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Revista de filosofía Universidad Iberoamericana

versão On-line ISSN 2954-4602versão impressa ISSN 0185-3481

Rev. filos. Univ. Iberoam. vol.56 no.156 Ciudad de México Jan./Jun. 2024  Epub 17-Maio-2024

https://doi.org/10.48102/rdf.v56i156.209 

Artículos de investigación

Alabanza de la filosofía, o de las filosofías

Praise of philosophy, or philosophies

José Luis Villacañas Berlanga* 
http://orcid.org/0000-0002-3775-184X

*Universidad Complutense de Madrid, España


Dos años antes de mayo de 1968, Michel Foucault impartió un curso titulado Le discours philosophique, en el que propuso las claves que la filosofía debía integrar para ser precisamente un discurso específico. Su investigación, inédita hasta ahora, muestra el final de la tradición occidental moderna, que Foucault pretendía dejar atrás. En este sentido, es un curso que permite entender el cambio inaugural de eso que entonces se llamó postmodernidad. El discurso filosófico moderno, de Descartes a Husserl, se presenta como una mutación de la filosofía clásica.Ésta era una actividad discursiva para diagnosticar el mal en nosotros, un tipo de medicina espiritual con aspiración de cura. El discurso filosófico de la modernidad, al contrario, apunta a la teoría mediante un conjunto de tensiones y paradojas: habla desde un ahora, pero busca evidencias que rigen para “siempre”; tiene un ici que, sin embargo, se proyecta a todos sitios; habla desde un sujeto de carne y hueso, pero en nombre de un sujeto general, la humanidad. Por eso su modelo es Kant, en la lejana Königsberg de 1781, identificando la verdad universal del sujeto trascendental. En suma, los griegos querían curar al ser humano; los modernos aspiraban a saber qué es, de una vez por todas.

Para mí no se trata de antiguos y modernos. En realidad, esta dualidad refiere a la tensión radical entre la paternidad socrática de la filosofía y la paternidad platónica, las que intentaron unificar Agustín de Hipona, Vives, Pascal, antes de escindirse entre Lessing y Kant, Hegel y Kierkegaard, Schopenhauer y Marx, o Freud y Husserl. Hablamos de una dialéctica histórica constante, lo cual testimonia que no estamos ante dos posiciones autosuficientes, sino ante dos direcciones que nos conciernen de forma inquebrantable. Por eso se dificulta entonar una alabanza de la filosofía; requeriría, por lo menos, hacer la alabanza de dos filosofías.

No creo que podamos renunciar ni a la teoría con la que los modernos prosiguieron la obra de Platón, ni al cuidado de sí que nos interpela desde Sócrates. No podemos renunciar ni al logos ni al ethos. Cuando hablamos desde la filosofía lo hacemos desde un ahora que quiere trascenderse, un aquí que busca ir más allá. Ahora hablo yo, pero quisiera hacerlo desde la perspectiva de un yo que contempla la historia con la mirada de eso llamado espíritu. Al mismo tiempo estoy hablando yo, un humilde profesor español, aquí, en un momento importante de nuestra historia cultural, ahora, celebrando los 80 años del Departamento de Filosofía. Por muy intensa que sea la ocasión, no se puede dejar de intentar hablar desde una aspiración a la verdad, ni de cuidar del yo humilde y finito. Debo elevarme más allá de mí y, al mismo tiempo, cuidar de mí. No puedo hablar desde la filosofía sin incorporar elethos a mi propio discurso.

Esta autoconciencia de la dificultad de la filosofía no se resuelve al apostar por la unilateralidad. No podemos limitarnos a diagnosticar el presente, a identificar el mal, a curarnos de nuestro sufrimiento. ¿Qué valor tendría esto si no albergara una verdad? Las dos filosofías que alabamos se concretan en dos metáforas que Blumenberg puso en el centro de su reflexión. El naufragio del mundo mirado por el observador, asentado en la firme roca de la teoría, como afirma Lucrecio enDe rerum natura; o ese náufrago de Otto Neurath que, mientras bracea, intenta anudar una balsa con los tablones que le llegan del barco destrozado. Quizá no exista la roca firme de la teoría, pero incluso para anudar la balsa se necesita una verdad. De otro modo, el naufragio acabará en ahogamiento.

