El libro de Elisa Cárdenas es, fundamentalmente, una reflexión sobre las relaciones que los países iberoamericanos tejieron trabajosamente con Roma a partir de las independencias, sobre el papel de la Santa Sede en la reorganización del mundo eclesiástico americano y sobre la construcción de las Iglesias católicas nacionales. La obra se enmarca en un siglo XIX largo cuyo centro de gravedad, para la historia religiosa, lo constituyen las vicisitudes del pontificado de Pío IX (1846-1878) tras las revoluciones de 1848-1849. No es de extrañar, entonces, que el corazón de la obra se corresponda con la segunda mitad de la centuria, la de ese abrumador repertorio de condenas antimodernas que fue el Syllabus errorum (1864) y la del Concilio Vaticano I (1869-1870). En este sentido cabe decir que el título del libro no refleja, sino muy parcialmente, su contenido, ya que podría inducir al lector desprevenido a suponer que se trata sobre el papado y la conquista de América en el siglo XVI, o en el mejor de los casos ofrece una visión unilateral de las políticas de Roma hacia el mundo americano. Un título, en suma, al que le falta un subtítulo orientador.
La obra, de amena lectura, se estructura en tres partes que no responden, estrictamente, ni a un diseño cronológico ni a uno temático. La primera aborda las consecuencias religiosas de la crisis monárquica ibérica a ambos márgenes del Atlántico, en el marco de un derrumbe europeo que condujo a una profunda mutación de las formas en que Roma ejercía su papel de metrópoli religiosa. La segunda analiza el lento proceso de “descubrimiento mutuo” entre la nueva Roma surgida de la Restauración y los países que en la segunda mitad del siglo serán llamados latinoamericanos. La tercera trata sobre el concepto de revolución que cobra cuerpo a lo largo del siglo en el pensamiento católico, en especial en su vertiente ultramontana, y el surgimiento de un “orden laico”, estrechamente vinculado a la formación de las naciones.
Cárdenas demuestra su capacidad para reflexionar sobre procesos históricos de larga duración que involucran, además, espacios inconmensurables. El libro se desmarca de las narrativas nacionales, predominantes hasta hace muy poco en la historiografía latinoamericana dedicada al catolicismo, para intentar una mirada “transatlántica” que no deja de lado, sin embargo, la consideración de las singularidades de cada experiencia. Busca de ese modo “abrir algunas ventanas de diálogo” entre las “historiografías autistas” que han narrado e interpretado cuanto aconteció en ambas márgenes del Atlántico sin tomarse mutuamente en cuenta más que ocasionalmente. En este sentido, el libro sintoniza bien con otras obras más o menos recientes que han asumido el desafío de poner fin a una paradoja: que la historia del catolicismo, religión mundial por excelencia, haya sido encorsetada en los estrechos marcos de las fronteras nacionales.
Esa amplitud de miras consiente advertir, en la historia de la laboriosa construcción de una relación sin intermediarios entre el papado y los países latinoamericanos, el nacimiento simultáneo de una imagen nueva de América en el horizonte romano y el de una nueva idea de Roma, en cuya forja la catolicidad americana, nos explica, desempeñó un papel no desdeñable. Después de todo, esa América hispana que en sus primeros contactos con la curia romana fue observada por sus funcionarios no sin desprecio, como una catolicidad “de segunda”, pasaría a representar en el siglo XX una porción sumamente relevante de la población católica mundial y de su jerarquía. Una relevancia que excede, además, lo meramente cuantitativo, como muestra la influencia que han logrado los desarrollos teológicos latinoamericanos, o el hecho, de que actualmente ocupe la cátedra de Pedro un papa argentino.
