Introducción
A lo largo de su obra, el filósofo alemán Immanuel Kant expuso que el término “crítica” era el establecimiento de los límites de un objeto del pensamiento. En este sentido, implicaba un entendimiento de sus fronteras que daba cuenta no sólo de su realidad ontológica, sino de los límites, las posibilidades y los alcances prácticos del mismo. Como por diversas razones no es posible exponer una crítica completa de nuestro objeto de análisis en este artículo -ni siquiera puede hacerse en su totalidad la temática propuesta-, nos conformaremos con algunas reflexiones al respecto.
El presente trabajo pretende mostrar los lineamientos básicos de las teorías del intercambio y de la elección racional, así como ponderar sus aportes y limitaciones. Se parte del planteamiento de que estas teorías, a pesar de no haber cumplido con los objetivos propuestos inicialmente, como la unificación lingüística de las ciencias sociales sobre bases psicológicas-económicas, y el haber tenido limitaciones significativas en sus estudios empíricos, atribuibles a sus orígenes histórico-ideológicos, también han logrado aportes relevantes.
Para conseguir lo planteado es necesario establecer una metodología que dé cuenta de la historicidad de estas corrientes, que reconozca sus puntos de vista teóricos y sus planteamientos metodológicos esenciales para, finalmente, reconocer qué punto de partida epistemológico contienen, lo que de algún modo sintetiza los puntos anteriores desde una perspectiva histórica de larga duración.
El artículo se ha dividido en tres partes. En la primera se desarrollan los antecedentes históricos de estas teorías, reconociendo los elementos coyunturales del siglo XX que colaboraron en su surgimiento, lo que permite reconocer la matriz ideológica a la que se encuentran adscritas y que ayuda a la comprensión de algunos de sus presupuestos e intereses de estudio. Además, posibilita entender la influencia tan grande que han tenido en la sociología desde la segunda mitad del siglo pasado.
En la segunda parte se establecen los puntos centrales de estas perspectivas desde el punto de vista teórico y metodológico. Se procuró elegir trabajos representativos, así como críticos, adecuados para revisar sus insuficiencias y virtudes. Destacan las críticas de grandes conocedores de estas corrientes, como el sociólogo mexicano Godofredo Vidal de la Rosa y los politólogos estadounidenses Ian Shapiro y Donald Green, con posiciones encontradas frente a sus contribuciones.
La tercera y última es un breve repaso filosófico sobre algunos de sus presupuestos epistemológicos, donde se pretende mostrar la manera en la que estas teorías representan la probable consumación de un pensamiento que proviene de una temporalidad de largo plazo. Para destacar el lugar que ocupan en la historia de las ideas se realizó una comparación del logos humano entre dos posiciones: la de las teorías estudiadas, que usan el término “racional” de modo singularmente individualista, instrumental, necesario y egoísta, frente a la manera de concebirlo por el filósofo alemán Martin Heidegger, es decir, como una reflexión orientada a la meditación serena y asumida como esencial al hombre.
Antecedentes históricos del surgimiento de los modelos de elección racional en sociología
En esta primera parte se abordará brevemente el avance del pensamiento lógico a inicios del siglo XX determinando, de manera clara, posteriores marcos históricos de desarrollo. Particularmente, el contexto de la Guerra Fría y el alud de críticas al estructural-funcionalismo parsoniano fueron dos elementos centrales para el desarrollo de los modelos de elección racional. Su vinculación con la teoría de juegos obedeció, sin duda, al requerimiento estratégico de Estados Unidos en esos momentos de confrontación geopolítica. Por otro lado, se aprecia que la rivalidad entre ambos bloques influyó en algunos de los temas tratados por estas corrientes, como el de la cuestión de los derechos sociales y las supuestas insuficiencias de las perspectivas que los defendían.
A principios del siglo XX los filósofos británicos Bertrand Russell y Alfred North Whitehead desarrollaron los trabajos de lógica y matemáticas del filósofo alemán Gottlob Frege, dando pie a los Principia Mathematica -una obra compuesta por tres libros que fue publicada entre 1910 y 1913-, que pretendía demostrar que el lenguaje matemático podía reducirse al lenguaje lógico,1 cuyos esfuerzos encontraron resonancia. La formación del Círculo de Viena en 1921 es fruto de estas inquietudes y expresa la necesidad de actualizar al empirismo a través de la lógica moderna. Sin embargo, cuando el Círculo de Viena se desintegró en 1936, como producto de la presión ejercida por los nazis, la mayoría de sus integrantes huyeron a países angloparlantes, particularmente a Estados Unidos, provocando un impulso relevante de los estudios de la lógica en esas naciones bajo la forma inicial del empirismo lógico (Kraft, 1986).
A partir de las obras de Russell, de Frege, del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein y de los integrantes del Círculo de Viena se formó una tradición de pensamiento conocida como filosofía analítica, que inició como una filosofía del lenguaje que hacía del filósofo un corrector de distorsiones y malentendidos lingüísticos, lo cual no era poco si esta actividad se proyectaba hacia la ciencia, pero menos que el papel que los filósofos habían jugado hasta entonces.2 La filosofía analítica abordó, conforme transcurrió el siglo XX, otros temas y fue una corriente de pensamiento influyente en todas las áreas del conocimiento, definiéndose, particularmente, en contra de toda metafísica3 (Kraft, 1986; Nubiola, 1999).
Una de estas ramas -que la propia filosofía analítica construyó- fue la de la filosofía de la mente, la cual impactó de manera seria en las disciplinas avocadas al estudio de la conducta humana y estableció el conductismo lógico (Graham, 2010). Los esfuerzos posteriores por darle un peso lógico al desarrollo científico trascendieron la esfera de la psicología individual, llegando a la psicología social y a la sociología.
