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Crítica (México, D.F.)

versão impressa ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.40 no.120 Ciudad de México Dez. 2008  Epub 04-Maio-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704905e.2008.1003 

Notas bibliográficas

David Christensen, Putting Logic in its Place. Formal Constraints on Rational Belief

Eleonora Cresto* 

*Instituto de Filosofía, Universidad de Buenos Aires, CONICET, eleonora.cresto@gmail.com

Christensen, David. Putting Logic in its Place. Formal Constraints on Rational Belief. Clarendon Press, Oxford: 2004. xii +, 187p.


Putting Logic in its Place ofrece una visión sistemática de las ventajas y desventajas de desarrollar modelos epistemológicos basados ya sea en creencias parciales (o graduadas), o en creencias plenas; en particular, discute las diferentes restricciones formales que corres- ponderían a cada uno de dichos modelos. Aunque no adopta un tono polémico, el libro no es, sin embargo, un mero repaso de las posiciones existentes, sino que el autor se pronuncia inequívocamente sobre la conveniencia de abrazar algunas líneas epistemológicas en desmedro de otras.

El libro está dividido en 6 capítulos. En el primero (“Lógica y creencia racional”), Christensen nos aclara que se ocupará de la racionalidad epistémica (aquella que se ocupa de la justificación de nuestras creencias), sincrónica y global; es decir, se ocupará de la posibilidad de dar restricciones formales al conjunto de creencias actuales de un agente, globalmente consideradas. En el capítulo 2 (“Dos modelos de creencia”), el autor contrasta un modelo epistemológico binario, de acuerdo con el cual tener una creencia es cuestión de todo o nada, con un modelo de creencias parciales, según el cual el concepto de creencia recibe grados. Suele afirmarse que la lógica deductiva (clásica) impone restricciones formales sobre los modelos binarios, mientras que el cálculo de probabilidades los impone sobre los modelos graduados. Christensen en principio acepta esta idea general, pero con una salvedad: el cálculo de probabilidad, nos dice, funciona no tanto como una nueva lógica para las creencias graduadas, sino más bien como una manera de aplicar nuestra vieja lógica deductiva al ámbito de las creencias parciales, con lo cual la importancia de los axiomas estándar de la probabilidad es parasitario de nuestro sistema deductivo presupuesto (pp. 16 y ss.).

Contrasta luego los sistemas “unificados” con los “bifurcados”. Entender a las creencias graduadas como tipos de creencias binarias resulta implausible -afirma-, pero tal vez las creencias binarias puedan verse como tipos especiales de creencias graduadas, ya sea que se identifiquen con la idea de certeza (y tengan probabilidad 1), o ya sea que decidamos apelar a cierto umbral probabilístico, más allá del cual diremos que contamos con una creencia en sentido pleno. En cualquiera de los dos casos estaríamos tratando con (diferentes versiones de) un modelo unificado.

Entre los dos tipos de modelos unificados, Christensen opta claramente por las posiciones de umbral -aunque, como se verá luego, en última instancia su idea es que debemos simplemente prescindir de la noción de creencia binaria-. Christensen sugiere que si creer en sentido binario que p equivale a tener un grado de creencia 1 en p, entonces, si creemos que p es el caso debemos estar dispuestos a apostar nuestra vida a favor de p, lo cual parece insostenible (p. 21). En el capítulo 5, sin embargo, Christensen formulará serias dudas sobre la legitimidad de este modo de argumentar; así pues, parecería que los reparos del capítulo 5 deberían afectar la evaluación de la plausibilidad de algunos tipos de modelos unificados en el capítulo 2. Este punto es importante, porque muchas de las afirmaciones que aparecen luego en el libro dependen de haber descartado definitiva- mente la idea de creencia plena como certeza. Relacionado con esto, Christensen atribuye la tesis de que una creencia binaria no es sino un grado de creencia con probabilidad 1 a Isaac Levi (pp. 21 y ss.). En el modelo de Levi, sin embargo, las creencias plenas tienen probabilidad 1, pero no a la inversa. Aún más importante, en Levi las probabilidades sirven para graduar dudas o incertidumbres, y no creencias; el espacio posible de las dudas, por otra parte, está dado por el con- junto de certezas del agente, que es lógicamente anterior. En síntesis, parecería que la posición de Levi está más cerca de una perspectiva bifurcada (en la terminología de Christensen) que de una unificada.

