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Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.72 no.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2024  Epub 08-Mar-2024

https://doi.org/10.24201/nrfh.v72i1.3934 

Notas

“Cada uno a su ayllu ”: orden y sacrificio en diamantes y pedernales

“Each one to his ayllu”: order and sacrifice in diamantes y pedernales

1Harvard University fgalvandiaz@fas.harvard.edu


Resumen:

En este artículo, propongo una revisión de Diamantes y pedernales, de José María Arguedas, desde la teoría de los polisistemas para verificar cómo conviven los estamentos representados en la novela, cuáles son los mecanismos del orden que ponen en funcionamiento y qué herramientas utilizan para enmendar las vejaciones al sistema. Esta aproximación permite apreciar que, aun cuando se ha dicho que la novela se organiza en función de las figuras blancas, el orden privilegia el mundo indígena.

Palabras clave: Arguedas; Diamantes y pedernales; representación literaria; teoría de los polisistemas; neoindigenismo

Abstract:

In this article, I offer a new reading of José María Arguedas’ Diamantes y pedernales based on polysystem theory. Applying this theory, I hope to establish the way in which the social groups represented in the novel coexist, to identify the mechanisms of the order they introduce, as well as to point to the tools they use to repair the attacks on the community’s system. This approach allows us to understand that, although the novel is said to revolve around white figures, the order in fact privileges the indigenous world.

Keywords: Arguedas; Diamantes y pedernales; literary representation; polysystem theory; neo-indigenism

Desde sus inicios, la crítica en torno a José María Arguedas sorteó las sentencias de los escritores y críticos del boom, quienes consideraban la obra del peruano como una narrativa primitiva, anacrónica, provinciana y de expresión infantil (cf. Díaz Ruiz 1991, pp. 6-8; González Vigil 2016, p. 13)1. El estatuto privilegiado que consolidó la “nueva novela hispanoamericana” desplazó el interés crítico, al tiempo que desprestigió la producción de novelas locales -de la tierra- e indigenistas, en beneficio de relatos de corte urbano y tendencia cosmopolita (Rodríguez-Luis 1980, p. 7)2. Los estudiosos del andahuaylino recurrieron a la defensa de la figura que los congregaba: por una parte, formularon una visión casi monolítica de su obra; por otra, contribuyeron a la solidificación del sitio de enunciación creado por el peruano con sus programas pedagógicos, reflexiones en torno a la escritura y supuestos gestos autobiográficos a lo largo de su producción (cf. Cornejo Polar 1973, pp. 140 ss.)3.

Entre sus obras, se encuentra Diamantes y pedernales (publicada como Diamantes y pedernales. Agua, Juan Mejía Baca y P.L. Villanueva, Editores, Lima, 1954), un texto poco trabajado por la crítica. La novela cuenta la historia de don Mariano, un indígena upa, y don Aparicio, un hacendado, cuyos destinos se entrelazan por la música que aquél interpreta, y quien queda subordinado a éste por un contrato de términos extraños que estipula que recibirá protección a cambio de canciones. Su relación se ve alterada por la presencia de dos mujeres, una indígena y otra costeña, quienes actúan como elementos de discordia entre los protagonistas. El conflicto escala al asesinato de don Mariano. Si bien se ha señalado la importancia de la música andina para esta obra, también hay pocas reflexiones en torno a ella, quizá porque deja de lado el tema quechua y se concentra en “figuras blancas y maltratadoras” como don Aparicio (Portugal 2011, p. 81). Aparentemente, la ausencia de denuncias y la búsqueda de reivindicación social del Perú profundo en el relato se oponen a los valores que se asocian a la obra de Arguedas, lo que deviene en la devaluación de Diamantes y pedernales, motivada por un encasillamiento infructífero de los estudios sobre el escritor4.

Una forma de revertir el encasillamiento crítico de la producción de Arguedas, que muchas veces sólo aspira a rastrear la oposición antitética indígena/ blanco, se encuentra en la teoría de los polisistemas5. En ocasiones, la crítica se ha concentrado en una visión lineal-teleológica de herencia positivista que describe los complejos relacionales representados en los relatos de José María Arguedas de manera simplista, por lo que las caracterizaciones no sólo ignoran la coexistencia y comunicación de los componentes de un “polisistema”, sino que también perfilan dichas partes como miembros herméticos, sellados6. De ahí que el resultado de varias investigaciones devenga en hacer encuadrar a los personajes blancos en la categoría de “vejadores”, mientras que los personajes indígenas se incluyen en el grupo que se debe redimir, es decir, se establece un conflicto entre el bien y el mal. Para solucionar los conflictos interpretativos enraizados en esta noción dicotómica, recurro a la teoría de los polisistemas, pues, en principio, permite vislumbrar que los miembros del polisistema desplegado en las novelas de Arguedas no se desconocen entre ellos; más bien, interactúan.

El concepto de polisistema se origina en la necesidad de delinear “un sistema múltiple, un sistema de varios sistemas con intersecciones y superposiciones mutuas, que usa diferentes opciones concurrentes, pero que funciona como un todo estructurado, cuyos miembros son interdependientes” (Even-Zohar 2017, p. 10), lo que conlleva una interacción dinámica entre los diversos componentes del sistema con el fin de dictar las pautas organizadoras en turno, de ahí que, en ocasiones, un sistema se levante sobre otros e imponga las reglas al repertorio “oficial” en turno mediante un equilibrio regulador. No se debe olvidar, entonces, que estos sistemas se hallan en permanente tensión; el dominio de uno no equivale a la armonía del polisistema; por el contrario, se asume como muestra de la dinamicidad propia del constructo. Además, pensar en sistemas y polisistemas conlleva observar cómo funcionan dinámicamente los agregados semióticos dentro del conjunto (pp. 8 y 11). A este respecto, las interacciones del mundo relacional desplegado en Diamantes y pedernales podrían describirse en función de la teoría de los polisistemas. Esto permitirá identificar cómo los procedimientos representacional-miméticos configuran un mundo de interacción humana.

Así, en este trabajo, intentaré contestar las siguientes preguntas sobre la novela: ¿cómo se representa a los sujetos y a los grupos?; ¿cómo se desempeña el orden en la realidad recreada?; ¿hay un sacrificio para restaurar los quiebres en el mundo compartido por blancos e indígenas?; ¿hay una propuesta integradora (o conciliadora) de las realidades dispares que pueblan la ficción?; ¿hay denuncia o pretensión de dignificar al indígena en la novela?

Lugares en un plano: la representación en Diamantes y pedernales

El neoindigenismo peruano se distingue por dar voz al quechua, o sea, por corregir la posición de objeto de la enunciación que mantenía desde los textos sobre el descubrimiento y la conquista para caracterizarlo como sujeto7. José María Arguedas, en la mayoría de sus relatos, privilegia las percepciones sensoriales del indígena para configurar el universo diegético (Martínez Gómez 1976; Boivin 1977, p. 256). Así, su mirada sobre los Andes difiere de otras -en teoría-, puesto que la construcción de la otredad indígena se da desde el interior, esto es: los locales se elaboran a sí mismos. El peruano lleva a cabo un artificio -en términos de Shklovski- con el que se apodera del discurso de los pueblos originarios para revertir su situación de desventaja en la integración nacional peruana.

Arguedas diseña un mundo de lo particular a lo general; cada obra complementa a la otra para integrar un panorama amplio de la vida andina en todos sus escalafones. Asimismo, genera un universo concomitante que despliega su propia coherencia interna a pesar de la aparente contradicción (Cornejo Polar 2011, p. 13-14)8. Se ha dicho que Arguedas negocia con la realidad desde sistemas ficcionales supuestamente indígenas (Portugal 2010, p. 257); sin embargo, hay que observar que tales mecanismos de rescate se basan en la mirada occidentalizada y van dirigidos a un público de la misma clase (Morales 2011, p. 53). El sistema representado por Arguedas trasciende la clásica visión de su obra; en otras palabras, supera la noción dicotómica entre el bien -representado por los indígenas- y el mal -personificado en los distintos opresores del Perú profundo (Castro-Klaren 1989, pp. 97 y 101).

