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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.4 Ciudad de México Abr./Jun. 2022  Epub 04-Abr-2022

https://doi.org/10.24201/hm.v71i4.4104 

Reseñas

Pablo Mijangos y González, Historia mínima de la Suprema Corte de Justicia de México

Jaime del Arenal Fenochio

Mijangos y González, Pablo. Historia mínima de la Suprema Corte de Justicia de México. Ciudad de México: El Colegio de México, 2019. 306p. ISBN: 978-607-628-935-8.


Libro útil y necesario, pero sobre todo oportuno para juristas y politólogos, jueces y magistrados mexicanos de hoy, la Historia mínima de la Suprema Corte de Justicia de México del historiador del derecho Pablo Mijangos, plantea, en su obligada brevedad, un tema de acuciante actualidad: el futuro inmediato de la división de poderes en México y, en concreto, del poder judicial federal a partir de la perspectiva histórica, bien ubicada, informada y manejada. En consecuencia, sus inmediatos y más necesarios destinatarios son los ministros de la Corte actual para evitar incurrir en los múltiples y en ocasiones vergonzosos errores de sus antecesores, no siempre ilustres ni, mucho menos, independientes.

Estamos ante un caso de historia institucional, cuyos antecedentes habrá que remontar a las obras de Alfonso Toro, Andrés Lira, José Luis Soberanes, Lucio Cabrera (y sus colaboradores), Manuel González Oropeza, y otros juristas-historiadores preocupados por la historia de la justicia en México. Ahora, la juventud de su autor y el propio desarrollo de la tarea historiográfico-jurídica de los últimos años le han permitido no sólo superar lo hasta ahora publicado sino adentrarse con relativa seguridad en la interpretación de la historia reciente, la inmediata, sin duda la más difícil de escribir. Es, además, una historia de la división de los poderes desde la perspectiva de uno de ellos, el políticamente más débil pero el más influyente en la cultura jurídica del país, e incluso una historia de la relación entre el derecho y la política durante los dos últimos siglos. Desde luego, no ha pretendido ser una historia “interna” de la Corte sino más bien una historia más amplia que subraye “las relaciones entre el máximo tribunal y los otros poderes y, sobre todo, el contexto y la trascendencia de sus principales resoluciones” (p. 20), las cuales, efectivamente, sirven de indispensable soporte al discurso narrativo del autor. Esta Historia mínima pone el dedo en la llaga al recordar la ausencia de una cultura de la legalidad en México, el desinterés de una sociedad por los temas de justicia y la labor de sus tribunales, y la desconfianza o el agotamiento producidos en la misma ante la venalidad y la falta de independencia que han caracterizado a dichos tribunales, incluida la Suprema Corte. Para construir esta historia, Mijangos divide su libro en seis capítulos seguidos de un epílogo, que no ha de dejar de suscitar polémicas, y una rica y abundante bibliografía.

En el capítulo primero -“Los comienzos (1821-1855)”- aparece la Corte como la institución más estable frente al radical cambio político producido por el proceso de independencia. Esto, debido a la continuidad que significó respecto a las dos audiencias novohispanas y a la permanencia de decisiones judiciales no estrictamente tomadas conforme a la “justicia” (yo diría a la ley) sino a la prudencia. Sin embargo, su destino sería ajustarse al paradigma moderno previsto por Montesquieu, en el que el “poder” judicial era el inferior y los jueces meras “voces del legislador”. Y es que la nueva cultura política “asociaba la correcta gestión del orden público con la buena administración de justicia” (p. 38). La enorme dificultad que hubo de enfrentarse fue la adopción del sistema federal, que implicó la formación de decenas de nuevas audiencias bajo el nombre de tribunales superiores de justicia, con lo cual la Suprema Corte de Justicia, como ente federal, vio muy limitadas sus funciones, que no su prestigio, revelado tanto bajo el sistema de las Siete Leyes como con la adopción del Acta de Reformas en 1847 y el nacimiento del juicio de amparo.

Este prestigio y estabilidad quedaron hechos añicos durante el siguiente periodo -“Entre la política y la Constitución (1855-1876)”- cuando la Ley Juárez -y posteriormente la propia Constitución- sometió la Corte al gobierno, es decir, a la política.

