I. La zona incómoda. Un punto de vista
La isla de Trinidad hizo su aparición en el imaginario europeo moderno tras el “descubrimiento” de Colón, como base para la búsqueda del mítico reino de El Dorado (vagamente localizado en la desembocadura del río Orinoco). En pugna desde el siglo XVI entre españoles e ingleses, en 1802 fue adjudicada en definitiva a Gran Bretaña, mediante el Tratado de Amiens. Ésta la había ocupado en 1797 durante los acontecimientos revolucionarios y las guerras contra Francia y sus aliados, que desde el continente europeo se extendieron al área caribe.1
El escritor V. S. Naipaul, fallecido hace días y premio Nobel en 2001, nació en Trinidad en 1932. Su familia pertenecía a la comunidad india que llegó -al igual que la china- en el siglo precedente gracias a una tipología de contrato, bastante frecuente en el amplio circuito comercial inglés, en el cual, a cambio de un periodo de trabajo como bracero, se ofrecía el viaje hacia las zonas necesitadas de mano de obra. Este procedimiento fue bastante popular entre los indios -aunque no en exclusiva- tras la abolición de la esclavitud, ya que los exesclavos se negaban a trabajar para sus antiguos amos; se calcula que, entre 1838 y 1917, cerca de medio millón de personas emigraron del subcontinente indio hacia el Caribe.2
Las particularidades de su familia (su padre era periodista autodidacta y novelista fallido, quien nació muy pobre pero destinado a ser pandit, lo cual nunca sucedió debido a su distanciamiento de la religiosidad hindú) lo llevaron a frecuentar las escuelas coloniales inglesas, primero a Oxford con una beca para estudiar Literatura y después a establecerse de manera definitiva en Inglaterra para convertirse en escritor. Como él mismo mencionó, desde muy temprana edad creció en él la ambición de “escribir libros y en específico novelas” que desde siempre su padre -cuyas aspiraciones se habían visto frustradas- le había presentado como la “forma más alta de literatura”.3 Éste escribía cuentos y después de entregarlos a la imprenta, “de alguna manera, sin que mediara discusión alguna que yo recuerde -cuenta Naipaul- parecía que en mi cabeza y en la de mi padre se estableció que sería escritor”.4
Entre los autores de origen caribe, quizá Naipaul es quien ha estado en el centro de las polémicas más virulentas, ya que ha sido considerado por sus detractores como un “mandarín poscolonial”.5 Es innegable que entre sus críticos más mordaces y respetados se encuentra el intelectual Edward Said, para quien, sobre todo, Naipaul era el único que podía permitirse escribir en un modo explícitamente racista sin poder ser acusado de racismo, al criticar a quienes no eran blancos sólo por el hecho de no serlo.6 Tampoco en el área caribe Naipaul ha encontrado una gran aceptación. Entre todos, Derek Walcott le ha recriminado que, para asegurarse un lugar como escritor consagrado del Tercer Mundo,7 estuvo dispuesto a pagar con el precio del desdén hacia los negros y su isla natal.
