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Medicina y ética

versão On-line ISSN 2594-2166versão impressa ISSN 0188-5022

Med. ética vol.31 no.1 Ciudad de México Jan./Mar. 2020  Epub 21-Ago-2023

https://doi.org/10.36105/mye.2020v31n1.05 

Artículos

El aspecto médico y la dimensión existencial de la enfermedad: reflexiones bioéticas

* Profesora/investigadora de la Facultad de Ciencias de la Salud. Centro Interdisciplinario de Bioética de la Universidad Panamericana, Ciudad de México, México. Correo electrónico: lvelazquezg@up.edu.mx


Resumen

Según la concepción «clásica», el fin de la medicina era el de ayudar a conservar y recuperar la salud, entendida como un bienestar físico, emocional y vital, al cual contribuían acciones materiales, influjos sobrenaturales y cosmológicos. Con el Renacimiento, la ciencia moderna ofrece sus conocimientos a la medicina, en la cual desaparece la consideración de influjos sobrenaturales y cósmicos. Además, la concepción dualista cartesiana reducía la medicina a ocuparse exclusivamente del cuerpo del hombre, interpretado como una máquina según modelos propuestos con base en diferentes ciencias. Esta perspectiva fisicalista y analítica ha permitido logros importantes. Sin embargo, la enfermedad implica, en cuanto experiencia vivida por el paciente, aspectos de malestar existencial, fragilidad, dependencia, pérdida de identidad que, a menudo, la medicina piensa no deber considerar en cuanto subjetivos. Hay que eliminar este error, complementando la competencia médica con las varias fuentes ofrecidas por la filosofía, artes, religión, de modo que permitan al enfermo encontrar en su interioridad los sustentos para darle un sentido y valor a su existencia en sus reales condiciones.

Palabras clave: medicina clásica; medicina moderna; experiencia vital; fisicalismo médico

Abstract

According to the «classic» notion, the purpose of medicine was helping preserve and recover health; understanding health as physical, emotional and vital wellbeing, influenced by material actions, as well as supernatural and cosmologic inflows. During the Renaissance, modern science offered its knowledge to medicine, which stopped considering supernatural and cosmic inflows. In addition, the Cartesian notion of Dualism reduced medicine to look exclusively into the body construed as a machine according to proposed models based on different sciences. This physicalist and analytical perspectives have provided for significant achievements. However, illness implies, as far as the experience lived by the patient is concerned, aspects of existential discomfort, fragility, dependence, loss of identity which oftentimes medicine disregards for being subjective. This mistake should be avoided by supplementing medical expertise with the several sources offered by philosophy, arts, religion, which allow the sick to find inside themselves the support required to give meaning and value to their lives in their actual conditions.

Keywords: classic medicine; modern medicine; living experience; physicalist medicine

Introducción

En las últimas décadas varios temas de estudio como, por ejemplo, los de la medicina del cuidado o de los cuidados paliativos, han destacado la importancia de los factores psicológicos, sociales y ambientales en el tratamiento eficaz, sobre todo de ciertas «fases» de algunas enfermedades.1 Con esto se ha logrado un avance concreto en la aplicación del concepto ya admitido desde hace mucho tiempo, pero que ha quedado a menudo al nivel de una afirmación teórica, según la cual el médico no trata la enfermedad sino al enfermo, al paciente. De esta afirmación se siguen varias consecuencias relacionadas con la consideración del paciente como persona humana, dotada de intrínseca dignidad y autonomía, que han cambiado muchas cosas en la práctica médica. Sin embargo, queda todavía algo que profundizar, algo que concierne a la comprensión de la naturaleza misma de la enfermedad, y que sólo en mínima parte puede ser abarcado por la práctica médica. Se trata de la dimensión existencial de la enfermedad, de la cual es importante que el médico tome conciencia, sin con esto pretender cargar a la medicina una tarea adicional. La conciencia de esta dimensión indica otros enfoques que pueden complementar las perspectivas específicamente médicas, y pueden ser de mucha ayuda en el tratamiento integral de una enfermedad, también fuera de las circunstancias relativamente excepcionales representadas por las tipologías más graves que han llamado hasta ahora la atención.

El propósito de este trabajo es el de ofrecer una reconstrucción histórica y filosófica de las etapas que han llevado al estado actual en la manera de entender y practicar la medicina, poniendo en evidencia ciertas limitaciones inherentes a este modelo, para terminar con algunas sugerencias que permitan superar dichas limitaciones.2

1. ¿Qué es la enfermedad?

Cuando en el discurso ordinario se habla de enfermedad, se asocia a esta palabra un cuadro en el cual aparecen médicos, hospitales, estudios de laboratorio, máquinas realizadas con tecnologías muy avanzadas, industrias de fármacos, etc. Dentro de este cuadro, el paciente no encuentra un lugar suyo, en el cual pueda situarse como persona individual. Hasta su enfermedad parece relacionada con ciertas partes de su cuerpo más que con él mismo (se habla de enfermedades del corazón, de la piel, de los pulmones, etc.), y hasta cuando se habla de «sufrimiento» muy a menudo se hace referencia a alguna parte de su cuerpo (él sufre de una infección en los riñones, de un cáncer del hígado, etcétera).

