“Mi sugerencia de que, en aras de una mayor completitud, la macrohistoria debe implicar la microhistoria, se refiere a una implicación que no es meramente aparente. Requiere de historiadores que, no satisfechos con quedarse donde están, realmente viajan al pasado y se sumergen en aquello que encuentran sin demasiada consideración por sus macro supuestos.”
S. Kracauer2
El problema: microhistoria del testimonio, la agencia y el registro de una vivencia global
Las historias del mundo, escribió Kracauer, difieren en “alcance o magnitud, dependiendo del tamaño de la unidad espacio-temporal que cubre”. Una unidad definida por la observación del historiador en su viaje al pasado, en donde actúan la “ley de la perspectiva” y la “ley de los niveles”. En el primer caso, la mirada, determinada por efecto de la distancia, dota de importancia a los detalles contra la relevancia macroestructural de los procesos; en el segundo, la significación de época contribuye al sentido de la microobservación. El universo del historiador se integra, entonces, de una manera no homogénea ya que comprende “campos de variada densidad y se ve ondulado por innumerables remolinos”.3
El problema de la escala de observación, como ha sido puesto de manifiesto por la microhistoria italiana, es una dimensión reveladora de los tiempos, espacios y magnitudes de interpretación de la agencia de los actores. Específicamente, G. Levi se lo ha planteado a partir del lugar y radio de acción del actor, constituido en ego de una historia global, en estos términos: “¿Cómo puede [un historiador] describir las acciones de una persona y su concepción limitada y centrada sobre el ego, pero sin perder de vista las realidades globales que pesan en torno de esa misma persona?”.4
La importancia del registro biográfico no está, sustancialmente, en la relevancia personal de la vida del actor sino en el contexto en que se inscribe su vivencia, en cómo lo observa y cómo lo interpreta al ras del tiempo vivido, esto es, a la escala en que discurre el tiempo/lugar. El valor del “sujeto común” es su medianía, está en el testimonio de una cotidianeidad que ampara campos grises de la historia centrada en “sujetos históricos” individualizados, para mover el foco a los actores menores que, contingentemente, registran un ambiente de época en el mundo que habitan.5
La conciencia del mundo de los sujetos va dibujando una narrativa de época, en la escala de sus vivencias y en relación con las expectativas que se van delineando por su experiencia. Los actores que “producen historia personal” tienen su momento de pensarla, reflexionarla y escribirla. La traza de una vida global puede ser reconstruida desde los testimonios propios del actor o de las evidencias que deja para la escritura de su propia memoria. La narrativa biográfica se esmera en dar cauce a la secuencia de los hechos, las motivaciones de los agentes y los testimonios indirectos de sus acciones: la explicación siempre abunda en los motivos de los actores, los convierte en agencia y los traduce en hechos. Se trata, como sugiere Jablonka, de un “relato animado”.6
De esta manera, los actores no determinan el resultado de sus acciones, pero sí expresan con ellas las posibilidades de inscribirse en el mundo con distinto grado de lectura, interpretación e intervención, donde su mirada manifiesta la voluntad de actuar.7
En el caso de los viajeros, cuando tenemos evidencias en primera persona, matizadas por observaciones en tercera persona, los documentos testifican huellas que revelan una itinerancia que produce discursos sobre esa conciencia individual de una agencia. Gracias a ello, podemos validar que el recorrido de los actores merece una lectura contextual a la vez que de la subjetividad del actor.8
Vida global y enclavamiento tradicional: algunas consideraciones
En un sugerente texto, Bohórquez concluye afirmando que la “microhistoria global podría tratar de cómo se hacen y no se pueden llevar a cabo elecciones en un mundo de interacciones de larga y pequeña escala”.9 En principio no hay discusión sobre la ambición señalada, a riesgo de craquear la concurrencia de los tiempos que se entrelazan en episodios, decisiones de actores y motivaciones de conjuntos de poder que implican rivalidades, complicidades y confrontaciones. Los episodios de una vida dan testimonio de una conjunción de tiempos que se ciñen a la narrativa de una vida y a las miradas de actores que se posan sobre el actor.
El desafío de usar la biografía, para inscribirla en un tiempo y espacio globales, exige no sólo un criterio de pertinencia sino de oportunidad respecto a lo que se logra advertir: una densidad de datos que “canaliza la imaginación del historiador”, como sostiene Kracauer, hacia una narrativa sujeta a la ley de la perspectiva. En esta idea hemos seguido la circulación de un actor/testigo que es a la vez observador y observado, en tanto su recorrido por tiempos y espacios cobra la significación de estar “atado” a un propósito de su agencia, trascender en su carrera militar y cumplir su deuda de enclavamiento en una tradición familiar de servicio a la Corona, en un momento de colapso del mundo imperial que advirtió en primera persona. Un tiempo largo y una macrohistoria inscrita en la mirada y agencia de una microhistoria de vida.
Es en este esquema donde se inscribe la vida de Juan de Latre y Aysa (Huesca 1769-Madrid 1828), un joven que aspiraba a dejar Huesca para fincar su vida en la marinería al servicio del rey. Para su ingreso a la carrera de guardiamarina, acreditó su hidalguía mediante real “cédula de preeminencias” y sentó plaza a sus 18 años en El Ferrol, en 1787, para dos años más tarde embarcarse como brigadier propietario en barcos de la Armada española, destinándosele al Río de la Plata, donde navegó entre esos años y 1795, cuando se le despachó al Pacífico, asentándose en el puerto de El Callao, desde donde haría navegaciones a las Filipinas y Cantón. En 1802, al servicio de la Real Compañía de Filipinas, realizó travesías a Manila, desde donde volvió a Cádiz con escorbuto.
En 1804 salió de Cádiz a Manila, circunnavegando África y atravesando el Índico para internarse en el archipiélago asiático. En su tornaviaje de Filipinas a Cantón y Cádiz, terminó recalando inesperadamente en el Río de la Plata, la víspera de la primera invasión inglesa, a la que combatió en las batallas de Quilmes y el Riachuelo, involucrado en la resistencia a la ocupación y en la posterior expulsión de los británicos, en 1807. Como militar español, resistió con las armas del rey en Buenos Aires y hasta la caída de Montevideo (1810). Por sus méritos ascendería a capitán de fragata (1814) y capitán de navío (1816), pasando a retiro y dedicándose a los negocios en la capital del imperio, donde murió una década más tarde, en 1828.
Su experiencia militar en la navegación de la costa atlántica austral le permitió cartografiar la Patagonia, convertirse en un experimentado navegante del Cabo de Hornos y, en su momento, expulsar ingleses de las Malvinas (1793). Además, reconoció las islas Galápagos (1800) y determinó la longitud del archipiélago. A sus hechos de armas sumó su conocimiento cartográfico y obsesión por enmendar las estimaciones de las cartas británicas, que servían de guía a la Compañía de Filipinas. Sus diarios de navegación dan testimonio de preocupaciones diversas: la exactitud de los instrumentos y anotaciones a las cartas de navegación, el interés por cartografiar rutas y territorios estratégicos para la Corona, las observaciones sobre la otredad cultural y la crítica a la deslealtad de los súbditos americanos a la hora de las revoluciones anticoloniales. Esta suma de apreciaciones, vivencias y opiniones validan su mirada como relevante observación de la época.
Como hombre de negocios, sirvió navegando para la Real Compañía de Filipinas, de la cual obtuvo jugosas ganancias en el “comercio de pacotilla” con efectos orientales, como ocurrió en su insospechado viaje de Cantón al Río de la Plata. Su linaje, arraigo local y experiencia lo hicieron un testigo de la guerra global, en los bordes del imperio español; por ello resulta valiosa su lectura del mundo y obsesiva preocupación por preservar la hegemonía marítima española, en declinante trayectoria marcada por el desastre de Trafalgar.10
Siendo un oficial de mediano rango, empeñado en alcanzar el grado de capitán de navío, no desaprovechó a sus cofrades de la Orden de San Hermenegildo para cerrar su ciclo militar, administrar sus negocios y apaciguar sus aspiraciones al final de su vida.