La representación en Diamantes y pedernales encarna un conflicto más profundo, que parte de una situación de opresión -afín a las sociedades poscoloniales- con la que se pretende mantener un estado de las cosas para brindar una ilusión de modernidad (cf. Feldman 2012). Este espejismo nace en el seno de la comunidad blanca establecida en el “girón Bolognesi” (Arguedas 2011, p. 26)9. El grupo observa los acontecimientos que ocurren en sus dominios; por ejemplo, el regalo de flores de don Aparicio a su interés romántico, Adelaida, la costeña: “Dejó [Adelaida] que la comitiva entrara. Y no vio a nadie más; no se fijó en el grupo de gente que la miraba con expresión de curiosidad, de burla y de escándalo” (p. 37). Este otro caso también es ejemplar: “La gente se agolpaba en la calle para verlos pasar; salían a los balcones. El andar del potro y el sonido de las roncadoras del señor de Lambra eran conocidos en el pueblo” (p. 49). Con este par de ejemplos se deduce que, mientras que los participantes de los hechos no perciben lo que ocurre alrededor, pues se encuentran inmiscuidos en el protagonismo de sus hazañas, los otros, la comunidad blanca, observan y juzgan según sus máximas. Asimismo, el narrador describe los desfiles de Aparicio desde la perspectiva de la hegemonía, de ahí el retrato hiperbólico: “Y en nuestra cara hace desfilar a sus indios por las calles; como a una Virgen le envía ramos de las flores más raras” (p. 31), dice una de las integrantes de tal estamento. Sin embargo, al presentar los acontecimientos de este modo, el narrador no se mofa del señor de Lambra, ni de su amada, sino de los habitantes de Bolognesi, pues no valida su opinión, más bien la integra a su discurso de manera irónica.

En el plano de la representación, hay un orden que intenta imponerse para gobernar a los personajes10; su origen se encuentra en los barrios principales, pues la posición social y económica influye en el modo en que los grupos se relacionan con el poder para configurar la realidad compartida (Cornejo Polar 1973, p. 67). Sólo el estamento social blanco es receptivo de lo que pasa: “En realidad, la imagen de Adelaida reinaba en el barrio de los señores. Sólo en los ayllus de los indios se hablaba poco de ella. Se contaba que una hermosa niña de cabellos rubios como los de las vírgenes de las iglesias, había llegado al pueblo y que todas las señoras y sus hijas la odiaban” (p. 33). La repentina aparición de Adelaida rompe las máximas sociales dictadas desde Bolognesi; ella es una extraña que invade el entramado local y se encumbra como un peligro: por eso la observan, por eso temen su potencial inhibidor de la continuidad relacional según una noción colonizadora que busca, desde su perspectiva, encontrar las fallas y resolverlas antes de que causen estragos en el sistema (Feldman 2012, p. 87).

No sorprende que el estamento blanco se dibuje como una figura espectral cuyas opiniones y juicios sobrevuelan de manera permanente la capital de la provincia; tampoco, que contemple como un ente sin nombre los acontecimientos que se desarrollan a su alrededor. Dominar algo -en el entendido de que el poder es un estatuto metafísico y de filiación cambiante- resulta más fácil desde una posición oculta, toda vez que la apropiación del secreto contribuye a la aprehensión del poder (cf. Foucault 2016, pp. 41-42). Frente a este estamento conformado por individuos sin nombre que se aglutinan en un grupo funcional regulador de la realidad social11, la narración despliega a cuatro individuos con rostro y nombre que comparten dos rasgos definitorios: son forasteros12 e hilan la trama.

Sus interacciones con la comunidad se basan en el principio de notoriedad; por ejemplo, don Aparicio “Conseguía que estuvieran pendientes de él” (p. 49); esto es, los forasteros cautivan la atención del pueblo. La alteridad se potencia, ya que el hecho de vigilar al otro se da tanto para definirlo cuanto para mirar cómo afecta el sistema defendido. En estos casos, se vislumbran procesos de segregación, pues “el migrante nunca dejará de serlo del todo, aunque se instale definitivamente en un espacio y lo modifique a su imagen y semejanza” (Cornejo Polar 1996, p. 53). El repliegue de los blancos frente a la presencia y las acciones de estos “otros” se ejecuta con el propósito de salvaguardar la identidad local y de oponerse a la sociedad de riesgo (lo exterior) que los invade con potencial para modificar el estado de las cosas (Žižek 2009, p. 38).

Los procedimientos de caracterización de los personajes intervienen al momento de dibujar su otredad. Sobre Adelaida, el narrador dice: “Era bella y elegante; y era de la costa, de una ciudad importante y aristocrática. Sin duda pertenecía a una familia modesta, pero vestía exactamente como las señoras limeñas, a la última moda” (pp. 28-29). El ejemplo contiene dos referencias a Lima: una que califica la ciudad de “importante y aristocrática”; otra que alude al afán de Adelaida, a pesar de sus orígenes, por acercarse al estamento que suponen tales epítetos: “pero vestía exactamente como las señoras limeñas”. La operación conceptualizadora traza distancia entre los valores de la provincia y la capital del país; asimismo, distingue entre las mujeres citadinas y las locales a partir de un gesto tan simple como la alusión a la moda. Los elementos de caracterización continúan: “Su melena era corta, como no se atrevían a usarlas las jóvenes del pueblo; y caminaba con esa gracia encantadora propia de las muchachas bonitas de las ciudades costeñas” (p. 29). La distinción incluye el andar, al que se suma el atrevimiento del cabello corto. Adelaida se esboza como un ser que ingresa a la capital de la provincia -en situación marginal- para alterar el ritmo de vida y atentar contra la organización local. Con ella contrasta Irma, quien no transgrede el orden de los blancos porque no habita en el barrio de los principales; de ahí que el brazo regulador no la alcance: “Alquiló [Aparicio] para ella una casa en el barrio de Alk’amare, muy cerca del barrio de los señores, en la zona en que vivían los mestizos, los pequeños propietarios y artesanos” (p. 43).

Don Aparicio13, habitante esporádico de la capital de la provincia, “era alto, cejijunto, de expresión candente e intranquila. Cuando venía con su madre excitaba al vecindario. Invitaba siempre la champaña a sus amigos, hasta emborracharlos; y se reía de ellos de forma escandalosa… El pueblo se divertía con ese espectáculo” (p. 12). Él, uno de los principales14, se caracteriza por romper la cotidianidad del pueblo con sus visitas; sus acciones escandalosas son hiperbolizadas con frecuencia: “La gente exageraba los sucesos de las borracheras” (id.). No obstante, bajo el entendido bajtiniano de que la identidad se construye por medio de la alteridad y las relaciones que se establecen con otros15, vale la pena revisar cómo interactúa con los demás miembros del sistema.

Ante todo, se tiene que advertir que don Aparicio se apropia de los otros, por ejemplo, de Mariano: “-¡Don Mariano, tú, no más para mí, para mi alma…! -iba diciendo el patrón desde la escalera, mientras subía paso a paso hacia su dormitorio” (p. 14), a la par que da indicaciones sobre distribución de recursos y espacios al recién venido de un pueblo frutero. Situaciones semejantes ocurren con Adelaida e Irma: en el primer caso, se gana a la costeña con regalos, una casa y personal de servicio; en el segundo, con la violencia que supuso el rapto de la muchacha: “se convirtió en una de las queridas del patrón; quizás en la preferida, aunque igualmente sumisa, como él las criaba” (p. 43). Si bien el abuso gobierna estas relaciones, éste resulta más evidente con la ocobambina, puesto que Aparicio la somete a sus ultrajes con ferocidad; en los otros dos casos, la violencia resulta silenciosa, y se complementa con una agresión hacia afuera, en contra del orden establecido por el blanco: “Don Aparicio juró arruinar y golpear hasta dejar agonizante a quien hablara mal de la niña recién llegada” (p. 32) y “Al primero que arrastre a Don Mariano a tocar en cualquier casa ajena, lo mato a puntapiés -había dicho Don Aparicio en muchos sitios y en forma rotunda-. ¡Lo mato a puntapiés! Aquí hay más de veinte arpistas; nadie necesita de Don Mariano” (p. 17).

La violencia a la que puede recurrir, más que su posición de señor principal, constituye el elemento que le confiere poder y que le garantiza el cumplimiento de su voluntad: “El señor de Lambra era un hombre de acción y no había aparecido aún otro joven poderoso e igualmente decidido que le hiciera sombra. Era, además, fuerte, gran jinete; y cuando le atacaba la ira, enrojecían sus ojos, se erizaban sus espesas cejas e infundía miedo” (p. 32). Sin embargo, el desplante con el que pretende modificar el sistema relacional dictado desde la calle Bolognesi no es su transgresión más grave; resulta peor que llame “don” a Mariano, el upa, porque le asigna un sitio de privilegio reservado para otros señores principales: “Era extraño que un joven tan poderoso, tan altivo, le llamara Don al «Upa». Ese tratamiento tuvo quizá más influencia que las propias amenazas que lanzó para proteger al arpista” (p. 17). La acción de don Aparicio mina la red relacional, las jerarquías establecidas y pone en duda la validez del sistema; por ello, resulta peligroso en extremo -la amenaza se potencia cuando se enamora de Adelaida y busca casarse con ella-16, ya que altera las redes que mantienen las estructuras epistémicas, sociales y de poder.