Con esto no queremos minimizar el tamaño y el alcance excepcional de la medicina, sus logros y méritos; sin embargo, tenemos que darnos cuenta de que la enfermedad presenta un largo despliegue de aspectos y apreciaciones posibles; es una «realidad» extremadamente compleja y, por esta razón, pretendiendo conocerla, evaluarla y tratarla desde un punto de vista único, resulta ser siempre reductivo e, incluso, arbitrario. De hecho, podemos decir que en el momento en que atribuimos a la medicina la tarea específica de estar relacionada con la enfermedad, el concepto de medicina recibe una latitud semántica inesperada; esto es, la posibilidad de ser entendida de acuerdo con modelos bastante diferentes, cada uno de ellos relacionado con la forma con que se concibe la enfermedad (aunque, en un segundo momento, el tipo de medicina adoptada funciona como vehículo para interpretar la enfermedad misma de una manera particular).

¿Qué tipo de «realidad» es la enfermedad?3 En su sentido fundamental, tiene el tipo de realidad de experiencia humana vivida; esto es, desde una experiencia existencial que envuelve por completo al sujeto que la vive y, por lo tanto, no puede agotarse en ninguno de los aspectos que la caracterizan. Por ejemplo, es obvio que una enfermedad usualmente implica un nivel más o menos significante de sufrimiento, o eso a menudo implica una lesión corpórea más o menos importante; sin embargo, no puede identificarse correctamente con cualquiera de ellas. Muy a menudo un sufrimiento, incluso uno agudo, aparece para nosotros como una agresión que nos ataca «desde el exterior», produciéndonos dolor, pero frente a ella somos capaces de mantener nuestra autonomía y capacidad de reacción, como también pasa en el caso de varias lesiones que afectan nuestro cuerpo. En el caso de la enfermedad, por el contrario, incluso en una particularmente no tan seria, percibimos claramente un cambio global de nuestra forma de ser y vivir: nos volvemos incapaces de ejecutar una gran variedad de acciones y funciones que son absolutamente triviales y elementales; de pronto nos convertimos en dependientes totalmente de otras personas; nuestras fronteras espaciales y temporales son reducidas drásticamente; vivimos en una situación palpable de impotencia, limitación, fragilidad; nuestra capacidad de hacer proyectos se reduce fuertemente; nuestro cuerpo, que hasta ese momento era una y la misma cosa con nuestro yo y permanecía «no percibido» y «silencioso», se vuelve algo que está frente a nosotros como un obstáculo externo. Es decir, sentimos que «ya no somos más nosotros mismos». Estas características generales se intensifican cuando la enfermedad incrementa su persistencia y seriedad; cuando implica largas e importantes discapacidades; cuando las perspectivas acerca de su duración, las posibilidades de sanar, los grados de una posible recuperación son inciertos; incluso se vuelven más trágicos cuando se intensifica el dolor físico y la perspectiva de un final fatal acompaña todo eso.

Esto, y otras cosas similares, son la realidad de la enfermedad, y sería muy ingenuo afirmar que esas cosas son simplemente «contrapartes subjetivas» de una situación objetiva que, por ejemplo, la medicina es capaz de describir sobre las bases de criterios científicos. Nada es más real que la vida para alguien que la vive, y nadie puede vivir la vida más que en primera persona; esto es, como un sujeto. En este caso, sin embargo, precisamente la subjetividad es la marca genuina de la realidad, y la persona enferma se acerca al doctor (o a alguna otra persona o institución) con la intención de salir de esa experiencia personal vivida que la persona no acepta. Por lo tanto, en último análisis, es la medicina (sea científica o no) la que es medida y juzgada de acuerdo con su capacidad de responder a las necesidades de la experiencia patológica vivida, y no al revés.

Lo que se ha dicho no pretende opacar a la medicina «científica», sino simplemente recordar el hecho de que ésta considera a la enfermedad de acuerdo con una importante, pero parcial, óptica, que para esta razón particular puede y debe ser integrada con otras ópticas capaces de aproximarse a esta experiencia humana dramática de acuerdo con otras dimensiones.4 Precisamente porque afecta directa y profundamente nuestra propia existencia, y la de otros seres humanos que son más o menos cercanos a nosotros, la enfermedad no puede evitar producir esas cuestiones sobre el sentido, que el ser humano se pregunta cuando lo negativo hace irrupción en su existencia. Tales preguntas pueden ser dictadas, en el último análisis, por el deseo de encontrar un medio para expulsar tal negatividad (habiendo entendido sus causas y razones), pero ellas inevitablemente tienen un rango más amplio y, por esta razón, a menudo implica perspectivas filosóficas, cosmológicas, antropológicas y religiosas. Como todas las experiencias humanas vividas, la enfermedad no es de ninguna manera una cosa obvia; debe ser, primero que nada, entendida y explicada, y, en segundo lugar, se podría intentar encontrar su posible sentido. Esta propuesta aparentemente simple, abre, sin embargo, un espectro de las diferentes interpretaciones de la enfermedad (es decir, la respuesta a la pregunta «¿qué es la enfermedad?»), y de las explicaciones que pueden aportarle. En general, dependen de la concepción del hombre que una persona determinada, o una cultura determinada, acepta.

