I, vv. 598-601*
…y a cuantas da la fuente
sierpes de aljófar, aun mayor veneno
que a las del Ponto, tímido, atribuye,
según el pie, según los labios huye.
Algo esotéricas resultan las “sierpes del Ponto” (v. 600), que Jammes (1994, p. 316)1 explicó así:
Ponto llamaban en la Antigüedad a la parte norte de Turquía que linda con el Mar Negro (entonces Ponto Euxino). La asociación de ideas entre el reino del Ponto y los venenos era corriente: piénsese en Mitrídates, rey de Ponto, célebre por haberse habituado a los venenos; pero los autores que los mencionan se refieren a las plantas, no a las sierpes (Virgilio, Égloga 8, vv. 95-96; Séneca Oetaeus, v. 465), y si Juvenal habla de la “sierpe del Ponto” (Serpens Ponticus, sátira 14, v. 114), es para designar el dragón que guardaba el tusón de oro, no una pequeña serpiente venenosa. No sé, pues, exactamente a qué tradición se refiere aquí Góngora. Lo cierto es que, para él, esa tradición existía, ya que vuelve a mencionarla muy poco después, en 1614, en su canción inacabada “Moriste, en plumas no, en prudencia cano”:
[Invidia], Parca crüel, más que las tres severa,
si alimentan tu hambre
sierpes del Ponto y áspides del Nilo…
Creemos haber hallado el dato en la Historia naturalis (VIII, 14-36) de Plinio, a cuyo juicio Metrodoro “hablaba sobre unas serpientes enormes que vivían a lo largo del río Ríndaco en la Tróade (Ponto), las cuales tenían la capacidad de cazar a los pájaros que volaban por encima de ellas”2.
Por lo demás, el mérito de la metáfora gongorina radica en la bisemia de la voz Ponto. Etimológicamente, significa ‘mar’, pero también caracterizaba a las vastas extensiones del noroeste de Asia Menor que rodean el Ponto Euxino (Mar Negro). Así, Góngora estaría comparando los arroyuelos que nacen (o manan) de la fuente con las enormes sierpes del mar (o Ponto), tan dilatadas como la mismísima Tróade. Que se trata de un chiste muy del gusto del cordobés lo confirma a contrario el romance “Arrojose el mancebito” (1589), donde los amores de Hero y Leandro -sitos en el Helesponto-, y en concreto el cuerpo del protagonista, no acaban en el océano, sino en un Ponto ya convertido en charco de atunes: “Arrojose el mancebito / al charco de los atunes, / como si fuera el estrecho / poco más de medio azumbre” (vv. 1-4).
En efecto, haciendo nuestra esta agudeza de Góngora, las sierpes que salían de la fuente de la Soledad I también eran al Ponto “poco más de media azumbre”3.
I, vv. 623-629
Mezcladas hacen todas
teatro dulce, no de scena muda,
el apacible sitio: espacio breve
en que, a pesar del sol cuajada nieve,
y nieve de mil colores vestida,
la sombra vio florida
en la hierba menuda.
Jammes observó que en el v. 626
hay que construir “nieve cuajada a pesar del sol”, como lo propone Spitzer (seguido por Carreira), y no “vio a pesar del sol” (‘a pesar del sol que no podía llegar allí con sus rayos, la sombra vio…’), como hizo D. Alonso. Spitzer propone también hacer de florida el atributo de nieve: “la sombra vio esa nieve florida de miembros, es decir, los miembros y trajes de las montañesas formaban las flores… sobre la hierba menuda”…: a última hora, adopto esta construcción, porque es más gongorina (1994, p. 322).
El añadido de una coma después de sol (“en que, a pesar del sol, cuajada nieve”), del todo admisible, y hasta aconsejable, contribuiría a separar los vv. 623-626 del resto: ‘las parientas del novio, mezcladas, convierten aquel apacible sitio en un teatro dulce, aunque no en una escena muda. Se trata, por fin, de un breve espacio en el que, a pesar del sol, su cuajada nieve, vestida de mil colores, o sea, la blancura de sus miembros y el cromatismo de sus ropas, florida (¿la nieve o acaso la sombra?) vio la sombra en la hierba menuda’. Luego la concesiva “a pesar de sol” no se refiere aquí al verbo vio, como sugirió Alonso, sino a la nieve -o sea, a los nacarados cuerpos de las zagalas- que, al margen del calor reinante, permanece cuajada, sin derretirse4.
Más discutible suena aquella teoría de Spitzer que vincula-ba el epíteto florida con la nieve y nunca con la sombra; habida cuenta de que es perfectamente posible que la “nieve de colores mil vestida”, esto es, las lindas pastoras, llegaran a un espacio umbroso, agradable y, además, florido. Ello equivaldría a leer que, antes de su venida, la hierba estaba poblada ya de flores. Con todo, nos inclinamos a aplicar el epíteto florida a la nieve (a las parientas del novio), y no a la sombra, por razones bastante más empíricas que las de Spitzer, aun suscribiendo del todo su premisa:
Pocos versos atrás, mientras las grullas surcaban los cielos (vv. 605-611), las pastoras descansaron a la sombra de unos frondosos árboles, metaforizados como “bóvedas de sombras” (v. 612) que, según don Luis, “cubren las que Sidón, telar turquesco, / no ha sabido imitar verdes alfombras” (vv. 614-615). A nuestro juicio, estas “verdes alfombras” sirven como prolepsis, casi sinónima, de la “hierba menuda” del v. 629. Empero, Góngora no paró mientes en subrayar que dichas “alfombras” no habían sido imitadas ni siquiera en Sidón, el gran telar turquesco, que, como anota Jammes, era “célebre en la antigüedad por sus tejidos teñidos de púrpura, y ahora por sus alfombras”: las cuales no se caracterizaban entonces por ser monocromáticas, sino tornasoladas. Luego concluimos que las “verdes alfombras” y, por consiguiente, también la “hierba menuda” estaban provistas de bellas flores que las coloreaban.
Se podría objetar que don Luis poetizó al grupo de rústicas del v. 619 como “segunda primavera de villanas”; de manera que son ellas las que mejor harían florecer aquella sombra, ya vestida de mil colores su nieve, o sea, sus cuerpos. Sería estúpido cerrarse en banda, porque, según anotaron Spitzer y Jammes, no sabemos si se trata de una imagen más gongorina -como todo hijo de vecino, aliquando dormitat Ludovicus-, pero sí más sofisticada.
Los exégetas barrocos no se pusieron de acuerdo. Pellicer (1630, col. 485) glosa así este pasaje: “Mezcláronse unas con otras, haciendo por un breve espacio el sitio florido, teatro de no muda escena”. Y Salcedo Coronel (1636, f. 135r) escribía que el poeta alude a un “espacio breve en el cual vio la florida sombra, en la menuda yerba, nieve cuajada y vestida de mil colores, a pesar del sol”. Entonces, el aragonés pensó en unas zagalas que “floreaban” la sombra (y no se esquive que don Luis usó aquí el verbo matizar: “los márgenes matiza de las fuentes / segunda primavera de villanas”, vv. 618-619), mientras que el caballerizo hispalense arriesgaba que dicha sombra era ya “florida” antes de la irrupción de las pastoras.
La clave para resolver este misterio dialoga con otro par de loci gongorinos. El primero se registra en la octava 27 del Polifemo (1612), donde la ninfa Galatea es sorprendida por Acis mientras duerme: “en la de viento, cuando no sea cama / de verdes sombras, de menuda grama” (vv. 215-216). Nótese la repetición de términos que luego desfilarían por la Soledad I. Además, toda la estancia es monocromática, o sea, viene connotada por el verdor de un par de mirtos que, “de espuma canos” (‘bañados por el agua del río’), se convierten en dos “garzas” en medio de la corriente. Recuérdese que ya en la octava 28 “la ninfa, pues, la sonorosa plata / bullir sintió del arroyuelo apenas, / cuando a los verdes márgenes ingrata, seguir se hizo de sus azucenas” (vv. 217-220). Más allá de las varias interpretaciones de esta semiestrofa y de la variante “seguir/ segur”5, tan traída y tan llevada -y así continuará mientras no se haga una edición crítica según el método del error significativo-, Góngora subrayaba que Galatea se levantó de forma repentina, abandonando, “ingrata”, los márgenes en los que había yacido y haciéndose seguir de sus “azucenas”; o sea, de la blancura de su cuerpo, que era el que, desnudo, floreaba aquella ribera6. El segundo ejemplo a favor de la lectura de Spitzer y Jammes se localiza en la propia Soledad I (vv. 913-916):
Al margen de la isotopía del sintagma “hierba menuda”, que no es nada del otro mundo, el pasaje interesa por el verbo brotar, por lo general asociado a flores y plantas, pero aquí privativo del rebaño que hermosea la ribera y, en buena lógica, también la hierba. Luego si un ganado de corderos era capaz de “florear” una orilla con la blancura de sus vellones (en la redacción inicial se leía que estas ovejas la convertían en “blanco raso de la China”; es decir, en un tapete de lana: después de esquilarlas, e incluso antes), ¿cómo no aprobar que una “segunda primavera de villanas” sea capaz de convertir una “sombra” en “florida”?
I, vv. 667-668
cuantos saluda rayos el Bengala,
del Ganges cisne adusto.