Don Mariano, el upa, es un personaje particular. Diamantes y pedernales inicia así: “Iba a cumplir tres años de residencia en el pueblo. Todos sabían que era forastero; y quien deseaba humillarlo, lo proclamaba” (p. 11). A diferencia de la ajenidad referida de manera indirecta en don Aparicio, Irma y Adelaida, aquí la voz narrativa la declara sin ocultamientos; sin embargo, su otredad no se limita a su presencia en la villa, sino que radica en un defecto de nacimiento: “Los indios llaman «Upa» (el que no oye) a los idiotas o semiidiotas” (p. 14). El sistema del que era originario, su familia, lo expulsa por su condición de upa, por el miedo y recelo que produce en su hermano Antolín17. A su llegada a la capital de la provincia, estas características se intensifican por su vínculo con don Aparicio, puesto que “ningún mestizo o señor principal se atrevió jamás a abofetearlo o a insultarlo a gritos en la calle, como a los otros indios de los barrios” (p. 18).

El relato configura a Mariano de manera diferente con respecto a los de su propio estrato social. Las acciones de Aparicio, en conjunto con la discapacidad del arpista, se convierten en motivo de exclusión. Si bien puede afirmarse que el lugar de privilegio que otorga el señor de Lambra al indígena deviene en una posición aceptable, pues lo defiende de las afrentas de los blancos, tal aserto implica una perspectiva parcial. El upa se encuentra excluido tanto del sistema de jerarquías señoriales como de los ayllus: no pertenece a ningún grupo; por ende, es un forastero que no goza de la protección de la comunidad; su único nexo positivo es con el hacendado. Tal asociación resulta perturbadora para el sistema blanco que rige la capital de la provincia. La aparente elevación de Mariano implica su segregación.

Tanto Mariano como Aparicio tienen animales de compañía, cuyo lazo trasciende a tal grado que el cernícalo influye en el upa y el caballo en el hacendado. Por una parte, “el hacendado dispone como emblema de su poder a su potro negro el Halcón… Este animal es un paradigmático representante de la violencia sexual del gamonal en la obra de Arguedas” ( Muñoz Díaz 2009, p. 32). El Halcón puede entenderse como una extensión de don Aparicio; hay pasajes en los que el caballo se mezcla con el hombre, uno complementa al otro, se corresponden: “Don Aparicio estaba frente a la puerta; el ancho pecho del potro cruzado de correajes anillados de plata” (p. 50). De igual manera, el caballo tiene sensaciones semejantes a las del terrateniente: “La joven le acarició una de las orejas al potro… El gran potro pareció contenerse, y vibrar. Algo fluía bajo su pecho brillante. Se agachó más y volvió a alzarse” (p. 52). Por otra parte, “ave y arpista se mimetizan para conservar su fuerza, inteligencia y energía” (Alcántara Silva 2019, p. 179), pues “escrutaban los confines sin pensar ya en nada. Los insondables ojos con una sola expresión: el anhelo de vencer la distancia; de cruzar ese mundo extraño, devorado por silencios, por la resonancia del graznido de los patos” (p. 24). El upa y el cernícalo comparten la mirada, las ambiciones, los sentimientos, los deseos, como aclara Antolín: “El corazón del «Upa» está palpitando como si fuera de killincho (cernícalo); en su adentro es vivo; quizá hay candela, infierno, en su alma” (p. 22). Para ambos, Aparicio y Mariano, su animal de compañía sirve como símbolo de su identidad, extensión de sus corporalidades y reflejo de su mundo interior.

Llamar “don” al indio: transgresiones en la novela

Para Antonio Cornejo Polar (1973, p. 16), las obras de Arguedas se organizan según varios niveles de representación, es decir, en ellas convive un amplio espectro de planos, sistemas que interactúan entre sí desde una lógica abierta y concomitante. Los sistemas y polisistemas requieren de un equilibrio regulador (Even-Zohar 2017, pp. 15-16), de ahí que las transgresiones resulten vistosas, pues violan las pautas de sistematización, las reglas del repertorio. Diamantes y pedernales muestra, en su nivel más obvio, un orden impuesto por el hombre blanco desde el barrio de los señores principales, quienes identifican las fallas, las desviaciones que atentan contra las prácticas de sentido -o de objetividad- con las que dan continuidad a su manera de entender la realidad circundante: cuando alguien se aleja del objetivo, se emprende una serie de acciones para contrarrestar el efecto de su desviación, con el fin de reajustar y erradicar los errores según la noción de comunidad distribuida desde la hegemonía, o sea, la estructura que detente el poder en turno (Feldman 2012, p. 87).

El primer elemento que mina esta organización son los forasteros. El ultraje del mundo establecido desde Bolognesi se hace claro con el arribo de Adelaida: “Una joven rubia, delgada y de pelo corto, llegó al pueblo tres años después del «Upa» Mariano. Su madre la acompañaba”. Tal acontecimiento supone un parteaguas, pues “conmovió a la juventud de la capital provinciana y a la de los distritos próximos” (p. 28), a tal punto que la mayoría de “las señoritas del pueblo estaban preocupadas y tristes. Las señoras hacían conjeturas obscenas y crueles acerca de la niña recién llegada” (p. 29). Además de romper con lo establecido, toda vez que modifica las relaciones y actitudes de los blancos de la capital de la provincia y regiones vecinas, Adelaida se vuelve objeto de las calumnias del pueblo, es decir, se convierte en el elemento narrativo receptor de una operación nominalizadora y de construcción de referencias. Este mecanismo de significación opera en los cuatro forasteros, cuyas acciones, personalidades y lugar en la sociedad se dictan por la norma de los señores principales. No obstante, esta oposición al orden predominante es pasiva; contra él también emprenden acciones que, quizá desde el desconocimiento, desestabilizan la estructura hegemónica.

Otro de los elementos desestabilizadores es el respeto que siente don Aparicio por don Mariano. El pueblo observa: “¿Por qué, por qué no lo maltrata? ¿Por qué pues no lo lleva a tocar en las jaranas que arma donde sus queridas? -se preguntaban en el pueblo” (p. 14). El que lo nombre “don”, como ya he expuesto, también transgrede la organización jerárquica del medio social; asimismo, las obras que Aparicio emprende para ganar los afectos de Adelaida entran en este conjunto de elementos: “En el barrio central, las señoras y señoritas, los jóvenes y caballeros lo comprendieron todo. -¡Qué escándalo! -dijo uno-. ¡El Varayok’ a las órdenes de Don Aparicio para una alcahuetería” (p. 35). Don Aparicio va contra corriente al sacar a su personal de la función automatizada por la sociedad para cumplir sus deseos íntimos: el joven serrano educado en Lima recurre al Varayok’, viola su condición de gobierno y su preponderancia ritual tanto para la comunidad indígena que lo sigue como para el grupo de los blancos que permite el desarrollo de tal comunidad al margen de su organización de mundo. La colectividad no tolera la desvirtuación de los sitios funcionales que asigna a sus miembros. En el mismo pasaje:

Todos murmuraron sorprendidos. Algunas jóvenes se reían al ver pasar a las indias con sus ramos de flores; a otras les atacó la amargura. “Hay que ir hasta el pie de los nevados para recoger estas flores; él mismo habrá subido anoche. Y en nuestra cara hace desfilar a sus indios por las calles; como a una Virgen le envía ramos de las flores más raras. ¡Aquí, en mi pueblo!” -pensaban (p. 36).

La transgresión ocurre en dos niveles de manera sincrónica: por un lado, el desfile viola las normas del buen cortejo; el gesto grandilocuente infunde celos en las otras jóvenes, porque lo perciben espectacular y especial; despierta la lascivia, el deseo y la envidia: los valores inculcados por la comunidad se ven diezmados cuando las jóvenes locales desean recibir lo mismo que la costeña; por otro lado, el acto, el desfile, se parece a un ritual emprendido para honrar a una Virgen. La elevación de Adelaida a un estatuto semejante al de la divinidad virginal implica la degradación de la figura del imaginario católico, lo que deviene en blasfemia. Aparicio no sólo agrede la realidad relacional en un nivel físico, también atenta contra la concepción de un mundo incorpóreo.

Las desobediencias de este primer orden que colman la novela provienen del deseo, de la convicción del hijo de la “señora muy principal de un distrito próximo” (p. 12). Parecería que no hay una rivalidad sólida contra ellas, que el capricho del señor de Lambra se cumple por la violencia de la que es capaz. Don Aparicio atenta contra el sistema-Blanco; con sus desplantes, organiza un sistema paralelo en pugna con el primero, sin que resulte una amenaza. El orden primigenio permite estos excesos, este segundo sistema que crece a su costa, puesto que no se trata de una afrenta real. Aparicio no reside permanentemente en la capital de la provincia, por lo que sus profanaciones sólo ocurren cuando visita la localidad; sin embargo, el sistema-Aparicio adquiere particular relevancia cuando se nutre con la presencia de Adelaida, quien funge como catalizador; por ello las acciones del terrateniente, que antes se concebían como inocentes jugarretas, se vuelven intimidantes: si el sistema-Blanco no impide la proliferación de estas alternativas, podría entrar en una crisis que conduzca a su ruina.