Sin embargo, la historia militar de Latre no se aparta de las muchas que ocurrieron en ese contexto, si no fuera porque la secuencia de tropiezos y sorpresas le condujeron a transitar fronteras espaciales, culturales y políticas de un tiempo convulso e incierto. Si su biografía arranca con el abandono de los valles y montañas de Aragón para seguir el curso de los mares, con sus deslumbrantes proporciones y situaciones, las ocurrencias que marcaron los puntos de tránsito entre aspiraciones y decepciones son materia de una lectura de época, de una textura de los tiempos que a la vez sorprendieron y dimensionaron una vida ordinaria en un testimonio relevante. Al contar su propia vida y promover una visión de sí mismo, solicitando testimonios de méritos, acudiendo a sus compañeros de viajes para exaltar sus servicios militares, adosando su mirada a las de otros que completan una narrativa de la macrohistoria de su tiempo, con su microobservación en una muy diversa sucesión de planos.
El escorbuto que aquejó a Latre, interrumpiendo sus navegaciones, fue mojonera de otras tantas dolencias de su época: guerras perdidas, navegaciones tormentosas y treguas de mar en tierra que devienen en batallas inesperadas. Su retiro, el reconocimiento de una condecoración, una década de reposo en tierra y una muerte apacible dan luz sobre sus andanzas. Su legado material da testimonio de una soltería que exigió su vida de marino, un nicho de convalecencia que despierta suspicacias y una generosidad que da testimonio de su enclavamiento con un mundo tradicional que se desavenencia, en el nuevo siglo del liberalismo y desintegración del Imperio español. Una microhistoria inscrita en un macroproceso.
¿Por qué merece ser considerado un actor global siendo un militar de mediano rango? ¿Qué relevancia tuvieron los tes timo nios sobre sus múltiples espacios de experiencia? Hay, por lo menos, cuatro momentos que lo validan: primero, la expectativa de honrar la tradición familiar de carreras militares que acreditaron su enclavamiento social; segundo, sus experiencias de conocimiento del espacio marítimo, en competencia científica y militar con los saberes de la época; tercero, su agencia en los negocios y experiencia militar tejidas en episodios de carácter global de la guerra y, cuarto, su persuasión de vivir un cierre de época, que devino en la decadencia marítima española y el colapso del dominio imperial en el espacio americano.
La polifonía de fuentes: relación de méritos, escritura de mar y testimonios de guerra
“El macro historiador falsificará su tema a menos que incorpore los elementos de los primeros planos obtenidos mediante los micro estudios; esto es, a menos que los incorpore como elementos integrantes de sus imágenes globales.”
S. Kracauer
Las dificultades de la reconstrucción de trayectorias individuales, como todo fragmento del pasado, se enfrenta a la subjetividad y contextualidad de la escritura: el carácter egocentrado de la biografía hace discurrir desde la memoria el flujo de los acontecimientos y los testimonios se alinean para configurar una autorrepresentación. En la biografía testimonial, los hechos constatables son descritos en “memoriales”, ya sean impersonales o a solicitud del actor; en su caso, las motivaciones contextuales son definitivas a la hora de estructurar la información, enfatizar la agencia o adjudicar al entorno el desenlace adverso o favorable a la acción individual del actor.11
En la reconstrucción de la trayectoria de vida del joven aragonés de Huesca, cuyo horizonte de visibilidad se limitaba a la sierra de Guara y la cordillera pirenaica como telón de fondo, cobró importancia en las “llanuras planas de los océanos”, como las llamaba Braudel, porque significaron a la vez una mudanza de horizontes y una solución de continuidad de su “enclavamiento familiar” al régimen social y político de la época.12 Por ello, los testimonios de esa trayectoria son una combinación de “factualidades” y agencia, transmitidos mediante registros y testimonios de servicios militares, bitácoras de navegación de propia mano, relaciones de eventos por compañeros de armas, memoriales y evidencias documentadas de hechos vitales y algunas expresiones de subjetividades en juego. La suma de los testimonios nos ha permitido unir fragmentos, no sin costuras, de una vida que osciló entre el azar y la necesidad.
El orden de los hechos vitales es, esencialmente, un registro ajeno al actor. El primer testimonio del joven Juan de Latre y Aysa Lacueva y Laguna se refiere a la decisión de su padre, Juan de Latre y Lacueva,13 de encaminarlo al servicio de las armas a los 16 años. Su carrera de Guardia Marina se inició con el nombramiento real, que lo comisionaba a la plaza y Compañía de El Ferrol, en junio de 1787, cuando contaba con 18 años.14 Su hoja de servicios se inicia en 1789, dos años más tarde de su graduación, cuando fue destinado en la fragata San Telmo a una “campaña de evoluciones” en una escuadra naval, hasta su jubilación, en 1812.15
Más interesante es la certificación que extiende don Antonio Dabán y Urrutia,16 como archivero de la Secretaría de Estado y del Despacho Universal de Marina, respaldado por don Alonso de Torres Guerra,17 responsable interino de la Mayoría General donde se asientan los documentos probatorios. Las certificaciones, vale señalarlo, fueron solicitadas por Latre y sus firmantes comparten empatía gracias a su pertenencia a la orden militar de San Hermenegildo.18 Es en este último testimonio, el de Dabán y Urrutia, donde se abunda en detalles y calificativos elogiosos a la carrera de Latre, como anotaremos adelante.
Los documentos en primera persona, particularmente diarios de navegación y piezas cartográficas, son obra de la pluma del propio Latre para la Sección Hidrográfica de la Real Armada. El documento capital es el que elaboró de la singladura entre Cádiz y el puerto de Maldonado, como testimonio de las contingencias de la guerra y donde quedan destacadas los derroteros de ida y vuelta.19 Es relevante el episodio relativo al señalamiento de la noticia recibida en altamar sobre la guerra contra los británicos, que modificó su ruta de Cádiz al Río de la Plata, como veremos adelante.20
Los viajes previos, ricos en acotaciones a las cartas de navegación inglesas y francesas, transmiten la experiencia de sinuosas navegaciones y dificultades de chubascos y tormentas, como el primer reconocimiento que realizó entre El Callao y Filipinas, al fortuito mando de la fragata Santo Domingo de la Calzada gracias a la renuncia del capitán de aquella nave que renunció a guiarla por la adversa “estación contraria”. Asumir el reto le permitió a Latre explorar una nueva ruta al sur de la franja ecuatorial llegando a la contracosta de Luconia, desafiando temporales y mapeando peligrosos archipiélagos para los navíos que le siguieran.21
Las sucesivas travesías entre Cádiz y Manila le permitieron mapear la costa de Indochina y los “pulos”, arrecifes y atolones, que constituían inminentes peligros para la navegación nocturna, impulsados por el caprichoso sentido de los vientos de tifones y tormentas, así como anotar prevenciones sobre las asechanzas de piratas chinos, malayos y corsos británicos.