Jammes anotó que
Bengala tiene que ser metonimia (un poco forzada, hay que reconocerlo), por ‘bengalí’, ‘natural de Bengala’. Así lo admiten D. Alonso y Carreira. Pero observo que Manuel Ponce utiliza en su comentario la palabra bengala como adjetivo: “Es el Ganges río de la de la India oriental… Habitan las riberas deste río los etíopes bengalas, a quien los llama (con no poco primor) cisnes adustos” (D. Alonso, Obras completas, VI, p. 514). Es posible, pues, que el uso de bengala por bengalí no haya tenido nada de inhabitual para los lectores de entonces (p. 326)7.
La conjetura del autor de la Soledad primera, ilustrada y defendida es similar a la de Ponce: “el reino del Bengala es de los mejores de Oriente. La ciudad de quien toma el reino el nombre es bellísima. Riégala el río Ganjes, de los famosos del mundo, que la corta por medio. Sus moradores [bengalas o bengalíes] son algo blancos, y así los llama el poeta cisnes adustos” (en Osuna Cabezas 2009, pp. 313-314).
Hace ahora una década que Mazzocchi (2010, pp. 23-24) volvió sobre estos versos para precisar que
Può essere utile aggiungere che in portoghese classico bengala come ‘abitante del Bengala’ e ‘lingua del Bengala’ è comune (José Pedro Machado, Dicionário etimológico da Língua Portuguesa, Lisboa, Horizonte, 1977, s. v.); e non si deve dimenticare che l’immagine dell’India passa agli Europei filtrata dai Portoghesi e dalla loro cospicua letteratura di viaggio. Resta aperto, credo, nonostante l’unanimità dei migliori interpreti contemporanei (fondata sulla nota di Ponce) il dubbio di Leo Spitzer (1980, pp. 281-282): “Pero ¿por qué esos habitantes tostados de Bengala son cisnes? Yo me inclinaría a reconocer en ellos a ese pinzón de Bengala llamado bengalí, de plumaje rico en colores y considerado como cantor, que Bernardin de Saint Pierre ha introducido (no sabemos de qué fuentes) en la literatura francesa (Littré). Pero la palabra bengalí, evidentemente hindú, en el sentido de ‘originario de Bengala’ (lengua, etcétera) es reciente en Francia. Sólo se encuentra a partir de 1771, en Inglaterra a partir de 1613, y el Diccionario luso-asiático de Delgado (II, p. 467) nos asegura no haber encontrado nunca ni en inglés ni portugués el sentido de ‘pinzón de Bengala’. Mi amable colega el señor Malakis me sugiere otra explicación: que Góngora llama cisnes a los habitantes de Bengala, a causa de sus turbantes blancos, de los que se destaca el color tostado de la piel”. Che sia al pinzón o ad una varietà di cigno, potrebbe qui esserci un riferimento ornitologico.
Responderemos de una sola tacada, no sin reservas, a los vislumbres de Ponce, Alonso, Carreira, Jammes, Mazzocchi y, de paso, Spitzer. En efecto, la pregunta de este último nos parece muy atinada: ¿por qué, al decir de Góngora, esos tostados (adustos) naturales de Bengala son cisnes? Y más todavía: ¿por qué no pudo aludir Góngora -lo veremos enseguida- a un tipo concreto de cisne, sin necesidad de pensar en los etíopes?
Así se deduce de la prosificación de Jammes:
Se ven, entre estos álamos, tantos mozos robustos y hermosos, y tantas zagalas [hermosas], que al sol le gustaría, para gozar de la vista de la menos bella, transformarse en una pequeña estrella, reduciendo a un punto luminoso todos sus rayos -rayos que saludaba en este momento el bengalí, cisne moreno del Ganges (p. 327).
Más azaroso resulta el vínculo que Spitzer asentó con el pinzón bengalí (lonchura striata domestica), pues si este pájaro, según anotaba, es “rico en colores”, el pinzón se revelaría entonces bastante más polícromo que adusto (‘tostado’). Concedemos a beneficio de inventario que el color de su plumaje varía del negro al blanco, presentando todas las floculaciones dentro de la gama de los marrones: crema, canela, ocre, habano y chocolate. Por tanto, en un alarde de credulidad -y de zootecnia-, quién sabe si Góngora tuvo noticias, ¡desde luego no en la India!, de un pinzón chocolate que le pareció adusto. Ahora bien, no está registrado en ningún sitio que el susodicho pajarito, también denominado “mañón”, durmiera junto a las riberas del Ganges, y menos aún que guarde parentesco con los cisnes -blancos o negros-, pues, a diferencia de estos últimos, se muestra muy sociable y particularmente cantarín.
El pinzón es un estríldido de la familia del diamante, o del gorrión capuchino, y para más inri huye del agua a toda costa. Sus diferencias con el cisne quedan todavía más claras al conocer que dos notables biólogos de la Universidad de Kyoto, Abe y Watanabe (Herreros 2011), han publicado un artículo en la revista Nature Neuroscience donde prueban la existencia de cierta gramática en el canto de los pinzones bengalíes.
Somos muy dueños de otorgarle el crédito que gustemos a este par de científicos nipones, e incluso al locuaz y un punto saussureano pajarillo. No nos sirven en absoluto para analizar los versos de Góngora. Sin embargo, salta a la vista su contraste con los delicados cisnes, el ave muda y acuática por antonomasia.
Cabría preguntarse ya, sin hinchar más el perro -lo que tristemente obliga a guardar para siempre en el armario el turbante del señor Malakis-, si Góngora no pensaba aquí en un tipo de “cisne adusto” y, por tanto, negro, que él llamó “bengala”. Sólo en caso de que se quiera expandir la metáfora, los claros bengalíes, al despertarse en el Ganges y recibir los primeros rayos del sol, serían metamorfoseados en cisnes negros o, como poco, ‘asoleados’.
Nadine Ly (2020, pp. 468-469) lo ha explicado con finura:
La note 668 [du Jammes] rappelle que Salcedo Coronel pressentait que ce cygne noir pouvait renvoyer à la légende de Cycnos, transformé en cygne à la mort de Phaéton, puisque dans les quelque quinze vers précédents Phaéton et, par allusion, ses soeurs transformées en peupliers étaient associés à l’évocation des illuminations qui transforment l’eglise du village en volcán sacré; la chaîne des allusions mythologiques a ainsi pu attirer la figure du cygne en quoi s’était métamorphosé le cousin de Phaéton. Tout le fragment est placé sous le signe du feu (feux de Bengale, feux d’artifice, fusées), ce feu qui détruisit Phaéton et aurait put incendier le village, et la légende -rapportée par Juan Pérez de Moya dans sa Filosofía secreta- explique que les éthiopiens étaient devenus noirs quand le char de Phaéton avait calciné la terre: on comprend alors que le natifs du Bengale, saluant le soleil, soient des cygnes noirs.
De acuerdo con la pigmentación de su piel, esto sí nos parece verosímil. Quizá por la misma causa Pellicer (1630, col. 489) apostilló que en tales versos “saluda el bengala, cisne etíope del Ganges”. Repetimos que don Luis se refería a un cisne. Y no a un pinzón. Lo sugiere otro texto en el que compuso una escena semejante. En la canción Al conde de Lemus, habiendo venido nueva de que era muerto en Nápoles (“Moriste en plumas no, en prudencia cano”), imaginaba al difunto protagonista como cisne, esta vez no adusto, sino gentil, precisando en el segundo cuarteto que
Moriste, y en las alas fue, del viento,
lastimando, tu dulce voz postrera,
las orillas del Ganges… (1614, vv. 7-9).
Y un texto mucho más desconocido, La Filis (1641) del portugués Miguel Botelho de Carvalho, confirma que esta metáfora gongorina se leyó en la época como alusión a un cisne hindú. Véase la octava 27 del canto II (vv. 217-224), fusión de estilemas del Polifemo (“…dejé eminente, / por Guadarrama de Sïón el monte”; “rompan sus falanges”) y la propia Soledad I: “Después que vencedor dejé, eminente, / por Guadarrama de Sïón el monte, / volviendo a ser el sol resplandeciente / la gloria del hispánico horizonte; / después que al fin, con ánimo valiente, / del sonoro, cristalino Oronte, / al cisne de Bengala, al claro Ganges, / venzan sus huestes, rompan sus falanges”8.
I, vv. 701-704
Estos árboles pues ve la mañana
mentir florestas y emular viales,
cuantos muró de líquidos cristales
agricultura urbana.
Jammes anotó que
los mozos de la aldea han dispuesto los árboles de dos maneras: en macizos (florestas) como si fueran sotillos, o en hileras paralelas (viales) como las que en los parques de las ciudades (agricultura urbana) se ven a lo largo de las acequias (líquidos cristales).
El comentarista M. Ponce lo entiende de otra manera: según él, los viales son “ciertas isletas hechas a mano en el mar, con enramadas que las cubren” (nota de A. Carreira). A primera vista, parece difícil aceptar esta explicación, porque, en tal caso, Góngora hubiera hablado de agricultura marina, no urbana. Pero también es difícil contradecir a M. Ponce: Pellicer, Salcedo y Díaz de Rivas no dicen nada; por otra parte la palabra vial no figura en ninguno de los léxicos antiguos que he podido consultar: la registra el Diccionario de Autoridades, pero como adjetivo (‘itinerante’), no como sustantivo; también Gracián lo emplea como adjetivo (“numen vial”) dos veces en el Criticón; no hallo otro ejemplo que permita resolver esta duda -y que ayudaría, quizás al mismo tiempo, a ver más claramente lo que son esos muros de líquidos cristales, que tanto pueden ser surtidores como acequias (p. 36).