El análisis que hace Christensen de las posiciones de umbral es detallado y cuidadoso. Un claro mérito del autor es presentar aquí la paradoja de la lotería en los términos originales de Henry Kyburg (a diferencia de otros tratamientos recientes del tema), con lo cual la discusión se enriquece y gana en claridad. Kyburg, como es sabido, propone su paradoja con el objeto de cuestionar la idea de que en las posiciones de umbral las creencias binarias estén sujetas a restricciones de consistencia y clausura deductiva. Por otra parte, de acuerdo con las perspectivas bifurcadas, los agentes cuentan con dos sistemas epistémicos diferentes y complementarios. En este marco, creencia binaria no debe identificarse con confianza alta; los modelos de Mark Kaplan y Patrick Maher son buenos exponentes de esta posición. Christensen concluye el capítulo afirmando que, merced a las enseñanzas de la paradoja de la lotería, insistir en la necesidad de imponer restricciones deductivas sobre nuestras creencias equivale en verdad a optar por la perspectiva bifurcada, mientras que las restricciones probabilísticas se aplican a ambas posiciones (p. 32). Nótese que esta conclusión presupone claramente el rechazo de la identificación de creencia plena con certeza, que haría perfectamente posible la convivencia de restricciones estrictamente deductivas con un modelo unificado.

En el capítulo 3 (“Restricciones deductivas: casos problemáticos, soluciones posibles”), Christensen analiza la llamada paradoja del prefacio, que plantea dudas sobre la legitimidad de exigir clausura deductiva y consistencia para nuestras creencias binarias aún en sistemas bifurcados. Estudia cuidadosamente diferentes posibles respuestas a la paradoja, y las encuentra insatisfactorias. Sugiere también que la paradoja es fácilmente extensible a diversas situaciones cotidianas, y que la intuición que subyace no es fácil de desactivar. Lo más que podemos hacer, pues, es ofrecer argumentos directos a favor de la consistencia y clausura deductiva, y, eventualmente, tolerar el costo de los contraejemplos. De tales argumentos directos se ocupará en el capítulo 4 (“Argumentos para la coherencia deductiva”).

En el capítulo 4, Christensen examina en primer lugar la idea de que las creencias nos sirven para construir una imagen coherente, aunque típicamente incompleta, de cómo son las cosas; discute aquí en esencia las posiciones de Kaplan y Maher. En el marco de su análisis de Kaplan, Christensen se pregunta si el hecho de que los científicos hagan aserciones no cualificadas sobre determinadas teorías significa que piensen que no se hallarán nunca errores en ellas. Puesto que la pregunta se contesta de modo obviamente negativo, Christensen sugiere que una posición à la Kaplan es sospechosa (pp. 76 y ss.). Pero esto es discutible. Independientemente de la letra de Maher o Kaplan, es posible argumentar que la creencia plena en p no nos compromete necesariamente con la irrevisabilidad de p en el futuro (sobre esto cfr., por ejemplo, Levi 1980). Una vez que reparamos en que afirmaciones como “creo que p en t0, pero podría cambiar de idea en t1” son perfectamente aceptables (y compatibles con los requisitos de consistencia y clausura deductiva), teorías como la de Kaplan o Maher ganan en plausibilidad, a la vez que aparecen nuevas líneas de respuesta a la paradoja del prefacio que las consideradas por Christensen.

