Introducción
La figura de los auditores de guerra de la Monarquía española, asesores letrados que apoyaban a mandos y consejos militares a impartir la justicia propia de su fuero, ha gozado de escasa fortuna a la hora de toparse con los intereses de los investigadores. Son muy someras las aportaciones que pueden encontrarse,1 pues tampoco protagonizan ningún estudio monográfico. Así, durante el primer encuentro de la Asociación Española de Historia Militar, celebrado en Madrid, en 2014, el catedrático y especialista en historia moderna militar Enrique Martínez Ruiz fue tajante al afirmar que
Dentro del personal militar jurídico, pueden encontrarse colectivos que, a medida que nos aproximamos a nuestros días, han alcanzado una gran definición, por lo menos jurídica y administrativa, pero en épocas pretéritas no sucedía lo mismo y se está aludiendo, por ejemplo, a los auditores; unos personajes que no han merecido nuestra atención hasta ahora, […] han quedado en la sombra a la hora de realizar estudios sobre ejércitos y unidades. Por eso, hay que profundizar en su formación, en su carrera profesional, descubrir cuáles eran sus motivaciones y formas de actuar, etcétera.2
En este sentido, podemos aventurar que la historia de este cuerpo está todavía por hacerse. La cuestión acuciante sería, quizás, cómo abordar este objeto de estudio. La propuesta que se ofrece a continuación lo hará basándose en un estudio de caso y una temporalidad concreta, fruto en esencia de la relativa abundancia de fuentes que permiten reconstruir cuestiones operativas del cargo. Asimismo, entendemos que el enfoque predilecto para realizarlo es el de un análisis socio-profesional, es decir, una aproximación hacia este colectivo de corte sociológico que valora el desempeño laboral y las relaciones existentes entre el entorno personal de quienes fungieron como tales y ese ejercicio judicial. En definitiva, significa partir de premisas de la historia social de la administración, en especial al ser un cargo desempeñado por ministros de los altos tribunales reales.
¿Por qué estudiar dicho cargo? Y, más específicamente, ¿por qué hacerlo en Nueva España a finales del periodo colonial? Ciertamente, por una serie de cuestiones. La primera es que, en esta región, los auditores generales solían ser oidores de la Real Audiencia, asesores directos en materia militar del virrey en calidad de capitán general quienes, además, éste “acostumbraba escoger”. A su vez, un auditor general “podía ser recusado, aunque no separado de sus funciones”,3 lo cual facilita su identificación y seguimiento. En general, este aspecto se cumplía en la mayoría de los casos, al seguirse las recomendaciones que los virreyes daban a sus sucesores en sus respectivas instrucciones. La segunda, al ser este territorio uno de los mejor conocidos por la historiografía, tanto dentro de los propios territorios que componían la Monarquía española, como por sus instituciones y quienes las integraban, hay bastante información que ya se halla facilitada y procesada. Existen, asimismo, clásicos de referencia centrados en cuestiones castrenses como el fuero militar, las reformas acometidas en los ejércitos y su composición.4 La tercera se debe a que existen listados, diccionarios biográficos o guías prosopográficas5 que ya han recabado la parte más significativa de las vidas de quienes fueron designados. No obstante, falta ahondar justamente en los aspectos, más allá del mero nombramiento, que supusieron la consecución y el ejercicio de dicha dignidad. Todos estos elementos nos sirven para realizar un análisis sistemático que puede establecerse como un modelo de estudio para otros espacios y temporalidades dentro de la Monarquía española durante el Antiguo Régimen, su crisis y descomposición. Acometeremos dicha investigación a partir del listado de nombres, orígenes, tiempo de desempeño y cargos de los auditores generales que hemos elaborado y que presentamos en el cuadro 1.
Precisamente por todo lo antes expuesto, hemos decidido acometer, de manera panorámica, un análisis particularizado de una serie de sujetos que desempeñaron la auditoría general de guerra en el virreinato de Nueva España, con foco en su carrera, estrategias y posicionamientos en relación con el ejercicio de esta asesoría singular. El objetivo principal de este trabajo consiste en problematizar, a través del muestreo planteado durante la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, aproximadamente, la relevancia de esta asesoría en cuestiones referentes a la gestión política, social y militar del virreinato. Las metodologías que usaremos serán un análisis de las causas rescatadas en los fondos coloniales del Archivo General de la Nación de México (en adelante, AGN) y la propuesta del análisis relacional6 de los jueces designados, para estudiarlos en su propio contexto.7 Con ello, pretendemos comprender mejor el funcionamiento y los usos de la asesoría durante periodos intensos de reformas y crisis de un cuerpo en notable desarrollo, el brazo militar, en una época donde, además, fue ganando relevancia a la hora de tomar decisiones de carácter político. Para ello, ofreceremos un recorrido cronológico para dilucidar aspectos significativos de los perfiles de los sucesivos auditores, en especial en lo referente a su desempeño como tales y su relación con las ventajas que trataban de alcanzar con la obtención de la dignidad en materia de gestión política o de cara a su propia promoción.
