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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versão On-line ISSN 2448-8488versão impressa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.30 no.88 Ciudad de México Set./Dez. 2023  Epub 08-Abr-2024

 

Misceláneos

¿Podemos modernizarnos sin volvernos occidentales?*

Maurice Godelier1 

1Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (École des Hautes Études en Sciences Sociales-Ehess)


¿Cómo un puñado de pueblos europeos, que se hacían la guerra permanentemente, logró al cabo cabo de cinco siglos (del xv al xx) colonizar más del 45% de las tierras emergidas, someter a sus poblaciones y explotar sus recursos? ¿Por qué, desde el siglo xix, es Occidente quien ha creado lo esencial de la base material, tecnológica y científica de las sociedades contemporáneas?

¿Por qué, para modernizarse, las sociedades no occidentales no se contentaron con “tomar prestado” a Occidente sus tecnologías sino también instituciones, parlamentos, constituciones, bancos, códigos de comercio, hora internacional, moneda internacional, etc.? Hoy existe una República Popular de China y una República Islámica de Irán, pero no se encontrará esta noción en las Analectas de Confucio (siglo vi-v antes de nuestra era) ni en el Corán del Profeta (siglo vii de nuestra era).

¿Podemos modernizarnos sin occidentalizarnos? ¿Y occidentalizarse es, por ello, volverse occidental? Antes de responder, empecemos por definir lo que significan, a mi modo de ver, “modernizarse” y “occidentalizarse”.

Occidentalizarse es tomar prestado a Occidente, o verse imponer por él, un cierto número de componentes fundamentales. Unos componentes que, asociados en Occidente, pueden ser disociados y recombinados con otras realidades sociales y culturales en otras partes del mundo. ¿Cuáles son? A mi modo de ver, Occidente es una mezcla de real y de imaginario, de hechos y de normas, de modos de acción y de modos de pensamiento que giran alrededor de tres ejes, de tres bloques de instituciones que tienen su lógica, sus representaciones, sus valores propios: el capitalismo, la democracia parlamentaria y, vía el cristianismo, una cierta relación con la religión. El capitalismo es la forma de economía mercantil más desarrollada que haya existido en la historia. La democracia parlamentaria es un sistema de gobierno que, sea cual sea su forma, república o monarquía constitucional, confía el poder a unos representantes elegidos por sufragio universal y reconoce, en principio, que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Finalmente, el cristianismo es una religión que pone el acento en la salvación del individuo y pregona dar al César lo que es del César y dar a Dios lo que es de Dios.

Para un Estado, modernizarse es emprender e imponer profundas reformas con el fin de incrementar la prosperidad y el poder de la sociedad que gobierna. Emprender tales reformas es siempre la iniciativa de un grupo social, una minoría que tiene el poder, y no de la mayoría de los miembros de la sociedad. Ponerlas en marcha, es decir imponerlas por la fuerza, es exponerse a enfrentar la oposición y la resistencia de aquellos que serán sus víctimas. Porque, para tener éxito, tales reformas de gran amplitud comportan la eliminación de instituciones, maneras de pensar y de hacer tradicionales que las obstaculizan y su remplazo por otras.

¿Cuál es la fuente de las nuevas instituciones y maneras de pensar y hacer que van a sustituir y tomar el lugar de las antiguas? Ellas pueden nacer en el seno de una sociedad, de su propia evolución, como la invención de máquinas y el nacimiento de la gran industria en Gran Bretaña al final del siglo xviii, o en la misma época, la instauración de una república en Francia al final de la Revolución de 1789. Pero otro origen es posible. Cuando una sociedad toma prestado a otra, que las ha inventado para ella misma, las reformas que quiere poner en marcha, esta sociedad le sirve entonces de “modelo”. Es lo que hizo Japón entre los siglos vi y ix de nuestra era, cuando sus élites tomaron prestados de China elementos fundamentales de su cultura y su organización social: el cultivo de arroz, la sericicultura, la escritura, el budismo y un nuevo modelo de Estado. A continuación, después de haber integrado y “japonizado” lo que habían tomado en préstamo a China, los japoneses prosiguieron su historia e inventaron una civilización brillante y original. Fueron profundamente influenciados por la cultura china sin volverse por ello chinos y sin negar lo que debían a China. Primera lección de la historia a retener.