De manera simultánea, hay un tercer sistema que supone “La conquista y rapto de Irma”, que, según el texto, “fueron una aventura corriente” (p. 38). Irma fue extraída de su espacio de origen, sufrió un desplazamiento que la colocó en un lugar ajeno en el que su refugio, dentro del sistema-Aparicio, equivalía a ser la preferida del señor de Lambra. La ocobambina se describe como una figura seductora:

Irma tenía hermosa voz y sentía “locura” por los huaynos. No era la más bella de las jóvenes del pueblo, pero no se concebía una fiesta sin ella. Su rostro anguloso y de color perla llamaba la atención; sus rivales decían que era “amarillosa”. Sus ojos grandes, negros y oblicuos, parecían estar buscando siempre a alguien en las reuniones; giraban, examinando, de un extremo a otro, los patios y salones o el campo, tiernamente, en una especie de inconsciencia, de distraimiento (p. 39).

La amante de Aparicio se vale de sus dotes para cautivar y, gracias a ellos, para convertirse en la preferida del señor. Tiene sentido que distinga la amenaza que representa la entrada de Adelaida al pueblo, su tercero en discordia: “Entre la gente que miró pasar a las indias de Lambra una mujer lloraba sin poder contenerse. Era Irma, la ocobambina” (p. 38). Ante este revés de su realidad consigue aliados: por un lado, Félix, motivado por el deseo, decide apoyarla en su empresa de convertirse en esposa del señor de Lambra; por otro, Mariano, quien se une a su cruzada porque a su lado olvida la marginalidad: “Irma le hizo olvidar, lentamente, el tiempo y que él era «upa»” (p. 47). Aunque por razones dispares, ambos desean que Irma consume su alianza con Aparicio y que se convierta en la señora de Lambra18. De esta suerte, se funda un tercer sistema, en clara desventaja y subordinación a los otros dos, el sistema-Irma.

Éste, al intentar escalar jerarquías, deviene en el punto de quiebre de la tolerancia relacional del orden impuesto desde la calle Bolognesi. El plan de los tres implicados es simple: el arpista, Mariano, tocará en casa de la ocobambina; con la música, Aparicio se apaciguará y revalorará sus acciones contra la mujer arrebatada de su familia; sin embargo, falla. El señor de Lambra monta en cólera al escuchar la canción del upa salir de la habitación de Irma, destruye su arpa y se dirige a la casa grande. La conspiración de Irma y Félix veja el sistema-Aparicio: las concesiones que hizo a ambos anulan su posición privilegiada. La presencia del upa lo trastorna, y por eso pierde su poder frente a la ocobambina y el mayordomo mayor; esta derrota constituye también la ruptura del equilibrio en el sistema-Blanco que no tolerará tal equivocación. La desventaja del altivo señor de Lambra es clara: “Irma lo contempló, sonriente, amorosa, más dueña de su casa que nunca. Don Aparicio hizo un movimiento en falso. No tenía el fuete” (p. 60). Al no llevar el fuete, símbolo de su poder, está incapacitado para castigar; simbólicamente, ha perdido en favor de Irma, con lo que los mecanismos destinados a salvaguardar el orden de las cosas entran en acción y conducen a la muerte de Mariano19, o sacrificio quizá, que ha de servir para comunicar los tres sistemas tratados con otro más, el sistema-Indígena, el cual, hasta este momento, aparenta pasividad.

Inclinarse frente al Varayok’: orden legitimador y sacrificio

Se ha difundido la opinión de que, en su narrativa, “Arguedas buscará recuperar la efectividad de la institución del sacrificio (la purificación de la violencia impura) por medio de sucesivos chivos expiatorios que permitan la reconciliación de los grupos humanos en conflicto” (Muñoz Díaz 2009, p. 29)20. Si bien comparto este juicio, puesto que la violencia que restablece el orden y permite regular el espacio transgredido recorre la obra de Arguedas -ya sea que el ritual se dé por la inmolación de la víctima o no21-, creo importante reflexionar en torno a las instancias que permiten tal articulación. Se ha dicho, por ejemplo, que el sacrificio en Diamantes y pedernales resulta de la violencia acumulada por don Aparicio, quien sacrifica un chivo expiatorio por contigüidad y transferencia para evitar que la violencia aniquile a la comunidad. Encuentro esta visión simplificadora y basada en la oposición entre el bien (Mariano) y el mal (Aparicio). De igual manera, existe la versión en que

el acto de furia del gamonal don Aparicio, originado en la frustración de su deseo de poseer a una mujer, termina con la vida de una víctima inocente, el arpista opa don Mariano, a quien arroja del segundo piso de la casa al patio central. El cuerpo del arpista huérfano (huacho) y “forastero” es entregado para sus ritos finales a la comunidad por la que ingresó al pueblo. En este acto de reconciliación entre la comunidad que acepta al muerto y el gamonal, el crimen es desplazado hacia el potro negro del gamonal, que funciona como chivo expiatorio, función similar a la que cumple ese animal en “El vengativo”. A la par que se realizan los ritos fúnebres del arpista, el gamonal corta una lonja del cuello de su potro para alimentar al killincho del arpista, que ha quedado con un hambre que se debe aplacar. Todo el final de la novela se organiza en torno a los distintos rituales con los que se intenta contener la peligrosidad epidémica de la violencia del gamonal, desatada por su deseo frustrado de poseer a una mujer que lo rechaza, ella misma una forastera (Portugal 2011, p. 271).

El dictamen de Portugal está equivocado por varias razones. La primera: el homicidio de Mariano -como se observa a partir de la revisión, según la teoría de los polisistemas- no ocurre a causa de una crisis sacrificial motivada por las acciones del hacendado, sino como parte de una práctica de sentido que el orden del hombre blanco emprende para evitar la contaminación de su sistema y la desviación en el estado de las cosas. La segunda: el crítico ignora que ambas mujeres, tanto Irma como Adelaida, aceptaron a don Aparicio en su vida; de hecho, su rivalidad altera el sistema-Irma y deriva en el asesinato de Mariano. Por último, Halcón no es un chivo expiatorio en el sentido del argumento anterior, a causa de que no se establecen los parámetros para caracterizarlo como tal, por un lado, y tampoco su supuesto sacrificio recompone el orden, por otro; el caballo no se mimetiza en un cordero por la mínima razón de que el crimen cometido por don Aparicio no precisa de una justificación ni pesquisa más allá de su testimonio, que es aceptado por las autoridades del ayllu; el caballo recibe la culpa por el rencor que le guarda el mayordomo, no por contigüidad con su amo.

Ahora bien, antes de tratar el sacrificio, conviene puntualizar los aspectos del último sistema y los parámetros en los que, finalmente, se inscribiría. Para Noé Jitrik (1983, p. 84), las obras de José María Arguedas provocan un pacto de lectura solemne, casi como presenciar un rito. No obstante, la cualidad ritual en Diamantes y pedernales se liga de manera especial con la música, ya que ésta se configura como un elemento de unión entre el individuo y lo colectivo -que incluye cultura y religión (Artiles Martín 2015, pp. 147-148). Asimismo, despliega un rito constante, reúne a la gente, los cantos se asignan a distintos estados cotidianos y significan en un plano metafísico (Alcántara Silva 2019, p. 132). Es evidente que la música en la novela proviene de los grupos indígenas, por lo que el componente místico y purificador logra que la solemnidad ceremonial se desprenda del sistema-Indígena. El aparente orden permitido al margen del dominio de los blancos, a contra corriente, se eleva por sobre su opositor y guía los rituales al final de la novela.

La muerte de Mariano es un homicidio desafortunado, cometido en un arrebato de violencia cuando el señor de Lambra descubrió la agresión ventajosa -de los subordinados a los que dio un sitio privilegiado- contra su posición de hombre blanco. Se supone que el asesinato restablecería el orden de las cosas en el sistema-Blanco; además, el arpista cubre los requisitos para ser una víctima sacrificial22. Sin embargo, el sistema-Blanco no organiza el rito; el sistema-Indígena lo hace: según su visión de mundo asigna la posición a los miembros de la comunidad para la ceremonia y el papel simbólico que tomarán durante su realización. La situación potencia su sentido cuando el señor de Lambra participa de la ceremonia y se subyuga a la autoridad del Varayok’, con un gesto que sirve para validar la práctica.