Esta etapa será testigo del final de los fueros eclesiástico y militar, de la promulgación de la Constitución de 1857 con sus célebres ar tícu los 14 y 16 y de las Leyes de Reforma. La nueva constitución federal quitaría a la Corte su facultad de interpretar el texto constitucional (recuperada años después por medio del amparo Vega), pero daría lugar a la promulgación de las primeras leyes de amparo en 1861 y 1869. El surgimiento de la anhelada codificación, el establecimiento del Imperio, que supuso la existencia de dos cortes supremas, la posterior fundación de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, la aparición del Semanario Judicial de la Federación, así como la aceptación por la Corte de la Iglesia, los pueblos y las comunidades indígenas como actores colectivos en los juicios de amparo, y el Amparo Morelos, que fijó la “incompetencia de origen”, son analizados por Mijangos, para concluir con la subordinación de la Corte al presidente Díaz, lo que implicó el fin de un periodo de activismo político que la Corte “tardaría más de un siglo en recuperar” (p. 76).

“Ignacio Vallarta y la Pax Porfiriana (1877-1910)” gira en torno a la acción determinante de Ignacio L. Vallarta (de sólo cuatro años) para despolitizar totalmente la Corte, darle un sentido profundamente individualista al juicio de amparo al quitarle personalidad jurídica a las corporaciones, y anclan la Corte a los intereses del porfiriato: poca política y mucha administración. Se trata de una corte estabilizadora y conservadora; en fin, de una corte domesticada.

El fin de la “incompetencia de origen” a través del amparo Dondé, la nueva Ley de Amparo en 1882, donde nace la jurisprudencia judicial con base en casos definitivamente sentenciados, pero sobre todo el triunfo del positivismo formalista que redujo todo el derecho a la ley, en cualquiera de sus manifestaciones, son las cuestiones más características de la vida de la Corte durante este y los siguientes periodos. Y si bien el amparo fue un instrumento para incidir en la vida económica y social del país, en este lapso cobró carta de naturalización el “amparo-casación”, llamado a prevalecer durante décadas, vía aplicación del artículo 14 constitucional. Como en el anterior y en los posteriores capítulos, Mijangos se interesa por el perfil profesional y la obra de algunos ministros y juristas de la época, seguramente porque entiende que la historia de la Corte es en buena medida la historia de sus ministros. Con todo, el juicio de la época es demoledor: la Corte se había convertido en “una simple dependencia de la Secretaría de Justicia” (p. 101).

Aun así, la etapa más triste y dolorosa de una corte sometida al poder ejecutivo es, sin duda, la que se estudia en el capítulo cuarto -“La tormenta revolucionaria (1910-1940)”-, no obstante (o tal vez por ello) ser fruto de una revolución que se asumió a sí misma como político-social y de la promulgación de una nueva constitución en 1917.

Disuelta en 1914 la porfiriana, la Corte revolucionaria comenzaría a delinear un proceso de mayor intervención del Estado en la vida política, social, económica y jurídica de la nación. La base de esta intervención fueron los artículos 27, 123 y 130 constitucionales, principalmente. El predominio inobjetable del positivismo legal quedó de manifiesto con unas garantías individuales “otorgadas” por la Constitución. Sin embargo, durante esta etapa será la propia Corte la que ejercerá el gobierno y determinará el modo de integrarse del Poder Judicial Federal al suprimirse la Secretaría de Justicia.

Respecto del juicio de amparo, la novedad será la Ley de Amparo de 1919 y la diferencia entre el amparo directo y el indirecto. Y se destaca, en la vida de Corte, la fallida facultad de investigación, la recuperación de una formación estrictamente jurídica para los ministros, el control del ejecutivo sobre su nombramiento, el fin de su inamovilidad y un nuevo edificio. Mijangos repasa aquí las decisiones más importantes tomadas por esta Corte durante el periodo (la retroactividad del artículo 27 constitucional, por ejemplo; o sobre la violación de los derechos de los eclesiásticos durante la Guerra Cristera) y la califica de mero “magnavoz”, de “apéndice” del presidente en turno, plegada a sus deseos: el fin del amparo agrario sería el ejemplo más sobresaliente. El periodo termina con la integración de la Corte en cuatro salas y 21 ministros, la promulgación de una nueva ley de amparo, la de 1936, con base en la cual se negó el amparo de las compañías petroleras extranjeras y se legitimó la expropiación de este fluido. Con todo, lo más interesante se dio en el cambio de las ideas jurídicas: del liberalismo clásico individualista a la concepción social del derecho, bajo la influencia del jurista francés León Duguit. En el trasfondo europeo se perfilaron estados corporativos bajo la influencia de los movimientos totalitarios europeos. México no estaría exento de ésta.