A mediados de los años cincuenta del siglo pasado, el sociólogo estadounidense George Homans presupuso que los mecanismos de explicación económica podían trasladarse a la esfera social y planteó que, fundamentalmente, las relaciones humanas eran guiadas por una lógica de costo-beneficio (Homans, 1999). Este marco intelectual fue conocido como teoría del intercambio y en general concordaba con los valores y concepciones del capitalismo.
La teoría del intercambio se desarrolló rápidamente con aportaciones de otros pensadores y se complementó con la de la elección racional, iniciada gracias a los estudios del matemático y economista estadounidense Kenneth Arrow (Pedrajas, 2006). Finalmente, si concediéramos que un individuo decide económicamente, cabe preguntarse por el proceso por el que pudo llegar a esta elección. El costo-beneficio ampliaba su margen de acción explicativa a elementos no necesariamente económicos, sino de tiempo, prestigio, poder, placer, dolor, etcétera. A estas dos perspectivas se sumó la llamada “teoría de juegos”, en donde uno de los interactuantes debe plantearse las probabilidades que tendrá para maximizar su beneficio en la interacción-competencia con el otro jugador (que también deberá hacer lo mismo y ambos lo saben). La posibilidad de predecir los movimientos sobre la base de las opciones lógicas que se van dando, conforme se desarrolla el juego, se convirtió en un tercer elemento coadyuvante para formar la base del individualismo metodológico.4
Cuando se desarrollaron estas teorías, como producto de un empuje de largo plazo que introducía con fuerza la lógica en todos los campos del conocimiento, la Guerra Fría era una sombra constante en las actividades de los países involucrados. El avance de los derechos sociales plasmados en los Estados de bienestar europeos y del socialismo, así como sus fundamentos intelectuales, fueron encarados por estas teorías que buscaron ser superiores, argumentativamente hablando.5 En la búsqueda por cuestionar de manera profunda los supuestos e ideales de la izquierda, generaron una poderosa influencia sobre la manera de hacer ciencia, particularmente ciencia social, en los países capitalistas desarrollados.6
También correspondió a estos teóricos ocupar el papel de “expertos” en manejos bélicos:
En la estrategia militar un aforismo básico es que se deben hacer los propios planes sobre la base de la capacidad (verificable) del oponente, no de sus intenciones (inverificables). A menudo esto significa planificar según la suposición del peor caso: el oponente nos perjudicará si puede hacerlo. Si cada lado planifica sobre la base de la capacidad del otro lado y sabe que éste está haciendo otro tanto, las reales preferencias de cada lado pueden no importar demasiado (Elster, 1991: 25).
Mediante diversas fuentes, Godofredo Vidal ha realizado
una reconstrucción histórica que destaca situaciones convergentes de la siguiente manera: el economista estadounidense Thomas Schelling, junto a otros pensadores afines, elaboraron una teoría de la estrategia política y militar de la “disuasión” nuclear, pero también un análisis de la acción estratégica general, así como una logicización del significado instrumental del término “acción racional”. Kenneth Arrow, John Nash, Robert Axelrod, Anatol Rapoport, Gary Becker, el propio Schelling y otros, fueron colegas en diferentes proyectos (Vidal, 2008a).
La adopción del mecanismo de mercado como posible explicación de las interacciones sociales, así como el esfuerzo lógico por entender de qué manera se creaban las instituciones y las normas a partir de las elecciones individuales, además de la posibilidad de predecir escenarios a partir de la teoría de juegos, se convirtieron en el horizonte de preguntas a responder en estos países, es decir, en un nuevo paradigma científico.
En lo ideológico, estas teorías constituyeron el soporte intelectual del nuevo liberalismo. A pesar de que existieron otras corrientes y variaciones, las tres señaladas fueron las fundamentales, ya que orientaron no sólo el sendero dominante de la ciencia en estos países, sino su modelo de administración pública. No es que se desprenda del individualismo metodológico de manera inevitable y de una política pública de recorte al gasto social, pero existieron las mediaciones suficientes para que las preguntas apuntaran en un sentido y no en otro. Por ejemplo, el “Informe Coleman” jugó un papel determinante en la reducción del gasto educativo en Estados Unidos al “demostrar” que tales apoyos no resultaban tan significativos para cerrar la brecha social (Coleman, 1966). Seis años después, usando un método de “regresión”, el propio Coleman se retractó de algunas de sus conclusiones señalando que habían sido apresuradas, que se había exagerado el papel del origen social y la familia en el éxito escolar, pero la justificación del recorte -o subsecuentes reducciones- al gasto ya no fue(ron) cuestionada(s) y su revisión soterrada (Berliner y Biddle, 1995: 73). Éste fue un grave fracaso no sólo teórico y de verificación empírica, dado que sus implicaciones marcaron el rumbo de las políticas públicas educativas durante décadas, en detrimento de millones de personas.
Finalmente, las perspectivas teóricas descritas fueron parte del apuntalamiento de la racionalidad burocrática weberiana y del refinamiento de los controles sociales foucaultianos al determinar y anticipar también las posibilidades y las opciones de las disidencias.7
Los planteamientos centrales de las teorías del intercambio y la elección racional
En este apartado se señalan los elementos que constituyen al individualismo metodológico de estas teorías. Se seleccionó un texto de Homans y uno del filósofo noruego Jon Elster, así como algunas notas de Vidal -acerca del último libro de Elster- como referencia para señalar los lineamientos básicos de las teorías del intercambio y de la elección racional. Se ha procurado corroborar las ligas de algunos de sus supuestos epistémicos con su origen ideológico, además de destacar que el afán de obtener verificaciones constantes, introducir la lógica en la ciencia social, así como emplear conocimientos venidos de otras disciplinas científicas, se constituyeron como los principales aportes históricos de estas corrientes. Pese a los sesgos reduccionistas e ideológicos en los que se incurrió, la valía de las consideraciones previas es extraordinaria. Al final, se retoma la perspectiva crítica de Shapiro y Green sobre los escasos resultados empíricos de la teoría de la elección racional.
