Introducción
Un ajetreo de mujeres recibió a Luz María, la hermana menor de mi bisabuela, y allí estaba ella sentadita en la puerta del cuarto mirando cómo corrían de la sala a la cocina y de esta a la modesta habitación, parteras, familiares y vecinas. “Eran muchos los orinales de sangre” (Comunicación personal, Agramonte, 2008). Creo que nunca voy a olvidar la expresión de mi bisabuela cuando rememoraba este suceso en sus 100 años, por un momento se le nubló la pupila y la voz se le entrecortó, luego continuó:
Sí, tibores y tibores de sangre, hubo que botar las sábanas: así murió mi mamá Rafaela, de hemorragia interna esa que le dicen, si hubiera ido a los médicos esos de ahora, tal vez se habría salvao. Pero antes, los pobres solo parían con partera y con la tía, la mamá, la abuela o la bisa que le ayudaban con los baños de asiento de campanillas, y la ayudaban a parir eso sí, uno, dos, tres, nueve, once… hasta que la mujer no pudiera por vieja o se muera, como mi mamá (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Ese recuerdo le marcó para toda la vida, y aun cuando me lo relataba casi nueve décadas después de ocurrido, sentí lo vívido en su narración. Así es la memoria, una fuente sensitiva que se desplaza por líneas temporales diversas, que compara épocas y sucesos siempre en conexión con una realidad política, social y económica.
Cuando mi bisabuela cumplió 100 años, y enmarcada en un ejercicio investigativo de la carrera de pregrado, le realicé una entrevista a profundidad que se extendió durante todo un mes. Su testimonio reconstruye desde otra mirada, la historia de Cuba: no faltan las evocaciones de grandes sucesos y figuras que integran la historia patria, pero sus palabras informan de los hechos en la cotidianidad.
Ambrosia Agramonte nació en 1908 en Mayajigua, que entonces pertenecía a la central provincia cubana Las Villas. Era la mayor de cinco hermanos. Tras la muerte de su madre se integró en forma activa a una estructura matriarcal y monoparental liderada por su abuela Mariana Agramonte, para contribuir en la crianza de sus hermanos; dicha estructura impactó en forma particular su existencia.
Estos y otros hechos de su vida aparecen conectados en su relato con vivencias sociales signadas por el sexismo, racismo, la lucha por salir de la pobreza y las relaciones sociales en un nivel micro. Tales aspectos quizá no han sido historiados por parecer a simple vista elementos no consistentes con “la objetividad” de la historia.
Para explicar estas situaciones resulta pertinente la concepción del género como una categoría analítica y esclarecedora de múltiples aspectos que no se han concebido dentro de los textos formales de la historia cubana y que afortunadamente están apareciendo (Rubiera y Hevia, 2017). En tal sentido siempre me han interesado dos cuestionamientos con los que Joan Scott (2008, p. 69) interconecta el género y la historia: ¿cómo funciona el género en las relaciones humanas?, ¿de qué forma el género otorga un significado a la organización y a la percepción del conocimiento histórico?
Guiada por tales interrogantes, me planteo otra que no busca interpelarlas, sino responderlas desde un espacio y un tiempo específicos: ¿cómo las memorias de Ambrosia expresan la construcción social del género pensado desde la transversalidad1 en la primera mitad del siglo XX en Mayajigua, poblado del centro de Cuba? Estas memorias permiten reconstruir un retazo de su biografía y hablar de forma más amplia de una época y su lugar de vida: la localidad de Mayajigua.
Reflexiono sobre las construcciones sociales del género, raza y clase entendidas desde el análisis histórico. Planteo además la noción de feminidad como categoría para discutir la subjetividad femenina en comparación con el “deber ser” impuesto por la sociedad patriarcal (Lerner, 1990): la visión de la mujer reducida al hogar, maternidad y espacio privado. En tal proceso juega un papel esencial la raza, ¿cuál era el “deber ser” de la mujer negra? La mujer negra cuestiona las estructuras socialmente establecidas y los roles predeterminados; asume una reconceptualización de las relaciones sexogenéricas. En ello convive lo alternativo, lo no convencional.
¿Cómo interpretar su relato, tan alejado en el tiempo y tan vívido en su memoria? Me ha correspondido hacer, como sugiere González (1986), una labor microhistórica de “abeja” combinada con el paradigma indiciario (Ginzburg, 1981) que me llevó a reconstruir sobre la base de otras fuentes -fundamentalmente la prensa de la época y fotografías- una narrativa de esta etapa de su vida.
