Que haya libertad para las mujeres es la tarea del feminismo, no más. Todo lo que
asociamos con el “feminismo” o tiene que ver con la libertad o debemos darle otro
nombre. Que haya libertad para las mujeres, en sentido estricto, debería ser un tema
capital de la humanidad entera y no sólo del feminismo. Más aún, ni siquiera debería
existir el feminismo sino sólo la humanidad, de no ser porque la humanidad se ha
considerado libre incluso en ausencia de la libertad femenina, como ocurrió en la
antigua Atenas o en la Francia revolucionaria. Paradoja extrema, ahora que lo pienso. No
obstante, aunque resulta sabido, basta recordar cuántas guerras y luchas por la
liberación se han librado y ganado, incluso con la contribución femenina, sin que eso
haya supuesto libertad para las mujeres. Argelia enseña.
¿Es posible afirmar hoy que esa paradoja quedó en el pasado? Muchos, en esa zona del
mundo llamada Occidente, están dispuestos a declarar que sí. Siguiendo ese criterio,
deberíamos concluir que el feminismo ha llegado, con éxito, a su puerto, habiendo
perdido su razón de ser; hay algo de verdad en esta apreciación. Pienso, por poner un
solo ejemplo, en la forma como, en la actualidad, las jóvenes ocupan los espacios de
educación superior con desenvoltura, autoridad y provecho, siendo cada vez más
numerosas. Y compruebo el gran cambio en materia de libertad de las mujeres recordando
no solo la lucha de Virginia Woolf por la educación femenina (A Room of One´s
Own, 1929; Three Guineas, 1938), sino también mi propia
experiencia como estudiante universitaria, cuarenta años hace, en un mundo dominado por
la presencia masculina.
Con todo, es viable considerar que aquella es una respuesta prematura. Mi vacilación
personal al deliberar si el feminismo ha concluido felizmente su historia no deriva de
la persistencia de exclusiones y discriminaciones aún en nuestra sociedad. En lo tocante
a este fenómeno se exagera mucho. O, mejor dicho, se malinterpreta. Se llegan a entender
las elecciones libres de las mujeres (por ejemplo, la preferencia por los estudios
humanísticos, o la elección del trabajo a tiempo parcial) en forma tal que se da dar
lugar a la sospecha de que el criterio seguido no es el de libertad sino el de igualdad
de la mujer con el hombre. Lo que me hace dudar es esto, precisamente, constatar que la
libertad para las mujeres se liga a la igualdad con los hombres y que este vínculo
instaura un límite para la libertad misma, la torna menos libre, por así decirlo.
Hoy, los proyectos progresistas de emancipación, todavía en circulación en los años
setenta, han perdido vigencia. Además, existe una suerte de feminismo de Estado, es
decir, una política estatal, con frecuencia dictada por agencias internacionales, que
vigila sistemáticamente cada expresión de disimilitud entre los sexos, considerándola
como sinónimo de desigualdad y causa de discriminación. Pareciera que se quiere borrar
toda manifestación de la diferencia femenina, se trate de la elección de estudios, de la
estrategia para conciliar vida familiar y trabajo remunerado, o de la predilección por
determinado compromiso político… ¿Por qué, digamos, ni siquiera se intenta evaluar la
hipótesis de que la escasa presencia de mujeres en los recintos parlamentarios puede
significar una escasa simpatía femenina por la democracia representativa?
En segundo lugar, me incomoda que en Occidente se pretenda “exportar” la libertad
femenina a otros países y culturas. En algunos casos se trata, toscamente, de propaganda
ideológica: pienso en la última guerra de Afganistán, asociada por ciertos comentaristas
a la liberación de las mujeres. En otros casos, empero, no se puede decir lo mismo;
ciertamente no es propaganda el libro informado y reflexivo de Martha Nussbaum,
Women and Human Development. The Capabilities Approach (Cambridge,
U. P., 2000), donde expone y resuelve una serie de problemas surgidos dentro de la
sociedad india. Con todo, mi incomodidad no es menos intensa en casos como este último,
pues evidencian ese universalismo unidireccional que continúa practicándose por nuestra
parte hacia el resto del mundo con una autoridad muy dudosa (Bessis, 2003).
En general, pienso que dentro de la civilización que se presenta como occidental sí hay
un amor femenino a la libertad, mas ese amor se traduce en un hecho político según una
concepción no libre de la libertad femenina. Entonces la paradoja que mencioné con
anterioridad muta y se convierte, a secas, en la paradoja de una cultura política donde,
al promover cierta presencia y protagonismo de las mujeres, en realidad se promueve la
no-libertad femenina. Las mujeres soldado de la prisión de Abu Ghraib en Irak
representan el caso extremo de lo que intento decir.1
Con esto nos encontramos ante una grave contradicción de nuestro presente-futuro: una
libertad femenina que no encuentra su espacio, pues es empujada fuera de toda sociedad
femenina por el proceso de integración de la mujer a la vida pública, en un mundo que
antes era de hombres y, en muchos aspectos, sigue estando a la medida de ellos -libertad
que así corre el riesgo de derivar hacia la insignificancia y la imitación.
¿Estamos asistiendo a la formación de una nueva sujeción de las mujeres? “Sujeción”,
entendida en el sentido que sugiere la raíz de la palabra, es hacerse sujeto, sí, pero
sujeto a…, una sujeción nueva, en formas que ya no son las del patriarcado. El feminismo
posmoderno, lúcido en el análisis crítico pero torpe por su perjudicial antimetafísica y
su aversión a lo universal, no tiene objeciones y funciona más bien a manera de reflejo
de cómo van las cosas: la humanidad dispersa en una confusa pluralidad de diferencias,
la experiencia subjetiva fracturada y, profanados por los lenguajes publicitarios, los
cuerpos y los deseos perdidos en la creciente confusión de signos y señales… Hay algo
discordante en todo esto, porque cuanto más nos acercamos a la universalidad neutra de
la tecnología y del mercado, más el cuerpo femenino se encuentra comprometido y
expuesto, ya sea en las fronteras de la investigación científica, los lenguajes de los
medios de comunicación o los más duros conflictos armados.
Todo intento de hacer un balance de estos treinta años de feminismo se encuentra así
interrumpido, pendiente de una cuestión radical cifrada en saber qué involucra realmente
la libertad para las mujeres. Esta misma conclusión nos obliga a depositar nuestro
pasado, para su interpretación y su recuperación, a la “memoria del futuro”, es decir, a
las generaciones venideras, sin por ello eximirnos de procurar decir algo al respecto:
las nuevas generaciones tienen derecho a que hagamos el intento.
Una simple evocación del pasado no logra expresar a cabalidad lo que sucedió, pero podría
ayudar a dilucidar el pasado que no ha pasado y que aún está en juego.
¿Cómo hacerlo? Con el impulso del conflicto reconocido abiertamente, respondo; es decir,
colocando en palabras esas cosas que nos dividen entre feministas, entre mujeres, entre
mujeres jóvenes y mujeres viejas. La posibilidad de educarse, de hacer carrera, de
aparecer en la escena pública, enciende un deseo de éxito y esto crea una contrariedad
que aún no ha sido abordada entre las mujeres: la de los costos que estamos o no
dispuestas a pagar para establecernos personalmente en la vida pública, y la
benevolencia que estamos o no dispuestas a mostrar con nuestras semejantes que todo lo
subordinan al éxito personal. Cualquiera que conozca el feminismo desde sus entrañas lo
sabe constante campo de batalla y es en ese campo de batalla, en conflicto abierto unas
con otras, practicado sin cerrar la comunicación, donde la libertad femenina ha
encontrado su significación -cuando la ha encontrado. Ahí se configuró esa autoridad
femenina que ninguna ley puede reemplazar porque de ahí viene la medida de la libertad
para una mujer.