El ritual inicia tras la muerte de Mariano. Aparicio encarga al ayllu de Alk’amare que realice los funerales de su querido arpista. Él escucha desde su habitación los doloridos cantos de las mujeres quechuas con los que se ingresa al universo simbólico/ alegórico en el que tiene sitio la ceremonia. Estas voces poseen un efecto en el orgulloso señor de Lambra: “Don Aparicio cerró sus oídos para el llanto de las mujeres, y prendió su corazón del harawi. El canto le oprimía, pero lo sangraba a torrentes; elevaba su vida, lo llevaba a tocar la región de la muerte” (p. 66). El terrateniente ingresa en un estado místico en el que participa de prácticas simbólico-religiosas propias del sistema-Indígena; por ello baja de su alcoba y se dirige al cementerio montado en el Halcón. Una vez en el entierro, “Terminó la oración y el Varayok’ miró al joven, como si el jefe del ayllu se dirigiera a él desde un mundo brumoso y distante: -¡Tú, primero! -le ordenó en quechua. Un indio le alcanzó la pala a Don Aparicio” (p. 69). Los dos sistemas que representa el señor de Lambra, el blanco y el propio, se subordinan al sistema-Indígena (Muñoz Díaz 2009, pp. 35-36). La pugna se resuelve a partir de un cuarto esquema que no figuraba en los primeros acontecimientos del relato. El orden autóctono se convierte en elemento conciliador e integrador de la realidad andina.

El rito prosigue: “Se arrodilló [Aparicio], levantó muy poca tierra con la pala y la echó sobre el cadáver; no en el rostro, a los pies desnudos. -¡Ya está! -oyó la voz autoritaria del Varayok’ que allí, con su aspecto y sus ojos indeterminables era el dueño, el señor” (p. 69). Este gesto conviene en la aceptación de Aparicio del orden andino al que ingresa, al que Mariano regresa para descansar en el cementerio de la comunidad, donde, al fin, pierde su condición de otro. Asimismo, el ritual concluye con la integración de Irma a la comunidad de Alk’amare; por su carácter de deuda y única pariente del fallecido, el ayllu le otorgará los cuidados que Aparicio le ha arrebatado. El hacendado vuelve a su casa grande, donde se encuentra con el cernícalo hambriento; se acerca a Halcón: “Le tomó un trozo del cuello, le agarró duro con la mano izquierda, y de un fuerte tajo, lo cortó”. Toma la carne -la ofrenda- y con ella alimenta el ave del upa:

Don Aparicio se dirigió a la monturera. El killincho lo miró atentamente. El joven partió un trozo del músculo y le alcanzó un bocado. El killincho lo devoró. Y fue cebándolo a trozos. Hasta que no quedó en su mano el curro, y la sangre que había rezumado hasta mancharle los dedos.

Lo convierte en su compañero; el proceso se ha completado: “Lo apresó con ambas manos, salió al patio, y puso al ave en su hombro. El killincho se prendió cómodamente de la tela del saco” (p. 71).

El relato, en efecto, muestra un sacrificio, pero no es el de Mariano ni el del caballo para absolver a su amo del crimen, sino el de la carne de Halcón -en cuanto extensión y complemento de don Aparicio- para alimentar el cernícalo -comprendido como extensión y complemento de Mariano. Este acto restituye el orden de las cosas según el sistema-Indígena, al tiempo que se descubre que el sistema-Blanco sólo representa una ilusión, y que aquél es el que conviene en el verdadero estatuto que regula el mundo social andino -en un sentido alegórico, quizá, Arguedas encuentra en el mundo quechua una alternativa al capitalismo salvaje que consume las sociedades latinoamericanas (Franco 2003, p. 233)23. La restauración incluso saca a don Aparicio del sistema que parecía reducirlo a ejecutar violencias y vejaciones en un ciclo irreductible, puesto que renuncia a su deseo de venganza en contra de Irma y de Félix, a quienes culpó, en un primer momento, de su arranque contra Mariano: “Puis il adopte l’oiseau et renonce à sa vengeance, avant de quitter la ville, le faucon sur l’épaule, à cheval sur son poulain meurtri dont le poitrail amputé et sanglant est à l’image de son cœur” (Richard 2004, p. 182). Las cosas se precipitan por su propio peso, como se contempla en el último diálogo de don Aparicio: “¡Mejor me voy contigo! [habla al cernícalo] Y dejo a las vidas que vayan solas adonde quieran en este pueblo -exclamó con repentina alegría” (p. 72). En apariencia, esta resolución es positiva; sin embargo, debe apreciarse que, a esta altura del relato, la figura de Adelaida se ha desvanecido por completo. Es cierto que don Aparicio renunció a su revancha matrimonial con la ocobambina, pero no vuelve a sus amores con Adelaida; el espacio diegético sigue negando esta unión. Simbólicamente, la costeña -con lo que representa- es ajena a la sierra: su otredad es irreductible al grado de que ni siquiera puede ser aprehendida por el orden conciliador del sistema-Indígena.

Aparicio sale, si bien no conocemos a dónde se dirige, sabemos que abandona la capital de la provincia a causa de la muerte de Mariano para adentrarse en la región andina. Parecería que el blanco resulta exiliado de la capital de la provincia, lo que incrementaría su condición de forajido; también es probable que el espacio lo expulse para deshacerse de los foráneos. Sin embargo, el señor de Lambra nunca perteneció a ese lugar donde siempre se le percibió como el adinerado que venía de fuera y detentaba el poder unos días gracias a la permisividad del sistema-Blanco. Por ende, se observa que la condición de forajido de don Aparicio se desvanece cuando reingresa al Perú profundo, cuando abandona el sitio en que se centralizaban las estructuras del poder político-económico-religioso, cuando retorna a donde “las autoridades residían lejos y los comuneros seguían viviendo según sus costumbres antiguas” (p. 18).

El personaje regresa a Los Andes, a Lambra, donde aprendió a compartir las facultades de la imaginación indígena. Con ello, se refuerza su cercanía al mundo quechua, su filiación a la comunidad ajena a los procesos de urbanización y centralización. Al respecto, se deben considerar dos cosas: en primer lugar, que el hacendado pertenece al lugar donde “no había… verdaderos terratenientes voraces y crueles. Lenta, sin acontecimientos súbitos, la vida cursaba tranquila. Las pocas fiestas estaban previstas; y la gente se preparaba para ellas todo el año” (id.); en segundo, que la música de Mariano lo transporta no sólo de una manera mística, sino que también lo coloca -como una suerte de magdalena proustiana- en el lugar a que pertenece: “Entonces los ojos pequeños de Mariano se iluminaron; Don Aparicio recibió esa mirada y sintió un clamor profundo en su alma, como la primera luz de un día de fiesta en su infancia” (p. 27). Él se crio entre indígenas; sus valores corresponden a la formulación heterogénea producto del choque entre los blancos y los locales, con privilegio en la matriz quechua. De esta suerte, la ficción lo describe como el sujeto idóneo, el puente para operar la subordinación del sistema-Blanco al sistema-Indígena. Aunque comete injusticias a lo largo de la novela, al inclinarse frente al Varayok’ logra transformarse. Hay una reivindicación del indio perceptible en el simbolismo detrás de los ritos funerarios24: el sistema-Blanco se arrodilla ante el sistema-Indígena. No obstante, debe señalarse que no cualquier blanco puede pertenecer a este orden, pues sólo tienen permitido el ingreso aquellos con un contacto positivo -aunque insuficiente- con el Perú profundo25.

Ahora bien, don Aparicio no es más un forajido porque ya no intenta hacerse de un lugar privilegiado en el sistema-Blanco: más bien, asume su lugar en el sistema-Indígena. Mientras tanto, la ocobambina deja de ser forajida porque la comunidad de Alk’amare, el ayllu, le otorga su protección; por lo tanto, deja atrás su itinerancia. Por último, Mariano deja de ser forajido porque recibe un entierro en el ayllu y una lápida en su cementerio; el exilio al que su hermano Antolín lo condenó se resuelve cuando los quechuas de Alk’amare lo adoptan como uno de los suyos. Podría decirse que la alteridad de estos personajes se mimetiza hacia el final de la novela o que los forasteros desaparecen cuando el último de ellos galopa fuera de la capital de la provincia. Sin embargo, esto convendría en una apreciación parcial, pues sólo se desvanece la mácula del “forastero” cuando estos sujetos se incorporan de distintas maneras a los grupos quechuas: Mariano con su entierro, Irma con la protección de la comunidad, Aparicio con su regreso al Perú profundo. Esto se aclara al ponderar que sólo se identificaban como forasteros bajo las máximas del sistema-Blanco; en cuanto el sistema-Indígena se hace del control simbólico, tal condición desaparece, pues pertenecen a él. Los personajes fuereños no se extinguen -salvo quizá Adelaida, inadmisible en el polisistema por su origen costeño-; más bien, la ficción muestra cómo el sistema legítimo les brinda un lugar apropiado y propio. Por ende, puede advertirse que la consecuencia final de la novela se resume en la asimilación de los sistemas Aparicio e Irma en el sistema-Indígena, que les asigna por fin un lugar en la comunidad y les confiere un valor de cuidado entre sus integrantes. También se aprecia que sólo quedan en pie los sistemas Blanco e Indígena, el segundo subordinado al primero, gesto con el que se reivindica simbólicamente al quechua y se propone una organización ideal del Perú profundo.