La aparición en los horizontes romanos de ese continente a descubrir se produjo en una centuria marcada por la secularización, proceso que no implica necesariamente el declive de la religión (el siglo XIX es igualmente pródigo en políticas laicistas que en fermentos religiosos). El “orden laico” de que nos habla Cárdenas surge de las cenizas de la cristiandad americana y se expresa en la construcción de esferas propias para la religión y para la política, una distinción que antes de plasmarse en la reorganización de las instituciones públicas de cada una de las naciones había “calado hondo en la sociedad” (p. 125). Las Iglesias latinoamericanas, que surgen en progresiva dependencia respecto de la nueva Roma, deben encontrar sus espacios y sus márgenes de acción en el seno de ese nuevo orden, definir y redefinir de manera incesante sus vínculos con un poder secular abocado a la tarea de la construcción nacional. Un poder secular en vías de transformarse en Estado y que establece con lo religioso, en cada país, vínculos que se sitúan en algún punto del amplio arco que media entre las fórmulas netamente confesionales y las rupturas laicistas radicales. En el contexto de esos procesos de definición y redefinición juega sus fichas Roma, en su doble papel de metrópoli religiosa y de actor político-diplomático.
Como toda obra humana es perfectible, me permito aportar un comentario crítico. Me refiero al francocentrismo, rasgo común a buena parte de nuestra historiografía religiosa y muy presente, sobre todo, en la obra de los colegas que, como Elisa Cárdenas, se formaron en Francia. No soy el primero en señalar que la historiografía francesa presta menos atención de la necesaria al mundo anglosajón. La lectura de destacados historiadores franceses podría inducirnos a pensar que Francia es la cuna de los derechos del hombre y del ciudadano, cuando el estado de Virginia redactó su declaración de derechos en 1776. La lectura de sociólogos e historiadores de la secularización franceses podría llevarnos a pensar que su país es la cuna de la laicidad, cuando Estados Unidos en el siglo XVIII y México a mediados del XIX hicieron lo que Francia en 1905 -de hecho, como se sabe, la experiencia mexicana fue tomada como referencia en la elaboración de la ley de separación francesa.
No cabe duda de que en el siglo XIX el fantasma de la revolución francesa, y sobre todo las evocaciones traumáticas del terror y de la descristianización, influyeron decisivamente en la cosmovisión y en las orientaciones eclesiásticas con renovado vigor luego de 1848. No la cabe tampoco de que Francia ocupó un lugar central en el imaginario católico de esa centuria, de que los católicos estaban pendientes de lo que allí ocurría en materia de religión y de que la fractura de “las dos Francias” tuvo repercusión en todo el mundo latino. Pero ya existía en Estados Unidos una república que podemos llamar laica, una república que para gobernar la temprana diversidad confesional de las poblaciones de las 13 colonias había implementado la separación de las Iglesias y el Estado desde sus mismos orígenes. Los argentinos que propugnaban recortar los poderes eclesiásticos, o directamente proponían separar la Iglesia y el Estado, miraban sobre todo a Estados Unidos, como muestra la multitud de referencias que pueblan las páginas de la prensa periódica y los discursos parlamentarios. Ciertamente también miraban a Francia, sobre todo a partir de 1880, porque los problemas que en relación con la laicidad enfrentaba la Tercera República eran afines a los de la Argentina naciente, pero el ideal a alcanzar era para ellos la laicidad de que hacía gala el norte anglosajón. A lo que voy es a que el esfuerzo sin duda encomiable que realiza la autora al poner en diálogo historiografías “autistas” convendría extenderlo hasta abarcar las experiencias históricas de ese otro mundo, que inventó de verdad la laicidad -aunque no la llamara de ese modo- ya en el siglo XVIII.
Aporto este comentario con el ánimo de contribuir a la tarea común y de ninguna manera con el de relativizar el valor de la obra que me toca reseñar y cuya aparición celebro. Cuanto he señalado debería bastar para dar una idea al lector de su relevancia para la historia religiosa y política de América Latina. Debo agregar que su lectura sería de provecho también para quienes estudian -o simplemente se interesan por- la historia del papel que ocupó la religión en el surgimiento de nuestro mundo actual. No sólo en virtud de las reflexiones de la autora, que bien consideradas van más allá de la interpretación de los hechos que explica, sino por la relevancia histórica de la experiencia hispanoamericana decimonónica, que en sus acertadas palabras “proporciona múltiples elementos de reflexión pertinentes a una escala más amplia” (p. 129). Por otra parte, los estudios sociológicos referidos a la secularización y a las dinámicas actuales del campo religioso tienen mucho provecho que sacar de miradas históricas agudas, vastas y desteologizadas, como la que Elisa Cárdenas Ayala nos ofrece en este volumen.