Modernizarse no es, por tanto, un problema “moderno”, en todo caso no solamente. Se trata de un proceso social que se reproduce varias veces en la historia, cada vez que en el seno de una sociedad las innovaciones materiales y sociales habían incrementado de manera profunda su poder y prosperidad. De este modo, esta sociedad (como la Roma antigua) se volvía para otras, vecinas o más lejanas, un modelo a imitar o un contra-modelo a rechazar y combatir, por temor a perder su identidad.

La realidad es a menudo más compleja que esta alternativa. La China de Deng Xiaoping nos ha dado el ejemplo de que se pueden hacer las dos cosas a la vez. Después del desastre económico y las hambrunas engendradas por la economía socialista de las comunas populares y del “Gran salto hacia adelante” impuesto por Mao Tse Tung, Zhou Enlai había mostrado la urgencia de cuatro “modernizaciones” (agricultura, industria, defensa nacional, ciencias y técnicas). Zhou Enlai y Mao Tse Tung mueren el mismo año, en 1976. Deng Xiaoping decide enseguida poner fin al modo de producción socialista e iniciar estas cuatro modernizaciones. Hace entrar a China en la economía de mercado capitalista, abre ampliamente el país a los capitales occidentales, exigiendo de su parte transferencias de tecnología. Cuarenta años más tarde, China se vuelve la segunda potencia económica mundial.

No obstante, cuando en diciembre de 1978, Wei Jingsheng, un joven contestatario, reclama una “quinta modernización”, la democracia, termina condenado a quince años de prisión por traición y actividad contra-revolucionaria. La protesta culmina en 1989: millones de manifestantes reclaman democracia y libertad. Sin embargo, después de la visita de Gorbachov a Pequín —tras la cual el Partido Comunista Chino le reprocha haber traicionado el comunismo—, los estudiantes se reúnen en la Plaza Tiananmén para reclamar la liberalización del régimen y Deng Xiaoping envía contra ellos los tanques el 3 de junio. La represión hace más de mil muertos.

Tomar prestado a Occidente un sistema económico que funciona, el sistema capitalista de producción e intercambios, fue un buen negocio sobre todo después de haber puesto en práctica el sistema socialista, otro invento de Occidente que se había revelado un mal negocio. Antes incluso de ponerlo en marcha, Mao Tse Tung había proclamado, el primero de octubre de 1949 en Pequín, en la Plaza Tiananmén, el nacimiento de la República Popular de China e instaurado la dictadura del Partido Comunista Chino. Ahora bien, las nociones de “república”, “soberanía del pueblo” y “comunismo” nacieron todas en Occidente, en la Antigüedad Romana (república), con la Revolución Francesa (soberanía del pueblo) o en el siglo xix para oponerse al capitalismo industrial triunfante (comunismo). La China moderna, por tanto, no debe a Occidente sólo su sistema económico, le debe también una parte de los principios de su régimen político.

Abramos aquí un paréntesis sobre Rusia, porque un ejemplo particularmente sorprendente de oposición y rechazo que pueden dirigirse contra la reformas fue el de Pedro el Grande (1672-1725). Convertido en zar de todas las Rusias, fue uno de los primeros jefes de Estado en querer, a la vez, modernizar y occidentalizar su país. En esa época, Rusia sumaba 8 millones de habitantes, Inglaterra 5 millones, Suecia 2 millones y la Francia de Luis xiv 19 millones. Francia dominaba el continente, podía alinear 400 000 hombres de tropa. Holanda, por su parte, dominaba los mares. Ámsterdam era una de las ciudades más ricas y el puerto más grande de Europa, abrigando la flota más grande del continente con 4 000 navíos mercantes y un gran número de navíos de guerra. Las fuentes de esta potencia y de esta riqueza estaban, desde hacía un siglo, en el gran comercio internacional y la colonización de las islas de lo que será Indonesia. Rusia no tenía flota.

Por otra parte, para varios países europeos el siglo xvii fue un siglo resplandeciente en el dominio de las ciencias, la filosofía y las artes. En filosofía, citemos Descartes, Spinoza, Leibniz, Hobbes, Locke… Sin olvidar que Descartes es también el inventor de la geometría analítica y Leibniz el del cálculo diferencial e integral. En 1687, Isaac Newton publica en sus Principia Mathematica la ley de la gravitación universal, fundamento de toda la física hasta Einstein. En pintura, es el siglo de Velázquez, Rembrandt, Rubens, Vermeer; en música, el de Lulli, Couperin, Rameau o Vivaldi. El siglo xvii es incluso el de Molière, Corneille, Racine, interpretados en todas las cortes de Europa, y el de John Milton y su Paradise Lost .El paraíso perdido] (1667). Añadamos la invención del microscopio perfeccionado por Van Leeuwenhoek, que había revolucionado la medicina y la biología. Pronto, en 1712, Newcomen iba a construir en Inglaterra la primera máquina de vapor con caldera, cilindro y pistón.

