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Nueva antropología

versão impressa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.20 no.65 México Mai./Ago. 2005

 

Editorial

 

La metáfora de la tierra quemada, que titula esta colección de artículos, alude a las consecuencias previsibles de las supuestas violencias desmesuradas y sin sentido, de las guerras sin tregua ni cuartel, de la supuesta agresividad irracional y casi atávica o de la presunta violencia naturalizada (o culturalizada), es decir, sin historia (o prehistórica), a las cuales nos tienen acostumbrados determinadas retóricas de los eternos conflictos sin resolver en los países "colonizados", "subdesarrollados" o "dependientes". En América Latina, la tierra quemada es lo que queda tras el paso de estados caníbales, conquistadores desalmados, ejércitos caudillistas, guerrillas fundamentalistas, narcotraficantes impunes, policías corruptos y otras tantas formas de violencia culturalmente legitimadas (e ilegítimas). Tierra quemada alude, pues, a los paisajes desolados de la violencia, la derrota, la destrucción y el trauma social en sus múltiples variantes. Sin embargo, los que conocen el sistema de roza, basado en la tala y quema, practicado por tantas culturas preindustriales, saben que quemar la tierra no significa necesariamente la destrucción final de un ecosistema: puede ser el prolegómeno de la fertilidad, tras un periodo más o menos largo de barbecho que permita, en el caso que nos ocupa, establecer las responsabilidades morales y legales derivadas del ejercicio de la violencia, reparar a las víctimas y rehabilitar el tejido social, para comenzar, así, un proceso de cicatrización de las heridas. La tierra quemada puede ser, además, la metáfora punto de partida de otro tipo de campo fértil, el académico: una ventana abierta a la multiplicidad de miradas que desde la disciplina antropológica se proyectan sobre un terreno de investigación tan lacerante como intelectualmente sugestivo, el de la antropología de la violencia, a la que está dedicada este monográfico.

El volumen recoge ocho textos basados en investigaciones realizadas en diversos escenarios latinoamericanos. Originalmente fueron presentados al simposio "Violencias y culturas" que coordinamos en el marco del IX Congreso de Antropología realizado en Barcelona (Feixa y Ferrándiz, 2002), aunque han sido revisadas por Nueva Antropología y se ha añadido un texto nuevo. El objetivo del simposio era abordar las variadas formas de la agresividad humana en el mundo de la posguerra fría, con la convicción de que las nuevas formas de violencia —"nuevas" guerras, "nuevos" terrorismos, "nuevos" traumas cotidianos— tampoco pueden comprenderse y analizarse sin la referencia de sus bases culturales y sus expresiones simbólicas. Aunque uno de los elementos teóricos centrales de la propuesta era considerar la complejidad de los cruces, engranajes y modulaciones entre diversas formas de la violencia y sus imbricaciones respectivas con formas determinadas de la "cultura", por motivos de organización hemos clasificado para este volumen las contribuciones seleccionadas bajo los epígrafes de "Violencias y culturas políticas", "Violencias y culturas cotidianas" y "Violencias y culturas de género".

En primer lugar, consideramos violencias políticas aquellas que se originan en el Estado o surgen como desafío o respuesta ante acciones o políticas de éste (Nagengast, 1994). Ello incluye las múltiples formas e intensidades que puede tomar la represión a disidentes —coerción o amenazas, encarcelamiento, tortura, etc.—, así como las luchas en las cuales las minorías étnicas o grupos de clase se enfrentan al Estado. Pensando en casos como el de las masacres entre tutsis y hutus en Ruanda o Burundi, Nagengast también incluye en el concepto de violencias políticas a aquellas "acciones de violencia que pueden o no ser ejecutadas por el Estado o sus agentes pero que tienen como objetivo expreso la consecución de ciertos objetivos sociales, étnicos, económicos o políticos en el área de los asuntos públicos del Estado o la vida social en general". Para esta autora, si este tipo de conflictos son tolerados o incentivados por el Estado para "crear, justificar, excusar o explicar o imponer jerarquías de diferencia y relaciones de desigualdad", debemos considerarlos como violencia política, aunque el Estado no aparezca como agente primario de la violencia (op. cit., 1994: 114).