Contaré un hecho. Un día de este año, en la Librería de Mujeres de Milán, que existe
desde 1975, tres jóvenes cercanas a la treintena, amigas entre ellas e hijas de
feministas, dialogaron sobre su incipiente carrera profesional -respectivamente,
directora de teatro, artista visual y guionista-, durante un ciclo de encuentros
dedicado al trabajo de la mujer en campos no tradicionalmente femeninos. Las tres
asombraron a la audiencia, compuesta en gran parte por mujeres mayores que ellas, por la
desenvoltura, la capacidad y la personalidad de las cuales daban muestra. Pensábamos:
ninguna de nosotras, a esa edad, habría sabido hacerlo tan bien. Pero nos impresionaron,
asimismo, por la ausencia de alusiones a la idea y la práctica del feminismo. Sin
esfuerzo expresaron su gratitud a sus respectivas madres, allí presentes; aunque esto
ocurrió tras una solicitud del público y no les inspiró ninguna reflexión política. En
sus palabras no había ni sombra de resentimiento ni de reivindicación que las
confrontara con sus coetáneos masculinos. Se notaba: supieron heredar lo mejor del
feminismo, mas no eran conscientes de lo puesto en juego en el tránsito de nuestra
generación a la suya. Disfrutaban de su libertad como de una cosa natural; si lo
examinamos, probablemente hablaban el lenguaje de los derechos.
¿Qué cosa no concuerda en todo esto? La respuesta en sí es simple y consiste en que las
tres -y como ellas quién sabe cuántas mujeres jóvenes más- consideran “natural” una
libertad que el ordenamiento político les reconoce, no por ser mujeres, sino
independientemente de eso y debido a que las mujeres son iguales a los hombres. Es
posible revelar, sin embargo, que en realidad gozan de una libertad de origen femenino
que, como tal, no les es reconocida por el ordenamiento político. En suma, disfrutan sin
saberlo de un bien, en esencia, relacionado con una toma de conciencia. Tal es la
libertad femenina. Y tal -anticipando la consecuencia- podría ser la libertad humana
tout court desde el momento en que se torna libertad relacional,
desarrollada y reforzada con la libertad del otro de sí.2
Es justo afirmar que algún feminismo puede ir acompañado de cierta desmemoria y
desconocimiento. Ese tipo de feminismo, el más extendido en la actualidad, se expresa de
muchas maneras. Una merece especial atención y es la predilección por juntarse con otras
mujeres para realizar determinadas actividades, ya sea irse de vacaciones o abrir un
estudio profesional o emprender un negocio. En esto podemos reconocer la práctica más
atractiva del movimiento feminista, la de reunirse entre mujeres excluyendo la presencia
de hombres. Aunque acaso podríamos hablar hoy de una práctica de “menor separación” que
la de los años setenta. ¿Cuál es la diferencia? Que esta última, la “gran separación”,
interrumpió conscientemente el proceso de integración de la mujer en la sociedad de los
hombres, llevado a cabo por fuerzas progresistas muchas veces con la mediación de
asociaciones de mujeres, en el contexto del gran proyecto de emancipación de las clases
subalternas, donde también había mujeres. Las mujeres reunidas en los primeros grupos
feministas, a fines de la década de 1960, allanaron en todo el mundo industrializado el
camino para el movimiento de masas de la década de 1970, y dejaron atrás su experiencia
de participación personal en la política y la cultura de algunos hombres. Fueron años de
gran fermento político. El gesto de ruptura realizado por aquellas mujeres fue algo
totalmente inesperado que causó no poco desconcierto en sus compañeros, y aún faltan
palabras para explicar su significado. No fue provocado, repito, por una circunstancia
de injusta discriminación, sino por una experiencia de malestar profundo y un creciente
alejamiento de los lenguajes, prácticas y proyectos compartidos hasta entonces con los
hombres. Efectivamente, fue dictado por el deseo de encontrar, en el espejo y en el
intercambio con otras mujeres, las palabras para hablar de sí y del mundo, con fidelidad
a la propia experiencia.3
Fue entonces, con aquellos primeros grupos separados, donde el hecho de la diferencia
sexual pasó a ser parte del sujeto y dio fin a la objetivación de la diferencia
femenina. Nació entonces lo que, más tarde, con Luce Irigaray, se llamaría pensamiento
de la diferencia sexual (Irigaray, 1974, 1985, 1987).4
El proyecto progresista de la emancipación emanó de un sujeto supuestamente neutral, y
cometió el error de considerar a la mujer como un grupo social oprimido y discriminado.
En cambio, con el pensamiento de la diferencia, “mujer” es un nombre de la humanidad
entera, el otro es “hombre”; quizá todavía hay otros nombres, por encontrar o ya
encontrados, pero esos dos son los principales. Sobre esta base, la lucha contra la
dominación sexista para poner freno y, quizá, acabar con el sufrimiento que padecen las
niñas y mujeres por el mero hecho de no ser de sexo masculino, se convierte en una lucha
por un cambio que atañe a la humanidad en su totalidad, ya que ambos significan también
los otros y viceversa, en una relación no proporcional (de hecho, las mujeres nacen de
mujeres, y los hombres, por otro lado... también), cuyo sentido falta descubrir y que,
una vez hallado, quedará -quizás- por redescubrir y así siempre, como la amistad, el
amor, la concordia.
Lo que le falta al feminismo popularizado, pero que estaba desde el principio y que, por
tanto, queda encomendado a la memoria del futuro, es la conciencia de que la libertad
femenina no es obvia, en dos sentidos. Primero, porque la libertad de las mujeres no
ocurre sin la obligación tácita de su adaptación a las condiciones que los hombres
consideran fundamentales para la convivencia civil, por ejemplo, las condiciones de la
democracia representativa, la cual, para hablar con franqueza, muchas consideramos una
gran pérdida de tiempo. Condiciones, lamentablemente hay que añadir, que pueden
convertirse en las de una convivencia incivilizada; estoy pensando en
los pilotos de bombarderos de la OTAN que operaron en la guerra de Kosovo y en los
kamikazes de la resistencia palestina y chechena. En sentido positivo, la libertad de
las mujeres no es obvia porque trae consigo la cuestión y la posibilidad de una política
nueva y diferente, ya no basada en las luchas de fuerza bien o mal reguladas por la ley,
sino en las relaciones y la negociación, incluso con toda la fragilidad que las
caracteriza.
Con la experiencia vivida en los grupos feministas, donde el discurso, la autoconciencia
y la libertad se generaban a partir de nuestros intercambios, teníamos la idea de una
libertad no liberal sino relacional: no como un derecho que autoriza una prerrogativa
universal de nacimiento (el “nacemos libres” de los filósofos modernos), sino como
posibilidad creativa, como apertura a un más de ser,5 confiada en la calidad de las relaciones que
mantenemos con otros, con nosotras mismas y con el mundo, y compatible con la
dependencia que guardamos con los demás desde el primero hasta el último día de la vida.