Sin embargo, en comparación con las posiciones apenas mencionadas, existe una corriente de literatura crítica para quien la descripción de la desolación de las excolonias, relatada con gran lucidez en los libros de Naipaul, transmite una profunda e impetuosa crítica hacia lo que fue el imperialismo.8 En sus textos (aunque en los primeros haya sido importante el elemento cómico y el distanciamiento irónico), el vacío cultural causado por la colonización no se anula por una visión carnavalesca o exótica del desorden, ni tampoco por una exaltación del mestizaje; en cambio, los aspectos dolorosos de este pasado se muestran en toda su dureza. Obsesionada por aquello que organiza el mundo y por el sentido de la destrucción, la obra de Naipaul puede leerse como un rito fúnebre o, justamente, como una “historia natural de la destrucción”,9 invadida por un pesimismo privado de toda condescendencia nostálgica. Asimismo, aquello que fortalece su trayectoria de escritor es un sentido de la historia entendido como un sentimiento de pérdida, sin el cual se mantiene prisionero en el pasado.10 Como no deja de subrayar en muchos de sus escritos, el verdadero enemigo de Naipaul es la ausencia de conciencia histórica, el pasado, con su herencia de empobrecimiento y abandono que, si no se pierde (o inclusive “se asesina”),11 nos conduce a ver el presente como un naufragio inexplicable. A pesar del sutil velo de pesimismo que atraviesa todas sus historias y relatos de viaje, la mirada del historiador (de quien aprende a ver el pasado en cuanto tal) permite al menos huir de la sucesión inconexa de hechos.12
Desde esa óptica es como debe leerse La pérdida de El Dorado, publicado en 1969, si bien el autor confiesa en el prefacio que se trata de un libro que “no debería haber escrito jamás” por el “dolor indecible” que le ha causado, pues lo condujo a un “horror” para el cual no estaba preparado.13
Basándose en una gran cantidad de documentos de la época colonial, Naipaul reconstruye los acontecimientos de Trinidad, del siglo XVI al XIX, a través del filtro de la única historia existente: la europea. Esta última básicamente fue relatada, por parte de los primeros exploradores del XVI, ya fueran españoles o ingleses, como la pérdida de un sueño, el de la búsqueda de El Dorado -lo que es una pequeña fracción del proceso de la “invención de América”-14 para transformarse de modo progresivo en el proyecto de una cautelosa administración de intereses comerciales y gestión de las diferencias raciales. No obstante, la historia que emerge de los documentos que reportan hechos, diálogos, procesos, acusaciones y súplicas, está corroída por el silencio de un dolor cuyo eco sordo sirve como telón de fondo para cualquier historia posible. De la Trinidad de los archivos (¿acaso existe otra?, se pregunta Naipaul), en la cual ocurrieron hechos no sólo crueles o indecibles sino irreproducibles en la voz de los colonizadores, tanto los colonizados como los indígenas y los esclavos son los grandes ausentes. Su presencia es en exclusiva la de la muerte. La voz del indígena, sus palabras, no se escuchan, no se traducen. Sin embargo, el colonizado, el subalterno, sí habla a través del cuerpo torturado, latigueado, descuartizado e hinchado de veneno; similar al condenado de la colonia penal de Kafka, éste es el único modo en el cual se ha escrito la historia.
Certeau sostenía que el gesto fundacional de la práctica historiográfica era el “gesto de poner aparte”,15 que se cumple al momento en que se experimenta un sentido de alteridad, cuando nuestra inteligibilidad llega al límite de su ejercicio. En este sentido, y retomando a Spivak, sin lugar a dudas también se trata de un gesto de imaginación, es decir, de un gesto de “deconstrucción en el ámbito del espacio simbólico de la representación en el cual se producen las formaciones discursivas que nombran el mundo”.16 Es en este ejercicio de imaginación en el que Naipaul se produce en La pérdida de El Dorado, ejercicio posible gracias a la conciencia del autor de hablar desde el punto de vista de una dislocación, de un extranjero, tanto en Inglaterra como en Trinidad (donde la comunidad india vivía en condiciones de mayor marginación). Esta dislocación permite la emergencia de una verdadera narración histórica en la cual el “subalterno”, recluido en las voces de los otros (los colonizadores con sus sueños y su visión del mundo, que en el transcurso del tiempo circunscribe, en los territorios colonizados, a la raza como único elemento taxonómico ético y político) y que muriendo se inscribe con fuerza en la historia.
De manera general, la producción de Naipaul sin duda se lee desde un marco individualista, como una única gran novela de formación, como el camino de un individuo y, en específico, de cómo se convierte en individuo; éste es el gran tema existencial que organiza su obra.17 Por lo tanto, no solamente muchos de sus trabajos de ficción presentan elementos que nos refieren a su biografía, sino que justo el trayecto de construcción de su obra, incluidos los relatos de viaje, sigue una búsqueda y una interrogación biográfica, como expuso con detalle en su discurso de recepción del Premio Nobel.18 Sus obras constituyen sólo fragmentos de una imagen identitaria que permanece en el fondo, que, en su caso, es la “página blanca” de la literatura todavía sin escribir, “sobre la cual además parecen fijarse las futuras conquistas”.19
Es este espacio vacío, blanco, nunca escrito por completo, esta zona incómoda es la que hace posible la extraordinaria operación narrativa de La pérdida de El Dorado, en la cual, precisamente a partir de los documentos ingleses y españoles, el otro está representado en un gesto creativo que logra no consumar ningún tipo de violencia epistémica. Porque el punto es que el “material” que Naipaul utiliza, las palabras que relata son las del colonizador, pero en un sabio montaje que, dominando a la perfección el canon inglés, lo sabotea logrando separar el canon del imperio20 (y que ello nos transmita “lo inglés”). La posición desde la que Naipaul construye su montaje es la de quien -como confesó en una entrevista a Hamilton- nunca perdió de vista su fundamental sentido de extrañamiento, casi de alienación, es decir, la conciencia de siempre permanecer aparte, inclusive en Inglaterra donde comenzó a publicar y a tener reconocimiento.21 Vivir en Inglaterra significó perder la certeza y exponerse, pero sólo desde esta zona recién descubierta pudo construir una representación del otro que en el fondo no es más que una representación de sí mismo y del propio malestar.22 Por lo demás, es precisamente con este sentido de incertidumbre como comienza la conciencia de sí mismo; tal como lo expresó a Adrian Rowe-Evans, una vez que hubo partido y haberse convertido en extranjero, es que pudo convertirse en escritor.23 Al haber emigrado a Gran Bretaña, catapultándose en la vida londinense, no sin dificultad, y convencido de encontrar ahí material para su escritura, se dio cuenta -después de muchos fracasos y de la incapacidad de relacionarse con Londres, muy distinta a como la había imaginado- que el “material” que buscaba era sin más el de su biografía, de su estar dislocado de manera perpetua: en Trinidad (al pertenecer a la minoría india sometida en un sistema de vida ritualizado) y en Londres. Naipaul recordaba cómo en muchas ocasiones se sentía distante también del contexto familiar, más allá del que le había proyectado la figura de su padre con sus ambiciones literarias y, no obstante, cómo en Trinidad no alcanzó a encontrar un lugar fuera de éste.24 En la escuela, por ejemplo, al estudiar la historia y los textos fundamentales de la literatura inglesa, se sentía como sumido en la oscuridad, como si siempre entrara “en un cine después del inicio de la película”.25 Así, experimentaba una especie de vacío pero estaba convencido de que, una vez fuera, se sobrepondría con los libros que él mismo escribiría. En cambio, fue justo esta oscuridad, aquella “área de tinieblas”26 que lo rodearon desde pequeño, la que se convertiría en su tema, su “material”.
Desde esta perspectiva, la historia no contada por los archivos sobre Trinidad, que no es la de los ingleses y mucho menos la de Trinidad, se convierte en la historia de Naipaul. Aquella historia en la que puede situarse un colonizado en la medida en que ser colonial indica en esencia “ser en un estado de exilio”,27 retomando las palabras de Georges Lemming en su The Pleasures of Exile.
El estudio de los documentos en el que se basa La pérdida de El Dorado alcanza de manera precisa el punto de encuentro entre la historia y la biografía, para convertirse en el crisol de la conciencia de sí, obligando al lector europeo a encontrarse con una historia que de otra forma no habría tenido un discurso. En una sabia operación de montaje “prepara una escena […] en la cual lo desconocido pueda dejar su huella. La propia meticulosidad de su paciencia prepara un lugar para la inscripción de lo que no sabe y la singularidad que muta hacia una sistematización de lo pensable”. Este efecto de inscripción no es más que la historicidad de aquel material; es decir, el modo en que su historia “comienza a quedar impresa en la nuestra, indicando el aparato científico con el cual producimos nuestros saberes”.28 Son historias que dibujan un nuevo espacio epistémico, que incomodan al lector occidental induciéndolo a preguntarse no tanto lo que hace la ciencia archivística (y la jurídica, los procesos, etc.), sino qué introducen en el presente, qué “hacen” de éste. De cualquier manera, obligan al lector a volver a recorrer el modo en el que la mirada occidental se ha construido, aquel camino de construcción de la autoconciencia que describía Rey Chow mediante el cual el colonizador se volvió consciente de sí mismo, se produjo como sujeto (capaz de significar con su mirada) sólo al reflejarse en el colonizado, sintiéndose observado por la mirada del nativo, la cual tiene un efecto “inquietante”. Al revisar la relación siervo/patrón, el hombre occidental se vuelve “autoconsciente” precisamente a partir del encuentro con aquellos pueblos que Hegel consideraba primitivos, en el momento en el cual empieza a sentirse incómodo29 o, como escribía Certeau, a hacer del otro “el cuerpo historiado -el blasón- de sus trabajos y de sus fantasmas”.30 El lector de La pérdida de El Dorado sigue atónito este camino; por un lado, debido a la reconstrucción de la lógica de la colonización, y por el otro, a que se insinúan espacios de silencio en los cuales no hay necesidad de relatar o enumerar atrocidades, ya que basta la aparición del cuerpo del colonizado como una imagen que surge. Si antes nos referimos al texto como un montaje es porque epistémicamente su principio organizador podría ser la imaginación, como ha subrayado Didi-Huberman para el atlas de Warburg.31 El objetivo de un montaje en el sentido de Warburg no es la síntesis de una complejidad, ni tampoco la descripción o clasificación de los hechos e imágenes, sino hacer emerger un nuevo espacio de comprensión de la historia, mediante el encuentro de elementos en apariencia disímiles o contradictorios. En algunas frases el montaje entre la gran cantidad de documentos, la precisión archivística y el silencio de los cuerpos (muertos, envenedados, fustigados) de los colonizados, funciona justo de esta manera. No hay un relato de este dolor innombrable, lo que hay es la yuxtaposición de los hechos y los relatos que hacen emerger con violencia el dolor. La única presencia del cuerpo del colonizado en la historia (en aquella que los archivos españoles e ingleses han conservado, han preordenado)32 se asemeja a una especie de “imagen superviviente” que increpa a nuestro presente en virtud de su “eteroctonía”, y su inscripción en los archivos funciona casi como el regreso del destituido.
2. A cuerpo perdido
Las peripecias de Trinidad comienzan en el siglo XVI con Antonio de Berrio, uno de tantos conquistadores que salieron de España cargados de promesas. Llegó a la isla, divisada desde el golfo de Paria, verdadero “Golfo de la desolación”, para volverla el punto de partida en la búsqueda de la mítica tierra de El Dorado, hacia donde varios exploradores se habían dirigido buscando remontar el curso del río Orinoco, desde la actual Venezuela. En el siglo XVI El Dorado encarnaba la leyenda de un mundo intacto e inalterado, en el cual los españoles intentaron penetrar. Esta violación, que fallaba continuamente porque la mítica tierra se volvía cada vez más inasible, agudizaba el sentido de pérdida que reavivaba la fantasía.33 Una fantasía rentable cuyos hechos, de cualquier forma, terminaban por darle la razón. Un ejemplo lo encontramos en una de las fuentes tradicionales de la zona, las memorias del aventurero inglés sir Walter Ralegh,* quien murió en 1618 después de haber participado y financiado distintas expediciones al Nuevo Mundo, entre ellas para descubrir El Dorado (murió decapitado tras haber sido acusado de conjura en contra de Jacobo I). Su texto The Discovery of the Large, Rich and Beautiful Empire of Guiana pertenece al reino de lo fantástico debido a la manera en que está narrado. Como observa Naipaul, el relato sustituye con la profusión de palabras el no haber logrado el objetivo del viaje, ya que no se encontró la ciudad de El Dorado, pero el lector no se percata de ello porque el registro de lo fantástico termina por construir la imagen de lo real. En todas las narraciones, no sólo la de Ralegh, también en la de tantos otros aventureros, aquello que contribuye a la edificación de lo fantástico es precisamente “la ausencia de los indios que distorsiona la perspectiva temporal”. Los relatos parecen ambientados “en una tierra mitológica, parte de la noche de la historia”.34
Al fallar los intentos de encontrar El Dorado, Trinidad fue reducida al rango de periferia del Imperio español, para después verse inmiscuida en los acontecimientos que, a partir de la Revolución francesa, llamaron la atención del Nuevo Mundo para terminar asignada en definitiva a los ingleses, como habíamos mencionado con anterioridad, mediante el Tratado de Amiens en 1802. El gobernador Thomas Picton fue una de las figuras prominentes de la nueva administración inglesa, cuyas vicisitudes y ambiciones colocaron a la isla en el centro de los chismes en Londres.35 Al terminar las guerras napoleónicas, y tras la independencia venezolana (misma que los ingleses antiespañoles fomentaron desde Trinidad), la isla perdió cualquier función estratégica para convertirse en un lugar marginal del imperio, si bien complejo. Las antiguas leyes españolas se entrelazaban con las medidas inglesas en un cuadro jurídico, económico y social dominado por la plantación. Ésta fue la institución que configuró toda la realidad y alrededor de la cual giraban los elementos religiosos, políticos y familiares que estructuraban cualquier relación, sobre todo entre esclavos y amos. De esta manera, la estructura de la isla estaba constituida con base en el nuevo Codigo Nigro promulgado en 1800 en sustitución del español. Si este último “reducía a un negro a sus necesidades. El nuevo código atendía en exclusiva a las necesidades y los temores del amo del negro”.36 En toda la documentación analizada por Naipaul el esclavo negro únicamente existía como espejo de estos miedos.
Como escribe el autor, la capital, “Puerto España era un lugar en el que habían pasado cosas pero no se notaba. Sólo permanecían las gentes, y su pasado había desaparecido de todos los libros de historia”.37 Periférica y marginal, para fines del XIX la isla se había transformado en un destino para aquellos curiosos en descubrir “las aguas en las que se habían ganado las grandes batallas navales del siglo XVIII”; después de la Primera Guerra Mundial, cuando aquella historia parecía muy lejana, turistas provenientes sobre todo de Estados Unidos, llegaban al Caribe atraídos por el “vudú, los bailes de los negros y sus cínicas canciones, las bandas en la época del carnaval: la vida negra subterránea que los dueños de esclavos habían intentado borrar. El pasado era complejo y ambiguo. ¿A quién pertenecía?”.38 Se trataba de un pasado restringido al consumo y que no pertenecía en verdad a nadie; además resultaba difícil apropiársela si en Trinidad
Picton era el nombre de una calle; nadie sabía más. La historia era un cuento de hadas sobre Colón y un cuento de hadas sobre las extrañas costumbres de los aborígenes, los caribes y los arauacas; ya resultaba imposible situarlos en el paisaje. La historia era el sello de cinco centavos de Trinidad: Ralegh descubriendo el lago de la Brea. La historia era también un cuento de hadas, no tanto sobre la esclavitud como sobre su abolición, de los buenos que derrotaban a los malos. Era la única forma de contar el cuento. Cualquiera otra versión habría terminado en ambigüedad y miedo. El esclavo nunca había sido algo real. Al igual que el aborigen extinto, había que reconstruirlo a partir de su vida diaria. Y así sigue existiendo, como la cárcel de Vallot (de la que no se conserva ningún plano), sólo en la imaginación. En los anales, el esclavo es anónimo, silencioso, con identificación pero sin nombre. No tiene historia.39
La prisión, junto al cuartel y a la casa del gobernador, constituía uno de los edificios más importantes de la isla. Durante el gobierno de Picton, Jean Baptiste Vallot -guardián de la prisión- debió tener un ayudante, por supuesto un esclavo negro al que habrá podido comprar con facilidad; al llamarse éste Puerto Rico, Vallot rebautizó a su esclavo como “Bourique”, es decir, asno. Por lo demás, los chismes de los cuales se escandalizaban los ingleses concernían a las costumbres sexuales de Picton, los favores que concedió a una mulata con quien vivió por largo tiempo, las sentencias que emitía y las personas a las que perseguía sólo por capricho personal. Después de narrar uno de los enésimos actos de prevaricación de Picton, Naipaul observa: “Tales eran los cotilleos de los ingleses agraviados: la exclusión de la Casa de Gobierno, una viuda insultada por soldados negros, un soldado ahorcado de manera injusta. Los negros de la prisión de Vallot, los negros comedores de tierra que morían del mal d’estomac: eso parecía existir en otro sitio”.40
