Introducción
En junio del 2016, el CEIICH convocó a la mesa: Una mirada interdisciplinaria a la obesidad: ¿epidemia global o responsabilidad individual?, en la que se discutieron diversos aspectos de la obesidad como problema de salud pública. Quedó pendiente en aquella ocasión la cuestión de si la obesidad constituye un asunto de responsabilidad individual, o se trata de una epidemia con determinantes (ambientales, sociales, etc.) fuera del control de la persona. Intento ahora una respuesta a ello, al tiempo que expongo los elementos centrales de la ponencia que presenté entonces, en la que planteé que a partir de la historia de la patologización de la gordura se mostraba que la noción de ‘epidemia de obesidad’ es un constructo artificioso formado como discurso de pánico moral, a partir de una constelación de intereses y motivos de diversos órdenes, junto a un generalizado prejuicio contra las personas gordas. De modo que, a la pregunta de si la obesidad es “epidemia global” o “responsabilidad individual” argumento que ni lo uno ni lo otro, pues entiendo la obesidad como una condición corporal injustificadamente patologizada, cuyo ‘combate’ ha servido para alentar y legitimar actitudes discriminatorias hacia una población ya estigmatizada, sin haber logrado beneficio alguno relevante para la salud pública, pues la incidencia de las enfermedades que se busca prevenir combatiendo la obesidad no solo no ha disminuido, sino que ha aumentado en todo el mundo (WHO 2014), en una medida aparentemente proporcional al aumento en la cantidad de mensajes, discursos y campañas para prevenir la obesidad.
Pero la disyuntiva propuesta como epidemia o responsabilidad individual sirve para apreciar la ‘epidemia de obesidad’ como caso paradigmático de lo que Alcabes (2009) o Boero (2012) denominan “epidemias posmodernas”: discursos sociales en los que se representa un problema social o una condición fisiológica no contagiosa y no patológica como ‘epidemia’, lo que supone una apropiación de la imaginería y las representaciones tradicionalmente asociadas con la “epidemia” (‘contagio’, ‘contaminación’, ‘impureza’), como recurso para incitar al pánico moral. “Pánico moral” que entiendo -siguiendo a Cohen (1972)- como la reacción de temor y rechazo que los miembros de un grupo mayoritario o hegemónico experimentan hacia grupos subalternos, a partir de la percepción construida sobre bases falsas o hechos sobredimensionados, de que los miembros de esos grupos representan una amenaza -sanitaria, económica, de seguridad pública, por mencionar algunas- para la sociedad en su conjunto. Así que, al catalogar de ‘epidemia’ una condición que no es contagiosa ni fatalmente patológica como la gordura (existen personas gordas saludables y personas delgadas que padecen todas las enfermedades asociadas con la gordura), lo único que se logra es agudizar el rechazo y la condena hacia las personas gordas. Sin embargo, para que los gordos y gordas puedan servir eficazmente como objetos de pánico moral, es preciso que se les represente no como víctimas inocentes de la biología, el ambiente o la pobreza, sino como responsables culposos de su propia condición. De ahí el énfasis en el tema de las decisiones y las conductas personales en la génesis de la obesidad, que traslada el peso y la responsabilidad del problema al propio obeso u obesa, en el sobrentendido de que la causa última de la obesidad es la irresponsabilidad y falta de carácter de las personas gordas. Al tiempo, esta subrepticia moralización de la obesidad y el énfasis en la responsabilidad individual sirven para exculpar a médicos y autoridades del fiasco de la “guerra contra la obesidad”, pues si los gordos no adelgazan, puede juzgarse no como fallo del sistema sanitario o de la ciencia médica, sino como una muestra más de que las y los gordos son personas flojas, irresponsables e incapaces de gobernarse. La obesidad queda entonces como ‘epidemia’ y ‘crisis de salud pública’ en el discurso programático, mientras que en la praxis se maneja como problema y responsabilidad personal del paciente obeso.
A fin de sustentar estos puntos, presento en primer término una breve genealogía de la concepción de la gordura como enfermedad y de la obesidad como ‘epidemia’. Avanzo luego al modo en que el pertinaz fracaso de la combinación dieta- ejercicio como ‘cura’ para la obesidad ha agudizado las actitudes discriminatorias ya prexistentes hacia las personas gordas, y ofrezco elementos para poner en tela de juicio el paradigma científico dominante. Cierro con algunas sugerencias respecto al tipo de abordaje que -en mi opinión- podría dársele a la obesidad, como un problema de inequidad social, antes que de responsabilidad individual.
Una nota sobre terminología: empleo de manera preferente y premeditada el término “gordo” por sobre “obeso”, por cuanto quienes hemos estado en contacto con los grupos que luchan por la aceptación las personas gordas1 rechazamos “obesidad” y sus derivados, como categoría patologizadora, destinada a marcar al cuerpo gordo como degenerado y aberrante, y a la persona gorda como alguien con carácter débil y fallido. Además, doy preferencia a partir de este punto a las formas gramaticales femeninas por sobre las masculinas; los varones deberán entender que lo que se diga respecto a las “gordas” les incluye también, salvo aclaración expresa en contrario. En todas las citas de obras en inglés, las traducciones son de quien escribe el presente artículo.
Breve historia de la gordura como ‘enfermedad’ y de la obesidad como ‘epidemia’
Gordas las ha habido siempre. De hecho, las primeras representaciones escultóricas conocidas de cuerpos humanos, como la Venus de Willendorf, son representaciones de cuerpos femeninos gordos.2 Es claro también que desde antiguo ha habido personas cuya salud se vio afectada por una gordura excesiva. Sin embargo, como lo han documentado Gilman (2004 y 2008a) y Vigarello (2010), la noción de gordura como patología es reciente, y no llegó a consolidarse sino hasta finales del siglo XX; no es que alguna vez, en un pasado idílico, la gordura fuese una cualidad apreciada y plenamente aceptada, pues, aunque a menudo se traen a colación casos anecdóticos de grupos sociales o periodos históricos en los que la gordura fue estimada como indicador de salud, riqueza o belleza, se ha documentado que en Occidente se ha identificado más frecuentemente el cuerpo gordo con cualidades negativas -como la intemperancia, la vida licenciosa, la estupidez, el pecado o la fealdad-, que con rasgos socialmente apreciados. Pero lo que resultó poco frecuente hasta el siglo XX fue considerar la gordura como una enfermedad; menos aún, como asunto de salud pública. De hecho, antes del siglo XX, “obesidad” ni siquiera era una palabra de uso común, ni en el lenguaje cotidiano ni en medicina,3 asunto que empezó a cambiar a fines del siglo XIX, en un proceso de resignificación de los cuerpos gordos, que ha tenido dos momentos culminantes: el primero, cuando en 1948 la Organización Mundial de la Salud (WHO, por sus siglas en inglés) incluyó la obesidad en la Clasificación Internacional de Enfermedades (WHO 1949), y, el segundo, cuando en 1998 la WHO empleó por vez primera la expresión “epidemia de obesidad” en un informe de difusión internacional (WHO 1998), en una reinterpretación del término “epidemia” distanciada del que hasta entonces era el uso regular del concepto, que se refería de modo exclusivo a las enfermedades infecciosas.4
La historia de cómo la gordura devino en ‘enfermedad’ y ‘epidemia’ es compleja, por lo que aquí no podemos sino apuntar algunas de sus raíces y particularidades notables, a partir de los trabajos más amplios de otros autores,5 a partir de cuatro motivos o temas destacados en dicho proceso: uno de orden moral y religioso, uno propiamente médico, otro de interés actuarial, y, finalmente, el relativo a la opresión de las mujeres por medio de estándares irreales de corporalidad normativa.