Su documentación detalla las condiciones de la fragata, su tripulación, avituallamiento y plan de combate, así como las instrucciones secretas recibidas que debían ser de su conocimiento sólo en altamar, dado el rompimiento de la neutralidad española frente a al conflicto franco-británico y el desenlace bélico que habría de producirse en el viaje de tornavuelta.22
Es de interés, también, la relación de la carga de la fragata Santo Domingo al arribo a Buenos Aires, con distinción de los valores de cargo de la Compañía y los que la tripulación acarreaba, privilegiada con la pacotilla. Los inventarios de Latre son los más valiosos.23
Otro cuerpo documental, dedicado a la crónica de las invasiones inglesas al Río de la Plata, son relatadas en tercera persona -sus hazañas militares- y, en primera persona, sus impresiones sobre la ciudad, su guarnición, el temperamento de sus habitantes, la mirada sobre los actores políticos y el “humor social” durante las invasiones británicas. Hay un último memorial sin firma, que atribuimos a su subalterno Joaquín Sagasti, como único testigo que acompañó a Latre en su estancia militar en Buenos Aires y Montevideo.24
En el memorial se hace referencia a la guarnición militar del puerto, la creencia en la defensa pasiva del río, la falta de orden y disciplina de las fuerzas regulares, así como la desprolijidad del equipamiento y armas dispuestas, que datan de la toma de Colonia del Sacramento por el virrey Cisneros. En ella también se relatan las incidencias de las batallas de Quilmes y el Riachuelo -menores pero decisivas para la toma de Buenos Aires-, donde tuvo un papel protagónico destacando el fracaso de la defensa por la impericia militar de los oficiales criollos, la rusticidad de las milicias y una sugerida cobardía del virrey Sobremonte, que se amparó en la dubitativa dirección de subordinados. Resulta interesante el relato sobre el cuadro de estupor que le dejaron los sucesos durante la ocupación.25
El segundo memorial trata de la reconquista de la capital y precipitación de hechos militares y políticos que pusieron a la ciudad fuera de la Monarquía, tanto por las disputas que se desataron con la división de lealtades durante la invasión, como por el papel que asumió el Cabildo. La visión desde la prisión, retirada y sucesivas contingencias que lo condujeron a Montevideo, en una resistencia armada frente a la segunda invasión británica, proporcionan de sus observaciones sobre el colapso de la soberanía española en el Río de la Plata.26
El aspecto más significativo es el uso que hace Latre de la tercera persona del plural, que remite a una decantación de las lealtades del testigo: primero, en la defensa de Buenos Aires, y más tarde frente a los insurgentes porteños; segundo, en la prisión que padeció, tanto por los ingleses como por el gobierno de los criollos, hasta que fue liberado bajo la dominación portuguesa con la encomienda de encaminar una “gestión diplomática” ante la corte de aquel Imperio en Río de Janeiro, y, tercero, el sigilo que observó para transmitir a Madrid el contenido de su misión que le hizo a su retorno de los méritos que se relataron.
El ciclo vital se cierra, como era común a una vida prolongada que había acumulado bienes y favores, con el testamento que dicta: “hallándose enfermo en cama, con su entero juicio, memoria y entendimiento natural”.27
Los tiempos y contratiempos: las guerras anglo-españolas y los desafíos de la navegación a oriente
Fue el ciclo de guerras anglo-españolas, entre 1796 y la batalla de Trafalgar (1805), lo que signó el tiempo de mar y decantó la disputa en favor de la hegemonía marítima británica. Sin embargo, los esfuerzos españoles por reconquistar, tardíamente, las rutas a Oriente y el enlace global entre Europa, África, Asia y América marcaron ese momento de la globalización comercial. Los canales de este proyecto de integración global requirieron nuevas iniciativas, una vez abolido el monopolio gaditano, liberando a los puertos americanos y peninsulares el trafico horizontal y abriendo las radas al comercio de neutrales, lo que favoreció particularmente a la navegación de angloamericanos y secundariamente al comercio francés, resultado de pactos de familia.28
Eran los tiempos de inestables hegemonías imperiales, donde la neutralidad de la Corona denotaba su marginalidad frente a la superioridad británica en el mar, y en tierra por los franceses, particularmente en Europa. La declinación del Imperio español, pese a los esfuerzos de Carlos III, se acusó con la sucesión de Carlos IV y con la política de conciliación con Francia de su favorito Manuel Godoy, cuando éste acumuló un enorme poder en materia de decisiones estratégicas y su proyecto de integrar los espacios imperiales estuvo ensombrecido por las derrotas militares y los quebrantos financieros.29
El intento por recuperar el tráfico con Oriente corrió a cargo de la Real Compañía de Filipinas, fundada en 1785, después de largos cabildeos, como una empresa de privilegio real a la que se asociaron nobles, burócratas ilustrados y mercaderes, siguiendo la iniciativa del monarca. Una compañía que imitaba tardíamente a las neerlandesa y británica en su propósito de gestionar, por particulares, los privilegios de las rutas marítimas de la seda y la circulación de plata entre América, la India y China, con la intermediación de la posesión filipina. En realidad, la Compañía enfrento tanto al poder de mercaderes filipinos como el de mexicanos, que no vieron con buenos ojos su competencia, y aquélla se vio privada de obtener los viejos beneficios del comercio monopólico con Oriente.30
Pese a ello, la Compañía se integró con un capital propio y procuró contar con una flota mercante con capacidad de defensa militar, ya fuese arrendando navíos a los propios ingleses o construyendo fragatas de bajo tonelaje y mayor velocidad de desplazamiento. Un componente esencial para su sobrevivencia en el mar fue el reclutamiento de oficiales de marina con carreras militares a los que dotó de ciertos privilegios, como permiso de carga por su cuenta y riesgo, así como remuneraciones excepcionales. Se requería destreza en la navegación y capacidad de defensa militar en un escenario marítimo de múltiples peligros y crecientes riesgos.
En ese contexto, la sucesión de conflictos anglo-españoles fue el escenario de nuestro tiempo: entre 1796 y 1802, la Corona estuvo aliada a Francia tras el Tratado de San Ildefonso, y entre 1804 y 1805, enfrentada a Gran Bretaña en el marco de las guerras napoleónicas. El antecedente inmediato a la declaración de guerra fue el asalto a la flota que venía del Perú y el Río de la Plata31 con mercancías y caudales, lo que se interpretó como una hostilidad que desató una serie de enfrentamientos que implicaron al Caribe, encuentros en Finisterre, el bloqueo de Cádiz y su desenlace en Trafalgar.32
De manera que, durante el año comprendido entre octubre de 1804 y octubre de 1805, se vivió un clima de guerra marítima que habría de cambiar la hegemonía naval en favor de los británicos. Esta “macrohistoria” se habría de trasladar a los pliegues de la “microhistoria” de nuestro guardiamarina, en los márgenes del Atlántico sur.
La cristalina memoria de una vida en el mar: conocer, explorar y pelear en los márgenes del mundo
Cuando el capitán de navío don Juan de Latre y Aysa regreso a Cádiz, en el año de 1815, aquejado nuevamente de escorbuto y jubilado sin sueldo, había cumplido 28 años de servicios a la Corona, honrando la tradición familiar de su abuelo, quien había estado al servicio de Felipe V, también con “real cédula de preeminencias”, por carecer de titulo nobiliario, y de su padre, don José de Latre y Lacueva, abogado de los Reales Consejos. Y es por ello que cuando Fernando VII lo llamó a la Corte y lo condecoró, el 8 de octubre de 1816, con la Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, sintió que había concluido a satisfacción los servicios a la Corona que demandaba su tradición familiar y la posición a que aspiraba en la sociedad madrileña. Una aspiración que le llevaría 30 años cumplir, desde que se alistó en la Marina Real.33
La primera frontera cultural que tuvo que cruzar el joven Latre, por designios de su padre, fue de su natal Huesca a El Ferrol, a los 18 años, para estudiar “la aritmética, la matemática y demás artes”. Al carecer de “las justificaciones de nobleza” en el servicio de las armas, su padre se vio precisado a depositar como fianza 800 libras jaquesas, que fueron notariadas en su beneficio hasta que concluyera su entrenamiento.34
La itinerancia entre océanos, islas y puertos que concluyó a los pies de Fernando VII, se inició en diciembre de 1789 cuando fue embarcado en la corbeta de guerra San Pío rumbo al Río de la Plata, recalando en Montevideo al año siguiente. Desde entonces sus encomiendas estuvieron guiadas por la defensa de los márgenes del Imperio contra las asechanzas británicas. Ya como alférez de fragata, Latre estuvo navegando sucesivamente en La Sabina y La Magdalena en misiones de reconocimiento costero hasta que, a principios de 1791, embarcado en el paquebote Santa Eulalia, partió del resguardo de Montevideo al reconocimiento de la parte más meridional de la costa patagónica, donde pudo conocer los “durísimos tiempos” de las sudestadas antárticas que le impidieron su primer cruce del Cabo de Hornos, refugiándose en el puerto de la Soledad, para más tarde recibir de don Pedro Pablo de Sanguineto, comandante de dicho buque y gobernador de Malvinas, el encargo y mando del bergantín Piedad, en el que “recorrió mucha parte de la Costa Patagónica e Islas Malvinas”.35
Tempranamente, su encuentro con el Atlántico sur habría de orientar su vida y carrera militar en sucesivas empresas: Latre cartografió la costa patagónica, expulsó a colonos británicos y angloamericanos de las Malvinas y encontró rutas de navegación por el Cabo de Hornos, de gran valor estratégico para conectar los océanos en disputa.