La filosofía no puede dejar de ser teoría si pretende ser crítica. No hay crítica sin producción de verdad. De otro modo, nos recuerda Reinhart Koselleck, la crítica acelera la crisis. Sabemos que ésta es una catástrofe comunicacional, en la cual, cuanto más se habla de ella, menos se sabe en qué consiste. El mandamiento socrático de conocerse a uno mismo no puede cumplirse con la mera ironía sobre sí que conduce al cinismo. Si Sócrates fundó la institución filosófica fue porque ofreció la orientación y el reto: “conócete a ti mismo”; pero no completó la tarea. Platón significó la fundación originaria de la teoría, pero quiso completarla demasiado pronto. La historia de la filosofía es el esfuerzo renovado por cumplir el mandato de Sócrates, mostrando al Platón de turno que cierra demasiado pronto la teoría. Nuestro malestar sigue en pie. La verdad de cualquier teoría todavía nos interpela acerca de qué ethos seguir, pero ninguno puede edificarse sobre la mentira. Esa tensión es la condición humana.

Si la filosofía ha estado en busca de la cura de ese malestar propio de lo humano, no lo ha conseguido, ni por la mera teoría ni por la mera crítica como formas separadas. Si se centra en la curación, no puede dejarse llevar por la experiencia sin elaborar; si se centra en la teoría, no puede entregar consuelo sólo con ella. ¿Por qué es esto así? ¿Y cómo entonar la alabanza de una actividad semejante, siempre escindida? ¿Mejorarían las cosas al entonar dos alabanzas inseparables de la teoría y del ethos?

En todo caso, al identificar esta situación damos un paso hacia nuestro autoconocimiento. Somos seres necesitados de consuelo y comprendemos la dificultad de ofrecerlo sin la verdad. Esa dificultad de consuelo para lo humano es interna, es el punto de partida de la filosofía. La filosofía comienza así, más allá del discurso crítico y del teórico, un discurso sobre su propia dificultad. Portamos un malestar que necesita consuelo, pero no resulta sencillo encontrarlo; la filosofía lo sabe. Esto nos vuelve cautos frente a una teoría demasiado rápida y cerrada, y a una crítica sin verdad. Ese casi sefardita que fue Montaigne es también nuestro patrón. El discurso escéptico -todavía no la teoría definitiva, ni el ethos dogmático- es ante todo piadoso por la suerte de lo humano. La filosofía busca un consuelo, pero también está consciente de los peligros de demasiado consuelo: la condición del fanático; o los de una hipertrofiada crítica: la condición del desesperado.

¿A qué se debe esto? Al carácter no cerrado de lo humano. Nuestra frase más optimista dice: filosofar hasta que la aletheia se torne ethos. Como vemos, también tiende hacia la síntesis, la que le faltó a Sócrates, un ethos sin aletheia; y a Platón, una aletheia sin ethos. La continua necesidad de ajustar estas dos filosofías se debe a que, como recordó Blumenberg, el humano es el ser de los medios inadecuados. No hay una sola de las actividades humanas que no tenga sus contraindicaciones. La filosofía también, aunque resultan más graves aquéllas de la falta de filosofía. Si deseamos verdad, sin ethos, tarde o temprano tendremos platonismo, eso implicará en el límite la administración de lo humano por los filósofos reyes. Si sólo vamos por ethos, sin verdad, promoveremos cualquier praxis, incluso aquella carente de principio de realidad, y no haremos sino acelerar el estallido de la crisis y aumentar el malestar. Necesitamos vincular estas dos dimensiones, compensarlas, unificarlas, si no queremos dar al ser humano por perdido.

Ante los medios inadecuados sólo hay una cosa: compensación. Frente a los excesos teóricos, propuestos en Europa desde el cogito, que albergaron una moral provisional mientras alcanzaban su verdad universal, y frente a la respuesta de un particularismo reactivo que asume un ethos militante -que renuncia a una posible verdad común-, quizá la filosofía sea el único discurso que no dé al ser humano por perdido, como portador a la vez de una verdad y un ethos significativos para todo ser humano. La filosofía no puede darlo por perdido, porque tampoco puede darlo por ganado.

Un ser que no dispone más que de medios inadecuados, al menos, debería saberlo. Cualquier cosa emprendida por el ser humano requiere verdad y autocorrección, eso eleva la síntesis de verdad y ethos a imperativo de responsabilidad. Para los humanos no hay medios completamente limpios. Pero que todos los medios sean inadecuados hace de nuestra especie la única que requiere un ethos abierto y una verdad siempre renovada. Si no somos responsables con nosotros mismos habrá que darnos por perdidos. Esto significa que de algún modo el curso evolutivo de nuestra especie depende de ella misma. Ganarse o perderse; está en nuestras manos. Siempre lo ha estado. Pero la forma de compensar la teoría y el ethos no es ni teórica ni ética. Toda compensación -resultado de la responsabilidad- es asunto de ritmo y de arte. No hay reglas para saber cuándo nuestra verdad es suficiente para nuestro ethos, cuándo nuestra decisión ética ha de compensar la falta de verdad. La compensación entre teoría y ethos nos habla del arte de vivir, tan complicado. De esa fuente nos está permitido esperar un consuelo.