Auditor | Procedencia | Años de desempeño | Cargo |
---|---|---|---|
Antonio de Navia Bolaño | Navia, Asturias (peninsular) | 1697-muerte el mismo año | Oidor |
¿¿?? | X | 1698-1719 | X |
Juan Manuel Oliván Rebolledo | Coatepec, Veracruz (americano) | 1719-1733 | Oidor |
Pedro Malo de Villavicencio | Sevilla, Andalucía (peninsular) | 1733-1742 | Oidor |
Juan Rodríguez (Gómez) de Albuerne, marqués de Altamira | Lamuño, Asturias (peninsular) | 1742-1753 | Oidor |
Domingo de Valcárcel Formento y Baquerizo | Granada, Andalucía (peninsular) | 1753-1783 | Oidor |
Félix del Rey y Boza | La Habana, Cuba (americano) | 1784-1787 | Alcalde del crimen y oidor |
Miguel Antonio Bataller y Basco | Ugíjar, Granada (peninsular) | 1782 (interino)-1787-1795 | Oidor |
Emeterio Cacho Calderón | Valladolid, Castilla (peninsular) | 1794 (interino)-1795-1803 | Alcalde del crimen y oidor |
Joaquín de Mosquera y Figueroa | Popayán, Nuevo Reino de Granada (americano) | 1804-1806 (ejército) | Oidor |
Miguel Antonio Nicolás Bataller y Ros | Ugíjar, Granada (peninsular) | 1804-1809 (milicias)-1821 (desde 1811 de cuerpos patrióticos) | Oidor |
José Antonio del Cristo y Conde | La Habana, Cuba (americano) | 1806-1809 (ejército) | Abogado de la Real Audiencia |
Melchor de Foncerrada y Ulibarri | Valladolid de Michoacán (americano) | 1809-1814 (ejército) | Oidor |
FUENTE: elaboración propia a partir de la documentación consultada para realizar este trabajo.
Antecedentes a la reforma militar novohispana dieciochesca
Por norma general y como ya habíamos apuntado, esta dignidad solía recaer en un oidor de la Audiencia, la cual no se estableció hasta el año 1527 y fue refundada más tarde, con la llegada del virrey Antonio de Mendoza, en 1535. Si bien existía la figura del auditor de guerra en la práctica forense desde tiempos medievales y en la tratadística militar por lo menos desde mediados del siglo XVI, no hemos logrado corroborar que el cargo en el virreinato novohispano estuviera presente desde sus orígenes. Al menos, no conseguimos localizar testimonio sino hasta finales del siglo XVII, con el nombramiento del oidor asturiano Antonio de Navia Bolaño (ca. 1649-1697) en 1697 como prueba.8 Tampoco tenemos demasiados registros sobre su labor, en especial por el escaso tiempo que realmente ostentó el cargo tras su designación.