En febrero de 1799, siendo ascendido a alférez de navío y a bordo del Leocadia, dio vela a El Callao, donde recaló un año más tarde; con las corbetas Castor y Orue navegó para reconocer las islas Galápagos, con la encomienda de “limpiar al mismo tiempo aquellos mares de los corsarios enemigos que los infestaban: allí determino la longitud de las expresadas Islas”. Dos años más tarde, en 1801, cumplió la instrucción de perseguir y dar alcance a “un bergantín inglés que se apresó”, conduciéndolo hasta el puerto de El Callao.
Sus tareas de vigilancia “en persecución de los buques enemigos”, ahora a bordo del bergantín de guerra El Peruano, lo llevó a recorrer “toda la costa del Pacífico sur, desde Panamá hasta Valparaíso, islas de San Felipe, etcétera, entrando y saliendo varias veces en los puertos y calas de intermedios”, hasta que llegó a aquellos mares la noticia de la paz con los ingleses volvió a Lima, en mayo de 1802.
Fue entonces cuando, por una inesperada encomienda, se vio embarcado a Filipinas con un cargamento de más de un millón de pesos en plata, destinados al comercio asiático de la Real Compañía de Filipinas, “a más de otros tantos efectos”, gracias a la negativa del capitán y oficiales del Santo Domingo de la Calzada36 “por ser la monzón contraria a la buena recalada”.37
Un solícito Latre se puso a las órdenes del comandante general de Marina don Tomás de Ugarte, y “en el termino de ocho a nueve días lastró el Buque, lo concluyó de aparejar y dio la vela para el puerto de Sisyrán [sic], en la contracosta de La Luconia”.38 Latre se aventuró haciendo el recorrido sin ayuda de “práctico” desde la contracosta y el cruce del estrecho de San Bernardino, de la que hizo un reconocimiento cartográfico, “teniendo una grande confianza en el Buque de su mando, y su buena tripulación […] emprendió por si solo el viaje a Manila y después de 20 días invertidos en espiarse y darse bordos, cuando el viento dio lugar” llegó a fondear en la Bahía de Manila el 27 de diciembre de 1802 sin avería de consideración, después de diez meses de travesía y habiendo arriesgado su navegación, pero dando con una nueva ruta al sur de la línea de navegación ecuatorial (véase el mapa 1).
Ya en Manila, al servicio de la Real Compañía de Filipinas, Latre continuó al mando del Santo Domingo de la Calzada para llevar a Cádiz un valioso cargamento, pasajeros y mercadería de la propia Compañía, así como la pacotilla propia y de su tripulación de mando. En su itinerario debía recalar en Cantón, con la encomienda de cargar el suplemento de efectos chinos que esperaban en la Península, para lo cual debía discurrir por la Mar de la China y costear hasta el cruce entre Sumatra y Java, marear contra reloj y aprovechar el monzón de verano en el Índico, hasta alcanzar el Cabo de Buena Esperanza y circunnavegar África occidental. Así, tenía por derrotero remontar las corrientes del Atlántico al norte para alcanzar el puerto de Cádiz.
El retorno de Latre a la península, iniciado el 14 de febrero de 1803, fue tormentoso y demorado; atacado por el escorbuto después de más de 160 días de navegación, logró arribar a la ría de Vigo el 30 de julio de ese año, obligado a reposar después de su primer ciclo de navegaciones a Oriente.
Por requerimiento de la Compañía de Filipinas, de nuevo le fue encomendado el mando de la Santo Domingo de la Calzada, partiendo de Cádiz a Manila el 6 de mayo de 1804 con una carga de efectos por 688 000 reales y 200 000 pesos de plata destinada a la compra de mercaderías asiáticas.39 Latre ya estaba plenamente inscrito en los intereses de la Compañía y su habilidad como marino sería recompensada por los beneficios del comercio, gracias al privilegio de conducir mercancías de “pacotilla” a su cargo y beneficio.40
La navegación de ida a Manila fue relativamente apacible y apenas le llevó cuatro meses, entre el 3 de mayo y el 2 de septiembre, lo que le permitió un descanso intramuros en Cavite durante tres meses, adquiriendo los productos que habría de traer por su cuenta en la tornavuelta. Así, después de ese remanso, el marino aragonés emprendió el viaje el 12 de diciembre de 1804, entre tempestades, acoso de piratas chinos y la persecución de fragatas británicas que habrían de torcer insospechadamente su rumbo al Río de la Plata, donde sería testigo del derrumbe del dominio español, que tanto había procurado desde sus primeras misiones de juventud.
En su recalada final al Río de la Plata, la estancia se prolongaría insospechadamente una década, entre 1805 y 1815, siendo testigo de las invasiones británicas, de la revolución de mayo y de la toma de Montevideo por los portugueses. En esos aciagos años, Latre registró incidentes, combatió por las armas del rey, vivió encarcelamientos, liberaciones y expulsiones. A la vez que defendió Buenos Aires frente a los ingleses, luchó contra los porteños independizados y contra los portugueses que lo pusieron preso hasta saldar su estancia por un salvoconducto que lo llevó de Montevideo a Río de Janeiro, en una misión diplomática que le ganó la condecoración que selló su carrera militar.
Los cruces de fronteras: del Río de la Plata a Filipinas y Cantón
Para el guardiamarina Latre, desde sus primeras encomiendas le hicieron saber del celo que habría de guardarse en las fronteras del Imperio, recorriendo y mapeando paisajes desolados, borrascas de gélido viento y corrientes traicioneras, donde sus catalejos sólo miraban lobos de mar, migraciones estacionales de ballenas y barcos que, tras su ruta, iban ampliando el espacio de navegación de angloamericanos en la costa continental del Atlántico sur.
Allí, en aquellas soledades, Latre dibujó los contornos de su carrera mirando los acantilados de la Patagonia, los muros de hielo del estrecho referido por Magallanes y las islas que ocasionalmente refugiaban a mercantes ingleses y franceses, que otrora habían controlado el comercio en el Río de la Plata. Y es que con la erección del nuevo virreinato se había dispuesto una mayor fuerza militar, sobre todo naval, desde la expulsión de los portugueses de Colonia del Sacramento. Aunque si bien los comerciantes luso-brasileños estaban más interesados en la navegación interna y la penetración por tierra, para los militares españoles suponían una amenaza. La latencia de la guerra fue la noción del mundo que lo acompañó la mayor parte de su vida en tres océanos.
Su destacamento al sur de América le había hecho comprender, también, la diversidad de mundos que se manifestaban en las costas atlánticas: mientras la parsimonia de un puerto pluvial como Buenos Aires recibía del interior el flujo de plata, vivía del trasiego legal y discrecional de mercancías europeas y la trata de esclavos, al sur del Río de la Plata se imponían los rigores del clima que oscilaba entre tropical y polar, las asechanzas de potencias rivales y el corso que merodeaba una boca de rio con más de 200 kilómetros de ancho para resguardar.