El más antiguo de estos temas es el religioso-moralista. La construcción de la gordura como índice de cualidades morales negativas se realizó en paralelo con la noción complementaria de que a la virtud debían corresponder cuerpos igualmente virtuosos, ejemplo de lo cual es el tipo corporal idealizado en el arte griego como un cuerpo proporcionado, musculoso y sin exceso de adiposidad. Por ello, en el arte grecolatino las representaciones de la gordura son infrecuentes e involucran, generalmente, a personajes viciosos, como Sileno, el sátiro que crió a Baco. El rechazo a la gordura y la preferencia por la delgadez alcanza su punto álgido con el cristianismo, que concibió la gordura como producto de los excesos y apetitos intemperados, y a los cuerpos gordos como encarnaciones del vicio y el pecado. De modo que cuatro de los siete pecados capitales se representaban más frecuentemente con personajes gordos que con delgados (De Girolami 1998). La iconografía del cristianismo ha tenido siempre una decidida preferencia por los cuerpos exageradamente delgados, pues la delgadez extrema es evidencia de virtud moral y pone de manifiesto la capacidad de los santos para dominar las pasiones y anteponer el espíritu a la carne.
Pero antes del siglo XX, lo que nadie parecía suponer era que el ser gorda fuese censurable en términos de indicar el incumplimiento de un deber para con el cuidado de la salud. Esto es, que el imperativo social del autocuidado - que ahora podría parecernos de sentido común- no se había formado aún. Lo que se ha denominado como healthism o ‘salubridismo’ (Skrabanek 1994; Fitzpatrick 2001) constituye una construcción ideológica que interpreta la buena salud como índice del valor moral y ciudadano de la persona, y hace de su cuidado un imperativo. La incorporación del cuidado del peso corporal a la órbita del imperativo salubridista ocurrió destacadamente en EUA a inicios del siglo XX, de la mano de dos predicadores puritanos: Sylvester Graham y John Harvey Kellogg, interesados en la alimentación como fuente tanto de salud como de moralidad, que los llevó a promover la dieta vegetariana y el consumo de fibra.6 Estas recomendaciones iban dirigidas no solamente a propiciar la salud física, sino también la moral, pues tanto Graham como Kellogg suponían que la carne inflamaba las pasiones carnales y que el consumo elevado de fibra ayudaba a contener los impulsos sexuales y autoeróticos; ambos suponían la existencia de una conexión esencial entre alimentación, salud y moralidad, en la medida en que respondían a un mismo corpus de ‘leyes naturales’ de creación divina. En palabras de Kellogg: “La obediencia a las leyes de la vida y la salud es una obligación moral… La salud física promueve la moralidad; y la moralidad, a su vez, promueve la salud física” (Wilson 2014, 44), siendo el cuerpo el lugar más prominente para constatar el cumplimiento de esas “leyes de la vida”. La gordura se vuelve entonces censurable no solo en términos moralistas, sino también salubridistas, como evidencia de la falta de responsabilidad de la gorda para con su salud, en tanto que la delgadez evidencia responsabilidad, autocontrol y salud. Al ganar preeminencia las consideraciones de orden médico, el componente religioso de las representaciones sociales en torno a la gordura tendió a difuminarse, hasta perderse casi del todo. No ocurrió lo mismo, sin embargo, con el componente moral que se mantiene presente, encubierto tras el salubridismo.
En cuanto al motivo médico, la construcción de la obesidad como entidad nosológica fue un proceso impulsado -como tantos otros- por los intereses de médicos e investigadores, deseosos de hacerse con un campo de experticia propio, antes que uno estimulado por la demanda social. Esto es, la patologización de la gordura es una expresión más de la ‘medicalización’ de las condiciones no médicas de la vida cotidiana, estudiada por los sociólogos de la medicina.7 Y no es que la gordura excesiva no supusiera un problema de salud para algunas, o que no se reconociera la relación entre la gordura y ciertas afecciones (la relación entre la diabetes mellitus y la gordura se conocía desde Hipócrates),8 de hecho, mucho antes de que la gordura se medicalizara como ‘obesidad’ ya existían personas tratando de perder peso, como dan cuenta Gilman (2008b) y Vigarello en sus historias de los repetidos y casi siempre infructuosos esfuerzos de las gordas por hacerse delgadas, a base de dietas, ejercicios, pociones, emplastos y demás; aunque quienes querían adelgazar no solían acudir para ello con un médico, ni pensaban en su gordura como ‘enfermedad’. La idea de que la gordura fuese en sí misma una enfermedad y que el profesional al que debía acudirse para adelgazar era el médico, se gestó apenas a finales del siglo XIX.
De acuerdo con Gilman, Carl von Noorden fue el principal impulsor de la medicalización de la gordura, no solo debido a que documentó a detalle la relación entre gordura y diabetes mellitus tipo 2 (DM2), sino porque introdujo el término “obesidad” al vocabulario médico y propuso su clasificación clínica.9 Pero Von Norden fue, ante todo, el primero en reconocer el vasto campo de práctica profesional que podía abrirse si se instalaba el entendimiento de la gordura como una condición que solo podía ser tratada por un médico en una institución médica. La culminación de sus esfuerzos llegó en 1895, cuando Von Noorden fundó en Frankfurt la primera clínica dedicada a tratar la obesidad y la diabetes:
[…] en el corazón del movimiento iniciado por Noorden para medicalizar la obesidad al clasificarla […] se hallaba el deseo de recuperar esta categoría de pacientes en continua expansión de los “charlatanes”, pues “las curas reductivas se han hecho tan populares, que muchos pacientes se ponen en tratamiento ellos solos, sin consultar a un médico”. […] Y la demografía de esta población de pacientes aplicándose tratamientos a sí mismos a fin de siglo era clara: el autotratamiento de la obesidad era más frecuente en mujeres que en varones, y “más común en mujeres jóvenes o de mediana edad, que en mujeres mayores”. Y entre los varones, halló que estos acudían con él solo para tratarse de los síntomas que Von Noorden entendía como producto de la obesidad, pero “sin que entendieran de qué modo una cura reductiva podría serles benéfica, ni de qué modo sus problemas podrían aliviarse adelgazando”. En su apreciación, tales pacientes no se veían a sí mismos como gordos, aunque lo estuvieran, y no creían que ello tuviera nada que ver con sus males. (Gilman 2008b, 199)
Como pionero de la endocrinología y el estudio del metabolismo, los libros de texto de Von Noorden lograron gran influencia sobre futuras generaciones de médicos, quienes adoptaron su visión de la obesidad como enfermedad. Además, Von Noorden logró instalar la idea de que la paciente obesa era incapaz de determinar por sí misma que sus síntomas y malestares fueran causados por la gordura, por lo que el médico aparece como la única voz autorizada para decidir si la paciente obesa está enferma, bajo el presupuesto de que en realidad no podría haber una “gorda saludable”. Von Noorden crea, pues, la idea de que toda persona obesa está necesariamente enferma, aun si esta se percibe a sí misma como libre de males o molestia alguna; en cuanto al tratamiento, la ‘cura’ para la obesidad que se ofrecía en la clínica de Von Noorden no era sino una dieta reductiva, la misma dieta entonces en boga por toda Europa, que muchas personas seguían sin acudir con médico alguno, y probablemente con los mismos resultados: la “dieta Banting”.10