No hemos hallado más noticias sobre quiénes fungieron como auditores generales de guerra en el virreinato tras la desaparición de este individuo. Al menos no hasta la llegada del veracruzano Juan Manuel Oliván Rebolledo (1676-1738) al tribunal mexicano. Este personaje emprendió un viaje a la península y una larga estancia para gestionar su carrera: entre 1710 y 1712 había comprado en Madrid una plaza de oidor en Guadalajara que dejó vacante, y otra de oidor supernumerario en México que no pudo ocupar hasta 1716. Parece que ejerció como auditor general de guerra desde 1719 hasta 1733, año en que le sustituyó el togado sevillano Pedro Malo de Villavicencio (1673-1744), otro oidor quien se mantuvo durante menos de una década en esta asesoría militar.9
Durante dicha tesitura, hacia 1737, y perfectamente enmarcado en un plan de reforma más general de la Real Audiencia de México que propuso el arzobispo-virrey Vizarrón y Eguiarreta,10 se recoge la elaboración -por parte del Consejo de Guerra sito en la corte y a partir de los postulados expresados en ordenanzas militares del momento- de un formulario sobre cómo había que expedir los títulos de auditor de guerra, el alcance de su jurisdicción y cómo debían relacionarse con los capitanes generales de su distrito. En ese documento se especificaron sus atribuciones, entre las que se detalla claramente al agraciado que su misión consistiría en que “conozcáis, substanciéis y determinéis conforme a derecho y ordenanza todas las causas civiles y criminales que en la jurisdicción militar de [espacio en blanco] estuvieren pendientes y en adelante ocurran, tanto de oficio como de parte”.11
Los primeros testimonios fehacientes respecto de la labor desempeñada por un auditor de guerra los hemos logrado atestiguar a partir de la actuación de Juan Rodríguez de Albuerne (1696-1753) -quien había adquirido el título de marqués de Altamira desde la muerte de su esposa, Luisa Pérez de Tagle y Sánchez de Tagle, en 1735-, quien fuera designado en el cargo tras la renuncia de Malo de Villavicencio en 1742. Dadas las circunstancias de su llegada a la dignidad, sus tareas se encaminaron a velar por el buen desarrollo de la expansión hacia el septentrión novohispano, donde las tensiones que provocaba el contacto con los grupos de indios nómadas garantizaban con frecuencia conflictos armados. Los planes que proponía para la pacificación y el poblamiento de esa región son sin duda su mayor aportación dentro de las actividades derivadas de la asesoría militar, y han sido recopilados y analizados minuciosamente por la historiografía.12 Así, una de sus mejores conocedoras, María del Carmen Velázquez, dice sobre Rodríguez de Albuerne que
Como auditor general de la guerra su papel consistió en estar al tanto de las disposiciones metropolitanas y luego en estudiar los informes y proposiciones de los que tenían a su cargo la protección interna del virreinato. Sus pareceres o dictámenes al virrey eran, en principio, recapitulación de hechos y circunstancias y la exposición de motivos para tomar providencias en las Juntas de Guerra. Servían por tanto de punto de partida para determinar la política a seguir, tanto en el consejo del virrey como en el del rey.13
En definitiva, y hasta la segunda mitad del siglo XVIII, la auditoría de guerra había basado su quehacer principalmente en la gestión de la expansión y del control sobre las huestes que se aventuraban a terrenos desconocidos para adquirir nuevos territorios para la Corona. También en la vigilancia de los grupos milicianos, que solían aprovecharse de las circunstancias y su condición para recurrir a las ventajas que otorgaba el fuero militar a la hora de transgredir o violentar normas y convenciones sociales, o bien de aprovecharse de una posición privilegiada en el orden establecido. Después de la década de 1760, sus atribuciones y, por ende, su relevancia como comisión en materia de control sobre el estamento militar aumentarían exponencialmente.
Domingo de Valcárcel, un ministro todopoderoso (1753-1782)
Domingo de Valcárcel Formento y Baquerizo (1700-1783) fue un togado descendiente de linajes judeoconversos nutridos por consejeros de Castilla. Natural de Granada, aunque formado entre las aulas de esa ciudad, las sevillanas y las alcalaínas, se le había destinado a México desde la corte madrileña a una temprana edad, pues cuando arribó a la virreinal en 1728 contaba con apenas 27 años. Ya no regresaría jamás a la península aun cuando se lo imploró a la Corona. Su primer puesto fue como alcalde de la Real Sala del Crimen de la Audiencia y, allí mismo, promocionó a oidor en 1735, plaza que desempeñó hasta su jubilación en 1778. La muerte del marqués de Altamira le aupó para obtener esta nueva prebenda, la cual mantuvo por espacio de casi treinta años y que sumó a las muchas que acaparó a lo largo de su dilatado cursus honorum de alrededor de medio siglo dentro del tribunal mexicano.14
A pesar de haber vivido la implantación de los ejércitos permanentes en el virreinato, lo cual habría de suponer un aumento de la indisciplina y la conflictividad provocada por la tropa, no hemos logrado localizar demasiados expedientes sobre su ejercicio como auditor general de guerra. En este sentido, a modo de ejemplo significativo, merece la pena observar cómo Velázquez puso el foco sobre su falta de interés en continuar con la planificación del reglamento acometido por su antecesor en lo referente a la ordenación del territorio de las provincias internas, lo que hasta cierto punto dejó ese proyecto abandonado.15 Ello no significó que desatendiera otros asuntos referidos a esta región, tal como puede apreciarse por un incidente que tuvo lugar en 1757 -anterior, pues, a la reconfiguración militar dada durante la década de 1760- con el antiguo gobernador de la provincia de Texas, el coronel tinerfeño Carlos de Franquis Benítez de Lugo.