Proponemos una lectura más económica, toda vez que, en efecto, cabría asignar una categoría adjetiva -y no sustantiva- al término viales9. Sin embargo, de nuevo habrá que intervenir en la puntuación. He aquí nuestra paráfrasis:
la mañana, pues, ve estos árboles mentir florestas (‘hacerse pasar por selvas’) y emular cuantos agricultura urbana (un parque, quizá un carmen), muró (‘cercó’, ‘rodeó’) con viales (‘móviles’, ‘itinerantes’), líquidos cristales (‘acequias’).
Concluimos que: 1) viales no es aquí sustantivo y, por ello, tampoco complemento directo de emular; 2) viales hace las veces de predicativo -antepuesto- del sustantivo cristales (mejor: de líquidos cristales); 3) más aún: precisamente porque los cristales son líquidos, o sea, acuosos, fluyen (viales) por las acequias; 4) luego no se trata de surtidores, sino de conductos para canalizar la corriente10; y 5) los dos pasajes más similares al que nos atañe se localizan en la Soledad II, donde tampoco figura esa estructura copulativa de doble verbo y doble sustantivo (“mentir florestas y emular viales”, I, v. 702) que se ha venido postulando. Leamos los versos de la silva de las riberas (I, vv. 691-695):
en la cumbre modesta
de una desigualdad del horizonte,
que deja de ser monte
por ser culta floresta,
antiguo descubrieron blanco muro;
y sobre todo otro fragmento (I, vv. 197-211) con el que los vv. 701-704 nunca se han relacionado:
Muda la admiración habla callando,
y ciega un río sigue, que, luciente
de aquellos montes hijo,
con torcido discurso, aunque prolijo,
tiraniza los campos útilmente:
orladas sus orillas de frutales,
quiere la Copia que su cuerno sea,
si al animal armaron, de Amaltea,
dïáfanos cristales;
engazando edificios en su plata,
de muros se corona,
rocas abraza, islas aprisiona,
de la alta gruta donde se desata
hasta los jaspes líquidos, adonde
su orgullo pierde y su memoria esconde11.
Los términos en cursiva informan de que la mirada del peregrino, como la mañana en el v. 701 de la Soledad I, se recrea, fascinada, con un río luciente (y no demasiado distinto de los líquidos cristales que, viales, corrían por las acequias de los vv. 701-704) que baja de aquellos montes. Por lo demás, es tal la abundancia de frutales en su orilla (análogos a los árboles que mentían florestas en el v. 701) que logra despertar la envidia de la cornucopia (la cabra Amaltea); además, “engaza” (‘ensarta’) molinos y azudas en su hilo de plata, “de muros se corona” (es decir, ‘ciñe las fachadas de quintas y caseríos’; recuérdese el v. 703: cuantos muró de líquidos cristales), “rocas abraza” (‘rodea peñascos’) y “aprisiona islas” antes de desembocar en el mar. Pues bien, para decirlo con Góngora, los verbos engaza, corona, abraza y aprisiona son todos dinámicos, viales, y dependen aquí de los “diáfanos cristales”, y no de las “orillas de frutales”, que, al igual que en los vv. 701-704, se mencionan antes que el elemento acuático.
I, vv. 705-708
Recordó al Sol, no, de su espuma cana,
la dulce de las aves armonía,
sino los dos topacios que batía,
orientales aldabas, Himeneo.
Jammes evocó cómo “estos dos topacios son, pues, las aldabas que abren las puertas del Oriente por donde sale el Sol. Al parecer, esta imagen no tiene precedente en la literatura grecolatina, detalle que escandalizó a Jáuregui” (p. 338).
A pesar de la prolija nota de Salcedo Coronel (1636, ff. 149r-151v), entre los comentaristas sólo el autor de la Soledad primera, ilustrada y defendida aporta una fuente que, si bien menos definida, se antoja plausible:
No sé por qué Ovidio, 2, Metamorphoseos, tuvo licencia para hacerle una casa con las puertas de plata y sin aldabas: argenti bifores radiabant lumina valuae. Llegó don Luis y púsole dos topacios, ¡cuán bien!, y júzguelo cualquier desapasionado (en Osuna Cabezas 2009, p. 318)12.
I, vv. 810-811
Fíe tus nudos ella, que los días
disuelvan tarde en senectud dichosa.
En esta oportunidad, Jammes se hizo eco de un dardo de Jáuregui en su Antídoto: “verso «de plebeyo estilo»” (p. 362). Aunque parece evidente que la presencia de Juno, gloria mayor del coro de los dioses, se encamina aquí a “ser fiadora de los lazos conyugales con que ata a los desposados” (p. 363), a los gongoristas antiguos y modernos se les escaparon otros dos guiños -textuales e icónicos- nada secundarios.
Para descubrirlos con justeza, hay que vincular este pasaje de la silva de los campos con otro no muy lejano (vv. 893-896; pp. 383-385):
Vivid felices -dijo-
largo curso de edad nunca prolijo,
y si prolijo, en nudos amorosos
siempre vivid esposos.
Acerca de dicho apóstrofe del epitalamio de la Soledad I, Jammes explicó lo siguiente:
Vivid felices. Esta fórmula, tan sencilla, tan directa para el lector moderno, estaba quizá cargada de alusiones para el público culto del siglo XVII. Es, por lo menos, lo que se desprende del curioso comentario del abad de Rute, que, para contestar a una reflexión irónica de Jáuregui sobre la dilogía de los vv. 894-896 (“Es preciosísimo dicho, si se considera bien o se mira en su original”, Antídoto), se pone efectivamente a “mirarlo en su original”, es decir, en sus fuentes (pp. 382-384).
Y en el “Apéndice I” de su edición aclaró las fuentes en las que pensaba Fernández de Córdoba:
Vivid felices. El Abad de Rute cita los últimos versos del Epitalamio de Julia y Manlio, de Catulo… También cita los vv. 116-122 del poema en versos fesceninos de Claudiano A las bodas de Honorio y María… Termina con otra cita de Claudiano, sacada del Epitalamio de Paladio y Celerina…: “Uiuite concordes, et nostrum discite munus. / Oscula mille sonent; liuescant brachia nexu, / labra ligent animos, etc.” (vv. 130-132)… Desde luego, no se puede de ninguna manera asimilar a los desenfadados versos de Catulo o de Claudiano el canto de estas inocentes y rubias campesinas… Sin embargo, el género (epitalamio, canto nupcial) evocaba forzosamente (para Góngora y para sus lectores) sus precedentes latinos, y la fórmula inicial vivid felices hacía pensar más precisamente en el bene uiuite de Catulo, y en el uiuite concordes de Claudiano, con todo lo que sigue, y que es, en efecto, bastante ‘verdecillo’… El guiño implícito de Góngora a los pocos lectores entendidos tendría entonces la doble significación: recordarles algunos versos latinos que él y ellos conocen; y, al mismo tiempo, mostrarles que él sigue un camino opuesto (pp. 600-601)13.
Apostillaremos que Vázquez Siruela (1630, f. 154r) sacó a la luz otro modelo, ignorado por los demás gongoristas (Tibulo, lib. 3, elegía 5: “Vivite felices, memores et vivite nostri, / siue erimus seu nos Fata fuisse volent. / Interea nigras pecudes promittite Diti, et nivei lactis pocula mixta mero”).
Habida cuenta de que este episodio no parece nada inocente, ni tampoco su invitación a la felicidad -sustantivo preñado de acepciones, incluidas las eróticas-, refutaremos la tesis de Jammes. El gongorista galo afirmaba que don Luis no acudió “de ninguna manera” a los desenfadados versos de Catulo y Claudiano. Sin embargo, sí que reparó en que lo que venía después suena bastante “verdecillo”, resuelto ya a desviarse de la carnalidad a flor de piel del cantor de Lesbia. Un desvío que nosotros no vemos por ningún sitio. Y no lo vemos porque Góngora sublimó en otros lugares el porqué del uso, reciclaje y apropiación de estas dos huellas de la latinidad.
Así, en el soneto “Oh, piadosa pared merecedora” (1582) había dado entrada a una hiedra con una misión bien concreta:
cubra esas nobles faltas desde ahora,
no estofa humilde de flamencos paños,
do el tiempo puede más, sino, en mil años,
verde tapiz de hiedra vividora (vv. 5-8)14.
Si consideramos que la poesía del cordobés es cualquier cosa menos pacata, no será difícil intuir el guiño al emblema 37 de Covarrubias (1610, f. 37r), Meretricis ampexus, el de la hiedra que trepaba por los muros, símbolo del coito y de la lujuria, sin olvidar su pronta asociación con las prostitutas.
Escribe el moralista toledano:
El gran dueño que causa la ramera
con sus dulces caricias y halagos,
la hiedra os lo dirá, pues dondequiera
que puede asirse hace mil estragos.
Su hoja os muestra el corazón de fuera,
gustaldo, y probaréis amargos tragos,
que seque un árbol poco de ello curo,
pero me espanta que derrueque un muro15.