Lo que Von Noorden no logró, o no intentó siquiera, fue establecer la obesidad como problema de salud pública, asunto que consiguió la industria de los seguros de vida. Inicialmente, el interés de la industria de los seguros por la obesidad fue puramente pragmático, y la relación estadística entre peso y mortalidad se descubrió mientras se intentaban encontrar variables para predecir la sobrevida de las personas aseguradas. A Louis Dublin, actuario en jefe de la Metropolitan Life Insurance, se le acredita el descubrimiento, dado a conocer en un informe de 1913, en el que detallaba que, a nivel poblacional el peso constituía un predictor fiable de riesgo aumentado de muerte prematura (Bray 1995); así, Dublin fue el primero en aportar evidencia sólida de algo que se daba por cierto desde Hipócrates: que en general las personas gordas viven menos que las delgadas. El actuario prosiguió su investigación y de ella resultaron las “tablas de peso ideal de la MetLife”, que originalmente sirvieron como herramienta para optimizar el monto de las primas, en las que la noción de ‘peso ideal’ constituyó solo un referente descriptivo, es decir, el rango de peso empíricamente determinado dentro del que podía esperarse la mayor probabilidad estadística de que una persona alcanzara su mayor sobrevida. Pese a no haberse concebido como herramientas de diagnóstico clínico, de no estar avaladas por instancia médica alguna y de no conocerse los protocolos de su elaboración, las tablas de MetLife fueron rápidamente adoptadas por una comunidad médica deseosa de diagnosticar y tratar muchos casos de obesidad. Con el añadido de la facilidad de uso, bastaban dos datos: sexo y talla,11 para determinar cuánto debía pesar una persona, cuán excedida estaba de peso y cuánto debía adelgazar; al emplearse así, el ‘peso ideal’ pasó de instrumento de estadística descriptiva a recurso médico prescriptivo. El ‘peso ideal’ se hizo normativo, mantenerlo y conservarlo se estableció como un imperativo salubridista destacado. Imperativo al que, sin duda, contribuyó el propio Dublin quien, a pesar de su origen judío, estuvo activamente involucrado en el movimiento eugenésico en su versión ‘lamarckiana’, variante del pensamiento eugenésico que consideraba (en consonancia con la teoría de la heredabilidad de los rasgos adquiridos de Lamarck) que el mejoramiento físico de la generación actual era posible y necesario, dado que los rasgos de salud mejorados se heredarían a la generación siguiente (Weisz 2014), por lo que llegó a convertirse en un entusiasta promotor del autocuidado de la salud, en una línea muy cercana a la de Kellogg.12 Así, las tablas de la MetLife pasaron a convertirse, subrepticiamente, en herramienta del proyecto eugenésico de Dublin, cuyo éxito dependía de imponer el autocuidado de la salud como deber moral, bajo estándares de gran exigencia, si se considera que los rangos de ‘peso ideal’ correspondían en todos los casos a las medias estadísticas de los pesos de personas de entre 20 y 25 años (Fletcher 2012, 154). En el fondo, lo único que las tablas de Dublin muestran es la perogrullada de que en general las personas menores de 25 tienen una sobrevida mayor que las de más edad, pero al convertirse en prescripción médica, este truismo lleva a una irrazonable y en general irrealizable exigencia de mantener de por vida el cuerpo que se tiene a los 25 años. Por ello, el concepto de ‘peso ideal’ y las tablas de la MetLife se revelan como artefactos para imponer a la asegurada y paciente (pues con Dublin se impuso también el requisito de la valoración médica para contratar seguros) una responsabilidad magnificada y estrictamente personal por el cuidado de su salud, medida y mediada por el peso corporal:
[...] el sobrepeso [...] es actualmente el principal problema de salud entre las personas de edad mediana y los adultos mayores de este país. Pero es, al mismo tiempo, uno de los más susceptibles a corregirse. [...] Este objetivo requiere del interés activo y el apoyo de trabajadores sanitarios de todo tipo [...] Pero la responsabilidad primaria de la reducción de peso recae en el obeso mismo. Cualquier programa para el control del peso que no opere a partir de esta premisa está llamado a fracasar. (Dublin 1953, 973)
En las décadas siguientes, el imperativo de mantener el peso corporal ‘ideal’ no solo se hizo de sentido común, sino que a las mujeres se les impuso, además, la exigencia de situarse por debajo del peso ideal teórico, premiándolas con aceptación social y un exaltado sentido de valor personal en caso de lograrlo, sin morir en el intento. Aquí, debe decirse que la experiencia del cuerpo gordo en una sociedad gordofóbica no es igual para los hombres que para las mujeres, y si bien la experiencia del varón gordo tiene sus peculiaridades y amarguras,13 es innegable que el mayor peso de la gordofobia ha recaído en las mujeres. Cosa particularmente injusta, si se considera que aunque el cuerpo femenino tiene una mayor proporción de tejido adiposo, las mujeres suelen verse menos afectadas por los efectos nocivos de la gordura excesiva.14 De modo que la más estricta vigilancia sobre el peso corporal de las mujeres parece poco justificada en términos de salud; el origen de ese ensañamiento tendría que buscarse, más bien, en su condición de mujeres, pues históricamente la gordofobia ha operado como una forma de la misoginia, como lo describió puntualmente Susie Orbach (1978), en el texto seminal de los fat studies:15Fat is a feminist issue. Puesto su planteamiento en breve: la exigencia social a las mujeres para mantener pesos inferiores al ‘peso ideal’ es parte de un conjunto de normas culturales asimétricas, que a partir de la cosificación de los cuerpos femeninos, les impone ideales inalcanzables de presunta perfección estética; entre esos ideales normativos, uno de los más restrictivos ha sido el de la delgadez, llevada incluso a extremos patológicos. La exaltación e idealización de la delgadez femenina se gestó sobre todo en EUA, en coincidencia con el momento en que las mujeres que se movilizaron durante la guerra a labores tradicionalmente masculinas, regresaban al hogar con aspiraciones a ocupar un nuevo papel, más activo y asertivo, en el mundo laboral y en la esfera pública; cambio que provocó angustia y desasosiego social y dio pie al surgimiento o ampliación de diversas formas de control cultural sobre las mujeres. Una pieza clave en ese proceso fue la imposición de nuevos y más exigentes ideales corporales, en el que las industrias de la moda, el marketing y los mass media tuvieron un papel central, por medio de la exposición persistente de cuerpos cada vez más delgados (Matelski 2017), cuerpos que muy pocas mujeres podían lograr, pero que funcionaban como instrumentos de control, precisamente por ser inasequibles, pues dotaban al ideal de la esbeltez con el potencial para hacerse una obsesión de tiempo completo, que dejaba poco tiempo o energía para cualquier otra cosa. La delgadez femenina extrema lucía como un ideal por el que valía la pena morir.