Christensen analiza también (y rechaza) la posibilidad de defender restricciones deductivas para las creencias binarias a partir de una reflexión sobre el papel que desempeñan los argumentos deductivos en la transmisión de garantía epistémica, en la línea sugerida por John Pollock (pp. 79 y ss). Según Christensen, es simplemente falso que un razonamiento deductivo no pueda condicionar la creencia binaria racional a menos que el conjunto de creencias de un agente sea consistente y deductivamente cerrado. Por el contrario, puede interpretarse que dichos argumentos afectan el grado de confianza que es racional tener en una proposición, y así, indirectamente (vía la perspectiva del umbral), justifican nuestra posesión de determinadas creencias binarias. Finalmente, en la última sección del capítulo 4, Christensen se pregunta por la utilidad de la creencia binaria racional, y concluye que el concepto de creencia binaria no es importante desde el punto de vista de la racionalidad epistémica; así pues, la lógica que restringe nuestras creencias no sería sino la coherencia probabilística. Hablar en términos de todo o nada a veces hace la comunicación más sencilla (como cuando hablamos de “perros grandes” y “perros chicos”, p. 99), pero no por ello este modo de proceder refleja alguna estructura fundamental de los fenómenos que se describen. Por ejemplo, puede ser que nuestra práctica de atribución de creencias sea particularmente sensible a factores conversacionales que van más allá de la confianza racional que podamos tener en la verdad de una proposición; en este sentido, nuestra referencia a creencias binarias puede a veces resultar explicativa, pero no revelaría ningún estado epistémico subyacente racionalmente interesante. Aquí podría discutirse que, según como se los interprete, los intereses prácticos de un agente son muchas veces constitutivos de su racionalidad epistémica, con lo cual las consideraciones que permiten atribuir creencias binarias no estarían de ninguna manera “más allá” de la epistemología; existen una serie de trabajos recientes que apuntan precisamente en esta dirección (cfr. Hawthorne 2004; Hawthorne y Stanley, “Knowledge and Practical Reasons”, en prensa).

El capítulo 5 (“Lógica, creencia graduada y preferencias”) es posiblemente el más logrado. En este punto el autor abreva de algunas ideas publicadas en artículos anteriores (cfr. Christensen 1996, y 2001), que le dieron justa fama en el ámbito de la teoría de la decisión y la epistemología formal. Christensen aquí explora la idea de que los grados de creencia idealmente racionales deben ser probabilísticamente coherentes, posición a la que llama “probabilismo”.

Christensen observa que los argumentos tradicionales que defienden la exigencia de restricciones probabilísticas para nuestras creencias parciales contienen una parte descriptivo-estipulativa y otra normativa: buscan primero definir qué son los grados de creencias y cómo se miden, para luego concluir que deben satisfacer el cálculo de probabilidades. En este marco, las creencias típicamente se definen en términos de preferencias, y luego a partir de ciertas restricciones sobre las preferencias se derivan restricciones sobre los grados de creencia. Se trata de una estrategia operacionalista, y en última instancia insatisfactoria si lo que nos interesa es la racionalidad epistémica, y no la práctica. Christensen examina separadamente los argumentos basados en estrategias de tipo Dutch Book y los argumentos basados en teoremas de representación, y en ambos casos propone versiones de tales argumentos despojadas de consideraciones pragmáticas y metafísicas.

Como es sabido, los argumentos Dutch Book (desarrollados originalmente por Frank Ramsey y Bruno de Finetti) muestran que si estamos dispuestos a aceptar las apuestas que nuestros grados de creencias sancionan intuitivamente como favorables, y dichos grados no obedecen el cálculo de probabilidades, entonces estamos dispuestos a aceptar un conjunto de apuestas que nos llevan a una pérdida monetaria segura. Christensen objeta que, así formulado, lo que revelan estos argumentos es un problema en las preferencias del agente, y no es sus creencias; está por verse, por lo tanto, que tengan relevancia para la epistemología. En general, las formulaciones tradicionales de las estrategias de tipo Dutch Book presuponen una reducción metafísica de las creencias a las preferencias de apuestas. A diferencia de esto, Christensen sugiere entender los Dutch Books en un sentido puramente normativo (en sus términos, “de-pragmatizado”): los Dutch Books procurarían mostrar que los grados de creencia probabilística- mente incoherentes proveen justificación para apuestas racionalmente defectuosas (p. 121).

