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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.2 Ciudad de México Out./Dez. 2021  Epub 18-Out-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i2.3950 

Reseñas

Sobre Salvador Salinas, Land, Liberty, and Water. Morelos after Zapata, 1920-1940. Prácticas políticas, redes y conspiraciones

Eitan Ginzberg1 

1Universidad de Tel Aviv

Salinas, Salvador. Land, Liberty, and Water. Morelos after Zapata, 1920-1940. Prácticas políticas, redes y conspiraciones. Tucson, Arizona: The University of Arizona Press, 2018. 254p. ISBN: 978-081-653-720-4.


El libro de Salvador Salinas trata sobre el estado de Morelos entre los años 1920-1940, años de rehabilitación rural y ambiental del estado, que fue totalmente destruido durante la Revolución dejando un gran vacío gubernamental. Esta rehabilitación conllevó dos procesos megapolíticos: la integración de Morelos como entidad “disciplinada” del Estado Nacional, por una parte, y por la otra, el establecimiento de la autonomía rural tradicional que la caracterizaba desde la colonia.

Los medios que operaron en este complicado proceso, tal como se los describen ampliamente en el libro, fueron muchos y variados. Incluyeron un extensivo reparto de tierras, mayormente sobre la base ejidal; enérgica ayuda gubernamental para reconstruir la agricultura, restauración de los sistemas de riego dañados por la guerra civil y por el fraccionamiento de las haciendas y su distribución entre los campesinos; promoción de una legislación federal en los ámbitos del bosque y el agua y establecimiento de sistemas de supervisión para el uso racional y equitativo de los mismos; ofrecimiento de créditos, ayuda en las áreas de precios y agrotecnologías, y toma de responsabilidad federal sobre la educación y la salud pública, además del esfuerzo por eliminar obstáculos políticos locales a los procesos de restauración. Este nivel aún estaba dominado en su mayoría por elementos conservadores que torturaban al agrarismo y que objetaban la penetración sistemática del centro político nacional en el ámbito provincial de Morelos por medio de sus instituciones partidistas y sindicales. Esta integración fue fortalecida por el dispositivo de relaciones directas, a veces íntimas, entre los presidentes de México y las comunidades rurales y su involucración en la resolución de los conflictos que surgían dentro de ellas, entre ellas o entre ellas y los mecanismos del Estado y del centro político, en la mayoría de los casos por cuestiones agrarias, agrícolas, forestales o hídricas.

La calidad de las relaciones de diálogo entre las comunidades campesinas y el centro político estuvo marcada por la armonización precisa de intereses existente entre las partes. En Morelos, según Salinas, no era posible gobernar sin mantener un diálogo con su campo, sin restaurar la autonomía agraria tradicional. La política nacional no coincidía con el anhelo de justicia agraria que fuera dañado durante el siglo XIX y comienzos del XX, sin referirse al ethos zapatista que imperaba allí, las enormes tensiones entre los centros urbanos y rurales, y la sensibilidad religiosa de la población rural campesina. Por otra parte, Morelos no podía reconstruirse sin una relación estrecha con el centro político ya que la economía local, basada en gran medida en el cultivo de arroz, dependía desesperadamente del transporte regular de agua a los campos, del crédito generoso, de la estabilidad de precios, de la seguridad estatutaria del terreno, de la agrotecnología y de la erradicación de la malaria que conllevaba el cultivo de arroz. Morelos necesitaba angustiosamente de la mano generosa del centro político, un apoyo que el destruido Estado, políticamente dividido, carente de estabilidad política interna y plagado de intereses agrarios contradictorios, no podía ofrecer. El Estado Nacional tenía las herramientas institucionales y personales para formar equilibrios económicos internos, paliar tensiones y apaciguar a insurrectos que habían tomado las armas y al mismo tiempo apoyar a las orientaciones soberanas autonomistas de las comunidades rurales. El agro, por su parte, prometía al centro apoyar los procesos de institucionalización y su afianzamiento en Morelos y los distintos desafíos que enfrentaba, especialmente las insurrecciones militares como la rebelión de De la Huerta (1923) y la de los cristeros (1926-1929).

El autor propone un enfoque historiográfico alternativo y una metodología nueva. En su opinión, el enfoque historiográfico hasta el momento no había sido suficiente en el intento de explicar por qué se había formado una fusión simétrica de intereses tan especial entre Morelos y el centro político. La “fusión de horizontes”, si utilizamos la terminología de Gadamer, que opuesta a la lógica de la historiografía vertical, que recelaba del proyecto centralista de construir el estado revolucionario en México, se construyó con más éxito precisamente porque se apoyaba en el vínculo con el centro político. A disposición de este centro estaban los medios y la autoridad para crear lo deseado: la restauración rural acompañada del fortalecimiento de la soberanía comunitaria. La metodología propuesta es integrativa y adopta una observación multifacética: política, geopolítica, social, agraria, ambiental e histórica, plena de contradicciones y paradojas, pero solo por medio de ella se puede, a juicio de Salinas, entender la lógica del singular sistema de relaciones formado entre el centro político y el agro morelense durante los años veinte y treinta del siglo XX.

