Nos hallamos en un mundo transformado en algún momento del mes de marzo. En la mitad del planeta teníamos escalofriantes calles vacías, tiendas cerradas y cielos inusualmente despejados, mientras diariamente se reportaban cada vez más muertes: algo nunca antes visto se estaba desplegando ante nuestros ojos.
Las noticias sobre la economía fueron especialmente alarmantes: la pandemia de la Covid-19 desencadenó la contracción económica más repentina y profunda en la historia del capitalismo (véase Roubini, 2020). Parafraseando el Manifiesto del Partido Comunista, todo lo que era sólido se desvaneció en el aire: la “globalización” se revirtió; las largas cadenas de abastecimiento colapsaron -a pesar de ser antes la única forma “racional” de organizar la producción- y regresaron las fronteras impenetrables; el comercio se redujo drásticamente, y se restringieron los viajes internacionales a un mínimo estricto. En cuestión de días decenas de millones de personas quedaron desempleadas y millones de empresas perdieron a sus trabajadores, clientes, proveedores y líneas de crédito.1
Los economistas comenzaron a especular sobre contracciones inconcebibles del producto interno bruto (PIB) en múltiples países durante 2020, y una gran cantidad de sectores se apresuró a hacer fila en el gobierno más cercano para pedir un rescate. La cola a menudo comenzaba con los bancos, siempre los más rápidos en todo lo que es importante, seguidos de los trenes, las aerolíneas, los aeropuertos, el sector turístico, las organizaciones para la beneficencia, la industria del entretenimiento y, donde se privatizaron, las universidades. Todos se asomaron al borde de la bancarrota, ya ni hablar de los trabajadores despedidos o de los que trabajan (técnicamente) por cuenta propia, quienes perdieron todo en un instante.2
En los Estados Unidos, con una economía altamente “flexible” y un mercado laboral aún más dúctil, decenas de millones de trabajadores fueron arrojados al vertedero casi al instante, a menudo perdiendo al mismo tiempo la prestación laboral del seguro médico: una catástrofe para ellos y sus familias y un problema de salud colosal para la sociedad. Esta “primera ola” de desempleo se vio agravada por una segunda ola, en la que se eliminaron los puestos de nivel medio, por ejemplo, gerentes administrativos y asistentes legales, ya que no tenían producción que supervisar ni gente que dirigir. Se trata de un caso de espiral keynesiana descendente de libro de texto, que sólo podría controlarse con políticas públicas. Rápidamente se formaron colas interminables de peatones y automóviles en los bancos de alimentos de los Estados Unidos, mientras se reglamentaba que las personas en condición de indigencia dormirían en espacios improvisados en los estacionamientos de Las Vegas, debajo de torres de hoteles que, aunque vacíos, eran demasiado lujosos para ellos: espectáculos asombrosos de necesidad, sufrimiento y despilfarro en el país más rico del mundo.
Las repercusiones políticas de la Covid-19 continuarán propagándose durante meses, quizás incluso años. Ideológicamente, los pregones neoliberales sobre cuán imperiosa era la “austeridad fiscal” y cuán limitada la política pública se esfumaron más rápido de lo que un gallo canta “quiebra”. Austriacos y neoliberales de todos colores y formas se replegaron a paso veloz hacia un keynesianismo inmaduro, como suelen hacer cuando las economías naufragan: ya nadie está enamorado de las externalidades negativas o de las desventajas del “libre mercado”. En una crisis, el primero en sujetarse a las ubres rebosantes del Departamento del Tesoro gana el premio mayor, y en la peor temporada de vacas flacas la principal queja es que la intervención estatal no ha hecho lo suficiente.
El sector privado y los medios de comunicación dirigieron sus plegarias hacia los recursos del gobierno, y los pretenciosos catequistas del “libre mercado” acudieron a las pantallas de televisión para invocar un gasto público ilimitado que rescatara a la iniciativa privada. Sin duda, volverán a sus peroratas más familiares cuando las circunstancias cambien y los recuerdos se desvanezcan. En ese momento, el Estado volverá a ser “malo” y los servicios públicos se declararán listos para otra ronda de sacrificio.
Mientras el neoliberalismo se encontraba desprovisto de ideólogos, una minoría lunática, compuesta por grupos antivacunas, creyentes en una Tierra plana y fanáticos religiosos, berreaba negaciones irrisorias de la existencia de la pandemia, a veces a costa de un gran riesgo personal;3 vendían curas milagrosas con base en la fe y remedios sin garantías, o rezaban y ayunaban junto con el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro (véase Phillips y Phillips, 2020).4 Que el Señor nos proteja y nos mantenga a salvo de ellos.