Existe una clara correlación entre las teorías del intercambio, la de la elección racional y la de juegos. En todas se parte de un individualismo metodológico que pretende explicar el funcionamiento de la sociedad. Es decir, se presupone que las acciones individuales son la unidad básica de la vida social. En ese sentido, lo que resta es explicar cómo, a partir de tales acciones, surgen las estructuras, las normas, las instituciones, la vida colectiva en las formas que podemos observar.
Es claro que en las ciencias sociales, particularmente en la sociología, han existido dos tendencias contrapuestas: explicamos lo colectivo a partir del individuo o viceversa. Estas perspectivas eligieron la primera y han tenido cierto éxito en mostrar las deficiencias de quienes optaron por la segunda. Empero, también han tenido dificultades, a su vez, en obtener explicaciones plenamente satisfactorias.
Sabemos que el sociólogo estadounidense Talcott Parsons, por su intención holística, no profundizó en varios temas, pero también que cada uno de sus críticos intentó hacerlo en los aspectos en que él no pudo (Alexander, 1990). Cabe destacar que ese era el panorama intelectual cuando aparecieron estas teorías. En el caso de Homans, un interlocutor válido del trabajo de Parsons, desarrolló la cuestión de la interacción racional de los actores en un ensayo de 1958 titulado “Conducta social como intercambio” (Homans, 1999),8 donde se trataron las situaciones sociales desde un punto de vista económico, usando el concepto de racionalidad como se utiliza en la economía y partiendo de que toda relación humana es de intercambio. ¿Es posible generar una teoría universal que incluya la totalidad de la vida social a partir de presupuestos, conceptos y métodos enfocados sólo en un aspecto?
En su trabajo central Homans plantea que “La conducta social es un intercambio de bienes, bienes materiales pero también no materiales, como los símbolos de aprobación o prestigio” (Homans, 1999: 311). Por lo tanto, debemos entender que una persona que da mucho está invirtiendo y, consecuentemente, también espera recibir mucho de la otra a la que le otorga. ¿A qué se debe esta expectativa que permite la inversión?, a que las personas que reciben mucho -por su naturaleza humana- se sienten forzadas a regresar en la misma cantidad. Según él, si se presenta una situación equilibrada entonces se genera una proporción en los intercambios.9
Sin embargo, se tiene el derecho a no estar seguros de que se presente dicho equilibrio. Es dudoso que una persona que da, necesariamente espera una retribución, así como de que la que recibe se sienta coaccionada a regresar en la misma proporción. También se puede cuestionar el hecho de que ésta sea la naturaleza del hombre o de que haya tal naturaleza. Si se concediera el punto de la presión, pero no el de la naturaleza, entonces cabe preguntar de dónde surge la obligación para que un individuo que recibe tenga que dar. La respuesta puede venir bajo la forma de normas sociales, pero no aparece el mecanismo por el cual se instituyen normas a partir de intercambios que buscan generar una ganancia:
Para una persona que se ha implicado en un intercambio, lo que da puede constituir un coste, del mismo modo que lo que obtiene puede ser una recompensa; su conducta cambia menos en la medida en que el beneficio, es decir, la recompensa menos el coste, tiende a un máximo. Esta persona no sólo persigue un máximo para sí misma, sino que trata de cuidarse de que nadie de su grupo obtenga más beneficio que ella. El coste y el valor de lo que da y de lo que obtiene varía con la cantidad de lo que da y obtiene (Homans, 1999: 311-312).
Nuevamente, es también muy cuestionable afirmar que cualquier persona se cuida de que nadie en su grupo obtenga más beneficios que ella.
Homans creía que los principios de la acción social se basaban en refuerzos, por lo que la conducta individual se orientaba en torno a las experiencias pasadas (Emerson, 1976). Se trató de una forma de conductismo racionalista social.10 Sin embargo, no resulta coherente sostener que hay un peso de dicha naturaleza en las acciones sociales, al lado de la creencia de que las conductas se refuerzan con las experiencias pasadas. También señala que “La naturaleza humana termina por irrumpir incluso en nuestras teorías más elaboradas” (Homans, 1999: 312). Por lo tanto, el asunto de la naturaleza humana se convierte en un punto de partida metafísico, por ser inverificable, así como en una categoría residual explicativa.
Coincidimos con el sociólogo estadounidense Jeffrey Alexander, quien considera que Homans cometió un error al tratar de superar el enfoque parsoniano mediante su intento de demostrar que sus resultados provenían de derivaciones de leyes más generales, buscando volverse amplio a partir de su foco de atención (Alexander, 1990: 118). Así, al hacerlo abandona la construcción teórica con un anclaje histórico y comienza a erigir un modelo de aplicación inaplicable para todos los aspectos sociales y situaciones históricas.