En cuanto a la conceptualización de la obesidad como ‘epidemia’, ello quizá no habría ocurrido si la obesidad no se hubiese visto ligada con otras enfermedades más amenazantes. Como enfermedad, la obesidad está lejos de ser aterradora: su curso es muy lento, sus efectos nocivos son poco perceptibles por años, y en muchas personas jamás llegan a manifestarse siquiera: una enfermedad así, difícilmente podría concitar temores públicos de gran magnitud. Para que la obesidad deviniera en terror médico y pánico moral se la debía ligar con alguna otra condición, más rápida, espectacular y aterrorizante; tal asociación se dio primeramente con la enfermedad cardiaca (Gilman 2008a) y fue uno de los nombres destacados en la historia de la nutrición, Ancel Keys, quien la estableció. La enfermedad cardiaca surgió como tema de preocupación pública en EUA a partir del infarto cardiaco que el presidente Eisenhower sufrió en 1955, suceso que llevó a la idea de que la nación padecía una ‘epidemia’ de afecciones cardiacas y a la urgencia de hallar maneras de prevenirlas (Weisz 2014). Keys sacó ventaja de ello y llevó a cabo una investigación internacional sobre la relación entre alimentación y enfermedad cardiaca (el Estudio de los 7 países, publicado en 1978), en la que presuntamente se establecía el rol causal del colesterol y las grasas saturadas en la enfermedad cardiovascular. Aunque se reconoce que el estudio adolecía de serios problemas metodológicos,16 la hipótesis lipídica de Keys resultó un éxito de prensa, pues proporcionó a un público ávido, un modelo simple de la enfermedad cardiaca: la grasa bloquea las arterias, como la mugre tapa las tuberías. Dicha imagen entraña una concepción errónea, que solo ha servido para desinformar (Rothberg 2013), pero no evitó que la hipótesis de Keys se impusiera tanto en el imaginario popular como entre la comunidad médica. Así, en la década de 1980 estaba ya bien instalada la noción infundada de que las grasas son la causa de la enfermedad cardiaca17 y la imagen del gordo como un individuo glotón y enfermo, con las arterias taponadas de grasa y el corazón a punto de estallar.
La conexión entre gordura y enfermedad cardiaca la dotó de un aura amenazante que nunca había tenido, pero sobre todo, abrió la puerta para que a la obesidad se la interpretara no solo como una enfermedad en sí, sino como ‘factor de riesgo’ de muchas otras. Así, la obesidad se incorporó a la que Aronowitz (2015) considera la categoría distintiva de la medicina contemporánea: el ‘riesgo’. ‘Riesgos’ que representan, más que realidades en acto, posibilidades inciertas, imposibles de eliminar; se les disminuye o se les pospone, pero jamás se les cancela por completo; lo cual resulta conveniente para cierto modelo de negocio de ‘medicina preventiva’, pues crea clientes cautivos de tratamientos, que pueden recetarse incluso de por vida. Además, dado que los efectos de los riesgos son inciertos, se ofrece un vasto margen para ligar un riesgo particular con un amplio abanico de enfermedades, pues resulta difícil refutar categóricamente una conexión causal posible entre efectos presentes y pasados, de suerte que los riesgos dependan no tanto de pruebas contundentes para que se les avale, cuanto de evidencia ‘sugerente’.
Todo lo anterior encaja perfectamente con la gordura medicalizada, pues al ser una condición cada vez más común en las poblaciones, resultaba factible correlacionarla estadísticamente con muchas otras afecciones. Si la mayor parte de una determinada población presenta sobrepeso u obesidad, es previsible entonces que la mayor parte de las pacientes con cualquier enfermedad dentro de esa población tenga también sobrepeso u obesidad, independientemente de si la obesidad guarda relación causal con la enfermedad en cuestión. De manera que, conforme la prevalencia de sobrepeso y obesidad se ha incrementado en el mundo a partir de la década de 1980,18 han sido cada vez más la enfermedades y condiciones que se han sumado a la lista de afecciones para las que la obesidad se reconoce como un ‘factor de riesgo’; de esta forma, ha quedado firmemente instalada la idea de que combatir la obesidad es un imperativo de salud pública, pues con ello se previenen muchas otras enfermedades. Lo que sería cierto si la obesidad efectivamente fuese un factor causal de estas.
Con todas estas percepciones instaladas, faltaban solo dos ingredientes para detonar la idea de la obesidad como la gran ‘epidemia’ del siglo XXI. Uno es la adopción de una métrica estandarizada de las masas corporales de individuos y poblaciones, así como puntos de corte para definir ‘normalidad’ y ‘obesidad’, más la categoría gris del ‘sobrepeso’. El proceso para tales acuerdos (Fletcher 2012) supuso prolongadas negociaciones y jaloneos entre una variedad de actores; y el punto culminante se dio a finales de la década de 1990, cuando la WHO adoptó el índice de masa corporal (IMC),19 como método para evaluar la composición corporal, junto con la definición de los puntos de corte para el sobrepeso y la obesidad: IMC de 25 y 30 respectivamente (WHO 1998). Como medida de la obesidad, el IMC es muy poco satisfactorio, debido a que si se define -como lo hace la WHO- como una “acumulación anormal o excesiva de grasa”, resulta entonces que el IMC no mide lo que interesaría medir, pues no determina grasa corporal. Ciertamente, el IMC tiende a guardar correlación estadística con el porcentaje de grasa corporal medido por otras técnicas,20 pero las desviaciones entre el IMC y las mediciones directas de la grasa corporal son considerables y frecuentes, como para producir numerosos falsos positivos y falsos negativos (Frankenfield et al. 2001). Pese a lo cual, el IMC se ha mantenido, no por ser el método idóneo, o siquiera uno medianamente adecuado, sino por ser el más simple y barato.
El elemento final en la ‘epidemia de obesidad’ fue la insinuación de que la obesidad era de algún modo ‘contagiosa’. De acuerdo con Oliver (2006, 39), quien logró dicha advertencia fue William Dietz, del Centro de Control de Enfermedades de EUA, al representar visualmente el ‘avance’ de la obesidad por medio de una secuencia de mapas, en los que la prevalencia de la obesidad por estados se representaba, en distintos años, con tonos de azul progresivamente más oscuros, con los cuales se creaba la impresión visual de que la obesidad se ‘propagaba’ por el territorio, de manera similar a como se propagaría, por ejemplo, la influenza o el VIH.21 Los mapas de Dietz lograron gran difusión y efecto, de modo que cuando, en 1998, la WHO declaró la ‘epidemia de obesidad’, el anuncio causó sorpresa por las dimensiones atribuidas al problema, aunque no llamó la atención que a una condición no contagiosa se la calificara de ‘epidemia’.