Elsa Blair aporta, desde Colombia, una reflexión acerca de la importancia del estudio de los aspectos culturales de la violencia. Colombia, atravesada por múltiples violencias —conflicto armado, violencias vinculadas con el narcotráfico, violencias públicas, violencias sociales difusas— ha visto como los "violentólogos" han priorizado durante décadas el análisis de los aspectos políticos del conflicto, poniendo en cuarentena su relevancia cultural, especialmente en su expresión como "cultura de la violencia". Este rechazo tiene su origen, según Blair, en conceptos arcaicos y desfasados de la cultura —muchas veces sostenidos por los propios antropólogos— que sugieren una "esencia violenta" inmodificable en la identidad colombiana. Para entender mejor la dinámica e inter relaciones de las violencias en Colombia y para superar los "discursos de invisibilidad" que acompañan en ocasiones a los análisis tradicionales, propone incorporar al debate interdisciplinario los últimos avances teóricos y metodológicos de la "antropología del conflicto" y los estudios de la "política de las emociones", que incluyen de forma prominente los aspectos fenomenológicos, expresivos y significativos de la violencia.

Centrando su análisis en la reacción de un grupo de psiquiatras y psicólogos argentinos inmersos en el horror de la dictadura (1976-1983), Sergio Visacovsky plantea otro aspecto crucial para el entendimiento de la violencia política y del trauma social que se deriva de ella: las complejas políticas de la memoria y el olvido de los sucesos de la violencia (Antze y Lambeck, 1996). La memoria, entendida como reconstrucción interpretativa de determinados hechos, es uno de los lenguajes más importantes en la construcción y legitimación de los grupos sociales, sus identidades y sus acciones. Ahora bien, ¿qué ocurre con los esquemas interpretativos de los que disponemos para organizar la memoria en secuencias narrativas plausibles —ya sean tramas locales o discursos expertos— cuando se trata de sucesos de carácter masivo, de los denominados críticos, catastróficos o cataclísmicost Para Visacovsky, este tipo de eventos pueden "comprometer las posibilidades de asimilación y procesamiento de los esquemas interpretativos, puesto que afectan directamente las convicciones, normas y valores profundos de los grupos sociales". Los profesionales de Lanús optan por construir esta memoria traumática, que se articula en un contexto de disputas genealógicas, utilizando imágenes espaciales tomadas de su propia cotidianidad.

Para muchos analistas, el levantamiento zapatista en Chiapas se ha convertido, por su complejidad y por la novedad de algunos de sus aspectos más característicos —como pueden ser la inusitada presencia mediática de Marcos, la proyección del movimiento revolucionario en el ciberespacio, la creación de una estructura de solidaridad globalizada o la proliferación del llamado "turismo revolucionario"— en el paradigma de los conflictos por venir en el nuevo siglo. Jaume Vallverdú discute uno de sus aspectos clave, también multidimensional: las relaciones entre la violencia religiosa y el conflicto político. Y lo hace mediante el análisis del papel que juegan en el conflicto diversos actores sociales vinculados con las iglesias, ya sean católicos tradicionalistas, simpatizantes de la teología de la liberación, protestantes o evangélicos. La llamada "guerra de religiones" que se produce en las comunidades indígenas chiapanecas expresa tanto las tensiones causadas por la disidencia religiosa como la amenaza que este pluralismo religioso supone para las estructuras de control simbólico, político y económico tradicionales. En muchos casos, distintos agentes del Estado colaboran con las elites indígenas para que, bajo el paraguas del conflicto religioso, éstas se consoliden en los distintos espacios de poder político local. Al mismo tiempo, el análisis de las conversiones religiosas y las luchas sociales asociadas a ellas son aspectos cruciales para entender la génesis del zapatismo.

Por su parte, José Luis Piñeyro, sobre la base del análisis de la relación entre las fuerzas armadas y la guerrilla rural en México, pretende desnaturalizar la violencia política mediante el análisis matizado de las condiciones estructurales en las cuales se produce. Particularmente interesante es la comparación que establece de la guerrilla rural con la evolución de las fuerzas armadas mexicanas en el contexto de la guerra fría, pues guerrilla y contraguerrilla se alimentan y explican mutuamente. También es relevante el contraste entre las guerrillas de los años sesenta y setenta, que surgen en pleno combate anticomunista, y la guerrilla zapatista de los noventa, que coincide con la caída del muro de Berlín y el proceso de mediatización de los conflictos violentos.

