SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.65 número2Margherita Cannavacciuolo, Miradas en vilo. La narrativa de José Emilio Pacheco índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.65 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2017

 

Reseñas

Blanca Estela Treviño, De la vida como metáfora a la vida como ensayo

Luz Aurora Pimentel* 

* Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: pimentelanduiza@gmail.com.

Treviño, Blanca Estela. De la vida como metáfora a la vida como ensayo. Universidad Nacional Autónoma de México, México: 2015. 240p.


El libro de Blanca Estela Treviño es una profunda reflexión, no solamente sobre dos obras emblemáticas de Margo Glantz, sino sobre una serie de interesantes problemas y fenómenos literarios que en la obra de Glantz halla entrada para servir de hilo conductor. Partiendo del análisis detallado de los textos elegidos, Treviño aborda el problema de la escritura autobiográfica aunado al de la novela-ensayo y las relaciones que se establecen entre ambos. Para ello maneja un extenso corpus de estudios teóricos sobre el tema -especialmente el de la autobiografía-, con los que ella dialoga incesantemente, en un ir y venir esclarecedor entre la teoría y los textos literarios que analiza.

Me detendré ahora en los principios compositivos de la obra que nos ocupa. Blanca Estela Treviño pone como centro de su estudio una figura “descentrada”: “Sitúo a Margo Glantz -dice- dentro de la denominación rubendariana de los escritores «raros» o «excéntricos», que aparecen en la literatura con un discurso provocador, tal vez disparatado y a la vez resplandeciente...” (p. 12). En el centro de tal descentramiento -si se me permite semejante paradoja- se ubica el yo como gozne de articulación entre las novelas seleccionadas, Las genealogías y El rastro, obras que, de otro modo, parecerían disímbolas. La segunda de ellas sería en apariencia impertinente para el tema de la autobiografía, pero Treviño, de la mano de Montaigne y de muchos otros contemporáneos, encuentra sagazmente una fundamentación teórica para proponer la novela-ensayo como una forma posible de escritura autobiográfica. Pero antes de la incursión en formas canónicas y no canónicas de la autobiografía, la autora nos ofrece en su primer capítulo un “Retrato de escritora con paisaje”, constituido por entrevistas y conversaciones con Margo Glantz que han aparecido en distintas publicaciones a través de los años, retazos de aquí y allá, para darnos un tableau continu de la vida de la escritora; retrato que a la larga pasará, del centro que es ahora, al trasfondo del análisis de las dos obras.

En el capítulo 2, “Travesías autobiográficas alrededor de Las genealogías”, Treviño aborda el estudio autobiográfico de esta obra temprana de Glantz haciendo, primeramente, una revisión del concepto de autobiografía, desde el seminal trabajo de Phillipe Lejeune hasta los estudios teóricos más recientes sobre el tema. De ese estado de la cuestión sobresalen las peculiaridades de estas genealogías que, sorpresivamente, ponen el acento en el otro y dan al yo, en primera instancia, el papel de testigo, incluso le otorgan una función, digamos, obstétrica, pues, declara Treviño, “Extrañamente, la hija es la que hace parir a sus padres en un relato que los instala en una genealogía reinventada en español”. Así, oímos una pluralidad de voces que constantemente “nos remite a distintos tiempos y espacios [pues] no existe en la obra una temporalidad lineal” (p. 97).

Aristóteles decía que la memoria es del pasado, pero en Las genealogías, como destaca Treviño, la memoria desempeña otro papel, siempre en presente; se trata de una memoria polifónica, colectiva y colaborativa, por ende anclada en el presente. Para abundar en este fenómeno, la autora parafrasea a James Olney y dice que si “la memoria recupera los primeros estados del ser... lo hace sólo como función de la conciencia presente, de tal forma que podemos recuperar lo que éramos únicamente desde la perspectiva compleja de lo que somos ahora” (p. 90), y lo que somos hoy, diría yo, incluye los recuerdos de nuestra vida que hemos delegado a otros, a tal punto que serán ellos quienes acabarán contando mejor mi propia historia que yo misma. Esto ocurre constantemente en la obra de Glantz; hay momentos en los que

se subraya esta contaminación que la convivencia y el conocimiento mutuo operan sobre el recuerdo y que determina que las voces de sus progenitores intervengan simultáneamente en la reconstrucción que se está operando. Así, observamos en Las genealogías una memoria polifónica, conformada por varias personas, memorias de uno mismo y de dos, vivencias que van cambiando según la edad y el sujeto que las cuente... Vivir contagia -dice Margo-: mi padre corrige la infancia de mi madre y ella oye con impaciencia ciertas versiones de la infancia de mi padre (p. 99).