¿Qué nos queda de esta esclavitud de la cual Naipaul, indio de Trinidad y Tobago, no encontró rastro en los libros de Historia, donde simplemente se mencionaba que “las poblaciones indígenas ‘sucumbían a las enfermedades y morían’”?41
En sentido estricto no tenemos testimonios porque el esclavo hablaba un idioma que no podía traducirse; recurría a la astucia, saboteando la relación amo/esclavo que facilitaba una relación basada en el saber/poder. El esclavo se apropiaba del lenguaje del amo resemantizándolo,42 haciéndolo propio y movilizándolo a otro plano, en el cual se tenían previstas las penas más duras: la brujería y la magia -vistas como preludio de la actividad clandestina, de la conspiración subversiva- conducían a los castigos más severos.43 Hacia estas presuntas prácticas los patrones sentían un
terror casi religioso. El suicidio, el veneno, la hechicería; un atelier negro enloquecido; la inutilidad de los látigos y las cadenas de los capataces; las palabras secretas, desconocidas: ah, c’est bien dommage, podía ser; las llamas, la noche de venganza: era el terror de la casa de los amos en la hacienda. A la primera señal de aquella calma entre sus negros, el plantador francés44 podía actuar como si estuviera afectado por la hechicería que tanto temía.45
Entre estas prácticas se encontraban las actividades de los “reinos nocturnos”, en las cuales los esclavos reproducían durante la noche el sistema al cual estaban sujetos, reconfigurando jerarquías, privilegios y realeza, siendo ésta la única posible lectura del mundo a su alcance. Cuando estos reinos eran descubiertos, la prisión de Vallot se encontraba con una carga de trabajo suplementaria. La serie de agitados acontecimientos de finales del siglo XVIII, en el transcurso de los años hizo que llegaran a Trinidad funcionarios, intelectuales y periodistas que, en su vivacidad, esperaban “más de sí mismos y del mundo”,46 quienes estuvieron dispuestos -cada uno a su modo- a denunciar los límites y las injusticas de la isla con base en lo que en aquel tiempo eran los “estándares metropolitanos”. Sin embargo, fue un paso inútil porque de cualquier forma la vida en la isla gangrenaba a quienes ahí habitaban, con una mentalidad colonial que situaba la superioridad de los blancos en una triste y simple “magia racial” que permitía medir la distancia de los propios esclavos. El dispositivo de la colonia producía colonizadores y colonizados. Cuando se abolió la esclavitud, el sistema fue sustituido por el de braceros a contrato que tomaron el lugar de los esclavos negros en “una nueva desidia humana, en la misma línea de lo que había ocurrido antes”.47
El cuerpo que habla del colonizado no es sólo el cuerpo torturado, es el cuerpo muerto en manos del esclavo mismo y es el cuerpo que asusta más al amo, porque debía eludir sus recursos (el más directo, el envenenamiento de los esclavos para dañar al amo y su riqueza); también es un cuerpo que habla sin control, como una especie de lengua fundamental schreberiana en el que el cuerpo dice lo real sin algún significado.48 Es un cuerpo que representa una vida nuda, pero sobre la cual no puede ejercerse ningún poder, por lo que de alguna manera sabotea el fundamento del poder en la modernidad, el poder sobre la “nuda vida”.49
Es de esta manera como el colonizado, el torturado, que de otra forma no tendría historia, irrumpe con fuerza. De hecho, el libro termina con el relato de un caso de envenenamiento ocurrido en la plantación, de un tal Dominique Dert, nombre con el cual se bautizó una calle en la capital de Puerto España cuando Naipaul ahí vivía. Dert relató los hechos de 1806 en el transcurso de una amplia investigación sobre los envenenamientos, dirigida por el gobernador. Los hechos implicaban a su commandeur Jacquet, es decir, al jefe de los esclavos de la plantación. Naipaul retoma la historia de las actas de la propia pesquisa. Se trata de dos páginas concluyentes, breves, que dejan al lector sin palabras, páginas que provocan un sentido de extrañamiento que nos pueden recordar, por ejemplo, a la insensatez de la célebre crónica de la confesión de Nat Turner.50
Turner era un esclavo de Virginia que en el siglo XIX intentó desatar una revuelta de esclavos. Al ser capturado y encarcelado, su confesión fue “transcrita” y publicada por Thomas R. Gray, su abogado de oficio. En esta “confesión”, las palabras de quien confiesa son referidas por el “amo” (quien ocupa, socialmente, la posición de amo, del hombre blanco) y son palabras “monstruosas”, porque son insensatas en la medida en que el rebelde se vuelve el monstruo, entendido como el espacio de sentido que no logra colmar. Hay una gramática del discurso correcta que sin embargo produce un sinsentido, el sinsentido absoluto que el amo, el hombre blanco, el colonizador, reconoce en las palabras del rebelde convertido en monstruo.
