Introducción
Las representaciones y definiciones territoriales han sido históricamente fundamentales en la formación de la “matriz estado-nación-territorio” (Delrio, 2005) de los Estados-Nación modernos, implicando hegemónicas formas y categorías -tanto identitarias como espacio- temporales- de identificación colectiva, esto es, de desmarcación/invisibilización de mismidades y marcación de otredades.1 En cierto modo, esa relevancia se explica en que el ejercicio de la soberanía estatal involucra la definición de un territorio sobre el cual aquella se ejerza (Foucault, 2006). Pero, conjuntamente, la representación hegemónica de ese territorio articula, y permite situar y controlar espacio-temporalmente, sentidos de pertenencia e identificaciones colectivas a través de los cuales se constituye una Nación como “comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” (Anderson, 1993, p. 23).
En este sentido, históricamente las exploraciones geográficas y producciones cartográficas constituyeron medios imprescindibles para los procesos de “territorialización” (Deleuze y Guattari, 2004) estatal inherentes a la formación de los Estado-Nación modernos. Así, la geografía -en tanto forma de conocimiento y control del espacio- se desarrolló como una disciplina científica cada vez más apreciada e impulsada por los Estados-Nación modernos (Anderson, 1993; Escolar, 1996) favoreciendo, efectivamente, la configuración de matrices espacio-temporales de definición, organización y regulación estatal de los espacios.
A mediados del siglo XIX la Argentina, como comunidad política unificada, era todavía un proyecto difuso. No obstante, desde la Independencia e incluso durante el período de organización político-institucional que siguió a la batalla de Pavón (1861),2 las diversas exploraciones y producciones geográficas que constituyeron unas de las formas iniciales de imaginar geográficamente la incipiente Nación, sus mismidades y otredades fueron realizadas casi exclusivamente por extranjeros y promovidas principalmente por potencias europeas. Situación que se transformó notoriamente, asumiendo un sello estado-nacional, a partir de la década de 1870 y, particularmente, con las acciones militares pergeñadas por Julio A. Roca, históricamente conocidas como “Conquista del Desierto”, las cuales desde 1878 (con la sanción de la Ley 947) y, al menos oficialmente, hasta 1885 (con la rendición de Sayhueque), implicaron ataques brutales contra los indígenas de la región pampeano-patagónica y el consecuente sometimiento e incorporación forzosa de los mismos a la matriz Estado-Nación- Territorio (Delrio, 2005).
En todo ese proceso, mientras los territorios controlados por el aparato estatal en formación fueron progresivamente in-formados (intervenidos y ordenados) por variadas representaciones narrativas y visuales sobre el país, aquellos espacios aún no capturados por la lógica estatal o imperial, zonas parcial o totalmente desconocidas por la sociedad mayoritaria,3 se habían diferenciado bajo el nombre de desierto. Este término, lejos de usarse para nombrar zonas estériles y/o abandonadas, aludía (imprecisamente) a regiones que -como el espacio pampeano-patagónico- eran representativas de una tensión política progresivamente proyectada como un irresoluble problema nacional: la cuestión de las “fronteras interiores” -la más importante de las cuales era la que aislaba, hacia el sur del país, a la Patagonia y parte de la región pampeana- y, con ella, las relaciones entre “blancos” e “indios” (Quijada, 1999, p. 677).
Detectar los desiertos del globo históricamente constituyó un modo de comenzar a conocerlos y controlarlos. Por ello, tanto a nivel local como mundial, las diversas producciones geográficas, y específicamente los mapas, constituyeron dispositivos (Deleuze, 1990) de territorialización, efectivos para detectar los “vacíos” y “llenarlos” de sentidos, ordenando su configuración y posibilitando así su posterior exploración, ocupación y explotación.
Aunque a lo largo del siglo XIX en Argentina el significante “desierto” asumió variables significados, desde la década de 1830 la primera literatura nacional lo identificó como paisaje de la Nación y, proyectándolo alternativamente como “Infierno” y “Paraíso”, como “tierra de nadie” y “tierra prometida”, de ese modo halló en él un objeto predilecto para imaginar la Nación (Risso, 2007; 2020). Progresivamente, tanto en las producciones literarias como así también en las geográficas, el desierto se transformó en un término que aludía a una espacialidad imprecisa y, por ende, ajena, peligrosa y perturbadora. En este sentido, al indicar un espacio aún no colonizado, desconocido, incontrolado, inmenso y misterioso (Rodríguez, 2010), las referencias al mismo también aludían una compleja y cambiante realidad fronteriza, una “zona de contacto” (Pratt, 2010) signada por diversidad de flujos, circulación, interacciones, encuentros y choques entre “lo mismo” y “lo otro”; un mundo de influencias recíprocas e intercambios (materiales y simbólicos, de cuerpos y también de violencia) entre “criollos”, “indios” y “mestizos” (Quijada, 1999, p. 677).4
De cara a estas cuestiones, en el presente trabajo analizamos los principales mapas que, la mayoría de las veces entramados con destacadas obras geográficas, entre las décadas de 1830 y 1880 operaron en Argentina sobre la compleja realidad fronteriza y contribuyeron a ordenar y proyectar una singular imagen de país. Específicamente, indagamos sobre los mecanismos hegemónicos por los cuales durante la formación del Estado-Nación argentino, el espacio pampeano-patagónico fue representándose, a través de esos dispositivos de territorialización, como un desierto y, consecuentemente, como un espacio-otro de la Nación. Asimismo -y sosteniendo la tesis antes señalada de que, históricamente, en Argentina la pregunta por el desierto implicó siempre un modo (velado) de indagar sobre la relación con los pueblos indígenas-, reflexionamos sobre los modos hegemónicos de desmarcación de la mismidad argentina y marcación de la otredad indígena que dichos dispositivos contribuyeron a articular.
Ahora bien, como diversa bibliografía especializada lo ha demostrado, la “Conquista del Desierto” implicó importantes transformaciones para la formación estado-nacional. A partir de entonces los modos de producción, difusión y ordenamiento de las representaciones e intervenciones estatales sobre el espacio, y con él sobre el desierto y la otredad indígena, resignificaron sus límites, ampliaron sus alcances e intensificaron sus sentidos homogeneizadores y mecanismos diferenciadores. Con base en esas transformaciones, en Argentina se naturalizó y afirmó durante mucho tiempo el supuesto de que aquella avanzada constituyó el indiscutible punto de llegada y consumación del proceso de consolidación de la matriz Estado-Nación-Territorio cuando, en realidad, se trató más bien de un firme punto de partida (Ruffini, 2011). Por ello, contradiciendo dicho supuesto, al analizar ciertos mapas como dispositivos de territorialización estatal sobre el desierto, lejos estamos de proponer la idea de un aparato estado-nacional consolidado con anterioridad a su expansión sobre ciertos espacios desconocidos y marginales (Delrio y Pérez, 2011). Pensamos, por el contrario, que fue precisamente la expansión hacia esos escenarios -acompañada e impulsada por la producción de dispositivos geográficos que, definiendo y ordenando (simbólica e imaginariamente) los espacios fronterizos nutrían formas de control sobre los mismos- la que contribuyó a la creciente afirmación del “Estado como idea” (Abrams, 1988), marcando los centros y periferias (espacio-temporales y sociales) de la Nación y sedimentando y consolidando, así, diversos mecanismos de control sobre los espacios y sujetos capturados por la lógica estatal.