La dieta imposible, el desequilibrio energético y las determinantes sociales de la obesidad
Solo puede imputarse responsabilidad individual por lo que se encuentra bajo control voluntario de la persona, por lo que cualquier discusión en torno a la ‘responsabilidad personal’ en la obesidad implica decidir si el peso corporal se puede controlar a voluntad, pues si esa condición no se satisface, cualquier llamado a dicha responsabilidad ante la obesidad se torna inútil e ilegítimo. Decisión que también resulta relevante respecto a nuestras actitudes hacia las personas gordas, ya que, si el peso corporal realmente fuese objeto de control voluntario, podría justificarse considerar a la gorda como una persona irresponsable -o al menos, desinformada e imprudente-, y se podrían enfocar las políticas públicas para el combate a la obesidad, en la educación y en la concientización. Esto podría tener sentido, quizás. Pero si las personas no tuviésemos control sobre nuestro peso, o si este fuese limitado y errático, en tal caso nuestra actitud hacia las gordas tendría que ser de empatía, antes que de condena o desaprobación; y en lugar de formular una política pública enfocada en modificar comportamientos individuales, tendríamos que generar una política orientada hacia la modificación de los factores ambientales, sociales y económicos responsables de la obesidad en las personas biológicamente susceptibles. Cualquier discusión y decisión en esta cuestión enfrenta, sin embargo, dos problemas: el primero es que a la luz de la historia sabemos que las actitudes sociales hacia la gordura nunca han sido, en lo general, de empatía y aprobación, sino de rechazo y censura; sabemos que el rechazo y la desaprobación moral hacia los cuerpos gordos fue el móvil que dio impulso y forma a muchas concepciones sobre la obesidad dentro del propio ámbito médico, por lo cual tendríamos que tener el cuidado de no convalidar los discursos médicos en torno a la prevención o tratamiento de la obesidad, sin considerar sus posibles prejuicios. La segunda dificultad radica en que al proponer el “control voluntario del peso” resulta fácil caer en la trampa de declarar que este existe con criterios laxos en exceso, por debajo de cualquier expectativa razonable. Tenemos algún grado de control voluntario sobre nuestra ingesta alimenticia y actividad física, y la posibilidad, con ello, de afectar de manera modesta y transitoria nuestro peso, es decir, perder un par de kilos por un par de meses es algo relativamente sencillo, que casi todas podemos lograr (o que hemos conseguido ya muchas, demasiadas veces). El punto no es si una persona puede perder a voluntad 4 o 5 kilos en el verano para entrar en un traje de baño -aunque los recupere posteriormente-, sino si es factible perder a voluntad los 15, 20 o más kilos que la mantienen en la categoría de ‘sobrepeso’ u ‘obesidad’ de forma permanente, o al menos por periodos prolongados, medidos en décadas, no en años.
En la actualidad, contamos con evidencia empírica sobrada de que en la mayoría de los casos no es posible sostener un control voluntario del peso corporal, sino de manera fugaz y dentro de límites estrechos; de modo que la única receta generada por la ciencia médica en su historia para ‘curar’ la obesidad: la dieta restrictiva, en combinación con ejercicio físico, es inefectiva para lograr reducciones relevantes y sostenidas del peso corporal a largo plazo en la generalidad de las personas. Situación que, si se juzgara objetivamente y no a la luz de los prejuicios, tendría que habernos llevado a admitir de tiempo atrás que ninguna dieta es eficaz para eliminar la obesidad, ni las que dependen de la pura ‘fuerza de voluntad’, ni las que se apoyan en recursos farmacológicos o quirúrgicos -pues la cirugía bariátrica y los fármacos para el control del peso solo son auxiliares para la disminución de la ingesta calórica-, como tampoco son eficaces las políticas públicas para la prevención de la obesidad centradas en el cambio conductual del individuo, a partir de educación o persuasión. Si la ineficacia de estas intervenciones no logra apreciarse, se debe ante todo a que el prejuicio prevalente proporciona explicaciones ad hoc para justificar su recurrente fracaso: las campañas contra la obesidad y las dietas fallan porque las personas gordas no tienen fuerza de voluntad, autocontrol ni disciplina.
Convendría aceptar que en nuestros modelos biomédicos de la obesidad hay algo mal planteado de inicio, que no ha logrado incorporarse aunque se le mencione ocasionalmente: la concepción de la obesidad como mero exceso calórico, que podría regularse por el solo control voluntario de la persona: el modelo del “desequilibrio energético positivo”. Lo que aún no está considerado, son las determinantes sociales de la obesidad, las que dan cuenta de aspectos que el modelo del desequilibrio no consigue explicar, como, por ejemplo, las razones por las que la masa corporal media de las poblaciones ha aumentado en las últimas décadas. La consideración de dichas determinantes sociales apuntaría, sobre todo, al tipo de acciones de política pública que podrían controlar efectivamente el aumento en los pesos corporales de las poblaciones.
Empecemos por la cuestión de si las dietas son un recurso eficaz para bajar de peso. Asunto que se soluciona de manera simple si dejamos de presuponer que las gordas son personas glotonas y sin fuerza de voluntad, incapaces de apegarse a una dieta. La realidad es que muchas poseen una tenacidad notable, que les ha permitido seguir docenas de dietas por años,22 además de que es un hecho biológico que ni las personas obesas ni las no obesas pueden resistir dietas hipocalóricas estrictas por periodos extensos.23 Suponer que cuando una gorda falla en seguir una dieta lo que ha fallado es la persona, resulta prejuicioso e infundado, o bien, manifestación de una exigencia absurda para que las personas gordas realicen proezas de resistencia fuera del alcance de gordas y delgadas por igual. La idea de que la ‘fuerza de voluntad’ determina el éxito en una dieta constituye un mito sostenido por los propios profesionales de la salud, sobre la existencia de un cierto estado mental, actitud o preparación psicológica, que permite que las personas se apeguen a sus dietas y consigan resultados. Sin embargo, la evidencia empírica apunta a que la preparación mental y la automotivación tienen efectos ínfimos o hasta nulos en los resultados de las pacientes en programas para la pérdida de peso (Casazza et al. 2015). La ‘fuerza de voluntad’, en caso de realmente tener un papel esto, tiene uno muy pequeño, de modo que -reitero-, cuando las dietas fallan, no fallan las personas, sino las dietas. Lo que nos trae nuevamente de vuelta a la cuestión de bajo qué criterios cabe afirmar que una dieta ‘funciona’ o ‘falla’, debido que para el criterio menos exigente todas las dietas funcionan, ya que pueden lograr una cierta pérdida de peso, aunque sea temporal y limitada. Así se construye el fundamento de la industria de las ‘dietas milagro’, ya que cualquier régimen restrictivo, por irracional que sea, puede hacernos bajar un par de kilos en una semana (aunque luego se les recupere).
La cuestión de cuáles serían los criterios de éxito aceptables (ya no digamos los deseables) para una dieta o tratamiento de pérdida de peso constituye un tema neurálgico, aunque raramente discutido en público, pues la exclusividad que el estamento médico ha perseguido desde los tiempos de Von Noorden sobre el tratamiento de la obesidad solo se justifica si esos tratamientos son eficaces, o al menos mejores que los ofertados por los muchos competidores en el nutrido mercado de las dietas y métodos para adelgazar. La historia de esos criterios de éxito es, sin embargo, desalentadora: una competencia por bajar cada vez más los niveles de exigencia, de modo que intervenciones insatisfactorias pudiesen reportarse como ‘exitosas’ en informes y artículos médicos.
