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Crítica (México, D.F.)

versão impressa ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.42 no.124 Ciudad de México Abr. 2010  Epub 24-Abr-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704905e.2010.909 

Notas Bibliográficas

David M. Estlund, Democratic Authority. A Philosophical Framework

Iñigo González Ricoy* 

*Seminario de Filosofía Política. Departament de Filosofia Teorètica i Pràctica. Universitat de Barcelona. igonzalez@ub.edu

Estlund, David M.. Democratic Authority. A Philosophical Framework. Princeton University Press, Nueva Jersey: 2008. xi + 309p.


En Democratic Authority, David Estlund presenta y defiende el “procedimentalismo epistémico”, una teoría alternativa a las teorías instrumentalistas y procedimentalistas de la autoridad democrática. Según las teorías instrumentalistas, la democracia se justifica por su capacidad para producir buenos resultados (incrementar el bienestar social, reducir la inestabilidad civil o proteger las libertades de los ciudadanos).1 Según las teorías procedimentalistas, en cambio, la democracia queda justificada por el conjunto de derechos políticos (sufragio, asociación política o manifestación) disfrutados por los miembros de una comunidad política. En un extremo, las primeras estarán dispuestas a sacrificar los derechos políticos de los ciudadanos cuando ello pueda conducir, consideradas todas las cosas, a mejores resultados. Algo que las segundas no aceptarán bajo ninguna circunstancia, ni siquiera cuando, en el extremo opuesto, ello pueda conducir a resultados claramente injustos.

El procedimentalismo epistémico de Estlund trata de capturar las virtudes de ambos tipos de teorías eludiendo, a su vez, sus implicaciones contraintuitivas. Su objetivo es mostrar que resulta posible justificar la democracia por su tendencia a producir buenos resultados (a diferencia de lo que señalan las teorías puramente procedimentalistas) sin por ello deslizarse, bajo ninguna circunstancia, hacia posturas antidemocráticas o elitistas (a diferencia de lo que señalan las teorías puramente instrumentalistas).

La teoría, pacientemente desarrollada en artículos publicados durante los últimos quince años, se expone exhaustivamente en los catorce capítulos de Democratic Authority. En esta reseña reconstruyo y discuto los tres pasos principales que Estlund da para defender el procedimentalismo epistémico: primero, refutar las teorías puramente procedimentales; segundo, mostrar que las teorías epistémicas no conducen necesariamente a posiciones elitistas; y, tercero, defender su vía intermedia entre el procedimentalismo puro y el instrumentalismo puro.2

La tendencia a elaborar teorías procedimentales se debe a la consideración de que toda apelación a estándares independientes del autogobierno popular conduce, más o menos solapadamente, a alguna forma de autoritarismo. Si acordamos que, por ejemplo, es la garantía de ciertos derechos lo que justifica un sistema político, ¿por qué permitir que tales derechos queden sujetos al antojo de una eventual mayoría? ¿No será preferible dejar dichas cuestiones en manos de quienes pueden gestionarlas con mayor imparcialidad y/o conocimiento de causa?3 Ante tal amenaza, la respuesta de quienes no están dispuestos a renunciar al principio democrático consiste en afirmar que deben ser los ciudadanos y sólo ellos quienes, mediante un procedimiento justo, tomen las decisiones políticas. De la calidad del procedimiento dependerá, por tanto, la legitimidad de la democracia, con independencia de sus resultados.

Pues bien, la crítica de Estlund al procedimentalismo puro es doble (capítulos 4 y 5). En primer lugar, según Estlund no es cierto que los modelos procedimentales de democracia -y aquí incluye tanto la teoría de la elección social como la democracia deliberativa “profunda” de Habermas o Waldron- sean puramente procedimentales, puesto que, de forma inevitable, atribuyen propiedades sustantivas al procedimiento -por ejemplo, que sea transparente, inclusivo, participativo o deliberativo- para poder considerarlo legítimo. Todas las propiedades mencionadas son sustantivas y, en consecuencia, anteriores al proceso de toma de decisiones en sí. Sin embargo, de acuerdo con el procedimentalismo puro, deberían ser el resultado del proceso político, no su precondición. Esta paradoja, especialmente presente en aquellas teorías que imponen fuertes precondiciones al procedimiento democrático -por ejemplo, la ausencia de grandes desigualdades económicas o la existencia de un sistema de educación pública de calidad-, también afecta a las teorías más puramente procedimentales, puesto que resulta inevitable atribuir alguna propiedad sustantiva al procedimiento que se pretende defender.