Al respecto, consideramos necesario sintetizar algunas precisiones conceptuales, cardinales para este trabajo, reapropiadas de ciertas contribuciones teóricas que provienen, principalmente, de enfoques teóricos constructivistas y posfundacionales, de la geografía política y los estudios de la cultura.
En primer lugar, al hablar de espacio lo concebimos no en términos de superficie sino como una construcción social y política, un producto-productor que, en tanto dimensión co- constitutiva e inseparable del tiempo, es una constelación de trayectorias (Massey, 2005; 2010). Por otra parte, pensamos al territorio como espacio apropiado y representado (Segato, 2007; Raffestin, 2011). Entendemos que todo territorio implica, a su vez, diversos niveles de territorialidad, es decir, formas y posibilidades (siempre en disputa) de definir, identificar (se con), ordenar, expandir, habitar y conservar el espacio apropiado. Finalmente, entendemos por lugar la instancia o asentamiento en que las representaciones territoriales se mojonan, sedimentan y sitúan así sentidos y praxis (Segato, 2007).
Con base en todo lo antedicho, el presente trabajo se propone como un análisis político que, centrado en el proceso de formación del Estado-Nación y a través del abordaje de mapas y obras geográficas de la época, busca contribuir al reconocimiento y contextualización de los procesos espacio-temporales de identificación colectiva y de control político de la diversidad sociocultural, producidos históricamente en Argentina.
Re-tratos británicos en torno al “desierto”: John Arrowsmith y Woodbine Parish sobre las Provincias Unidas del Río de la Plata
En 1839 Woodbine Parish, quien fuera cónsul británico y Encargado de Negocios en las Provincias Unidas del Río de la Plata, editó Buenos Ayres and the provinces of the Rio de la Plata,5 obra que se considera el primer manual de geografía y estadísticas sobre Argentina (González, 1998). Respondiendo a la pretensión de un control sobre las nuevas naciones americanas que garantizase el crecimiento económico de Gran Bretaña (Roman, 2010), Parish había recopilado información geográfica sobre la región, la cual sistematizó a los fines de publicar dicha obra. En ese proceso, puso la información relevada a disposición del cartógrafo John Arrowsmith, quien realizó con ella "…an entirely new map of the Provinces of the Rio de la Plata and the adjacent Countries" (Parish, 1852, p. xxiv), el cual muy pronto se destacó como referente de la mayoría de las cartas geográficas que, posteriormente, re-trataron estas latitudes.
Además de integrar la segunda edición, muy ampliada, de la obra de Parish publicada en 1852 (Navarro Floria, 1999), en 1838 el mapa de Arrowsmith fue incluido en un atlas universal (Arrowsmith, 1838, p. 50). La edición de 1844 de este atlas renovó aquel mapa (Arrowsmith, 1844, p. 50). Aunque en esta nueva versión también se retrataba la extensión territorial comprendida entre los paralelos 20 a 42 de latitud sur, a diferencia del mapa publicado en 1838 donde la Patagonia había sido excluida completamente de la representación, en la carta geográfica publicada en 1844 dicha región se incorporaba en un pequeño recuadro lateral, en la parte inferior derecha de la misma. Allí se muestra un contorno territorial en el que, debido al desconocimiento de la zona, solo se destacan los nombres de “Patagonia”, “Tierra del Fuego” y “Falkland” enmarañados con otros que indican puertos, accidentes costeros y algunos ríos.
De todos modos, tanto en los mapas de Arrowsmith como en las letras de Parish, la Patagonia era incluida en la representación territorial del joven país, pero por fuera de los límites de éste, diferenciándosela de manera notoria. Es que, hasta mediados del siglo XIX, para la mirada europea y particularmente británica resultaba “…perfectamente sostenible la idea de que la Patagonia constituía un territorio no sometido a la soberanía de ningún Estado” (Navarro, 1999, “La ausencia de la Patagonia”, párr. 12). Por consiguiente, aquella continuaba identificándose, como en tiempos preindependentistas, en términos de “Tierra de Indios” o simplemente “Tierra de Nadie” (Risso, 2007).
A través del mapa de Arrowsmith, y las palabras de Parish, el desierto se incorporaba entonces como un adentro-afuera del país re-tratado. Al perfilar el territorio de las Provincias Unidas, esos trabajos no solo reafirmaban una imagen sobre los límites territoriales del joven país sino que también, con relación a éste, sitiaban y situaban geográficamente la idea de desierto, haciendo legible y visible aquel presunto vacío que, desde la Independencia, y a través tanto de relatos y paisajes de viajeros y artistas extranjeros como de la primera literatura nacional, venía poblándose de sentidos.
El mapa de Arrowsmith diferenciaba, de modo notorio, las áreas conocidas, transitadas y/o pobladas por la sociedad mayoritaria de aquellas poco o completamente desconocidas por esta. Así pues, mientras en la representación de las primeras, en el mapa se apelotonan y entrecruzan nombres de localidades, ríos, lagunas y accidentes geográficos; las segundas se presentan, en cambio, como grandes claros que solo se llenan con alguna mención -general o singular- de grupos indígenas. Llamativamente, la representación cartográfica desplaza así el registro de la presencia indígena hacia los márgenes territoriales del país. Las menciones sobre los “indios” parecieran funcionar como indicadores del “vacío” ya que las mismas se inscriben, en todos los casos, o bien por fuera de las provincias, aunque al interior del país -en zonas interprovinciales, poco conocidas o sin población blanca-, o bien más allá del país, en el gran espacio blanco con el que, al sur del río Negro, se muestra la Patagonia.
Como vemos, el antedicho mecanismo de inclusión-excluyente por el cual el mapa de Arrowsmith rodeaba y contorneaba el desierto opera, del mismo modo, con respecto a los indígenas. Así pues, a ellos también se los incorpora a la representación cartográfica pero sola y exclusivamente como referencia característica de las zonas aún inexploradas y/o desconocidas por la sociedad mayoritaria. Sin menciones de “indios” en los territorios provinciales, lo indígena aparece entonces, explícitamente, por fuera del país. De este modo, el orden territorial articulado por el mapa los incorpora pero excluyéndolos, al consustanciarlos con el vacío.