En todos estos dominios, nada comparable había nacido en la santa Rusia ortodoxa que confinaba a los comerciantes procedentes de Europa en un barrio a las afueras de Moscú. Ahora bien, este barrio era frecuentado asiduamente por Pedro en su juventud y fue con estos comerciantes que tomó conciencia del aislamiento de Rusia y del abismo que separaba al país de Europa occidental. Él quería, entonces, hacer salir a su país de su larga Edad Media y para ello decidió visitar Europa y ver por él mismo las razones de este avance. Esta visita duró dos años. Se trató de la “Gran Embajada” que comprendía doscientas personas conducidas por otra persona distinta del zar, quien quería permanecer anónimo. Antes de partir hizo gravar una estampilla con las palabras: “Estoy entre colegiales y reclamo maestros”.

El viaje lo condujo a Holanda y después a Inglaterra. Multiplicó los encuentros con los ingenieros marinos, carpinteros, fundidores de cañón y otros gremios, cirujanos, médicos, siempre tomando notas, medidas, tratando él mismo de usar los instrumentos o herramientas. Durante varios días, participó con sus propias manos en la fabricación de un navío: su primer objetivo era dotar a Rusia de una flota mercante y de guerra, y crear un puerto en el Báltico para abrir el país al comercio con Europa —lo que hizo más tarde fundando en 1703 la ciudad de San Petersburgo en los bordes del Neva—. En Ámsterdam, Londres y Viena, Pedro fue suntuosamente recibido por los reyes y los príncipes reinantes. En contraste, Luis xiv rechazó su visita. Como lo narra Saint-Simon en sus memorias, Pedro podría aparecer en Francia como “el soberano de una nación despreciada y ignorada completamente por su barbarie”.

Pedro el Grande regresó a Moscú llevando con él decenas de sabios y artesanos para ayudarlo a modernizar Rusia. Emprendió grandes reformas, en primer lugar de la armada, la administración del Estado, el sistema escolar, e incluso de la Iglesia ortodoxa, creando el Santo Sínodo que limitaba los poderes del Patriarcado de Moscú. Hizo traducir múltiples tratados científicos y manuales técnicos de lengua alemana, inglesa, holandesa y francesa, incluyendo obras que describían las costumbres “bárbaras” de los rusos, para que éstos tomaran conciencia de lo que eran. Obligó a los Boyardos a aprender estas lenguas extranjeras. Los forzó a abandonar sus lagos caftanes por vestimentas europeas, alemanas o húngaras de preferencia. También, promulgó un edicto que imponía a todos los nobles y a todos los funcionarios del Estado rasurarse la barba, quedaron exentos de ello el clero y los campesinos. Esta medida causó un enorme escándalo porque, para los rusos ortodoxos, la barba era un ornamento dado por Dios, llevado por los profetas, los apóstoles y Jesús mismo.

Todas estas reformas suscitaron la oposición más viva de parte de la nobleza y del alto clero ortodoxo. Pedro el Grande fue acusado de traicionar el “alma eslava” y de “violentar la Santa Rusia”. El zarévich Alexis, muy próximo al clero y a su madre, habría entonces prometido secretamente a unos y a otros que después de suceder a su padre anularía todas estas reformas. Y cuando Pedro el Grande, diecinueve años después de la “Gran Embajada”, emprendió su segundo viaje histórico a Occidente (1716-1717), el cual lo condujo a París, donde esta vez fue recibido con gran pompa por Luis xv niño y por el regente de Francia, el duque de Orleans, Alexis se fugó de Moscú y solicitó clandestinamente asilo al emperador de Austria.

A su regreso a San Petersburgo, en octubre de 1717, Pedro el Grande lo hizo buscar y cuando lo encontró en Nápoles le prometió su perdón y su gracia si regresaba. Alexis regresó. Renegando de sus promesas, Pedro lo hizo juzgar por un doble tribunal, el primero eclesiástico, el segundo secular, que lo condenó a muerte el 24 de junio de 1718. El 26 se le encontró muerto en su celda, probablemente ejecutado por orden de su padre. Mientras tanto, decenas de nobles, obispos, guardias y servidores que confesaron bajo tortura que habían sido cómplices del zarévich fueron ejecutados, casi siempre por decapitación.