Pero Góngora no se limitó a esta pinceladita subida de tono. Los versos de Claudiano y Catulo le rondaron a menudo por la cabeza. Véase si no el último cuartete del romance burlesco “Señor licenciado Ortiz” (1590), banco de pruebas para el episodio de la Soledad I que nos traemos entre manos: el protagonista, una vez separado de la dama que lo sangraba (“Ya iba quedando en cueros / a la lumbre de un candil”, vv. 81-82), tiene la deferencia de dejarle por compañía a un mulato como espía, protector y a saber cuántas cosas más. Sobre este asunto y la licenciosa vida de su antigua dueña, don Luis concluye por boca del licenciado (vv. 109-132):
Púsome el cuerno un traidor
mercadante corchapín,
que tiene bolsa en Orán,
e ingenio en Mazalquivir;
rico es, y mazacote
de los más lindos que vi,
precioso, pero pesado,
como palo de Brasil.
¡Oh interés, y cómo eres,
o por fuerza o por ardid,
para los diamantes, sangre,
para los bronces, buril!:
deme Dios tiempo en que pueda
tus proezas escribir,
y quítemelo en buen hora
para los hechos del Cid.
Y vos, tronco a quien abraza
la más lujuriosa vid
que este lagrimoso valle
ha sabido producir,
vivid en sabrosos nudos,
en dulces trepas vivid
siempre juntos, a pesar
de algún loco paladín.
Y no se acaba aquí el homenaje catuliano-claudianeo con intención erótica. Mucho más estimulante resulta su rastro, por sus secuelas sobre el cierre de la Soledad I, en el romance “Diez años vivió Belerma” (1582, vv. 93-100):
Hiedras verdes somos ambas,
a quien dejaron sin muros,
de la muerte y del amor
baterías e infortunios:
busquemos por do trepar,
que, a lo que de ambas presumo,
no nos faltarán en Francia
pared gruesa, tronco duro16;
y sobre todo en la letrilla de madurez Al rey y reina, nuestros señores, antes de reinar (“Hiedra vividora”, 1620, vv. 1-16; Góngora 2016):
Hiedra vividora,
dichosa, vestía
luciente alquería
de aquel sol que adora,
garzón siempre bello,
que un cordero al cuello
su ganado es:
a esta hiedra, pues,
fía el sueño breve,
cuando perlas bebe
la abeja en las flores,
cuando ruiseñores
en el mirto verde
“Recuerde -dicen-, recuerde
quien amores tiene,
que un sol con dos soles viene”.
Está claro que ese cordero que vale por toda una ganadería en el cuello del garzón es el toisón de oro, símbolo de la casa de los Austrias, que adoptó la insignia distintiva de la orden fundada en 1429 por Felipe III, duque de Borgoña y conde de Flandes; sin duda, una de las más antiguas del Viejo Mundo. Ahora bien, la imagen no discurre muy distinta, si bien se mira, de aquella otra de la Soledad I (vv. 297-302; p. 263) en la que uno de los pastores
…la cerviz oprime
con la manchada copia
de los cabritos más retozadores,
tan golosos, que gime
el que menos peinar puede las flores
de su guirnalda propia.
Es verdad que el zagal portaba una pareja de chivos sobre -y no colgando de- su cuello, rumbo a las bodas del final de la silva. Ahora bien, si, según decimos, la hiedra poseía notas sexuales en varios de los poemas chocarreros de Góngora, podríamos maliciarnos que esos cabritos no dejan de ser un regalo, con sendos cuernos que prefiguran aquellos que se acrecentarán después de las nupcias; porque don Luis precisa, con gracia formidable, que estos novios serán también novillos (I, vv. 858-861; p. 371):
Del yugo aun no domadas las cervices
novillos (breve término surcado)
restituyen así el pendiente arado
al que pajizo albergue los aguarda17.
Jammes se preguntaba si no se trataría de un “descuido del poeta, que no se [dio] cuenta del efecto burlesco que podía producir la proximidad de esas dos palabras”; pero recula a renglón seguido: “Creo que no, porque Góngora miraba demasiado lo que escribía [como] para que se le escaparan detalles de este tipo”. Matizó, eso sí, que
no se olvide que ya en los vv. 329-334, al terminar el desfile de los regalos destinados a los desposados, aparecía una alusión chistosa a los cuernos (“No excedía la oreja / el pululante ramo / del terneruelo gamo, / que mal llevar se deja, / y con razón, / que el tálamo desdeña / la sombra aun de lisonja tan pequeña”), y que, algunos años más tarde, Góngora volvería a jugar, muy conscientemente, con la paronomasia popular novio / novillo: “No vayas, Gil, al Sotillo, / que yo sé / quien novio al Sotillo fue, / que después volvió novillo”. Debemos, pues, admitir que, después del largo y solemne epitalamio que acabamos de leer, Góngora, de manera casi instintiva, soltó uno de esos chistes que tanto le gustaban, pero de manera velada, como para que no le advirtieran sus amigos, que aborrecían este tipo de contrastes. En cierta medida, los últimos versos del epitalamio -relativos a los mitos de Dánae y Leda- preparaban este cambio de tono (p. 370)18.
Se podría establecer un salaz “paradigma conjunto” con las diversas apariciones de la hiedra y los cuernos en la poesía de Góngora19. Y dicho paradigma, al menos por lo que afecta a los cuernos, ni resulta escaso, ni menos aún velado. Es posible que a sus amigos les desagradara ese tipo de bromas, pero don Luis bebía los vientos por ellas. Lo adelantó en el colofón del romance “Escuchadme un rato atentos” (1585, vv. 57-64):
que haya unas vides que abrazan
unos ricos olmos viejos
por que sustenten sus ramas
sus cudiciosos sarmientos;
que hay en aquellas dehesas
un toro… Mas luego vuelvo,
y quédese mi palabra
empeñada en el silencio;
y lo repetiría en el que comienza “Manzanares, Manzanares” (1619, vv. 41-44):
Decildes a esos señores,
que antes fueron novillos,
que serán, sin duda, encenias
de este hermoso edificio.
Después del capítulo de Blanco (2016) acerca del paradigma del toro en las Soledades, sólo podemos añadir la aleación entre la hiedra (lasciva) y las cuernas de los cabritos (retozadores). Por alguna sensata razón, un clérigo tan a contrapelo como Góngora le tenía muy poquita fe al sacramento del matrimonio y no dudó en burlarse de él incluso en la ceremonia -en su caso pagana- de las bodas campesinas de la Soledad I.
Cum grano salis, si Blanco (2016, pp, 325-332)) explicó la imagen del toro nupcial como una agudeza compuesta, lo propio cabría hacer con las vides y las hiedras. Don Luis escribió en los vv. 810-811 de la Soledad I:
Fíe tus nudos ella, que los días
disuelvan tarde en senectud dichosa.
Y con una amplificatio -levantada sobre un calambur- se dispuso a perfilarlo (vv. 893-896):
Vivid felices -dijo-
largo curso de edad nunca prolijo;
y si prolijo, en nudos amorosos
siempre vivid esposos.
Jammes no entendió aquí la sumisión sino el desvío de Góngora respecto a los textos de Claudiano y Catulo. Nosotros, en cambio, sospechamos que bajo dichos versos late algo muchísimo más sutil: don Luis asocia a la mujer con unos nudos; y ya hemos aducido otras composiciones para demostrar que en su poesía ese concepto acostumbra a identificarse con la erótica hiedra, o bien con la vid.
Bastará añadir ahora la octava 60 del Polifemo (vv. 473-476; Góngora 2010, p. 174):
De los nudos, con esto, más suaves
los dulces dos amantes desatados,
por duras guijas, por espinas graves
solicitan el mar con pies alados.
En suma, la invitación (“Fíe tus nudos ella”) que reciben los novios de la Soledad I es de naturaleza epicúrea. Pero sabedor de que ese consejo podía sonar “bastante verdecillo”, don Luis agregó el sintagma senectud dichosa: es decir, una vejez en la que los nudos -el sexo- les otorguen tanta dicha como la disfrutada en su mocedad. Por lo demás, el término senectud y los citados nudos remiten a otro emblema de Alciato (1549, p. 31): aquel donde una joven parra -y en este detalle radica el chiste de Góngora, que la sustituyó por una más añosa, pero igual de lozana y ardiente que la del humanista italiano- se abraza a un olmo seco, signo de la amistad, pero también del amor más allá de la muerte:
Al olmo viejo seco y sin verdura
la parra fresca y verde entretejida
es encubierto ejemplo en tal figura
que al amistad durable nos convida.
Pues no es perfeto amor el que no dura
al menos hasta el ir de aquesta vida.
Bueno será buscar amigos tales
que quedos siempre estén a nuestros males.
Pero lo que Góngora describió en la Soledad I no es una amistad, sino una boda. Un matrimonio, stricto sensu, que incita a consumar cuanto antes. Por eso la senectud permite intuir otra pista: la pareja de novios se perfila a su vez como un boceto del mito de Filemón y Baucis, a quienes Júpiter, en agradecimiento por haberlo acogido en su cabaña junto a Hermes, premió con una larga vida; hasta el punto de que les concedería morir juntos20. Tras su óbito, los convirtió en árboles, un roble y un tilo, respectivamente, que se inclinaban el uno hacia el otro mientras pronunciaban sus últimas palabras.