2. Enfermedad y salud

Lo que hemos dicho se vuelve particularmente claro si consideramos cómo la tradición clásica ha concebido el arte médico. De acuerdo con una terminología inaugurada por los filósofos griegos, y conservada por lo menos hasta el Renacimiento (la cual llamaremos «clásica» o «premoderna» para este propósito), téchne (en griego), o ars (en latín), que normalmente traducimos como arte, ha designado un quehacer eficaz fundado en bases teóricas (es decir, en un conocimiento) capaces de brindar las razones para su eficacia con respecto a un objetivo específico. En el caso de la medicina, tal objetivo fue identificado con la salud, y este concepto tuvo una latitud global, lo que significaba una experiencia humana vivida plena y satisfactoriamente. Por lo tanto, la medicina fue definida por medio de una negación; es decir, como remediar la «privación» de salud y, como todos los conceptos definidos por negación, tenía bordes bastante borrosos, estando abierta a diferentes configuraciones, dependiendo del tipo de privación considerada. Por el contrario, en la perspectiva moderna, el objeto específico de la medicina se vuelve la enfermedad. Por tanto, es la enfermedad la que debe ser caracterizada de una forma «positiva» (es decir, de una forma exacta y claramente identificable), mientras que la salud se convierte en un concepto bastante confuso, si se entiende como «ausencia de enfermedad» en un sentido necesariamente general.

Lo típico de las culturas que podríamos llamar «tradicionales», a fin de distinguirlas de la cultura «moderna» (y a las cuales, por tanto, también pertenece la cultura «clásica») es el hecho de concebir la existencia humana como incrustada en un cierto orden, y la salud (entendida en el sentido global mencionado arriba) como consistente en una plenitud existencial derivada de una congruencia de la vida individual, con tal orden que es, al mismo tiempo, universal y particular. La universalidad es expresada por la idea de que el cosmos entero es un todo ordenado, y tal ordenación recibe un sentido que llamamos «religioso», ya que es pensado como la manifestación de una presencia divina entendida de diferentes maneras. En ciertas culturas, la divinidad es concebida con características de trascendencia, y el orden es interpretado como la consecuencia de un proyecto consciente y voluntario de esa divinidad que (de acuerdo con diferentes modalidades) ha originado el universo y continúa gobernándolo. En otras culturas, la divinidad tiene más bien las características de la inmanencia, y el universo es concebido como una manifestación y casi como un despliegue de lo divino. En ambos casos el principio del orden es metafísico; esto es, invisible, no perceptible por medio de los sentidos, y es presentado con el objetivo de entender y explicar cualquier cosa que se presente por experiencia sensible. Es completamente consistente con tal cosmovisión concebir la realidad como un todo que contiene formas, dimensiones, entidades de diferentes tipos: material, inmaterial, capaces de interacciones mutuas pasivas y activas, de acuerdo con un largo despliegue de modalidades. Dentro de este orden universal están situados diferentes órdenes particulares de las entidades singulares; cada una teniendo su propia estructura ordenada que es, al mismo tiempo, condición y garantía de su subsistencia adecuada, y una contribución a la realización del orden universal. Esta situación ocurre en particular también en el caso del ser humano, e incluso se vuelve más acentuada en esas visiones (y son muy frecuentes) en las que el hombre es concebido como un microcosmos; es decir, como una realidad compleja en la que se presentan y reflejan todos los elementos, factores y características que entran en la constitución del universo. En el marco de tales perspectivas ha aparecido como perfectamente racional de admitir, por ejemplo, que un evento o una práctica de tipo religioso podría tener consecuencias al nivel de los procesos físicos, de los acontecimientos humanos (individuales o colectivos), de la moral o esfera mental y, en particular, en el estado de salud de la gente. De la misma forma, un «trastorno» de tipo moral puede implicar consecuencias de varios tipos (incluyendo enfermedad física) en la vida de la persona, y ésta independientemente del hecho de considerar tales consecuencias como el castigo a una falta (de hecho, también puede afectar a personas inocentes). Todo esto pasó porque no existió ninguna distinción real (o por lo menos ninguna separación) entre lo natural y lo supernatural, ya que se pensaba que lo supernatural ha impregnado la sustancia de la misma «naturalidad», entendida como la realidad física y mundana.

3. Enfermedad y destino

Lo que hemos dicho no subestima el hecho de que, en todas esas culturas, la enfermedad no estaba considerada como una pura y simple «adversidad» que afecta a un individuo; era específicamente concebida como un «daño» que impacta al hombre, especialmente en su cuerpo, produce sufrimiento y lo puede llevar a la muerte. Como consecuencia, un sistema particular de prácticas, e incluso una clase particular de personas, están señalados específicamente para tratar enfermedades (y esto es lo que nos permite determinar el dominio de la «medicina» en cada cultura). Hasta aquí las consideraciones bosquejadas más arriba nos ayudan a entender de forma más exacta ciertos hechos históricos; por ejemplo, que en varias culturas la clase sacerdotal también era (completamente o parcialmente) encomendada a la profesión médica; que las actividades médicas eran llevadas a cabo por individuos que se creía que estaban dotados de poderes mágicos; que un enlace causal muy fuerte estaba puesto entre los eventos patológicos y las configuraciones de los cuerpos celestiales. Es muy fácil burlarse de todo esto, como pura superstición o creencias irracionales. De hecho, constituyeron intrínsecamente marcos de inteligibilidad consistentes, según los cuales, primero que nada, en que el paciente se entiende a sí mismo y a su enfermedad, y con referencia a que la medicina también buscó una justificación racional de su práctica. En particular, estos marcos están fuertemente relacionados con la experiencia vivida de la enfermedad, una experiencia vivida que no acepta el ser descrita en el esquema de la casualidad, sino en el esquema muy diferente del destino.