Esos indicios me llevaron por las huellas de una memoria que tiene en la era digital nuevas formas de acercarse a las fuentes gracias a esfuerzos personales (como el archivo de Connie) e institucionales -como la colección digital de la Universidad de Florida (UFDC, por sus siglas en inglés)- donde se puede revisar El diario La Marina y otros medios de prensa de la primera mitad del siglo XX cubano (UFDC, s/f).
De gran importancia me han sido los aportes de Elizabeth Jelin (2012). Es esta quizás una aceptación de su provocación a “historizar” las memorias desde los diversos espacios culturales, sociales, políticos e ideológicos y los cambios históricos que experimenta el sentido del pasado. La memoria, como bien plantea esta autora, se abre a nuevas interpretaciones, que a su vez constituyen elementos clave en los procesos de (re)construcción de identidades individuales y colectivas en las sociedades.
De ese modo la memoria se presenta como un espacio para reflexionar sobre lo subjetivo en la historia. En este caso se conjugan memoria y biografía, tiempo biográfico y el tiempo histórico colectivo (Arfuch, 2013; Bertaux, 2005), para dar cuenta de ciertos marcadores que intervienen en la construcción social del género, raza y clase; entre ellos la inserción laboral, el ámbito familiar, la reproducción biológica y los estereotipos sobre feminidad y masculinidad.
Sigo además el planteamiento de Portelli (1994) sobre la importancia de no separar abruptamente las fuentes orales y escritas, sino apreciarlas como si fueran continuas; por tanto, también nutro mi trabajo con los aportes de varias investigaciones sobre la época que sirve de escenario al relato. También este autor valora esa posibilidad que vincula la biografía como algo particular con la historia nacional, y las formas en que se puede leer esa necesidad de presencia en la historia que une la experiencia privada con la vivencia colectiva.
Aunque el relato se posiciona en la primera mitad del siglo XX cubano, no he seguido una línea cronológica sino una organización temática. Esta selección obedece a la recurrente mención que en el testimonio sobre esta etapa mi bisabuela hace sobre algunos temas y que me permiten ofrecer una reflexión histórica desde la imbricación del género, clase y raza como categorías analíticas. Al tiempo este relato propone una suerte de microhistoria que enlaza lo local, lo particular y la propia vida nacional en la Cuba neocolonial.2
El presente trabajo se propone contribuir desde un modesto aporte a la reflexión histórica con perspectiva de género (Goetschel, 2006). Dejo entonces que la propia voz de Ambrosia Agramonte narre cuanto vivió y las valoraciones que le surgían al recordar aquella etapa, una época ya en el ocaso de su larga existencia. Quisiera aclarar que reproduzco fielmente sus testimonios que incluyen a veces frases populares y/o cubanismos,3 pero me he permitido ubicarlos para no truncar la riqueza testimonial.
Niñez: algunas evocaciones
La niñez de mi bisabuela transcurrió en “una pobreza feliz” hasta la muerte de su madre que ocurrió, según sus cálculos, hacia 1920. Esta descripción contrasta con la construcción social de la clase propia de la etapa en donde pobreza y felicidad resultaban incompatibles. Es una época en la que, tras el largo transcurrir de la memoria, su relato se apoya en los referentes contemporáneos:
Yo como tal nací en lo que le dicen Guatá, y después nos fuimos pa acá… [Arroyo Prieto], nací el 20 de marzo, […] pero luego me inscribieron el 22 de abril, la fecha que está en el carnet; es que para inscribirte te cobraban, sabe, era un viaje al juzgado y la gente pobre aprovechaba para inscribir tres y cuatro hijos a la vez en la misma fecha.
[…] lo que te decía de la escuela: a mí no me enseñaron a na, más que la “m” con “a”: “ma”, “p” con “a”: “pa”; “mamá” y “papá”, apenas que pongo mi nombre, no pasé del cuarto grado… maestra, maestra, a los pobres no nos hacían caso, ahora sí hay pa estudiar, pa hacerse gente negros, blancos to… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
En la segunda década del siglo XX, la educación en Cuba y, más específicamente en el entorno rural, era bastante precaria (López Civeira, 2009). Por un lado, se concentraba en los esfuerzos de las escasas personas “ilustradas” en estos territorios, y por otro, tenían una marcada diferenciación clasista, como la que relata mi bisabuela. Según su testimonio, en aquella época en Mayajigua, poblado del centro norte de Las Villas en donde residía, el trabajo más importante lo desempeñaban Francisco Moreno y su hija. Ellos también admitían niños, y sobre todo niñas pobres, para enseñarles las primeras letras y sonidos, y que al menos supieran escribir sus nombres.