Hombre de talante problemático,16 Franquis había mostrado no sólo su desacuerdo con el auditor Valcárcel a raíz de la resolución de una causa que le confrontaba con Juan de Angulo -un comerciante de la zona a quien debía unas sumas de dinero por haber abastecido de géneros unos presidios bajo su mando cuando el militar dirigía la provincia-, también había increpado al togado en sus comparecencias. Según la carta que José de Goyeneche enviara desde la corte, era menester castigarle, “pues profirió éste en sus alegatos proposiciones calumniosas y ofensivas al expresado ministro, no sólo de palabra, sino por escrito”.17 La honra vulnerada, cuya restitución exigió Valcárcel, estaba en juego en esta situación. Su pena se hizo siguiendo lo indicado por el Consejo de Indias, adonde se habían elevado las quejas: invocaron al acusado para que se personase en la Real Audiencia y allí se retractara públicamente de sus malas palabras emitidas contra el ministro. Así se satisfarían las demandas de la parte ofendida.
Aun con todo, Domingo de Valcárcel solía intervenir en los pleitos que salpicaban a los aforados militares. Por ejemplo, en 1756 se le envió desde la gobernación de Veracruz la gestión del caso sobre el grumete del navío América Francisco del Castillo, quien desertó tras haber apuñalado a Diego Caballero, soldado del regimiento de infantería allí acantonado.18 También se dedicaba a dirimir asuntos con un cariz más cotidiano. Uno de estos episodios significativos giró alrededor del proceso que se promovió en contra de un teniente veterano de las milicias provinciales de México, llamado José de Torremocha. Este sujeto adeudaba una cantidad total de 84 pesos por unos uniformes que pidió hacer a su demandante, el maestro de sastrería Pascual Flores, quien exigió que le satisficiera su desembolso tras recibir un pagaré suyo para cuando regresase de una estancia en Puebla. En las pesquisas, si bien el acusado aseguraba no poder pagar por estar enfermo y haber viajado a España, el sastre descubrió que debía cantidades similares a otros sastres de la ciudad. Valcárcel estableció, conforme a derecho, que se le retuviera un tercio de su sueldo al miliciano para cobrar estos adeudos el 29 de noviembre de 1779. La cuestión era que no podía sustraérsele más cantidad de su sueldo para hacerlo, dado que el demandado acumulaba otras deudas pendientes, por lo que se decidió promoverle en 1781 a ayudante mayor de la legión de San Carlos para que sus oficiales actuasen en consecuencia.19
Otro de los casos que dirimió Valcárcel fue el relativo a la reputación de las mujeres de dos subtenientes, José Grajales y José Calapis, del regimiento provincial de México, pues según apuntaba en 1778 su coronel, el conde de Santiago, “carecían de dignidad ni posición social”. Parece que se habían extendido numerosos rumores sobre ellas entre los componentes de esa unidad y sus maridos hicieron lo posible por desmentirlos, incurriendo incluso en trifulcas. El auditor, entonces, “tuvo que ordenarles a los oficiales que dejaran su hostigamiento; no deseaba que les hicieran más daño a las familias y se sintió disgustado por lo que describió como una mancha en la reputación del regimiento”.20
En otro orden de cosas, cabría señalar un acontecimiento destacable del periodo durante el cual Valcárcel fue auditor general de guerra: la reconfiguración de la planta audiencial promulgada en 1776. A raíz de lo indicado en las nuevas instrucciones, se incluía la implantación del cargo de regente en todas las audiencias indianas; el aumento del número de oidores en los tribunales virreinales, el cual era, por sala, de cuatro a cinco, y, para el caso mexicano específicamente, el desdoblamiento de la fiscalía de lo civil para crear una centrada en los asuntos de Real Hacienda.21 Resulta pertinente preguntarse por qué un individuo de la calidad y la reputación de Domingo de Valcárcel quedó excluido de la regencia del tribunal, si era decano de él y tan diligente en sus labores. Es probable que factores como su avanzada edad, los numerosos cargos que acaparaba y sus excesivos vínculos con la sociedad local -su primera esposa, fallecida en 1772, estaba emparentada con los condes de Santiago de Calimaya; y la segunda, con el marqués del Castillo de Ayza, procedente de una potentada familia minera-,22 desincentivaran a las autoridades metropolitanas de la Secretaría del Despacho Universal de Marina e Indias -entonces encabezada por el antiguo visitador de Nueva España, José de Gálvez- para concederle ese nombramiento. Sirva además de referencia que, cuando el secretario había estado en Nueva España, ambos coincidieron durante algunas sesiones de la Real Junta de Temporalidades.