Y como un bien cuyo disfrute encuentra en la libertad del otro no su límite sino, por el
contrario, su crecimiento.
Sin embargo, no teníamos elementos para pensar que tal libertad pudiera encontrar un
espacio en la sociedad de mujeres con hombres. De hecho, es una perspectiva donde se
involucra a los hombres en términos que el feminismo, hasta ahora, ha pensado sólo
idealmente y no ha practicado. El desafío feminista marcó el declive del Hombre como
ente neutro y como nombre universal. Lo hizo en la práctica, con la práctica de la
separación. No lo hizo por aversión intelectual a lo universal, sino para dar existencia
simbólica (palabra y autoridad) a las mujeres. Y al hacerlo, colocó la crítica a la
dominación sexista en el horizonte de un cuestionamiento radical del ser humano, que
continúa abierto. Los sexos son dos, como hemos dicho y aún decimos, no
es la fórmula de la respuesta, sino de la pregunta.6
El problema, repito, está delante de nosotras, mas no resuelto: un problema de orden
simbólico donde el individuo sabe que hay otro de sí, lo sabe no secundariamente, ni
instrumentalmente, sino como algo que le concierne en lo más íntimo. Y no olvida que lo
aprendió al nacer. Un problema cifrado en un significado abierto de la diferencia
sexual. Puede formularse de otro modo: ¿La asimetría entre los sexos puede traducirse en
una relación viable sin perjuicio de la igualdad y sin pérdida de libertad de un sexo
hacia el otro? ¿Puede haber libertad para las mujeres sin autonomía? Parafraseado en los
términos más simples y radicales que puedo encontrar: ¿Podemos ser libres de la
necesidad de ser iguales y de la obligación de competir?
Se trata, en síntesis extrema, de pasar a otro orden de relaciones, en el sentido
expresado por una escritora italiana, Cristina Campo, gran lectora de cuentos y maestra
en escapar de las simetrías forzadas:
La obstinada, ininterrumpida lección de los cuentos de hadas es la victoria sobre la ley
de la necesidad y absolutamente nada más, porque no hay nada más que aprender en esta
tierra. Las pruebas a las que están llamados los héroes del cuento de hadas, y cómo,
para superarlas, deben abandonar decididamente el juego de las fuerzas, buscar la
salvación en otro orden de relaciones. (Campo, 1987, p.
157)
El pensamiento de Luce Irigaray se ha desarrollado en una vigorosa relación de
intercambio con la política de las mujeres. El tema de las genealogías femeninas es
un ejemplo privilegiado de ello.
Hay varias formas de abordar este tema. Podemos hacerlo a partir de nuestra relación
personal con la madre, que a menudo es un terreno deteriorado. La relación
hija-madre está constantemente presente en la obra de Irigaray, comenzando por
Speculum. De l’autre femme (1974), incluso antes de que tome
forma el tema de nuestro interés, y a este tema será asociada por siempre. Escribe
Irigaray en 1989: “Una encrucijada perdida de nuestro devenir mujer se encuentra en
la interrupción y cancelación de nuestras relaciones con la madre y en la obligación
de someternos a las leyes del mundo entre hombres” (Irigaray, 1989b, p. 111).8
Podemos hablar de las genealogías femeninas a partir de la realidad social comúnmente
observable, digamos, la escuela. “La escuela -ha dicho Irigaray-, el mundo social
entre hombres, la cultura patriarcal, funcionan para las niñas como Hades para
Core-Perséfone”, es decir, como una potencia infernal que secuestra la hija a su
madre y la viola. Continúa Irigaray: “Las justificaciones aportadas para explicar
este estado de cosas son inexactas. Las huellas de la historia de la relación entre
Deméter y Core-Perséfone nos muestran más” (Irigaray, 1989b, p. 122).9
Tanto la experiencia personal como la realidad social portan signos de un sufrimiento
y un desorden enigmáticos, que sugieren pensar en una violencia profunda. Esta
violencia, nos enseña Luce Irigaray, corresponde a la destrucción de la relación
genealógica entre madre e hija, operada por el patriarcado.
Para exponer este problema, en alguna ocasión me basé en la carta de una mujer
publicada en el periódico, una carta muy común que muestra, en detalle, los orígenes
del patriarcado que se repiten en nuestros días renovando en las mujeres sufrimiento
y confusión.
Aquí está la carta:
Estimado director, nací en una familia formada por cuatro hijos: dos varones y
dos hembras; las hembras hoy están casadas, los varones no. Mi padre siempre ha
apoyado a los dos varones: estipendios más generosos, más libertad de
costumbres, comida más nutritiva: carne dos veces al día para los hermanos, para
nosotras queso. Estas creencias suyas de que los varones eran más en todo y que
debían ser favorecidos en todos los sentidos y en todos los campos para afrontar
mejor la vida, también las transmitió a la madre. Cuando los hermanos fueron
adultos, él construyó, otorgándola directamente a ellos, una casa muy espaciosa
y bella en el centro del pueblo, utilizando el dinero de su liquidación y todos
sus ahorros. Cuando murió sobrevino una colosal pelea, al final de la cual se
nos ordenó que no pusiéramos un pie nunca más en su casa, donde también vivía
mamá, y se nos negó todo contacto con ella, bajo la amenaza de ser acusadas de
profanación de domicilio. En este clima de tremenda tensión no pude ver a mi
madre durante casi nueve años, ni pasar unos momentos con ella, o tener sus
consejos: todas las cosas que se recuerdan con tanta ternura en los momentos
difíciles. ¡Ni siquiera en Navidad y Pascua pude felicitarla, aunque vivía a
cinco minutos de su casa!
Me pregunto con tristeza: ¿entonces siempre es la fuerza bruta la que gana, a
pesar de los lazos afectivos madre-hija? Las leyes de igualdad de sexos, ¿no son
respetadas y ceden a la violencia, al más fuerte? Espero que este mi triste
suceso ilumine a aquellos padres que todavía discriminan entre sus hijos e
hijas, para que esto no suceda más.
Antonietta X
Para comentar esta carta, expuse los puntos de contacto y variación que tiene con el
mito de Deméter y Core (Muraro, 1988, p.
24-28) inspirándome en Luce Irigaray tanto por la forma de usar los
mitos, en clave histórica, como por la interpretación del mito de Deméter.
Además de la experiencia personal y la realidad social, los documentos históricos
pueden ofrecer una buena introducción a nuestro tema. Traeré como ejemplo, entre
muchos posibles, el proceso de condena de Juana de Arco. El proceso de Juana de Arco
puede verse como un renovado asalto de la triunfante religión del padre a las
antiguas genealogías femeninas, aún subterráneamente vivas. Dice Juana en la primera
audiencia pública: Todo lo que sé, lo sé de mi madre. Es de gran
interés notar, para nuestro propósito, cómo se distancia de esa matrona que tenía fe
en las hadas, es decir, se distancia de las antiguas genealogías femeninas, pero no
reniega de ellas y las reproduce en el contexto de la religión oficial: de hecho,
toda su vida está gobernada por las santas Catalina y Margarita, que la aconsejan,
la confortan, le dan fuerza y le hablan en nombre de Dios.