Pero es que, además, no está nada claro que sea la equidad del procedimiento de toma de decisiones el único factor que los ciudadanos tienen en cuenta a la hora de atribuir legitimidad a las decisiones tomadas. En el Chile de finales de los años ochenta, por ejemplo, el 59 por ciento de los ciudadanos esperaba que la democracia, tras la caída del régimen de Pinochet, atenuara las desigualdades sociales; en Checoslovaquia, el 61 por ciento confiaba en que la democracia condujera a la igualdad económica y social; y en Bulgaria, el 88 por ciento (Przeworski en prensa). Si los resultados no importasen, dice Estlund, ¿qué diferencia habría entre decidir mediante regla de mayorías y decidir mediante un procedimiento igualmente equitativo como es el sorteo? Dado que no nos resulta indiferente, debe de haber algo más en la atribución de legitimidad y autoridad a la democracia, aparte del simple procedimiento.

Frente al procedimentalismo puro -que, según Estlund, ni es realmente procedimental ni captura correctamente las razones por las que los ciudadanos atribuyen (o no) legitimidad a las decisiones políticas-, la propuesta de Estlund consiste en afirmar que, a la hora de atribuir legitimidad política, los resultados importan y mucho. El problema de abrazar una teoría epistémica como la que Estlund propone reside, como hemos visto, en que ésta parece obligarnos a abrazar alguna forma de autoritarismo cuando ello pueda conducir a mejores resultados.

El caso que Estlund presenta y trata de rebatir es el siguiente. Si aceptamos que hay decisiones mejores y decisiones peores y que, dada la complejidad de nuestros sistemas políticos, hay y habrá personas políticamente mejor informadas (esto es, expertos), ¿por qué deberíamos negarnos a que fueran dichas personas quienes tomasen las decisiones? Según Estlund, la inferencia que conduce, una vez aceptada la posición epistémica, a la justificación (de claras resonancias platónicas) del “gobierno de los expertos” o “epistocracia”, se puede dividir en tres pasos (p. 30):

  1. Dogma de la verdad (truth tenet): existen estándares normativos verdaderos4 independientes de procedimiento por los cuales las decisiones políticas deben ser juzgadas.

  2. Dogma del conocimiento (knowledge tenet): algunas (relativamente pocas) personas conocen dichos estándares mejor que otras.

  3. Dogma de la autoridad (authority tenet): el conocimiento político normativo de quienes disponen de un mejor conocimiento justifica que dispongan de autoridad política sobre otros.

Pues bien, según Estlund, incluso si aceptásemos las dos primeras premisas -cosa que él hace-, aún estaríamos en disposición de rechazar la tercera y bloquear la inferencia que conduce a la justificación de la epistocracia. La razón para hacerlo es que la tercera premisa incurre en lo que Estlund denomina la “falacia experto/jefe”: “del hecho [ . . . ] de que tú sepas mejor que el resto de nosotros qué se debe hacer, no se sigue de ninguna manera que debas mandar, o que alguien tenga la obligación de obedecerte” (p. 40).

Puede ocurrir, desde luego, que en ciertos ámbitos (la medicina, por ejemplo) el conocimiento experto motive la concesión de ciertas prerrogativas en la toma de decisiones. Según Estlund, la diferencia entre dichos ámbitos y el de la política es que, mientras que en aquéllos resulta posible alcanzar un consenso cualificado sobre quiénes poseen conocimiento experto y quiénes no, en este último no es posible alcanzar tal consenso. En el ámbito político, “cualquier persona o grupo presentado como experto estará sujeto a controversia, y a controversia cualificada en particular” (p. 36).

Tal como lo explica en el tercer capítulo, la legitimidad de cualquier procedimiento político está sujeta a un “requisito de aceptabilidad cualificada” (qualified acceptability requirement; en adelante, RAC), según el cual nadie posee autoridad o poder coercitivo legítimo sobre otro sin una justificación que pueda ser aceptada por todos los puntos de vista cualificados. Pues bien, el problema que presentan los “expertos políticos” no reside únicamente en que discrepen entre ellos tanto como lo hacen los ciudadanos de a pie, sino en que, además, la calidad de sus predicciones resulta cuando menos cuestionable. Estlund menciona el trabajo de Tetlock (2005), quien durante los últimos veinte años ha recopilado y analizado un total de 82 361 predicciones realizadas por 284 expertos políticos profesionales sobre asuntos tales como el fin del apartheid en Sudáfrica, el futuro político de Gorbachov o las acciones bélicas de Estados Unidos en el Golfo Pérsico. Los resultados son elocuentes. Por una parte, en relación con la asignación de probabilidades entre diferentes opciones, los expertos estudiados por Tetlock se desempeñaron peor que si sencillamente hubieran atribuido idéntica probabilidad a todas las opciones disponibles. Por otra parte, en relación con la predicción de hechos concretos dentro de su campo de especialidad, los expertos fueron incapaces de realizar predicciones significativamente superiores a las de los ciudadanos no expertos.

Ahora bien, según Estlund, los resultados de Tetlock no prueban que nadie tenga una mejor capacidad de juicio político que los demás, sino que, por el contrario, revelan “la dificultad para identificar, de un modo aceptable para una amplia gama de puntos de vista cualificados, un conjunto de expertos de los que pueda esperarse que se desempeñen mejor que el mejor arreglo democrático” (p. 262). El argumento en contra de la epistocracia se apoya, en consecuencia, en el hecho de que, incluso si aceptamos (1) que existen estándares normativos independientes de procedimiento y (2) que existen personas con un mejor conocimiento que otras sobre dichos estándares, (3) no resulta posible alcanzar un consenso cualificado sobre quiénes ostentan dicho conocimiento y quiénes no. Toda forma de epistocracia, nos dice Estlund, será incapaz de satisfacer el RAC y resultará, en consecuencia, ilegítima.

Rechazado el gobierno de los expertos, la democracia aparece como el mejor candidato apto para satisfacer el RAC. Aunque no por sus propiedades puramente procedimentales, insuficientes para justificar la atribución de legitimidad y autoridad a las decisiones democráticas, sino por su tendencia a producir buenas decisiones o, al menos, por su tendencia a evitar ciertos “males primarios” como la guerra, las hambrunas o el genocidio (p. 161).5

Dicha tendencia, así como la legitimidad y autoridad derivadas de ella, puede explicarse por analogía con la manera en que los jurados toman las decisiones (capítulo 8). Según Estlund, los jurados y la toma de decisiones democrática comparten ciertas propiedades procedimentales -su indistinción entre expertos y quienes no lo son o la deliberación colectiva entre ciudadanos- que resultan razonablemente irrechazables por su tendencia a producir resultados correctos. No es, pues, la mera equidad del procedimiento la que hace que los ciudadanos atribuyan legitimidad y autoridad a las decisiones democráticas, incluso en los casos en que las consideran equivocadas, sino la tendencia de dicho procedimiento a alcanzar decisiones frecuentemente correctas.

Una vez descartadas teorías alternativas como el teorema del jurado de Condorcet o la analogía democracia/contractualismo (capítulos 12 y 13, respectivamente), la democracia queda justificada, de acuerdo con el procedimentalismo epistémico, con base en (1) su tendencia a alcanzar buenas decisiones sin por ello (2) delegarlas en manos de una élite de expertos que de ningún modo satisfarían el RAC.

Dicho esto, cabe plantear una serie de cuestiones suscitadas por el excelente libro de Estlund. Para empezar, ¿de qué habla el autor cuando habla de democracia? Estlund la define como la “autorización colectiva de leyes por parte de las personas sujetas a ellas” (p. 38). Sin embargo, una definición tan poco informativa es prácticamente compatible con todas las definiciones existentes de democracia (muchas de ellas mutuamente excluyentes). Incluso si aceptamos el argumento de Estlund para la justificación de la democracia, seguimos sin saber qué tipo de democracia estamos justificando. No se especifica, entre otras muchas cuestiones, de qué manera afectan las restricciones impuestas por el RAC al papel de los bancos centrales o los jueces constitucionales, quienes naturalmente gozan de prerrogativas especiales en la toma de decisiones políticas; ni qué papel deberían tener expertos como los ingenieros, los genetistas o los científicos sociales en la toma democrática de decisiones políticas para que tales decisiones estuvieran en condiciones de satisfacer el RAC.6

La vaguedad de la definición de Estlund es, desde luego, deliberada. Al comienzo del libro advierte claramente de que su principal preocupación es analizar la autoridad democrática en un nivel de elevada abstracción (p. 2). Sin embargo, los problemas derivados de trabajar en un nivel tan ideal de la teoría sobre la democracia no surgen únicamente por la polisemia actual del término, o por su escasa informatividad y su consecuente irrelevancia práctica, sino también por la evolución histórica de su significado. Por ejemplo, en el capítulo 5, Estlund emplea el caso de los sorteos para reducir al absurdo el procedimentalismo puro. Su argumento es que, dado que pocos estarían dispuestos a sustituir la elección por el sorteo -procedimiento equitativo donde los haya-, el procedimentalismo puro es falso. No obstante, si bien es cierto que se trata de un procedimiento actualmente en desuso -véase, empero, Stone 2007-, no hay que olvidar que el sorteo fue sistemáticamente empleado para la selección de los cargos en la democracia ateniense y que fue, durante más de dos mil años, uno de los rasgos más característicamente asociados a la democracia.7

De hecho, ¿cómo podemos asegurar que la elección sea superior -es decir, que conduzca a mejores resultados- que el sorteo o que tienda a evitar los “males primarios” a los que apunta Estlund?8 Como ha señalado Elizabeth Anderson (2008, p. 134), aunque así fuera, Estlund no proporciona evidencia empírica de ello, lo cual conduce a que, en la práctica, el argumento de Estlund descanse casi exclusivamente sobre el RAC. Y el problema del RAC, a su vez, reside en establecer quién es considerado “cualificado” y quién no. A diferencia de Rawls (1996, II), quien definía con cierta precisión la propiedad de la razonabilidad en la que se apoya Estlund, éste deja deliberadamente abierta la cuestión en torno a qué es lo que hace que un punto de vista pueda ser considerado como cualificado. Aun así, es bastante dudoso que un punto de vista que rechazase el sistema democrático -es decir, que negase el derecho a participar en pie de igualdad a alguno de los miembros de la comunidad política- pudiera ser considerado como cualificado por Estlund, con lo que quedaría inhabilitado para la atribución de legitimidad al sistema democrático. Ocurre entonces que, al depender el criterio de justificación del propio proceso político que sirve para justificar, el procedimentalismo epistémico adquiere una forma viciosamente circular.

Bibliografía

Anderson, E., 2008, “An Epistemic Defense of Democracy: David Estlund’s Democratic Authority”, Episteme. A Journal of Social Epistemology, vol. 5, no. 1, pp. 129-139. [ Links ]

Domènech, A., 2004, El eclipse de la fraternidad, Crítica, Barcelona. [ Links ]

Estlund, D., 1997, “Beyond Fairness and Deliberation: The Epistemic Dimension of Democratic Authority”, en J. Bohman y W. Rehg (comps.), Deliberative Democracy, The MIT Press, Cambridge, Mass., pp. 173-204. [ Links ]

Madison, J. et al., 2001 (1788), El federalista, trad. G. Velasco, Fondo de Cultura Económica, México. [ Links ]

Montesquieu, Charles de Secondat, barón de, 1995 (1748), De l’Esprit des lois, Gallimard, París. [ Links ]

Przeworski, A., en prensa, “Democracy, Equality, and Redistribution”, en R. Bourke y R. Geuss (comps.), Political Judgement. Essays in Honour of John Dunn, Cambridge University Press, Cambridge. [ Links ]

Rawls, J., 1996, Political Liberalism, 2a. ed., Columbia University Press, Nueva York. [ Links ]

Stone, P., 2007, “Why Lotteries Are Just”, Journal of Political Philosophy, vol. 15, no. 3, pp. 276-295. [ Links ]

Tetlock, P., 2005, Expert Political Judgement: How Good Is It? How Can We Know?, Princeton University Press, Princeton. [ Links ]

1 También denominadas “epistémicas”, puesto que valoran la calidad o “verdad” de los resultados.

2Para un debate pormenorizado del libro capítulo por capítulo, véase el grupo de lectura semanal organizado en Public Reason: A Blog for Political Philosophers, en el que participó el propio Estlund: <http://publicreason.net> [05/04/2010].

3James Madison, en su etapa federalista, se refería a “un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país y cuyo patriotismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de orden temporal” (2001 (1788), p. 39); Boissy d’Anglas, tras el golpe de Termidor, a “los mejores; y los mejores son los más instruidos y los más interesados en el mantenimiento de las leyes” (citado en Domènech 2004, p. 92).

4Estlund emplea el predicado “verdadero” en un sentido mínimo: afirmar, por ejemplo, que la acción afirmativa es justa es equivalente a afirmar que es verdad que la acción afirmativa es justa.

5Según Estlund, el procedimiento desempeña, de hecho, un papel muy menor —si acaso cumple alguno— en la atribución de legitimidad democrática, a diferencia de lo defendido anteriormente en Estlund 1997, donde consideraba que era necesario tener en cuenta los resultados, además del procedimiento.

6En una entrevista de 2007 publicada en la revista Sin Permiso, Fernando Broncano planteaba así la cuestión: “las teorías contemporáneas de la democracia tienen un grave déficit en su concepción del conocimiento experto. Las nuevas teorías de la gobernanza de origen y sustrato republicano deberían abordar urgentemente el cómo lograr democracias deliberativas bajo una cooperación social del conocimiento experto y el común. Piensa que todas las teorías de la democracia hasta el momento han sido doxásticas: suponen que basta la opinión. Necesitamos también una teoría de la democracia epistémica” (Sinpermiso.info, 15 julio 2007: <http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=1318> [05/04/2010]).

7En El espíritu de las leyes, por ejemplo, Montesquieu escribe que “la elección por sorteo es propia de la democracia, la designación por elección corresponde a la aristocracia” (1995 (1748), libro II, cap. 2; la traducción es mía).

8Recordemos el carácter belicista e imperialista de la democracia ateniense y de no pocas democracias contemporáneas, por ejemplo.

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