Pese a todo, Valcárcel siguió desempeñando numerosas comisiones hasta pocos meses antes de su fallecimiento, acaecido a fines del mes de febrero de 1783. El anciano ministro fue delegando poco a poco sus designaciones en otros encargados, normalmente gente de su confianza o perteneciente a instituciones del gobierno. Para el caso de nuestro interés, la auditoría general de guerra acabaría recayendo, primero de manera interina y después definitiva, en la figura del entonces asesor general del virreinato, quien, en aquel tiempo, cuando Valcárcel se jubiló como oidor, había sido agraciado con honores de alcalde del crimen, su paisano Miguel Bataller y Basco.23
Miguel Antonio Bataller y Basco o el ascenso del asesor (1787-1795)
Como comentábamos, los padecimientos propios de su avanzada edad apartaron a Valcárcel de las numerosas comisiones -no todas- que había acaparado durante las décadas anteriores, entre ellas la de auditor general de guerra. Así, ésta recayó, de manera interina en un principio, sobre Miguel Antonio Bataller y Basco (1719-1795), otro togado granadino -en esta ocasión, oriundo de la localidad alpujarreña de Ugíjar- quién había logrado hacerse con una exitosa reputación como abogado en Granada y Madrid, y había llegado a serlo de los Reales Consejos. Ante estos méritos, las autoridades le recompensaron, el 13 de abril de 1777, con el recién instituido cargo de asesor general del virreinato de la Nueva España.24 En 1775, llegó al continente americano con buena parte de su familia -su mujer, su primogénito, su única hija, dos escribientes y algunos criados-,25 así como con una nutrida biblioteca.26
Una vez que se instaló en la ciudad de México, se le concedió a este cabeza de familia honores de ministro27 de la sala del crimen, en septiembre de 1778, hasta que fue finalmente incluido en ella en 1785 para ser luego promocionado a la de lo civil a inicios de 1787 como oidor de su planta.28 No recibió la designación definitiva como auditor general de guerra hasta 1787, a causa de la muerte del cubano Félix del Rey y Boza29 -abogado habanero que había hecho carrera letrada como promotor fiscal durante la expedición de Alejandro O’Reilly en la Luisiana; asesor militar de La Habana durante la década de 1770 y ministro en la Audiencia de Guatemala desde 1779, de donde promocionó- a quien se la concedieron tras llegar a la Real Sala del Crimen de la Audiencia de México, en 1784, mientras Bataller y Basco la ejercía en interinato tras el deceso de su antecesor Valcárcel. Así, el alpujarreño se encargó diligentemente de las gestiones sobre la cuestión militar del virreinato y adquirió amplia experiencia en dicho campo.
Procedamos a observar una muestra de cientos e incluso miles -según ha podido cuantificar Archer-30 de causas que despachaba anualmente en calidad de auditor general. A principios de 1783 y por decreto del 31 de enero, a instancias del parecer del todavía auditor interino, el virrey ordenaba al comandante del regimiento provincial destacado en Toluca y al alcalde mayor de Maravatío suplir las 42 deserciones producidas desde 1781, incitadas por dos reclutas díscolos, Luis Castilla y Lorenzo de Frías. Obligaban a estas autoridades que “dispuesto de que no se han presentado a esta Capitanía General los dichos soldados, proceda al remplazo de aquella baja y de las que haya, lo cual comunicará V. M. también al citado comandante de las armas para su noticia y para que le dé para su parte el cumplimiento correspondiente a mi comunicación”.31
También hay que tener en cuenta los buenos términos en que se encontraba con el diligente II conde de Revillagigedo. El virrey solía notificarle las nuevas relevantes para que tuviera constancia de ello. Así, le comunicaba la llegada de diversas órdenes para proceder con respecto al ejército y sus tropas, o bien le transmitía numerosas decisiones, desde la restitución de gobernadores en provincia hasta la concesión de indultos a todo tipo de infractores, tanto fuera como dentro del aforamiento militar.32 La relación de reciprocidad que habían establecido resultaba bastante operativa.