En última instancia, convendría adentrarse en quién organiza el polisistema. Accedemos al relato mediante el discurso de un narrador extradiegético, quien, si bien parece no adoptar ninguna postura a lo largo de la narración, ya que se limita a contar los hechos, además de brindar escasas adjetivaciones de acontecimientos y personajes -priman las descripciones del ambiente y la música-, organiza el microcosmos de Diamantes y pedernales según un itinerario preciso: aun cuando el narrador extradiegético debería mostrarse objetivo, la constante focalización en Mariano y en otros personajes pertenecientes al sistema-Indígena sugiere que el narrador privilegia el mundo andino por sobre el sistema-Blanco: organiza el relato y caracteriza tanto a los personajes como los espacios desde el punto de vista indígena. A ello hay que sumar cómo ordena el discurso -directo e indirecto libre- del segmento blanco de la pequeña ciudad; por ejemplo, el tono de una de las voces del sistema-Blanco que denuncia su actitud hacia las andanzas de Aparicio: “«Y en nuestra cara hace desfilar a sus indios por las calles; como a una Virgen le envía ramos de las flores más raras»” (p. 36). Las jóvenes de la capital de la provincia caracterizan el gesto de Aparicio con Adelaida como acción hiperbólica y como burla a la religiosidad popular. Mediante el discurso directo de uno de los personajes anónimos -parte del sistema-Blanco-, suerte de personaje colectivo que agrupa a las mujeres del lugar, se refiere el supuesto enfado por violentar las máximas religiosas al comparar a Adelaida con una Virgen a quien Aparicio rinde culto; no obstante, pronto revela que, en realidad, la molestia radica en no haber recibido un obsequio similar. El narrador accede a las mentes figurales de los personajes blancos para evidenciar la envidia de quienes “ansiaban contemplar a la rubia, verla caminar y sufrir” (p. 32), que contrasta con su actitud pública, manifiesta en la opinión colectiva registrada en los discursos directo e indirecto libre. El narrador utiliza ambos, combinados con la contraposición, para delinear la hipocresía del sistema-Blanco, movimiento con el que también favorece las máximas del sistema-Indígena como posibilidad idónea para organizar el relato y con ello exhibir el conflicto entre los dichos públicos y los pensamientos privados del otro segmento de la población. Discretamente, la voz narrativa desliza los valores indígenas como la perspectiva dominante en Diamantes y pedernales: el carácter extradiegético del narrador sirve para desplegar un aparato retórico que coloca en primer plano el saber andino, al tiempo que desplaza el conocimiento blanco mediante contraposiciones, por ejemplo. Asimismo, tengamos en cuenta que Aparicio

invitaba siempre champaña a sus amigos hasta emborracharlos; y se reía de ellos en forma escandalosa… El pueblo se divertía con ese espectáculo. Y duraba algunos días la vergüenza de los “caballeros” bebedores de champaña. La gente exageraba los sucesos de las borracheras (p. 12).

Mientras que el señor de Lambra disfruta sus aventuras, los otros caballeros se convierten en objeto de calumnias y, sobre todo, se avergüenzan de sus salidas. Los supuestos valores, clase y estabilidad del segmento blanco de la capital de la provincia se combinan con su deshonestidad para referir actos como las borracheras. El narrador se aleja de este sistema al denunciar la “exageración” de su gente: el código para referir los sucesos se basa en la caracterización desmesurada, es decir, no se trata de una relación puntual. La voz narrativa se separa, entonces, de un modelo narrativo -descrito como hipócrita e hiperbólico- que persigue consolidar un relato de las buenas costumbres, aunque éste sólo sea mascarada de la envidia y el exceso. Además,

La música de los pueblos fruteros del “interior” era distinta que la de ese pueblo grande y frío, de horizonte abierto, donde las montañas altas se veían lejanas, en brumosa cadena. Mariano había crecido bajo la protección de un río pequeño, al pie de una tibia montaña, con árboles bajos, y yerbas que florecían desde enero y morían con el calor y la sequía de junio (p. 16).

Al privilegiar y apropiarse de la perspectiva de Mariano, el narrador opta por desasociarse del espacio circunscrito a la capital de la provincia -y de su registro narrativo-lingüístico- con el fin de caracterizarla como un lugar “grande y frío de horizonte abierto”. La perspectiva de Mariano fluye sin contrapunteos en un discurso indirecto libre que cifra la descripción, fenómeno que contrasta con el manejo que el narrador hace de las perspectivas del sistema-Blanco. De esta suerte, asume el lenguaje andino para referirse al Perú profundo, lo que delata una manifestación silenciosa de filiación o afiliación con sus comunidades: aunque no hay una caracterización puntual del narrador y se podría presumir su objetividad extradiegética, al privilegiar la perspectiva del músico andino, éste se decanta por la forma indígena de conocer y organizar el mundo, y al recurrir a su prerrogativa de acceder a las mentes figurales, contrasta el mundo interior del sistema-Blanco con sus palabras que devienen vanas, equívocas y contingentes. Así, la forma de comprender el mundo de este segmento se constituye como una simulación. No sólo el espacio motiva el cambio en el léxico y la recurrencia a un lenguaje de carácter poético; la misma operación se observa cuando el narrador habla de los quechuas y su lengua:

Y le habló en el dulce y patético quechua de Apurímac. Don Mariano la escuchó: el quechua que oía era semejante al que hablaban en los pequeños valles fruteros del “interior”, en su pueblo. Allí nacen ya los ríos amazónicos, se forman las extensas venas que ingresan tronando a los cauces labrados entre las cadenas de montañas. El quechua en que Irma le hablaba tenía el aire de esos ríos, de las aves que sobre ellos juegan, gritando, llamando a los seres humanos (p. 47).

Se observa que la voz narrativa elabora el mundo indígena con un registro lingüístico distinto al que recurre cuando se trata de la capital, pues caracteriza el sistema-Blanco desde la perspectiva de Mariano y de otros personajes andinos. Esto provoca que el narrador se aleje de la metrópoli al conceder primacía a las maneras de describir y relatar propias del Perú profundo: por medio de los fenómenos de focalización, recuperación de discurso directo e indirecto, y contraste, la voz narrativa se distancia de la ciudad, mientras se acerca -de manera discreta y con cierta simpatía- al sistema-Indígena.

Una situación similar ocurre en relación con Aparicio: además de que corresponde al grupo de terratenientes del interior, cuya violencia no puede compararse a la de los locales, y cuya cercanía al mundo quechua se identifica en que comparten ciertas costumbres, sus acciones no detonan el juicio ni el prejuicio de la voz narrativa:

Don Aparicio juró arruinar y golpear hasta dejar agonizante a quien hablara mal de la niña recién llegada. Podía hacerlo… El señor de Lambra era un hombre de acción y no había aparecido aún otro joven poderoso e igualmente decidido que le hiciera sombra (p. 32).

El campo semántico asociado a Aparicio es el de la fuerza; sin embargo, su poder no se describe como capaz de violencia ciega, sino como resultado de la decisión, del ingenio, de la voluntad. El narrador valora positivamente al hacendado; por ello, pese a poder catalogarse como un miembro del sistema-Blanco, se le asigna un lugar en la realidad andina, al tiempo que recibe el perdón de la voz narrativa, quizá porque creció entre indígenas, aprendió su forma de vivir y sentir, la llevó latente bajo sus excesos, y la abrazó después de reconocer la autoridad de Los Andes. Por último, sobra aclarar que en Diamantes y pedernales hay denuncia y reivindicación de la realidad andina, encarnadas en don Aparicio26. La objetividad del narrador -supuesta, por su condición extradiegética- deviene en simulación: quien organiza el polisistema, quien permite a los lectores acceder a él, privilegia el Perú profundo, al tiempo que salva al terrateniente.

Una última canción

Inicié este texto con una aclaración en torno a la figura de José María Arguedas con el fin de que no se condicionara mi ejercicio exegético y me condujera, sin modo de elusión posible, a proponer un trabajo en el que mi interpretación se replegara a las dicotomías indígena-blanco y bien-mal. También, propuse cuatro preguntas eje para este trabajo. La primera trata sobre los mecanismos de representación de sujetos y grupos en el relato. Diamantes y pedernales muestra cuatro grupos -cuya descripción y sistematización presenté utilizando la teoría de los polisistemas- que interactúan de manera dinámica, aunque regidos en apariencia por el sistema-Blanco; también recrea a varios personajes, entre los que destacan cuatro, pues sus roces y acciones guían la trama. A este respecto, los sujetos representados -Aparicio, Mariano, Irma y Adelaida- se caracterizan no en función de su individualidad: se definen más bien según sus relaciones con otros, de ahí que estas elaboraciones no posean un signo estático, es decir, no caen en la dicotomía propuesta por la crítica arguediana, sino que guardan un carácter ineludiblemente dinámico; superan la clasificación en categorías cerradas como el bien y el mal: los cuatro -quizá en mayor medida el señor de Lambra- son entes conflictivos que mantienen características de grupos funcionales -indígenas, señores, mestizos, costeños- pero que no pueden ser reducidos a tales.