En La Corte del autoritarismo (1940-1982)”, Pablo Mijangos analiza la función de la Suprema Corte frente a las grandes transformaciones habidas en la vida social y económica del país durante el periodo del “milagro mexicano”, el del “desarrollo estabilizador”, con la consecuente urbanización y el ascenso de la clase media. Periodo caracterizado por su gran estabilidad política, salvo el año de 1968, cuando la Constitución se convirtió en mero documento sin mayor importancia jurídica y se manifestó con toda su magnitud la “irrelevancia del principio de la división de poderes” (p. 152): “Formados en una cultura jurídica formalista y autoritaria, y con la mirada puesta en las prebendes del sistema, los ministros casi nunca hicieron valer su independencia y promovieron gustosamente una jurisprudencia acorde con las directrices del presidente en turno” (p. 153).

Eso sí, a las “las horas más bajas de la doctrina constitucional en la historia jurídica mexicana” (p. 157) correspondió un nuevo y horrible edificio en 1941, una sala auxiliar, cierto corporativismo y la formación de clientelas familiares en su interior. Fue entonces cuando la Corte se transformó en realidad, vía los artículos 14 y 16, en el supremo tribunal de todo el país.

Su desprestigio, la grave crisis económica de 1982 y el consiguiente viraje neoliberal causaron su desplome y hubo necesidad de “reinventarla de nuevo” (p. 184), proceso que Mijangos estudia en el capítulo Crisis y renovación (1982-1994)”.

Las trascendentales reformas constitucionales del régimen salinista, la grave crisis política de 1994 y la llegada de un reformista al poder corrieron en forma paralela a las reformas al Poder Judicial Federal: los tribunales colegiados transformados en cortes casacionistas y una Corte que derivó en un tribunal constitucional en medio de crisis y desprestigio provocados por “noticias escandalosas”, “problemas administrativos”, la “influencia del narcotráfico” y por la escandalosa corrupción (caso Braun). Todo lo cual culminó en la trascendental reforma de 1994 que supuso el fortalecimiento de la controversia constitucional, la introducción de la acción de inconstitucionalidad y la creación del Consejo de la Judicatura Federal, que posibilita la carre ra judicial, al menos en teoría. Ésta continúa siendo la Corte de hoy, no obstante su disolución formal en 1994: “un espacio de negociación entre el pasado autoritario y un futuro de contornos inciertos” (p. 210).

El capítulo Transición democrática y justicia constitucional (1995-2011)” es el segundo más largo de libro. En él narra Mijangos acontecimientos interesantísimos mediante el uso de ejemplos de casos sonados muy controvertidos que en su momento lo mismo incrementaron que disminuyeron el prestigio de la Corte o de sus ministros: Fobaproa, CFE, veto presidencial al presupuesto de egresos, paridad de género, seguridad nacional, Ley Televisa, aborto y matrimonio entre ho mosexua les, El Encino, etc. Los relacionados con su ambigua facultad investigadora (Aguas Blancas, Lydia Cacho, San Salvador Atenco, maestros de Oaxaca y Guardería ABC) sumieron esta facultad en tal desprestigio que acabó por traspasarse a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

Con la “nueva Corte” nació la “novena época” del Semanario Judicial de la Federación, deseada como “sinónimo de nuevos criterios jurisprudenciales y de una larga serie de decisiones sobre problemas inéditos” (p. 214) dentro del cambio y la transición democráticos. A aquélla tocará adecuar la jurisprudencia mexicana a los cambios de México y del mundo y “la difícil tarea de vigilar y corregir el rumbo del Estado mexicano” (p. 222). Redistribución de poderes (ministros no impuestos por el ejecutivo y establecimiento del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación), fundación del Consejo de la Judicatura, transparencia, incremento de actividades, influencia del derecho internacional, importancia a la investigación y a la profesionalización de jueces y magistrados, un canal judicial en la televisión, etc., son algunos de los temas sobresalientes analizados con relativo detalle por Mijangos.

Sin embargo, será en el juicio de amparo donde “se puede apreciar mejor los avances y rezagos de la justicia constitucional durante la novena época”: en la sanción a la libertad de asociación con su consecuente influencia en el proceso de desmantelamiento de una sociedad en extremo corporativizada, en la influencia del derecho internacional mediante la aplicación del artículo 133 constitucional, en la injusta consagración del anatocismo y en el incremento de los amparos fiscales (no siempre en beneficio de la sociedad).