Por todo esto, Las genealogías es una obra que cuestiona “el concepto canónico de la autobiografía” (p. 93) desde su configuración como autobiografía “descentrada”, “rara”, y por ello provocadora e innovadora.

La memoria polifónica, colectiva y colaborativa es sólo uno de los muchos temas que se analizan en este capítulo; otros, no menos interesantes, pero en los que no me detendré, son el viaje o la ciudad como metáfora de la búsqueda de identidad, o bien la impronta de la forma “folletín” que tuvieron Las genealogías en su etapa de gestación como entregas semanales en el periódico Unomásuno.

Posteriormente, Blanca Estela Treviño hace uso nuevamente de su sagacidad para acoplar Las genealogías a El rastro. A primera vista, esta última obra responde aún menos que aquélla a las características canónicas, o por lo menos legales, incluso fiduciarias, del género. Ya en su revisión de las teorías sobre la escritura autobiográfica, recurría la estudiosa a Lejeune y su noción de pacto autobiográfico,

el cual se concibe como diálogo o situación comunicativa donde participan tres factores principales: autor-texto-lector. En esta perspectiva, el texto establece una relación contractual en la que el autor se compromete ante el lector a decir la verdad sobre él mismo. Es decir, el pacto responde a un doble principio o desiderátum del autor: el principio de identidad y el principio de veracidad... El principio de identidad establece que autor, narrador y protagonista sean la misma persona... (p. 86).

Cierto es que -como les gusta decir a los que se sienten de avanzada- Lejeune ya está “rebasado” en los estudios teóricos sobre la autobiografía, pero hay ladrillos mínimos (building blocks) que, no obstante, siguen siendo constructivos: que el yo del texto, por ejemplo, tenga aunque sea el mismo nombre del autor, sigue siendo una relación contractual, un pacto mínimo. Pero Margo Glantz, con la transgresión que la caracteriza, no se somete a contratos ni a pactos de ninguna clase. Así, El rastro es la historia de una tal Nora García que va al velorio/funeral de su exmarido y pasa todo el tiempo entre recordando y divagando sobre su vida pasada o sobre cualquier cosa. O bien, mirado de otro modo, El rastro podría ser una suerte de Finnegan’s wake en Aztlán. Nada que ver, entonces, con la autobiografía, si no fuera por la intertextualidad.

En los últimos dos capítulos, Treviño, del espléndido análisis de El rastro, regresa, en un reprise contrastivo, a Las genealogías. En El rastro, con un fino conocimiento, pone en claro los ejes temáticos y los rasgos estilísticos que caracterizan la obra de Margo Glantz, muchos de los cuales están ya presentes en Las genealogías -la tendencia al inventario sin orden ni concierto aparente, la fragmentación, la repetición modulada, la digresión, el discurso parentético, la hibridación de los géneros, la intertextualidad... Me detengo en esta última voz plural para hilar más fino en el pensamiento de Blanca Estela Treviño.