Ahora bien, en cuanto a los grupos, observo que se organizan en sistemas. Asimismo, el sistema mayor -en cuanto a jerarquía, no a composición- rige las tensiones entre ellos; o sea, el mejor posicionado dicta las normas regulatorias que sostienen la realidad compartida. Una respuesta contundente a la pregunta ¿cómo se representa a los sujetos y a los grupos?, además de lo expuesto, es que los representa un narrador extradiegético que beneficia la perspectiva de personajes indígenas en la construcción de su relato: caracteriza desde el punto de vista de Mariano y de otros quechuas, recupera la perspectiva y los dichos públicos del sistema-Blanco para contrastarlos con el contenido de sus mentes figurales y, de ese modo, exhibir su falsedad. Aunque de manera discreta, la voz narrativa se afinca en el territorio del sistema-Indígena. Por ello, las descripciones y las referencias a las acciones de los blancos se inclinan a demeritar o a hacer burla de la simplicidad de este grupo. El narrador extradiegético se trata, entonces, de un recurso textual que garantiza el privilegio de la perspectiva indígena para organizar la realidad andina.

La segunda pregunta se relaciona con el orden en el interior del relato. Tanto poder como orden son estructuras móviles. En un primer momento, la novela deja vislumbrar que el sistema-Blanco domina; sus normas integradoras gobiernan la convivencia de los demás grupos. Este sistema admite la gestión de uno secundario, el del señor de Lambra que, a su vez, permite un tercero, correspondiente a Irma. Hay tolerancia al sistema-Aparicio, mas cuando el sistema-Irma intenta escalar en la pirámide, la norma regulatoria del sistema-Blanco entra en acción, con lo que se produce el homicidio de Mariano para conservar el orden serrano. En apariencia, esta muerte restaura los valores hegemónicos, diluye el vínculo de igualdad entre blanco e indígena: la subordinación que estaba en duda se refuerza. El blanco sigue dominando la sierra. Entonces, ¿cómo se desempeña el orden en la realidad recreada? Lo hace según un juego de apariencias que pone en tensión constante el sistema-Blanco y el sistema-Indígena, de ahí que el orden en apariencia privilegie la visión de mundo de la hegemonía, cuando, en realidad, la ficción promueve la reivindicación de los quechuas.

No obstante, el sacrificio de Mariano para restaurar la realidad -que proponen críticos como Alberto Portugal- no funciona, pues don Aparicio decreta su venganza contra la ocobambina y su mayordomo. Ahí entra en función el cuarto sistema, el quechua. La inclusión de éste permite resolver el tercer planteamiento: ¿existe un sacrificio para restaurar la realidad compartida por blancos e indígenas? Sí. En la última parte de la novela, asistimos a la puesta en escena de un ritual que concluye con la integración -incluso, subordinación- del cacique al mundo indígena, para después presenciar el sacrificio de la carne del caballo -extensión de Aparicio- que alimenta al cernícalo -extensión de Mariano. Con este acto se restaura la realidad violentada por las provocaciones hechas al sistema de convivencia; pero tal proceso no ocurre en el seno del sistema-Blanco, sino en el del sistema-Indígena, su opuesto. Hay un doble sacrificio: la carne del Halcón y Aparicio doblegado ante el Varayok’.

A partir de ello, se puede resolver el cuarto planteamiento: ¿hay una propuesta integradora (o conciliadora) de las realidades dispares que pueblan la ficción? La hay, según los valores del mundo indígena. Diamantes y pedernales pondera que el orden blanco es incapaz de aprehender a los grupos de la sierra peruana, y por ello cede este privilegio al sistema-Indígena. Entonces, según mi interpretación, el texto insinúa que el continente capaz de incluir a los grupos sociales en pugna se encuentra en el mundo subalterno de los quechuas: ofrece cuidado y abrigo a todos los forasteros, elementos que no anulan, sino que otorgan pertenencia. Sin embargo, éste no es del todo receptivo, pues expulsa a Adelaida -limeña, costeña-: Aparicio, una vez en comunión con la realidad, no vuelve por ella, renuncia a su venganza, pero no reanuda su matrimonio con la costeña. El gesto es sencillo, pero brutal: en el orden autóctono, la modernización capitalista que representan los habitantes de la costa no tiene lugar; contra ella, se articula un orden de las cosas quizá anterior -para algunos incluso arcaico-: el de los quechuas, solución integradora para la totalidad contradictoria del Perú, por lo menos en la región al sur de los Andes y bajo la mirada de Arguedas.

Por último, habría que resolver la última pregunta: ¿en realidad, como ha supuesto la crítica, en la novela no hay denuncia o pretensión de dignificar al indígena? La respuesta se entreteje desde la posición que toma el narrador ante los acontecimientos narrados: se filia al grupo indígena. Además, al final se observa que la realidad andina prima sobre los constructos capitalistas occidentales, es decir, el sistema-Blanco. Por lo tanto, se asume que en Diamantes y pedernales hay tanto la denuncia como la reivindicación de la realidad indígena, aunque quizá encarnada en un sujeto no idóneo como don Aparicio. No obstante, esto ha pasado desapercibido por la crítica, pues supera la lectura dicotómica del bien y el mal -analizar la novela desde la teoría de los polisistemas ayuda a entender y destacar la naturaleza compleja de la representación en la obra, como herramienta, quizá, para emprender una revisión crítica de la realidad. Por lo demás, el hecho de que el personaje conciliador sea un terrateniente blanco se perfila como motivo que supone la obligación de descartar de inmediato una ficción que precisa de un análisis profundo. Este trabajo sirve a los estudios sobre la narrativa del andahuaylino por dos razones: en primer lugar, permite apreciar que las relaciones en los mundos representacionales de Arguedas son más complejas y dinámicas que la reducción blanco vs. indígena; en segundo lugar, incita a leer desde códigos singulares que superen las imposiciones reaccionarias -en defensa del escritor y su obra frente a la crítica localista derivada del boom- de cierto tipo de academia.

Referencias

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1También véanse, para opiniones directas sobre su obra, Carlos Fuentes 1969 y Vargas Llosa 2011.

2Las críticas negativas en la recepción inicial de Arguedas y su falta de proyección internacional responden a que sus obras se publicaron de manera simultánea a las de los escritores del boom. En tales condiciones —la visión evolutiva y rupturista de los escritores del boom para describir el sistema literario—, sus novelas parecían anacrónicas; se lo consideraba un autor de tendencia indigenista, aficionado al localismo de una etapa “anterior” en el desarrollo cultural regional (Moraña 2013, p. 43). Sobre la recepción de Arguedas en el marco de la “nueva novela hispanoamericana”, se recomienda la primera parte de Portugal 2011.

3La obra de Arguedas reitera la necesidad de expresar aspectos de la vida personal; así, la carga subjetiva determina el quehacer escriturario: el autor se desdobla en sus textos y, en medio de estas tensiones, inscribe el mundo que intenta representar (Díaz Ruiz 1991, pp. 15 y 17).

4Diamantes y pedernales se considera la obra de tránsito de Arguedas al neoindigenismo. Así, por un lado se lo pondera como un escrito menor en relación con los posteriores que ya no son de “tránsito”; por otro, se lo mira como un experimento en el que la denuncia combativa de los cuentos previos y narraciones posteriores está ausente, por lo que su carácter resulta inacabado (cf. Artiles Martín 2015, p. 147). Ahora bien, los límites críticos en cuanto a la obra de Arguedas se originan en los estudios dedicados a las lecturas autobiográficas que recorren su producción desde los cuentos de Agua hasta las novelas más íntimas como El sexto (Juan Mejía Baca, 1965) y Zorro de arriba, zorro de abajo (Losada, 1971); en otros tantos dirigidos hacia el rastreo de los resquicios de las inquietudes pedagógicas y el trabajo-activismo de denuncia social del escritor en sus narraciones; por último, en aquellos cuyo propósito es describir un lenguaje artificial, mezcla del quechua y del español, que el propio autor reconocía como vehículo expresivo de la zona andina (para un tratamiento detallado de estos problemas en torno a la figura de José María Arguedas y su crítica, se recomiendan Lambright 2007 y Moraña 2013). Estas miradas, si bien marcan la pauta para comprender el universo arguediano, colocan fronteras dudosas en el acercamiento al corpus del peruano; por ejemplo, se erigen como responsables de la falta de atención en Diamantes y pedernales, porque, en apariencia, no se filia a los textos de denuncia, a los de experimentación lingüística ni a los autobiográficos.

5Para una amplia explicación de la teoría de los polisistemas y sus conceptos, véase Even-Zohar 2017.