En segundo lugar, aunque todas las violencias —estructurales, simbólicas, físicas, étnicas, políticas, de género— tienen un impacto determinante sobre las vidas de los individuos que las sufren, la característica primordial de las violencias cotidianas es su existencia en el ámbito microsocial. La llamada de Das y Kleinman a "interrogar lo ordinario" (2000: 7-10) en la búsqueda de las conexiones entre violencia y subjetividad, entre sucesos globales y estructuras de sentimiento locales —en la búsqueda, en suma, de los lugares más íntimos del sufrimiento social—, responde, sin duda, a esta necesidad de analizar con detenimiento el espacio terminal de muchos impulsos violentos que recorren las sociedades contemporáneas. Nancy Scheper-Hughes, una de las antropólogas que más concienzudamente ha estudiado las violencias cotidianas, las ha definido como "aquéllas pequeñas rutinas y acciones violentas practicadas de un modo normativo sobre cuerpos vulnerables, ya sea en el seno de la familia, en los colegios, hospitales, clínicas, [o] en diversos establecimientos burocráticos y administrativos (desde el ayuntamiento y la oficina del registro público hasta la morgue y los cementerios)" (1997: 145). Philippe Bourgois, sin embargo, piensa que esta definición se solapa demasiado con los efectos cotidianos de la violencia estructural y propugna restringirla a "las prácticas rutinarias y expresiones de agresión interpersonal que sirven para normalizar la violencia a un nivel micro, como es el caso del conflicto doméstico, delincuencial y sexual, e incluso el abuso de sustancias". Para este último autor, un reto crucial de los análisis de la violencia cotidiana es llegar a entender cómo "puede llegar a crecer y consolidarse en una cultura del terror, en otras palabras, en un sentido común que normaliza la violencia tanto en la esfera pública como en la privada" (2001). Pero si la vida cotidiana puede ser un espacio de desarraigo, fragmentación, vulnerabilidad, dolor, miedo y sospecha, puede también convertirse en un lugar esencial para la reconciliación y la regeneración social y simbólica.

En su análisis de las violencias cotidianas en el puerto de Veracruz, Juan Antonio Flores se enfrenta con un tema especialmente delicado en la investigación antropológica: la localización y desciframiento de los lenguajes cotidianos del trauma social (Antze y Lambeck, op. cit.). Flores describe cómo el cuerpo de la mujer se convierte en un espacio violentado, mutilado y alienado por medio de la violación sexual y otras formas del maltrato doméstico, físicas y simbólicas, sostenidas por la hegemonía de un imaginario social masculino agresivo. Aparte de ser víctimas de estas violencias cotidianas, las mujeres del puerto de Veracruz tienen dificultades para encontrar tramas corpóreas o discursivas que expresen esta experiencia traumática. Las posesiones por espíritus malignos, que incluyen agresión y flagelamiento de las mujeres poseídas, y las narrativas de enfermedades —como, en el caso de Guadalupe, la parálisis facial, la artritis o el insomnio— dibujan una topología doméstica del mal y son, por tanto, espacios expresivos donde es factible buscar y encontrar trazos del sufrimiento social. De hecho, constituyen el punto de despegue para la interpretación sadiana que Flores hace de la violencia y el trauma cotidianos en Veracruz.

Siguiendo a Rosaldo (2000), podemos considerar las fronteras no como zonas vacías o tierras de nadie, sino como lugares de enorme densidad política, social y cultural. En estos intrincados espacios fronterizos, quizá la actividad cotidiana más relevante es el permanente cruce de los límites políticos, ya sea regular o irregularmente, en un sentido u otro. Cada frontera tiene su historia, sus controversias, sus mecanismos de control y sus tragedias. En este contexto, la frontera entre Estados Unidos y México puede considerarse uno de los lugares más permeables, vigilados y dramáticos del mundo. En su contribución al volumen, Guillermo Alonso nos presenta un catálogo crítico de las diferentes violencias que se desploman cotidianamente sobre los miles de indocumentados mexicanos y centroamericanos que tratan de pasar al norte: coyotes sin escrúpulos, delincuentes de frontera —asaltapollos— o grupos xenófobos semiorganizados —como los cazaindocumentados de Arizona—. Por parte de las autoridades estadounidenses, cuyas políticas tienen un impacto mucho más generalizado, encontramos ciudades fronterizas berlinizadas (atravesadas por muros), reflectores sobre los lindes, sensores de movimientos y cámaras infrarrojas y silencio burocrático acerca de las víctimas, como parte del repertorio de estrategias y técnicas de contenimiento que se han desplegado en los distintos operativos fronterizos. Sí bien puede pensarse que el control de las fronteras es un derecho legítimo de los Estados, no lo es a cualquier precio. Alonso denuncia la evolución de las estrategias de control de indocumentados de las patrullas fronterizas estadounidenses —vinculadas con la expansión de la filosofía de la tolerancia cero que mencionábamos antes— que, en su versión más reciente, incluyen la firme apuesta por la respuesta policial y la violencia como factor disuasorio, así como la maximización de los peligros del entorno natural para hacer más arriesgada, selectiva y trágica la frontera. Para Alonso, se ha instalado en la frontera México-Estados Unidos una lógica de conflicto de baja intensidad con efectos colaterales que, de hecho, condena a muerte a miles de indocumentados.