La razón es la forma de conducirse cuando se dispone de una verdad provisional, de ethos abierto, de un arte de vivir sin reglas precisas. Cualquiera que se desprenda de esta cautela e ignore esa apertura no accederá ni a la verdad ni al ethos, ni forjará un arte de vivir. Las consecuencias imprevistas de nuestros medios inadecuados y nuestro malestar son cosas firmemente vinculadas, como entendió Freud. Cualquier insistencia en un camino inadecuado no lleva sino a un aumento del malestar. En un ser de ethos abierto, el aumento de malestar y el sufrimiento son señales inequívocas de la falta de verdad. Ésa es la estructura de nuestra historia. Así, la filosofía es la búsqueda de un arte de vivir responsable, en el cual ciframos el sentido de nuestra dignidad y nuestra autonomía. Es la búsqueda de una verdad sobre lo importante, lo relevante, para un ethos abierto, en una forma de vida cuyo sentido de las compensaciones lo dejamos a la manera en que nuestra libertad interna genera un arte de vivir que, como todo arte, será apreciado por los otros. No hay otra forma de reducir el creciente malestar que nos rodea.

Varias veces nos hemos hallado ante situaciones en las cuales resuenan aquellas palabras: “Os digo que, si éstos callaran, las piedras clamarían”. Son los momentos en que la humanidad no encuentra una síntesis de verdad y un ethos, porque su malestar ya es demasiado intenso para alcanzar ni una cosa ni otra. Ésa es la humanidad que ha perdido todo arte de vivir. Aquella frase nunca hasta hoy ha sido tan evidente, porque ahora son las piedras, las montañas, los ríos, los mares, los bosques, los que claman. Y con ellos, claman los sencillos hijos de la Tierra, los que sólo pueden vivir si los ríos sonríen y los bosques florecen. Hoy de nuevo la creación entera gime y padece. Respecto al ser humano, la creación sufre los dolores de parto desde siempre. Cada cría humana que viene al mundo reemprende su batalla por la verdad y por un ethos que la respete, por un arte de vivir que responda a la promesa de felicidad y libertad que lleva en sí. Ahí tiene sentido no dar lo humano por perdido. Ni por ganado.

No es la primera vez que la especie humana se ve atenazada por el sufrimiento. Pero sí que sucede en medio de un modo de vida que impone el individualismo. Ésta es la vía muerta de la evolución. El individualismo resulta una base demasiado estrecha que impide la emergencia de la verdad y del ethos, ciega los tanteos y ensayos para producir un arte de vivir. Nadie, nunca, jamás logró en soledad algo relevante en esa dirección. Por tanto, con el estilo de vida que nos ha traído a este individualismo, no estamos sólo ante un medio inadecuado, sino ante uno que impide la formación de cualquier otro adecuado. Eso nos conduce a una situación muy especial: el individualismo no tiene verdad ni ethos. Tiene postverdad, autoafirmación desnuda de nuestro interés o deseo, competencia, arbitrariedad expresiva y, finalmente, violencia.

Todas las victorias de lo humano son producto de una verdad y un ethos responsable y correspondiente de forma simultánea. Eso generó estilos de vida que formaron una comunidad. Hoy el sufrimiento moral se vive en soledad y se supone que el éxito también es de individuos solitarios. Eso no ocurrió antes. Seamos claros: la clave de toda tiranía consistió siempre en reducirnos a individuos. Desde el emperador romano a Hitler así sucedió. La verdad que incluye un ethos y el ethos que entraña una verdad acontecen siempre cuando los seres humanos se comprometen juntos. El arte de vivir está hecho de muchas virtudes, entre ellas el tacto para crear y no romper los vínculos comunes. Si la filosofía no promueve ese compromiso, entonces es una actividad en vía muerta. Los seres humanos se juntarán, aunque no tengan una verdad y un ethos, porque no se puede permanecer en el individualismo. Solamente hay una manera de que se junten sin aumentar el sufrimiento entre ellos: que dispongan de la llamada energía ética de la responsabilidad, la condición de posibilidad de un arte de vivir compartido. Esto es lo que busca la filosofía al no dar lo humano por perdido.

Comencé con una alabanza de la filosofía como teoría, hice una segunda como ethos, y he acabado haciendo una tercera como arte de vivir. Éstas son las paradojas de la filosofía. La filosofía es una y ha de ser tres a la vez; tendrá que serlo si no quiere dar al ser humano por perdido. La otra opción es reducirlo a una cosa más a administrar, sin dignidad especial en el ámbito general de las cosas, privado de la antigua promesa de autonomía y de una precaria felicidad debida a sí mismo. Impedir este desenlace es la causa de la filosofía y por eso, quizá, merece alabanza.

Este texto se escribió y se publicó como parte de las celebraciones del 80 aniversario del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México.

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