Más allá del ambiente escolar, los primeros años de mi bisabuela son en su memoria un recuento de las múltiples travesuras que le permitían sobrevivir a ella y sus hermanos. Tal accionar refleja esa incidencia de las estructuras sociales en la vida personal, y cómo los sujetos resisten con los recursos que tienen a la mano.
Cuando niña yo quemé una casa para que nos llevaran al pueblo, mi madre no agenciaba pa irnos, y yo prendí el guano con un fosforito y me senté a darle sillón al niño −mi hermano−, hasta que todo se quemó, pero me salió mal la jugada pues al frente en la colonia de Arroyo Prieto había una casa vacía y para esa nos pasaron, imagínate […]
Con mi abuela Mariana Agramonte, si pasábamos en el pueblo, a las tiendas de chinos le robábamos los caramelos, los platanitos maduros que colgaban en el mostrador, porque le pedíamos y no nos daban. ¿Cómo hacíamos? Le dábamos por detrás, por la puerta de atrás, sabe, y ellos chi-chic con sus chancletas de palo iban a ver quién era; cuando regresaban ya nos llevábamos todo [risas] “Amblosia calajo”, pero na ya no nos cogían, que va… [risas], y mis hermanos y yo comiendo los plátanos, los caramelos…
Yo era maldita, si ves esta mano me le cortaron los dedos en juego, apuesta, cosas de muchachos, a ver: si no me cortas con el hacha el rabito4 es mío, ah no. A qué no me cortas y vaya el hachazo, a la tercera va la vencida, me cortaron los dedos… aaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyyy, el llanto, pero ya los dedos estaban cortados [risas] (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Desde estas anécdotas ya se trasluce ese carácter transgresor de la feminidad: la quema de la casa, la artimaña para despistar a los comerciantes chinos o el juego con el hacha, un elemento peligroso, “no eran propios” de una niña. En su testimonio ya cuestiona la docilidad y falta de agencia de su madre, y sus acciones cotidianas o en el juego contradecían ese “deber ser” impuesto a la mujer.
Así jugaban, y en un ir y venir de la zona intricada: lo que ella denominaba “puro campo”, hasta una zona que comenzaba a vislumbrar las primeras influencias estadounidenses de desarrollo, que ella llamaba “pueblo”. Esta distinción espacial marcaba la narrativa de los sucesos que experimentó e informaba de las formas en que la pobreza toma representaciones más o menos crudas dependiendo de los lugares más o menos rurales. Es en este escenario que inicia el relato de su juventud.
“Cosas de mujeres” ¿negras?: memorias del parto, la crianza y el trabajo
Introducir las memorias que me compartió mi bisabuela sobre el parto, la crianza y el trabajo me llevan a considerar en primer lugar la denominada división entre los espacios público y privado. En estrecha conexión con ello se presenta el mundo del trabajo y los tradicionales roles y estereotipos que se imponían a la mujer en esa época. Tales temas están atravesados por las configuraciones raciales, clasistas y sexistas, pero no solo se vislumbran esos ejes, sino que se articulan otros espacios de desigualdad como la ruralidad.
Las mujeres negras solo servían para cantantes y bailarinas. Ah claro, las mujeres de pueblo, aquí en el campo, pa’ domésticas, acolocadas5 que le decían, o comadronas, pero que te ibas de madrugaita a atenderle sus muchachos, que si la ropa, que si la cocina; unas tenían niñera y doméstica, como donde yo trabajaba en casa de María Caliene, sino era doble trabajo. Eso sí, no pagaban casi nada, eso era unos reales al mes que casi ni alcanzaba, una se las veían negra si el marido no trabajaba, yo por suerte tenía al chino Laredo, mi marido sí era carretero y trabajaba duro.