Originalmente, la meta de las dietas era logar lo que se conocía como el “peso ideal” [de las tablas de la MetLife] […] El problema era que las personas obesas solían estar muy por arriba de esos poco realistas rangos de peso, y raramente perdían lo suficiente para llegar a ellos. Eventualmente, los médicos e investigadores se percataron de ello, e hicieron la única cosa que pudieron para incrementar sus números de dietistas exitosos: cambiaron la definición de éxito por una que era más fácil de lograr, que fue la de perder solo 40 libras [18 kg]. Es como si un saltador de garrocha bajara la barra cuando se da cuenta de que no podrá saltarla a la altura en la que está. De acuerdo, sin embargo, con un influyente reporte de los años 50, el 95% de los dietistas tampoco lograba esa meta. Y la respuesta de la comunidad médica fue simplemente bajar de nuevo la barra. De modo que en las décadas siguientes una dieta que consiguiera una reducción de 20 libras [9 kg] se consideraba exitosa. […] en los años 70 los investigadores empezaron a describir las metas de pérdida de peso no en peso absoluto perdido, sino respecto al peso inicial. En esos términos, una pérdida del 10% sobre el peso inicial se consideraba como una dieta exitosa. Pero solo un 20% aproximado de los dietistas lo lograban, por lo que en 1995, el Instituto de Medicina [de los EUA] bajó la barra de nuevo. Decidieron que la meta para los programas de pérdida de peso sería el 5% sobre el peso inicial. […] En este punto, es probable que nuestro saltador de garrocha ya ni siquiera requiera de la garrocha para pasar la barra. (Mann 2015)
Toomath (2017), por su parte, documenta que la mayoría de los reportes sobre programas de dieta ‘exitosos’ consigue sostener sus criterios de éxito al darle seguimientos de corto plazo, 1 año o menos, o al dejar de reportar los números de quienes abandonan el estudio (típicamente, más del 50%). Mientras que Fletcher documenta cómo en el Reino Unido el repetido fracaso en los programas públicos para bajar de peso llevó a un continuado descenso en las metas planteadas, y, finalmente, a una redefinición radical de objetivos: ya no se buscaría combatir la obesidad, sino prevenirla, dado que “el tratamiento de la obesidad en los adultos era ‘limitado’ en sus éxitos” (Fletcher 2012, 204).
Este continuado descenso en los estándares de ‘éxito’ puede entenderse como prueba de la inefectividad generalizada de las dietas: no existen criterios claros de éxito para evaluar su eficacia simplemente porque no hay dietas reductivas ‘exitosas’. Ninguna, ciertamente, que la medicina haya podido crear o descubrir para lograr pérdidas sostenidas de porcentaje relevante de masa corporal a largo plazo.24 Pensemos el asunto de otro modo: si desde tiempos remotos la gordura es una condición estigmatizada, si la presión social para ser delgada es tan poderosa, y si la humanidad lleva toda su historia probando dietas, ¿no tendría que haberse encontrado, ya desde hace mucho, una dieta eficaz para hacer delgadas a las personas gordas, si ello fuera realmente posible?
La general ineficacia de las dietas tendría que llevarnos a sospechar que lo que ha estado errado no es solo la estrategia, sino también nuestras concepciones básicas sobre la obesidad y sus causas. Aquí debe señalarse que la ciencia de la obesidad ha gravitado alrededor de un paradigma dominante único, cerrada a cualquier modelo alternativo (O’Hara y Taylor 2018), paradigma cuya consolidación y cierre se dio (Taubes 2007) en la década de 1970, cuando sus defensores lograron aislar y acallar, que no refutar, al proponente de la principal teoría alternativa: Yudkin (1972). Como señalamos previamente, se trata del llamado “modelo del desequilibrio energético positivo”, que aún hoy se enseña en las escuelas de medicina y nutrición, como explicación consensuada de la obesidad.
El modelo del desequilibrio energético afirma un principio simple: engordamos porque comemos de más y nos ejercitamos de menos; lo que crea un superávit calórico, que se metaboliza y almacena como grasa, de modo que para bajar de peso solo hay que comer menos, o ejercitarse más, o ambas cosas. El encanto del modelo radica en su obviedad intuitiva y en que se apoya en principios incuestionados de la física. Sin embargo, el modelo es inadecuado e insuficiente, especialmente porque carece de evidencia empírica de largo plazo. Mostrar que el modelo funciona en el corto plazo es fácil (cualquier dieta lo hace), pero para probar en el largo plazo que el peso estable es producto del equilibrio calórico, tendría que valorarse el equilibrio independientemente del peso. Solo que las técnicas para evaluar el balance calórico no son prácticas más que en el corto plazo, por lo que el balance calórico a largo plazo se deduce a partir, precisamente, de la estabilidad del peso corporal (Stinson et al. 2012), en un círculo vicioso. Más grave aún es que el modelo no explica por qué entre las personas con peso estable algunas son delgadas y otras obesas, como tampoco explica por qué las personas obesas que logran adelgazar tienden, de manera aparentemente inevitable, a recuperar el peso perdido. Tampoco explica el fenómeno inverso: la tenaz resistencia del organismo de personas delgadas a subir de peso cuando se las fuerza a sobrealimentarse (Bray 2020) y no ofrece razones de la actual tendencia al aumento de peso en todo el mundo, a menos que se considere que los seres humanos nos volvimos más glotones y flojos que nuestros antepasados, asunto que tiene poco sentido y es, en todo caso, incomprobable. Sin embargo, quizás el mayor fallo del modelo sea de orden lógico, pues reposa en una confusión entre niveles de explicación: trata de dar cuenta de un fenómeno complejo -la obesidad- con una explicación correcta, pero parcial e insuficiente, que resulta en un truismo bastante trivial en realidad, pues afirmar que las personas engordamos porque consumimos más calorías de las que gastamos no es mucho más instructivo que afirmar que el problema de los alcohólicos es que estos beben de más. Aunque no se niega que para engordar se requiera superávit calórico, el problema que demanda explicación no es ese, sino las razones por las cuales los mecanismos fisiológicos que controlan eficientemente la ingesta alimenticia y la homeostasis energética en las personas delgadas parecen fallar o desregularse en las obesas. Explicación que, de hecho, tendría que comenzar por establecer la dirección de la causalidad, ya que contrariamente a lo que el modelo asume, en realidad no es claro si entramos en desbalance energético porque comemos de más, o si comemos de más porque estamos en desbalance energético.
Las alternativas al paradigma del desequilibrio energético también presentan problemas, aunque logran explicar algunas de las cosas que la teoría dominante no esclarece. Entre estas, son tres las que valdría mencionar: la primera es la hipótesis defendida por Yudkin, que ha resurgido en años recientes, como el “modelo carbohidratos-insulina” de la obesidad (Ludwig y Ebbeling 2018), que sostiene, en síntesis, que la clave para entender la obesidad, su aumento reciente y enfermedades como la DM2, está en el hecho de que los humanos evolucionamos con dietas relativamente pobres en carbohidratos y especialmente en sacáridos simples. Por ello, el consumo excesivo de carbohidratos provoca un desajuste endocrino, con niveles crónicamente elevados de insulina, la que, dados sus efectos anabólicos -inhibe la lipólisis-, provoca que las reservas grasas queden retenidas, con el efecto paradójico de que las células “pasan hambre” aunque se tengan reservas adiposas en abundancia. La persona tiene hambre y si la dieta sigue siendo rica en carbohidratos, el círculo vicioso se prolonga, con acumulación creciente de adiposidad y desarrollo de resistencia a la insulina y DM2. El modelo tiene como mérito el hecho de que el aumento en los niveles de obesidad se correlaciona con el aumento histórico en el consumo mundial de azúcar, que explica la particular asociación entre bebidas azucaradas y obesidad (Popkin 2008), resuelve plausiblemente la relación obesidad-DM2 y da razón del éxito relativo de las dietas cetogénicas.25 La segunda teoría es la del “gen ahorrador” (thrifty gene), propuesta por Neel (1962), para explicar la alta variabilidad de DM2 entre poblaciones humanas: muy alta en sociedades occidentales, casi desconocida en sociedades tradicionales. Su teoría propone la existencia de un genotipo con tendencia al apetito incrementado y elevada capacidad para almacenar grasa, que alguna vez nos fue ventajoso, pues permitía formar reservas grasas en tiempos de abundancia, para usarlas en épocas de carestía, pero en nuestro ambiente moderno, con alimentos abundantes, ese gen resulta desventajoso, pues en tales condiciones se manifiesta como un fenotipo obeso. La teoría resulta eficaz para explicar el aumento histórico reciente de la obesidad, pero no ha sido posible precisar qué gen o combinación de genes sería el “gen ahorrador”. Finalmente, la tercera teoría es la set-point (Farías et al. 2011), que postula que cada individuo tiene una predisposición genética -mediada por interacciones ambientales y efectos epigenéticos- a mantener un cierto punto fijo de reservas grasas y peso corporal, lo que daría cuenta de la fuerte tendencia, en humanos y animales, a mantener pesos bastante estables aún ante fluctuaciones en el suministro de alimentos, la cual se lograría por diversos mecanismos homeostáticos (la conducta alimentaria es el más evidente, pero habría otros, como la termogénesis adaptativa). Desde esta teoría, el aumento generalizado de la obesidad se explica aduciendo que estos mecanismos homeostáticos responden menos a la sobrealimentación que a la subalimentación (lo que tendría sentido evolutivo); de modo que la sobrealimentación crónica puede distorsionar el set-point, y llevarlo a niveles más altos.