Después del deceso de Pedro el Grande en 1725, la política de reformas fue casi abandonada hasta que, treinta años después, Catalina ii retoma la iniciativa de reformas y de apertura a Occidente, apoyándose en consejeros franceses. Bajo su reinado (1762-1796), Rusia se expandió a expensas de Polonia y el Imperio Otomano. Modernizada, Rusia se volvió una gran potencia europea antes de la Revolución Francesa y no iba ya a dejar de pesar en la evolución de Europa y más allá.

Me demoré en el ejemplo de Pedro el Grande por varias razones. Este ejemplo muestra que antes incluso del desarrollo del capitalismo industrial que debía, en el siglo xix, incrementar aún más y por mucho tiempo la superioridad económica y militar de Europa occidental en relación con el resto del mundo, al final de siglo xvii Rusia y Europa oriental no pudieron modernizarse más que occidentalizándose. Muestra también que fue necesario que aquel que iba a gobernar Rusia tomara conciencia de las lagunas del país en numerosos dominios y que quisiera ponerles poner fin. Fue necesario, por tanto, que actuaran personalidades como Pedro el Grande o Catalina ii, y eso dependió en parte de la pura contingencia.

Pedro el Grande, por ejemplo, es el único soberano conocido que en dos ocasiones, y cada vez durante meses, visitó los Estados de Europa occidental para darse cuenta por él mismo de lo que le faltaba a su país con el fin de igualarlos (y combatirlos). Cada vez, él regresó a su capital seguido de una flota de expertos occidentales. Será necesario esperar a 1868 para que la mitad de los ministros del primer gobierno instaurado en Japón por la revolución de Meiji parta a visitar Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania, para hacer el inventario de lo que el país debía tomar prestado de Occidente con el fin de hacerlo tan bien, si no mejor que él, y de resistirle. Su viaje duró igualmente cerca dos años.

Última observación: nunca entre las reformas impuestas o imaginadas por Pedro el Grande figuró el proyecto de modificar el régimen político autocrático de Rusia. Cuando va por primera vez a Inglaterra en 1697, el país se había vuelto una monarquía constitucional desde 1689 y los súbditos del rey habían obtenido antes, en 1679, el goce del Habeas corpus que garantizaba su libertad individual y los protegía de arrestos arbitrarios de parte de su soberano. Pedro el Grande asistió de incógnito a una sesión del Parlamento inglés y declaró enseguida que no podía aceptar que los parlamentos impongan límites a los poderes de un rey. En Rusia, el régimen político iba, por tanto, a seguir descansando en el poder autocrático del zar (o de la zarina), asociado al de la religión y el clero ortodoxos. Y eso no iba a cambiar en los siglos siguientes.

El autocratismo del joven zar no es seguramente en este extremo fin del siglo xvii la razón del desprecio de Luis xiv. ¿No se había comportado este último a todo lo largo de su reinado como un monarca “absoluto y de derecho divino” y mostrado tan cruel en sus represiones? De hecho, a los ojos de los soberanos de Europa occidental Rusia portaba los estigmas de su conquista por los mongoles, quienes ejercieron sobre sus príncipes su suzeranía durante más de dos siglos (1240-1480). Rusia se encontró cortada de Europa, pero siempre vuelta hacia Bizancio, de la que adoptó la religión ortodoxa, lo que la opuso aún más al resto de la Europa cristiana, vuelta hacia Roma.

Ahora bien, 1480 precede doce años el “descubrimiento de América” y diecisiete el rodeo de África por Vasco de Gama de camino hacia la India (1497). El siglo xvi fue el siglo de la fundación de los imperios coloniales y de la riqueza de Portugal y España, el siglo del nacimiento del protestantismo, de la Reforma y Contra-Reforma. En las fronteras de Rusia, Suecia y Prusia se vuelven países protestantes, Lituania y Polonia siguen siendo católicos. Posteriormente, en Europa, ningún país iba a cambiar de religión.

En el siglo xvii, los Países Bajos conquistaron la soberanía sobre los mares y Francia e Inglaterra se arrojaron a su vez a la conquista de otros mundos. Todos se hicieron la guerra, lo que estimuló las innovaciones en los dominios de la marina, la artillería, el armamento y las tácticas militares. En resumen, la riqueza, el poder militar, pero también los avances de estos Estados en las ciencias y el resplandor de sus artes hicieron de ellos modelos a imitar para aquellos que, como Pedro el Grande, quisieron cambiar el estado de su sociedad para igualarlos y combatirlos.