La superposición de estas labores junto con las demás propias de su judicatura le ocasionaban, a pesar de ser ya un togado experimentado en materia de derecho civil y militar, importantes complicaciones a su salud. La razón principal que aducía sobre estos padecimientos radicaba en la excesiva carga de trabajo, la cual su cada vez más anciano cuerpo toleraba peor. Para ello, un envalentonado alcalde del crimen que acababa de acceder a la sala de lo civil, el vallisoletano Emeterio Cacho Calderón, se ofreció a dirimir, de manera interina, sus obligaciones mientras el poseedor del cargo se tomaba licencias para recobrarse de sus dolencias.33 Esto sirvió de excusa para que el reciente oidor llegara incluso a solicitar, en 1791 y 1792, que se le asignara de manera definitiva en la auditoría. No obstante, la deferencia del virrey Revillagigedo por favorecer a los ministros de mayor antigüedad y las periódicas mejorías de la salud de Bataller y Basco impedían que esta petición se llevara a efecto,34 al menos hasta que a este último le llegó su hora. La muerte del auditor granadino acaeció finalmente el 21 de mayo de 1795, a los 75 años de edad, debido a las complicaciones de la apoplejía que sufría. La licencia real que se le expidió en noviembre de ese mismo año para que se repusiera no llegó a tiempo, y Cacho Calderón oficialmente quedó asignado como interino en la asesoría militar.35
El duelo familiar fue breve, ya que su mujer, María Antonia del Ros y González, pronto activó los resortes de la influencia de su marido en la corte virreinal. Escribió una misiva, apenas un mes después del fallecimiento de su esposo,36 al recién llegado virrey Miguel de la Grúa y Talamanca, marqués de Branciforte y cuñado del favorito real, Manuel Godoy. En dicha carta le solicitaba, por las acuciantes necesidades que según ella iba a comenzar a sufrir su familia, que destinara a su segundo hijo varón, Miguel Antonio Nicolás Bataller y Ros,37 a la sazón fiscal del crimen de la Real Audiencia de Guatemala, a ocupar el puesto de su padre para así poder mantenerles. Las circunstancias que exponía no eran halagüeñas: su hijo Francisco, profesor de Física en el Real Colegio de Minería, apenas percibía un ínfimo estipendio, mientras que su hija, Teresa Antonia, era viuda del otrora coronel graduado Francisco Antonio Crespo -quien también fue corregidor de la ciudad de México y perpetrador de un proyecto de reforma de la tropa novohispana de 1784 en el cual se basarían los posteriores reglamentos, y quien había fallecido años atrás, en febrero de 1787-, por lo que percibía, desde entonces, una pensión de 500 pesos anuales.38 Sus otros dos hijos, Pedro Antonio y Blas Antonio, se encontraban en Europa desempeñando los roles que la estrategia familiar les había consignado: el primero, destinado a los reales ejércitos y el segundo mantenía su casa solar en Ugíjar, entroncado con otros insignes linajes de la localidad.
Tras todo este alegato, el marqués de Branciforte movió raudo la maquinaria administrativa para traer a la corte virreinal a Miguel Bataller y Ros. Escribió a Eugenio Llaguno, por entonces secretario de Indias, para que se concediera la orden de ascenso,39 cosa que ocurrió con inusitada celeridad. La concesión de una plaza de alcalde del crimen se comunicó a principios de 1796. Aun así, debido a las dificultades provocadas por un brote epidémico en la región de Oaxaca, a mitad del camino por tierra entre Guatemala y México, y al nacimiento de un hijo en febrero del siguiente año, se retrasó el traslado del ministro y su familia. No fue hasta 1798 cuando Bataller y Ros pudo tomar posesión de su plaza, y dio comienzo a una modélica carrera de ascenso en los escalafones dentro del tribunal mexicano que pasaría por el acceso a la plaza de oidor en 1804 y a la regencia en 1820.