Montevideo, su lugar de recalada, era una aldea fortificada que estaba lejos de recordarle al puerto de El Ferrol, donde Latre había sido destinado en su juventud, o a las rías gallegas, donde había dispuesto su descanso cuando volvía a Vigo con las encías hinchadas, los huesos prensados por el dolor y la energía consumida por la navegación. Sin embargo, era allí donde Latre podía recrear algo de la vida de una España distante, a la que aspiraba volver sólo si sus méritos se lo permitían; mientras tanto sería un itinerante en las fronteras de un vasto imperio terrestre al que se le recortaban los espacios marítimos de seguridad y hegemonía.
Su traslado al Pacífico, por otra parte, le permitió virar de horizonte y navegar por una frontera marítima austral del virrei na to del Perú, que llegaba hasta Valparaíso para el acarreo de esclavos, retornos de plata y mercaderías asiáticas que ocasionalmente llegaban para compensar el comercio atlántico. La cordillera era un paso más seguro que los caminos de hielo y agua del archipiélago de la Antártida continental, pero también más dificultoso. Por ello, la búsqueda de rutas seguras, pasos estacionales y resguardo militar tendrían un valor estratégico para vincular océanos, más aún si potencias enemigas obturaban el paso por cabo de Buena Esperanza. Esa empresa, a la vez cartográfica y militar, fue la comisión encomendada a Latre: resguardar una frontera deshabitada que comunicaba con el mercado global.
Mientras el Pacífico sur estaba desolado, la navegación entre El Callao y Acapulco enfrentaba la dificultad de un exceso de circulación, en que las ensenadas y recodos de mar ocultaban el activo contrabando de efectos, esclavos, metales y cuanta mercancía pudiera evadir las prohibiciones de un imperio ávido de recursos fiscales para sostener sus guerras continentales. Así, la encomienda dada a Latre de patrullar las costas occidentales, del Callao a Panamá, le permitieron observar las porosas fronteras interiores, donde el activo tráfico de cacao, esclavos, oro y efectos asiáticos discurría con liberalidad. Era la media luna que conectaba el gran circuito transpacífico donde se vinculaba de China a las Californias, Nueva España, Centroamérica, Cartagena y Guayaquil. Un entorno que Latre había mapeado desde el cono austral del continente y El Callao, hasta la navegación a Oriente por el inmenso Pacífico occidental hasta las Filipinas.
Con un golpe de audacia al desafiar el monzón ecuatorial en su travesía de El Callao a Filipinas, el alférez de fragata discurrió por una nueva y solitaria ruta navegando al puerto de Sisarán, en la corbeta Luconia, de la que dio cuenta durante semanas por la ocasional presencia de aves extrañas hasta su arribada a la contracosta de Catanduanes. Fue allí donde Latre enfrentó la frontera de los sultanatos musulmanes que asolaban aquellas costas.41 Y a su inquietud por dibujar fronteras sumó el conocimiento del paso por el mar de las Célebes, en la costa oriental de las Molucas, para desviar su curso por el archipiélago de Joló hasta Mindanao.
En esta travesía, aunque arriesgada, Latre tenía como propósito “evitar un accidental encuentro con algunos enemigos” y la estación contraria, como le advirtió al general de la escuadra del Pacifico, D. Ignacio María de Álava, y por ello renunció a la espera de un práctico que lo guiara por el estrecho de San Bernardino, emprendiendo por su cuenta y riesgo ese complicado recorrido, “teniendo una grande confianza en el Buque de su mando, y su buena tripulación”, y a lo largo de veinte días “invertidos en espiarse y darse bordos, cuando el viento dio lugar”, logró arribar al anzuelo de Cavite y atracar en la bahía de Manila con bien, pasadas las navidades de 1802.42
Tras una breve estancia intramuros de Manila, Latre habría de emprender el viaje de retorno a Europa a lo largo de cinco meses de navegación y por “sus largas, penosas y continuas navegaciones, llegó tan escorbutado a Vigo que la piedad de S.M. le concedió una licencia temporal y con sueldo por entero”, en compensación por el servicio de cartografiar la contracosta de Luzón que entregaría al Servicio Hidrográfico de la Marina.
Una nueva espera de cinco meses, aguardando su recuperación y el calafateo de la fragata Santo Domingo de la Calzada una vez completada su vuelta al globo, Latre preparó la salida desde Cádiz a Manila, como empleado de la Real Compañía de Filipinas que había solicitado el auxilio de guardiamarinas para sortear los escollos de mar y las amenazas de una inminente guerra con la poderosa marina británica (véase el mapa 2).
El prestigio de Latre como cartógrafo y audaz navegante le había puesto en la mira de la Compañía, que apuraba la salida de su fragata a las Filipinas, donde esperaban los factores despachar las mercaderías antes de que los barruntos de guerra se convirtieran en realidad. El aragonés puso como condición no llevar piloto alguno a bordo y sólo como su segundo a don Joaquín de Sagasti, su compañero de travesías, así como el derecho a transportar y vender su comercio de pacotilla sin pago de impuestos ni cargo en la bodega de la nave.
Así, Latre y Sagasti emprendieron una nueva navegación a Manila por la ruta de Cabo de Buena Esperanza, el estrecho de Java y las costas del Mar de China para preparar el viaje de tornavuelta con escala en Cantón, donde esperaban sedas de Nankín y muchos otros efectos; ésta sería una insospechada travesía que daría inicio en mayo de 1804. Hicieron vela a la costa africana llegando al cabo de Buena Esperanza a fines de junio; los fuertes vientos los llevaron hasta el “bajo de los holandeses”, y entre el 5 y 6 de agosto cruzaron el estrecho de Sumatra y Java, llegando un mes más tarde a Cavite sin mayor novedad.
La estancia estival en Manila se prolongó tres meses, para iniciar la tornavuelta a Cádiz con escala en Cantón, a inicios de diciembre de 1804, con una accidentada travesía entre Manila y Macao que demoró diez días entre tormentas, corrientes que cambiaron el rumbo y escaramuzas con piratas chinos, hasta que lograron anclar frente a Macao, en espera de un “práctico” que los introdujera al laberíntico curso pluvial hasta Cantón, donde estaba la factoría de la Compañía. Fue una larga estancia, de más de 50 días, desde que llegaron a Wampú hasta tomar la carga y partir rumbo a Cádiz, por las demoras y coartadas de los mercaderes y la burocracia cantonesa43 (véase el mapa 3).
Para entonces, sin saberlo nuestro navegante, España ya había declarado la guerra a la Gran Bretaña, siendo el escenario europeo el principal teatro del conflicto, para más tarde extenderse al cabo de Buena Esperanza y luego al Río de la Plata. La expansión marítima del conflicto lo alcanzó frente a las costas de Sudáfrica (latitud S 33º 34´ longitud E 22º 22), cuando dieron alcance a “una fragatilla angloamericana”, para conocer de la situación en Europa. Por órdenes de Latre, Sagasti se informó a bordo de aquel navío del ataque y apresamiento del convoy de “buques de comercio” que, saliendo de Buenos Aires y que fueron llevados a Inglaterra, con un quebranto de 20 millones de pesos. La noticia fue respaldada por “un pedazo de gaceta de Norte América” que aquéllos portaban y por los informes que habían recibido en la Isla de Francia (actual Mauricio), de dos fragatas que venían de Lisboa.
Frente a tan “funestas noticias”, Latre y Sagasti determinaron que para el interés de la Real Compañía era mejor virar a Montevideo, en sus muy conocidos pagos del Atlántico sur, entendiendo que el daño se estimaría “por el retardo de dos o tres meses en la llegada de la expedición a Europa”. Así pues, siguiendo el paralelo hasta las costas de Río de Janeiro, bajaron al sur, donde dieron alcance a una “zumaca o bergantín portugués”, frente a las costas de Rio Grande do Sul donde les aseguraron haberse cruzado con un “corsario inglés de 34 cañones al que llamaba el Portugués Pirata”, que había apresado ocho buques españoles.