La mitología grecorromana ofrece otra perspectiva -la preferida por Luce Irigaray- al
tema de nuestro interés. Otras son seguramente posibles, como la literatura (pienso
en Ellen Moers y su Literary Women). Es claro que los diferentes
enfoques no se excluyen, sino que, por el contrario, pueden combinarse entre sí.
Al enumerar las diferentes perspectivas he querido dar una primera definición del
concepto de genealogías femeninas. No es una definición de tipo clásico, es
evidente. Es una definición contextual o, más precisamente, indical
(retomo el término de Peirce), como cuando se apunta con un índice y se dice: “Es
esto”. ¿Por qué no he dado una definición clásica? Porque no es posible. Este tema
se encuentra en los confines entre la decibilidad y la incalculabilidad, como una
gran parte, no sabemos qué tan grande, de la experiencia femenina. Cuando se trata,
como en este caso, de llevar a decibilidad un real no codificado, es necesario que
el campo semántico se abra como el Mar Rojo, para hacer pasar la cosa (la
experiencia), y las únicas definiciones válidas son las basadas en sus signos
indicadores.
Luce Irigaray no da una definición convencional de las genealogías femeninas, y muy
pocas definiciones de este tipo, en general.
La producción de Luce Irigaray se distribuye entre dos registros, el de la pura
escritura (a la que pertenecen Speculum, Amante marine, Passions
élémentaires, L’oubli de l’air) y el de la palabra oral (conferencias
en su mayoría), traducida en escritura. El tema de las genealogías femeninas sólo
está presente en la producción del segundo tipo y aparece por primera vez en la
conferencia de Montreal de 1980 Le corps-à-corps avec la mère.10 Se trata, por tanto, de un tema
que aparece relativamente tarde y asociado a la práctica de la enseñanza oral, una
enseñanza libre, casi siempre deseada y a menudo organizada por mujeres para
mujeres.
Estas circunstancias son, pienso, significativas. Muestran cómo se forma y se
desarrolla este tema en el encuentro directo de Luce Irigaray con la política de las
mujeres. La principal práctica política de Irigaray es la del magisterio y, en mi
opinión, las genealogías femeninas son su mejor fruto. Las considero, en efecto, de
fundamental importancia en la toma de conciencia femenina.
En la conferencia de Montreal la relación genealógica entre mujeres aparece primero
como algo negado. Esta negación está representada por las figuras mitológicas de la
diosa Atenea y de Electra en la Orestíada de Esquilo. La
Orestíada es un ciclo de tres tragedias, primero cuenta la
historia del rey Agamenón que regresa a su patria después de la guerra de Troya y es
asesinado por la reina Clitemnestra; luego, la historia de su hijo Orestes, quien,
ayudado por su hermana Electra, mata a su madre para vengar a su padre, por lo que
es perseguido por las Erinias hasta encontrar refugio en Delfos, donde Apolo y
Atenea lo salvan del castigo de los matricidas. En las Euménides,
la tercera tragedia, Apolo defiende al matricida Orestes con este argumento:
No es madre la que engendra a quien es llamado su hijo,
sino sólo nodriza de la semilla sembrada en ella.
Engendra el hombre que la fecunda: ella, como peregrina,
ospeda, guarda el brote, si un dios no lo asfixia antes.
Te ofrezco la prueba de este argumento:
padre sin madre es posible.
Un testimonio está aquí cerca, presente:
Atenea, la hija de Zeus,
que no creció en una cavidad sombría
(vv. 658-666).
En la Orestíada Luce Irigaray descifra la instauración violenta de
la sociedad patriarcal. Para ella los mitos tienen valor histórico: “el mito no
corresponde a una historia independiente de la Historia, sino que la resume a través
de relatos que ilustran las grandes tendencias de una época” (Irigaray, 1989b, p. 112).11 Esta tesis es implícitamente un reproche contra la
interpretación metahistórica del mito de Edipo por parte del freudismo. A Irigaray,
con todo, le interesa descubrir el uso práctico del mito. La antigua mitología
demuestra la existencia de una sociedad ginecocrática antes del patriarcado,
sostiene Irigaray renovando la conocida teoría de Bachofen. La forma mitológica de
narrar la historia, explica, depende del hecho de que entonces palabra y arte no
estaban separados. Existía otra relación con el espacio-tiempo. Y concluye: “La
expresión mítica de la Historia está más relacionada con las tradiciones femeninas y
matrilineales” (Irigaray, 1989b, p.
113).12
Sin embargo, debe tomarse en cuenta que los mitos que nos han llegado son ya una
puesta en escena patriarcal, cuyo objetivo es ocultar más que mostrar, instruir más
que contar. Irigaray habla de un ocultamiento operado por la cultura patriarcal. A
este respecto, en una reciente serie de conferencias celebradas en la Italia
meridional, hace una aclaración que se antoja cuestionable: “Esta cultura patriarcal
ha borrado -quizás por ignorancia o inconsciencia- las huellas de una cultura
anterior o simultánea a ella” (Irigaray, 1989b, p.
113).13 La hipótesis de
la ignorancia o el desconocimiento no concuerda con lo que la propia Irigaray había
dicho en Montreal en 1980, en el sentido de que en el fundamento de la civilización
actual hay un matricidio impune: “Orestes mata a su madre porque así lo exige el
imperio del Dios Padre y lo exige su apropiación de las potencias arcaicas de la
madre tierra” (Irigaray, 1987, p. 24).14 Si esto es cierto de alguna manera
(y para Irigaray los mitos son verdaderos de una manera históricamente determinada),
la ignorancia y la inconsciencia del patriarcado me parecen falsas.
No se trata de incoherencia por parte de Irigaray, sino de la oscilación de su
pensamiento. En este punto específico, la inestabilidad proviene, en mi opinión, de
una contradicción manifiesta en un hecho paradójico, y es que en la sociedad
patriarcal los hijos varones tienen con su madre una relación mucho mejor que las
hijas. Cuando Irigaray atenúa la polémica hacia el patriarcado, lo hace, en mi
opinión, por reacción a esta contradicción.
En la conferencia de Montreal alude al enigma no resuelto de nuestra
relación con la madre, diciendo: el homicidio de Clitemnestra vuelve locos tanto a
Orestes como a Electra, pero Orestes se cura con la ayuda de Apolo, mientras que
Electra permanece enloquecida (Irigaray, 1987, p.
22). Pero pronto invita a las oyentes a “salir de un mundo de locura, que
no es el nuestro” (28). Más adelante vuelve a hacer una alusión, aunque velada, a
nuestra locura: las mujeres debemos cuidar de “no volver a matar a la madre que fue
inmolada en el origen de nuestra cultura” (29) (Irigaray, 1987, p. 30).15 Inmolada, se entiende, por el hijo en nombre del padre. En
esto estaríamos involucradas más como cómplices o imitadoras del hombre que como
responsables directas.
Por lo tanto, la contradicción se mantiene presente aunque inexplorada. Esto se
refleja en la estructura de la conferencia, compuesta por una primera parte que
interesa fundamentalmente a los hombres y tiene forma teórica, y una segunda parte,
dirigida especialmente a las mujeres, que tiene forma de exhortación: “Es urgente
que nos neguemos... También es necesario que nosotras... nos ocupemos de otra
cosa...”,16 y así sucesivamente
hasta el final. Esta forma del discurso parece decir que no hay nada que entender,
nada que explicar en nuestra relación con la madre, sino sólo algo que mejorar, y
que el problema se refiere casi exclusivamente a los hombres.