Ahora bien, las producciones cartográficas que siguieron (y tuvieron como referencia) al mapa de Arrowsmith, intentaron completar, de modo progresivo y con datos aleatorios, los espacios en blanco presentes en aquél.6 De este modo, los mapas comenzaron a gobernar simbólicamente ese espacio, rodeándolo de referencias y señalando en cada caso, por la combinación de imagen y palabra, una mayor precisión de sus contornos. Tal como la composición estética (pictórica y sobre todo literaria) del desierto lo había venido poblando de sentidos y proyectándolo como paisaje nacional (Rodríguez, 2010; Risso, 2020), ahora también era cartografiado como un espacio disponible; como una región que se presumía vacía de contenidos al mismo tiempo que se la incorporaba, por sus bordes, a las primeras representaciones cartográficas del país en construcción.
Los mapas de Arrowsmith, con la obra de Parish, habían comenzado así a re-tratar, como nunca antes, el territorio de las “Provincias Unidas del Río de la Plata”, incluyendo- excluyendo el desierto. En este orden de cosas, ambos científicos contribuyeron, efectivamente, con la ampliación e intensificación de la “visualidad” (Giordano, 2018) europea, afinando su mirada imperial. Pero, al mismo tiempo, al conjugarse con otras producciones narrativas y visuales de exploradores y viajeros europeos (Prieto, 2003), sus trabajos se convirtieron también en destacadas referencias para la intelectualidad y dirigencia criollas. Por consiguiente, ellos articularon formas específicas de producir una primera territorialidad nacional que, por sus perdurables efectos imaginarios y simbólicos a uno y otro lado del Atlántico, no solo constituyeron elementos de proyección cultural, estética y/o científica sino, sobre todo, política.
Rodeos franceses sobre el desierto. Martin De Moussy y sus descripciones geográficas y estadísticas de la Argentina
Tras la batalla de Caseros (1852), y como productos de retazos político-administrativos y territoriales que, heredados de la Colonia, venían reagrupándose aleatoriamente entre guerras civiles, Buenos Aires y la Confederación se transformaron en dos Estados autónomos y enfrentados. Como tales, necesitaban precisar su soberanía territorial y afirmar sus “atributos de estatidad” (Oszlak, 1982).7
En este contexto, el citado manual de Parish -cuya primera edición en castellano se publicó en dos volúmenes, en 1852 y 1853- se convirtió en un instrumento de legitimación y difusión del autonomismo porteño (González, 1998; Lois, 2007). Así, mientras dicha obra favorecía la reinvención territorial e identitaria de Buenos Aires, la Confederación Argentina buscó fabricar también una territorialidad propia produciendo “…una contraescritura científica, capaz de aprovechar de igual manera, la imprenta como herramienta política” (González, 1998). Consiguientemente, en 1855 el francés Jean Antoine Victor Martin De Moussy - miembro de la Academia de Ciencias de París- fue contratado por el presidente Justo José de Urquiza para que, como geógrafo oficial de la Confederación, realizara una redefinición territorial del país que actualizara sus características y potencialidades y sirviera, consecuentemente, como medio para promocionar la inmigración europea. Posteriormente, el francés llevaría adelante un plan de exploraciones a partir del cual produciría “… un tableau exact du pays, de ses richesses naturelles, et des ressources immenses qu'il offre à l'agriculture, à l'industrie, au commerce, à l'immigration” (De Moussy, 1860, I, p. 1).
Luego de un extenso recorrido, De Moussy realizó observaciones geológicas, meteorológicas y de historia natural del país, conjuntamente con cálculos astronómicos y registros sobre las costumbres de las poblaciones visitadas. Como resultado, confeccionó su Description Géographique et Statistique de la Confédération Argentine, obra editada en tres volúmenes a los que se sumó un Atlas de la Confédération Argentine, considerado el primer atlas argentino. Todo ello fue publicado en idioma francés y del otro lado del Atlántico.8
Con sus ensayos, conferencias y la Description..., De Moussy no pretendía tanto la rigurosidad científica como la presentación de un país tangible y habitable para sus lectores. Tal como él mismo lo señalara en el “Préface”, su trabajo no buscaba relatar impresiones de viaje sino describir, desde un punto de vista práctico y efectivo, la vida agrícola e industrial del país (De Moussy, 1860, I, p. 5). En este sentido, y aunque reiteradamente su autor pareciera asumir un posicionamiento puramente científico, y por ende objetivo y neutral, la Description… en realidad no solo respondía a inquietudes geográficas sino, sobre todo, económicas y políticas, vinculadas principalmente con el hecho de atraer población, trabajo y capitales europeos, lo cual constituía uno de los objetivos principales del gobierno de Urquiza. Sin embargo, según De Moussy, tal objetivo no iba a resultar factible si no se afianzaba, ante todo, la imagen de “unidad” y “orden” de un país que, como él mismo sostuviera, había sido tantas veces mal juzgado en Europa (De Moussy, 1860, I, p. 1).
En este contexto, el francés buscó representar en términos histórico-geográficos aquella “unidad” que el general Urquiza había pretendido efectivizar jurídicamente con la apertura del Congreso Constituyente de 1852. Por lo tanto, como -según el criterio compartido entre el geógrafo y el mandatario entrerriano- la unidad era un producto de la política y no de la naturaleza, para in-formar un país la geografía debía ponerse, estrictamente, al servicio de la política. En ese sentido, el perfil político de la obra de De Moussy resultaba manifiesto.9
Ahora bien, además del objetivo publicitario de desmitificar la fragmentación interprovincial mostrando un país unificado, la Description… planteaba también que para lograr el progreso nacional era indispensable poblar los “vacíos” del nuevo país. Así, inexorablemente, aparecía una vez más el desierto como problema: “Lorsqu'on jette les yeux sur une carte de l'Amérique du Sud, on remarque, au centre de ce continent, un grand espace, en partie presque vide, en partie signalé par d'assez rares indications de villes et de villages…” (De Moussy, 1860, I, p. 13).
En la Description… no se refiere al desierto como zonas inhóspitas y/o estériles sino que se introduce la idea de un “désert fertile” (De Moussy, 1860, I, p. 10), un espacio que se muestra virgen y a la espera de ser puesto a producir; naturaleza pura y disponible para ser poblada de manos industriosas que, según la perspectiva dominante, debían venir desde ciertas zonas de Europa. Así pues, al detallar los límites de la Confederación, en las letras de De Moussy, y al igual que en los mapas de Arrowsmith, el desierto aparecía una vez más como un entre, un adentro-afuera del país.