Particularmente, se asume que toda teoría parte de un análisis y que éste se ocupa de una región de la realidad o del pensamiento e, incluso, del ser o del ente en su totalidad. Por lo mismo, las teorías suelen ser irrepetibles, aunque puedan ser útiles en situaciones análogas. No obstante, el caso de los modelos es diferente, ya que parten de ciertos principios abstractos y suposiciones irreductibles que delinean explicaciones que pretenden ser válidas transhistóricamente. Las teorías sociales -aunque traten temas abstractos- son históricas, particulares y al mismo tiempo generales, mientras que los modelos suelen ser ahistóricos y con pretensiones universales; lo cierto es que no se pueden ignorar las particularidades diversas de la historia. Incluso si suponemos que la perspectiva de Homans no abandona una forma de emplazamiento discursivo teórico, cabe la objeción de Alexander quien señala:
Todo teórico que aborde el intercambio como forma primordial de la socialidad se topará con los problemas que afectan la obra de Homans. La perspectiva del intercambio plantea a los teóricos un dilema: deben escoger entre lo aleatorio y la categoría residual. Si no están satisfechos con ninguna de ambas cosas, deben salir de las fronteras de su trabajo. Este dilema tiene una categoría “estructural”: existe al margen de las intenciones personales, las ambiciones ideológicas y los compromisos empíricos de cada teórico (Alexander, 1990: 118).
Es decir, el principio irreductible de que toda acción humana es un intercambio racional que maximiza ganancias y evita pérdidas constituye una condena de origen para los alcances de cualquier pretensión de explicación social que suponga que el intercambio es la unidad fundamental de la sociedad.
Metodológicamente resulta difícil extender algunas conclusiones de los experimentos psicológicos de laboratorio -muchos de ellos con animales- a situaciones sociales humanas más complejas, que involucran un mayor número de variables. Ahora bien, en buena medida extrapolar tales resultados era el objetivo de Homans, para quien, siguiendo al filósofo inglés Richard Bevan Braithwaite, explicar es derivar (Homans, 1999: 298) y su intención última era constatar que de proposiciones más generales se pueden seguir las particulares obtenidas en el trabajo de laboratorio y en el de campo (Homans, 1999: 311). El problema es que, al parecer, todo el tiempo estas posibles proposiciones generales se encuentran guiando la investigación, es decir, operan como un prejuicio antes y durante el desarrollo de la misma, así como sobre la(s) conclusión(es).11
El afán interdisciplinario de los trabajos de Homans es notable, particularmente por considerar elementos explicativos venidos de las otras áreas de la ciencia distintas a las sociales. Esto debe considerarse un gran aporte, en la medida en que la especialización del conocimiento no debe hacernos creer que ello se deriva de una parcelización ontológica de la realidad. La realidad es una unidad integrada, contradictoria y conflictiva. La posición de Homans es valiosa porque parte de una concepción ontológica fundamentalmente cierta.
Un segundo logro consistió en los intentos de verificación de las situaciones más simples, lo que generó un ambiente de exigencia y rigor metodológico para la sociología. Cualquier afirmación requería estudios que la respaldaran como conocimiento, por lo que ya no cabía la especulación e, incluso, tampoco el bagaje sociológico del oficio para dar por sentadas algunas presuposiciones.
Un tercer resultado deseable consistió en apostar por encontrar leyes sociales (sus proposiciones “más generales”) a partir de la investigación y comprobación empíricas. Desafortunadamente partía del prejuicio de creer conocerlas y orientó las investigaciones teórica y metodológicamente sobre esta base. En realidad, lo primero que debería ocurrir para encontrar tales leyes tendría que ser el hecho de construir una masa crítica de estudios empíricos lo suficientemente amplia como para intentar designar una ley. No obstante, que haya una ley social necesariamente implica que exista una “naturaleza del hombre”, ya que la discusión desborda nuestro espacio de expresión. De cualquier manera, nada de esto invalida dicha intencionalidad, ni tampoco la pretensión de estos investigadores de formar un acervo de estudios e información rigurosa para dar fuerza a sus suposiciones.
Finalmente, la teoría del intercambio fue sumamente fructífera en la generación de conceptos y perspectivas novedosas que reportaron más o menos utilidad en los diversos campos científicos que fue capaz de poner a dialogar. En este espacio sería imposible hacer un recuento histórico y teórico completo de los planteamientos, inconsistencias, límites y aportes de cada uno de los pensadores de estas teorías que llevan ya más de medio siglo entre nosotros.12 Empero, se puede destacar el concepto de “capital social”, tal como fue planteado y desarrollado por James Coleman (1988; 2011), quien aunque fue un connotado representante de las teorías del intercambio y de la elección racional, tuvo la capacidad para darle un sentido propio a este concepto y aportar para su desarrollo junto a autores no establecidos en su misma perspectiva. De hecho, aun habiendo fortalecido un carácter transdisciplinar, este término ya está más fuera que dentro del área de la teoría del intercambio (Bolívar y Flores, 2011).
La teoría de la elección racional también es una perspectiva importante que se deslinda y critica el trabajo de Parsons:
Buena parte de las ciencias sociales está impulsada por la idea de que “todo tiene una función”. […] Para demostrar la función y la utilidad, los estudiosos recurren a menudo a la narración de historias. […] Con cierto ingenio -y muchos estudiosos poseen abundancia- siempre se puede contar una historia en que las cosas son puestas en posición invertida (cursivas de Elster, 1991: 17-18).
Este enfoque inicia con Arrow, quien señaló, usando la lógica y la teoría de conjuntos, que no era posible sintetizar lógicamente las distintas aspiraciones individuales en un concepto. Esta obviedad aparente no había sido tratada de una manera tan rigurosamente lógica para ser refutada.13
Si se utiliza la teoría de conjuntos, se puede apreciar que las intersecciones del interés de cada individuo no dan como resultado una base común que pudiera ser llamada “interés general” o algo parecido. Ni por ser elementos compartidos, ni por tener un lenguaje común respecto de lo que cada quien entendería como un valor propio, ni por poder plantear de manera unificada los procedimientos para realizarlo.