Es en esta serie final de exhortaciones, todas de innegable valor moral y político,
que en algún momento toma forma positiva el concepto de una relación genealógica
entre mujeres, con estas precisas palabras: “Es necesario también, si no queremos
ser cómplices del asesinato de la madre, que declaremos la existencia de una
genealogía de mujeres” (Irigaray, 1987, p.
31).17 Esta genealogía
es doble. Existe una genealogía basada en la procreación, la cual nos une a la
madre, a su madre y así sucesivamente, donde la maternidad opera como la estructura
de un continuum femenino que nos une a lo primero de la vida. Pongámoslo en
palabras, dice Irigaray: “También debemos encontrar, reencontrar, inventar las
palabras, las frases que expresan la relación más arcaica y más actual con el cuerpo
de la madre” (Irigaray, 1987, p. 31).18 Los tres verbos: encontrar,
reencontrar, inventar, tienen un significado diverso y se juntan para un efecto de
sentido preciso. En Irigaray son frecuentes las constelaciones semánticas de este
tipo, que apuntan a un determinado efecto de sentido, que aquí es iluminar nuestra
relación con una realidad cercanísima y remota.
Hay, por otro lado, una genealogía basada en la palabra. “No olvidemos que ya
contamos con una historia, que ciertas mujeres, aunque era culturalmente difícil,
han marcado la historia, y que con demasiada frecuencia no tenemos conocimiento de
ellas” (Irigaray, 1987, p. 31),19 dice Irigaray en referencia a la
obra de otras mujeres, cosa poco frecuente en ella. La primera práctica
“genealógica” en el feminismo consistió precisamente en conocer a las mujeres que
marcaron nuestro pasado, tanto biográfico como histórico. Luce Irigaray sugiere,
pues, esta interpretación por el extraordinario florecimiento de investigaciones
históricas que ha acompañado al feminismo: como movido por el amor de la genealogía
materna y la voluntad de restituirle simbólicamente la vida.
La conferencia de Montreal termina con una figura que intenta expresar la nueva idea
de manera intuitiva: “Una mujer celebrando la comunión con su madre, compartiendo
con ella los frutos de la tierra bendecida por ellas, podría liberarse de todo odio
o ingratitud hacia su genealogía materna” (Irigaray,
1987, p. 33).20 Es una
figura que me parece incómoda pero digna de atención. Muestra el esfuerzo político y
filosófico de significar algo que nuestra cultura había hecho impensable, y la
dificultad para superar la barrera de esta impensabilidad, una barrera formada
también por el “odio” y la “ingratitud” de las mujeres entre ellas.
En esta misma dirección, en 1986, Luce Irigaray dio una sugerencia a los dirigentes
de un partido político italiano: poner en lugares públicos imágenes (fotos,
pinturas, esculturas, etc.) que representaran a madres e hijas juntas (Irigaray, 1987, p. 205; 1989b, p. 27-28). Esta preocupación por la posible traducción
práctica no es un aspecto secundario del pensamiento de Irigaray.
La figura de madre e hija en comunión parece tener una doble procedencia: del
imaginario de una paciente de Luce Irigaray, por un lado (Irigaray, 1987, p. 37-38), y de la pareja mitológica Deméter y
Core, por otro. Estas dos deidades, madre e hija, en el origen de los misterios
eleusinos, se convertirán para Irigaray en la representación favorita de la
genealogía femenina.
Luce Irigaray retoma el tema en 1982, en una serie de conferencias impartidas en la
Universidad de Rotterdam y publicadas dos años después con el título Étique
de la différence sexuelle (Ética de la diferencia sexual). Quizás sea
necesario señalar que “ética” en Irigaray tiene un significado cercano a la eticidad
(Sittlichkeit) de Hegel, si bien aporta algunas revisiones a la
concepción hegeliana (cfr. Irigaray, 1987, p. 141,
n. 1). Así entendida, la ética va más allá de la moral e incluye el
derecho, las costumbres, las leyes escritas y no escritas, la religión... En un
catálogo de libros estadounidenses encontré el nombre de Irigaray asociado al de dos
exponentes del llamado post-estructuralismo francés (que en el pasado veníamos
considerando, más simplemente, estructuralistas). Tal combinación quizá está de
moda, pero es engañosa, a mi juicio. La deconstrucción de las formas culturales
recibidas no es ya un fin para Irigaray. Ella es una pensadora política, al menos
tanto como Hegel en el contexto de la cultura de la burguesía que salió victoriosa
de la revolución de 1789. Este paralelo no significa, que quede claro, una
proximidad; Luce Irigaray está alejada y en algunos puntos en las antípodas de
Hegel.
La existencia de genealogías femeninas constituye para Irigaray una necesidad de
naturaleza ética, en el sentido indicado arriba. Esta posición empieza a delinearse
con la Ética de la Diferencia Sexual.
A fin de que no se repita el destino de Antígona, dice Irigaray en referencia a la
tragedia homónima de Sófocles, es necesario que el mundo de las mujeres dé vida a su
orden ético. A las mujeres, había dicho antes, se les impide actuar éticamente; esto
significa que se les impide participar de forma autónoma y eficaz en la vida de la
polis, y el primer impedimento está representado por la falta
de un lenguaje sexuado femenino.
Por lo tanto, es necesario dar vida a un orden ético entre mujeres, el cual tendrá al
menos dos dimensiones, una vertical en la línea genealógica madre-hija, y una
horizontal, la bien conocida de la hermandad (Irigaray, 1984, p. 106).
Son unas pocas líneas de gran peso. Marcan lo que considero la mayor característica
de nuestro presente respecto del feminismo de los años sesenta y setenta. Entonces
se concebían y practicaban relaciones entre mujeres bajo el signo de la hermandad.
Éramos hermanas en la lucha contra la opresión patriarcal. Madres e hijas, sí, pero
en realidad hermanas contra todo lo que nos niega -dicho con las palabras con que
una gran escritora feminista pintó su relación con su hija-, no sabíamos qué lugar
atribuir a la madre. Hay una anécdota de Adrienne Rich (Of Woman Born,
Nacida de mujer), que quiero citar ampliamente porque expresa bien el
límite de la hermandad entre mujeres con la conciencia que podríamos haber tenido en
los años setenta:
Era demasiado simple para nosotras, al inicio de esta nueva ola de feminismo,
analizar la opresión de nuestras madres, entender “racionalmente” y
correctamente por qué nuestras madres no nos enseñaron a ser amazonas, para qué
nos vendaron los pies o simplemente cedieron. Ese análisis era exacto e incluso
radical; sin embargo, como todos los análisis restringidos, suponía que el
conocimiento racional lo era todo. Había y hay, en gran parte de nosotras, una
mujer-niña que todavía desea el cuidado, la ternura y la aprobación de una
mujer, el poder de una mujer ejercido en nuestra defensa [...]. Cuando podamos
enfrentar y desenredar esta paradoja, esta contradicción, ver hasta el fondo la
pasión confusa de esa niña lejana, podremos comenzar a transformarla, y la ira
ciega y el rencor, que explotan repetidamente entre las mujeres que juntas se
esfuerzan por construir un movimiento, podrán ser transfigurados. Antes del
vínculo entre hermanas estaba el vínculo -transitorio, fragmentado quizás, pero
fundamental y crucial- entre madre e hija. (Rich, 1977, p. 227-228)
La verticalidad, cito de nuevo de Irigaray, es una dimensión negada al devenir mujer
en nuestra cultura. “El vínculo entre madre e hija, hija y madre, debe romperse para
que la hija se convierta en mujer” (Irigaray, 1984,
p. 106).21 Esta es,
notoriamente, la posición de Freud en la lección 33 de la Introducción al
psicoanálisis, con la que absolutiza algo que ahora sabemos que está
históricamente determinado. “La genealogía femenina [este es el dato cultural en las
palabras de Irigaray] debe ser suprimida, en favor de la relación hijo-Padre, de la
idealización del padre y del marido como patriarcas” (Irigaray, 1984, p. 106).22
La falta de expresión simbólica del antagonismo entre madre e hija es causa no sólo
de infelicidad en su relación sino también, como intuye Adrienne Rich, de los
conflictos más acalorados entre mujeres. El vínculo genealógico, según Irigaray, por
un lado sirve para simbolizar lo que pasa entre madre e hija, haciéndonos superar el
régimen patriarcal de la oposición y la rivalidad entre mujeres (Irigaray, 1984, p. 100-102). Por otra parte,
nos abre la dimensión de un signo más femenino y nos da la idea de devenir mujer en
fidelidad a nuestro sexo.
