiguemos el frío de la infidelidad de malicia. [...] Ca el sanguino es luxurioso e alegre; en el estío, porque se delgaza la cólera de la saña e de la falacia. El colórico es naturalmente sañudo e contrario en sí; en el otoño, porque se adelgaze la malecolíasic de la tristeza e de la codicia. Ca el malencónicosic naturalmente es codicioso e triste; en el invierno porque se adelgaza la flema de la enbotaduembre e de la pereza. Ca el flemático naturalmente es flemoso e boto. [...] La sesta razón es porque el verano es conparado al aire, el estío al fuego, el otoño a la tierra, el invierno al agua. Pues ayunamos en el verano, porque se dome en nós el aire de la sobervia; en el estío, porque se tienpren [en] nós el fuego de la codicia e de la avaricia; en el otoño, porque se dome en nós la tierra de la friura e de la inorancia tenebrosa; en el inbierno, porque se dome el agua de la livianeza e de la flaqueza. [...] La sétima razón es porque el verano representa la mocedad, el otoño la mancebía o la madureza, el inbierno la vegez. Pues ayunamos en el verano porque seamos moços en inocencia e sinpleza; en el estío, porque seamos mançebos por fortaleza e firmeza; en el otoño, porque seamos maduros por tenpramiento; en el inbierno, porque seamos viejos por sabiduría o por vida honesta, mayormente que emendemos lo que corrompimos por aquellas quatro hedades (fols. 37d-38b).
La importancia de estos pasajes “científicos” nos recuerda el estudio de la naturaleza en su conjunto que debían realizar los médicos seguidores de las enseñanzas de Hipócrates. El inicio del tratado hipocrático Sobre los aires, aguas y lugares dice que todo buen médico -quien quisiera aprender perfectamente este arte- debía ocuparse de las estaciones del año y sus efectos; de la temperatura de los vientos, las clases de agua, la orientación de la ciudad y los tipos de suelo. Es decir, en la medicina hipocrática se unían observación y reflexión para considerar el estado de la enfermedad. En el discurso hagiográfico el estado de la enfermedad18 se carga del simbolismo cristiano filosófico y poético: si la cárcel (el cuerpo) se daña, podría afectar al prisionero (el alma), de ahí que toda purificación, toda búsqueda de la salud, primero pasaba por el cuerpo. Y la manera de someterlo, de atacar la enfermedad del pecado, es mediante una organización sistemática de la vida en estaciones del año. En efecto, todavía en el Flos sanctorum, en lecturas como la Cuaresma, se hace presente una de las mayores aportaciones del Corpus Hipocrático: la propensión gradual a dar a la vida un giro técnico, es decir, someter al instinto al tiempo, por ejemplo, un número determinado alimentos al día, un tipo determinado de alimentos según la estación del año, etc. Así pues, al hablar de pasajes de corte “científicos” y de “giros técnicos”, de manera inherente dividimos el discurso hagiográfico de la misma manera en la que se dividía en los textos hipocráticos: el mundo de los profanos y el mundo de los profesionales. En esta concepción binaria es donde mejor se lee una ética médica hipocrática revestida ahora con ropajes propios de las vidas de santos medievales.
Médicos y remedios en el Flos sanctorum
La distinción entre profanos y profesionales existe en relación con un saber consagrado. Es evidente que éste se revela a los buenos practicantes de un arte y se les niega a los no iniciados en él o a los que ignoran los preceptos del mismo. No sólo es cuestión de que los profanos no manejen una técnica derivada de la previsión y los profesionales sí; es el carácter de dignidad superior lo que realmente cuenta entre unos y otros. Es decir, estamos ante el mundo de los iniciados y de los no iniciados. Según Jaeger (2012: 793), esto es un testimonio del alto nivel ético y de la conciencia propia que tenía en la antigua Grecia la profesión médica. El buen médico era el iniciado, aquél que sabía leer el propio ritmo del cosmos, el cual determinaba el equilibrio del cuerpo y el alma. Ignorar esta lectura es un mal proceder por parte de los médicos profanos, de los no iniciados o de los “físicos”, tal y como son llamados en el Flos sanctorum. En la lectura de la Disposición de los Inocentes tenemos el caso de unos físicos que no aciertan a leer el entorno natural que rodea al paciente y arbitrariamente realizan un pronóstico19 erróneo al asumir que el oro sería el remedio:
E como Herodes fuese ý de hedad de LXX años, cayó en muy grand enfermedat, esto es que sufría muy grand fiebre, e comezón del cuerpo, e grandes tormentos en el cervigal, e finchamiento de los pies, e avía gusanos en los cojones, e muy gránsic fedor que salía de su cuerpo e todo el día sospirava muy gravemente. Onde fue por físicos asentado en oro, e fue levantado de aquel lugar así commo muerto (f. 14a).