La casualidad significa, casi por definición, ausencia de razones y sentido; es «ciega» por antonomasia. El destino, por el contrario, expresa la idea de una vía establecida, que tiene cierto sentido, aunque éste puede mantenerse oculto; pero uno puede esperar descifrar este sentido y, por lo menos en parte, hacerlo favorable. Incluso independientemente de esta posibilidad, sin embargo, la idea de destino le permite a uno poner a la enfermedad dentro de un marco que va más allá de la enfermedad misma, y en este ir más allá podría ser inscrita también la confianza o la esperanza en un desenlace final globalmente positivo. Esto podría ser más fácil si el destino es pensado como un designio divino inescrutable, porque uno podría tener confianza en la bondad de la divinidad o en la posibilidad de adquirir su benevolencia por medios o ritos u oraciones. En el primer caso, uno puede llegar a una positiva aceptación de un aparente destino adverso y, en el segundo caso, uno puede confiar en algún cambio de su curso. Esto podría pasar, en diferente medida, también si el destino es concebido como una especie de influencia cósmica. En este caso a menudo es concebida, no tanto como un curso fuertemente determinado de eventos precisos, sino como una «predisposición» afortunada o desafortunada, así que, si se conoce esto, podría ser posible darse cuenta de ciertas condiciones que podrían oponerse a la concretización de esta predisposición (en este caso, ésta es negativa), o tomar ventaja de ello (si ésta es positiva).

Esto, en particular, es el sentido que la astrología ha recibido dentro de la medicina en la mayoría de las culturas: si se creía, por ejemplo, que la gente nacida bajo cierta constelación tenía una propensión a una determinada enfermedad, era posible inferir indicaciones en cuanto a ciertas precauciones particulares que aquellas personas deberían adoptar, con el fin de evitar ser víctimas de tales enfermedades. Esto parecía aún más plausible, ya que las influencias cósmicas generalmente se consideraban, no como acciones directas misteriosas, sino más bien como energías específicamente asociadas con «elementos» precisos o «humores», que están presentes en la naturaleza de la misma manera que en el organismo humano (microcosmo); por lo tanto, la posibilidad de ayudar u oponerse a la influencia cósmica por medios de procedimientos adecuados de control de tales elementos o humores en el organismo estaba razonablemente concebida, y esos procedimientos han tenido precisamente el significado de prácticas terapéuticas.

4. Un enfoque global de la medicina

La inscripción de la salud y la enfermedad en una perspectiva global que abarca la tierra y el cielo, influencias cósmicas, designios divinos, fuerzas mágicas implicaban una visión extremadamente holística de la medicina, en la que la preocupación de este arte no era sólo «la totalidad» del organismo humano, sino también «la totalidad» del universo, de la compleja realidad material e inmaterial en la que la vida humana está situada. La razón por la que esta perspectiva podría ser llamada «extremadamente» holística es porque ha incluido una gran carga de concepciones metafísicas, que se necesitaban con el objetivo de ofrecer un sentido para las enfermedades, mediante el ir más allá de lo que es empíricamente comprobable, y recurriendo a las concepciones, creencias y prácticas ofrecidas por la religión y la magia.

Sin embargo, la forma holística de pensar no abandonó la medicina, incluso cuando ésta se volvió menos, e incluso mucho menos connotada metafísicamente; es decir, con el desarrollo de tipo «racionalista» de la medicina que fue inaugurada en Occidente por la antigua cultura griega. Cuando calificamos esta medicina como racionalista queremos enfatizar que otras perspectivas médicas eran realmente «racionales» (como hemos tratado de demostrar), pero correspondían a un tipo de racionalidad menos rigurosa que la inaugurada por los filósofos griegos, y que consistía en reconocer como conocimiento sólo el resultado de la observación empírica y estricta argumentación lógica. En el marco conceptual de esta medicina, era aún necesario «ir más allá» de aquello que se presenta inmediatamente en la experiencia sensorial (una condición que es inevitable en cualquier esfuerzo de comprender y explicar cualquier tipo de realidad), pero las «realidades» admitidas en este marco teórico eran más o menos del mismo «tipo ontológico» que las realidades empíricamente observables (y en este sentido eran «menos metafísicas», como hemos dicho). De hecho, el «todo ordenado» en el que se concentraba la atención de la medicina era el organismo humano, el microcosmos, en el que los cuatro elementos que constituyen cualquier cuerpo material (aire, agua, tierra y fuego) están acompañados por los cuatro humores fundamentales (sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla), y completados por las cuatro «cualidades» que los caracterizan (cálido, frío, húmedo, seco), que están relacionadas, a su vez, con las cuatro estaciones.