Impactante, pero la epidemia en sí no era inesperada. Durante décadas, los estrategas militares y civiles consideraron una amplia variedad de escenarios, especialmente desde las experiencias con la influenza en los años 1957-1958 y en 1968-1969, y las más recientes con los virus de Nipah y Ébola, con el síndrome respiratorio agudo grave (SARS) y el síndrome respiratorio de oriente medio (MERS), ambos provocados por coronavirus, y con otras enfermedades “nuevas” (Coles, 2020). La probabilidad de que surgiera un virus de tipo gripal en los mercados de animales del sur de China se conocía desde hacía años.5 De ello se desprende que las crisis de salud pública y de la economía no fueron causadas por fallas de planificación, sino que reflejaban ciertas elecciones políticas, el desmantelamiento premeditado de las capacidades estatales, asombrosos fracasos de ejecución y una devastadora subestimación de la amenaza. En consecuencia, y sin lugar a dudas, como parte de una expiación del sistema, muchas reputaciones serán destruidas y algunas cabezas tendrán que rodar.6
Durante varias semanas a principios de 2020 China ofreció al mundo tiempo para prepararse y un ejemplo de cómo enfrentar la crisis. Otros gobiernos del este de Asia se las ingeniaron con diversas políticas, más o menos intrusivas, y también tuvieron éxito, especialmente Singapur, Corea del Sur, Taiwán y Vietnam. En comparación, Occidente andaba a tientas en la oscuridad: ante un problema que no podía resolverse con sobornos, bloqueos, sanciones o bombas sobre tierras lejanas, los gobiernos de los países más ricos del mundo no supieron qué hacer. Como era de esperarse, a los gobiernos del Reino Unido y los Estados Unidos les fue especialmente mal, mientras que la Unión Europea, una vez más, decepcionó cuando más se le necesitaba.7
La potencia de la implosión de varias economías no tiene precedentes, principalmente en los países occidentales avanzados, y seguramente tendrá consecuencias a largo plazo para el capitalismo global, pero la Covid-19 no vino a derrumbar una economía mundial próspera. A principios de 2020 el planeta ya estaba inmerso en el “gran estancamiento” que siguió a la crisis financiera global (CFG) de 2007. Incluso la economía occidental de mayor tamaño y mejor desempeño, los Estados Unidos, se estaba desacelerando, muy a pesar del resplandeciente éxito anaranjado que el presidente Trump insistía en adjudicarse. No se trata de minimizar la magnitud del huracán, ya que cualquier economía se hubiera visto agobiada; sin embargo, la Covid-19 afectó a países frágiles y de inmediato expuso sus fracturas y vulnerabilidades.
La pandemia embistió después de cuatro décadas en que el neoliberalismo agotó las capacidades estatales en pos de la “eficiencia superior” del mercado, impulsó la desindustrialización a través de la “globalización” de la producción y erigió estructuras financieras endebles, sólo afianzadas en el pensamiento mágico y las garantías estatales, todo en el nombre de la rentabilidad a corto plazo. La desintegración de la economía global dejó a las economías neoliberales más ricas e intransigentes, los Estados Unidos y el Reino Unido, expuestas a la incapacidad de producir suficientes cubrebocas y equipo de protección personal para sus trabajadores de la salud, sin mencionar los ventiladores necesarios para mantener viva a la población hospitalizada.
Estas insuficiencias no pueden atribuirse únicamente a una falta de capacidad productiva derivada de cambios tecnológicos o propiciada por las políticas comerciales de China, también se deben a políticas intencionadas: desde las universidades hasta los laboratorios y la manufactura, el neoliberalismo impulsó activamente la fragmentación y la desarticulación de una amplia gama de sistemas de aprovisionamiento, mientras las empresas privadas contendían por ganancias a corto plazo. Las consiguientes deficiencias se vieron exacerbadas por la destrucción de la capacidad de planificación estatal y la renuencia de los gobiernos neoliberales a utilizar todos los medios necesarios con el fin de dinamizar la industria y movilizar la mano de obra y el capital privado para un propósito común durante la pandemia.