Ahora bien, pocos matrimonios hubo y habrá más rutinarios que el de Filemón y Baucis. Y tampoco perdamos de vista que en la Soledad I no aparece ningún tilo. Luego el poeta consumó un trueque de veras salaz y sofisticado: al interesarse por que esta pareja rústica gozara de un “largo curso de edad nunca prolijo”, se estaba burlando del mito de Filemón y Baucis. De ahí su carnal apuesta por los nudos, o sea, por el sexo, para huir del tedio que, antes o después, acabará cerniéndose sobre los novios. De otro modo, lo más seguro es que -tarde o temprano- se adueñase de dicha escena alguna hiedra o, según Alciato, alguna parra fresca y verde21.
Góngora, un hombre de iglesia, nunca se olvide, hacía así bandera de su insuperable modernidad; y también de sus desplantes en el marco de un imperio donde el sol empezaba a ponerse con mayor frecuencia. De ahí la necesidad de unos nuevos Filemón y Baucis, pero esta vez mucho más olmo y hiedra que roble y tilo; más catuliano-claudianeos, en fin, que rigurosamente ovidianos22. Tal vez porque, si no nos engañamos, don Luis hubo de tener sobre el atril las quejas de Salicio en la Égloga I de Garcilaso (vv. 127-140; 1992, p. 124):
Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe, ¿dó la pusiste
¿Cuán es el cuello que como en cadena
de tus hermosos brazos añudaste?
No hay corazón que baste,
aunque fuese de piedra,
viendo mi amada hiedra
de mí arrancada, en otro muro asida,
y mi parra en otro olmo entretejida,
que no s’esté con llanto deshaciendo
hasta acabar la vida.
Salid, sin duelo, lágrimas corriendo.
I, vv. 812-817
y la que Juno es hoy a nuestra esposa,
casta Lucina, en lunas desiguales
tantas veces repita sus umbrales,
que Níobe inmortal la admire el mundo,
no en blanco mármol por su mal fecundo,
escollo hoy del Leteo.
Jammes subrayó que “los comentaristas antiguos no parecen haber entendido este pasaje” (p. 362), interpretado por él de forma “muy persuasiva”, según Alatorre, quien dedujo a su vez que “no sería ocioso remitir a los desiguales días de I, 906. Y cf. también II, 409, a cada conjunción su pesquería” (1996, p. 86).
Detengámonos en las palabras de Jammes y, por ello, en las de los exégetas de los que se separó:
es todavía bastante difundida, en efecto, la creencia popular de una relación entre las fases de la luna y el sexo del feto: en el Mediodía de Francia se suele decir que, cuando el parto se produce en luna creciente, el niño siguiente será de sexo masculino (y femenino si el parto anterior se verifica en luna menguante). Según otra teoría, el niño será del mismo sexo que el precedente si nace en luna creciente, y de sexo diferente en caso contrario. Me parece indudable que Góngora se refiere aquí a alguna creencia semejante: para que la joven casada tenga la descendencia de varones y hembras que evocarán las dos estrofas siguientes, será necesario que Lucina la visite (repita sus umbrales), es decir, que tengan lugar sus partos en lunas desiguales, a veces crecientes, a veces menguantes (p. 362).
Comparada con la de Jammes, la tesis de Salcedo Coronel (1636, f. 164r) parece escrita por un párvulo: “Dijo que repita sus umbrales en desiguales lunas para significar que también es Diana, o la Luna, a que llaman Juno y Lucina. Y porque en siete o nueve meses que hace su curso se perfecciona la criatura para nacer, dijeron que asistía a los partos”. Por su parte, Pellicer (1630, col. 502) había apuntado, con afán de rigor, que “todo lo que de Juno-Lucina se puede decir dijo nuestro amigo don Juan de Jáuregui en una disertación que hizo al libro de partos de Alfonso de Carranza, defendiendo o explicando la lámina que dibujó al principio”.
Y tampoco Dámaso Alonso (1982, pp. 652-653) lograría salvar los muebles. He aquí su paráfrasis: “Y la que hoy, Lucina, protectora de los partos, visite tantas veces en distintas lunas los umbrales de la esposa -asista tantas veces a sus felices partos- que el mundo la llegue a admirar por su fecundidad como a una inmortal Níobe”.
Quizá anduvo más atinado el autor de la Soledad primera, ilustrada y defendida:
Casta Lucina: confundieron este nombre los antiguos con notable variedad, entendiendo por Lucina a Diana y a Juno, que favorecía los partos. El intento de nuestro poeta favorece Cicerón, 2, De natura deorum [II, 27, 68]:
luna a lucendo nominata sit, eadem est enim Lucina. Itaque ut apud Graecos Dianam eamque Luciferam sic apud nostros Iunonem Lucinam in pariendo invocant.
Y Terencio, in Andria: Juno Lucinam, fert open [acto III, v. 473]. En Virgilio está más dudoso cuando dijo, Égloga 4: casta Lucina fabe, donde se engañó el padre Cerda pensando que no pudo entender el poeta a Juno, a quien no le puede convenir el nombre de casta porque era casada, lo cual me parece duro, pues el nombre más conveniente que se les puede dar a las casadas que guardan honestidad conyugal es decirlas castas, como lo decimos de Lucrecia, Dido, Penélope. Cicerón, De aruspicum responsis [XIII, 27]: foemina autem quae matronarum castissima putabantur…
Dijo don Luis “en lunas desiguales”, aludiendo a los partos, en quienes tiene gran parte el influjo de la luna. Así dijo Cicerón arriba, donde trata de la luna [De natura deorum, II, 27, 69]:
Adhibetur autem ad partus quod hi maturescunt aut septem non [n]unquam ut plerumque nouem [cursibus] qui quia mensa spatia conficiunt menses nominantur (en Osuna Cabezas 2009, pp. 347-348).
A partir de lo glosado por el antequerano, estamos de acuerdo con Jammes: Lucina debía visitar a esta novia el mismo número de noches para garantizarle igual número de hijos varones y hembras. Para ello, las lunas en las que se produjeran los partos habían de ser distintas (desiguales), o sea, crecientes y menguantes23.
I, vv. 866-871
Manjares que el veneno
y el apetito ignoran igualmente
les sirvieron; y en oro no luciente
confuso Baco, ni en bruñida plata,
su néctar les desata,
sino en vidrio topacios carmesíes
y pálidos rubíes.
Según Jammes, apetito es aquí dignificación de una “voz familiar y jocosa, apetite, que significa ‘sainete, salsa, gustillo para gustar y apetecer alguna cosa’” (p. 374)24. Sin embargo, Alatorre (1996, p. 86) revisó su lección porque no creía que
Góngora haya querido decir que los manjares del banquete serrano -banquete de bodas además, esmeradamente dispuesto- carecieran de algo tan natural y tan bueno como el “gustillo” de una sabrosa salsita. Yo sugeriría simplemente poner en apetito cierto énfasis semántico (en correspondencia con el énfasis de veneno): de la misma manera que aquí se desconoce el veneno, se desconoce el refinamiento culinario, el sibaritismo gastronómico de los grandes señores, igual al de los Césares de la decadencia.
El pasaje es harto complejo. También porque en los comentaristas antiguos no hay rastro del supuesto apetite. Empecemos por la opinión de Jáuregui, una de las voces traídas por Jammes en su nota:
Que los manjares pastoriles ignoren al veneno, o el veneno los ignore a ellos, bien está; pero que ignoren el apetito, eso es falso como Judas: antes se come un pastor una cebolla con más apetito que un príncipe un faisán; fuera de que no es alabanza de aquella cena (que V. m. aplaude) decir que sus manjares no eran apetitosos (p. 374).
A este respecto, Jammes apostilló que
para salvar esta objeción, que parece bastante lógica, los comentaristas, valiéndose de la ambigüedad señalada por el propio Jáuregui, construyen la frase al revés, haciendo veneno y apetito sujetos, y manjares complemento. Es la interpretación de Salcedo, adoptada por Dámaso Alonso: “Manjares de los que nada sabe el veneno que turba las comidas de los reyes, ni el apetito y gula de los cortesanos”. Por su parte, el abad de Rute adopta la otra construcción, pero no es más satisfactoria su explicación, puesto que le lleva a afirmar que los manjares rústicos “son de ordinario cosas viles, o simples, o mal sazonadas”. De todos modos, resulta sorprendente que Góngora diga aquí que el apetito ignora estos alimentos, o que ellos ignoren el apetito, cuando, siete versos más adelante, nos habla de los gulosos estómagos de estos mismos campesinos (v. 873). Salcedo notó la contradicción… El problema se resuelve fácilmente, a mi juicio, si se tiene en cuenta que, al lado de la forma apetito, existe otra, derivada de la misma raíz, que es apetite (id.; véase lo dicho supra).
Pellicer (1630, col. 505) parafraseó así dichos versos: “Diéronle a comer manjares que no conocen el veneno, ni el apetito, como en las ciudades populosas”. Bien poca cosa. La mejor brújula sería de nuevo la del anónimo de Antequera, quien se explayó sobre dicho particular. Después de señalar dos de las fuentes de las cuales pudo beber don Luis -el acto 3 de la Tiestes de Séneca y la sátira 10 de Juvenal-, en ninguna de las cuales figura, por cierto, la voz apetito, ni tampoco apetite (como mucho angusta cibus), puntualizaba que
lo que el poeta quiere decir no es sino que sirvieron manjares que nunca los conoció la gula, ni el vicioso apetito de los regalados. Fueron manjares como de labradores no delicados, ni inventados de la golosina, sin aquel vicioso regalo de los príncipes, adquiridos de su cosecha, conforme Claudiano, libro 1, in Rufinum:
tibi querit inanes
luxuries nocitura cibos; mihi donat inemptas
terra dapes.