El aporte de Arrow consiste en demostrar, lógica y matemáticamente, que ninguna elección en política gubernamental podía ser absolutamente equitativa en beneficio para todos, ni coherente, ni representante del interés de toda la sociedad. Este razonamiento se conoció como Teorema de la Imposibilidad o Paradoja de Arrow (Pedrajas, 2006: 356; Vidal, 2008a: 223).
William Riker introdujo el aspecto de la lógica matemática en la ciencia política, algo que para él fue el único avance logrado por esta última (Shapiro y Green, 1994: 365). A partir de ahí se “logicizaron” las demás ciencias, incluso las naturales (Vidal, 2008a: 222).14
Como ocurre con todas las innovaciones teóricas en la historia de las ideas, sus seguidores han mostrado divergencias; empero, los supuestos fundamentales (como el del egoísmo individual o las bases de la elección), permanecen. A estas alturas, coincido con Vidal en que cabría más considerar a la teoría de la elección racional como un programa diverso que como una teoría (Vidal, 2008a: 224).
Dentro de la historia de esta corriente, cabe destacar el trabajo de Jon Elster como uno de los más difundidos. Su texto, escrito en 1989, Tuercas y tornillos. Una introducción a los conceptos básicos de las ciencias sociales, ha ocupado un lugar preeminente en los programas académicos de sociología de las diferentes universidades.15
En este libro, Elster plantea que los mecanismos son los elementos centrales de la explicación social y son los que deben dar cuenta de cómo surgen las instituciones y el cambio social a partir de la acción humana individual. En este tenor, descalifica otras formas de explicación; por ejemplo, en una crítica al estructuralismo y al marxismo, señala que el argumento de que los obreros se ven obligados a vender su fuerza de trabajo al capitalista que, a su vez, está obligado a explotar al obrero por la dinámica de la competencia, es falso: “Para ver la falla en el argumento basta observar que nadie ha sido obligado a ser capitalista; siempre está la opción de convertirse en trabajador” (Elster, 1991: 24). La ligereza y superficialidad de estos ejemplos y afirmaciones son de llamar la atención, ya que es una situación permanente que suele recorrer sus planteamientos. Por supuesto que, aunque no lo señale, la opción de que un trabajador quiera convertirse en capitalista existe como posibilidad y es, socioeconómicamente, sumamente inviable. En sus propios términos, hay un conjunto de oportunidad extremadamente reducido. Por otra parte, deja totalmente de lado las explicaciones respecto de los actos mentales que conducen a una persona a querer ser capitalista, a otra a no desear serlo y a ningún capitalista a volverse obrero.
Elster afirma que hay hechos y hay acontecimientos. Señala que los primeros son una radiografía, en cierto momento dado, del flujo de acontecimientos, y que los actos mentales son del tipo de acontecimientos básicos, es decir, de aquellos que forman parte de las acciones individuales (Elster, 1991: 13). Por otro lado, presupone que en la historia social el conflicto suele explicarse apriorísticamente, a partir de la privación económica (Elster, 1991: 27). Desconozco el origen de esta afirmación, ya que las investigaciones históricas han demostrado que esta no es una condición suficiente para una revuelta o una revolución y que, en ocasiones, también puede llegar a ser un elemento determinante. Puedo citar como ejemplo el estudio de Luis Cerda (1991), quien señala a la economía como un factor central causal, más no único, de la Revolución mexicana. Probablemente, algunos historiadores sociales y económicos del siglo XIX tenían esta reducida perspectiva a priori -más no podría nombrar a alguno-; no así los del XX. Desafortunadamente, Elster incurre en la especulación permanente sobre la base de su matriz ideológica, pero lo que me parece que está detrás de su afirmación es una crítica soterrada a los planteamientos revolucionarios marxistas más vulgarmente mecanicistas y menos dignos de atención.
Metodológicamente nos señala que la observación es relevante, pero que debe ser orientada hacia las oportunidades y no a los deseos, pues las primeras se pueden apreciar, más no los segundos. Desde este punto de vista, cabe considerar que las creencias sobre las oportunidades se vuelven determinantes para la toma de una resolución. Entonces, la elección se decide sobre la base de la creencia de lo que es mejor para el individuo. Su racionalidad implica la previsión del resultado de la acción, es instrumental, no normativa.
Sin embargo, a mi entender aun en sociedades cuyas acciones están orientadas fuertemente por normas sociales puede existir la previsión del resultado de la acción, tanto a favor de dichas normas como en términos de interés propio. Un estudio que demuestra que la tradición no es permanente y otorga un espacio a la innovación individual es el de Eduardo Sandoval (2004), y uno más que constata que en la modernidad se engendran tradiciones es el de Juan Ramírez (2009). Tampoco olvidemos el caso que se da en todos los países capitalistas de los consumidores “por tradición”.
Así, la noción de verdad como correspondencia entre “una creencia y aquello sobre lo cual es la verdad” adquiere relevancia (Elster, 1991: 33). Por eso concluye que la reunión de pruebas y el tiempo son parte importante del proceso de una toma de decisión racional. Es decir, tratar de elegir lo mejor posible para uno mismo en el momento oportuno, aunque a veces esto tenga ciertos límites, dilemas o se detecten fallas de la racionalidad en la determinación final.