Distintas como son, estas tres alternativas tienen un punto en común: las tres suponen que lo que ha desatado el actual aumento en los niveles de obesidad ha sido un cambio radical en la dieta, con una abundancia de alimentos densamente calóricos -ricos especialmente en azúcares-, nunca antes experimentada por la humanidad. Las tres constituyen teorías que demandan factores ambientales para dar cuenta cabal de los fenómenos que intentan explicar, mientras que, en contraste, el modelo del desequilibrio está desligado en principio de las determinantes ambientales. Así, se deja un vacío explicativo, que en la práctica ha tendido a llenarse con el supuesto tácito de que el factor causal último del aumento de peso es de índole conductual y sujeto a control consciente: las malas elecciones alimentarias individuales. El círculo del origen histórico de nuestras concepciones médicas sobre la gordura se cierra aquí, cuando los reiterados intentos para que la paciente obesa adelgace por medio de la dieta fracasan, y muchos de quienes presuntamente estaban ahí para ayudarle, recalan en los orígenes moralistas y prejuiciados del concepto de ‘obesidad’, para resolver su frustración ante el fracaso, culpando a la propia paciente: las gordas no adelgazan porque son irresponsables, inconscientes, débiles, glotonas. De lo que resulta que entre los sitios en los que la persona obesa se haya más expuesta a sufrir discriminación y maltrato es en el propio entorno clínico, con consecuencias directas en su salud:
Me avergüenza decir que los doctores contribuimos significativamente a la estigmatización, con lo que las personas obesas se hacen renuentes a acudir al médico, salvo para los problemas más urgentes. Lo que significa que se quedan sin estudios de rutina, como pruebas de Papanicolau o mamografías, y se presentan mucho más tarde de lo que deberían para atenderse de cualquier enfermedad. (Toomath 2017)
El estigma médico hacia las personas obesas está ampliamente documentado. Así, a partir de una amplia revisión de la literatura, Phelan et al. (2015) concluyen que entre los proveedores de servicios de salud predominan los estereotipos y actitudes negativas hacia las personas obesas, y se cuenta con evidencia de que esos prejuicios influyen directamente en las decisiones, juicios y comportamiento del personal sanitario, lo que genera en las pacientes obesas estrés, evitación de las consultas y pobre adherencia a los tratamientos para cualquier enferme dad. Resulta preocupante que muchos médicos adquieren -o reafirman- estas actitudes discriminatorias desde que son estudiantes, como lo documentaron Wear et al. (2006) en su estudio entre estudiantes de medicina sobre el humor cínico y derogatorio dirigido hacia los pacientes, en el cual se encontró que los pacientes con obesidad mórbida son el objeto preferente de ese tipo de humor, justificado por los estudiantes a partir del estereotipo del obeso como persona perezosa y sin autocontrol, considerando su condición médica como autoinfligida y merecedora, por tanto, de burla y oprobio. Los estudios sobre la estigmatización de las pacientes obesas por el personal sanitario en el ámbito latinoamericano corroboran una situación análoga (Gómez et al. 2017).
La propuesta de superar el modelo de la obesidad como desequilibrio energético podría permitir avanzar hacia un mejor entendimiento científico de los mecanismos que regulan el apetito y el peso, así como la posibilidad de remontar uno de los componentes centrales de la gordofobia: la premisa de que el apetito y el peso se controlan ‘a voluntad’, y que la gorda es gorda por gusto, debilidad o estupidez, siendo, por tanto, indigna de empatía o aprecio. Los modelos alternativos de la obesidad ofrecen, además, la posibilidad de delinear rutas hacia acciones con mejores perspectivas de refrenar el aumento del peso corporal entre las poblaciones y paliar los problemas de salud asociados, considerando además que en dicho modelos alternativos de la obesidad, la clave radica en el ambiente social, antes que en el medio físico, es decir, redirigen la atención hacia las determinantes sociales de la obesidad, asunto que no se logra con facilidad en el modelo del desequilibrio, que preferentemente tiende hacia la explicación de que la obesidad es en el fondo un asunto de conductas y decisiones individuales.
En este punto de la discusión, debe señalarse que la obesidad no constituye una condición distribuida de manera fortuita u homogénea en las sociedades, sino que tiende a seguir patrones bastante definidos, conocidos desde décadas atrás, como el hecho de que se presenta en las naciones menos desarrolladas; que tiende a presentar mayor prevalencia entre los estratos de ingresos medios y altos, mientras que en las más desarrolladas se concentra en los más pobres; que en naciones de ingresos medios y altos, afecta de manera desproporcionada a las minorías étnicas desfavorecidas; que en todos los casos, su prevalencia tiende a ser inversamente proporcional al nivel educativo; que la mujeres suelen presentar una mayor prevalencia respecto a los varones, salvo en los estratos más altos; y que los hogares monoparentales encabezados por una mujer resultan particularmente vulnerables (Peña y Bacallao 2000; Hojjat y Hojjat 2017). El patrón puede parecer complejo, pero se observa una regularidad básica de fondo: que en lo general la prevalencia de obesidad se correlaciona con la pobreza, rompiéndose solo cuando dichos niveles se sitúan por debajo de los de mera supervivencia. De ahí que se propone que más que con la pobreza en general, la obesidad está es pecíficamente asociada con la inseguridad alimentaria.
En el caso específico de México, Shamah et al. (2020) han establecido la relación entre obesidad e inseguridad alimentaria, pues entre el 2012 y el 2018, la prevalencia de obesidad aumentó entre escolares que no contaban con ayuda alimentaria en un 97%, y en un 60% en adolescentes en igual condición, en tanto que los adultos en inseguridad alimentaria moderada, la obesidad abdominal tuvo un aumento del 10%.