La sombra de la guerra los persiguió hasta la desembocadura del Río de la Plata, donde por el “duro, lluvioso y cerrado tiempo” demoraron dos días en sucesivas intentonas de entrada a través de las islas de Lobos y de Flores, hasta que alcanzaron Maldonado, donde a cañonazos pidieron un práctico que les franqueara la entrada y “donde supimos la declaración de guerra y lo arriesgados que estuvimos fuera cuando dimos caza a las embarcaciones que juzgábamos de pocas fuerzas”. La arribada a Montevideo fue para Latre un retorno a su base de navegación, sólo que tres años más tarde y en el umbral de un nuevo enfrentamiento con los británicos, que lo acosaba desde que llegó a las costas del Atlántico sur.
Navegar y negociar: las ventajas de la disputa por la hegemonía comercial
Cuando el Santo Domingo de la Calzada arribó a Montevideo, ya se tenía noticia sobre el cargamento que llevaba y los beneficios de su contratación en Buenos Aires. El segundo factor de la Real Compañía de Filipinas en aquel puerto, Francisco Antonio de Letamendi, había informado a sus socios comerciales que “trae muchísimos Mahonés, Pimienta, Canela, Té y otras cosas que deben producir acaso mas que el otro cargamento”.44
Como era regular en estas navegaciones, la carga se dividía entre la consignada a la Real Compañía de Filipinas, el suplemento de particulares destinado a sus agentes o parientes, la que poseían y en cargo de los pasajeros, además de la autorizada a la tripulación, denominada “pacotilla”. En esta última, también se distinguía la calidad de productos por la jerarquía de mando, que incluía al comandante Latre y su segundo, Sagasti, así como al maestre, al cirujano, al contramaestre, al carpintero y hasta el calafate. En esa oportunidad, el valor de la pacotilla del Santo Domingo ascendió a 15 000 pesos, de los cuales Latre trajo a su cargo 40% del total y Sagasti otro 20%, alrededor de 9 000 pesos entre ambos. En esas circunstancias, la venta de su pacotilla resultó extraordinariamente favorable ya que esos precios de los efectos asiáticos en Buenos Aires superaban significativamente a los de Cádiz. Debe anotarse, también, que al estar exenta de derechos su ganancia neta se incrementó notablemente. La desgracia del cambio de ruta devino en buenos negocios.
Ramo de mercancías | Valores pesos/reales | Carga % |
Textiles | $ 10 164.7 | 68% |
Loza | $ 2 416.0 | 16.10% |
Mercería | $ 1 016.5 | 6.80% |
Juegos de marfil | $ 788.0 | 5.30% |
Especiería | $ 392.5 | 2.60% |
Libros de arte | $ 202.0 | 1.30% |
Cuchillería | $ 12.0 | 0.10% |
Suma | $ 14 992.1 |
Fuente: AGNA, Bs. As. IX 45-2-6.
Resulta interesante advertir que la selección de mercancías hecha por Latre mostraba una elección refinada y diversa: textiles finos de seda, como los “nanquines” anteados y blancos; juegos de té y café de porcelana; vajillas, bolas y peines de marfil; abanicos, piezas de nácar y pinturas “de trajes, castigos y trabajos de China”, que daban testimonio de su percepción de la demanda, pero también de la portación cultural de tales objetos.45
Una vez que la posibilidad de retomar el viaje a Cádiz apareció más lejana, la liquidación de equipaje y carga se hacía más necesaria. En poco tiempo se tuvo noticia de que una escuadra británica había penetrado en el Río de la Plata, bloqueando el tráfico hacia Montevideo y amenazando el puerto de Buenos Aires. Por ello, su escala se convirtió en una impensada residencia que le rindió inesperados beneficios, por medio de los factores de la Compañía, Martín de Sarratea y Francisco de Letamendi, gracias a los cuales tejió relaciones con mercaderes porteños.
Pero también se benefició de la confianza de Liniers, con quien compartió la custodia de los hijos menores de un rico comerciante de Manila, que aportó una bolsa considerable que denotaba un vínculo primordial para su vida de negociante.46
Retorno al Río de la Plata: luchar por un imperio en derrumbe
“Si el conocimiento del pasado, además de ser una herramienta para la comprensión del presente, es necesario, por eso mismo, ahondar el esfuerzo por despojar a la historia nacional de los prejuicios, mal o bien intencionados, con que suele ser abordada”.
J.C. Chiaramonte
La experiencia de combate quedó descrita en sus memoriales y testimonios, que son un fresco del estado de ánimo que privaba en Buenos Aires la víspera de las invasiones.47 Es muy probable que, en compañía de Sagasti, haya elaborado el memorial sobre las condiciones de defensa del puerto, acudiendo a una visión testimonial que conjugaba opiniones con relatos en tercera persona. En esa reflexión, destacó la “ridícula y reprensible” creencia de los porteños sobre que el poco fondo del rio hacia las veces de “invencible muralla”, lo que les persuadía de “vivir en la competa confianza de no ser incomodados por tropas ultramarinas”, y aun con noticias alarmantes se “mantenía esta grande población en el mas incomprensible letargo y abandono de su defensa que se puede concebir”, advirtiendo que ésta era la opinión general que había recogido en su residencia: “un país defendido por su propia naturaleza”.48
No escapó a su mirada, como militar alertado de la importancia de las armas, que los “pertrechos del Rey que habían quedado de la antigua expedición del Señor Ceballos y la armería del Fuerte completa en todas sus partes de un hermoso y nuevo armamento se guardaba intacta, y con el mayor esmero para accidentes extraordinarios”, concluye con ironía. A su vez, notó la falta de capacitación profesional de los batallones de veteranos y la indolencia que se manifestó en el Cuerpo de Milicias, ya que mientras entre el pueblo “el servicio militar era mirado con desprecio y antipatía: todos huían de alistarse en las milicias”, en la oficialidad patricia de la ciudad “miraban los Empleos como una distinción de sus personas libre de todo cargo, y responsabilidad de obligación”.
Se lamentó de que, aun teniendo noticia de la proximidad de las tropas británicas en Brasil, para diciembre de 1805, el llamado del virrey Sobremonte para concentrar milicias de Córdoba y Paraguay no tuvo el mayor éxito: “estando en dicha estación ocupados los Labradores en la siega de las mieses, no se cumplió la orden con la brevedad que exigía la materia […] y por no causar perjuicio en los trabajos del Campo no se verificó la total reunión de los Cuerpos referidos de Milicias de esta Capital, ni se puso esta después en mejor estado de defensa”.
Cuando la escuadra británica penetró por el Río de la Plata, “[…] todos sin distinción de personas llegaron a imaginarse que los Buques avistados en el rio, serían americanos, portugueses y también algunos Ingleses Balleneros, contrabandistas todos que aguardaban coyuntura de salir con utilidad de sus efectos”. Una utilidad que sutilmente se desprendía de la desprolijidad de las autoridades y de la complicidad habitual de los mercaderes. Mientras que por otras voces se aseguraba que “se vivía en el Campo en la confianza todavía de que los desembarcados no eran mas que Marineros de Buques balleneros, que habían saltado en tierra para hacer leña, y matar algunas Reses, y que antes que amaneciese se rembarcarían y darían la vela para fuera”.