Para Occidente, modernizarse y occidentalizarse dependen del mismo proceso, pero para todos los demás Estados occidentalizarse es tomar prestado a Occidente sus medios de aumentar su poder y su riqueza, y administrar mejor el Estado. Es también modificar a profundidad los modos de pensamiento y las maneras de vivir de las poblaciones. Para países no occidentales, la occidentalización puede ser o bien impuesta, o bien buscada y adoptada, y en este último caso es una élite quien se encarga de ello sin solicitar su opinión a sus poblaciones.

El dominio sobre el mundo inaugurado en el siglo xv por los portugueses no iba a cesar hasta el siglo xix, cuando nuevos actores se embarcaron a su vez en la “aventura colonial”: Alemania, Bélgica, Italia, Estados Unidos, alcanzados en el siglo xx por un Japón modernizado y “occidentalizado”. Colonizar fue siempre, para un país, descubrir antes que los otros un territorio a conquistar, invadir, someter y después gobernar, ya sea directamente o bien exigiendo la obediencia y la cooperación de los poderes locales. Obediencia y cooperación en explotar los recursos y la mano de obra en provecho ante todo de la metrópoli. Por supuesto, para legitimar estas violencias y apaciguar las conciencias cada Estado tenía una “noble” razón. Durante los primeros siglos, fue para llevar a los pueblos sometidos el tesoro sin precio de la “verdadera” religión, la de Cristo. Enseguida, fue la preocupación altruista de “civilizarlos”. Porque con la revolución industrial y los enormes progresos de las ciencias modernas, Occidente había llegado a pensarse y vivirse en el siglo xix como único portador del progreso de la humanidad. Nadie debería sorprenderse que subsista en los pueblos otrora colonizados una memoria viva de sufrimientos y humillaciones padecidas que alimenta a la vez resentimiento y deseo de venganza.

El capitalismo industrial iba a volverse la punta de lanza de la economía de mercado capitalista: nació primeramente en Inglaterra al final del siglo xviii, antes de expandirse en el siglo xix en una gran parte de la Europa atlántica y la del norte. Para responder a la demanda creciente y sin cesar de productos europeos manufacturados destinados al comercio internacional y a la economía de las colonias, se impusieron entonces la idea y la necesidad de inventar máquinas para incrementar la eficacia del trabajo humano, principalmente aún manual, e incluso para remplazarlo. Rápidamente, la producción de máquinas iba a hacer nacer la industria que, asociada a los progresos de las ciencias modernas, se volvió la punta de lanza de la expansión del capitalismo, permitiéndole apoderarse, uno tras otro, de los principales dominios de producción de mercancías explotando una mano de obra de hombres y mujeres libres de toda dependencia “feudal” y trabajando por un salario pagado en dinero.

Es en esta época que Occidente comienza a crear para sí mismo las condiciones materiales de existencia que iban a ser enseguida adoptadas por todas las sociedades no occidentales. Recordemos algunos de estos descubrimientos e inventos: fuentes de energía (gas, petróleo, carbón, electricidad, energía nuclear); industrias (siderurgia, metalurgia, industria química, etc.); medios de transporte (tren, automóvil, avión, navíos de motor, motos, bicicleta); de comunicación (teléfono, telégrafo, etc.) y de destrucción (armamento, tanques, aviones).

Al final del siglo xix y en los primeros años del xx, la superioridad económica, financiera y militar de algunos países occidentales y de los jóvenes Estados Unidos sobre el resto del mundo —colonizado o no— no tenía medida común con lo que había ocurrido en los siglos precedentes, Más que nunca, Occidente era un modelo a imitar por aquellos que querían transformar su sociedad y al mismo tiempo un modelo a combatir. Sin embargo, Occidente no era solamente un modelo por su poder militar y económico. Lo era también por sus estructuras administrativas y políticas, marcadas por las revoluciones inglesa y francesa, así como por las luchas por su autonomía de las nacionalidades integradas en el inmenso Imperio Austrohúngaro. Occidentalizarse, es de igual manera tomar prestado a Occidente diferentes constituciones, la creación de parlamentos, partidos y elecciones, la adopción del Código de Comercio alemán, del Código Civil francés, etc. De suerte que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de todas las naciones no occidentales se había logrado primeramente por sus esfuerzos, pero también sobre la base de sus préstamos a Occidente (a veces impuestos por éste), en adelante integrados en su funcionamiento y reproducción. Hoy se tiene tendencia a olvidarlo o incluso a negarlo, pero es imposible borrarlo.