Emeterio Cacho Calderón y las oportunidades perdidas (1795-1803)
El paso de Emeterio Cacho Calderón de la Barca (1746-1804) por la judicatura indiana resultó una experiencia extenuante. Dio sus primeros pasos desde que en junio de 1774 le fuera concedida la plaza de oidor en Manila, en las islas Filipinas, junto con una licencia de matrimonio fechada en noviembre, condicionada a que fuese con una mujer de su igual calidad.40 Una vez allí contrajo nupcias con María Ignacia Rojo Rodríguez de Lamadrid, con quien tuvo al menos dos hijos, José María, en 1789, y Esteban, al año siguiente, ambos nacidos ya en México.41 Por consulta del 20 de octubre y título de 20 de diciembre de 1786 se le destinó a la Real Sala del Crimen de aquella audiencia, y se trasladó a dicho puesto tiempo después, al no haber tomado posesión de la plaza hasta enero de 1789. Pronto ascendería a oidor en 1791, posición desde la que, como ya vimos, solicitaría la plaza de auditor ante los achaques reiterados que sufría por entonces su titular. Aun así, no obtendría dicha dignidad hasta la muerte de Bataller y Basco, aprobada por el rey el 10 de noviembre de 1795 y comunicada el 23 de febrero siguiente.42
Cacho Calderón, a pesar de ser tildado como “individuo intransigente y muy pagado de la importancia de la clase militar”,43 resultó ser otro diligente auditor de guerra. La cantidad de despachos a los que se enfrentó no fue para nada desdeñable, sobre todo durante sus primeros años en el cargo.44 Si bien su nombramiento -auspiciado por el recién llegado virrey Branciforte en su búsqueda de apoyos a su orientación político-militar- creó algunas tensiones en el seno de la Real Audiencia al ser el oidor de más reciente designación, ello no impidió que fuera el agraciado entre los ministros de su planta. Causó más controversia el traslado de su oficina a Orizaba para centrarse en la resolución de causas militares y evitar así su rezago. Esto no hizo demasiada gracia al siguiente virrey, Miguel de Azanza, pues le ordenó que volviera a la corte para que atendiera también sus demás obligaciones como miembro del tribunal. Aunque cuando su sucesor, Félix Berenguer de Marquina, realizó un nuevo acantonamiento en la localidad, el auditor general regresó allá.45
Si bien su desempeño en la auditoría fue efectivo, le ocurrió igual que a su antecesor y acabó por pasarle factura a su salud. También pudieron incurrir otros factores, como la desilusión provocada por sus intentonas para hacer ascender a su familia y a él sin demasiado éxito. Trató de conseguir para sus hijos títulos de capitanes en cualquier regimiento con un donativo por valor de 16 000 pesos una vez que los había colocado como cadetes del ejército,46 sin que se le concediera dicha merced.47 Por el hecho de haberles integrado en la carrera militar, finalmente acabó por enviarles al Real Seminario de Nobles de Madrid. Para su caso particular, sabemos que en 1802 trató de acceder al Consejo de Guerra como ministro letrado, petición que fue rechazada por el limitado número de puestos togados del que disponía.48 La ambiciosa estrategia familiar a la que aspiraba cayó en saco roto y no pudo culminarla, pues además de los rechazos con que se topó, la mala condición que arrastraba desde su estancia en las Filipinas se agravó, lo que acabó por truncarla cuando falleció, alrededor de los 60 años.49
El parteaguas de 1804: la división entre auditorías de ejército y milicias
Tras los padecimientos y las muertes consecutivas de dos auditores, a causa del desempeño de sus funciones y de sus desmesuradas cargas de trabajo, en menos de una década, empezaron a sonar alarmas ante los desvelos que suponía fungir este cargo y los mecanismos en la alta administración comenzaron a moverse. El virrey José de Iturrigaray ofreció a Guillermo de Aguirre encargarse de la auditoría, pero, debido a su mala salud, rechazó dicha designación. La solución salomónica que se tomó, por orden del 3 de mayo de 1804, fue la de dividir esta comisión en dos.50 Por una parte estaría la auditoría dedicada en exclusiva al ejército y los asuntos de guerra de la secretaría; por otra, una versada únicamente en asuntos relativos a las milicias urbanas y provinciales.51 Para ello, se designó en sendas plazas a dos oidores recientemente incorporados a la sala de lo civil: al ministro payanés Joaquín de Mosquera y Figueroa, y al hijo del antiguo auditor Bataller y Basco, Miguel Bataller y Ros.