Este esquema cuaternario, cuya primera formulación se la debemos a Empédocles, y está explícitamente presente ya en el corpus hipocrático, ha sufrido varias remodelaciones (que no mencionaremos aquí), y ha dado lugar en la historia de la medicina occidental hasta el Renacimiento, a teorías anatomo-fisiológicas sobre las localizaciones y caminos de los humores, a enfoques diagnósticos y terapéuticos, a conexiones con doctrinas astrológicas. Sin embargo, lo que queremos enfatizar es que, según este esquema, la salud del organismo se concibió como un estado de equilibrio entre estos diversos componentes (la krasis),5 mientras que la enfermedad se interpretó como una fractura del equilibrio (del orden), debido al predominio o exceso de uno de estos componentes sobre los demás. El objetivo de la terapia era ayudar al organismo a recuperar su equilibrio, a veces interviniendo desde el exterior, otras estimulando las energías internas.

Vale la pena señalar que este principio de la medida correcta, de evitar excesos, que es el modelo de la ética antigua, de la idea clásica de justicia, del ideal clásico de la sabiduría, fue también el modelo principal para la medicina. Pero esto no es pura coincidencia: más bien refleja el hecho de que la medicina no perdió de vista (incluso en sus peculiaridades técnicas) la global experiencia humana vivida. Esto es confirmado, por ejemplo, por el hecho de que la medicina hipocrática dio un amplio espacio también a las consideraciones sobre las condiciones de vida globales del paciente (diríamos hoy, a su calidad de vida), desde su entorno físico-climático, hasta su contexto familiar; su bienestar psíquico, que requiere también del médico, además de su competencia técnica; también una conducta humana y moral irreprensible (pensemos en el «juramento hipocrático»).6

Lo dicho se refiere al marco conceptual, al contexto teórico del arte médico. Sin embargo, para ser realmente así, tenía que demostrar que también era una práctica eficaz. Esto implicaba un gran componente empírico, que consistía en descripciones precisas de síntomas, recursos clínicos, resultados terapéuticos, hallazgos anatómicos, recopilación y comparación de datos, todo lo cual está ampliamente documentado en los escritos de las grandes personalidades médicas de la antigüedad, pero que también están presentes en otras culturas. Por ejemplo, los sacerdotes-médicos del México prehispánico no se contentaban con curar a sus pacientes con ritos y oraciones, sino que recibieron una formación larga y rigurosa que llamaríamos «científica» en un sentido moderno; es decir, una formación médica técnicamente especializada.7

5. La nueva perspectiva: el dualismo mente-cuerpo

¿Qué ha cambiado con el surgimiento de la medicina moderna, es decir, de la medicina cuyos desarrollos empezaron en el Renacimiento? Ciertamente mucho, pero no en una medida totalmente radical. Si afirmáramos que el cambio fundamental consistía en la aplicación de los descubrimientos de la nueva ciencia natural a la medicina, diríamos algo verdadero, pero eso sería una verdad a medias (porque, después de todo, la medicina tradicional tampoco ha hecho caso omiso a las contribuciones ofrecidas por la ciencia natural de su propio tiempo). El cambio más decisivo se refiere al nuevo marco conceptual (más precisamente al marco metafísico) que caracteriza la modernidad. Esto sigue al rápido deterioro de la perspectiva teocéntrica que había inspirado a Occidente durante un milenio. Esto no significa un rechazo del «teísmo» y de la trascendencia, sino, paradójicamente, una exasperación de la trascendencia de lo divino que rígidamente se separó del mundo y se confinó al dominio de la religión, al cual esencialmente se accede mediante la fe. En este momento lo natural y lo sobrenatural son concebidos como dos órdenes separados de la realidad: la existencia de Dios queda generalmente admitida, pero Él es reducido casi exclusivamente al papel de creador del mundo y autor de la revelación, y lo sobrenatural deja de ser un punto de referencia para entender y explicar el mundo físico, así como el mundo humano, el cual es interpretado como iuxta propria principia.

Los no pocos pensadores que aún están interesados en «salvar» la legitimidad de un discurso racional sobre Dios y las dimensiones espirituales del hombre estiman que esto es posible introduciendo una separación ontológica aguda, inaugurada por la famosa distinción cartesiana de las «dos sustancias»: la res cogitans (es decir, el reino del espíritu), y la res extensa (es decir, el reino de la materia, identificado con todo aquello que ocupa un espacio). Ahora la sustancia, según la definición de la ontología clásica, es cualquier cosa que tenga en sí misma su existencia de manera autónoma; por lo tanto, dividir la realidad entre dos tipos de sustancias equivalía a concebirla dividida en dos órdenes de existencia completamente autónomos y sin interrelación. Hemos dicho que tal estrategia ha sido introducida con el objeto de «salvar» las realidades espirituales de Dios y del hombre. ¿Pero de qué amenaza deberían ser salvados? De la amenaza del materialismo, que se expandía por el impulso de los éxitos cognitivos de la nueva ciencia mecánica. Éstos, de hecho, estaban alcanzando logros más y más importantes, al «leer» el mundo únicamente desde el ámbito de los conceptos de materia y movimiento. Es cierto que esta lectura sólo consideraba el mundo físico, pero ya estaba surgiendo la pretensión de extenderla al entendimiento del todo de la realidad, y esto pudo haber significado la eliminación cultural de cualquier discurso sobre lo sobrenatural.