Otro caso de un médico profano, desconocedor o ignorante del arte de la medicina, lo encontramos en la vida de san Esteban, aquí una viejecilla tuvo para su mal consultar a un físico judío para buscar la cura de su enfermedad. Un pasaje de esta naturaleza ejemplifica el desprecio con el que el discurso hagiográfico trata a la otredad, representada aquí por un judío y sus prácticas:20
Otro miraglo recuenta sant Agostín en aquel mesmo libro, que era una muger que avía nonbre Patronia, e como fuese muy trabajada por luenga enfermedad, e ella non pudiese guarecer por ningunas melezinas, tomó consejo con un judío de su mal. E el judío dióle un anillo con una piedra, pensando por esto que por el tañimiento de la piedra oviese sanidat. E más de que ella vio que el anillo non le tenía pro, fuese a la iglesia de sant Estevan, porque por los merecimientos de sant Estevan ella recibiese salud. Onde ella estando en oración, adesora cayole el anillo en tierra e luego manera ella fue sana (f. 9a).
En ambos casos el fracaso del tratamiento se debe a la dosificación empleada, pues, según Hipócrates, en el manejo de la misma se reconocía al médico profesional del profano. Aquí el tratamiento empleado, oro y una piedra, respectivamente, recuerda el proceder del alquimista, quien “se da a la “pasión”, “matrimonio” y “muerte” de las sustancias en cuanto ordenadas a la transmutación de la Materia” (Eliade, 1999: 13). El proceder de los alquímicos, los cuales centran sus estudios en la química y focalizan su atención en la obtención de algo, está muy lejos de la vía correcta y muy cerca de la vía de los pecadores. De ahí que en el segundo caso haya tenido que intervenir Dios mediante la intercesión de san Esteban para salvar a la viejecilla del error alquímico. El buen médico, al ejecutar su arte, no obtiene una obra concreta. Gadamer (1996: 33) señala que la salud del paciente no es algo hecho por el médico, ya que éste domina su arte sobre el principio de lo adecuado, es decir, poner más peso o restar peso en la balanza de los humores para que éstos vuelvan a un orden integral. No obstante, algunas veces, el principio de lo adecuado lleva a ciertas prácticas que nos inducen a pensar en la dosificación médica que cada individuo puede soportar; del mismo modo, nos incitan a reflexionar sobre un postulado que alude a la importancia de la función de la parte dentro del todo. Así pues, la idea que en este caso invita a la reflexión es: “La cosa contraria sana contra la contraria”,21 sentencia que resume hasta cierto punto el proceder ético de la medicina hipocrática y su moral, es decir, la manera en la se enfrenta ante un problema, la toma de decisiones y la realización de ciertos actos para devolver la salud al perturbado por medio del desequilibrio, el exceso, la carencia, en resumen: la enfermedad.22
En efecto, si la función de la parte dentro del todo es de suma importancia para la medicina hipocrática, nada como el milagro de la pierna negra para ilustrar esta teoría; este milagro está presente en la vida de los santos patrones de los médicos, los árabes cristianos san Cosme y san Damián, cuyas vidas se ciñen a la definición del médico que nos proporciona Platón y que refiere Jaeger (2012: 804); es decir, un médico que, con base en lo que sabe de la naturaleza del hombre sano, conoce también lo contrario, o sea, al hombre enfermo, y sabe por tanto encontrar los medios óptimos para restituir su estado normal. ¿Qué medio encontraron estos santos para restituir a su estado normal a un sacristán de una enfermedad que, como menciona Hipócrates, tenía “algo de divina”, es decir, tenía algo más allá de lo tratable?23 A continuación la respuesta:
El papa Félix VIII de sant Gregorio fizo en Roma una iglesia noble a honra destos mártires. En esta iglesia servía un omne a estos mártires, e la cáncer avíale ya comido toda la pierna. E dormiendo él los santos mártires aparecieron al su devoto, e traxieron consigo ungüentos e su ferramienta. E dixo el uno al otro:
--¿Dó tomaremos carnes por tal que, tirando la carne podrida, fincamos el lugar vazío?