Al tratar el fenómeno de la novela-ensayo, al principio del tercer capítulo, Treviño observa que “El rastro es una novela que por medio del monólogo interior... se apropia de la estructura discursiva del ensayo integrándola en el entramado ficcional propio de la novela” (p. 134). Lo interesante es que esa apropiación es múltiple; no sólo del discurso ensayístico en general, sino del propio. Treviño nos muestra, en un cotejo que tiene la virtud de ser gráficamente evidente, pues aparecen en columnas contiguas, dos pasajes en contrapunto: un fragmento de la novela, otro proveniente del ensayo de Margo Glantz sobre sor Juana, intitulado “El jeroglífico del sentimiento: la poesía amorosa de sor Juana”, publicado en 2001. En el ensayo, Glantz reflexiona sobre el corazón; cita a sor Juana con el formato que se espera en un trabajo académico, cortando gráficamente los versos con diagonales, separando la cita por medio de comillas, haciendo la referencia bibliográfica correspondiente entre paréntesis, etc. En torno a la cita de los versos de sor Juana, glosa sobre el tema del corazón acudiendo al discurso científico y al filosófico; Harvey y Descartes la acompañan en sus reflexiones. Del otro lado del espejo (por decir “en la columna contigua”) aparece un fragmento del monólogo interior de Nora García, en El rastro. Se repiten, una a una, las palabras citadas del trabajo académico de 2001, con alguna modificación sintáctica mínima. Lo extraordinario es lo que desaparece: toda referencia a sor Juana queda abolida, todas las comillas y las referencias bibliográficas. De pronto constatamos, maravillados, cómo Nora García se ha apropiado no sólo del discurso de Glantz, sino del de sor Juana. Las consecuencias teóricas de estos hallazgos están a la vista. Por principio de cuentas, en esta apropiación se perfila la construcción del sujeto autobiográfico por la vía indirecta de la intertextualidad. Si Nora García piensa, palabra por palabra, lo que Glantz alguna vez pensó y escribió, luego entonces se cumple aquella condición de identidad que la noción de ladrillos mínimos pedía: Nora García = Margo Glantz. Afirma Treviño que

la escritura del “yo” en ambas perspectivas (Essai, como lo llama Montaigne, y autobiografía) se entretejen para formar al personaje de Nora García, con lo que se traspasa el umbral de la realidad tangible y se dislocan los principios ensayísticos a través de un “yo-personaje” que a la vez es autor de la exégesis novelística y vaso comunicante entre el discurso ensayístico y el lector... La propuesta de Glantz en El rastro permite hacer más complejo este umbral y dinamitarlo, puesto que la “personalidad literaria” se construye hacia adentro del personaje principal. Esta operación se problematiza cuando se identifican páginas enteras, sin la menor modificación, sustraídas del quehacer ensayístico de Glantz. Es decir, hay una identificación entre la persona real y el personaje literario a través del discurso ensayístico. Este terreno es novedoso pues hace coincidir el pensamiento del “yo” construido desde el ensayo, donde la autora es Margo Glantz, con el pensamiento del “yo ficcional” correspondiente al personaje de Nora García, así el nivel de ficcionalidad se potencia para estructurar la exégesis de la novela, pero sobre todo para caracterizar al personaje, es decir, el discurso ensayístico sirve al quehacer ficcional, añadiendo un nivel de complejidad que dota a la novela de numerosos puntos de reflexión (pp. 139-140).

Otra consecuencia más del hallazgo teórico reside en su virtualidad, pues si por el bien de la intertextualidad se construye el sujeto autobiográfico, su realización sólo puede darse en la lectura. Como en toda relación intertextual, se trata de un fenómeno de actualización estereoscópica; es decir, para activar esa dimensión especial que es la intertextualidad es indispensable la colaboración del lector. Si éste desconoce la obra ensayística de Margo Glantz, nunca leerá El rastro como novela autobiográfica, sino, a lo sumo, como novela-ensayo.

Así, pues, como ya lo ha apuntado Treviño con anterioridad, “Las genealogías, debido a su carácter colectivo, cuestiona el concepto canónico de la autobiografía” (p. 93), porque el sujeto autobiográfico se construye desde la memoria de los otros. No menos transgresor es El rastro que, asimismo, construye el yo desde el otro, pero ocultándose tras las bambalinas de la intertextualidad. Al elegir la vía rimbaldiana de la otredad -ese tan famoso je est un autre-, Margo Glantz abre una nueva dimensión para los estudios sobre la autobiografía que pasa por una hermenéutica de la otredad, como en el emblemático trabajo de Paul Ricoeur, un Sí mismo como otro. Pero es el trabajo de Blanca Estela Treviño el que sugiere nuevas posibilidades de lectura para estas obras de Glantz, el que explora la dimensión de la otredad en la autobiografía, al destacar el papel que desempeñan en la construcción del sujeto autobiográfico tanto la memoria colectiva, polifónica y colaborativa, como la actividad, igualmente colaborativa, del lector. Es, pues, la mirada analítica y perspicaz de Blanca Estela Treviño la que abre el camino de exploración teórica de una escritura autobiográfica colaborativa, tanto por vía de la memoria como por vía de la lectura.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons