En las últimas décadas del siglo pasado, diversas perspectivas teóricas y metodológicas estimularon el estudio histórico de la cultura escolar, y dentro de ella alcanzó especial importancia la historia del currículum, una de cuyas vertientes es la historia de las disciplinas escolares y sus libros, que hoy se cultiva en más de sesenta países.2 En México este asunto tuvo un crecimiento notorio a partir de los años noventa.3 En esa época, tanto el surgimiento de la “nueva historia política” como la crisis política del país favorecieron el impulso de la investigación histórica sobre las sociabilidades modernas, los orígenes y el desarrollo del sistema político mexicano, la idea de ciudadanía en el mundo hispánico o el problema de la formación cívica y moral dentro y fuera de la escuela.4 En este contexto -además de la cultura política, el espacio y la opinión públicos- se empezaron a estudiar como objetos educativos los catecismos políticos y religiosos, la oratoria sagrada, la pastoral cristiana, los manuales de urbanidad y los libros escolares de los siglos XIX y XX.5
Sin embargo, aunque desde entonces el interés que más ha predominado tiene que ver con el papel de la historia, el civismo y la lectura en la configuración de la identidad nacional, la formación de los ciudadanos o el nacimiento y adopción de nuevos códigos de conducta, generalmente no hay una consideración de fondo sobre el sentido de la escuela en la modernidad, pero tampoco sobre el conocimiento escolar en tanto práctica histórica y cultural situada.6 Pocas veces la historia de la escuela y la escolarización se concibe dentro del régimen moderno de historicidad que le es propio y como parte del proceso civilizador que conlleva históricamente grados relativamente altos de autodisciplina y de pacificación interna en la sociedad.7 A partir de un “raro consenso transcultural”, la mayoría de quienes se ocupan de la escuela no investigan sus orígenes ni cuestionan su condición histórica, su carácter y su papel en la sociedad moderna, ni, aún más, sus alcances.8 En consecuencia, no hay una historia crítica de la escolarización ni tampoco un reconocimiento a los pensadores que más han influido en su desarrollo.9
Sobre esta base, la epistemología social de la escolarización concibe la historia del currículum como la historización de un conocimiento particular que enuncia reglas y pautas a cuyo través “razonamos” sobre el mundo y nosotros mismos, pues lo aprehendido en la escuela no sólo tiene que ver con qué hacer y qué saber.10 Aprender “gramática, ciencias, matemáticas o geografía son también disposiciones de aprendizaje, conciencias y sensibilidades acerca del mundo”.11 Usar un lenguaje es aprender una forma de vida, significar acciones y prácticas humanas, escribió Wittgenstein.12 Por tanto, si aún hoy en la escuela, además de trasferir saberes regulados se ejercen distintas labores de socialización -a cuyo través se interiorizan y asumen como propios discursos y prácticas de vida-, en los orígenes de la modernidad como proyecto unos y otras fueron fundamentales para la construcción de un sujeto civilizado y de un ciudadano moderno.13
En México, un momento importante para rastrear al mismo tiempo el nacimiento de la escuela moderna y los orígenes de la formación cívica y moral se ubica en el ocaso de la época colonial y las primeras décadas del siglo XIX, toda vez que “la sociedad política” y el Estado se propusieron establecer un nuevo imaginario social que tuvo en la escuela a uno de sus principales agentes para estructurar nuevas identidades individuales y colectivas.14
Este trabajo subraya en su conjunto la importancia de una historia del currículum vinculada con la epistemología social del conocimiento; es decir, “se trata de hacer hincapié en la inserción relacional y social del saber en las prácticas y los problemas del poder”.15 En primer lugar, tiene el propósito de mostrar brevemente la genealogía de la escuela y su estrecho vínculo con la modernidad; en segundo término, le interesa subrayar el entramado sociopolítico que propicia el surgimiento de la educación cívica y moral en México y, finalmente, al describir y analizar los libros escolares y las prácticas en la escuela, su objetivo es destacar el interés de las instituciones educativas por configurar un sujeto civilizado y un ciudadano moderno, considerando que lo que en las primeras décadas del siglo XIX se concebía como conocimiento legítimo enfatizaba la primacía de lo moral sobre lo cognitivo.16
En esta medida, el sentido de la formación cívica y moral se articula con el propio de la institución escolar, que asimismo se convierte en una entidad constructora de subjetividades y en una agencia básica de intervención social, en sintonía con la cosmovisión moderna y el quehacer de otras instituciones disciplinarias como la familia, el hospital, el cuartel y la fábrica.17 Es precisamente en estas instituciones donde las generaciones jóvenes internalizan ideas, sentimientos, creencias, valores y actitudes, pero también es ahí donde nacen y se configuran las reglas sociales necesarias para la modernización económica y política de las sociedades que, asimismo, impulsa el Estado liberal como un organismo autónomo dentro de la sociedad moderna.
La genealogía de la escuela y la educación cívica y moral
Desde el siglo XIX, un espacio social donde, sin confundirse, se entrecruzan la constitución histórica de la ciudadanía y los modos históricos de subjetividad es la escuela, una institución de y para la modernidad, que no tiene elementos en común con otras instituciones educativas del pasado y que en la mayoría de los casos se impuso a través de complejas operaciones de negociación y oposición frente a otras entidades formativas.18 Básicamente, los orígenes de esta institución tienen que ver con la constitución progresiva de la infancia, el nacimiento de la pastoral cristiana del siglo XVI, la definición conceptual de clase y currículum en los siglos XVII y XVIII y el desarrollo del Estado absolutista durante el antiguo régimen.19
En el ocaso de la Edad Media, una pléyade de moralistas insistió en la configuración de la infancia como un estadio específico en la vida humana que para el siglo XVII desembocaría en el sentimiento moderno de familia.20 En paralelo, si a partir del siglo XVI el aprendizaje tradicional se fue sustituyendo por la escuela, fue la pastoral cristiana la que la proveyó de un conjunto de prácticas a cuyo través empezó un largo proceso de subjetivación.21 Aquí, lo que la pedagogía cristiana aportó para el desarrollo de los sistemas escolares de masas fue más importante de lo que parece: contribuyó a “organizar las rutinas, las prácticas pedagógicas, las disciplinas personales y las relaciones interpersonales que más tarde acabarían por formar el núcleo de la escuela moderna”.22 Precisamente, gracias a los conceptos de clase y currículum 1) se concibe el curso escolar como una entidad organizada en torno a la adquisición de conocimientos definidos; 2) se fortalece el principio de un método pedagógico progresivo, y 3) se proyecta la escuela como una institución disciplinaria.23
En cuanto al Estado absolutista, éste consiguió organizarse por encima de las disputas políticas y religiosas mediante la pretensión del monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden social y el establecimiento de un riguroso orden administrativo.24 Su autonomía ética significó el establecimiento de una diferencia teórica entre el “ciudadano” (cuyo acatamiento de la ley era la condición para lograr la paz social) y el “hombre” (que podía seguir libremente la luz de su conciencia, siempre y cuando ésta no interfiriera con su deber público para con la ley), la cual condujo a dos modos distintos y autónomos de comportamiento y también dio pie a la existencia de un ciudadano escindido entre sus derechos individuales y políticos.25
Promotora de la modernidad y auspiciada por ella, la novedad de la escuela moderna consistió en integrar en el salón de clases ambas conductas: la que se correspondía con la gobernación del Estado, a través de la razón como ejercicio crítico, y la relativa a la perfección personal de sí frente a los otros, mediante un conjunto de técnicas referidas al control de sí mismo.26 En consecuencia, el mayor propósito de los sistemas escolares de los siglos XIX y XX fue proveer y fomentar los saberes necesarios para que los individuos se comportaran como criaturas “dueñas de sí mismas” (racionales) en las esferas pública y privada; lo cual supuso un acontecimiento radical, por cuanto que, por un lado, la administración social de la libertad individual (“gobierno del alma”) modificó las sensibilidades y los comportamientos humanos anteriores y, por otro, conllevó al fortalecimiento de la libertad en tanto práctica individual colectiva de participación política en un ámbito de suyo reducido.27
De hecho, durante los siglos XIX y XX la gobernación de los individuos y la sociedad no se lograría sólo mediante la organización, los procedimientos y los procesos formales de las instituciones, sino a través de la administración social de la libertad (disciplina interior) y el ejercicio administrado de ésta en la esfera pública (participación política).28 Si, además, consideramos que el currículum es una tecnología disciplinaria que se orienta no sólo hacia cómo el individuo debe actuar, sentir, hablar y “ver” el mundo, sino también a cómo debe verse “a sí mismo”, es de subrayar cómo en la escuela (campo de práctica y reproducción cultural) se fortalecen la disciplina interior (coacciones internas) y también las obligaciones del individuo para con los suyos, la sociedad y el Estado (coacciones sociales o exteriores).29 Así pues, la tarea de la escuela moderna tendrá como fin básico estructurar nuevas subjetividades, desde las formas personales de comportamiento en sociedad hasta la identidad política y social del ciudadano. De ahí que el nacimiento de la educación moral y de la educación cívica, como asignaturas específicas, se confunda por antonomasia con la tarea misma de la escuela.30
En el antiguo régimen, los manuales de urbanidad y buenas maneras habían estado ligados a la depuración y al refinamiento de la nobleza y la burguesía en ascenso, pero en los siglos XIX y XX la novedad de esos libros estribará en que aparecen insertos en el ámbito escolar, donde serán enseñados a comunidades étnicas y grupos sociales ajenos a esas prácticas. Su propósito, civilizarlos: ellos, los escolares, deben procesar en su yo interno “coacciones otrora sociales… para que cada individuo conciba como natural su propio comportamiento”.31 Pero, si las prácticas de la escuela y los manuales de urbanidad y buenos modales tuvieron un papel destacado en la represión de los instintos y en el surgimiento de una nueva sensibilidad individual y colectiva, después de la Revolución francesa los catecismos políticos contribuirán no sólo a la modernización política de la sociedad y de las elites, sino serán un útil complemento para comprometer la lealtad de las generaciones jóvenes al Estado liberal, no ya a la monarquía.
De esta guisa, en los albores del siglo xix la formación cívica y moral se concibió como necesaria e indispensable en todas las naciones “progresistas”, civilizadas. Más que como un espacio para difundir nuevos conocimientos, la escuela fue vista como un dispositivo para extender nuevos preceptos morales y nuevos códigos participativos en la vida de los individuos y las comunidades; al gobierno del alma debería sumarse el ejercicio de la libertad, en tanto práctica individual y colectiva.32 Si el conocimiento es un campo de prácticas culturales, el propósito de los saberes transmitidos a través de los manuales escolares y las rutinas que se suceden dentro y fuera de la escuela sería construir un nuevo imaginario social donde los seres humanos, convertidos en individuos y ciudadanos, fuesen capaces de comportarse “racionalmente”, tanto en el espacio privado como en el público.33
Durante el siglo XIX, los nuevos estados iberoamericanos encontrarán en la educación cívica y moral una manera de ordenar e institucionalizar “la nueva lógica de la civilización y, por lo tanto, de hacer realidad el sueño modernizador” de las repúblicas civiles e ilustradas: formar individuos y ciudadanos, hombres de provecho, según el nuevo orden social derivado de la independencia.34 No obstante, la formación de individuos y ciudadanos como sujetos de derecho sólo sería posible “dentro del marco de las instituciones disciplinarias y dentro de un campo de identidades homogéneas y estandarizadas”. La escuela sería la formadora de ciudadanos honrados y buenos cristianos, seres con una identidad ecuménica, ajena a toda diferencia y, en contraste con la realidad social, diversa.
El entramado sociopolítico de la educación cívica y moral en México
En el último tercio del siglo xviii, la Corona se propuso poner en manos del Estado el monopolio legítimo de la violencia. Contra la idea de que el gobierno radica en los poderes y privilegios (fueros) de las corporaciones (gremios, pueblos), a partir del ascenso de Carlos III la Corona y sus voceros intentaron legitimar el origen divino de la autoridad sobre nuevas bases.35 Así, desde el púlpito se comenzó a configurar un nuevo modelo de vasallo, sumiso y obediente a los dictados de la Iglesia y el poder civil. En el plano doctrinal ello significó subrayar la importancia de los mandamientos sobre los pecados capitales, pues aquéllos comportaban virtudes (amar, honrar, obedecer) y no ya pasiones que debieran sofocarse. Frente a la coacción social externa, los mandamientos subrayan “las relaciones del individuo con Dios, con la familia y con el prójimo; sus mensajes… sugerían el respeto a la autoridad, la reforma de las costumbres, el bienestar social y el amor y caridad como medios para alcanzar la gracia”.36 Desde el control del esfínter y el cuidado corporal hasta la retícula del espacio urbano, en el ocaso del régimen colonial las políticas públicas desplegadas por la monarquía se propusieron fabricar cuerpos ordenados, limpios, dóciles, obedientes. Ésa fue una de las principales tareas que los ilustrados y el Estado asignaron a la escuela pública. En Nueva España estas orientaciones fueron más evidentes cuando menos desde la última década del siglo xviii, sobre todo a raíz de la gran crisis agrícola de 1785 y frente al propio impacto de la Revolución francesa. De hecho, en 1810 había numerosas escuelas a lo largo y ancho de la Nueva España, aunque no siempre en manos de las autoridades reales.37
Por otro lado, el desarrollo de la imprenta en las últimas décadas del siglo XVII produjo un proceso continuo de secularización y politización, que se incrementó en las últimas décadas del siglo XVIII.38 Por ende, si entre 1790 y 1824 la extensa red escolar y los procesos de alfabetización en la Nueva España propiciaron un cambio general de mentalidad -o mejor aún su hibridación con el pasado, que dio pie a una república “barroca”, católica, tradicional-, en ese mismo lapso la participación “ciudadana” del común tuvo su concreción inicial en la elección de los primeros ayuntamientos constitucionales (1812-1814) y, sobre todo entre 1820 y 1824, defendiendo los intereses de los pueblos que encontraron en los ayuntamientos y en la ciudadanía nuevas formas corporativas para sobrevivir; pero igual, entre la consumación de la independencia y la primera República, las oligarquías regionales hicieron un pacto entre sí y una alianza con las clases medias y populares, ya que su preocupación era mantenerse en el poder.39 En ese lapso, empero, mientras se alentaba la participación política de las masas y la formación de la opinión pública, el poder oligárquico se fortalecía en los estados menguando el gobierno de la federación, que pugnaba por una nueva República, apoyada exclusivamente en los principios de la política moderna.40 Transformados la comunidad local -indígena o no- y los individuos de ocupación “honesta y honorable” en fuente de derechos políticos, una y otros tuvieron distintas razones para preocuparse por la formación de las nuevas generaciones.41
Por vía de los hechos, en el imaginario colectivo de la época la construcción de la nación aparecería como un proceso incluyente donde lo heterogéneo y la ausencia de cohesión en ella se irían esfumando por obra de las instituciones y de una educación orientada a la formación de ciudadanos y hombres virtuosos.42 La escuela se concibió, entonces, como referente obligado y necesario para difundir las máximas del liberalismo (que no sin conflictos iban prosperando en distintos espacios y prácticas de sociabilidad), afirmar los principios de la religión católica y extender al pueblo civilizadas formas de convivencia social. Su tarea era formar “hombres, ciudadanos y cristianos”, en referencia primera a la Constitución de Cádiz (1812), que ordenaba establecer escuelas de primeras letras en todos los pueblos para enseñarles a los niños, además de leer, escribir y contar, el catecismo de la Iglesia y una breve explicación de las obligaciones civiles.43 Por eso, durante la primera República, con base en la Constitución de 1824, se profundizaron en las entidades federativas los múltiples esfuerzos de escolarización y alfabetización, al mismo tiempo que se impulsaba el ejercicio de una ciudadanía sin cortapisas, ya que el sufragio masculino fue casi universal, aunque el ejercicio del poder quedó en pocas manos.44 En las aulas, junto a la formación cívica estarían las cuestiones de moral y urbanidad, cuya dirección se fue afinando de 1826 a 1832. En 1833, sin embargo, desaparecerían éstas del currículum; ahora se trataba de fortalecer los principios rectores de la ciudadanía, la educación cívica de las nuevas generaciones.45
El problema es que, a partir de 1833, los reformadores en el gobierno federal “impusieron o señalaron cambios fundamentales en la vida política, social, económica y cultural de la nación”, con lo cual consiguieron que instituciones (Iglesia, ejército), grupos, sectores y aun las propias oligarquías regionales se unieran en su contra, no sólo temerosos de un levantamiento social, sino de que se otorgara a las “clases peligrosas” más derecho al voto y se permitiera con ello que el poder cayera en manos de la “baja democracia” que, amotinada en 1828 con motivo de las elecciones, había hecho temblar a las “clases acomodadas”.46 Así, la alianza de las oligarquías regionales con las clases medias y populares fue entrando en una nueva fase. El propósito de formar una “nación cívica” iría mudando hacia el interés por establecer una “nación civilizada”, cuya imagen desde 1835 se fue asociando paulatinamente con la exclusión “necesaria” de los elementos que no se adaptasen a ella.47 Si en diciembre de 1835 se instituyó que sólo serían ciudadanos los mexicanos que tuvieran “una renta anual lo menos de cien pesos, procedentes de capital fijo o mobiliario, o de industria y trabajo personal, honesto y útil a la sociedad”, las leyes constitucionales de 1836 establecieron que para ocupar cargos de elección o representación se requería haber cumplido cierta edad y tener una renta anual de por lo menos la cantidad estipulada para el cargo.48
No es que este modelo pusiera en duda la fuerza modificadora de las instituciones y la educación. Contra el “espíritu de partido”, si viejos atavismos impedían que todos los ciudadanos se hicieran responsables de su destino, aparecería una democracia tutelada por los “hombres de bien” (liberales, conservadores, moderados), unidos contra cualquier extremismo.49 La democracia se conseguiría en un proceso de largo aliento.50 Más importante que la educación cívica sería la educación moral, la educación de las costumbres, para pulir a la plebe y mantenerla en “el temor de Dios” y la obediencia a las autoridades todas. La “primavera democrática” de la Primera República entraba en una nueva fase, para cuyo estudio habría que vincular la doctrina, la norma y las prácticas políticas de la época.
El sentido de los discursos y las prácticas escolares
En esta medida, ¿qué papel desempeñó la escuela y cuál fue el significado de los saberes transmitidos? En el ocaso de la Nueva España y los primeros años del México independiente, los niños pobres de las escuelas gratuitas aprendían en silencio, repartidos en estancias separadas o en un mismo espacio, dividido en varias escuelas o secciones y bajo el cuidado personal de auxiliares o curadores de menores. La sala de lectura constaba de cuando menos dos tendidos de gradas, una para los alumnos y otra para los auxiliares que se ponían a corregirlos. El cuarto de escribir tenía mesas y bancas, muestras y lemas -a veces también pinturas y grabados- colgados en las paredes, que los niños copiaban en pizarras. Las clases, de lunes a sábado, por la mañana y por la tarde, empezaban con varias oraciones. Luego, el maestro repartía libros, distribuía quehaceres, y más tarde comenzaba a explicar y a pedir cuentas de las tareas asignadas a cada cual, conforme al grado particular de avance.51 No había, en consecuencia, una idea de clase o grupo escolar.
En el aula, una invención del siglo XVI, predominaban no sólo los castigos corporales y una disciplina estricta sobre el cuerpo, mediante los controles continuos y específicos de los curadores y el maestro, sino que la corrección se inscribía en la actividad misma del aprendizaje y desempeñaba cuando menos la función de gratificar y sancionar. Unida a la rigidez de las normas, se iba organizando una microeconomía de los premios y de los ejercicios escolares que “facilitarán una diferenciación continua y una penalidad que no se dirige tanto a los actos en sí, cuanto a los individuos mismos”, y esta penalidad jerarquizante permitirá distribuir a los alumnos según su conducta y aptitudes, con lo cual, frente a un sistema de igualdades formales y una aparente homogeneidad, se resaltan las diferencias, que a su vez adquieren una nueva dimensión por el examen, un procedimiento “objetivo” para clasificar, calificar y premiar o castigar a los alumnos.52 Junto a la disciplina extrema, la modalidad en el control del cuerpo implicó “una coerción ininterrumpida, constante, que vela sobre los procesos de la actividad más que sobre su resultado y se ejerce según una codificación que reticula con la mayor aproximación el tiempo, el espacio y los movimientos”.53 Puesto que el poder se construye y funciona a partir de poderes, de multitud de cuestiones y efectos de poder, la disciplina no sólo forma nuevos cuerpos, los encauza para adorar a Dios, honrar y obedecer a sus padres y superiores… a someterse a las leyes humanas y divinas, a “formar unos hombres de bien y leales vasallos”.54
Por otra parte, en el método de los padres escolapios están integrados tres procedimientos de la escuela moderna: la enseñanza propiamente dicha, la adquisición de conocimientos por el ejercicio mismo de la actividad pedagógica y una observación recíproca y jerarquizada, que se convertirá en un mecanismo que le es inherente y multiplica la eficacia de la institución escolar.55 Luego, gracias al método de enseñanza mutua o lancasteriana, estos procedimientos comenzarán a tener mayor influjo en nuestro país durante la Primera República.56
Introducido en la Nueva España por los padres betlemitas y puesto en práctica en las ciudades de México y Puebla antes de consumarse la independencia, en este método los niños más aventajados enseñaban a sus compañeros, pero tenían que presentarse media hora antes para recibir instrucciones, formar a los alumnos, pasar revista de aseo y hacerse cargo de un grupo de diez niños, que según su aprovechamiento en el mismo espacio se colocaban una y otra vez en distintas posiciones o semicírculos. El eje central de esta empresa educativa era el orden, la disciplina, la emulación y el esfuerzo individual, más -en menor medida- una lógica de premios y castigos, incluso corporales. Los instructores o monitores llevaban la escuela; el maestro y director se limitaba a enseñar al grupo de vanguardia, a observar la disciplina y el orden de la sala y a recibir las quejas de los instructores. Una sola persona podía dirigir una escuela de hasta de 500 alumnos, con la ventaja de que las habilidades de leer, escribir y contar se aprendían de manera paralela, masiva y en menor tiempo.57 Ahora, el salón de clases era un espacio amplio con bancas y mesas alineadas una tras otra, cada banca con capacidad para diez niños. Al frente estaban la tarima del maestro y mesas de arena para los alumnos principiantes que se dedicaban a escribir y hacer números; en los costados, “semicírculos” para lectura y presidía sobre la tarima una imagen religiosa.
A diferencia del método uniforme de los padres escolapios, en este tipo de escuela predominaban la disciplina y la puntualidad militares, nunca el ejercicio democrático, que era lo que supuestamente se exaltaba en el contexto social. Todas las actividades y los movimientos estaban cronometrados para infundir en los alumnos amor al trabajo, espíritu de orden, economía y previsión, disciplina, obediencia rápida y ciega a las normas sin que mediase explicación racional alguna.58 Al asignar lugares individuales, la escuela hizo posible el control de cada cual y el trabajo simultáneo de todos y garantizó el acatamiento de relaciones de poder específicas, indispensables para la marcha del Estado moderno; también inculcó hábitos personales de disciplina y preparó a la futura fuerza de trabajo.59
Cara de la misma moneda, desde el Siglo de las Luces el modelo romano tuvo un doble papel: “bajo su apariencia republicana, era la institución misma de la libertad; bajo su faz militar, era el esquema ideal de la disciplina”.60 De esta suerte, mientras por una parte se insistía en el aprendizaje y el cultivo de las virtudes cívicas, el método de los padres escolapios y el sistema lancasteriano enseñaban la práctica de la obediencia, que del mismo modo se veía reforzada por los contenidos curriculares explícitos, el magma religioso e intelectual de la época y la persistencia de los métodos pedagógicos del periodo colonial, pues si bien hubo un crecimiento en la escolarización y la alfabetización durante las primeras décadas del México independiente y se habló de la apertura de la escuela lancasteriana en distintas partes del país -lo que lleva a una oleada educativa modernizadora-, un crítico de la época decía: “sucede con la enseñanza mutua lo que con ciertas piedras preciosas que cree uno ver en todas partes, porque en todas partes las imitan, y las que sin embargo no encuentra sino rara vez”.61 Por todo ello, frente a la exaltación de las virtudes cívicas y religiosas, la obediencia sería un discurso y una práctica comunes, asimismo vinculados con el control de las emociones. En este contexto, ¿qué reflejan los libros y las prácticas escolares?
Desde el ocaso del régimen colonial, los manuales de urbanidad y buenas maneras y en general los ritos escolares se encaminaban a la modificación de la conducta a partir de un nuevo discurso donde aparecían imbricados el orden jerárquico y la relación saber-poder, según era de leerse en una plana que en la clase de escritura copiaban los alumnos del profesor José María Herrera, en Puebla, hacia 1812:
Al que más sabe es a quien por razón y por naturaleza le pertenece el mando. El que no sabe sólo debe servir y obedecer; por eso al hombre le dio Dios el imperio sobre los demás animales porque el hombre conoce más y sabe más que ellos.62
Pero no nada más eso, el individuo que conoce y sabe es un ser racional y debe reflejarlo en sus hábitos. “El hombre que en su niñez y juventud ha recibido buena educación, decía el Catón español político christiano, manda a su cuerpo, arregla sus movimientos, detiene los ímpetus de su cólera, modifica sus pasiones”.63 El Catecismo de urbanidad civil y cristiana señalaba, de igual modo, que los vicios más opuestos a la cortesía y urbanidad son “la afección estudiada, hija de la soberbia; la arrogancia y vanidad; el desasosiego y la locura impertinente”. Por eso, en el salón de clases, “nunca se enoje con alguno, ni amenace con ira y soberbia”. Si se le manda tener cuidado del grupo, “hágalo por obedecer sólo y ayudar al buen orden, sin pasión ni venganza”. A todos trate “con afabilidad y cortesía, evitando los excesos de llaneza disoluta y severidad afectada”. En el salón de clases el niño debía expresar “en la postura de sus vestidos, pies, manos, ojos y todos sus movimientos, el respeto, sumisión, obediencia y buena crianza”.64 Un ser refinado, pulido.
El niño civilizado se comportaba conforme al código moral establecido por la aristocracia medieval y del antiguo régimen, recibía la enseñanza de los buenos modales (urbanidad). En ella, la obediencia a los padres era una metáfora para referirse a todos los mayores, ya que san Pedro ordenaba obedecer, incluso a los “díscolos”, pues “la autoridad con que mandan es del mismo Dios”.65 En la obra de Félix Mendarte para la enseñanza mutua, difundida en varios estados de la República como Veracruz, Puebla, Coahuila y Texas, se leía:
¿Quién... honra a sus padres? El que los obedece socorre y reverencia./ [...] -¿Quiénes otros son entendidos por padres a más de los naturales? Los mayores de edad, saber y gobierno./ -Los casados con sus mujeres, ¿cómo deben haberse? Amorosa y cuerdamente como Cristo con la Iglesia./ -Y las mujeres con los maridos, ¿cómo? Con amor y reverencia como la Iglesia con Cristo./ -Y los amos con los criados ¿cómo? Como con los hijos de Dios./ -Y los criados con los amos ¿cómo? Como quien sirve a Dios en ellos.66
En el mismo sentido, el Catecismo histórico del abad Claude Fleury expresaba:
-¿Cómo debemos honrar a nuestros padres? Aprovechando sus instrucciones y obedeciéndolos./ -¿Es gran mal irritarlos? Sí, ése es un gran pecado./ -¿Quiénes son nuestros padres espirituales? Los obispos, los sacerdotes y todos aquellos que nos enseñan./ -¿A qué otra cosa nos obliga este mandamiento, [el Cuarto]? A obedecer al Rey y a sus ministros. [...] -¿Qué debemos hacer para evitar el pecado? Huir del ocio y de las malas compañías.67
El Catecismo de urbanidad civil y cristiana, por su parte, decía:
-Los hijos con los padres ¿Cómo deben portarse? Con total obediencia y socorro en cuanto sea conducente a su salvación y bienestar: con respeto como a un lugarteniente de Dios; como súbditos de un señor y amantes del más fiel amigo […] -¿Y los discípulos con sus maestros? Con amor respetuoso, como hijos de un buen padre e intérprete de la voluntad de Dios.68
Podríamos enunciar otros muchos ejemplos de cómo desde los libros escolares el discurso sacralizado de la obediencia se enlazaba con las prácticas educativas. Casi hacia 1835 era lo mismo que se enseñaba a finales de la época colonial, y sin embargo, a partir de 1820 y durante la Primera República habría dos nuevos elementos: la Constitución particular de cada estado -donde en algunos casos se pretendía que los niños aprendiesen a leer- y los catecismos políticos. En este último caso, los alumnos podían aprender lo que es una Constitución y lo que son las leyes, el concepto de ciudadanía y la forma de adquirirla, los diferentes tipos de gobierno, la composición, las obligaciones y los atributos de las Cortes (parlamento), el rey, el consejo de Estado, los tribunales, el gobierno interior de las provincias y los pueblos y, finalmente, la composición y funciones de la fuerza militar española, si se utilizaba para estos menesteres el Catecismo político, arreglado a la Constitución de la Monarquía Española.69 Si, por otra parte, se estudiaba en el Catecismo de República, el aprendiz de ciudadano podría conocer el carácter, soberano, libre e independiente de la nación mexicana, los derechos de los pueblos, la división del gobierno en poderes, la diferencia entre las leyes, políticas civiles y criminales, la existencia de la libertad natural, civil y política, el significado y los alcances de la ciudadanía, los derechos individuales de los ciudadanos (libertad, propiedad, seguridad, igualdad) y los deberes de los ciudadanos, entre ellos ser religiosos, “hombres de bien”, respetuosos de las leyes y las autoridades y observantes de las virtudes civiles emanadas de las religiosas.70
En cambio, si la perspectiva de enseñanza se situaba en las constituciones particulares de cada estado, el estudiante podía aprender sobre la soberanía y su titularidad, la intolerancia de otra religión que no fuese la católica, apostólica y romana, los derechos individuales de los ciudadanos o su definición puntual -como lo hacían Chiapas, Guanajuato, Michoacán, San Luis Potosí, Sonora y Sinaloa (los dos últimos fundidos en el estado de occidente hasta 1830)-, pero también los derechos políticos del ciudadano.71
Los catecismos políticos, entre otras cosas, hacían hincapié en el conocimiento de los derechos civiles, entendidos como aquellos que las leyes de cada sociedad conceden a sus individuos “y que son la libertad, la igualdad, la seguridad y la propiedad”.72 Nadie con un “modo honesto de vivir” dudaba que los principales y más sagrados derechos de los individuos fueran los concernientes a la seguridad de su persona y bienes, pero en cuanto a la libertad y a la igualdad, El Catecismo político, arreglado a la Constitución preguntaba:
-¿En qué consiste la libertad? La libertad no consiste como creen algunos ignorantes en que el hombre tenga facultad para hacer cuanto se le antoje, sino en que pueda hacer todo lo que no perjudique a los derechos de otro, y no esté prohibido por las leyes. -La igualdad ¿en qué consiste? En que la ley sea la misma para todos.73
El Catecismo político mexicano inquiría:
-¿En qué consiste la igualdad? En que las leyes premian o castigan indistintamente ciertas acciones sin consideración a la persona que las ejecuta […]. Ésta es la idea verdadera de igualdad, debiendo tenerse por quimérica cualquiera otra inteligencia que se dé, y en este sentido es justa, y nadie puede reprobarla; mas ella misma destruiría la sociedad si se le diese la extensión ilimitada, que equivocadamente pretenden algunos. - ¿Por qué? Porque la sociedad no existe sin orden, y no puede haberlo sin que haya un gobierno a quien todos respeten y obedezcan.74
Una consideración final
Tanto en sus discursos como en sus prácticas, la escuela -se pensaba- pretendía fortalecer el orden social; pero más allá de estos propósitos, ella misma, como sus congéneres de otras latitudes, se propuso configurar en México un sujeto civilizado y un ciudadano moderno. Durante el siglo xix, en ningún lugar de las constituciones particulares de los estados o de los catecismos políticos se menciona “la existencia en el territorio nacional no sólo de hombres a los que todos llaman indios, que se sienten como tales y que representan la mayoría de la población, sino de verdaderas tribus organizadas que escapan a la autoridad del Estado (mayas, yaquis, tarahumaras, etc.)”.75 Pese a la gran movilización popular, en el imaginario liberal de la Primera República todo lo que pudiese perturbar la igualdad de los hombres ante la ley estaba prohibido; la propiedad privada e individual, además, era inseparable de la libertad y constituía el fundamento de la sociedad civil. En la escuela pública, los niños no sólo aprendían a disciplinar sus pasiones, también se adentraban en el conocimiento de los casi impracticables derechos civiles o individuales, pues éstos estaban ahí para las elites de poder y las “clases medias”; en el resto de la sociedad éstos estaban restringidos. Su razón de ser en el currículum, sin embargo, era que a su través se pretendía moldear una nueva sociedad y un hombre nuevo. En esos años, ante todo se necesitaba garantizar la independencia del poder colonial y la instauración de una nueva legitimidad política.76 La formación cívica y moral -como la historia, la geografía o la lectura- serían a lo largo del siglo xix la base para construir la nación como una comunidad imaginada donde servir, respetar, honrar, obedecer a los superiores y al Estado, en lugar de la Iglesia, sería una de las pautas para los nuevos súbditos, más que ciudadanos con derechos plenos (las elecciones indirectas se mantuvieron en México desde 1812 hasta 1911).77 Durante el siglo xix, a través de la escuela, “los hombres de bien” y el Estado se encargaron de tutelar la democracia y de formar a los ciudadanos modernos del futuro. Quedan, sin embargo, varias interrogantes; una de ellas tiene que ver con la forma como las generaciones jóvenes de la Primera República asumieron en su edad adulta los derechos individuales, la noción de ciudadanía y la representación política.78 ¿Cuánto contribuyó la escuela en este sentido? Aun cuando se ha dicho que la mejor manera de interpretar erróneamente un currículum es basándonos en planes, programas de estudio y libros escolares, lo más importante a destacar es que éstos tienen un significado a la vez simbólico y práctico: expresan y legitiman ciertos objetivos deliberados de la escolarización y permiten conocer aquello que en cierta época se consideraba socialmente útil, no obstante que eso no nos garantice un detallado conocimiento sobre la forma y lo que efectivamente aprendieron los estudiantes.79 Desde la historia social del currículum, en este artículo sólo hemos querido subrayar el nacimiento de la escuela moderna y los orígenes de la formación cívica y moral en México.