Por lo tanto, aquí la solución: el discurso de las nuevas ciencias concierne únicamente al mundo físico, pero, además de él, y bien separado de él, también existe el mundo del espíritu. En este mundo la ciencia no tiene competencia, así como la teología y la metafísica no tienen derecho a inferir en cuestiones relacionadas con el mundo físico. De esta manera se evitaría que volvieran a aparecer eventos dolorosos como el juicio de Galileo, y la autonomía completa de la investigación se garantizaba para las nuevas ciencias, mientras que se aseguraba una autonomía similar también para la teología y la metafísica.

Sin embargo, las ventajas de esta (provisional) paz intelectual se pagaron con un precio realmente alto. Dejando de lado las dificultades de un tipo filosófico más general, es suficiente, para el tema que nos interesa, considerar el precio pagado en la concepción del hombre. Éste consistió en el rompimiento de la unidad del ser humano, ruptura que incluso equivalía a una pérdida de su propia identidad. Se dijo que también coexistían en el hombre dos sustancias separadas, el cuerpo y el espíritu, sin ninguna justificación filosófica de su correlación e interacción. El espíritu continuaría siendo el objeto de las disciplinas tradicionales del tipo teológico y metafísico (sintiéndose libres de ignorar la dimensión material). El cuerpo sería el objeto de estudio de las ciencias físicas, que era (en ese momento histórico) la mecánica y luego también las otras ciencias naturales gradualmente desarrolladas. Interpretar el cuerpo de acuerdo con el marco conceptual de determinada ciencia equivalía, esencialmente, a concebirlo como una máquina y, de hecho, el cuerpo humano se presentó subsecuentemente (como un todo, o en alguna de sus partes) como una máquina química, térmica, eléctrica, mecánica o cibernética.8

Pero uno podría preguntarse: ¿Cuál es el verdadero hombre? Dentro de la perspectiva dualista cualquier respuesta a esta pregunta resultará arbitraria; dependiendo de las opciones personales, algunos dirán que el verdadero hombre es el espíritu, que se encuentra unido a una máquina material sólo accidentalmente y por casualidad; otras personas podrán decir, por el contrario, que el verdadero hombre es su cuerpo, del cual las supuestas dimensiones espirituales no son más que epifenómenos. De hecho, ni el espíritu ni el cuerpo son sustancias en un sentido filosóficamente correcto, ya que no existe ni un espíritu desencarnado, ni un cuerpo (humano) separado de todas las experiencias psíquicas y espirituales que acompañan la vida del hombre. La verdadera sustancia es el hombre en su integridad individual, de la cual cuerpo y espíritu son simplemente dos áreas en las cuales es posible subdividir conceptualmente (pero no concretamente) sus maneras de existir.

6. Cómo cambia la concepción de la medicina en la visión dualista

Después de las premisas esbozadas es fácil comprender en qué forma debe entrar fatalmente la medicina moderna. Habiendo estado tradicionalmente preocupada por enfermedades del cuerpo, y teniendo ahora a su disposición el conocimiento ofrecido por las nuevas ciencias físicas, la medicina no sólo adecuó sus marcos teóricos a la interpretación del cuerpo como una máquina, sino que se sintió autorizada (y casi metodológicamente obligada) a estar preocupada únicamente por el cuerpo, sin aceptar las referencias a la otra «sustancia», e incluso considerando como confusiones peligrosas todas las consideraciones que pretendiesen sobrepasar una forma fisicalista de tratar los asuntos. De esta manera, casi en los bordes del trabajo de Galileo toman forma, por ejemplo, la iatromecánica (que es una concepción teórica del organismo y de sus funciones como un sistema de partes y acciones mecánicas, que dan pie a interpretaciones correspondientes de la enfermedad, de sus causas y terapias). Cuando tal perspectiva pareció demasiado cerrada, sus correcciones no se buscaron en esa dimensión del hombre que la ciencia física no explora, sino en una ciencia natural diferente, y la iatroquímica se volvió muy influyente (aquí, el papel de ciencia líder en la lectura del organismo y en la deducción de los corolarios correspondientes de un tipo médico pasaron de la mecánica a la química). Después, otras ciencias naturales ofrecieron servicios similares, cuando se percibió la necesidad de ampliar los marcos teóricos de la medicina.9

Si la única preocupación de la medicina es el cuerpo humano, y éste es igualado a una máquina, la enfermedad es igualada a una «avería» de la máquina, que debe ser «reparada» de la misma manera que se hace en el caso de cualquier avería; es decir, primero buscando la parte dañada, y tratando de repararla o, si es necesario, remplazándola. Cuando una ruptura adicional de la unidad ocurre después de la unidad del individuo humano, es la unidad de su cuerpo la que se pierde. No sólo se pasa por alto que lo que se enferma en el ser humano es su entereza (es decir, que la enfermedad es, en primer lugar, una experiencia personal vivida), sino que la enfermedad misma es considerada como algo que afecta una determinada parte de su cuerpo, que es un hecho típicamente localizado (esta forma de ver está en consonancia con el considerar al cuerpo esencialmente como una res extensa). Por lo tanto, esa tendencia que ya había aparecido en la medicina a principios del Renacimiento recibe un poderoso impulso; es decir, el cambio de atención sobre las patologías de los órganos individuales, que pronto se vería respaldado por el desarrollo de las observaciones en anatomía patológica, y esa es la raíz de esa aproximación fuertemente especializada que ha caracterizado cada vez más a la medicina occidental (no es accidental que, incluso hoy, las enfermedades sean clasificadas oficialmente como enfermedades de cierto órgano o tejido: corazón, hígado, pulmones, sangre, piel, huesos y demás.