El esquema favorito de estos dilemas, vinculado con la teoría de juegos, es el llamado “dilema del prisionero”. Se trata de una construcción especulativa en la que dos cómplices infractores son apresados. Ambos recibirán condenas de un año de prisión si ninguno denuncia al otro. Si ambos se denuncian, tendrán condenas de tres años cada uno. Si uno solo denuncia al otro, el denunciante será liberado y el denunciado padecerá una pena de cinco años, ninguno puede saber qué decisión tomará el otro. Elster señala que si un jugador toma una decisión que es superior a sus otras opciones, con independencia de lo que haga el otro, sería irracional que no lo hiciera (Elster, 1991: 38). Sin embargo, esta conclusión no se encuentra en un nivel explicativo, sino prescriptivo, es decir, la situación se plantea bajo el entendido de que es deseable ser “racional” más que presentarse como mecanismo de explicación causal. Una disposición en sentido contrario a la que plantea Elster luce -inequívocamente- como irracional, descalificando al decisor intelectualmente y de modo implícito. No obstante, lo más importante, que guarda el fondo esencial del debate, es que Elster no está considerando que un delincuente puede no denunciar al otro simplemente “por no ser un soplón”, es decir, por una cuestión de identidad y de valores. Un asunto pendiente y central de estas perspectivas es el moral, que parece ser reducido por estas teorías al viejo supuesto liberal de un egoísmo natural individualista, y el cual estaría permitiendo la sobrevivencia humana orientando las conductas sociales. Por lo tanto, el interés por uno mismo impide realmente construir alguna ética de la convivencia. Tampoco hay manera de hacer que todos respeten la ley si saben que pueden quedar impunes tienen posibilidades de conseguir sus objetivos individuales. Siempre habrá alguien dispuesto a transgredir el orden social o construir uno degenerado si eso atiende mejor sus intereses. No deseo abrir un debate al respecto, pero es un salto cómodo el hecho de apoyarse en una interpretación amoral kantiana del egoísmo, salpicada de una aparente cubierta de cientificidad darwiniana, para una teoría que no sólo explica sino prescribe las bondades del racionalismo egoísta individual y justifica sus consecuencias de una u otra manera. Ha habido grandes aprendices prácticos de estas enseñanzas.16
Vidal plantea con suficiente claridad que “Lo mismo vale para la discusión del huevo y la gallina, es decir, ¿son los valores o es el interés el motivo duro de la conducta?” (Vidal, 2008a: 225), y comprende la aparente disyuntiva final. A mi entender, en las ciencias sociales hay que generar estudios que no se cierren a toda respuesta posible.
Acreditarse como los grandes herederos de la filosofía obliga a los teóricos de la elección racional y del intercambio a dar cuenta de todo lo habido y por haber con mayor suficiencia que los demás. ¿Es posible explicar la historia y la acción social a partir de la lógica funcional de la conducta de los mercados modernos? La respuesta es sí, pero mal, por ser una lógica limitada. La crítica que Alexander hace a los teóricos del intercambio la extiende a la teoría de la elección racional:
Los supuestos racionalistas e individualistas abundan en el estudio empírico de la vida social; no se limitan a análisis que se anuncian formalmente como parte de la “teoría del intercambio”. […] Aunque pocos de estos esfuerzos abusan sistemáticamente de sus supuestos teóricos, los límites de sus explicaciones empíricas adolecen de los defectos que hemos descubierto en la lógica más explícita y generalizada de la obra de Homans (Alexander, 1990. 119).
Es decir, ante la falta de capacidad explicativa, se opta por introducir el azar en la explicación o categorías residuales.17
Claro que algunos de ellos han modificado sus posiciones por las dificultades que ha implicado el punto de partida; por ejemplo, en el caso de la teoría del intercambio, Alexander señala:
Peter Blau intentó enmendar a Homans de la misma manera [que Coleman]. Insistía sobre la distribución dispareja del poder supraindividual, y reconocía la mediación independiente de las normas para un reparto justo. Sin embargo, al abordar los orígenes de dichas normas, Blau tuvo que describirlas como “emergentes del intercambio”, una descripción que no ofrecía muchas más explicaciones que la teoría individualista que Blau se proponía superar. Tal vez fue a causa de esta incongruencia que más adelante Blau abandonó el análisis del intercambio, aduciendo que era irremisiblemente individualista. Abordó una teoría “estructural” que enfocaba las restricciones extraindividuales de manera totalmente materialista (Alexander, 1990: 118).
En el caso de Elster, en el libro Explaining Social Behaviour. More on Nuts and Bolts for the Social Sciences, publicado en 2007, señalaba: “Ahora creo que la teoría de la elección racional tiene menos poder explicativo que el que pensaba previamente” (Elster, 2007: 5, citado en Vidal, 2018b: 275). En este texto, el autor apenas logra distinguir la racionalidad de la explicación de la de la conducta, dándose cuenta de que es mucho más frecuente encontrar acciones que no caben en la estrechez del concepto de “racionalidad” de la teoría de la elección racional. Como bien afirma Vidal:
…el hecho es que los agentes somos generalmente malos calculadores: intuimos antes que calcular con precisión; atinamos antes que precisamos; experimentamos antes que creamos certezas lógicas. Estas aptitudes las llamamos habilidades heurísticas […]. El interés propio es un artilugio analítico, pero es sólo una parte del complejo conjunto de motivos y conductas mostradas por los seres humanos como seres sociales. El homo economicus tradicional, el arquetipo maximizador y egoísta, generalmente miope, es un caso particular en el complejo de mecanismos de cooperación colectiva. […] Así que la teoría de elección racional ha pasado de ser una ciencia estrictamente axiomática a ser una ciencia híbrida entre la formalización matemática y la modelación experimental [un obsequio de la psicología] y comparativa [es decir, sensible al contexto y a la historia]. Esa plasticidad no le da a priori el galardón de la verdad, sino sólo el de la ampliación de los horizontes a las cuestiones importantes (Vidal, 2008a: 226-227).
En este libro, Elster se interesa mucho más por la condición moral del decisor y Vidal concluye:
Los avances en la biología del comportamiento, la psicología experimental, la antropología, y aun en la sociología, llevaron a declarar la obsolescencia analítica del homo economicus para la teoría de la elección racional. Y después siguió la misma noción de racionalidad, acotada por los filósofos de la mente y por los mismos biólogos y psicólogos (Vidal, 2008b: 276-277).