Y aun cuando fue avistada, el 25 de junio, una escuadra de siete fragatas, dos bergantines y una zumaca frente a Buenos Aires, “No creyó todavía el Señor Virrey ni otros que le acompañaban, al ver tan pequeña Escuadra, que fuese de Enemigos, capaces de intentar el ataque de una tan popular Ciudad como era la Capital […]”. Esta indolencia, consignada como falta de previsión, implicaba al propio Sobremonte, ya que sólo hasta que “se le dio aviso al virrey en el momento y luego que se satisfizo de ello dio la providencia de que subiese hacia el Fuerte la Artillería volante”.
Según testimonio de Dabán y Urrutia, fue entonces que Latre se presentó ante el virrey Sobremonte, “para que le emplease donde los juzgase útil […] y fue distinguido enviándole al paraje donde los enemigos estaban desembarcando [Quilmes], y mandando allí la artillería que constaba de dos cañones de a cuatro, y un obús de a seis pulgadas”,49 incorporándose a la fuerza que fue a su encuentro, comandada por don Pedro Arce, (sub)inspector “que hacia de General en aquel puesto de avanzada”, había sido comisionado por el virrey para reforzar a los defensores del Quilmes.50 Su fuerza, según nuestros testigos, sumaba 400 hombres de a caballo “armados la mayor parte de una caña larga que tenía un gran clavo, o punzón de fierro amarrado en su extremo a que daban el nombre de Chuzas, pocos de espada y pistola y aun menos número con carabinas: no había tambor, Estandarte, y muy pocos eran los uniformados en todo el Cuerpo”. Una consideración que advirtió es que, habituados a una guerra de frontera con los indios, “que solo usan de flechas, picas y bolas y nosotros por evitar mayores gastos hemos adaptado por suficiente un armamento proporcionado al suyo”.51
Mientras que en la ciudad, según el testigo, “se hallaba en esta ocasión el Patio del Fuerte cubierto de una multitud de Pueblo mezclada con los Milicianos y Veteranos, que todos se estaban entonces partiendo en Compañías, cuyos capitanes entregaban fusiles de la armería del Rey a cuantos se les presentaban para ser en ellas alistados […]” pese a que los fusiles estaban sin piedra, y los alistados “no habían hecho jamás uso de tal arma, era el atolondramiento y confusión bastante universal, y no se podrían por consiguiente inferir resultados muy felices […]”. Era una defensa entusiasta, desorganizada y sin la jerarquía que un militar escandalizado llamaba a ser derrotada.52
Presentado el enemigo a la vista de los defensores, calculado en cerca de 2 000 hombres, que continuaban aproximándose con bastante celeridad, por cuya razón mandó el general a la Caballería su formación en batalla y “destino al teniente de Navío Don Juan Latre a que ocupase su puesto de auxiliar en el tren de artillería referido que estaba mandando el teniente de Infantería de Buenos Aires Don José María Méndez”.
La crónica sucesiva detalla la aproximación de los ingleses y las dificultades que preveían por un pantano, o “bañado”, que mediaba entre ellos y la línea de defensa, “en el que los hombres se enterraban en el fango”; sin embargo, la retención prevista no se produjo y así se ordenó que la artillería, consistente en dos cañones y un obús, virara a los senderos que cruzan los pantanos: “Enterado de esta disposición el referido Latre hechó pie a tierra para dirigir por si las punterías, y dijo le era mas cómodo a causa de no estar acostumbrado al manejo del caballo..”. Era hombre de mar, no de montura.
Acercándose la línea enemiga, por donde la defensa consideraba intransitable,
[…] se puso en fin a tiro de cañón de nuestra artillería y entonces rompió dicho Latre el fuego por orden del general y lo continuo por espacio de 20 a 30 minutos con la mayor viveza posible, y el mas feliz acierto (según los claros que en cada descarga nuestra advertíamos en la Línea contraria), desde nuestras primeras descargas notamos que el Ejercito Enemigo una gritería general tan extraordinaria, una confusión en las Líneas y una precipitación en sus oficiales para volver a llenar los claros […] pero como nuestras fuerzas eran reducidas a los dos cañones de a cuatro y el obús de a seis pulgadas, no podíamos desordenarles sino en una parte muy chica respecto a lo dilatado de su Línea de batalla.
Por ello, una vez que estuvieron los británicos a tiro de fusil, el general mandó retirada “dejando abandonadas dos piezas de artillería” de refuerzo; por la rápida movilización de la caballería dejo atrás a los cañones, así que “estando ya el Enemigo tan encima cortaron los peones las tiras, y se huyeron con las mulas dejando en el campo dichas piezas”. Así concluyó la defensa de Quilmes, según el memorial que daba testimonio de la hazaña de Latre como artillero en este primer encuentro con los ingleses, de una manera que no lo había imaginado: en tierra y con una fuerza de “hombres de Campo y artesanos con poco o ningún ejercicio, muchos de ellos en el manejo de las armas”.
Frente a la segunda línea de defensa, en el puente de Gálvez y los márgenes del Riachuelo,
[…] el Teniente de Navío Juan Latre manifestó a don Nicolás de la Quintana, Coronel del Ejercito, y segundo jefe de nuestro Campamento la necesidad de reforzar nuestro Ejercito, lo conveniente que seria un cuerpo de fusileros, y otras advertencias, que juzgándolas dicho Señor Quintana de la mayor conveniencia al buen servicio del Rey las comunicó al Señor Sub-inspector don Pedro de Arce, y siendo dicho Señor de igual dictamen,
por tanto, le “propuso Latre retirarse a la otra banda del Riachuelo de Barracas” facilitando su llegada de la capital por estar a una legua y ser el avance enemigo veloz. En tanto “se comprometía a adelantarse para echar fuera del Riachuelo las embar ca cio nes que pudiera, atracando las demás a la Costa opuesta para que el Enemigo no pudiera por ellas verificar el paso con su Ejército y Artillería”. La estrategia era favorable a los mandos presentes pero exigía la autorización del virrey, por lo cual se mandó un pliego, pero ante la inmediatez del enemigo, se ordenó iniciar el ataque que no pudo contenerlos en el pantano.53
Y debido “a la poca tropa que teníamos y esta de caballería Miliciana, con poca disciplina, y ninguna costumbre de esta guerra de ataques, no era suficiente”. Y durante la batalla “en una total inacción todo el tiempo del ataque, sirviendo de espectadores. Y contando las balas de la artillería enemiga […] y cuando oyeron el tambor en retirada, muchos de ellos lo ejecutaron al momento a todo escape”.
No se pudo tener una crónica más desconsiderada sobre el celo de los criollos, la noción de guerra que los acompañaba y la ausencia de criterio militar para hacer frente a un enemigo pertrechado, disciplinado e implacable. Al desastre de la línea de contención se sumó la indecisión del virrey y la ausencia de una jerarquía militar constituida, con experiencia de batalla y un equipamiento adecuado.
La derrota, que es huérfana de responsables, tuvo como explicación para nuestros testigos, en un conjunto de factores concurrentes:
[…] bien fuese por aturdimiento del Pueblo, y de sus Jefes, bien fuese efecto de una orden bien o mal entendida pues envió desde su campo el Virrey para que se retirase al Fuerte el Brigadier Don José Ignacio de la Quintana,54 o bien fuese últimamente que cada uno tuviera deseos de retirarse a sus casas, es constante, que al momento de haber legado nuestras tropas milicianas en retirada del Riachuelo, y que se divisó a la Columna Enemiga con dirección a las dichas Barracas, quedaron estas enteramente abandonadas.