La guerra de termina el 2 de septiembre de 1945 con la rendición de Japón. En ella hubo al menos 52 millones de muertos, de los cuales más de 22 millones fueron rusos y 6 millones judíos masacrados y deportados a los campos de concentración nazis. Las destrucciones materiales, de ciudades, puertos, infraestructura, etc., fueron terribles, de una amplitud inigualada en la historia de la humanidad, tanto en Europa como en Asia.

Vencidos el nazismo y el fascismo, permanecían frente a frente la Unión Soviética comunista, dirigida por Stalin, y el Occidente capitalista y democrático, con los Estados Unidos como líder. A pesar de sus pérdidas enormes, la urss se industrializó fuertemente en el curso del conflicto. Stalin impuso la dictadura de los partidos comunistas en todos los territorios europeos que la Armada Roja ocupó (Polonia, Alemania del Este, Hungría, Rumania, Bulgaria, Checoslovaquia). Estos países se vuelven, ironía de las palabras, unas “democracias populares”. El bloque comunista se refuerza el 1ero. de octubre de 1949, cuando Mao Tse Tung, vencedor de Chiang Kaishek, proclama el nacimiento de la República Popular de China.

Desde entonces, comienza entre el bloque comunista y Occidente una sucesión de guerras calientes y frías en todos los continentes, desde Corea del Norte y Vietnam, a Angola y Etiopía. Guerras que se mezclan con guerras de independencia, que estallan en numerosas colonias de las antiguas potencias europeas. La segunda mitad del siglo xx estará marcada por dos acontecimientos mayores: la desaparición sangrante o pacífica de los imperios coloniales, que concluye hacia 1960-1970 (con excepción del imperio ruso); el hundimiento, y después la desaparición, de la Unión Soviética y del socialismo el 24 de diciembre de 1991, seguidos de una transición caótica y dolorosa a la economía de mercado capitalista piloteada por consejeros americanos e incompetentes.

En resumen, en los años 1980 estaban reunidos todos los componentes del mundo en el que nosotros vivimos en los inicios del siglo xxi. Con la desaparición de las economías socialistas, el capitalismo se volvió el único sistema económico verdaderamente mundial que haya existido alguna vez. Y con la desaparición de la Unión Soviética, los Estados Unidos se volvieron la única hiperpotencia que domina militar, económica y financieramente al resto del mundo. Cada una de las dos guerras mundiales había enriquecido considerablemente a los Estados Unidos, convertidos en el líder incontestable del sistema capitalista y de Occidente, de suerte que proseguirían simultáneamente tres objetivos: defender sus propios intereses, defender al capitalismo contra la expansión del comunismo, defender la democracia. En la práctica, los Estados Unidos a menudo sacrificaron la democracia y los derechos del hombre ya sea para luchar contra el comunismo o bien para defender sus propios intereses.

En 2001, Bin Laden y Al Qaeda desafiaron abiertamente la supremacía estadounidense y contaron con el apoyo declarado de los movimientos del Islam radical. Esto no era sino un inicio. Porque si la desaparición del socialismo había permitido al capitalismo mundializarse, la mundialización del capitalismo iba a la vez a enriquecer y a debilitar a Occidente. Enriquecerlo, porque permitió la deslocalización de miles de empresas europeas y estadounidenses hacia países de mano de obra barata. Debilitarlo, porque deslocalizándose, las empresas europeas y estadounidenses dejaron tras ellas zonas económicamente desiertas donde se establecieron de manera permanente un desempleo estructural y una gran pobreza. De ahí un hundimiento interno de las democracias occidentales.

Debilitamiento igualmente en relación con el poder económico y militar de China que crece sin cesar. Exigiendo de los occidentales la transferencia de sus tecnologías a cambio del empleo de su mano de obra a bajo costo, China ha subsanado en algunos decenios su retraso en relación con Occidente y ambiciona hoy volverse la primera potencia económica mundial. Desde luego, China no tiene ya por objetivo combatir el capitalismo puesto que forma parte de él. En tanto que dictadura, rechaza y combate la democracia. Pero en tanto que nueva gran potencia, quiere, como muchos otros países, Rusia, India, Irán, Turquía y antiguas colonias, poner fin al orden mundial instaurado después de la Segunda Guerra Mundial, dominado por los Estados Unidos y Occidente. China es un ejemplo de país modernizado y en parte occidentalizado que, no obstante, ha fijado líneas rojas a su occidentalización. ¿Qué componentes de Occidente ha integrado y qué dejó de lado para mantener intacto el corazón de la civilización china al tiempo que se modernizaba? Tres elementos constituyen el nudo de aquello a lo que China está unida: en primer lugar, la conciencia de su centralidad y su superioridad civilizatorias; enseguida, la ejemplaridad del Estado, que debe promover la armonía social, cuyo reverso es, no obstante, su omnipotencia en la sociedad; finalmente, el conocimiento y la referencia permanente a los clásicos chinos impuestos a todas y a todos, forma de modernidad que precedió la inventada en Occidente.