Y sí hay quien ponía su esperanza en el juego de gallos, la lotería, el billete… pero “el que juega por necesidad pierde por obligación”, lo que había es que trabajar. Sí, una se saca un día y al otro, ¿qué?, yo Ambrosia dije me hago mi propio buscavidas,6 aunque sea el primero de los Agramontes… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Desde la época colonial, “la pertenencia de diferentes clases sociales debe haber influido en forma significativa, tanto en las necesidades como en las posibilidades de actuación de las mujeres” (Borchart, 2001, p. 167). En tal sentido se manifiestan las mujeres de clases populares al acceder a puestos de trabajo en el espacio público en busca del sustento familiar, como el caso de mi bisabuela.
Sin embargo, extrapolando la explicación de Fanon (2010), amparadas en el propio racismo, en este caso por color y etnicidad, las mujeres de clase alta atropellaban los derechos laborales de las mujeres negras. Surgía esa estratificación amparada en la superioridad que construye el racismo en las estructuras sociales naturalizando roles y aptitudes según género y raza (Stolcke, 2000), cuestión que también resulta evidente desde el testimonio de mi bisabuela.
Y siempre hubo esa cosa de los apellidos, ya sabe de familias tal y más cual. Bueno, ya ves que a mí me inscribió mi abuela Mariana Agramonte, el Carbajal me lo pegué después aquí cuando hicieron el carnet que decía como usted va a tener un solo apellidos no que son dos, Ambrosia; bueno, yo era Ambrosia Paula Agramonte, −como mi abuela−, pero si hay que poner otro ponga el Carbajal de mi papá. A mí me pusieron Ambrosia por san Ambrosio, dicen, el día del almanaque católico, era la costumbre, no me gustaba mucho, pero luego me fui acostumbrando.
Por eso busqué otros nombres para mis hijos: Estela Alicia y Braudilio Pablo. Fíjate que ese hombre del juzgado quería hacer pasar a uno por ignorante, “no señora que es Braulio”, y yo: “le quiero poner Braudilio, señor”, hasta que me llenó el gorro de guisaso7 y le dije: “a ver ¿tiene un papel? deme acá que se lo voy a escribir”, “ah que usted sabe escribir”, me dijo, “sí claro que sé, y leer también” mentira [risas] yo casi no leía, y apenas escribía mi nombre de corrido, lo demás eran letras sueltas, pero así lo convencí, pues esos escribanos querían hacer pasar a uno por ignorante… con todo y eso no me le puso el Agramonte a Estela, solo el apellido de mi marido: el Laredo… ( Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Por un lado, está lo que Blanca Muratorio (1987) denomina la experiencia que cuenta cómo ciertos grupos responden “con coraje y dignidad, y a menudo con astucia e ironía, a las difíciles situaciones del período histórico que le tocó vivir” (p. 9). Por otro, era esa una de las características de la época, la escasa o nula instrucción de las familias pobres que representaba un motivo de discriminación y un impedimento para desempeñarse en cuestiones legales. Así eran frecuentes errores como los de ubicar un solo apellido,8 el del padre o la madre, y con el tiempo se daban los percances para ejercer ciertos derechos como la reclamación de herencias o pensiones por parte de las viudas.
Si se enfoca el tema de la maternidad pensando en el parto y la crianza, se encuentran varias cuestiones que entrelazan la reproducción biológica con la clase social y la construcción del ámbito familiar pobre como extendido y numeroso, un estereotipo del que mi bisabuela expresaba:
Yo por eso solo tuve dos hijos y aborté un parto de jimaguas. Cuando parí a mi hijo Virulo dije “cerré con broche de oro”, yo no subo más a esta mesa comadre, y hasta el sol de hoy así lo hice… no sé cómo lo logré…, con mis mañas y mis cosas, así lo hice. Mira a Luz María mi hermana parió nueve muchachos, ahora sí paría como tomarse un vaso de agua igual que Elena mi nuera, pero luego la necesidad se los comía, Ambrosia que era bruta [risas], pero pocos muchachos que los hijos de los pobres son los de la patria… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
La inserción laboral en un espacio propio fue una decisión que marcara la vida de mi bisabuela, y su forma de intervenir aquella subordinación a la que, de otro modo, estaría socialmente “predestinada” como mujer pobre y negra. Aunque este espacio era su sustento y la fuente de su autonomía económica, no dejaba de apoyar a personas desfavorecidas por la misma condición social o por su origen extranjero. De cierto modo, en ese punto se ubicaba en un lugar privilegiado en la estructura social.