En tercer lugar, las violencias de género han sido frentes tradicionales de la violencia intrasocial, aunque sólo en los últimos años han ascendido al primer plano de la actualidad mediática y de la investigación sociológica (Bourdieu, 2000). Joan Vendrell se aproxima a la violencia sexual y su representación a partir del análisis de la nota roja de un periódico en Morelos (México). El autor presenta ejemplos fecundos de la discrepancia entre las categorías penales (de la violación al estupro) y las prácticas cotidianas de las que se hace eco la prensa —en las cuales las fronteras entre los distintos delitos, y entre delitos, sospechas y rumores, se confunden—. La representación de la violencia, mediatizada por la prensa en forma sensacionalista, produce otro tipo de violencia simbólica: una imagen dominante de delito sexual en la cual se confunden, también, víctimas, victimarios, vengadores y cronistas.

Patricia Ravelo, por su parte, presenta una novedosa aproximación al fenómeno del feminicidio en Ciudad Juárez (México). La autora se refiere al espectacular incremento de homicidios cometidos contra mujeres —por lo general jóvenes y trabajadoras de la industria maquiladora— en esta zona fronteriza entre México y Estados Unidos desde 1993. Alejándose de la interpretación oficial que los justifica como fruto del incremento de la delincuencia común, la autora los analiza como crímenes organizados, pensados contra un segmento específico de la sociedad, aunque los victimarios no estén claros (tanto grupos empresariales como satánicos, pero nunca individuos aislados). Lo relevante es que, por repetición e impunidad, el fenómeno se convierte en paradigma cultural, en costumbre de matar. No es casual que ello se produzca en una zona fronteriza —"lo femenino es una condición difícil en esta frontera"— y en un momento histórico crucial —con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio.

Las representaciones antropológicas de las violencias son especialmente enmarañadas y no es extraño que su llegada al público provoque controversias. Están, como todo texto, histórica, social y políticamente situadas. Pero además, se insertan de forma automática en campos interpretativos muy complejos que podemos imaginar como campos minados con profusión, plagados de verdades parciales, mentiras interesadas, intoxicaciones partidistas, seducciones etnográficas, silencios sepulcrales, gestos elocuentes y otras muchas retóricas del conflicto. Corren el peligro permanente de ser usadas como instrumentos por sectores partidistas en un conflicto determinado, lo que hace especialmente importante tratar de predecir su impacto y proteger en el texto a determinados informantes o colectivos. Tienen un grado de espectacularidad asociado —en las temáticas, en las imágenes, en las retóricas— que, si no se controla, puede descompensar cualquier esfuerzo analítico. Philippe Bourgois ha denunciado el deslizamiento de muchos estudios hacia lo que él denomina una pornografía de la violencia, en la cual las bases estructurales y simbólicas de una forma de violencia determinada pueden quedar sumergidas bajo "espeluznantes detalles de derramamientos de sangre, agresiones y heridas" (2001: 11). Sin duda, abusar de las descripciones morbosas sin la suficiente contextualización no puede sino fomentar estereotipos y simplificaciones entre muchos lectores. Pero ahogar la experiencia diaria de la violencia bajo un torrente de causas estructurales y conexiones simbólicas produce un distanciamiento analítico que dificulta la empatía con las víctimas, la transmisión de las voces de los actores y la comprensión de las texturas del terror cotidiano. No hay fórmulas infalibles, ni debe haberlas, pero parece razonable buscar una tensión equilibrada entre la tierra quemada y el campo fértil.

 

BIBLIOGRAFÍA

Antze, P. y M. Lambeck (eds.) (1996), Tense Past: Cultural Essays in Trauma and Memory, Londres, Routledge.         [ Links ]

Bourdieu, P. (2000), La dominación masculina, Barcelona, Anagrama.         [ Links ]

Bourgois, P. (2001), "The Continuum of Violence in War and Peace: Post-Cold War Lessons from El Salvador", Ethnography, vol. 2, núm. 1, pp. 5-34.         [ Links ]

Das, V. y A. Kleinman (2000), "Introduction", en Das et al. (eds.), Violence and Subjectivity, Berkeley, University of California Press.         [ Links ]

Feixa, C. y Ferrándiz, F. (eds.) (2002), Violencias y culturas, Barcelona, FAAEE-ICA [edición en CD-Rom]         [ Links ].

Nagengast, C. (1994), "Violence, Terror, and the Crisis of the State", Annual Review of Anthropology, núm. 23, pp. 109-136.         [ Links ]

Rosaldo, R., (2000), Cultura y verdad, México, Grijalbo.         [ Links ]

Scheper-Hughes, N. (1997), La muerte sin llanto: violencia y vida cotidiana en Brasil, Barcelona, Ariel.         [ Links ]

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