Bajo la presión impuesta por la pandemia, los servicios se transformaron hasta quedar irreconocibles. El trabajo a distancia o en línea se convirtió en la norma en innumerables áreas en cuestión de días en lugar de los años que normalmente hubiera tomado esta transición, y la veneración neoliberal al consumo se transfiguró en estantes vacíos en los supermercados, calvarios por desinfectante de manos, pasta y atún enlatado, y en peleas a puño limpio por el papel higiénico.
Rápidamente se demostró que el neoliberalismo había vaciado, segmentado y parcialmente privatizado los sistemas de salud en muchos países, y que, al mismo tiempo, había creado una clase trabajadora precaria y empobrecida altamente vulnerable tanto a las interrupciones de su capacidad para generar ingresos como a los problemas de salud, debido a la insuficiencia de sus ahorros, sus viviendas de mala calidad, la deficiencia de su nutrición y la incompatibilidad de sus esquemas laborales con una vida saludable (Solty, 2020). A la par, la destrucción del movimiento sindical y de la otrora poderosa izquierda socialdemócrata dejó a la clase trabajadora políticamente desamparada. Estos procesos culminaron en escándalos indecorosos por la producción china dirigida por el Estado, en los que los Estados Unidos se comportaron como un gánster atiborrado de estupefacientes que robaba máscaras y ventiladores, incapaz de producirlas, o comprarlas e insultaba a otros países por ser demasiado pusilánimes para hacer algo al respecto. Estos abusos predatorios causarán un gran daño a la legitimidad del imperio estadunidense (Wright, 2020).8
La intrusión progresiva de la humanidad en la naturaleza puede haber creado el problema en primer lugar (Vidal, 2020; Zahoor, 2020), pero no cabe duda de que la destrucción de la colectividad bajo el neoliberalismo recrudeció el impacto de la pandemia. Emblemáticamente, el neoliberalismo ha devaluado la vida humana a tal extremo que en varios países se desperdició valiosísimo tiempo en intentos del gobierno de llevar a cabo una estrategia a la que se refirieron como “inmunidad de rebaño”, cuyo término se reservaba para el manejo de animales de granja y no para la epidemiología humana, hasta ahora. En particular, la estrategia se utilizó en aquellos países con gobiernos férreamente neoliberales de derecha: los Estados Unidos, el Reino Unido y Brasil. Esta estrategia conduciría inevitablemente al exterminio de los ancianos, los débiles y aquellos delicados de salud (Conn y Lewis, 2020; Frey, 2020), reduciendo así su peso (muerto) en el erario.9 En su lugar, podían haber optado por imponer oportunamente la estrategia de confinamiento, pero, aunque ésta ha demostrado mitigar la pérdida de vidas, tendría el efecto secundario de perjudicar las ganancias, y al mismo tiempo mostraría que los Estados pueden desempeñar un papel constructivo en la vida social. ¡Pero qué horror! ¡Socorro!10
A la postre, la presión de las masas y la evidencia del éxito en China y en otros lugares forzaron incluso a los gobiernos más reacios a imponer cuarentenas; no obstante, como adolescentes berrinchudos obligados a alguna tarea doméstica de mínimo esfuerzo, con frecuencia lo hicieron dando largas, refunfuñando excusas contradictorias, haciendo amenazas inverosímiles y socavando sus propias políticas con una ejecución incompetente. En estos países también tendieron a limitarse las pruebas de Covid-19 y los trabajadores de los servicios de salud tuvieron que lidiar constantemente con cargas laborales inaguantables sin el equipo de protección personal adecuado: roces diarios con la muerte aceptados con gallardía en nombre del profesionalismo. En un país rico ninguna persona debería verse en la necesidad de arriesgar su propia vida con una careta improvisada y una bata hecha con bolsas de basura por irresponsabilidad de los políticos. Tal postura ante la pandemia provocará miles de muertes innecesarias que no servirán a propósito alguno.11
En el Reino Unido el caótico gobierno dirigido por el nunca confiable Boris Johnson se enfrentó a dos males: por un lado, estimaciones al alza del número de muertes y, por otro, pronósticos cada vez peores de la caída potencial del PIB del país. Presionado desde el principio por el Partido Conservador y por algunos de los empresarios que se habían declarado en favor del Brexit más públicamente,12 el gobierno del Reino Unido convocó por enésima vez a sus “expertos en medicina” para justificar la protección a las ganancias y la idea de un “Estado mínimo” con el respaldo de la ciencia. Al quedarse sin argumentos y enfrentarse a una opinión pública cada vez más enfurecida, el gobierno cambió de dirección drásticamente a mediados de marzo, pero para entonces ya era demasiado tarde. Debido a su decisión inicial de postergar las medidas, que fue empeorada por una falta de preparación y una ineptitud inimaginable, el Reino Unido inevitablemente terminaría en lo peor de ambos mundos: incontables muertos (literalmente incontables, ya que ha habido un esfuerzo deliberado para declarar menos defunciones de las reales),13 y, además, pérdidas económicas de cientos de miles de millones de libras (Sinclair y Read, 2020).
Las cosas no fueron diferentes en los Estados Unidos, donde el narcisismo de Donald Trump, cálculos electorales rudimentarios y una administración disfuncional se unieron para propinar sucesivos zarpazos contra China, la Organización Mundial de la Salud (OMS), periodistas, funcionarios, gobernadores estatales y una miscelánea de políticos, con el propósito de desviar la atención del público de la imbecilidad, la insensibilidad y la negligencia del presidente.
El asunto fue aún peor en Brasil, donde Jair Bolsonaro hace que Trump parezca un genio estable y un caballero. Bolsonaro demostró su oposición a una cuarentena por todos los medios posibles negando la gravedad de la Covid-19 una y otra vez mientras caminaba por las calles, iba a las tiendas y estrechaba la mano de sus admiradores. Al mismo ritmo, conspiraba abiertamente contra su propio ministro de Salud y peleaba con gobernadores estatales, alcaldes y medios de comunicación en un lúgubre espectáculo que llevó a las clases medias a un rechazo frenético de su gestión.
Ninguna letanía de desastres estaría completa sin la India, donde el primer ministro Narendra Modi anunció la medida de aislamiento sólo unas horas antes de hacerla entrar en vigor y sin preparación alguna a la vista, arrojando a multitudes ingobernables de cientos de miles de personas menesterosas en una desesperada huida a casa, y enviando a oficiales de policía trastornados a humillar y atacar a tales multitudes. Las pruebas y la atención médica continuaron siendo privilegios disponibles sólo para los ya privilegiados.
A otros líderes políticos les fue bien en comparación, varios gobiernos del este de Asia demostraron preparación y determinación. El desempeño de los gobiernos encabezados por Jacinda Ardern de Nueva Zelanda, Ángela Merkel de Alemania, Mette Frederiksen de Dinamarca, Katrín Jakobsdóttir de Islandia, Alberto Fernández de Argentina y António Costa de Portugal mostró tanto compasión como competencia, que destacaban categóricamente la obstinada ineptitud de sus vecinos.
Las implicaciones sociales de la pandemia afloraron de inmediato, ejemplarmente a través de la capacidad particular de cada grupo social para protegerse. En resumidas cuentas, los súper ricos se mudaron a sus yates, los ricos huyeron a sus segundas residencias, la clase media luchó por trabajar desde casa con un séquito de niños hiperactivos, y los pobres, que en promedio ya tenían peor salud que los privilegiados, perdieron sus ingresos por completo o tuvieron que arriesgar sus vidas a diario para trabajar en una “actividad esencial”, mientras sus familias permanecían encerradas y hacinadas; labores muy elogiadas pero, ni falta hace decirlo, mal remuneradas: enfermeras, cuidadores, conserjes, cargadores, conductores de autobuses, comerciantes, constructores, personal de limpieza y seguridad, repartidores y así sucesivamente.
Debido a que fueron tratados efectivamente como si fueran prescindibles, no es sorprendente que las personas de bajos recursos y las minorías étnicas14 estén más que proporcionalmente representadas en las estadísticas de mortalidad (Kendi, 2020; Lerner, 2020; Scheiber, Schwartz y Hsu, 2020; Valentino-DeVries, Lu y Dance, 2020). El efecto de clase y raza de la pandemia se entremezcla con su dimensión de género, pues las mujeres suelen ocupar de sobremanera los peldaños más bajos y más precarios del mercado laboral y agruparse en profesiones relacionadas con el cuidado y la atención personal, así como asumir las principales responsabilidades de sus núcleos familiares y el bienestar de las personas mayores, los enfermos y los infantes en el hogar. La soledad y la carga de cuidar a todos a su alrededor, además, hacen que padezcan mayor sufrimiento, y no olvidemos que también han quedado aún más expuestas a la violencia, el abuso y la negligencia domésticos durante el confinamiento.
Como respuesta a la conmoción, muchos gobiernos quisieron desempolvar las políticas económicas implementadas después de la crisis financiera global, pero inmediatamente constataron que serían insuficientes: este colapso económico es mucho más integral, la crisis será mucho mayor y los rescates serán mucho más costosos que nunca (Michell, 2020; Sandbu, 2020). De forma inusitada, los bancos centrales comenzaron a otorgar financiamiento directo a las grandes empresas; esencialmente, se trata de “lanzar dinero desde un helicóptero” sabiendo que sólo los capitalistas seleccionados van a atraparlo (Wood, 2020); en algunos casos, estas transferencias pasaron automáticamente a los accionistas por concepto de dividendos. Semejante política podría ser un indicio de que los bancos centrales reconocen las disfunciones de la financiarización; empero, un análisis más cuidadoso revela que fabricaron un enredo cada vez más intrincado para consumar los circuitos individuales de capital en el neoliberalismo, dejando libre al sector financiero para dedicarse a su propio enriquecimiento.15
Para disimular el vergonzoso espectáculo de los multimillonarios que suplican subsidios de la misma autoridad fiscal que habían evadido anteriormente, pues frecuentemente viven como exiliados fiscales, algunos gobiernos prometieron apoyar los ingresos de los trabajadores en igual medida, aunque en general a través de sus empleadores y no directamente. En los Estados Unidos el gobierno federal envió un cheque miserable a todos los hogares, expresamente firmado por el propio señor Donald Trump, “Por favor recuérdame en noviembre”, como si el Departamento del Tesoro fuera de su propiedad personal. Esta magra transferencia tiene el propósito de enmascarar las sobrecogedoras dádivas que se ofrecen al capital, comenzando con un salvavidas inaudito de 2.3 billones de dólares, que seguramente aumentará a medida que la cuarentena continúe perjudicando las ganancias y se acerquen las elecciones presidenciales.
Si bien se tiene la certeza de que las implicaciones económicas de la pandemia serán catastróficas, no se pueden anticipar sus alcances políticos con precisión. En el Reino Unido la pandemia desenmascaró al Partido Conservador por haber atacado la resiliencia social y derribado sistemáticamente al Servicio Nacional de Salud (NHS, por su siglas en inglés) (Leys, 2020; Siddique, 2020).16 Incluso cuando se invirtió dinero en el servicio de salud, como sucedió durante el gobierno del Nuevo Laborismo (1997-2010), el objetivo principal fue desorganizar y desmembrar el NHS para estimular la competencia sin tomar en cuenta los costos, deteriorar los servicios y privatizar todo lo que estuviera en oferta, con el fin de subordinar el sistema de salud al afán de lucro.17
La pandemia anuló los sermones del Partido Conservador sobre el imperativo de la “austeridad fiscal” tan pronto como se hizo evidente la capacidad del Estado para crear dinero de la nada y llevar la salvación a ciertos sectores, siempre y cuando éstos fueran considerados “esenciales”; como era de suponerse, no fue el caso de la vivienda, la salud, la asistencia social, el empleo, etc. Simultáneamente, se demostró que la ideología del individualismo era un fraude porque, aunque hay personas que pueden escapar del virus, no existen soluciones individuales a la catástrofe: una criatura en solitario nunca puede estar a salvo de una epidemia o ser atendida cuando se enferma. ¿Quién sino el Estado va a contener la crisis económica, asegurar los flujos de ingresos cuando la economía se paralice, hacer cumplir el aislamiento y proporcionar recursos al servicio de salud?
Después de todo, la sociedad existe; la izquierda lo ha dicho siempre, pero ahora el primer ministro del Reino Unido se ha visto obligado a reconocerlo (Saunders, 2020). Al fin se desveló la inhumanidad de la imperiosa búsqueda de rentabilidad del capitalismo, gracias a la repulsión masiva ante su política favorita, la “inmunidad de rebaño”, con la consecuente masacre de quienes no trabajan.
Ahora podemos centrarnos en lo que la izquierda tiene oportunidad de cabildear. En primer lugar, hay que aprender las lecciones. La crisis de salud y el colapso económico sin parangón en Occidente, a comparación de las respuestas mucho más eficientes en Oriente, han demostrado que los gobiernos radicalmente neoliberales son incapaces de realizar las funciones más básicas de gobernanza: proteger vidas y asegurar medios de vida. A más largo plazo es probable que la pandemia también sea un parteaguas en la transferencia de la hegemonía del Occidente hacia el Oriente.