En el caso de Jacquet la razón de los envenenamientos ocurridos en una hacienda donde el amo (según él) había sido bueno, ocurrieron porque la vejez influyó en el ánimo del commandeur, quien sintió una inexplicable envidia por el nacimiento del hijo de una esclava (cuyo padre quizá era Dert), quien pronto se convirtió en el favorito de la plantación. Jacquet fue un reo confeso, dado que el dolor provocado por el envenenamiento del bebé fue muy grande, más de cuanto habría imaginado y más de lo que podía soportar. Además, los esclavos sabían de sus actividades y desde hacía tiempo habían tomado la decisión de apartarse (nunca de denunciarlo), y no aceptar la comida que les ofrecía. Después del “crimen” murió envenenado, no se sabe si por él mismo.
Estamos ante una declaración literalmente absurda que explica el origen de los envenenamientos mediante la serena monstruosidad de Jacquet (sin tomar en cuenta los detalles de la confesión, el estupor de Dert, el arrepentimiento de Jacquet quien quiere ahorcarse pero no tiene la fuerza, la ausencia de castigo por parte de Dert quien deja pasar los días y continúa interrogando a su commandeur). Lo absurdo de los acontecimientos escapa a la narración que encarna todo el sinsentido de la colonización, de la esclavitud, de las atrocidades que quedaron registradas, en esta ausencia de lógica narrativa en la historia europea. En uno de sus primeros textos Spivak se planteaba si el subalterno podía hablar. En este texto el subalterno habla. Habla una lengua schreberiana del cuerpo que se vuelve significante del poder; nuda vida que está en relación constante con el poder que la ha “desterrado”, y envenenándose, encuentra la manera de sabotearlo. Ninguna vida, por el riesgo que representa -retomando las palabras de Agamben-, “es más política que la suya”.51
En el transcurso del tiempo Naipaul nunca dejó de subrayar -en muchas de sus entrevistas, así como en sus narraciones- la temática del desarraigo, de la ambigüedad de cualquier concepto identitario (inclusive en la “civilización universal”52 la primera condición para poder sentirse a gusto era la de reconocerse como extranjero). La pérdida de El Dorado es el espejo de este desplazamiento en el cual se refleja no sólo él mismo, sino cada lector que se encuentra encarcelado en la mirada de extrañamiento que Occidente ha construido sobre el otro, durante siglos de colonialismo y explotación. Para retomar a Certeau, reconocer a los fantasmas con los cuales hemos alejado y exorcizado la alteridad, sobre la cual se ha podido construir nuestra identidad. Es así como, a través de un ejercicio de imaginación, de montaje, Naipaul no escribe en exclusiva un libro que transmite una narración histórica, sino que logra cumplir una importante tarea de la literatura: no estetizar el dolor o registrar los hechos, sino realizar una “restitución” hacia “quienes les tocó la injusticia más grande”.53