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Interpretatio. Revista de hermenéutica

versão On-line ISSN 2448-864Xversão impressa ISSN 2683-1406

Interpret. Rev. herméneut vol.7 no.1 Ciudad de México Mar. 2022  Epub 03-Mar-2023

https://doi.org/10.19130/irh.2022.1.2701x48 

Reseñas

Diana Alcalá Mendizábal. Reflexiones en torno al símbolo. Una hermenéutica de la luz en el Medioevo. UNAM, IIFL, 2020.

Rodrigo Espinoza Hernández*1 
http://orcid.org/0000-0002-5911-2766

1Universidad Nacional Autónoma de México, Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas, weirdfish95@gmail.com

Alcalá Mendizábal, Diana. Reflexiones en torno al símbolo. Una hermenéutica de la luz en el Medioevo. ., UNAM, IIFL, 2020.


La preferencia por las verdades unívocas, la búsqueda de sentidos precisos y muy concretos, y en general las tendencias de tipo racionalista, constituyeron en el pasado, y acaso sigan constituyendo en algunos ámbitos del presente, formas preponderantes de aproximación y comprensión de la realidad. Por eso este libro es singular y oportuno, afortunado para el hoy, pues nos habla de una manera de significar alternativa, polivalente, viva, ya ciertamente antaña, pero que sigue suponiendo una invitación al descubrimiento, al misterio, a la unión y al enigma: la manera simbólica. En su libro, Diana Alcalá Mendizábal nos habla del símbolo, y lo reivindica para nosotros. En sus 150 páginas recorre agudamente reflexiones de importantes pensadores neoplatónicos y medievales en torno a la luz como símbolo, y, a partir de ese recorrido, presenta un examen de lo luminoso como componente esencial de la catedral gótica. Hace una cosa y la otra para traernos lo simbólico de vuelta, para recordarnos lo que el símbolo hace y permite, lo mucho que puede enriquecer la experiencia (casi casualidad) de seguir aquí, además de comunicarnos con ello la necesidad de optar por una hermenéutica que le haga justicia y evite su cosificación, su muerte sígnica, de tal manera que, al final de la lectura, disponemos nuevamente de ese bello y poderoso artefacto que restablece vínculos pretéritos y que puede ayudarnos a contravenir la catástrofe actual.

El primer capítulo nos conduce por el tratado teológico-ético sobre la luz de Filón de Alejandría, por la teoría de ascenso del alma de Plotino y por la filosofía de Proclo. En las reflexiones de estos pensadores, el símbolo de la luz es empleado para hablar de las relaciones del ser humano con el orden divino, con el universo y con todo aquello que le excede por completo y que casi no puede alcanzar a decirse. La luz es concebida como presencia divina, no solo en su manifestación exterior, fenoménica, sino también en su manifestación interior, como luz intelectual que guía en la vida, que permite, iluminando, conocer el mundo y conocerse a sí mismo, que devela el brillo de las buenas acciones y de cada virtud, hasta posibilitar, al final del tránsito por la existencia, el retorno a la hoguera de la que el diminuto fulgor que somos se desprendió. Diana Alcalá rescata muy bien un importante matiz que preocupaba a estos filósofos sobre el asunto al recordarnos que la luz intensa, vista de golpe y sin ninguna preparación, puede marear, cegar, convertirse en noche: “¿Cómo un sujeto que está acostumbrado a vivir en el movimiento incesante de las pasiones y las emociones podría comprender de un tajo el no movimiento o simpleza de la verdad divina?” (40). El ser humano, señala, está llamado a encaminar con sumo cuidado y prudencia su pequeña luminaria hacia la luz divina original. Aunque se trate, la suya, de una tambaleante llama, es más que suficiente para mantenerlo a salvo de las pasiones, del amor a los sentidos, de las equivocaciones que subyugan y otras muchas oscuridades. A Plotino le gustaba decir que este camino hacia el Uno luminoso era escalonado y que, por lo tanto, existían, en cada peldaño, distintos niveles de intelección y contemplación de aquella hoguera arquetípica. Para estos pensadores neoplatónicos, el fuego divino al que tendemos es inconmensurable, pero, no obstante, llevamos ya una porción de él en nuestra nimiedad, y por eso mismo mucho dependerá de nosotros, de nuestras decisiones en la vida, que el fuego vuelva a tocarse y a fundirse con el fuego.

En el segundo capítulo, Alcalá nos cuenta la vida del símbolo de la luz en el siglo v, en particular dentro de la teología negativa y la teología positiva de Pseudo Dioniso Areopagita, herederas directas de las consideraciones neoplatónicas antecedentes. Para este teólogo y místico bizantino, la luz como símbolo permite hablar del itinerario que debe seguir el entendimiento para lograr la contemplación pura de la divinidad y finalmente la unión del alma con ella. Este itinerario, explica, consta de dos momentos. El primero es el momento negativo: el alma irá desechando, ayudada por la iluminación intermitente de las verdades eternas, todas las oscuridades que lleva y todas las otras que le asedian. Estas verdades liberarán al individuo de la materia, le ayudarán a desprenderse de las cosas sensibles a tal grado que en algún momento su misma actividad intelectiva se detendrá para conducirlo a un estado de contemplación sin imágenes ya muy cercano a la unión con Dios, ya muy cercano a la santidad (79). Es allí donde el momento positivo entrará en juego y culminará la tarea, pues ese desprendimiento previo no basta; para completarse necesita que el destello recién nacido en el alma eche brillo fuera, que la belleza y la bondad adquiridas reluzcan, mejorando no solo la vida individual sino también la vida colectiva. Ese conocimiento supraesencial, “que va más allá de la experiencia personal [...] que trasciende fronteras y que se inserta en lo más profundo y esencial de la vida” (81), ese conocimiento propio del hombre entregado a la luz, del hombre místico, deberá servir como fogata para alumbrar y cobijar a los otros en su camino hacia la reconciliación.