Dixo entonce el otro:
--En el [cimenterio] de sant Pedro ad vincula enterraron oy un omne mauro [etiope, omne negro].24 Por ende, tomémosla de aquél, tomemos e pongamos aquéste.
E fueron al cimient[eri]o e traxieron la coxa [pierna] de mauro, e enxiriéronla a este enfermo en su lugar e untaron bien la llaga. E levaron la coxa del enfermo a mauro [moro, etiope, omne negro] al su cuerpo que era muerto.
E despertando non falló dolor, e levó la mano a la coxa [pierna] e non falló ý señal niugunasic en su pierna nin ningunndsic mal. E pensava él que era otro ý no él. E tornándose así como salió del lecho con grand gozo, e contó a todos lo que viera en sueños e cómmo fuera sano. E fueron luego a la su huesa de mauro [etiope, omne negro] e fallaron la coxa [pierna] deste enfermo puesta en luzillo de mauro (fols. 287a-287b).
Con este ejemplo vuelve a evidenciarse el desprecio con que el discurso hagiográfico trata a la otredad, a la parte -representada aquí por un negro practicante de otra fe- dentro del todo, o sea, dentro del mundo cristiano. En efecto, este milagro médico destaca por encima de otros al ofrecer una metáfora muy particular: una otredad marginal implantada en un cuerpo, pero más que en un cuerpo, en un sistema cristiano de organizar el mundo europeo medieval; un implante para que éste vuelva a andar con salud. En esta metáfora tenemos un concepto de mezcla, el cual, para los preceptos hipocráticos, se entendía como un equilibro justo entre diversas fuerzas del organismo, en este caso, de la sociedad; es decir, tenemos una alusión a la técnica curativa de la medicina hipocrática para atender una insuficiencia en la salud no ya de un cuerpo, sino de la sociedad feudal. Hay una fuerza simétrica en la naturaleza, la cual actúa para compensar diferencias. Ethos, el “modo de ser” o “carácter”, y mos, la “costumbre” o “costumbres” (Sánchez Vázquez, 1984: 23), resuelven milagrosamente un problema de contrarios: el europeo contra el africano, el cristiano contra el musulmán. Sánchez Vázquez nos aclara:
Existe una moral de inspiración religiosa que cumple también una función de regular las relaciones entre los hombres en consonancia con la función de la propia religión. Así los principios básicos de esta moral: amor al prójimo, respeto a la persona humana, igualdad espiritual de todos los hombres, reconocimiento del hombre como persona (como fin) y no como cosa (medio o instrumento) han constituido, en una etapa histórica dada (particularmente, en la época de la esclavitud y en la servidumbre feudal), un alivio y una esperanza para todos los oprimidos y explotados a los que se les negaba aquí en la tierra amor, respeto, igualdad y reconocimiento. Pero a la vez, las virtudes de esa moral (resignación, humildad, pasividad, etc.), al no contribuir a la solución inmediata y terrena de los males sociales, han servido para mantener el mundo social que las clases dominantes estaban empeñadas en sostener (1984: 78-79).
Sólo con lo milagroso (lo que se considera maravilloso en los textos de origen cristiano) es posible una solución inmediata para que los contrarios sanen sus opuestos. Es decir, en este milagro la recuperación del equilibrio, la salud del organismo, de la sociedad, se produce bajo la forma de una inversión; acción necesaria para conocer la naturaleza del otro y su inserción en el orden establecido. El buen médico seguidor fiel de los postulados hipocráticos no pierde su tiempo con materiales llamativos pero inicuos, como un asiento de oro o un anillo con una piedra. Al contrario, el buen médico, el profesional, el iniciado, el heredero de un alto nivel ético y de la conciencia propia que tenía en la antigua Grecia la profesión médica, diagnostica mediante las evidencias y, de ser necesario, no ignora la otredad, sino que la injerta en el enfermo (la sociedad) con el afán de devolverlo al orden armónico, a la salud. Ese buen médico es representado en este milagro por san Cosme y san Damián, ambos de origen árabe.
En conclusión, la literatura hagiográfica tuvo que entender algo acerca del cuerpo, e incluso, considerar el cuerpo de la otredad, del etiope, del negro, del moro, para entender la naturaleza del alma. Esto no hubiera sido posible sin el fundamento de la ética médica hipocrática, la cual, con su conjunto de teorías del comportamiento moral de los hombres en sociedad -habitantes dentro de una naturaleza de equilibrios universales y delicados-, aún repercute entre los folios del Flos sanctorum castellano medieval.