En el contexto de su análisis de las estrategias Dutch Book, Christensen señala, atinadamente, que del comportamiento en una apuesta, sin más, no se pueden inferir los grados de creencia de un agente (punto en el que han insistido, dicho sea de paso, todos los críticos de la idea de preferencia revelada); entre otras cosas, el dinero tiene utilidad marginal decreciente, y los agentes pueden tener aversión al riesgo. Como ya se ha observado, esta posición tiene consecuencias directas para su crítica de la idea de creencia como certeza, analizada en el capítulo 2. Alguien podría contraargumentar aquí que, si bien de acuerdo con la posición de Christensen un determinado grado de creencia no se define por las apuestas que le están idealmente asociadas, aún así contar con cierto grado de creencia provee justificación para apostar de determinada manera, lo cual es suficiente para desacreditar la idea de creencia como certeza. Sin embargo, dicha justificación funciona sólo para lo que Christensen llama un “agente simple” -justamente, un agente que es inmune a los problemas mencionados más arriba-. Tal vez Christensen tenga razón en sostener que la fuerza de los argumentos Dutch Book no depende de esta peculiaridad, pero de allí no se sigue que el supuesto de la “simplicidad” de un agente sea irrelevante para determinar la justificación de cualquier otro tipo de comportamiento (en particular, de cualquier otro tipo de conducta de apuesta), so pena de vaciar de contenido la noción de agente simple.

Su discusión de los argumentos basados en teoremas de representación transita por carriles similares. Según el tratamiento estándar de estos argumentos (defendidos recientemente por Maher), el hecho de que las preferencias de un agente obedezcan ciertas restricciones puede representarse como el resultado de contar con utilidades y grados de creencia probabilísticamente coherentes, en relación con los cuales el agente maximiza su utilidad esperada. Pero Christensen observa que no tenemos razones para confiar que los grados de creencia reales de un agente sean aquellos en relación con los cuales las preferencias del agente permiten maximizar su utilidad esperada. Las creencias de un agente afectan la conducta en modos que van mucho más allá del cálculo costo-beneficio, y, por otra parte, explican mucho más que su conducta observable (explican la tristeza o el temor, por ejemplo). Y, en cualquier caso, aún si hubiera algún tipo de regularidad empírica en el sentido indicado por el teorema, mostrar que creencias coherentes producen de hecho preferencias racionales es bastante menos de lo que necesitamos: necesitamos mostrar que la coherencia probabilística es la lógica correcta para los grados de creencia. Esto se consigue, una vez más, si interpretamos el teorema de representación en un sentido normativo, como si se refiriera explícitamente a un agente racionalmente ideal que, a igualdad de premios, prefiere la opción A sobre la B sólo si A es, para el agente, más probable que B (p. 137). De este modo, Christensen concluye el capítulo afirmando que las restricciones formales que debemos aplicar a las creencias graduadas están dadas por la coherencia probabilística. El cálculo de probabilidades es la lógica de la creencia (p. 141).

En el capítulo 6 (“Lógica e idealización”), Christensen considera la objeción de que el agente racionalmente ideal que tuvo en mente hasta ahora es demasiado idealizado. Una crítica común en este sentido es que los agentes concretos no tienen ni pueden tener números precisos en mente. Christensen relativiza este problema recordando las innumerables oportunidades en las que recurrimos a idealizaciones para medir cantidades usando números reales, y considera las ventajas de modelos que admitan creencias vagas (con intervalos de números reales).