En el tomo I de la Description… el límite sur del país se fija, como en Arrowsmith y Parish, por la “demarcación natural” del río Negro. Buenos Aires se muestra incorporada al país -con base en explicaciones históricas y caracteres geográficos compartidos- aunque no sin exponerse el egoísmo y las hostilidades que la misma sostenía en detrimento de la Confederación. La Patagonia, por su parte, es incluida en la división regional que presenta la obra (“Mesopotamia”, “Pampasia”, “Región Andina” y “Patagonia”) pero, al mismo tiempo, es totalmente excluida de la Argentina en las descripciones de los límites que definen el territorio confederal. Esta inclusión-exclusión se reitera visualmente en la edición del Atlas… de 1873 (De Moussy, 1873). Allí la Patagonia se incorpora en uno de los mapas con los que el Atlas individualiza provincias y territorios del sur continental, pero se la excluye del mapa representativo del país: la Carte de la Confederation Argentine divesée en ses diferentes provinces, avec les pays voisins.
Como vemos, la inclusión-exclusión de la Patagonia -que de modo similar se produce también con el Chaco-,10 revela la condición del desierto como un adentro-afuera del cuerpo de la patria. Un espacio que, entre pasado, presente y futuro, entre nomadismo y sedentarismo, representaba una materia en formación, cuya inconclusa territorialización se iba componiendo, hegemónicamente, orientada hacia Europa.
Por dentro y fuera de la Description, y como sucediera con la narrativa de viaje de aventureros extranjeros o la primera literatura nacional (Prieto, 2003; Pratt, 2011), el desierto envolvía un espacio de tensiones y conflictos. Descripto en términos de un no man's land, al sur del paralelo 34, De Moussy (1860, I, p. 243) lo identificaba como “territoire indien du sud”, en tanto se trataba de “…le domaine de l'Indien nomade qui occupe tout ce qui est au delà du 34' degré”.
Una vez más, e inscripto en una larga tradición narrativa y visual, el desierto se consustanciaba con lo indígena proyectándoselo, consecuentemente, como problema sociocultural y político. En la Description…, entonces, “desierto” no constituía un mero topónimo sino que -en línea con lo señalado al introducir este trabajo- se trataba de un modo ensortijado de representar y gestionar la cuestión de la frontera interna y la otredad indígena.
Si bien podría plantearse como un contrasentido el hecho de que De Moussy denominara “tierra de indios” a los espacios que suponía aún no apropiados y vacíos de humanidad, en su perspectiva ello lejos estaba de constituir una contradicción. Al respecto, en diversos pasajes la Description… produce un constante movimiento de inclusión-exclusión y de afirmación-negación de la existencia indígena. Por un lado, el hecho de referir a los espacios en cuestión como “tierra de indios” o “territorios indígenas” en cierto sentido incluye a los indígenas en la representación y así pareciera afirmar su presencia, inclusive mediante individualizaciones toponímicas de ciertas parcialidades indígenas tanto en el texto como en el mapa del país (Lois, 2007, p. 111).11 Sin embargo, en esas denominaciones, ni la preposición “de” ni la adjetivación “indígenas” aluden, en modo alguno, a la posesión (y menos aún al derecho de propiedad) de los indios sobre las tierras que esos términos refieren. Allí “de indios” e “indígena” indican, más bien, una mera cualidad natural o dato geográfico que caracterizaría la región, tal como lo hace el adjetivo “arcillosas” con respecto a las tierras del nordeste. De este modo, aquella inclusión nominal cosifica a los indígenas (de modo indiferenciado) y así la representación se desdobla en una exclusión de su carácter humano, negando su condición de real otredad, es decir, de un otro-como-nosotros.
Pero además, al mostrárselos (narrativamente) como nómades y salvajes, en la Description… los indios no se identifican ni como miembros de la población nacional ni de población extranjera alguna.12 Su exclusión de la población argentina se naturaliza, entonces, tanto en términos demográficos como jurídico-políticos.
Con respecto a dicha exclusión demográfica, ésta se produce en tanto las diversas parcialidades indígenas se presentaban como extrañas para la geografía. Es decir, en un contexto de desarrollo de los estudios sobre las poblaciones en el que la geografía se comprendía como una actividad descriptiva de los elementos fijos en el espacio, el carácter nómade de los indígenas de la región imposibilitaba su valoración demográfica en tanto los geógrafos no podían sostener la observación de los mismos (Navarro, 1999). Por otra parte, y en relación con la mencionada exclusión jurídico-política, al percibirlos y mostrarlos, como lo hiciera De Moussy, en términos de seres salvajes y difícilmente asimilables a la civilización, aquellos eran puestos también hors-la-loi y hors-l'humanité (Schmitt 1984). Con todo, identificados como salvajes, no-argentinos y no-extranjeros, quedaban por fuera de todo gobierno, de la ley y la soberanía nacionales, revelándoselos como una amenaza (problemática) para la población argentina, la única beneficiaria del progreso que iba a garantizar la inmigración europea (De Moussy, 1864, III, p. 524).
De uno u otro modo, el “indio” aparecía entonces como si no formase parte de ese “ [… ] sujeto-objeto colectivo que es la población, como si se situara al margen de ella [… ]” (Foucault, 2006, p. 64) y fuera a provocar el desarreglo de toda la sociedad. Identificados con el nomadismo, con una anárquica e indisciplinada violencia y con la inmoral ociosidad, De Moussy planteaba necesaria -“d'une manière toute spéciale” (De Moussy, 1864, III, pp. 23- 24)- la constante vigilancia del gobierno sobre los indígenas, en pos de la seguridad y prosperidad nacionales. En este sentido, el francés asociaba la figura del “indio puro” - diferenciada del “indio a medio civilizar” habitante de los poblados criollos- estrechamente con el desierto; espacio que, a la vez, se describe como impreciso, sin puntos fijos ni lugares, atravesado de permanentes desplazamientos nómades y adonde el tiempo -concebido como lineal y escalonado, en movimiento ascendente, hacia estadios culturales superiores-, pareciera haberse estancado hasta perder su sentido.13 De este modo, así como por su carácter nómade los “indios” quedaban al margen de la población y se volvían ajenos a la geografía, al concebírselos como seres detenidos en el tiempo se naturalizaba, también, su expulsión de la historia.
Sobre esta trama, la antes señalada doble exclusión demográfica y jurídico-política de los indígenas, se muestra pasible de radicalizase en ciertos pasajes de la Description…donde, al afirmarse la futura extensión de la población argentina sobre el desierto, se revela natural (y así legitima) la guerra contra los “indios”: “Mais il viendra un jour où la population s'étendra sur des portions occupées jusqu'alors par les Indiens, et des chocs doivent probablement avoir lieu alors avec ces hommes du désert.” (De Moussy, 1860, II, p. 352).