Según Beverina, la defensa del Puente de Gálvez quedó al mando del coronel Azcuénaga, y la del Riachuelo se encomendó a la Compañía Montada de los Granaderos de Infantería, al mando del comandante Olondriz,55 quien “recibió del virrey la orden de conducir a aquel destino dos cañones volantes”, aunque según el testimonio serían operados por Latre y Sagasti.56 Toda la operación estuvo al mando del coronel Eustaquio Giannini.57
La estupefacción que produjo la derrota en las sucesivas líneas de defensa, acompañada de la huida del virrey Sobremonte, favoreció la entrada solemne y arrogante de las fuerzas británicas y produjo una suerte de estupor que ha sido muy reseñado por la historiografía y hoy merece otras explicaciones por sobre la narrativa de la épica fundacional de la nación.58
Sin embargo, el matiz de la observación de un oficial de la Marina Real introdujo una nota crítica y una observación sobre la debilidad militar y la frágil lealtad a una monarquía declinante:
Nadie, dicen, que sabía ni qué preguntarle [al invasor], ni que condiciones ponerle antes de entrara a la Plaza el Ejercito Enemigo, hasta que por un mercurio que allí encontraron casualmente extendieron unas capitulaciones imitando a las que refería con toda puntualidad; y aunque otro Parlamentario nuestro salió después para entregar al General enemigo (Beresford) las condiciones bajo que se le permitiría la entrada; sin firmarlas se las metió en el bolsillo, y por aprovecharse de nuestro aturdimiento, apresuró su marcha hacia la Capital de Buenos Aires donde entró sin haber hallado la menor apariencia de resistencia con 1.600 soldados cansados, que dominaron a sesenta mil habitantes que dicen encierra esta extendida ciudad.59
Como es sabido, las tropas británicas hicieron una guerra de posiciones, pero también buscando la plata americana, y es así como con la ciudad rendida los británicos se dirigieron a los caudales del rey, de la Real Compañía de Filipinas y del Consulado de Comercio, además de aquellos que, perseguidos y alcanzados en Luján, quedaron al descubierto en la saga de la huida del virrey Sobremonte.60 El testimonio lo glosa así:
Después de que los ingleses se hicieron de la Capital de Buenos Aires quedó todo su vecindario en aquellos primeros días, tan sorprendido, confuso y atolondrado, que sepultado en un verdadero tono de inercia [sic], pudo el Enemigo hacer un saqueo general en la Ciudad, sin que en tal caso hubiera encontrado en mi concepto la menos resistencia. Este contagio parece cundió en las Tropas que con el virrey habían salido de la Ciudad en la noche antes de su ocupación por el Enemigo, y se mantenían en los campos de su inmediación; pues cuando se calculaba que trataría S.E. de la reconquista de la Capital con ellas, vimos por el contrario entregar al Enemigo los caudales del Rey y de la Compañía de Filipinas que ya estaban en Luxan [sic].61
Inmediatamente después de la ocupación, Latre, como militar activo de la resistencia, fue puesto preso por las fuerzas inglesas el 27 de junio, para más tarde aparecer -según el testimonio de Dabán- participando en la reconquista al frente de la artillería y haciendo desde el muelle “vivo fuego para rendir algunas de sus embarcaciones, que intentaron en vano el escaparse, y en su consecuencia el Señor D. Santiago de Liniers en el 14 del mismo le comisionó para ir a la Escuadra Inglesa que estaba al mando Popham para arreglar ciertas condiciones, cuyo encargo desempeño a satisfacción de sus Jefes”.62
La colaboración con Liniers, en el campo de batalla y diplomático, tuvo sus consecuencias adversas ya que la decisión de mantener presos a los militares británicos capturados durante la reconquista, fue reprobada por el monarca con base en los acuerdos con S.M.B.: “Esta extraña resolución que fue desaprobada por S.M. le privo de tener parte en las gracias concedidas por las acciones de la reconquista y defensa de Buenos-Aires de 1807”. Empero, Latre siguió a las órdenes de Liniers, “hasta la instalación de la Junta insurreccional de Buenos Aires de 1810”, cuando fue echado del puerto “con los demás oficiales de Marina”.63
Destacado en Montevideo, combatió a los cuerpos de infantería de Murguiondo y Balbín, que “fueron desarmados y completamente disueltos”; bajo el mando del capitán de navío don Miguel Sierra y a bordo de la fragata Efigenia [sic], estuvo en servicio durante el primer sitio que hicieron los insurgentes a Montevideo, en mayo de 1811.
Más tarde, ya bajo las órdenes de D. Francisco Xavier de Elio, se puso al mando de una “división de tres buques de Guerra” con la que recorrió el Río de la Plata y el Uruguay hasta el “paralelo del arroyo de la China”. Concluida la misión a satisfacción de sus jefes, volvió a Montevideo en agosto de 1811 “para seguir la defensa de la plaza”. El mismo Elio lo comisionó para “hacer cumplir los artículos del tratado de armisticio que se celebró en aquella época, entre Montevideo y Buenos-Aires, cuyo encargo con otros de la mayor importancia y consecuencia, aunque fueron largos, difíciles y penosos, logró desempeñarlos a satisfacción de dicho Señor Elio, del señor Vigodet, su sucesor, y del Pueblo también de Montevideo”.
Poco después, en 1812, sería concedido “su retiro del servicio de la mar por hallarse incomodado de una enfermedad escorbútica”, la tercera que padecía como resultado de sus andanzas en el mar. Pese ello, Latre siguió en el servicio militar en el trance de la pérdida de soberanía en aquella región pluvial que había sido su asidero durante dos décadas.
Según el elogioso informe de Dabán y Urrutia, Latre finalmente dejó Montevideo
[…] con la Capitulación al enemigo; careció de libertad logrando salir del poder de los insurgentes en 14 de diciembre de 1814, desde donde paso al Janeiro [sic], de allí vino a Europa con pliegos de aquella legación para nuestro gobierno, y llegado a esta Corte, la piedad de S.M. se digno ascenderlo, el 27 de agosto de 1815 a capitán de fragata de su Real Armada con el grado de Capitán de Navío en la misma clase de retirado en atención a sus buenos y dilatados servicios”.
De esta última misión, según certificación de D. Juan del Castillo y Carrez, plenipotenciario de S.M.C. en la Corte del Brasil, quien le encargó en febrero de 1814 desde Río de Janeiro “una comisión Diplomática muy importante para el Río de la Plata , la cual fue desempeñada por el referido Latre a entera satisfacción”.64
La carrera de navegante, cartógrafo, artillero y leal militar al servicio de la Corona se cerró con una misión diplomática que selló la independencia de aquel puerto en el que navegó, combatió, estuvo cautivo y parlamentó para su liberación, pero que no pudo verlo retornar al dominio del Imperio, sino declinar su poder en América conforme se apagaba la vida del navegante.
Ya en Madrid, la víspera de morir y con ello dejar atrás sus recuerdos y hazañas, dictó su testamento “enfermo en cama con su entero juicio memoria y entendimiento natural, creyendo como firmemente cree en el alto e incomprensible misterio de la Santísima Trinidad […]”. Y como cristiano viejo, soltero, pedía a su albacea como “última voluntad” ser enterrado en la iglesia, sitio o lugar que lo crea conveniente y se “celebren cien misas con la limosna de cinco reales cada una, la cuarta parte en la iglesia parroquial y las restantes en los templos que elija”.65
Legó en orden de prelación, a la viuda Josefa Quirós “en dineros y los muebles y ajuar de casa” 40 000 reales de vellón; 10 000 reales de vellón a la hija de ésta, doña María Cachero Quirós, “de estado soltera en cuya compañía vive de algunos años a esta parte, en consideración al cuidado y esmero con que le han asistido en sana salud y en la presente enfermedad”. A Marcos Álvarez, su dependiente de la tienda de vinos “con sus existencias”, de la calle del Príncipe. Pero designa como su “único y universal heredero” a don Manuel Latre, su sobrino, brigadier de los Reales Ejércitos con la “obligación de contribuir o asistir a la hermana del otorgante doña Juana Latre religiosa en el convento de Santa Clara … [en Huesca], con todo lo necesario para su decencia”.66
El círculo de tradición, honor y piedad cristiana se cerraba con una apuesta a la continuidad del linaje familiar: servir al rey y a la religión, en el ocaso de la monarquía católica que, alguna vez, aspiró a la universalidad.