De manera que, siendo manjares groseros, no se aplica a ellos el apetito, porque una cebolla comerá un pastor con hambre, no con demasiado apetito. Un faisán, una cosa regalada, bien está, que aun a esa llamamos apetitosa; pero cosas bastas, mal sazonadas, caseras, guisadas, simplemente no sé por qué no diremos que éstas las ignora el apetito, ni por esto deja de ser digno de alabanza la comida, porque en la vida mediana es mejor aquella templanza y frugalidad, sin los incentivos de gula, que en las mesas regaladas, como dijo Claudiano (en Osuna Cabezas 2009, pp. 358-359).
La glosa del anónimo dio en la diana sólo en parte. Es verdad que lo que don Luis parece decirnos es que se trata de manjares que “nunca conoció el vicioso apetito de los regalados”, a los que no se menciona en ningún caso, pero que habría que asociar, por metonimia (‘la copa’), con el oro no luciente o la bruñida plata que se traen a colación en los vv. 867871: “…y en oro no luciente / confuso Baco, ni en bruñida plata, / su néctar les desata, / sino en vidrios topacios carmesíes / y pálidos rubíes”.
Luego no hay referencia a ningún apetite. Empero, la descripción de los humildes manjares -la calabriada de vino tinto y blanco se metaforiza como topacios carmesíes y pálidos rubíes- dentro de un bodegón rústico donde brillan con luz propia el quesillo asado (v. 875), la encarcelada nuez esquiva (v. 879), el membrillo y la sabrosa oliva (vv. 880-882)25, no se traduciría en falta de apetito por parte de estos zagales. Un concepto además, este de apetito, privativo a su juicio de faisanes y platos muy elaborados; ajenos, en fin, al mundo arcádico por el que nos movemos.
Bien es cierto que el autor de la Soledad primera, ilustrada y defendida matizó que esa inapetencia no desdoraba la alabanza de una viandas que se degustarían sin gula cortesana. Pero, evidentemente, pasó por alto que esos pastores poco o nada sabrían acerca de cómo guisar un faisán según los cánones de la ancienne cuisine; amén de que los productos antedichos -queso, nuez, membrillo y aceitunas- son los esperables en una boda rústica26. Y tampoco se descuide que en el v. 873 los estómagos de los pastores eran tachados de gulosos, ni que la oliva es el fruto del árbol consagrado a Atenea. Del mismo modo que la castaña -aunque en la Soledad I se aluda a una nuez, y luego a un membrillo, como iconos casi ensoñados de la Edad de Oro- también se incluía en el zurrón de Polifemo (11, vv. 81-88; Góngora 2010, p. 158):
Erizo es el zurrón, de la castaña,
y (entre el membrillo o verde o datilado)
de la manzana hipócrita, que engaña,
a lo pálido no, a lo arrebolado,
y, de la encina (honor de la montaña,
que pabellón al siglo fue dorado)
el tributo, alimento, aunque grosero,
del mejor mundo, del candor primero27.
Para anudar ya nuestro discurso, conviene poner los ojos en este párrafo de Cancelliere (1990, p. 68):
La sua bisaccia [di Polifemo], colma di frutta è cornucopia di prosperità inesauribile e immortale perché fuori e prima d’ogni tempo… L’isola rigogliosa -copa di Baco, huerto de Pomona- è connotata da altri due fondamentali prodotti: il Vino e il Grano. E se il secondo farebbe pensare al culto di Demetra, in realtà tutta l’isola si viene a trovare sotto il culto dei Dioniso. Infatti “De cuantos siegan oro, esquilan nieve / o en pipas guardan la exprimida grana” (vv. 149-150) sono versi che, oltre alla coltivazione della vite e del grano, alludono all’allevamento delle capre, anch’esso dedicato al dio che, per esere per eccellenza quello della fecondità, sovrintende a tutte le attività dei campi.
Tanto en el Polifemo como en las Soledades, Góngora se complacía en recrear por medio del tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea, que pudo aprender de la Oda a la vida retirada (“Qué descansada vida”) de fray Luis de León, o bien de la prosa de Antonio de Guevara -lo probó, siendo mozo, en una letrilla Ándeme yo caliente (1581), por la que asomaban el pan, la mantequilla, la naranjada, el aguardiente, la morcilla y, claro, la bellota y la castaña-, todo un universo al margen de la corrupción y el apetito cortesanos28.
Ahora bien, por lo que afecta a los vasos de vidrio en los que beberán los pastores y a los vinos que contienen -nótese la hipálage topacios carmesíes y pálidos rubíes-, en contraste con las copas de oro y plata de los aristócratas, aflora, según Mazzocchi (2010, p. 26), el homenaje de don Luis a una cancioncilla (“Damigella”) de Gabriello Chiabrera y a la poesía de Francisco Imperial.
Pero lo más valioso de este pasaje deriva de otra empresa. En el epigrama del emblema que Covarrubias (1610, III, 53, f. 253r) dedicó a la encina se oponía la primitiva frugalidad a la pantagruélica gula de la Edad Moderna -recuérdense ahora los gulosos estómagos de los que hablara Góngora-:
Fue la bellota el sustento y pasto
de aquellos padres de la edad dorada.
……………………………………………
Creció la gula, y con ella el gasto
y la superfluidad desatinada.
Lo cual nos lleva a pensar en otra res picta de Covarrubias (III, 95, f. 295r): aquella en la que, mientras el toledano exalta la “cuenca de palo o corcho del pastorcico”, se condenan las doradas copas de Alemaña donde los aristócratas saboreaban un vino envenenado. Por último, también se podría sugerir un paralelismo -en virtud del carácter negativo del oro, opuesto a los productos de la Edad dorada-, con los vv. 433-434 de la Soledad I: “mas los que no lograr bien no supo Midas / metales homicidas”.
Y una apostilla final: ¿cuál es el sujeto del verbo ignoran en los vv. 666-688 de la silva de los campos: “Manjares que el veneno / y el apetito ignoran igualmente / les sirvieron…”? ¿Mejor colocarse del lado de Jáuregui, Salcedo y Alonso (“el veneno y el apetito”), o bien alistarse en el bando del abad de Rute y Robert Jammes? Nos decantamos por la primera opción, en virtud de dos usos del verbo ignorar en los poemas mayores: en la octava 50 del Polifemo se lee: “Sudando néctar, lambicando olores, / senos que ignora aun la golosa cabra / corchos me guardan…” (vv. 393-395). Entonces, la golosa cabra es el sujeto pospuesto de ignora. Un detalle que nos avala para resolver que “el veneno y el apetito” desempeñarían la misma función respecto a ignoran en los vv. 865-866 de la Soledad I. Porque la golosa cabra ignora los enjambres, y por ello la miel, y en buena lógica también los senos en los que aquéllos se contenían. Y la miel, qué duda cabe, es un “manjar”.
También con el sujeto pospuesto, encontramos el segundo ejemplo al inicio de la silva de los campos: “Tus umbrales ignora / la Adulación…” (I, vv. 124-125). Góngora sugiere aquí que ‘el vicio (o el veneno) de la Adulación no conoce, o mejor no frecuenta, tu casa’. Por ello, el veneno y el apetito, un par de sustantivos ‘viciosos’, connotados negativamente, desempeñan la misma función que la Adulación.
Sin embargo, otros textos de don Luis nos ponen las cosas difíciles. En la breve composición En la muerte de tres hijas del duque de Feria (“Tres vïolas del cielo”, 1615) han cambiado las tornas: “si las trenzas no están ciñendo ahora / de una alba que crepúsculos ignora” (vv. 5-6). Aquí el sujeto (una alba) figura antepuesto y carece de esas valencias negativas. Nos ayuda bastante más -diríamos que de forma definitiva- la octava 10 del Panegírico al duque de Lerma (“Si arrebatado merecí algún día”, 1617, vv. 73-80):
De espumas, sufre el Betis, argentado,
remos que lo conduzgan, ofreciendo
el oro al tierno Alcides, que guardado
del vigilante fue, dragón horrendo;
delicias solicita su cuidado
a las nudosas redes, expuniendo
lo que incógnito más sus aguas mora,
que extraña el cónsul, que la gula ignora.
El contexto es ahora piscatorio, pero despeja, ¡por fin!, el enigma del apetito, que no apetite. Nótese el evidente paralelismo entre los sustantivos manjares (I, v. 865) y delicias (Panegírico, oct. 10, v. 77). Las delicias serían los peces (en “nudosas redes”), y en concreto los desconocidos (“incógnitos”) que moraban en aquellas aguas; los mismos, pues, que “el cónsul extraña y la gula ignora”. Nótese que los complementos directos (delicias, lo que incógnito) aparecen antepuestos y, lo más importante, que el primer sujeto (cónsul) figura después del verbo (extraña). No ocurre lo propio con la gula, que precedía a ignora. De esto no hay duda; como tampoco la hay de que la gula (sinónimo de apetito, y damos así carpetazo a la teoría sobre el apetite) ignora las delicias y, por consiguiente, de que el veneno y el apetito ignoraban los manjares de la Soledad I29.
I, vv. 872-878
Sellar del fuego quiso regalado
los gulosos estómagos el rubio
imitador de la suave cera
quesillo dulcemente apremïado
de rústica, vaquera,
blanca, hermosa mano, cuyas venas
la distinguieron de la leche apenas.