De ahí empecé yo a agenciar para tener mi fonda. […] Al pie de la grúa teníamos la casa y la fonda y ahí pasaban muchos forasteros que yo les daba qué comer, un día se apareció un viejito y yo le di un vaso bien lleno de café con leche y pan, y se me desmayó, “Ambrosia estoy sudando la maligna” me dijo… [risas] y tuve que llamar a las haitianas pa que me ayuden a acostarlo, echarle aire y que se le pase la fatiga…
Sí, por aquí habían muchos haitianitos, jamaiquinos, chinos, descendientes también eso que le dicen, que venían bajando en el tiempo muerto y agarraban trabajo en tiempo de zafra, ese era el trabajo que habían: los hombres a carretear, a cortar y las mujeres a coser, a trabajar cocinando, limpiando, lavando, fregando… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
La industria azucarera era la principal producción de la que sobrevivían muchos trabajadores y sus familias. Existían dos temporadas: la de zafra, trabajo y paga, y el “tiempo muerto”, que era en el que esperaban el inicio del nuevo periodo. Como explica Núñez (1961), en su recuento sobre la producción de azúcar en el país antes de 1959, esta principal fuente de trabajo dependía de las fluctuaciones de precios y producciones, así como de las relaciones primero con Estados Unidos y luego con el resto de compradores del azúcar.
Sin embargo, la vida de mi bisabuela, su marido y sus dos hijos, aunque dependía esencialmente de ello, solo se pensaba en el sucederse de la zafra y el “tiempo muerto”, en la esperanza de un salario que recompensara el esfuerzo demandado para lograr el codiciado producto. Al mismo tiempo, el mundo del trabajo construía y legitimaba lo masculino y lo femenino:
A mi hijo Virulo me lo puso el Chino a trabajar desde los 10 años, yo le decía: “que está muy chiquito” y él me contestaba: “así se hace hombre, de trabajo se hacen los verdaderos hombres”, de ahí mi hijo carreteaba desde los 12 años, levantados desde las 4:00 de la mañana. Con mi hija Estela era bien celoso, de las compañías, de las visitas… “Ella es hembra”, decía… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Mi casa era piso de tablas, yo me levantaba antes de que amanezca a limpiar con cocoa, y fregaba mis calderos con piedra esmeril, el agua fría, no había tanto refrigerador, con piedra de carburo se ponían en la tinaja y salía agua fresca casi fría, sí señor, se alumbraba una con quinqué…
Yo puse [la fonda] para dar de comer a quienes iban de paso, lo que pasa es que antes todo eso era desierto ohhhhhhh, no había nada y para comer yo puse esa fonda con desayuno para los carreteros, para los jornaleros, la gente que venía vendiendo los santos… la primera imagen de la Virgen de Regla que yo tuve la compré por solo 40 centavos a un caminante que llegó a la fonda en Arroyo Prieto. El señor traía varios santos en varios precios: oraciones, cuadros con marco de madera, de esta de cedro. Yo tenía muchos santos, así lo empecé yo a adorar como católico: san Pedro y san Pablo, la mano poderosa, san Rafael médico divino, san Lázaro, la Virgen de la Caridad y Virgen de Regla, porque hay que tenerle y adorarles a las dos como dos hermanas, no sirve la Virgen de la Caridad del Cobre, sin la de Regla; hay que encenderlas juntas, no en vano se celebran el 7 y el 8 de septiembre (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Este culto transculturado al que Ortiz (1973) define como uno de los más importantes fenómenos del entorno religioso cubano: la penetración mutua de las tradiciones religiosas existentes -santería, catolicismo, palo monte, espiritismo cruzado, etcétera- caracterizaba las primeras prácticas religiosas de mi bisabuela.