Junto con todas estas ventajas, el libro presenta una dificultad esencial relacionada con el tema investigado. Se trata del menosprecio al programa revolucionario alternativo de Zapata de haber triunfado en la guerra civil. El autor presenta reflexiones acerca de esta opción hipotética, pero anula su efectividad en relación con el Morelos agrario por la debilidad del presunto régimen federal que Zapata y Francisco Villa hubieran establecido. Este enfoque es extraño. Zapata, recordemos, era partidario de una nación federativa (como efectivamente menciona Salvador Salinas en la p. 13) y de la agricultura familiar. Se oponía rotundamente a la “comunión” agraria impuesta, como el ejido, considerado la única alternativa agraria revolucionaria (o casi la única, si incluimos la opción colonizadora propuesta por la Ley de Tierra Libre [1923] y la Ley Federal de Colonización [1926]), y tan solo porque en su opinión, como lo expresó durante el debate mantenido en la Cámara de Diputados a fines de mayo de 1921 el diputado zapatista Emilio Gandarilla de Durango, el campesino mexicano quiere una parcela de tierra propia. Gandarilla oyó esto en una conversación de Zapata “con un muchacho de ideas avanzadas” a fines de 1914, conversación de la que Gandarilla fue testigo y en la que Zapata dijo irritado a su interlocutor: “¡Un demonio! ¡Yo quiero mi pedazo de tierra para mí!”.1 Esta actitud, que era el corazón mismo de la legislación agraria de Zapata desde 1911 y el centro de su filosofía política, como la define su copartidario, Antonio Díaz Soto y Gama, en nombre de su líder con las siguientes palabras: “No socialización, no colectivización. Tierra libre, parcela libre. Libre cultivo, libre explotación de la parcela. Sin capataces y sin amos dentro del ejido, sin tiranías individuales, pero también sin tiranías ejercidas por el Estado o por la colectividad”.2

Es claro entonces que, a diferencia de lo expresado por Salinas (p. 61), el zapatismo estaba en oposición al agrarismo monolítico, por tanto no se puede decir que los campesinos de Morelos estuvieran muy contentos con el ejido en su forma comunal. Esta es la única opción práctica que les fue propuesta en realidad (p. 56). Y pese a ello, en todo lo posible por medio de la dotación y no por la restitución, solo con ella se podía fortalecer la soberanía comunitaria en el marco ejidal. Restitución, me temo, que al contrario de lo que escribe S. Salinas (nota 11, pp. 205-206), era lo que preferían las comunidades de Morelos. La preferencia para quien tuviera bastante fuerza política y paciencia suficiente para perseverar en ello, como Anenecuilco o Santa María, la recibió.

Para resumir este punto diré que el idilio agrario que aparentemente fue creado en Morelos no era tan idílico como lo pinta el autor en su libro, sino una situación en la que no había alternativa. Esta situación unía a los ejidos al Estado, quieran o no, hasta su privatización a principios de 1992. Puede ser que de aquí, y no precisamente debido a la complejidad del campo en Morelos, como sostiene Salinas, haya surgido la relación de eterna dependencia del campo morelense con el centro político de México. Este vínculo obligó a los campesinos de Morelos a someterse a los caprichos de los presidentes: querían agrarismo amplio (Cárdenas, 1936-1938), dieron; querían agrarismo reducido (Cárdenas, 1939-1940), dieron menos; querían agrarismo enérgico (Calles 1924-1929), dieron; luego cambiaron de idea y no lo quisieron en absoluto (Calles 1930-1934), no lo dieron (tabla 1, p. 40). Este sometimiento les daba ciertas ventajas en algunas áreas, pero no las ventajas que los campesinos no recibieron en otros lugares (La Laguna, por ejemplo, que Salinas menciona a partir del libro de Mikael Wolfe, Watering the Revolution) en la gestión autónoma del agua (p. 173), autonomía que ofrecieron a los campesinos de Morelos para endulzarles la píldora de la aniquilación del zapatismo federativo y del agrarismo particular, pues precisamente por medio de ellos se podía fortalecer la autonomía rural de la manera genérica que se merecía. Una autonomía que respondiera no al centro político y sus caprichos, sino al gobierno provincial autoritario y dotado de sus propios medios eficaces para asegurarla. Un gobierno que muy probablemente estuviera movido desde el principio por la insurrección que encabezó El Tallarín, decepcionado por la lentitud del proceso agrario, por la politización del proceso, por la angustia campesina y por la introducción de valores laicos en la educación de Morelos, todos ellos frutos amargos de la relación con el centro político, que también el autor reconoce (p. 147).

En todos estos sentidos parecería que los veteranos de la antigua historiografía, que el autor se apuró en despedir, todavía tienen algo que decir. Este hecho podría revelarse al autor de manera más convincente en el futuro si decidiera ampliar su investigación meticulosa a los años posteriores a Cárdenas, hasta el final de la reforma agraria en México en 1992, final que Mateo Zapata, como líder campesino, hizo posible durante el encuentro de los líderes del campesinado mexicano con el presidente Carlos Salinas de Gortari a principios de diciembre de 1991 en Los Pinos. Puede ser que en nombre de esa individuación agraria promulgada por la enmienda constitucional de febrero de 1992, en la que tuvo fe su padre y por la que apostó desde el principio.

1Diario de los debates de la Cámara de Diputados del Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, Primer Periodo Extraordinario, XXIX Legislatura, Año I, sesión del 30 de mayo de 1921, t. II, núm. 53, p. 24.

2Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Mexicana; la formación del nuevo régimen, Era, 1989, pp. 154-155.

3Traducción del hebreo: Sara Bercovich

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