De este modo, si bien en tiempos en que De Moussy produjera y publicara su obra la realidad de la frontera implicaba diversas formas de intercambios, alianzas políticas y reagrupaciones entre diversas parcialidades indígenas entre sí y con sectores europeos y criollos,14 consideramos que la obra del francés operó efectivamente sobre esa compleja realidad en tanto comenzó a trazar y proyectar marcaciones de alteridad cuya radicalización, décadas después y desde concepciones positivistas y racistas, mostrarían a los indígenas como único “otro” de la frontera, de modo indiferenciado y absolutamente distanciado del “nosotros” nacional, vinculado al desierto y la prehistoria, es decir, más allá -espacio-temporalmente- de la civilización y la población argentinas.
Entre enunciados y mapas, ordenando (e invisibilizando) la complejidad de las relaciones fronterizas, incluyendo-excluyendo el desierto, re-creando y cartografiando imágenes en torno al mismo y revelando así su disponibilidad y posible transformación, De Moussy -que a diferencia de Parish sí exploraba al servicio directo de un poder local- había comenzado a d-escribir un país y, así, a avanzar en la visualidad y legibilidad, para Europa y el mundo, de las vastedades territoriales del sur.
Hacia una geografía nacional: el primer mapa-logotipo de la Argentina
Durante el proceso de “organización nacional” argentino, emprendido a partir de 1862, la geografía se proyectó como una disciplina cada vez más apreciada políticamente.
Transformada, incluso, en un discurso apologético sobre la unidad del territorio nacional y sus recursos naturales (Navarro y Mc Caskill, 2004, p. 101), la importancia de esa disciplina llegó a ser tal que la currícula escolar devino progresivamente uno de los principales ámbitos de difusión de la misma (Quinteros, 1995).
En este contexto, la obra de De Moussy comenzó a ser muy criticada, particularmente en lo relativo a cuáles y cómo habían sido trazados los diversos límites geográficos del país, la localización de los pueblos y los elementos geográficos incorporados a sus descripciones (Lois, 2007, p. 112). Si bien esas críticas coincidían en afirmar la necesidad del apoyo estatal para la realización de nuevas exploraciones geográficas y la actualización cartográfica, la producción de una “geografía estatal” no fue posible sino hasta 1869, año en que se organizó la Oficina de Ingenieros Nacionales, una de las primeras instituciones estatales que, como repartición del Ministerio del Interior, realizó y coordinó producciones geográficas desde el Estado (González, 1998; Lois, 2007).
Una de las importantes tareas que debió realizar dicha repartición fue la confección de un nuevo Mapa de la República Argentina, el cual se realizó en 1875 bajo la supervisión del ingeniero prusiano Arthur von Seelstrang y de A. Tourmente. Más tarde, ese mapa se incorporó a un manual oficial estadístico y geográfico de la Argentina que, encargado al prusiano Richard Napp -entonces profesor en la Universidad de Córdoba-, se publicó en 1876 bajo el título de La República Argentina.15
Ese mapa mostraba al mundo la imagen de un nuevo y unificado país. Por primera vez se proyectaba una imagen del territorio nacional que integraba no solo a Buenos Aires sino también a toda la Patagonia. En este punto, la obra de Napp en general y dicho mapa en particular, daba un salto cualitativo respecto de la Description… (Navarro y Mc Caskill, 2004, p. 109). Asimismo, no solo se actualizaba la imagen territorial del país afirmando -como lo hiciera De Moussy- sus potencialidades económicas a fin de atraer inmigración e inversiones extranjeras, sino que también se pretendía lograr un posicionamiento político favorable ante EE.UU. y Europa, demostrando que Argentina era una Nación unificada y encaminada al progreso (Lois, 2007, p. 115 ).
El primer “mapa-logotipo” (Anderson, 1993, p. 245) oficial de la Nación incorporaba definitivamente el desierto, más allá del río Negro. Si bien esa incorporación era, en rigor, solo del orden imaginario -puesto que para 1876 el aparato estatal en construcción aún no conocía ni controlaba la mayor parte de esas tierras- la misma detentaba implicancias tanto económicas como socioculturales y políticas sobre la Patagonia.
Con respecto a los intereses económicos, esa carta geográfica comenzó a visibilizar, encuadrar y sustentar, las proyecciones de los grandes estancieros argentinos, para quienes la apropiación del desierto pampeano-patagónico se fue transformando en un propósito cada vez más valuado y factible. Por otra parte, y en relación con los efectos socioculturales y geopolíticos, al configurar y difundir los límites del territorio nacional, el mapa contribuía también con la naturalización y legitimación, hacia adentro y afuera del país, de la soberanía territorial argentina sobre la Patagonia. De hecho, la incorporación de la Patagonia y Tierra del Fuego a la obra de Napp afirmaba la posesión argentina sobre esos espacios (Navarro y Mc Caskill, 2004, p. 109), frente a las pretensiones de expansión territorial que había venido manifestando Chile (Bandieri, 2005, pp. 120-121).
A mediados de la década de 1870, una geografía oficial fue levantándose alrededor del desierto. Y aunque ese espacio continuaba representando una fuerza imprecisa, contingente e indomable detrás de la cual latían un sinnúmero de cuestiones fronterizas, ahora la idea de desierto condensaba, de modo renovado y a diferencia de otras coyunturas, una serie de significativas cuestiones sociales, económicas y políticas que progresivamente se mostró necesario y urgente resolver.
En este contexto, la pregunta por cómo incorporar el desierto a la matriz Estado- Nación-Territorio constituiría, en realidad, un modo de situar espacio-temporalmente otra cuestión aún más inquietante: la de cómo dominar y controlar la otredad que lo habitaba.
“Conquista del Desierto” y ordenamiento cartográfico del territorio nacional
Al efectivizarse el proceso de ocupación y apropiación estatal del espacio pampeano- patagónico a finales de la década de 1870, el desierto comenzó a poblarse de datos cuantificables. “Conquistar” ese espacio implicaba también medirlo, marcarlo y segmentarlo según una geometría estatal que produjese conocimiento geográfico sobre el mismo a fin de controlarlo. La avanzada roquista de 1879 se proyectó, entonces, en términos de una campaña tan militar como científica: como nunca antes, conquista y observación científica confluían, sobre el desierto, impulsadas conjuntamente por el Estado-Nación.
Desde los inicios de la expedición, el general Roca se mostró convencido de la necesidad de que la misma estuviera integrada por una comisión científica con personal competente en diversas áreas (Torre, 2010, p. 69). El ministro sostenía (como se citó en Walther, 1964, p. 645) que las deducciones, clasificaciones y resultados obtenidos, “...por si sólos podrían dar importancia á la espedición ante nosotros mismos y en el exterior”.