La invasión de Rusia a Ucrania el 24 de febrero de 2022 —bajo el pretexto de que este país de 45 millones de habitantes estaría gobernado por “nazis” y haría padecer un “genocidio” a los ucranianos rusoparlantes y se prepararía, con la ayuda de la otan, a atacar a la Federación Rusa—, puso al día todas las contradicciones y oposiciones engendradas desde el siglo xix y que actúan permanentemente en el seno de las relaciones entre Occidente y el resto del mundo. ¿Habría llegado el momento para los Estados hostiles a Occidente de entonar un réquiem por Occidente, y para los populistas en Occidente de celebrar la desaparición de la democracia? Y si muchos pueblos no han podido modernizarse más que occidentalizándose parcialmente, ¿van a prohibirse mañana toda relación con Occidente, inmunizarse contra su influencia? No lo pienso y este libro1 da las razones de ello.

***

¿Por qué, entonces, escribí este libro? La respuesta es para mí evidente: porque me volví antropólogo y mi oficio me hizo pasar muchos años sobre el terreno observando y analizando los cambios que la presencia y la presión de Occidente continuaba engendrando en el seno de las sociedades donde he vivido y trabajado —en Mali, gobernado por Modibo Keita y su partido, el Reagrupamiento Democrático Africano (rda), después de que el país hubo proclamado su independencia y se volvió hacia la urss; en Perú, donde el general Velasco Alvarado acababa de nacionalizar los bancos y las minas y emprendía una reforma agraria que implicaba la expropiación a propietarios de inmensas haciendas; en Nueva Guinea, donde pasé casi siete años en el seno de una tribu que pasó al control de la administración colonial australiana sólo algunos años antes de mi llegada—. En 1975, estuve ahí cuando Australia, gracias al acceso al poder del Partido Laboral, “concedió” la independencia a Papúa Nueva Guinea, un nuevo Estado que formará parte de la Asamblea de las Naciones Unidas.

Al principio, no habría imaginado nunca lo que sería mi vida. Normalista, licenciado en psicología y en sociología, después de la agregación de filosofía no quería pasar mi vida, como muchos, filosofando sobre la obra de los filósofos. Quería aprender otra cosa. Por razones políticas, mi elección se inclinó por la economía. Pasé entonces un año en el cepe (Centro de Estudios y de Programas Económicos), creado para formar al personal del Comisariado General del Plan buscado por el general De Gaulle después de la Segunda Guerra Mundial. Los alumnos eran casi todos politécnicos o centralistas.2 Nosotros construíamos modelos matemáticos del funcionamiento de una economía de mercado que incluía elementos de planificación. El carácter formal de estos trabajos y mis límites en matemáticas me impulsaron muy rápido a buscar una disciplina más concreta y es entonces que descubrí la antropología económica, que existía en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, pero no en Francia.

Una feliz combinación de circunstancias hizo que Claude Lévi-Strauss me invitara a unirme a su laboratorio de antropología social en el Colegio de Francia. Fue él quien, después de una misión a Mali consagrada a los estudios de los efectos del Plan sobre la vida aldeana (donde constaté que si bien existía un Ministerio y un ministro del Plan, no había Plan), me sugirió partir a Nueva Guinea, a sus ojos el último lugar donde se podía aún practicar el oficio de antropólogo “a la antigua”, inmerso durante meses y meses en el seno de una tribu sometida o no a una administración colonial europea. Es ahí que encontré, en el corazón de las montañas de Nueva Guinea, a los Baruya, una tribu “descubierta” en 1951, pero controlada solamente hasta 1960 por la administración colonial australiana. Yo iba a pasar ahí siete años repartidos en un periodo de veinte, entre 1967 y 1988. Mi mutación interior estaba hecha.