6Muchos de estos acercamientos se vinculan a la corriente heterogénea de Cornejo Polar, cuyos trabajos permitieron apreciar la multiplicidad facética de la cultura andina. Sin embargo, con el tiempo, los postulados se restringieron al punto de declarar una antítesis, la oposición de dos segmentos (blancos-indígenas) en tensión no dialéctica. Si bien con esta investigación no pretendo sostener que hay una solución tética, sí apunto a que la pugna no es insalvable. Asimismo, la teoría de los polisistemas permite reconocer que “la heterogeneidad puede reconciliarse con la funcionalidad si asumimos que las utilidades (elementos o funciones) que aparentemente son irreconciliables, más que correlacionarse las unas con las otras en tanto que unidades (elementos o funciones) individuales, constituyen sistemas de opciones parcialmente alternativos. Estos sistemas no son iguales, sino que están jerarquizados en el seno del polisistema” (Even-Zohar 2017, pp. 12-13).

7Para conocer las generalidades del neoindigenismo en y fuera de José María Arguedas, se recomienda revisar los debates a este propósito en Cornejo Polar 1973, 1978 y 2011; Rodríguez-Luis 1980; Alemany Bay 2013; Rama 2013.

8 Jean Franco (2003) incluye a Arguedas en el conglomerado de escritores que diseñaron teorías para explicar sus literaturas y las de su tradición. Por ello, las supuestas contradicciones en la obra del andahuaylino no responden a debilidades en el artificio, sino al sistema de representación que genera y en el cual construyen su sentido (p. 13). Así, críticos como Noé Jitrik (1983, pp. 85-89) identifican que los conflictos surgen al intentar ceñir la producción del peruano a parámetros de comprensión realista, cuando Arguedas, si bien recurre a modelos de realidad, los reinterpreta bajo sus propias máximas.

9Puesto que todas las citas de la obra proceden de esta edición, en adelante se prescinde del año y se anota solamente la página o las páginas correspondientes a cada ejemplo.

10El argumento del sistema blanco que intenta quebrantar la realidad sociocultural quechua se encuentra, por ejemplo, en Yawar fiesta (Compañía de Impresiones y Publicidad, 1941), novela en la que el orden exterior intenta influir en las tradiciones locales, pero fracasa (Cornejo Polar 1973, p. 65).

11Los personajes de Arguedas suelen elaborarse según oposiciones y representan grupos funcionales (Jitrik 1983, p. 84).

12El forastero es un elemento constante en la obra de Arguedas y contribuye a la configuración semántica de procesos de otredad y exclusión. Los personajes del andahuaylino son forasteros porque migran a otra localidad, además de que desarrollan su acción fuera de los lugares de los que proceden, de ahí que se los considere ajenos (véase Díaz Ruiz 1991, pp. 103 y 133).

13 Portugal (2010, p. 258) y Díaz Ruiz (1991, pp. 96-97) coinciden en que el componente autobiográfico se manifiesta en Diamantes y pedernales por medio de la figura de don Aparicio, la cual se asocia al hermanastro de Arguedas, quien, además, sirve de modelo para otros terratenientes en la narrativa del andahuaylino. El segundo añade que Mariano remite a Arguedas por su orfandad y búsqueda de figuras paternas.

14Podría afirmarse que don Aparicio es un principal marginado porque se trata de un foráneo con propiedades en la capital de la provincia, aunque se codee con la gente del Girón Bolognesi. Sin embargo, guarda más concomitancias con los indígenas en el aspecto espiritual que con supuestos pares. Los principales “reales” no lo consideran su igual, no lo respetan; al contrario, le temen por la violencia de que es capaz. Asimismo, el que se encuentre más cerca de la espiritualidad andina —sospechosa por su papel de explotador de los quechuas, base de su señorío y poder— acentúa su diferencia.

15Para estos planteamientos, véanse las secciones que les dedica Bajtín en sus trabajos de 1989, 1997 y 2000. Un problema del concepto de alteridad en Bajtín yace en que no estableció un sistema de pensamiento al respecto, sino que emprendió reflexiones dispersas a lo largo de sus escritos. Para una revisión de los aportes y alcances de sus dilucidaciones en torno a la alteridad, se recomienda Alejos García 2006.

16El enamoramiento de Adelaida se observa, incluso, en el hecho de que le provoca empatía: “Las mejillas de la joven se encendieron; y él lo vio; sintió en el corazón, como un fuego, la causa que hizo ruborizarse a la niña” (p. 51). Aparicio comparte el mismo sentimiento que ella guarda hacia a él, sus afinidades son evidentes. También aquí radica la diferencia entre su asociación con la ocobambina y la costeña: mientras que una es objeto de violento deseo (produce en el personaje masculino una “ansiedad violenta”), la otra le causa un efecto similar al de la música de Mariano; lo transporta, con la imagen de sus cabellos rubios, a su infancia, época en que fue feliz durmiendo entre paja (le provoca una “ansiedad” simple, sin violencia). Ahora bien, primero comunica su decisión de casarse al mayordomo, Félix, con lo que se desatan los acontecimientos que desembocarán en el asesinato del upa: “Su brazo es delgadito —le dijo Don Aparicio a su mayordomo grande—. Es una criatura de otro mundo ¡Quisiera verla en el atrio de nuestra iglesia!” (p. 53). Así, “Lorsqu’une jolie blonde originaire de la Côte s’installe pour quelque temps dans la petite ville, il en tombe amoreux, mettant à la disposition de la jeune femme un logement avec des servantes indiennes, et lui faisant très ostensiblement cadeau des fleurs” (Richard 2004, p. 180).

17La repulsión se enraíza en la supuesta tendencia de los upas a la sensualidad, es decir, poseerían una libido desenfrenada. Sin embargo, en Mariano esta condición no se cumple, como sí ocurre con la upa Marcelina de Los ríos profundos (Losada, 1958), cuyo deseo corrompe a los compañeros de internado del adolescente Ernesto.

18El diálogo de Félix, el mayordomo, cuando se ha urdido la intriga para mantener a Aparicio al lado de Irma es fundamental, pues refuerza la visión de la ocobambina como patrona y del mayordomo y del arpista como sus subordinados: “Don Mariano! ¡Don Mariano! ¡De mí también mi patrona, niña Irma! ¡De ti también! —le dijo” (p. 56).

19La pérdida de poder de Aparicio y su propósito de recuperarlo se observan incluso en que después de la afrenta ya no llama “don” a Mariano, sino que lo devuelve a la base de la pirámide: “¡Afuera, indio! —gritó” (p. 60).

20Para una reflexión breve pero significativa del asunto, véase Galdo 2007.

21George Bataille señala que “la muerte no le está necesariamente unida y el sacrificio más solemne puede no ser sangrante. Sacrificar no es matar, sino abandonar y dar. La ejecución no es más que una exposición de un sentido profundo” (1988, p. 52). Luego, existen medios alternativos que cumplen las mismas expectativas —y códigos simbólicos— que la muerte de la víctima; en esencia, el sacrificio se trata de un acto de violencia tremenda en contra de un chivo expiatorio con el fin de regular el entorno social. Vale más el simbolismo que el método.

22Por un lado, cumple con el presupuesto de que no se lo elimina por ser él, propiamente, sino porque representa la sumisión del mundo blanco a un indígena upa —acto que rompe el sistema que se debe regular para evitar la crisis, el desborde de la violencia— (cf. Bataille 1988, p. 47). Por otro, se trata de un personaje al margen del sistema social: la configuración subalterna de Mariano facilita su carácter de víctima y lo marca como objeto de sacrificio (cf. Girard 2005, p. 20).

23Este guiño también se relaciona con la denuncia política que recorre la obra de Arguedas de principio a fin. En sus primeras novelas, ésta se caracteriza por ser combativa y explícita, pero después del giro que suponen Diamantes y pedernales y Los ríos profundos (Losada, 1958) se distingue por hacer acto de presencia de manera más velada. Cf. Rodríguez-Luis 1980, pp. 150-151.

24Si bien por medio de un sujeto no idóneo, el blanco hacendado y señor de Lambra, quien utiliza a los indios para su enriquecimiento, al tiempo que comparte su visión de la realidad.

25En este aspecto, don Aparicio podría compararse con Ernesto, personaje de Los ríos profundos, bajo el entendido de que ambos son forasteros, hijos de blancos, que crecieron entre indígenas, comparten su visión de la realidad y se integran a sus comunidades, donde encuentran refugio de la violencia a la que los someten sus pares. El caso del señor de Lambra resulta de especial interés, pues, al principio, parece alejarse del mundo quechua; sin embargo, conforme avanza la ficción, se vuelve claro que comparte con Mariano más que la música: el personaje incluso experimenta la reivindicación ética que lo transforma en alguien propio del ayllu.

26La denuncia y la reivindicación se encuentran presentes en la novela; sin embargo, el hecho de que Aparicio las encarne, además de que la ficción perdone el asesinato de Mariano, parecería ocultarlas. Son perceptibles sólo cuando se supera la demonización de la figura del terrateniente.

Recibido: 16 de Diciembre de 2020; Aprobado: 28 de Marzo de 2022

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