El tema de las genealogías femeninas se refiere a nuestro presente. Su actualidad
está confirmada por una publicación de aquellos años cuyo título, Le madri
di tutte noi (Las madres de todas nosotras, 1982),
retoma el apelativo dado por Gertrude Stein a Susan B. Anthony en una comedia de su
autoría: La madre de todas nosotras. Hacer entrar la palabra
“madre” en nuestro lenguaje político, explican las autoras de esa publicación,
revolucionó las relaciones entre nosotras y con el mundo (cfr. Librería de Mujeres de Milán, 1987, p. 127 ss).
Del mismo modo se expresa Irigaray en una conferencia de 1984, Femmes
divines (Mujeres divinas), llamando a la genealogía
“nuestra encarnación genérica”, nuestra encarnación en el género femenino (Irigaray, 1987, p. 83).23 Entre las conferencias de Irigaray, esta es mi
favorita. Tiene un gran valor político, si bien no es evidente a primera vista. La
autora reitera la necesidad de una dimensión vertical para la libertad femenina,
dimensión representada por la relación genealógica y, a un tiempo, por la relación
de la mujer con lo divino. A continuación, en una conferencia intitulada
L’universel comme médiation (El universal como
mediación), de la que hablaré, Irigaray introduce una distinción entre
las dos referencias, divina y genealógica, en calidad de distinción entre los
antepasados y un dios: los antepasados, dice, manifiestan una genealogía, una
historia, no un infinito (Irigaray, 1987, p.
147). Pero pienso que esta distinción responde al estado de la cultura
masculina más que a la política de las mujeres.
Mujeres divinas se dirigió a un público de mujeres. Partiendo de
La esencia del cristianismo, de Feuerbach, la autora afirma que
nuestro venir a la libertad y devenir en la libertad, demandan que imaginemos a
nuestro dios: un dios “que se encarna en lo femenino, a través de la madre y la
hija, y en su relación” (Irigaray, 1987, p.
84).24 Para ser libre,
de hecho, no basta con rebelarse contra la opresión; además hay que tener una meta y
una o más leyes. Concluye que “un dios femenino aún está por venir”
(Irigaray, 1987, p. 79).25
En este último punto no concuerdo con Irigaray. Como hay libertad femenina, para mí
significa que el dios del que habla ha venido. No puedo detenerme en los puntos de
mi desacuerdo con el pensamiento de Luce Irigaray; no son decibles en pocas palabras
por mí, que me he nutrido de ese pensamiento. Sin embargo, es conveniente
mencionarlos, pues tocan el tema que estoy tratando. Luce Irigaray entrelaza el tema
de las genealogías femeninas con el de la relación entre hombre y mujer. Reconozco y
me alegro de que la existencia de genealogías femeninas también dé lugar a la
libertad en la relación entre los dos sexos, si bien lo considero un efecto y no un
fin; concedo la calidad de fin únicamente a la libertad femenina y a lo que es
indispensable para ella.
Con la conferencia titulada El universal como mediación, de 1986, el
tema de las genealogías femeninas encuentra colocación en una escena más amplia.
Esta conferencia, que tuvo más presentaciones empezando por la realizada en el XVI
Internationaler Hegel-Kongress, es la más significativa por el compromiso filosófico
y político de la autora, comparable a un fresco medieval del fin del mundo. No se
trata de un fin en este caso, sino de la posible transición a un nuevo mundo.
Los muchos contenidos que encontramos dispersos en las otras conferencias, aquí se
recogen en torno a la idea expresada por el título. Hoy, dice Irigaray, se empiezan
a reconocer los límites de nuestra civilización, dominada por problemas de
crecimiento de los bienes e incapaz de custodiar la vida, también nos cuesta hacer
las correcciones necesarias a una concepción rígida y arbitraria de lo universal. Y
propone como alternativa concebir lo universal a través de la mediación (Irigaray, 1987, p. 142-143).
Según Irigaray, el desequilibrio de nuestro orden social proviene de la “separación
entre los géneros” (Irigaray, 1987, p.
143),26 que también es
separación histórica para la alternancia primero de una época ginecocrática y luego
de una época patriarcal. De este modo, los dos géneros nunca se conocieron
realmente. Esto aclara el significado de la mediación que debe tener lugar, en
primer lugar, entre los dos sexos. Además, esto nos advierte que ahora el tema de
las genealogías femeninas se tratará en relación con la constitución de un mundo
ético de mujeres y hombres juntos, mientras que antes se refería al mundo de las
mujeres entre ellas.
El compromiso teórico y práctico de Irigaray con la construcción de un mundo ético de
mujeres y hombres juntos se mantendrá constante. En este contexto, nuestro tema se
enriquece sobre todo por su combinación con los temas más explorados en estos años,
que son el derecho, el lenguaje y la religión. Casi todas las conferencias
posteriores a “El universal como mediación” contienen referencias a las genealogías
femeninas, lo que prueba la importancia que Luce Irigaray les sigue reconociendo.
Esta importancia es declarada explícitamente por ella, por ejemplo, al afirmar que
“es necesario hacer entrar en la Historia la interpretación del olvido de las
genealogías femeninas y restablecer su riqueza” (Irigaray, 1989b, p. 121).27 Señalo especialmente Une chance de vivre
(Una oportunidad de vivir; Irigaray, 1987, p. 197-222; 1989b, p.
19-52) y Le mystère oublié des généalogies féminines
(El misterio olvidado de las genealogías femeninas; Irigaray, 1989b, p. 101-123), de donde proviene
la cita recién hecha.
En esta última conferencia, Irigaray destaca una cuestión susceptible de prestarse a
desarrollos interesantes. ¿Por qué, se pregunta, se destruyeron las genealogías
femeninas? Pero responde con una brevedad esquiva: “Para establecer ese
orden que el hombre necesitaba, pero que no
corresponde todavía al del respeto y la fecundidad de la diferencia
sexual” (cursivas autora) (Irigaray, 1989b, p.