Sin embargo, luego se fue dimensionando hacia expresiones más apegadas a la espiritualidad afrocubana, empezando a dar otros sentidos a plantas como la ceiba, palma o fenómenos climatológicos. Precisamente en sus recuerdos persisten estos eventos, ya fueran “rabos de nubes”, ventoleras, pero en especial los ciclones, a muchos los asociaba con lo sobrenatural o espiritual:
Ay hija, los ciclones solo se ensañan con los pobres, pero aquel del 32 fue apotiósico.9 Imagínate que se fueron los árboles de raíz, aquello no tuvo nombre, yo no me olvido pues tenía yo a Estela y Virulo chiquito, imagínate yo me metí en una parte así debajo de mi casa, ¡sí yo pasé el ciclón creo que debajo de la tierra!, y eso que aquí era de pasada nada más, creo (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Pero en ello también se muestra ese racismo que se multiplica desde los imaginarios:
Cuenta la gente que una mujer en Santa Cruz andaba pidiendo un poquito de agua, una mujer negra, y nadie se la quiso dar, entonces esa mujer los maldijo: “no se preocupen que a este pueblo le va a sobrar el agua, tanta que no van a tener donde meterla”, y el fenómeno vino de noche y muchos se murieron ahogados, aquello fue tremendo (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Tal vez la concepción de su propio espacio de trabajo facilitó la apertura a las religiones afrocubanas, ya que la religiosidad no católica devenía en Cuba motivo de discriminación, y era una de las formas de racismo (Fanon, 2010), con mayor incidencia en el mundo del trabajo. Si se conocía de las prácticas de santería, Regla de Palo Monte u otra religiosidad de origen africano, se descalificaba a la persona para trabajos domésticos o de crianza.
También en sus memorias revela estereotipos de masculinidad:
Mi marido el chino Laredo, sí [era] descendiente de chinos, era de un carácter fuerte, jugador de gallo, carretero, no le gustaba que me juntara con otros religiosos “que son tramposos lo santeros”, me decía. Él se tomaba su trago los domingos, tenía también sus mañas y sabía de palos…, le gustaba andar planchadito, y limpio, así era, impecable la guayabera, el filo del pantalón. Se planchaba con tabla sabe, le gustaba bien planchadito… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Con su habitual sentido del humor rememora las relaciones de dominación establecidas entre hombres (esposos, maridos, padres) y mujeres:
Una vez me dijo [su marido]: “Ambrosia vamos a hacer un trato: el primero que se muera, llama al otro pa’l cielo”, y yo le dije: “no cada cual se va cuando le toque”; mira eso, él está en la verdad y yo en la mentira y yo todavía 100 años y no he perdido el sentido del humor ja, ja, ja. Ambrosia no es de hacer trato, como esas mujeres que hasta después de muerto las gobiernan los mario [maridos] (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Un aspecto que se interpreta desde las memorias de mi bisabuela también refiere las múltiples relaciones que se daban entre las mujeres y que iban desde relaciones de solidaridad hasta relaciones de poder y dominación. Las primeras tenían que ver con las ayudas que se prestaban mujeres del sector popular independiente de su raza, mientras la otra se basaba en la relación señoras/trabajadoras domésticas.
La gente sí pasaba trabajo, yo recuerdo que en Navidad, Estela y Virulo se ponían su ropa y zapatos nuevos, y yo me iba a llevarles cosas a la gente del barrio La Campana, cosas ya puestas y ellas se ponían contentas pues no tenían mucho, la gente tenía demasiados muchachos se les llenaban de necesidad, a Ambrosita la de Luz María la tuve que criar yo y una temporada también tuve a Julia. Así se ayudaban los vecinos y la familia porque se te morían de hambre los muchachos…
La gente rica no era que regalaba nada que sirva, ellos te daban cosas ya viejas o rotas, o manchadas; no todas, algunas sí hacían obras de caridad, sabe…
Yo trabajé como te dije de doméstica en casa de María Caliene, pero sabe era mucha la explotación ¡por 1.50 al mes! ¿Sabe lo que es eso? El otro trabajo que había para la gente de color era lavandera, planchar y esas cosas, y la gente quería ponerle precio a tu trabajo, oye una sabe lo que tiene que cobrar que eso lleva que si almidonar, que si los falsos y el filo bien parejitos, las guayaberas, y todo… y ellas a pagarte lo que querían… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Así se manifestaban las diversas solidares y disputas entre las mujeres, unas que tenían que reclamar por sus trabajos, como narra mi bisabuela, y otras que desde su posición privilegiada de clase no solo transferían las labores de cuidado y domésticas en general, sino que escatimaban a la hora de recompensar el trabajo de las otras, por lo general negras, mulatas o pobres.
Otro aspecto que realza mi bisabuela y que se retoma varias veces a lo largo de su relato de vida es la estructura matriarcal en donde se formó y el modo en que se cultivaba la autoridad. Su abuela y bisabuela fundaron y sustentaron una familia luego de la muerte de su madre, y se consideraban con el potencial no solo para sostener sino para educar y formar.