Los politólogos estadounidenses Ian Shapiro y Donald Green se dedicaron a realizar un recuento de los resultados obtenidos por los estudios empírico-políticos que utilizaron este enfoque como marco explicativo en la influyente obra Pathologies of Rational Choice Theory: A Critique of Applications in Political Science (Shapiro y Green, 1993). No es mi intención señalar en detalle lo que ellos han podido hacer con mucho mayor espacio y una gran dosis de meticulosidad inteligente. La conclusión no fue halagadora en términos de aplicación operativa bajo la óptica de la elección racional; por lo tanto, hubo mala calificación en términos de generación de conocimientos.
Más adelante, publicaron en español un artículo en Foro político (Shapiro y Green, 1994) que sintetizaba, enfatizaba y reflexionaba sobre algunas de las conclusiones obtenidas en el primer texto, donde señalaron que algunos de los trabajos de investigación empírica, que se presentaban como representativos de la teoría de la elección racional, se estancaban por buscar sostener el modelo explicativo incluso si no encajaba con la realidad. Esta circunstancia sesgaba toda recolección e interpretación de la información, entre otros problemas (Shapiro y Green, 1994: 366). Es decir, como ya se ha señalado, la filiación ideológica privaba sobre la cuestión teórica y, particularmente, del análisis metodológico. Para ellos, la causa era la pretensión indebida de validar su método como universal (Shapiro y Green, 1994: 374). Dicha pretensión descansa en no dar tregua alguna a ninguna noción explicativa disidente que ponga en riesgo su supuesta visión superior del mundo y su estabilidad. Por ello, las observaciones de Shapiro y Green de que estos teóricos no señalan nunca bajo qué condiciones el modelo explicativo carece de oportunidad, no generan un debate académico productivo con otras corrientes (invisibilizándolas) y evaden el análisis de espacios de realidad que ponen en una situación difícil al modelo (Shapiro y Green, 1994).
Además, coinciden en los problemas que se han señalado acerca de generar inferencias estadísticas sobre estudios de caso pequeños, la generación de categorías residuales en forma de explicaciones post hoc y sostener ambigüedades intencionadas sobre su término central, la racionalidad, para demostrar la utilidad de su perspectiva (Shapiro y Green, 1993 y 1994).
Estos estudiosos también reconocieron que los supuestos de los cuales parte la teoría de la elección racional no han sido comprobados (Shapiro y Green, 1994: 365-366), es decir, que desde el propio lenguaje de estas teorías, heredado del neopositivismo y la filosofía analítica, se sostienen de manera metafísica, usando especulaciones argumentativas como base.
Probablemente, la obsolescencia de los supuestos económicos y de su concepto de racionalidad anunció el fin del individualismo metodológico. Volverse sensibles a la historia es abandonar los modelos que han definido el sentido último de estas perspectivas. Lo que ha acontecido, como ya se ha mencionado, es que pareciera que los cursos de su investigación están prefijados por su condición ideológica, la cual permea totalmente su visión epistémica. Por lo tanto, más que la obtención de conocimientos científicos sólidos, irrefutables y novedosos, sin duda la colaboración entre las ciencias exactas, naturales y sociales para explicar de modo más riguroso las acciones del hombre es, en muy buena medida, un gran logro de la teoría de la elección racional y su principal aporte.18
Interpretación epistemológica acerca de las perspectivas del intercambio y la elección racional
En este último apartado se regresará a la cuestión de los orígenes históricos de larga duración de estas corrientes. A partir del concepto de verdad que usan las teorías estudiadas, trataremos de mostrar la relación entre éste y el desarrollo histórico de la filosofía, así como la situación de ambas perspectivas en esta historia. Se sugiere, siguiendo al filósofo alemán Martin Heidegger, que ellas mismas son parte de la consumación de la historia de la filosofía -reducida a lógica- y que su modo de comprender la “racionalidad” no es la única y, probablemente, tampoco la más propia del hombre.19
Así, podemos hacer una breve interpretación sobre algunos de los supuestos epistemológicos que subyacen a las teorías del intercambio y de la elección racional antes de pasar a contrastar su concepción de racionalidad y verdad, así como lo que ésta representa en la historia de las ideas de larga duración.
Primero se debe considerar que la realidad es concebida como una unidad integrada y susceptible de ser conocida a través de técnicas y métodos venidos de diferentes disciplinas, no sólo de las sociales, lo que permitiría la posibilidad de establecer leyes que, ineludiblemente, devendrían en leyes históricas.
Sin embargo, la manera de concebir a la historia ha sido pobre, a pesar de que se distinguen los acontecimientos como existentes y hoy se da más peso al contexto en estas teorías, no se atribuye -ni puede otorgársele- a la ciencia de la historia de los procesos y las ideas su pleno valor. Estas teorías mantuvieron una creencia en que la lógica y los estudios de verificación empírica sobre bases económicas, matemáticas y psicológicas sobrepasaban la enseñanza de la historia, en que es posible construir modelos explicativos al margen de la misma. Esta estrechez de miras es lo que ha transformado a dichas perspectivas, quizá más que en ciencias híbridas, en teorías en transición. El individualismo metodológico y la suposición de que la sociedad existe en aras y gracias al intercambio entre individuos, por naturaleza portadores de un “egoísmo racional”, es el otro aspecto que desahució sociológicamente a estas teorías y las ha obligado a una renovación epistémica. Además, se ha mantenido una visión teleológica progresista a partir de la dicotomía tradición-modernidad, una óptica que cada vez es más cuestionada: “Si las sociedades tradicionales donde hay envidia están impregnadas de acusaciones de brujería, muchas sociedades transicionales están sometidas al rampante oportunismo, la corrupción y el cinismo” (Elster, 1991. 66).20
Su posicionamiento epistemológico se tiende sobre el tiempo que acontece a la historia cognoscitiva de largo plazo: la verdad entendida como correspondencia.21 Desde este punto de vista, contrario a otros proyectos de verdad, hereda del aristotelismo y su desarrollo subsecuente, los modos de pensamiento y análisis respecto de las formas lingüísticas y la convicción de un manejo moderno de la realidad devenida en objeto de análisis lógico.