Consecuentemente, diversos profesionales de la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba fueron convocados para formar parte de aquella comisión.16
La “Conquista” se proyectó entonces como un hecho histórico y glorioso; una empresa estatal cuyas pretensiones, vinculadas (discursivamente) con el final de la cuestión fronteriza y el progreso de la Nación, le conferían trascendencia universal. Se trataba, según los decires hegemónicos, de la apertura a un nuevo orden y el definitivo cierre al drama histórico entre civilización y barbarie (Viñas, 2003). Así, componiendo el “...último eslabón de una serie técnica” (Rodríguez, 2010, p. 395), dicha expedición articulaba intereses bélicos, políticos y económicos con diversas prácticas y piezas científico-tecnológicas (el fusil Remington, el telégrafo, el ferrocarril, la cámara fotográfica, el teodolito, etc.) que buscaban ganarle terreno a seres que “....hasta entonces soberanos del desierto, [ahora ] eran amenazados por aquella formidable avalancha de hierro que los empujaba” (Prado, 1961, pp. 113-114).
En este contexto la geografía cobró gran protagonismo, al punto de convertirse en la “...disciplina rectoral del nuevo orden” (Andermann, 2000b, p. 107) y en un medio privilegiado para ordenar el imaginario territorial de la Nación. Había que estudiar y describir los nuevos espacios, generando mapas que no solo adecuaran sus diseños con la unidad territorial que el ejército en marcha buscaba garantizar sino que también afirmaran a nivel internacional las pretensiones territoriales argentinas (Minvielle y Zusman, 1995).
En este sentido, diversos intelectuales y políticos plantearon la necesidad de vincular a los científicos con el Estado y de que los conocimientos geográficos venideros fuesen ya no solo estatalmente gestionados sino también nacionalmente producidos. De ese modo, por ejemplo, lo expresaba Estanislao Zeballos en su informe para la “Conquista”, citando un documento de 1875 emitido por la Sociedad Científica Argentina (SCA):
[... ] diariamente palpa la República Argentina la necesidad de contar con un cuerpo de ingenieros geógrafos, que produzcan mapas exactos y útiles. La falta ha sido sentida desde largo tiempo atrás y es esta la causa de que los Gobiernos hayan adoptado oficialmente cartas geográficas que olvidan lamentablemente los derechos argentinos á la Patagonia. Un cuerpo de exploradores y de geógrafos mas vinculados al país nos pondrá á cubierto de estas lijerezas. (Como se citó en Zeballos, 1878, pp. 91-92)
La necesidad de una geografía completamente nacional se debía tanto a los latentes conflictos internacionales por los límites territoriales del país como al hecho de que, hasta la década de 1870, los avances geográficos habían provenido casi exclusivamente de indagaciones y exploraciones extranjeras. En este sentido, las nuevas producciones geográficas y cartográficas debían funcionar como medio de cohesión social y política hacia el interior y exterior del país.17
En tal contexto, las obras geográficas precedentes comenzaron a ser cuestionadas y desautorizadas, principalmente, bajo el argumento de que sus inexactitudes se fundaban en la falta de compromiso de sus autores (extranjeros) con respecto a la causa nacional (Lois, 2007; Mazzitelli, 2008). Se planteó que los nuevos exploradores fueran argentinos y/o asumieran un auténtico compromiso nacional(ista), de modo de garantizar la conjugación entre intereses científicos, sentimiento patriótico y objetivos estatales.
Consecuentemente, frente a la incorporación de nuevos territorios y a la ausencia de un importante desarrollo civil de las disciplinas geográficas, el ejército nacional se transformó en la primera agencia estatal encargada de definir los perfiles territoriales de la Argentina. Tras el proceso de organización que, desde el gobierno de Sarmiento (1868-1874), se había iniciado en dicha institución, la misma transitaba el diseño de un modelo corporativo que, fundado en una rígida organización jerárquica y burocrática, una firme base técnica y una misión civilizadora (Privitellio, 2010), excedía el plano estrictamente bélico.
En tanto brazo estatal más profesionalizado del Estado y conjuntor de actividades tanto militares como científicas, los hombres del 80 percibían al Ejército nacional como el gran posibilitador de la disciplina geográfica en Argentina (Olascoaga, 1880/1974, p. 159). Por lo tanto, con el avance militar hacia nuevos espacios, esa institución se fue multiplicando sobre el desierto desplazando o eliminando todo aquello que obstaculizara su expansión ordenadora.
Atacar a los indígenas en sus tolderías y, conjuntamente, producir mojones (militarizados) interconectados, fue el modo de territorialización estatal de ese espacio. Estriándolo, generando posiciones fijas sobre su lisura, produciendo continuidad en la discontinuidad y codificando estatalmente el movimiento, el ejército buscó suprimir los desplazamientos flexibles e imprevistos del desierto. Así, al producir mapas, indicar y ocupar lugares, designar nombres y establecer cuadriculaciones y distancias, la lógica estatal generó progresivamente una rígida segmentarización del espacio y un marco de previsibilidad y control en el que cada segmento se homogenizaba con respecto a sí mismo y a los demás, en “...una sustitución del espacio por los lugares y las territorialidades” (Deleuze y Guattari, 2004, p. 216). Pretendiéndose capturar así la extensión del desierto e inhibir los márgenes del libre movimiento indígena, se fueron realizando mapas que integraron crecientes publicaciones académicas, políticas y diplomáticas (Lois, 2007) ofreciendo una imagen inédita y totalizante del nuevo territorio nacional.
Como efecto de la ocupación y control estatal de “...lugares que eran geográficamente desconocidos, porque no habían sido sometidos á una exploración anterior” (Avellaneda citado en Magrabaña, 1910, III, p. 503), el año 1879 marcó la multiplicación de exploraciones y publicaciones geográficas, al punto de que pronto se consideraría a la “Conquista del Desierto” como un gran hito en la historia territorial del país (Lois, 2004). El interés en los asuntos geográficos convocó con tal intensidad a los hombres del 80 que para estos las instituciones geográficas se convirtieron en lo que para sus antecesores de 1837 había sido el Salón Literario (Andermann, 2000b, p.111).
En torno a los espacios anexados se constituyeron, progresivamente, Sociedades Geográficas que, promovidas y financiadas por el Estado, buscaban organizar expediciones, recopilar información y sistematizarla, articulando intereses nacionales, militares y económicos, a fin de producir una cartografía nacional y difundir internacionalmente la representación oficial del territorio argentino (Minvielle y Zusman, 1995). Así, en 1879 y 1881, respectivamente, se fundaron el Instituto Geográfico Argentino (IGA) y la Sociedad Geográfica Argentina (SGA), entre cuyos miembros se destacaban tanto ingenieros y abogados como marinos y militares (Minvielle y Zusman, 1995; Lois, 2007; Navarro, 2007).