Además, nuestro país puede ser considerado aún como un caso de transición:
La información sobre la distribución de las prevalencias en México parece indicar que los grupos en mayor desventaja socioeconómica tienen menores prevalencias de peso excesivo. Sin embargo, un análisis de los incrementos de sobrepeso y obesidad combinadas entre 1988 y 1999 indica una mayor velocidad de aumento entre la población más marginada socialmente […] (Rivera et al. 2012, 85)
La relación entre obesidad y pobreza no es sencilla de explicar y en cierto modo resulta paradójica, pues si el superávit energético es condición para el aumento de peso ¿no tendrían que ser los sectores con mayores posibilidades de adquirir alimentos los de mayores tasas de obesidad? Una explicación posible a esta pregunta sería que no es la pobreza la que favorece la obesidad, sino la obesidad la que favorece la pobreza, pues existe evidencia abundante de que la obesidad es causa de desempleo y pobreza, en función del estigma asociado con esta, ya que las personas gordas tienen, respecto a las delgadas, menores probabilidades de ser contratadas, mayores posibilidades de ocupar puestos subalternos mal remunerados y mayores probabilidades de que se les despida (Campos 2004; Toomath 2017). De ahí que algunos estudios encontraron una relación inversamente proporcional entre IMC y niveles salariales en mujeres; Cawley (2004) documentó que cada 30 kg de peso extra implicaban un salario 9% inferior respecto al de una persona de edad, experiencia laboral y condiciones socioeconómicas comparables; aunque otros estudios, como el de Rodríguez y Rangel (2015) realizado en México, no han podido constatar una asociación entre obesidad y salarios. Otra explicación, en una línea muy diferente, apunta que la pobreza y la situación social subordinada contribuyen al desarrollo de la obesidad por vía de los efectos fisiológicos del estrés crónico asociado con tales situaciones, pues los glucocorticoides secretados en respuesta al estrés generan efectos metabólicos similares a los de la insulina (Moore y Cunningham 2012). Finalmente, otra hipótesis apunta a la relación entre obesidad e inseguridad alimentaria como una respuesta adaptativa a situaciones de escasez, con componentes tanto fisiológicos como conductuales (Dhurandhar 2016).
Al momento es imposible descartar cualquiera de las hipótesis menciona das, las que no son lógicamente excluyentes. Por ahora, la relación mejor establecida entre obesidad y pobreza aparece mediada por la amplia oferta, disponibilidad y bajos costos de alimentos procesados de muy alta densidad energética, que son más fáciles de obtener y proporcionalmente más económicos y asequibles que alimentos más nutritivos y de menor densidad energética. Como han mostrado Hernández et al. (2012) para el caso mexicano, entre 1992 y 2010, el costo promedio de la kilocaloría pasó de $12.50 a $11.10, pero con marcadas diferencias entre tipos de alimentos, siendo consistentemente los de menores densidades calóricas los que suponen los mayores costos por kilocaloría; de esta forma, en los hogares con escasos recursos disponibles se tienden a orientar las elecciones hacia los alimentos de mayor densidad energética y menor costo proporcional:
Los hogares con menores niveles de ingreso toman decisiones de consumo que les permiten obtener un mayor nivel de calorías a un precio menor […] Por ejemplo, en 2010 el costo de mil calorías para los más pobres fue de $7 y para los más ricos de $15.60.
[…] En 2010, los individuos de menor ingreso gastaban en promedio $3.60 diarios en alimentos con alta densidad energética, con lo cual obtenían aproximadamente 62.7% de las calorías consumidas. En cambio, los $2.90 que gastaron en promedio en alimentos con baja densidad equivalían a 7% de su consumo de energía. (Hernández et al. 2012, 145)
Es decir, comer sano es más caro que comer ‘chatarra’, además de que consumir comida chatarra, más densa en energía que en nutrimentos, no solo es más barato, sino que también es más sencillo (solo hay que sacarla del empaque), es más asequible (se la encuentra por todas partes y a todas horas), es más atractiva (aparece publicitada por todos lados y viene en empaques coloridos), pero sobre todo -y esto es tristemente innegable- es extremadamente apetitosa. Lo que no resulta extraño, si se considera el multimillonario gasto que las grandes empresas alimentarias invierten en investigación para desarrollar alimentos que por sus cualidades resulten irresistibles a la fisiología humana (Moss 2013). La omnipresente publicidad, las tácticas amañadas de venta (como la de las porciones gigantes), la distribución y el diseño de los alimentos chatarra para hacerlos prácticos, duraderos e irresistibles a la vez, contribuyen de manera decisiva al elevado consumo de alimentos de alta densidad calórica asociados con la obesidad,26 particularmente entre los sectores de menores recursos, para quienes dichos productos se presentan no solo como los más atractivos, sino también como los más asequibles.
En síntesis: la consideración de las determinantes sociales apunta a que los factores clave para entender la obesidad como ‘epidemia’ subyacen en la inequidad social, y en una industria alimentaria que ha buscado maximizar utilidades y ampliar mercados, por medio de una sobreoferta de productos de alto valor calórico y bajo valor nutricional, a costos asequibles para los sectores menos pudientes y con el apoyo de un potente aparato publicitario. Sin duda, todas tenemos un cierto grado de control voluntario sobre nuestras decisiones alimenticias, pero cuando la comida más fácil de conseguir, la más práctica y la más apetitosa es la de mayor densidad energética, la elección por otras alternativas resulta difícil de sostener. Y la decisión es casi inevitable cuando esa comida densa en energía es, además, la que está dentro de nuestro presupuesto: la que “llena más” por menos dinero. De modo que el componente ambiental con el que las teorías del gen ahorrador, el set-point o el eje carbohidrato-insulina podrían resultar buenas explicaciones de la expansión de la gordura por el mundo, resulta ante todo, un componente de orden estructural, que no está bajo el control directo del individuo.
Para concluir…
Ni la historia de la formación de nuestras concepciones en torno a la obesidad como entidad patológica y ‘epidemia’, ni la consideración de los posibles componentes de responsabilidad individual en su génesis y expansión permiten sostener la visión de la obesidad como materia de ‘responsabilidad individual’. Las causas de fondo de la gordura y su aumento en el mundo no son de orden personal, ni producto de elecciones conscientes y premeditadas; la gordura no es un problema conductual, ni es producto de un déficit cognitivo que se resuelva con campañas educativas. Resulta, ante todo, como efecto de una estructura social inequitativa y de un sistema alimentario que prioriza la ganancia económica por sobre cualquier otra consideración, que han creado una situación en la que la opción más asequible y atractiva -a menudo, la única viable- es consumir alimentos de alta densidad energética, que suponen un superávit energético (especialmente rico en ciertos nutrientes que aparentemente no estamos evolutivamente adaptados a consumir en grandes cantidades) que -por mecanismos que aún necesitan esclarecerse- conducen a la desregulación de la homeostasis energética y al aumento de peso. Sostener ante la evidencia disponible que la obesidad es una responsabilidad personal, sería como alegar que lo que mató a las víctimas de una inundación no fue la marejada de agua, sino su falta de capacidad personal para nadar.
Como señalamos desde el inicio, la presentación de la obesidad como ‘epidemia’ no agrega ni aporta nada a la discusión, esto solo sirve para ahondar los prejuicios y la discriminación hacia las personas gordas, al tiempo que crea pánico moral, con los gordos y gordas convertidos en blancos de formas de escarnio y maltrato, formas que se consideran inaceptables cuando van dirigidas hacia grupos sociales subalternos, pero que resultan socialmente toleradas y hasta alentadas cuando se dirigen hacia gordos y gordas. La gordofobia como el último prejuicio aceptado.