120).28 Parece que la
autora quiere atenuar la realidad del dominio sexista recurriendo a una
racionalización del pasado y a una expectativa para el futuro.
Ya he mencionado esta conferencia: es en este texto donde Irigaray supone la
ignorancia o el desconocimiento del patriarcado en la cancelación de la cultura
basada en las genealogías femeninas. También en esta conferencia dice que el
patriarcado “se basa en el secuestro y la violación de la virginidad de la niña y su
utilización en un comercio entre hombres” (Irigaray,
1989b, p. 123),29 con
referencia al mito de Core y a la teoría de Lévi-Strauss sobre el intercambio de
mujeres. En la conferencia de Montreal, donde por primera vez se habla de
genealogías femeninas, Irigaray había dicho que el patriarcado se basa en el
asesinato de la madre para asegurar el poder del padre y del marido.
Como ya he dicho, estas oscilaciones son atribuibles, en mi opinión, a una
contradicción no resuelta por la política de las mujeres y manifiesta en el hecho
paradójico de que en la sociedad que llamamos patriarcal los hijos varones tienen
con la madre una mejor relación que las hijas. El feminismo ha proporcionado
explicaciones a este hecho, pero son racionalizaciones, como observa Adrienne Rich
en el pasaje citado anteriormente. En cualquier caso, ese hecho permanece y es una
paradoja que quiebra nuestra causa en las raíces. De hecho, es posible demostrar que
una parte de la virulencia (la “rabia”) con la que las feministas atacan el poder
masculino, consiste en el desplazamiento de una aversión no resuelta hacia la madre,
aversión que de forma latente siempre está dispuesta a volverse contra sí misma o
contra otras mujeres, especialmente contra aquellas que reproducen algo de la figura
de la madre.
El valor político del tema de las genealogías femeninas está en relación con esta
contradicción y su superación. Surge la cuestión de entender lo que sucede con este
valor pasando de la primera configuración -dar vida a un orden ético entre mujeres-
a la más reciente -dar vida a un orden ético de mujeres y hombres juntos. ¿Se
mantiene?, ¿se pierde?, ¿cambia?
Los textos de Luce Irigaray nos ofrecen a este respecto una pista interesante,
constituida por una serie cambiante de interpretaciones de la figura de
Antígona.
Evoco brevemente las características de Antígona. Es la protagonista de la tragedia
homónima de Sófocles. Hija de Edipo y Yocasta, después de asistir a su padre ciego y
desesperado, se rebela contra el tirano de Tebas, Creonte, hermano de Yocasta, el
cual prohibió sepultar al hermano de Antígona, muerto en un intento de quitarle el
poder a su tío. Antígona sepulta a su hermano y, por lo tanto, es condenada por
Creonte a ser enterrada viva en una cueva, donde se quita lo poco de vida que le
queda, ahorcándose.
Inicialmente, Antígona no es para Irigaray la figura heroica que está en la tradición
masculina. A Irigaray Antígona le resulta una figura ambigua, en sentido literal, es
decir, discordante, expuesta a interpretaciones contradictorias y, por tanto,
necesitada de una interpretación femenina que la saque del encarcelamiento dentro
del orden simbólico de los hombres. Escribe en Ética de la diferencia
sexual: “Retorno, por lo tanto, al personaje de Antígona, no para
identificarme con él. Antígona, la antimujer, sigue siendo una producción de la
cultura escrita sólo por hombres” (Irigaray, 1984,
p. 115). Pero, añade, hay que sacarla de la noche, de la sombra, de la
cueva.30
Irigaray ya había escrito en Speculum sobre Antígona, en el capítulo
sobre Hegel. Antígona se le presenta como una mujer muda, movida a actuar por el
deseo de la madre, deseo que encarna a su hermano-hijo muerto en la guerra: “Así, la
hermana se ahorcará, para salvar al menos al hijo de su madre. Se quitará la
respiración -la palabra, la voz, el aire, la sangre, la vida- [...] para que su
hermano, el deseo de su madre, viva eternamente” (Irigaray, 1974, p. 272).31 Incluso en Ética Antígona
representa el encarcelamiento de la mujer en un orden simbólico ajeno a ella, así
como la parálisis en la que se encuentra, en consecuencia, el mundo de las mujeres.
Como se recordará, Irigaray introduce el principio de la doble dimensión, vertical y
horizontal, de las relaciones entre mujeres, cuando expresa: “Para que este destino
de Antígona no se repita” (Irigaray, 1984, p.
106).32
En una conferencia de 1985, en Rotterdam, Le genre féminin (El género
femenino), Luce Irigaray resuelve la ambigüedad de Antígona
presentándola como la figura de la mujer que no da señales de pertenecer a su sexo y
a la genealogía de su madre. Antígona, dice Irigaray, pertenece al mundo de los
hombres, no es mujer divina, no cumple la tarea que le incumbe como “perteneciente
al género femenino”. Ella ya está al servicio del dios masculino, está al servicio
del Estado, asiste a los hombres en sus conflictos por el poder; es aparente su
protagonismo opositor (Irigaray, 1984, p.
125-134). “Antigona es ya la representante, el representante, el
otro del mismo” (Irigaray,
1984, p. 125),33 lo que
significa: la figura femenina a escala del hombre.
Esta conferencia precede poco y prepara en muchos puntos la titulada El
universal como mediación (1986), pero no comparte su característica de
cuadro esquemático; el acento se pone más bien en las contradicciones. Su punto
cardinal, el cual conduce el discurso, es el concepto de pertenencia al género
femenino. El juicio sobre Antígona, una mujer solitaria que se mueve hasta la muerte
en un mundo de hombres, viene en consecuencia.
También desde este punto de vista, El universal como mediación es un
punto de inflexión. Después de esta conferencia, de hecho, la interpretación de
Antígona cambia completamente. En 1988, en la fiesta de La Unidad
(el diario del Partido Comunista italiano), ante un gran público de hombres y
mujeres, Irigaray hizo un elogio incondicional a Antígona. Antígona, dijo, defiende
la convivencia civil en algunos puntos de gran valor, como el respeto por el orden
cósmico y por la genealogía materna. Su trágico final debe imputarse únicamente al
tirano que no respeta las leyes más elementales del orden social. Antígona, dijo
Irigaray de nuevo, nos da un ejemplo digno de ser meditado en nuestros días, y habló
de un derecho civil (era el tema de la conferencia) para replantearse “a la luz de
la verdad de Antígona” (Irigaray 1989b, p.
82-85).34 Volverá a
decir Irigaray, vinculando una vez más la recuperación de Antígona al tema de las
genealogías femeninas, que Antígona es la mujer cuya “fe” y “fidelidad” a la
genealogía materna son castigadas con la muerte por un tirano para asegurarse el
poder político (Irigaray, 1989b, p. 112).
Los mitos no son unívocos, afirma Irigaray (1989b, p.
106). De acuerdo, pero ¿hasta este punto? En este punto difícilmente
podríamos hacer uso de él para el conocimiento del pasado, como propone
Irigaray.