Jammes anotó que regalado del [‘por el’] fuego quiere decir ‘asado’, como explicara Salcedo Coronel, que poco después hablaría de “quesillos asaderos” (1636, f. 171v). Pero el hispanista francés reparó en que esta interpretación no convenció a D. Alonso, que tradujo “Llegó luego, pretendiendo apagar en los estómagos de los comensales el fuego gustoso de los vinos, el rubio quesillo…”; pero esta versión (“sellar los estómagos del fuego” = ‘apagar en los estómagos el fuego’ se adapta mal a los empleos habituales del verbo sellar y a su significación particular en la expresión idiomática “sellar el estómago”, [en relación al postre]. Menos convincente todavía es el comentario de M. Molho, que funda sobre un contrasentido (“del fuego regalado” = ‘regalo, don del fuego’) la construcción de un sistema de interpretación semántica de las Soledades relacionado con las teorías de Todorov, Greimas y otros… Lo que importa tener en cuenta para no extraviarse en este pasaje es que hay dos verbos regalar, de filiación bien distinta, que Corominas llama regalar I y regalar II. El más conocido en nuestros días es regalar I (‘agasajar’, ‘hacer una dádiva’), “probablemente tomado del fr. régaler” que no interviene aquí; el que nos interesa es regalar II (‘derretir’, ‘licuar’), probablemente derivado del latino vulgar recalare, dialectal hoy en castellano, pero de uso frecuente todavía en tiempo de Góngora. Véase el artículo muy documentado de Álvaro Galmés de Fuentes, “Del fuego regalado”: interpretación de un pasaje de las Soledades de Góngora”, que cita textos del Siglo de Oro y de la Edad Media (procedentes en gran parte, estos últimos, de literatura aljamiada): de la cantidad impresionante de citas reunidas se deduce que regalar se aplicaba no sólo a la nieve, a la cera, y a todo lo que necesita poco calor para derretirse, sino también a la fusión del oro, del bronce, del hierro y de todos los metales (p. 376)30.
Los intérpretes barrocos se esforzaron aquí lo justo para destacar la glosa del autor de Antequera, que incidió no tanto en el epíteto regalado como en ese quesillo dulcemente apremiado (Osuna Cabezas 2009, p. 362), que no atendieron ni el resto de sus coetáneos ni tampoco los gongoristas de hoy:
la palabra apremiado es propia del queso. Calpurnio, Égloga 2: Per totum niveus praemitur mihi casseus annum. Virgilio, en la Égloga 1, lo dijo dos veces: pinguis et ingratae praemeretur casseus urbi, y luego: et praessi copia lactis. Hácese así porque esté sólido, sin agujeros, que es lo que llama el refrán antiguo: “queso ciego”, y en las Divinas Letras, Job, 10: Et sicut casseum me coagulasti?
El queso, antes apremiado (‘apretado’, ‘comprimido’) por la mano de la vaquera, al ser regalado, o sea, ‘lamido’ por el fuego, como prosificó Carreira (1986, p. 237), se compacta, de manera que contrarresta la liberación de moléculas de dióxido de carbono durante la última fase de la fermentación. De este modo, desaparecen buena parte de las oquedades que, por ejemplo, definen al gruyère, al emmental o al holando.
I, vv. 895-896
Alatorre (1996, p. 87) se fijó en una coma más o menos díscola -Jammes editó este pareado sin la que Alonso puso después de vivid, y precisa: “vivid siempre como prometidos, como enamorados”- antes de subrayar:
puede ser que Góngora diga esposos en ese sentido (‘que el tierno amor que hoy os tenéis dure siempre’). Pero como esposo y esposa también significaban ‘marido’ y ‘mujer’ (cf., sin ir más lejos, el esposo de I, 154), igual puede haber pensado en la armonía conyugal de quienes van a quedar unidos para toda la vida. La coma de D. Alonso podría estar bien.
Nosotros pondríamos esa coma en otro sitio: “y si prolijo, en nudos amorosos, / siempre vivid esposos”31. Para ello, hay que comparar la sintaxis con la de un par de versos atrás: “Vivid felices -dijo- / largo curso de edad nunca prolijo” (vv. 893-894). En este caso, el epíteto felices sirve como predicativo del sujeto de la oración: los novios; y la misma función desempeña el sustantivo esposos en el pasaje que nos atañe. Luego entendemos que esposos posee aquí valor adyacente, y por ello predicativo.
En buena lógica, tampoco valdría esa naturaleza sustantiva que Alonso le asignó a este término. De hecho, tal como lo editó Jammes, se trataría de un apóstrofe. Empero, Góngora, a lo largo de estos versos en estilo directo, no acudió al apóstrofe ni una sola vez. Y no lo hizo porque iba implícito en el verbo en imperativo que les sirve como obertura: vivid.
I, v. 943
que en letras pocas lean muchos años
Alatorre (1996, p. 87) cita aquí a Jammes, quien a su vez había leído a Carreira: “Porque las décadas novena y décimas son las que, en numeración romana, requieren menos letras, dentro del límite normal de la vida”. Según indicó el maestro mexicano, “esta explicación [de Carreira] le gusta mucho a Jammes”:
Quizá se haya de preferir, dice, a la que él mismo da: “En letras pocas, porque la vida de una pareja feliz se puede resumir en poquísimas palabras”. Para mí, en cambio, no sólo es ésta última la que hay que preferir, sino que es la única buena. En el cementerio de una aldea no hay largos y pomposos epitafios, sino lápidas modestas. La interpretación de Carreira cojea por varios lados: en la numeración romana las décadas novena y décima (XC y C) requieren el mismo número de letras que la cuarta y la quinta (XL y L); además, esos números romanos estarán bien en los epitafios suntuosos, no en las lápidas pueblerinas; y no puede decirse -muchísimo menos si se piensa en los tiempos de Góngora- que la edad de 90 o 100 años sea el límite “normal” de la vida.
Estamos de acuerdo con Alatorre, quien, para refrendarlo, sólo tenía que haber ojeado una columna de Pellicer (1630, col. 509) en sus Lecciones solemnes: “Fenezcáis juntos y en vuestra sepultura se lea en pocas letras lo mucho que vivisteis, o, según mejor sentido, se lean muchos años los desengaños que dieron pocas letras de vuestro epitafio”. A grandes rasgos, el erudito barroco acentuó la brevedad del epitafio, y no la de los números romanos, para aludir a las décadas de este matrimonio.
Spitzer (1980, p. 286) se mostró de la misma opinión que Pellicer:
Quizá leer tenga también el sentido de ‘enseñar, dar cuenta de’ (= rezar): ‘que vuestros desengaños [inevitables] den cuenta en pocas letras [al menos] de los muchos años [que habréis vivido]’. Se trataría, pues, de un voto de longevidad con alusión a la fórmula corriente “¡que viváis muchos años!” y con referencia al voto del comienzo “¡vivid felices!”.
Pero tampoco hay que desdeñar que el anónimo antequerano (Osuna Cabezas 2009, p. 370) le diera la razón a Carreira, o viceversa:
quiere decir que cuando mueran estén, de viejos, tan blancos como unos cisnes, y que vivan tantos años que, si bien muchos, se cifren en la piedra de su sepulcro en pocas letras, que parece que con la C de la cuenta castellana digan que vivió cien años, o con la M, mil, o con la D, quinientos, y así lo demás.
En efecto, se trata de un pasaje ambiguo. Con todo, nos decantamos por la lección de Alatorre a partir de lo escrito por Góngora en los cuartetes que cierran la Fábula de Píramo y Tisbe (“La ciudad de Babilonia”, 1618, vv. 501-508), los cuales parecen sugerir la misma idea:
en urna dejó, decente,
los nobles polvos, inclusos,
que absolvieron de ser huesos
cinamomo y calambuco,
y en letras de oro: “Aquí yacen
individuamente juntos,
a pesar del amor; dos,
a pesar del número, uno”.
Va de suyo que los desastrados novios de Babilonia no eran pastores, sino unos prósperos linajudos; y menos aún ancianos, pues murieron en la flor de la vida. No obstante, tampoco hay duda de que su epitafio, grabado en letras de oro, resulta tan breve -cuatro octosílabos- como aquél que se le pronosticó al matrimonio de la Soledad I; y no queda traza aquí de la alusión, plausible, a las ‘cifras-letras’ de la numeración romana.
Hasta en un romance incensario y de corte epidíctico como el dedicado a la muerte de doña Luisa de Cardona (“Moriste, ninfa bella”, 1594, vv. 65-84), Góngora hizo hincapié tanto en la brevedad del epitafio -aunque no siempre: verbigracia el soneto al sepulcro del Greco (“En esta forma elegante, oh peregrino”, 1614)- como en la sencillez de la propia tumba:
no túmulo te erige
de mármol diferente
donde el sol uno a uno
sus muchos rayos cuente,
ni, ocupada la industria
de artífice excelente,
dará a tus cenizas
vasija competente,
sino un padrón humilde
con la inscripción siguiente,
que piedad solicite
y su fe represente:
“Suspende, oh caminante,
el paso diligente,
y, cuando no admirado,
condolido detente:
memoria soy de un sol
que el Turia fue su oriente,
y su occidente, el Tajo:
dilo de gente en gente”.