Una corte que, sin embargo, descuidó emitir jurisprudencia sobre los derechos fundamentales, lo que llevó a la Primera Sala a impulsar la facultad de atracción, modernizar sus equipos de trabajo (caso Acteal) y determinar la vigencia de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares. Todo lo cual impulsó las trascendentales e importantes reformas constitucionales del 6 y 10 de junio de 2011, que, entre otras cosas, obligaron al aparato judicial mexicano y a todas las autoridades, tanto federales como locales, al respeto de los derechos humanos no sólo consagrados en la Constitución sino también en los tratados internacionales (caso Radilla). Estas reformas definitivamente consagraron la supremacía constitucional sobre todo el orden jurídico mexicano, lo que dotó a la Corte de la facultad de emitir declaratorias generales de inconstitucionalidad, propició la Ley de Amparo de 2013 y “la reintroducción del control difuso de la constitucionalidad” (p. 256). Del anterior desinterés por los derechos humanos, la Corte anunció en agosto de 2011 la aparición de la “décima época” del Semanario, “la época triunfal de los derechos humanos” (p. 257).

Constituye el Epílogo: la Décima Época”, la parte más discutible y la más interesante para el jurista -no tanto para el historiador- lector de esta Historia mínima. Aquí la mirada del historiador se pierde para dar paso a la del testigo. Los últimos siete años (2011-2018) forman un periodo vivo, donde se aprecia como gran logro la “constitucionalización” de todas las ramas del derecho, el aparente triunfo de la visión garantista de la Constitución, así como avances y “retrocesos graves” (p. 262) de las trascendentales reformas de 2011.

Sin duda, la Corte ha adquirido mayor visibilidad, pero, nos recuerda Mijangos, la sociedad mexicana se pregunta: ¿es legítimo que unos cuantos ministros “tengan la capacidad de imponer sus criterios sobre las costumbres de la mayoría de la población?” (p. 263). Sociedad en transición, plural, conservadora y moderna; reacia a los cambios, miedosa y manipulable. Para ejemplo un botón: el caso Cassez. ¿Supremacía de los valores y principios constitucionales? Aparentemente la Corte “finalmente se puso a tono con la cultura liberal y secularizada del siglo XXI” (p. 269), aunque subyace una nostalgia social por el orden y la mano dura; como en el siglo XIX, nos seguimos moviendo entre el orden y la libertad.

Mijangos acierta cuando afirma (dos veces) que los jueces no legislan, pero sí crean Derecho, y que para esto deben “apegarse a ciertos principios elementales a fin de que cuenten con el respaldo de la mayoría de la población” (p. 271). ¿Límites para el desarrollo de una ciencia jurídica moderna o para una “Ilustración” judicial a la cual parece haber atendido la Corte en los últimos años?

Al margen de los problemas actuales que enfrenta la Corte (comunicación con la población por medio de un lenguaje accesible, elección del presidente de la Corte y del Consejo de la Judicatura, nepotismo, y nombramiento de los ministros), el mayor reto que Mijangos lanza al nuevo gobierno elegido en 2018 es cumplir con la promesa que el propio titular del ejecutivo federal actual hizo en el discurso de agosto de ese año pronunciado ante el Tribunal Electoral: “Ofrezco a ustedes, señoras, señores magistrados, así como al resto del Poder Judicial, a los Legisladores y a todos los integrantes de las entidades autónomas del Estado, que no habré de entrometerme de manera alguna en las resoluciones que únicamente a ustedes competen” (p. 282).

¿Será esto posible a luz de la siguiente conclusión histórica descubierta por Mijangos?: nuestra Suprema Corte ha tenido más protagonismo “en las épocas caracterizadas por la fragmentación del poder y la relativa debilidad del Ejecutivo… y ha perdido independencia en los momentos en que el gobierno federal ha impulsado más la transformación de las estructuras socioeconómicas” (p. 281), tal y como hoy parece inminente que suceda. Veremos.

Con esta Historia mínima Pablo Mijangos consigue, con creces, sus objetivos y propósitos: ayudar a entender la administración de justicia en México, coadyuvar a la “democratización del conocimiento jurídico” en nuestro país, facilitar el diálogo entre historiadores y juristas, y sacar al derecho de su insoportable invisibilidad en la historia mexicana. Ojalá y también sirva su lectura para superar aquellas dolorosas llagas que afectan a la sociedad mexicana en su relación con la administración de justicia. Bienvenida esta excelente obra de la colección Historias mínimas de El Colegio de México que con cada nuevo título se está convirtiendo en un referente obligado para los lectores de lengua castellana.

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