Sin embargo, consideremos que un cambio de interpretación tan dramático se refiere
únicamente a Antígona. Estamos en presencia de un caso excepcional. Retomo así la
pregunta que hice con anterioridad: ¿cómo repercute en el tema de las genealogías
femeninas el punto de inflexión representado por El universal como
mediación? A esta pregunta le he sumado una más sencilla: ¿por qué en
el paso del primer contexto, orden ético entre mujeres, al segundo, orden ético de
mujeres y hombres juntos, cambia el juicio sobre Antígona?
La Antígona de la tragedia de Sófocles es una heroína política. El cambio de juicio
sobre ella señala bastante obviamente un cambio en la política. El cambio no afecta
directamente ni al tema de las genealogías femeninas ni a la práctica política de
las relaciones entre mujeres, cuya validez Luce Irigaray encuentra la manera de
reiterar, por ejemplo en 1988, razonando sobre las formas lingüísticas que
obstaculizan el significado de lo femenino para sí mismo: “Otra solución igualmente
necesaria: restituir las genealogías femeninas y las comunidades de mujeres entre
ellas” (Irigaray 1989b, p. 60).35
Antígona, por otra parte, es la heroína de la acción demostrativa y del testimonio,
que no se plantea el problema de la acción eficaz. Este es un aspecto en el que
Irigaray insiste cuando dice de Antígona que es la representante del otro
del mismo, es decir, la mujer a escala del hombre. La mujer como el
hombre la concibe, dice Irigaray, es privada de la eficacia de ser mujer, es
sustancia privada de efectividad, y cita a una filósofa estadounidense que en este
sentido habría hablado de “vampirismo metafísico” (Irigaray, 1987, p. 134-135). A Antígona con su “aparente oposición”,
Irigaray opone al género femenino que, “según el orden de su devenir ético, lucha
consigo mismo, entre la luz y la sombra, para devenir eso que es individual y
colectivamente. Este crecimiento, en parte polémico, entre conciencia e
inconsciencia, inmediatez y mediación, madre y mujer, debe permanecer abierto e
infinito para y en el género femenino” (Irigaray,
1987, p. 134).36
De este argumento de eficacia o efectividad (la filosofía antigua hablaba de
enérgeia), ya no encontramos rastro en el posterior elogio de
Antígona: no se le atribuye (como la fidelidad a la genealogía materna) ni se le
niega. Así, tácitamente, la acción ética se disocia de la acción eficaz.
Es en este punto, pienso, donde la concepción política de Irigaray es modificada con
el pasaje representado por El universal como mediación. Irigaray
amplía el horizonte y lo ocupa dignamente con su pensamiento, pero es un pensamiento
que para su eficacia debe depender de otra cosa y de otros. Antes, claramente, ella
pensaba no en una eficacia externa, sino en la acción transformadora que desarrolla
la sustancia viva. En la médula de lo femenino en devenir, Irigaray incluía, como
hemos visto, también la relación madre-mujer. Esa página de El género
femenino es para mí la más alta de la filosofía política de
Irigaray.
Sin embargo, hay que añadir que Irigaray hablaba de la eficacia del género femenino
no como una realidad experimentada sino como una realidad faltante, al igual que en
Mujeres divinas dice que el dios femenino aún está por venir.
Mi posición discrepa en eso de Irigaray, como he dicho. No debo subestimar esta
fisura, que se abre antes de lo que yo llamo un giro en el pensamiento de Irigaray,
avance que desde el punto de vista de ella debe parecer menos grande que en el mío:
Irigaray no concede alcanzar una eficacia experimentada, mientras que yo he
experimentado la fuerza modificadora de la práctica de la relación genealógica.
Estas consideraciones nos devuelven a la cuestión más importante, que es el enigma
del odio y la ingratitud de la mujer hacia su madre. (Este enigma, recordemos, antes
de nosotras captó la mente de Melanie Klein.)
El feminismo -me refiero a su principal tendencia- ha intentado poner este enigma en
la cuenta del patriarcado. Para ello, el feminismo ha hecho una doble operación: una
operación manifiesta de racionalización, por la que decimos que el
patriarcado ha esclavizado a nuestras madres haciéndolas odiosas a las hijas
(nosotras), amantes de la libertad; y una operación menos declarada pero más
importante, de desplazamiento por la que dirigimos contra el
patriarcado y contra el hombre los sentimientos negativos originalmente dirigidos
contra la madre.
Luce Irigaray no sigue este camino. Como dice hablando de Antígona en 1985 (antes del
“giro”), esto sería “una aparente oposición” que nos distrae de la “posibilidad de
actuar en la afirmación” (Irigaray, 1985, p.
134).37 En cambio, nos
propone resolver el enigma del odio y la ingratitud con la práctica genealógica. La
historiografía feminista es una práctica genealógica, según Irigaray. Su primera
propuesta, se recordará, consiste en celebrar la comunión con la madre. En seguida
propone la idea de las imágenes de madre e hija juntas, que se colocarán en lugares
públicos.
Pero en un cierto punto, el enigma del odio y la ingratitud desaparece de los textos
de Irigaray. Ya no se evoca. La figura genealógica preferida de Irigaray se
convierte en la pareja Deméter-Core, que representa la relación madre-hija con las
características de la armonía natural y la fecundidad espiritual.
La desaparición de los textos no significa que el enigma esté resuelto. Irigaray no
dice que esté resuelto y, en todo caso, insinúa lo contrario; simplemente, ya no
habla de ello. En correspondencia con esto, atenúa los tonos polémicos hacia el
patriarcado. Su juicio sobre el patriarcado no ha cambiado: en mi opinión, solo
quiere pasar por sobre nuestra locura, es decir, sobre el enigma
del odio y la ingratitud, que la fácil rabia feminista contra el patriarcado corre
el riesgo de evocar, y seguramente evoca al oído de una experta psicoanalista que es
Irigaray.
La desaparición de la contradicción que, más que cualquier otra, impide la acción
eficaz de las mujeres, permite a Irigaray ampliar el horizonte posible de nuestra
política e imaginar una presencia femenina a nivel cósmico. Esta ampliación, está
dispuesta a pagarla con una política que tome las formas del testimonio. Por lo
tanto, modifica su juicio sobre Antígona. Cuando la política era cambiar lo
existente por efecto del cambio interno de la sustancia de lo femenino -de la
relación madre-mujer-, Antígona parecía fuera de lugar. Cuando la escena se amplía
para comprender todas las contradicciones excepto la que nos afecta desde dentro,
entonces la política toma los rasgos de la acción demostrativa y el testimonio, como
es para Antígona.
Para mí, el corazón de la política sigue siendo la relación genealógica tal y como
Irigaray nos la presenta en la página de El género femenino donde
habla de la acción eficaz. Pienso que somos testigos y protagonistas de un cambio
que afecta a la relación de la mujer con la figura de la madre y, en consecuencia,
al significado de la diferencia sexual. Nuestro saber amar a la madre es la base de
nuestra libertad. Lo que a nivel superficial conocemos como feminismo, es la
manifestación, en mi opinión, de un cambio que se sitúa en el nivel estructural de
nuestra civilización, el nivel que el historiador Braudel denomina como la historia
de larga duración (Braudel, 1958). Me refiero
no al feminismo de las reivindicaciones y la paridad con el hombre, sino al
movimiento que nos llevó a elegir estar entre mujeres, a regularnos preferentemente
sobre el juicio de nuestros semejantes, a aceptar la autoridad de las mujeres, a
buscar para nuestra mente el alimento de un pensamiento femenino.