Las teorías estudiadas no inician ni con la economía moderna, ni después de Parsons, si así puede expresarse mejor. Tienen raíces antiguas, especialmente aristotélicas, refinadas por Imannuel Kant y Friedrich Hegel, consumadas en el acabado más fino del Círculo de Viena, la filosofía analítica y el neopositivismo. Por ello Heidegger pudo señalar que la consumación de la filosofía se daba en la cibernética, en tanto lenguaje absolutamente lógico. Al final, las perspectivas logicistas pueden expresar las posibilidades de la acción social, entendida como conducta, como meros diagramas de flujo. En términos de estructura discursivo-lingüística, estas perspectivas racionalistas presupusieron, por la filiación a su matriz histórica, que el lenguaje-pensamiento histórico podía reducirse al social, el social al económico-psicológico, el económico-psicológico al matemático y el matemático al lógico. Desde mi perspectiva, una tendencia reduccionista inaceptable, pero más adecuada en términos lógico-científicos, tendría que versar así: el lenguaje social puede asimilarse al biológico, el biológico al químico, el químico al físico, el físico al matemático y el matemático al lógico-cibernético.
Es en la modernidad donde coinciden, no por casualidad, la consumación de la filosofía (entendida como metafísica por Heidegger) y el ocultamiento de la esencia de la técnica (en tanto capacidad de configurar socialmente). Que no sea coincidencia ocurre porque la consumación de la metafísica evoca la lejanía de la τέχνη (tecne), que es “...una condición fundamental del despliegue inicial de la Metafísica” (Heidegger, 1994b: 72). Es decir, se requiere el conocimiento y el poder que logren configurar al mundo para que la filosofía devenida en ciencia pueda materializarse como proyecto de verdad plausible e incontestable.
Como se puede apreciar en la crítica de Heidegger, el concepto de metafísica tiene otra connotación y se refiere, fundamentalmente, a la filosofía que ha olvidado la pregunta por el ser de las cosas y se ha destinado a sí misma al servicio de la técnica. El desdén de Ludwig Wittgenstein hacia el Círculo de Viena y la filosofía analítica obedeció a que consideró que incurrían en un error en esa postura, pues en la filosofía no lógica se contenían los problemas realmente importantes de la vida, los que tienen un carácter ético o estético. En la obra que suscitó la admiración del círculo y los filósofos analíticos, el Tractatus Logico-Philosophicus, el propio Wittgenstein señala que la filosofía del lenguaje que ahí establece, de forma impecablemente lógica, tiene que ser arrojada como una escalera después de haber subido por ella, pues ya no sirve para nada más. Una vez arriba y luego de superar los conocimientos que no pretenden mejorar la vida del hombre sino sólo saber lo que es cierto, como señalaba Soames, entonces es necesario el silencio, indicando que de lo que no se puede hablar es mejor callar (Wittgenstein, 2002). Así, parece coincidir con Heidegger respecto de lo que desvela el silencio para el hombre (la serenidad de un pensar meditativo).
La inquietud por una ciencia que no puede dar una base moral a los hombres -sin incurrir en la metafísica- la manifestó Kant en el siglo XVIII, ya que al final de su vida se percató de que el imperativo categórico no era suficiente para garantizar el respeto a la ley que sustituía a la religión como base del orden social. El concepto kantiano de metafísica es definido como aquella esfera de ideas que se basan en la imaginación, no en la razón. Tal definición es la que retoma, implícitamente, la teoría de la elección racional. Y es pensando en el sentido de este término, tal y como el mismo Kant lo definió, que no es posible que una metafísica de las costumbres arribe al rango de ciencia. Es decir, una explicación científica de las acciones humanas -lo que equivaldría para nosotros al término “sociología”- no es posible (Kant, 1990). Claro que esta descalificación parte del modelo de las ciencias exactas y experimentales propio de su centuria. No obstante, la pretensión de tener una potencia impecablemente verdadera sobre la base lógico-experimental y de presuponerse una forma única e inequívoca de racionalidad, de ser la ciencia, no sólo ha sido incompleta y mal llevada por las teorías del intercambio y de la elección racional, sino que han incurrido en las propias limitantes de su individualismo metodológico, así como en las de la lógica y la ciencia que se colocan bajo la férula de una técnica que ha servido a los intereses capitalistas desde su aparición.
En El nacimiento de la tragedia, de 1872, el filósofo y filólogo alemán Friedrich Nietzsche ya se pronunciaba al respecto cuando denunciaba que, frente a las seductoras maniobras de distracción de las ciencias, la sabiduría no se deja engañar, volviéndose serena a la imagen global del mundo (Nietzsche, 1998: 180). La respuesta a lo que oculta la técnica, su propia esencia, está en la aparente consumación de la filosofía en un lenguaje binario. Este ocultamiento, desde la perspectiva heideggeriana, sería una huida del pensamiento que corresponde al hombre, el pensar meditativo. Frente al pensamiento calculador, Heidegger propone uno reflexivo que define como la morada del hombre, y por eso nos señala que la meditación no es una aventura, sino un regreso al hogar (Heidegger, 1994a: 59).