Desde el primer día de la llegada de los “Blancos”, los Baruya habían perdido su soberanía sobre sí mismos y sobre su territorio. Su porvenir no estaba más entre sus manos e iba a ser moldeado cada vez más por decisiones y acciones cuya iniciativa recaía en el poder colonial. Las transformaciones padecidas, pero también queridas a veces por los Baruya —porque los colonizados no padecen nunca pasivamente la colonización, ellos se apoderan de ella para sacarle ventajas y una nueva identidad— son un ejemplo particularmente claro de los efectos conjuntos de la mundialización y la occidentalización. Una suerte de caso de escuela de los efectos de la integración forzada de una sociedad local no occidental en esta parte del mundo dominada todavía por Occidente: pacificación, cristianización y erradicación (no siempre coronada con éxito) de la religión ancestral; entrada en la economía de mercado y monetarización de una parte de las relaciones sociales (la compensación en dinero que sustituye el intercambio de mujeres entre los clanes para sellar una unión matrimonial); debilitamiento de las formas de ayuda mutua tradicionales que reposan sobre relaciones de parentesco, vecinales o de iniciación, etcétera.

Transformándose bajo la presión y la influencia de Occidente, la sociedad baruya había entrado en un nuevo mundo globalizado, uno global vuelto local, y había dado un paso más en un mundo que le era extraño y desconocido. Fue en el curso de mi última estancia entre los Baruya que nació el proyecto de escribir este libro, de dar un paso atrás y analizar “a gran escala” los procesos que han acompañado el dominio de Occidente sobre el resto del mundo, a saber su creciente poder, su “modernización”, pero también la modernización forzada o querida de las sociedades no occidentales. Un grupo de hombres y mujeres cristianos había venido a verme para que yo escribiera en un cuaderno los nuevos nombres (Mary, John, Simon, etc.) que los Baruya querían tener cuando un misionero se presentara y pudiera bautizarlos. A la pregunta, “¿por qué hacen eso?”, un joven que había conocido la vida y el trabajo en las ciudades me respondió: “Es para ser moderno”. “Pero, ¿qué es ser moderno?”, le pregunté. “Ser moderno, Maurice, es simple, es seguir a Jesús y hacer negocios”.

Hacer negocios para él no era sacar provecho sino ganar dinero. Es lo que hacía falta ahora para vivir. Seguir a Jesús era hacer como los Blancos, cuyo Dios debía ser poderoso porque ellos tenían el poder y la riqueza (aviones, radios, jeeps, fusiles, etc.). Los Baruya, en ese momento, le rezaban al Dios de los cristianos sin haber comprendido aún la noción de pecado y menos aún la de pecado “original”. Más difícil para ellos era comprender que eran, en adelante —además de ser como antes, miembros de su tribu, tradicionalmente en guerra con las tribus vecinas—, los ciudadanos de una democracia a la occidental y que compartían su nueva soberanía sobre todo el territorio de Papúa Nueva Guinea con otras ochocientas tribus o más que lo habitaban.

Tribus, grupos étnicos de lengua, cultura, religión y poder diferentes, existen aún miles, desde Birmania a Yemen o a Afganistán, de Irán a Arabia Saudita, en toda el África del Norte como del Sur, de México a Chile. Estos no son vestigios ni anomalías llamadas a desaparecer. Son también actores de nuestro tiempo y portadores de su historia que nos obligan por su existencia misma a mirar de frente la complejidad del mundo real y nuestra propia historia.

Este libro se consagra a trazar los fundamentos, las formas y las etapas de la dominación militar, económica, financiera y política de Occidente sobre el resto del mundo, dominación inaugurada en el siglo xv por los navegantes portugueses ávidos de las riquezas de las Indias y de China. Como resultado de esta dominación, Occidente se volvió un modelo a imitar para numerosos países, o a combatir para muchos otros, hasta nuestros días en que su dominio sobre el orden mundial se encuentra puesto en cuestión o rechazado –lo que no le impide continuar estando presente y actuando entre aquellos mismos que lo combaten.

Notas

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Con este título traduzco la Introducción al más reciente libro en francés de Maurice Godelier, a quien le agradezco su apoyo en esta iniciativa. Agradezco también a Blandine Genthon y Cécile Déan, de las Ediciones del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (cnrs por sus siglas en francés), el permiso que me concedieron para traducirlo y publicarlo en castellano: Víctor Manuel Uc Chávez.

Maurice Godelier. Quand l’Occident s’empare du monde (xve-xxIe siècle). Peut-on alors se moderniser sans s’occidentaliser? © cnrs Éditions, 2023.

1Se refiere al libro del que este texto constituye la introducción.

2En referencia a la École Central de Paris (N. del T.).

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