También en este caso encontramos una afinidad con una actitud mental característica de la ciencia moderna; o sea, la adopción de la forma analítica de pensar: mientras que el pensamiento tradicional solía interpretar y explicar el funcionamiento de las partes a la luz del todo (punto de vista holístico), la aproximación moderna considera las propiedades y el funcionamiento del todo como el resultado de la disposición y propiedades de sus partes, y son totalmente comprensibles y explicables como una función de éstas. Sería imposible negar los grandes logros en las diferentes ciencias y en la medicina gracias a la adopción del método analítico; pero también hoy en día se señalan correctamente los límites de esta aproximación, tanto como las distorsiones que puede producir. No podemos poner atención ahora a este importante problema, pues queremos mencionar otro tema fundamental.

7. El marco fisicalista de la medicina moderna

Antes tuvimos la oportunidad de decir que las novedades de la medicina moderna con respecto a la medicina tradicional son conspicuas, pero no tan radicales como uno podría pensar a primera vista. Una característica común a ambas es que también la medicina moderna no ignora las relaciones e influencias del ambiente externo sobre el organismo humano, con efectos causales en el surgimiento y desarrollo de patologías; además, la medicina moderna está lejos de descuidar ciertas relaciones entre las diferentes partes del organismo. La diferencia sólo reside en el tipo de interacciones que se consideran como realmente posibles, o por lo menos relevantes, y esta diferencia es de tipo filosófico y, más precisamente, de tipo metafísico. Por ejemplo, también hoy decimos que ciertos sitios o condiciones climáticas son «saludables» o «insalubres»; por esto admitimos que el ambiente externo puede tener influencias en el estado de salud del organismo, y también del ambiente externo provienen acciones patógenas oficialmente reconocidas, tales como agresiones de bacterias o virus, los efectos cancerígenos de ciertas sustancias químicas o incluso de radiaciones recibidas a gran distancia. Con respecto a las «influencias» cósmico-ambientales admitidas por las medicinas tradicionales, lo que cambia es sólo la «tipología» admitida: hoy, la medicina sólo reconoce influencias completamente interpretables dentro del marco de acciones causales de tipo físico, debidamente comprensibles sobre la base de las teorías físicas.10 Sin embargo, se admite tácitamente que el espectro de las influencias patógenas es más amplio; por ejemplo, cuando se reconoce, sobre la base de correlaciones estadísticas confiables, que la úlcera gastroduodenal o el infarto cardiaco pueden verse favorecidos por condiciones de vida «estresantes». La explicación fisicalista rigurosa de tales acciones causales de los estados psíquicos en las enfermedades orgánicas no se proporciona claramente, y sólo se afirma vagamente que se pueden rastrear, en principio, ciertas alteraciones inducidas en el sistema nervioso.

Sería interesante (pero no podemos detenernos en este trabajo) considerar cómo este enfoque fisicalista ha influido sobre la psicopatología y la psiquiatría; es decir, sobre la noción de enfermedad mental. Desde el punto de vista fisicalista, lo que puede enfermarse es sólo el cuerpo y, de hecho, cuando se inició la psiquiatría a mediados del siglo XIX, las enfermedades mentales se consideraban como enfermedades del cerebro. Ya al final del siglo, sin embargo, esta perspectiva había exhibido sus límites y se iniciaba un desarrollo en la dirección de una consideración global de la existencia humana del enfermo, que se encuentra en el tratado de Psicopatología de Karl Jaspers, ya en parte en su primera edición y mucho más en la segunda (véase Jaspers, 2006). El desarrollo de esta línea se encuentra especialmente en la concepción del análisis existencial y de la psiquiatría fenomenológica de Ludwig Binswanger. Sin embargo, persiste la idea de que en realidad no hay una verdadera enfermedad de la mente, y un autor como Thomas Szasz consideraba la enfermedad mental como un «mito», atribuyendo los disturbios psíquicos a factores sociales en sentido amplio (véase Szasz, 1961), según una línea llevada al extremo después por el movimiento de la antipsiquiatría

Incluso la vieja idea de que un individuo puede estar «predispuesto» a la aparición de ciertas patologías, independientemente de ciertas acciones causales externas precisas, no está alejada de la medicina actual. En lugar de atribuir tal «constitución» predisponente a la influencia de las constelaciones en las que nació el individuo (como lo hacía la antigua teoría astrológica), el concepto de una «constitución» innata se hace preciso a través de la teoría de las características heredadas inscritas en el código genético de cualquier ser vivo. El ADN proporciona claves bioquímicas (es decir, fisicalistas) para leer este antiguo concepto.