San Buenaventura es el gran protagonista del tercer capítulo, el último antes de examinar lo luminoso como componente esencial de la catedral gótica. La posición de este místico y teólogo franciscano del siglo XIII se distingue por subrayar la similitud entre Dios y su creación, así como sus íntimas vinculaciones. La luz será otra vez símbolo recurrente para hablar de esa paridad profunda y para hablar de los grados de comprensión de esta en el hombre, los cuales purificarán su alma poco a poco. Principio originario, actividad, influjo, la luz de Dios en su simpleza hace que todo lo creado se anime y ondule. En el ser humano está sintetizado el macrocosmos entero y en cada ser en el mundo, por insignificante que parezca, hay resabios luminosos de divinidad. Inclusive, y Diana Alcalá hace muy bien en enfatizarlo: para san Buenaventura los sentidos no son necesariamente puertas para la perdición y el equívoco, sino que pueden ser oportunidades para el reconocimiento de lo sagrado: “la experiencia personal se enriquece profundamente con la belleza que captan los sentidos, por los cuales se capta gozosamente la perfecta armonía con la que se hizo la creación, reconociendo de inmediato la belleza y perfección del propio creador” (100). No debemos olvidar que a través de los sentidos la hermosura es generosa con nosotros y se nos muestra en la Tierra, y son la contemplación y la admiración de ella las que nos hacen sentir, instantes contados e indelebles, que la frontera con el gran artífice no existe ya. El logos humano aspira a fundirse con el logos divino, pero hay que hacerse cada vez más apto para captar la luz en su pureza, y ese proceso ya no es solamente racional, sino que involucra al ser entero.

Se llega así al último capítulo del libro, en el cual quedará claro el sentido profundo que guarda la utilización cuidada y sutil de la luz en los espacios sagrados, en este caso la catedral gótica medieval de Saint Denis, de la cual se ofrecen algunas imágenes en el libro. Como se expone en los capítulos anteriores, la luz fue considerada por todos esos filósofos, teólogos y místicos como un pasaje a la trascendencia, por lo que resulta natural que el abad Surger se haya preocupado particularmente por su empleo en la edificación de la mencionada catedral. La luz debía tener la función de penetrar no solo por los vitrales, sino en el alma misma del adepto, como suave caricia de los dedos de Dios, extendidos desde los lindes últimos del cosmos. Asimismo, la luz debía servir para que el feligrés se abandonase y tuviese una suerte de paz contemplativa que pusiera entre paréntesis las tinieblas del mundo y de sus penas. No debía tratarse de una contemplación simplemente estética, sino de una experiencia de unificación y máxima alegría, conciliación suprema y experiencia cabal de lo celeste: “la luz del entendimiento se eleva a la vera lux, y el devoto goza de la belleza divina contemplando la gracia que desciende y lo envuelve en forma de luz” (108). Para que esto fuera así, para que la luz en la catedral gótica vinculara lo inmanente y lo trascendente, lo singular y lo universal, era necesaria no solo una cierta disposición y dignidad en el fiel, sino también una cierta disposición de otros elementos brillantes en la catedral, tales como los objetos dorados, las joyas, las piedras preciosas, las sotanas, y hasta los vitrales, sitios donde llega esa luz a avivar los colores, tal y como llega al mundo a iluminar sus matices (122).

Pasaje, vínculo, misterio, oportunidad, reconciliación, éxtasis o camino, la luz ha sido un símbolo muy frecuentado en la historia de la humanidad. Este hermoso libro nos cuenta algunos episodios de su vida que resultan hoy muy pertinentes. Y es que no cabe duda de que en el mundo contemporáneo una de las tareas cruciales será la de recuperar el vínculo con todo lo que es sagrado y está más allá, vínculo que no tiene por qué involucrar necesariamente una deidad con un nombre y una religión determinada. El símbolo de la luz, como todo símbolo, es un artefacto muy complejo, cargado de significaciones posibles y abundante porvenir; exigente, eso sí, apunta Alcalá, de una hermenéutica analógica, partidaria de la demora, de una mirada cuidadosa que lo explore de manera profunda y siempre inacabada, para que aquello que se manifiesta dentro suyo no fenezca. A lo largo de estas páginas uno recobra el encanto por las luminosidades cotidianas, pero al mismo tiempo siente venir el imperioso deseo de simbolizar, de jugar a que las cosas son mucho más que ellas mismas, muchísimo más que ellas mismas. En medio de una pandemia mundial, en medio de un encierro sin fin y el agobio de las malas noticias, este libro, simbólicamente hablando, necio, cintila.

Tesista en la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Realiza su servicio social en Interpretatio. Revista de Hermenéutica, en el Instituto de Investigaciones Filológicas.

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