Es fácil darse cuenta, y no debe perderse de vista, que los Estados centralizados y capaces (independientemente de si éstos son más o menos democráticos, pues la evidencia demuestra que el régimen político tiene poco que ver con la competencia administrativa), que cuentan con una base industrial sofisticada e integrada, son de suma importancia en la vida de las personas y que, cuando las cosas se ponen feas, las fronteras pueden cerrarse y los amigos pueden convertirse en estafadores y rufianes.
Desde una visión positiva, la crisis y las reacciones a ésta muestran que un sector financiero desmesurado es más que inútil y que los Estados pueden, de hecho, asumir funciones progresistas, en especial cuando interrumpen el funcionamiento normal de “los mercados” y movilizan recursos para atender las necesidades sociales de manera directa. Estas lecciones pueden orientar los esfuerzos para enfrentar otras crisis, así como el desafío no menor del cambio climático.
En segundo lugar, está el imperativo de proteger la vida misma. Los Estados deben asegurar el empleo, los ingresos y los servicios básicos, al igual que la expansión impostergable del sistema de salud. Esto no es sólo por razones de política económica, sino como parte de políticas de salud eficientes: los empleos y los ingresos garantizados harían posible que más personas se quedaran en casa, lo que a su vez aliviaría la carga sobre el sistema de salud, aceleraría el fin de la pandemia y agilizaría la recuperación.18
Con este objetivo, se debe nacionalizar el sistema bancario, con el fin de asegurar el flujo de crédito y evitar la especulación; los bancos centrales deben garantizar la suficiente liquidez para mantener la economía a flote, y el Estado debe tomar las riendas de los servicios clave para velar por la satisfacción de las necesidades básicas. Si las autoridades centrales pueden regalar decenas de miles de millones a las aerolíneas, los trenes, los proveedores de servicios de salud y a las cadenas de supermercados, entonces estos servicios bien podrían ser de propiedad pública.19
En tercer lugar, hay que consolidar el redescubrimiento de la colectividad y la sociabilidad irreductible de la especie humana, que se asomó por el ventanal de las tensiones y las sobrecargas de la crisis. La izquierda debe hacer hincapié en que la economía es un sistema colectivo, en que “somos la economía” al fin y al cabo, que estamos unidos como seres humanos y que los servicios públicos son fundamentales. Éste podría ser el primer paso para transitar del neoliberalismo (una forma claramente zombi) actual hacia una alternativa progresista.
En cuarto lugar, hay que corregir la asignación de los costos. La carga económica de esta crisis será mucho mayor que la de la crisis financiera global, y no hay forma de que los servicios públicos puedan, o deban, soportar este peso. La única salida es mediante impuestos progresivos, nacionalizaciones, declaraciones de insolvencia cuando sean necesarias y una nueva estrategia de crecimiento ecológico “verde”.
Soy optimista, aunque con reservas, en creer que el capitalismo no puede hacer borrón y cuenta nueva. Ahora es el momento de imaginar qué tipo de sociedad puede estar al servicio de la mayoría y evitar a toda costa la repetición del sufrimiento y los resultados vergonzosos que hemos experimentado en 2020. En lugar de los crímenes, la negligencia sistémica y las ineficiencias del neoliberalismo, necesitamos impuestos progresivos, ampliar los servicios públicos y dotarlos de una capacidad adicional incorporada para emergencias, así como construir una sociedad sobre la base del respeto por la naturaleza, la solidaridad y los valores humanos. Esto es fácil de decir e incuestionablemente correcto, pero la realidad es que la izquierda ha estado a la defensiva en casi todas partes, a veces durante décadas, y la pandemia puede conducir fácilmente a respuestas autoritarias, racistas, manipuladoras y negadas al cambio político y social.
En síntesis, la pandemia de la Covid-19 ocurrió por azares del destino, pero no fue imprevista. Sus consecuencias son mucho más que escandalosas: son criminales, y la izquierda debe decirlo alto y claro. El capitalismo neoliberal ha revelado su verdadero rostro, inhumano y homicida, mientras que la Covid-19 ha demostrado que no puede haber política de salud sin los principios de solidaridad, política industrial y capacidad estatal. Ésta es una lucha desesperada. Tenemos que salir de esta crisis con una sociedad mejor. Como nunca antes, se necesita una alternativa de izquierda que se levante para enfrentar este desafío.