I, vv. 1012-1013
Si no tan corpulento, más adusto
serrano le sucede
Jammes resumió así los pareceres del Seiscientos:
“Más tostado del sol”, dice Pellicer; “más moreno”, confirma Salcedo. Esta interpretación, adoptada por Carreira, es conforme al sentido etimológico de la palabra (adustus, ‘quemado superficialmente’, ‘quemado por el sol’, ‘moreno’), que no es una creación gongorina: ya la recogen Rosal en 1601 (‘quemado’) y Minshew en 1617 (‘burnt’), según Gili Gaya, y ya la había empleado el arcipreste de Talavera según Corominas (p. 402).
A renglón seguido, el propio Jammes (pp. 402-404) mostraba su sorpresa ante el hecho de que Jáuregui no conociera esta acepción del adjetivo, o no aludiese a ella en su Antídoto, donde definía la voz adusto como ‘flaco’ y ‘consumido’; un detalle que el abad de Rute se apresuró a corregir -caso de que necesite corrección- en su Examen, donde señala que adusto significa ‘no el que está consumido, sino el que de su natural es enjuto’. En cambio, el anónimo de la Soledad primera, ilustrada y defendida, lector de Jáuregui, sí que creyó en la supuesta escualidez del serrano:
si no tan corpulento, yd est, si no tan gordo, más flaco y consumido, que eso es adusto. Mientras se ríe, nos reiremos, advirtiendo que hay muchos hombres que, aunque sean corpulentos, no son gordos; y que le sucedió un serrano al salto, si no de tantos miembros fuerzas, más enjuto y por el consiguiente más ligero y ágil y moreno, señal de fuerte y valiente (en Osuna Cabezas 2009, p. 383).
Jammes advirtió que “esta acepción no aparece en ninguno de los léxicos antiguos o modernos, pero es muy verosímil, porque se funda sobre un paso semántico normal de ‘quemado’ a ‘seco’ y, finalmente, ‘enjuto de carnes’” (p. 404). Por ello se acabó decantando, no sin algún titubeo, por esta última lección, ya que le parecía absurdo que Góngora definiera al primer luchador como corpulento y al segundo como ‘moreno’.
Que el caso continúa abierto lo evidencia el “Apéndice I” de su edición (pp. 602-603), en el cual publicaba que Díaz de Rivas, Francisco de Amaya (o quizá Sebastián de Herrera y Rojas) y otro exégeta anónimo censuraron la teoría de Jáuregui, apostando por ‘moreno’, ‘tostado por el sol’. De ahí que Jammes concluyese que “uno tiene a veces (pocas veces, afortunadamente) la impresión de que los gongoristas del siglo XVII no hablaban todos la misma lengua…”.
Pero la clave estriba en un par de lugares que no se han atendido:
El adusto serrano es igualado con un ayuno leopardo, con un corcillo travieso y con un muflón sardo (vv. 1015-1016), tres animales que destacan por su velocidad y dotes trepadoras. No en balde, los leopardos acostumbran a devorar a sus presas en las copas de los árboles, y el muflón “de las rocas trepa a la marina, / sin dejar ni aun pequeña / del pie ligero bipartida seña” (vv. 1017-1019). Más allá de que entonces se creyera -con base en la Historia Naturalis- que el leopardo era un híbrido de león y pantera, no deja de ser una fiera bien musculada, si lo comparamos, por ejemplo, con el más enjuto guepardo. Góngora se cubrió las espaldas al puntualizar que el de la Soledad I estaba ayuno y, por ello, se entiende que se movía con agilidad. Todo el contexto induce a pensar en un serrano ligero; por eso resulta más que aceptable la lectura de Jáuregui y el abad de Rute.
Sin embargo, la descripción del cíclope en el Polifemo nos complica la tarea. Don Luis, en la octava 8 (vv. 61-64; Góngora 2010, p. 157), pintaba así a su jayán:
un torrente es su barba impetüoso
que, adusto hijo de este Pirineo,
su pecho inunda, o tarde, o mal, o en vano
surcada aun de los dedos de la mano.
Si aprobamos con Pellicer, tal como recordara Carreira (1986, p. 173), que “en los Pirineos, según Diodoro Sículo, V, 35, se encendió fuego [pyr], por el descuido de unos pastores, que abrasó todo el monte, de modo que se derritieron las minas de plata, oro y plomo en tanto grado que corrían arroyos de metal”, y consideramos que no mucho antes Góngora había hiperbolizado a Polifemo como “un monte de miembros eminente” (v. 49), se hace difícil creer que su ‘barba-torrente’, hija adusta del ‘cíclope Pirineo’, o sea, de Polifemo, nada tenga de ‘enjuta’ ni de ‘seca’. Todo lo contrario.
Entonces, al menos en esa octava, don Luis usó el epíteto adusto con el sentido de ‘tostado’, ‘quemado’, ‘calcinado’. Y volvería a la carga tanto en la misma Fábula (“del perezoso Volga al Indo adusto”, v. 408; Góngora 2010, p. 171) como en la Soledad I: nos referimos al ya glosado locus donde los rayos de sol calientan (y hasta broncean) a un cisne hindú: “cuantos saluda rayos el Bengala, / del Ganges cisne adusto” (vv. 666-667). Véase también este cuartete de la Tisbe (1618, vv. 141-144):
famïliar tapetada
que, aun a pesar de lo adusto,
alba fue, y alba a quien debe
tantos solares anuncios.
Es difícil pronunciarse a favor de una acepción u otra: el símil entre el serrano y el trío de animales incita a suscribir el corolario de Jáuregui, el abad de Rute y Robert Jammes; en cambio, la octava 8 del Polifemo nos faculta para apostar por la de Pellicer, Salcedo Coronel y Carreira.
Pero vayamos un poco más lejos: el fragmento de la Soledad I participa del episodio de la “olímpica palestra / de valientes desnudos labradores”, tal como la llamó Góngora en los vv. 961-962. Y entre los luchadores que salen al umbroso coliseo hay dos que se enfrentan en una especie de lucha grecorromana, a medio camino entre lo pindárico y lo pastoril (vv. 964-965; pp. 395-397):
feroz ardiente muestra
hicieron dos robustos luchadores.
¿Dicha muestra, por ardiente, también era adusta? No podemos asegurarlo, pero aquí se dan cita dos epítetos complementarios dentro del idiolecto gongorino: ardiente y robustos. Por lo demás, sin abandonar las rústicas olimpiadas, el siguiente que reta al resto de pastores es un arrogante joven (v. 982), mientras que los ocho o diez montañeses que aceptarán su desafío son individuados como soberbios (v. 987); aun precisando (vv. 991993; p. 399) que
…Quién, de graves
piedras las duras manos impedido,
su agilidad pondera…
Luego para ser ágil no hay que estar falto de ardor ni de robustez, lo cual invita a escoger, por lo que respecta a la voz adusto, la tesis de Pellicer, Salcedo y Carreira (‘moreno’). Entre otras causas porque uno de los saltadores de longitud, de quien el poeta no dice si era o no adusto -tal como lo entendieron Jáuregui y el abad de Rute-, cuando besa la raya (v. 995) hace gala de ser suelto mozo y de pisar con airoso vuelo lo que “…del ejido / tres veces ocupar pudiera un dardo” (I, vv. 996-998; p. 401).
Por último, el fornido luchador que precedía al más adusto serrano posee los dos atributos que han venido suscitando el debate, a raíz de una antítesis (vv. 1003-1007; p. 403) que tal vez sea fruto de una ocurrencia de Jáuregui, el abad de Rute e così via:
…solicita
a un vaquero de aquellos montes, grueso,
membrudo, fuerte roble,
que, ágil a pesar de lo robusto,
al aire se arrebata…
Robustez no se opone a agilidad, por lo que sería admisible que en la cláusula “Si no tan corpulento” (v. 1012) vaya implícita la delgadez del pastor; de manera que no hay necesidad -para evitar la tautología- de leer adusto como ‘enjuto’ o ‘seco’, sino como ‘tostado’32. Colegimos, pues, que el serrano que sucedió al primero en la olímpica palestra era más delgado, y también moreno. Pero el apuro no está resuelto. Si volvemos a leer estos versos, nos daremos cuenta de que las voces en posición versal no son aleatorias: el primer vaquero era grueso (v. 1004), y también ágil, a pesar de lo robusto (v. 1006); mientras que el segundo, “si [bien] no tan corpulento”, se mostró más adusto (v. 1013).
Mediante una lectura vertical del rimario, no descartamos la conjetura de Jáuregui y el abad de Rute. Harto difícil, sin embargo, que Góngora usara ese término (adusto) con más de una valencia, o bien como dilogía, en varios poemas. Según acabamos de ver, en la octava 8 del Polifemo sólo hay espacio para una acepción de adusto: ‘tostado’, ‘quemado’, porque la barba del cíclope era todo menos “enjuta”. Y lo mismo al inicio del Panegírico al duque de Lerma (“Si arrebatado merecí algún día”), donde el desierto de Libia sería ‘tórrido’, pero nunca ‘enjuto’: “la adusta Libia, sorda aún más, lo sienta, / que los áspides fríos que alimenta” (1617, vv. 7-8); y en otra octava del mismo poema: “desde el adusto Can al gélido Arto” (1617, v. 436).
Arriesgando que la mayor delgadez del segundo rústico deriva del sintagma no tan corpulento, y que para Góngora los epítetos robusto y ágil, igual que ardiente y robusto, eran más afines que antitéticos, nos inclinamos aquí por la lección de Pellicer, Salcedo y Carreira, aunque no pondríamos la mano en el (adusto) fuego33.