8. Conclusiones

La medicina y la recuperación de la integridad del ser humano. Una vez más, no queremos sugerir que la perspectiva de la medicina fisicalista es «incorrecta», sino simplemente que es parcial: se concentra en ciertos aspectos decisivos de la enfermedad, pero ignora el hecho de que la enfermedad, para el paciente, es fundamentalmente una experiencia vivida dolorosa y que, debido a este hecho, no es percibida e interpretada de la misma manera por el paciente y por el médico. Desde muchos puntos de vista es inevitable, pero esto no justifica la ignorancia sistemática de tal diferencia en la percepción; en particular, no justifica la convicción generalizada de que la verdadera cara de la enfermedad es la que se presenta mediante la aproximación «científica», mientras que la otra cara es algo que (hasta en el propio interés del paciente) es mejor no tomar en consideración. Hoy día nos volvemos más y más conscientes de que, para un correcto diagnóstico y terapia, es importante que esas dos imágenes sean comparadas y acercadas tanto como sea posible (es decir, que el doctor haga un serio esfuerzo por «entrar» al punto de vista del paciente).11 Sin embargo, no se dice que la solución a esta dificultad deba cargarse totalmente sobre un mayor compromiso por parte del médico. Se basa, en cambio, en la recuperación de la conciencia de la unidad de la persona humana,12 cuya consecuencia (lo cual es fácil de decir, pero difícil de poner en práctica) es que la medicina tiene que curar al paciente y no a la enfermedad, ya que eso, lejos de ser la realidad concreta, se convierte en abstracción cuando se separa de la consideración de quien es afectado.

Esto significa que, además de la medicina, otras ópticas también deben ayudar al paciente a desafiar este callejón existencial, ayudándolo, en primer lugar, a superar ese tipo de separación de sí mismo con su propio cuerpo que la enfermedad normalmente produce (cuando el cuerpo se convierte en un obstáculo para la plenitud existencial propia); ayudándolo a ver la enfermedad como una manifestación de su finitud, sin transformarla en una angustia, incluso cuando una recuperación total de la salud no es visible; ayudándolo, especialmente, a darle algún tipo de sentido positivo a la enfermedad misma, haciéndole sentir que la enfermedad no afecta los niveles más profundos de su personalidad, no disminuye su dignidad; podrá reducir seriamente sus posibilidades de acción, pero no sus posibilidades de pensamiento, de amar y ser amado, de desear, de esperar e, incluso, de alentar, con su ejemplo, a otras personas.

Todo esto es posible si no eliminamos otras dimensiones del hombre que no pueden reducirse a su dimensión física. La tarea de cultivar estas dimensiones le corresponde a la cultura entera de una sociedad determinada, y especialmente a la filosofía y a la religión, a la literatura y a las artes; en resumen, se trata de incluir todo lo que nos puede ayudar a mantener vivas y valorar aquellas cosas que aportan una riqueza interior a nuestra vida y un sentido no nihilista a nuestro sufrimiento e incluso a nuestra muerte. Muchas experiencias confrontan al hombre con su fragilidad y finitud, pero pocas le hacen evidente esta situación. Por esta razón, una enfermedad que es bien vivida puede revelarse a una persona incluso como una de las experiencias más positivas de toda su existencia (como lo muestran muchos ejemplos históricos).

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Notas bibliográficas

1Véase, por ejemplo, ALVARADO GARCÍA, 2004, FRANCO PELÁEZ, 2009, AGAZZI, 2018.

2Debido al carácter peculiar de esta investigación, se limitarán a un mínimo las notas y referencias históricas, siendo suficiente mencionar aquí una historia de la medicina bien conocida, como es la de LAÍN ENTRALGO (1978, reimpresión 2006).

3Acerca de este tipo de pregunta véase, por ejemplo, URIBE CANO, 2013.

4Esta diferencia entre la forma en que la enfermedad es percibida e interpretadapor el paciente y el doctor ha sido objeto de varios estudios. Entre ellos merece mención especial, debido al uso pertinente de los conceptos y aproximaciones tomados de la fenomenología, el volumen de S. KAY TOOMBS, 1992.

5Véase la explicación de la krãsis en el pensamiento de CRISIPO en: Salles, 2008, p. 17.

6Véase, por ejemplo, IOUANNA, 2012.

7Véase VIESCA, 1986; VELÁZQUEZ, 2019.

8Sobre los inicios de este proceso histórico, véase THOMSON, 1988.

9Véase ZAMPIERI, 2011.

10La aplicación en la medicina del método príncipe de las ciencias físicas, es decir, del método experimental, se encuentra en la famosa obra de Claude Bernard, publicada en 1871 y traducida en varios idiomas (véase BERNARD, 2005).

11Cabe traer a colación la teoría husserliana de la empatía, presentada en la quinta de las Meditaciones Cartesianas (HUSSERL, 2013).

12Véase la concepción de «vida personal» de Edmund Husserl mencionada en el primer apéndice de la Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental (HUSSERL, 1970: 269-271), y en La filosofía como autorreflexión de la humanidad (HUSSERL, 1992: 129-136).

Recibido: 04 de Noviembre de 2019; Aprobado: 30 de Noviembre de 2019

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