Otra posible objeción refiere a las aspiraciones explícitamente normativas del modelo: ningún agente de carne y hueso es, ni puede ser, perfectamente coherente. Christensen distingue tres versiones posibles en que esta objeción puede presentarse. En primer lugar podría decirse -en la línea de Richard Foley- que pedir omnisciencia lógica es tan descabellado como pedir omnisciencia empírica. Frente a esto, Christensen ofrece ejemplos en los que intuitivamente criticamos a agentes que fallan en el primer sentido pero no en el segundo; la intuición central aquí es que razonar bien no es lo mismo que estar en lo cierto (p. 155). En segundo lugar considera la objeción de que “debe implica puede”. Christensen sigue a W. Alston al argumentar que, puesto que nuestras creencias son básicamente in- voluntarias, sólo tenemos un control indirecto sobre ellas; por ende, cuando decimos que una creencia es injustificada, no necesariamente queremos decir que el agente “podría haber creído otra cosa”; de manera análoga, puedo tener creencias claramente irracionales sin por ello presuponer que podría haberlas evitado. Así, por ejemplo, la gente común a menudo tiene supersticiones y, pese a darse cuenta de que son irracionales, no por ello deja de tenerlas. Es decir: los criterios de racionalidad funcionan como un ideal evaluativo más que deontológico (p. 161).

La tesis de que el ideal de la racionalidad epistémica es evaluativo antes que deontológico es por cierto interesante y, a mi juicio, razonable, si bien algunos de los argumentos que da Christensen, inspirados en Alston, podrían discutirse. El problema es justamente que no está claro que la noción de creencia que esté en juego cuando se discuten cuestiones de racionalidad y coherencia probabilística sea la noción de un estado mental involuntario; podría argumentarse que nuestros criterios de racionalidad epistémica involucran precisamente aquellos estados epistémicos que están bajo nuestro control -v.g., nuestras “aceptaciones”, en el sentido de Jonathan Cohen (cfr., por ejemplo, 1992)-. Relacionado con esto, desde las filas del voluntarismo doxástico es problemático suponer que un agente puede autoadscribirse irracionalidad epistémica sin ubicarse ipso facto en un nuevo estado epistémico superador del conflicto; al respecto, habría sido deseable algún tipo de discusión general sobre la posibilidad de autoadscripción de irracionalidad.

Christensen considera finalmente la objeción de que la epistemología no debe ocuparse de ofrecernos un ideal de perfección, ya que de dicho ideal no surge ningún consejo cognitivo que podamos aprovechar. Christensen observa, sensatamente, que el que un ideal no sea plenamente asequible no le impide desempeñar un papel regulativo. Por otra parte (y en contra de lo que han argumentado algunos defensores de la epistemología naturalizada), el valor de la racionalidad epistémica no tiene por qué medirse por su utilidad para obtener metas prácticas. En última instancia, filosofamos porque queremos una mejor comprensión de nuestra situación en el mundo y de la racionalidad misma (p. 178).

A modo de conclusión, quisiera destacar que Christensen ofrece un panorama sistemático, bien organizado y cuidadosamente argumentado de las disputas contemporáneas en torno a las nociones de creencia racional y sus restricciones formales. El libro resulta de particular atractivo para los filósofos interesados en la teoría analítica del conocimiento y, sobre todo, en la recientemente bautizada “epistemología formal”. Por su claridad, además, Putting Logic in its Place es de lectura altamente recomendable para todos aquellos que quieran hacer una primera aproximación al tema y conocer el estado actual de la discusión.

BIBLIOGRAFÍA

Christensen, D., 2001, “Preference-Based Arguments for Probabilism”, Philosophy of Science, vol. 68, pp. 356-376. [ Links ]

______, 1996, “Dutch Book Arguments Depragmatized: Epistemic Consistency for Partial Believers”, Journal of Philosophy, vol. 93, pp. 450-479. [ Links ]

Cohen, J., 1992, An Essay on Belief and Acceptance, Oxford University Press, Oxford. [ Links ]

Hawthorne, J., 2004, Knowledge and Lotteries, Oxford University Press, Oxford . [ Links ]

Hawthorne, J. y J. Stanley, en prensa, “Knowledge and Practical Reasons”, Journal of Philosophy . [ Links ]

Levi, L., 1980, The Enterprise of Knowledge, MIT Press, Cambridge, Mass. [ Links ]

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