“Eran mujeres de respeto, eso sí que nunca más se casaron y sus maridos eran soldados,10 todo el mundo las respetaba” (Comunicación personal, Agramonte, 2008). Se trasluce, sin embargo, ese sesgo sobre la imposibilidad de reanudar sus vidas sentimentales de manera formal para mantener un estatus de respeto en aquella sociedad. Además, desde su relato se interpreta la necesaria presencia de esta viudez impecable para que se les considerara mujeres “decentes”. Otra evidencia de cómo impactaba en la vida personal “ese deber ser” impuesto a la feminidad.
La radio: “un rato para nosotras”
“Tanto pujé que me hice de mi radio, reuní y reuní y me lo compré”. Mi bisabuela cuenta que hacia 1940 el fin de sus ahorros era comprarse una radio ya fuera nueva o usada, pero que le permitiera entretenerse con la música y los programas que pasaban, pues no tenía que detener las labores hogareñas, sino que iba “haciendo y oyendo” (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
¿De dónde le vino aquel interés casi obsesivo por la radio? En la casa en donde trabajó como empleada doméstica -la familia Calienes- poseía un aparato alrededor del cual se sentaban todos en ciertos horarios -por ejemplo, después de las comidas− a oír música y otros contenidos. Las empleadas no podían sentarse, pero como cuenta mi bisabuela que lo tenían ubicado en el comedor, desde la cocina podían escuchar mientras las labores de fregado y limpieza.
También rememora las publicidades sobre la venta de radios que veía en la prensa escrita que a veces les llegaba, como las revistas de moda y los periódicos de tirada nacional, aunque estos últimos llegaban viejos. De ahí que poseer un radio era, sin dudas un marcador de clase, al igual que la adquisición de la prensa escrita.
Los caminantes que venían por aquí por la fonda traían que si la Marina, que si Carteles, que si esta otra… Bohemia, y a Estela mi hija le encantaban leer y ver los modelos, entonces yo compraba alguno que eran caros 1 o 2 reales, o bueno para mí eran caros, antes yo los recogía de la casa de María cuando ella los iba a botar… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Cuando por fin me hice de la radio ya había empezado El derecho de nacer, eso sí era una novela, ¡qué novela!, ahí nos pegamos de la radio, también venían vecinas a oírla ya sabe el que no tenía, y aquí abajo no había muchos radios, no se oía tan bien pues ese me lo vendieron unos gallegos que ya se iban de por aquí, pero había días que sí se oía clarito… [risas].
Ah y otro que oíamos era a Clavelito: “pon tu pensamiento en mí / y harás que en este momento /…. mi fuerza de pensamiento / ejerza el bien sobre ti”, así era el versito. Estela una vez le escribió, él te respondía con décimas, era ocurrente sabe, y había que poner un vaso de agua encima del radio, era como… una comunicación espiritual… y te daba el número de la suerte y todo, él era una gente de pueblo (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
La figura de Clavelito, independiente de su carisma y talento, representaba una inspiración para los sectores populares pues había sido una persona de origen humilde que llegó a posicionarse con gran popularidad en la radio. No obstante su práctica, de cierto modo espiritual, tuvo también detractores, más que todo en el área médica pues creían que podía influenciar las nociones de algunos oyentes sobre la “necesaria” visita a los “verdaderos” especialistas. “Ellos no entendían… la cosa con Clavelito era de la otra rama, no del cuerpo solo, ni de la materia sabe, era de lo que va por dentro, sí porque la procesión va por dentro…11 (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
La radio se convirtió en una excelente opourtunidad para las mujeres de socializar: ya fueran familiares o vecinas acudían a escuchar los programas y luego se quedaban conversando y disfrutando de algún rato de ocio. Según rememora mi bisabuela, los maridos de aquel entonces eran “muy recios” y no permitian que las mujeres salieran, a menos que se tratara de alguna acción muy justificada. La radio y sus programas se convirtieron en esa acción que justificaba la salida de las mujeres. De acuerdo con su testimonio, la radio permitía organizar otros espacios de socialización fuera de la actividad religiosa dominguera o los matrimonios, bautizos y velorios que constituían los eventos más imporantes para el pueblo de Mayajigua.