Entre las nuevas instituciones geográficas, en 1879 el Gobierno nacional también creó la Oficina Topográfica Militar (OTM), nombrándose como su jefe al Tte. Cnel. Manuel J.
Olascoaga.18 Dicha Oficina estaba encargada de dirigir y centralizar tareas de reconocimiento marítimo en las costas del sur y del relevamiento topográfico que, a cargo de oficiales de la Marina y del Ejército respectivamente, serían fundamentales para delimitar la jurisdicción territorial del Estado-Nación (Bragoni, 2010).
En este contexto, se destacó la actividad de jóvenes científicos y/o militares argentinos que, interesados en el estudio de regiones como la Patagonia, comenzaron a registrar los datos obtenidos en sus exploraciones produciendo voluminosas obras de autoría individual mediante las cuales se proponían llenar los vacíos científicos de la Nación. Asimismo, sus investigaciones también abonaron diversas publicaciones científicas tales como la de los Anales de la Sociedad Científica Argentina (desde 1876), los Anales Científicos Argentinos (1874-1876), el Boletín del Instituto Geográfico Argentino (desde 1879) y la Revista Argentina de Geografía (1881- 1883), entre otras.
Siendo mayormente autodidactas, dichos hombres eran considerados “...los primeros argentinos que se ocupan de las indagaciones concernientes á la naturaleza y á nuestro suelo” (Avellaneda citado en Fontana, 1881, p. X). Y como su actividad científica se consideraba, al mismo tiempo, una acción patriótica, sus trabajos fueron concebidos como innovaciones científicas que venían a resignificar, en términos nacionalistas, a las obras precedentes realizadas por extranjeros, en “...una relación entre el presente y el pasado” (p. X) que reordenaba el mapa geográfico, histórico y natural de la Nación.
Pero si en el vasto esquema científico de esos exploradores la vinculación del presente con el pasado llenaba de sentidos la idea de Nación, en lo que respecta al diseño cartográfico operaba, en cambio, una perspectiva orientada hacia el futuro. Por ello, los nuevos mapas se componían marcando lugares e itinerarios, indicando vías férreas, telégrafos, poblados, colonias y líneas de fortines cuya existencia era, en varios casos, apenas una proyección (Andermann, 2000b; Lois, 2007).
El roquismo instalaba, así, un orden geográfico que además de in-formar e intervenir el territorio nacional, contribuía efectivamente con la naturalización de un proyecto hegemónico de nación, articulado sobre las ideas de patria, civilización y progreso; del latifundio como unidad productiva fundamental y de la producción de materias primas como vía fundamental de inserción al capitalismo global. Ese orden negaba y excluía, consecuentemente, las formas originarias y precedentes de concebir, nombrar y habitar los espacios incorporados, borrándolas y/o sustituyéndolas por interpretaciones y expresiones nacionalmente articuladas.
En ese contexto, la alteridad indígena se transformó en una interdicción nacional,19 considerándoselos seres fuera del espacio-tiempo: pertenecientes a un no-lugar (el desierto) y a un no-tiempo (pasado remoto), destinados a extinguirse del presente (por razones bélicas o evolutivas) y, por ende, a habitar la margi-Nación.
En el ámbito geográfico, dicha interdicción nacional resulta notoria en obras contemporáneas a la “Conquista” tales como el Plano del territorio de la Pampa y Río Negro…20 y el Estudio Topográfico de la Pampa y Río Negro, de Manuel Olascoaga (1880/1974 ) -las que fueron publicadas reiteradamente en conjunto-.
Con respecto al Estudio…, signos de la antedicha interdicción se avizoran cuando, al inicio del mismo, se presenta un “Vocabulario explicativo del significado de los nombres indígenas de lugares que se citan en la obra” (1880/1974, pp. 9-13). Esto, en palabras de Carla Lois (2007, p. 118), implica al menos dos efectos: “…se apropia de los topónimos indígenas mediante la traducción y deshistoriza la presencia indígena (cuyos rastros quedan reducidos a la información geográfica que pueda aportar para la comprensión del territorio por parte del hombre occidental)”.
En sintonía con esa operatoria, el Plano… impuso -en tanto constituyó un mapa de referencia para sus contemporáneos- una nueva matriz territorial que alteró notoriamente la información indígena con la que, hasta entonces, se habían re-tratado los territorios de Pampa y Norpatagonia. De este modo, en dicho mapa las referencias de (y sobre) indígenas de la región asumía un carácter totalmente subsidiario e interdicto, ya que el mismo proyectaba una idea de territorio nacional cuya planificación privilegiaba una infraestructura comunicacional modernizante, centrándose en la demarcación de los itinerarios del ejército sobre la región y el trazado, real y potencial, de líneas férreas y telegráficas. Así pues, si, por un lado, este hecho afirmaba explícitamente el control estatal sobre el territorio representado, por el otro, la ausencia de referencias sobre la presencia indígena en el título del plano y la completa desaparición de los términos “tierra de indios” o “campos inesplorados inesplorados” que solía utilizarse en la cartografía precedente, lo hacían de manera implícita. Estos gestos interdictivos también se reiteran en los contenidos del cuadro de referencias que, ubicado sobre el margen inferior derecho del plano, orientan la lectura del mismo.21
Finalmente, y en la línea con la operatoria anterior, la interdicción espacio-temporal sobre las representaciones indígenas se muestra absolutamente radicalizada en un mapa de Estanislao Zeballos de 1881.22 Allí la presencia de lo indígena deviene pura ausencia, sin implicar siquiera la inscripción subsidiaria que tenía en el plano de Olascoaga. De hecho, en el cuadro de referencias del mapa (margen inferior derecho) no existen menciones sobre las parcialidades indígenas de la región: el mismo se centra en la presencia militar, el avance de la línea de frontera, el recorrido de la línea telegráfica militar y, finalmente, el itinerario de Zeballos durante sus exploraciones como manifestaciones visibles de la soberanía, logros, capacidades y transformaciones nacionales que operaban (y operarían) sobre el territorio representado. Así, en esa representación cartográfica de Zeballos, la afirmación del protagonismo estatal y su gran control territorial se desdobla en una absoluta negación de la existencia indígena: borradura sobre el espacio territorializado que, como tal, se condecía con su exclusión absoluta de la historia y el proyecto de Nación que entonces se estaba configurando.
Luego de 1879, los mecanismos de territorialización que antes de la “Conquista” habían re-tratado el desierto (y los indios) mediante su inclusión-exclusión nacional, se desenvolverían ahora, sin ambigüedades, como pura negación y ocultamiento de esas otredades. Ese desenvolvimiento, posibilitado por la operatoria política de dispositivos de territorialización estatal como las producciones geográficas abordadas en este trabajo, implicó que desde entonces, y por mucho tiempo, “desierto” e “indios” se proyectaran socialmente como elementos minoritarios (subordinados), pertenecientes a un espacio-tiempo ya superado y, por ende, legítimamente apropiables, controlables e incluso extinguibles.
A modo de cierre
Durante el proceso de territorialización estatal desenvuelto en Argentina hacia la segunda mitad del siglo XIX, el desierto fue representándose, a través de múltiples producciones (literarias, pictóricas, geográficas, políticas, etc.), como un elemento siempre difícil de precisar. Si bien, en dicho proceso, las estrategias y dispositivos que, progresivamente poblaron de sentidos ese espacio-otro de la Nación, eran disímiles entre sí, todas parecen haber coincidido en algo: el desierto jamás pudo significarse, hegemónicamente, desde el mismo desierto. Es decir, sin lograr definirlo per se, siempre se necesitaron líneas, bordes y pliegues significativos que produjeran una diferenciación de ese espacio y que, al aprehenderlo así por sus contornos y exterior, lo volvieran de algún modo representable. En este sentido, esa diferenciación no pudo afirmarse más que como reflejo negativo de la sociedad mayoritaria, es decir, como “falta” o “incompletitud” con respecto a su mismidad. El desierto, principalmente identificado con las vastas extensiones de la región pampeano-patagónica, se concibió y proyectó entonces en términos de una suerte de basurero de la civilización, una zona de riesgos permanentes, depositaria de lo abyecto, in-humano y peligroso.
Sobre esa línea significativa, y en lo que a las producciones geográficas y particularmente cartográficas respecta, a partir de la década de 1830 ese espacio constituyó, tal como vimos, un adentro-afuera de las representaciones del país. Si bien su inclusión-exclusión asumió rasgos diversos según cada obra, paradójicamente la distancia y negatividad con que se concebía dicho espacio fue nutriendo un campo de posibilidades (promesa política) para la afirmación de una identidad y territorialidad argentinas. Así pues, a partir de la segunda mitad del siglo XIX la “apercepción” del desierto dio paso, en términos de Andermann (2000a, p. 40) a su creciente “apreciación” hasta que, finalizando la década de 1870, se decidió su definitiva “apropiación”.
Partiendo de la tesis de que históricamente toda representación del desierto en Argentina implicó un re-trato (velado) de los conflictos con pueblos indígenas, al sur de este escrito consideramos necesario recapitular algunas cuestiones.
En primer lugar, si antes de la avanzada roquista el desierto se había incluido-excluido del territorio nacional (como reverso negativo y condición de posibilidad de la Nación), en los diversos re-tratos geográficos de ese espacio los indígenas aparecían casi exclusivamente como elementos variables de una naturaleza poco conocida que, como señalamos en base a los mapas, permitían identificar y llenar de sentidos el vacío. Con la “apropiación” territorial del desierto, esa proyección subsidiaria fue reconvertida y, con impulsos y progresos geográficos estatalmente codificados, como vimos, nuevos sentidos definieron aquel espacio. Con ellos, la presencia indígena fue progresivamente uniformándose como alteridad y desplazándose de la representación hasta homologársela con la nada al punto de que ni siquiera -como sí sucedía con anterioridad- se la inscribiera al menos como mero “indicador” geográfico. En este sentido, tras la “Conquista del Desierto”, esa operatoria de subalternización23 del otro-indígena presente en las producciones geográficas, a la que aquí denominamos interdicción nacional, se tocó con su margi-Nación real en tanto, a partir de entonces, se les asignó “…un lugar subordinado en la sociedad hegemónica” (Lenton, 2011, p. 56).
Ahora bien, los cambios producidos con la “Conquista” en lo relativo a la representación del desierto se correspondieron con el reordenamiento no solo cartográfico sino también jurídico-administrativo sobre ese espacio y sus sujetos. Así pues, en 1884 se crearon nueve Territorios Nacionales (TTNN) -Chaco, Formosa, Misiones, La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego- según un formato que pervivió por casi setenta años, bajo la excusa de necesaria provisionalidad para asegurar la provincialización de esos espacios (Ruffini, 2011). En este contexto, si bien entre las formas hegemónicas de la nueva territorialidad nacional la inclusión-exclusión del “desierto” y el “indio” no desapareció completamente como operatoria para re-tratarlo geográficamente, el nuevo ordenamiento sobre los espacios y sujetos incorporados con la “Conquista” los inscribió como márgenes de la Nación asignándoseles un rango jurídico-político y administrativo inferior al del resto del territorio y la ciudadanía nacionales.
Así pues, mientras los mapas y discursos del 80 perfilaban un proyecto de país blanco, uniforme y homogéneo que, al decir alberdiano, se constituía por “europeos en América”, la realidad nacional se componía de una negada diversidad sociocultural cuyo ordenamiento espacial implicaba, de un lado provincias con autonomía política, consideradas piezas centrales de la República y, del otro, TTNN tutelados por el gobierno nacional que, como tales, resultaban marginales.
En este sentido, en la configuración de una territorialidad estado-nacional, la incorporación del desierto bajo la figura de TTNN se produjo mediada por un absoluto control político de esos espacios. Esto fue así porque el margen constituye “...aquello que le falta al Estado para completar su dominación, es una latencia de peligro e inestabilidad que le permite reafirmar la necesidad de su poder para mantener el orden y aspirar al bien común” (Delrio y Pérez, 2011 p. 240). Por ello, mientras en el plano geográfico se ordenaba cartográficamente la Nación y uniformaba su territorio según tendencias desmarcatorias de lo argentino, en el plano jurídico-político -gestionado desde Buenos Aires- el nuevo orden de los TTNN implicó acciones selectivas (no siempre uniformes) y categorías de margi-Nación y diferenciación subalternizantes que se legitimarían, por ejemplo, a partir de la supuesta “...minoridad e incapacidad cívica de sus habitantes” (Ruffini, 2011).
Como vemos, las campañas militares de 1878-1885 marcaron un punto de inflexión con relación a los modos hegemónicos de representar geográficamente y controlar políticamente “indios” y “desiertos”. A partir de esos modos, la elite intelectual y dirigente implicaría importantes debates y concretas decisiones políticas sobre el “territorio nacional” y la “población argentina” en general, y el desierto y los indígenas, en particular. Decisiones y acciones de exclusión, muertes y olvidos cuyos efectos aún perviven y supuran injusticias.