Mayajigua ¿pueblo oscuro de las carreteras largas…?12
“Nadie es profeta en su tierra, pero yo ya me adapté a Mayajigua”, así iniciaba mi bisabuela la respuesta sobre la pregunta por su localidad. Ese poblado del centro norte de Cuba, que como tantos otros atesora diversos hechos “trascendentales”. Sin embargo, siguiendo su relato, no se enfoca en la relevancia histórica del territorio sino en los significados y referentes de una vida económica y cultural y sus transformaciones.
Mayajigua no es este pueblo olvidado que es ahora, aquí había hasta ariopuerto13 ese que le dicen. Y aquí venían las orquestas a Los Lagos, y se vendían muchas cosas, que si los cortes de tela ahí en El Baratillo, y la parranda, eso era cosa grande, la parranda je, je, je (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
El recuento continúa con algunas introversiones sobre la vida cotidiana y el racismo:
Ante uno iba a la tienda y pedía 3 kilos de azúcar y 2 de café, 1 real de ternilla y resolvía, lo malo era eso de que los lugares están dividos, la sociedad de los blancos y el liceo de los negros en lo que es ahora la funeraria; los negros no podíamos estar en lo que era el centro del parque, por los ruedos era que andábamos, no podíamos ir a Los Lagos, en los bares dicen que habían vasos para blancos y para negros, y sí no ya sabes: no te dicen perro, pero te enseñan el tramojo14… (Comunicación personal, Agramonte, 2008).
Sus recuerdos muestran el “supuesto desarrollo capitalista” de la localidad y cómo contrasta con el racismo estructural que se reproducía instituyendo la discriminación y la injustica social como un orden natural en la vida cotidiana (Hill Collins, 2012; Stolcke, 2000). Y esta expresión estructural era posible por lo asentado que estaban el racismo y el sexismo en el insuperado imaginario colonial en donde privilegio y exclusión convivían en la experiencia diaria (Grosfoguel, 2012).
Conclusiones
Hasta aquí he revisado las memorias de mi bisabuela, de su infancia y juventud en Mayajigua durante la primera mitad del siglo XX cubano. Sus remembranzas permiten elaborar una aproximación reflexiva sobre la construcción social del género que ha seguido Scott (2008).
Como mujer negra se insertó en la estructura política, económica y social que le correspondió vivir aprovechando solidaridades y sorteando tensiones. De una parte, analizó lo que significaban el parto, crianza y trabajo en la vida de una mujer pobre y negra, y de otra, pensó en las facilidades de tener su propio negocio. A pesar de su baja instrucción, aplicaría un principio que me aventuro a reflexionar desde el feminismo: convencida del desgaste que implicaba la familia extensa para las mujeres pobres, apostó por una prole escasa, al tiempo que aprovechó las potencialidades de su autonomía económica.
Este aspecto habla de una feminidad alternativa o no convencional en comparación con el “deber ser” impuesto por la sociedad patriarcal: la visión de la mujer reducida al hogar, la maternidad y espacio privado. Alternativa en la medida que equipara roles y opera para transformar la manera en que las mujeres son percibidas y se perciben a sí mismas dentro de las relaciones sociales. Lo no convencional se representa en una pluralidad de construcciones que van a reivindicar la subjetividad femenina.
Las memorias de mi bisabuela expresan la construcción social del género pensado desde la transversalidad por medio del mundo del trabajo, crianza, vida cotidiana, parto y recuerdos de la radio. Se trata de interpretar desde sus vivencias cómo van cambiando nociones ligadas a la función de proveer, −exclusivamente reservada para el sexo masculino−. La vida de la mujer de clase popular no se reduce a las cuestiones hogareñas y maternidad, evidenciando que la rigidez en los roles no es una relación natural sino social e históricamente construida.
Sin bien la construcción de una feminidad no convencional en Cuba se asocia generalmente con el triunfo revolucionario de 1959, el proceso tuvo una peculiar expresión anterior, y las memorias de mi bisabuela así lo confirman. Sus relatos permiten también un acercamiento a la historia local de su poblado en el sentido que este espacio, junto al corte temporal establecido, determinan los aspectos que dan forma y significados a sus recuerdos, de otro modo serían fragmentos incompresibles y dispersos en el esfuerzo de recordar lo vivido.
Sobre esta historia queda mucho por indagar; estos han sido algunos apuntes para una biografía de la mujer negra cubana en la primera mitad del siglo XX, una breve narración reflexiva sobre la niñez y juventud de mi bisabuela Ambrosia Agramonte.