La división de la asignación de encausamientos entre dos ministros agilizó su despacho. No obstante, la situación se vería pronto alterada: ese mismo año Mosquera y Figueroa fue electo visitador de la Capitanía General de Venezuela y debía partir raudo hacia Caracas.52 Así, hubo que buscarle un sustituto, que acabó por ser el abogado de la Real Audiencia, de origen cubano, José Antonio del Cristo y Conde. También él duró apenas unos pocos años ejerciendo como tal, pues se le relegó de su condición entre septiembre y octubre de 1808,53 justo después del derrocamiento del virrey Iturrigaray. Algo más tarde, en 1809, le sustituyó el oidor michoacano Melchor de Foncerrada y Ulibarri, quien desempeñó las labores de auditor general del ejército hasta su muerte, acaecida en octubre de1814. Entretanto, Miguel Bataller y Ros continuaba en la gestión de asuntos milicianos y, tras el fallecimiento de Foncerrada, también se le adjudicó la gestión de causas del ejército.54 De ese modo, la auditoría se reunificó diez años después bajo la figura de Bataller y Ros, quien acaparó todas las atribuciones del cargo hasta su salida del virreinato, tras su rechazo a colaborar con el gobierno independiente mexicano y recibir pasaporte para embarcar rumbo a la península a principios de 1822.55
En relación con lo referido de manera previa, sin duda llama poderosamente la atención la súbita destitución del licenciado Del Cristo y Conde. El letrado habanero parece haber sido depurado después de la intervención contra Iturrigaray, y puede aventurarse su vinculación con la cohorte de americanos favorecidos por el virrey recién depuesto.56 No obstante, otro punto interesante que aparece en la documentación sobre su desplazamiento de la auditoría es la relación de causas en las que estaba inmiscuido y que recayeron sobre Bataller y Ros. Ahí podemos apreciar un listado de expedientes y sumarias con cerca de 90 encausamientos a reubicar. Encontramos un repertorio variado de procesos judiciales, especialmente referidos a acciones violentas entre la soldadesca o contra la población civil -comerciantes, mujeres o indios-; pero también tenencia de armas prohibidas o usar las reglamentarias de manera inadecuada; indisciplina -quedarse dormido durante las guardias, dar órdenes comprometedoras, etcétera- y homicidios. A la mayoría de ellos se les aplicaba una multa pecuniaria y, en función de la gravedad de la infracción, otro tipo de penas.57 La muestra recogida ofrece un catálogo de los delitos y faltas a los que solían enfrentarse los auditores en el ejercicio de la justicia militar, tanto en aplicación de su fuero privativo como por las formas de castigo habituales hacia sus infractores.
El estallido bélico: crisis e infidencia
La consecuencia más relevante en Nueva España de la crisis desatada a lo largo de la Monarquía borbónica desde 1808 fue, sin lugar a dudas, el masivo alzamiento popular que encabezó el cura Miguel Hidalgo y Costilla desde la madrugada del 16 de septiembre de 1810. El levantamiento de grandes contingentes de campesinos y descontentos, que contó con un creciente apoyo de diferentes sectores de esos estratos por las regiones de Nueva Galicia, El Bajío o Michoacán por las que pasó, atemorizó a buena parte de los habitantes de la capital, que se sintieron seriamente amenazados por esta horda enardecida. A las autoridades virreinales les afectó con contundencia esta situación, que se sumaba a las inquietudes previas fruto de las delicadas posiciones que tomaron frente a las autoridades municipales de la capital. Debido a ello, se previnieron desde tiempo atrás, crearon instancias de control y tipificaron formas para atajar la rebelión.58 Asimismo, el conflicto generalizado se prolongó durante algo más de una década, lo que gestó una cultura de guerra que impregnó todos los aspectos de la vida social y política.
En esta tesitura, hubo una figura que probablemente encarnó al principal enemigo de la insurgencia por su continuidad como férreo guardián del orden que representaba el gobierno colonial, hasta cierto punto incluso más que los virreyes. Si por algo ha trascendido en la historia patria Miguel Antonio Bataller y Ros ha sido por su rol en momentos determinantes de este convulso periodo: la orquestación del derrocamiento del virrey Iturrigaray la madrugada del 16 de septiembre de 1808, la sentencia de muerte de José María Morelos a fines de 1815 o su participación en la supuesta conspiración de la Profesa a mediados de 1820, por citar algunos. En calidad de auditor general de guerra -designado a su vez como asesor de los cuerpos patrióticos desde 1811-,59 nos interesa resaltar el segundo episodio. A decir del profesor Brian Hamnett, quien le tilda de “implacable”, señala que “pidió la pena de muerte para Morelos el 28 de noviembre. Al calificar al caudillo de ‘monstruo de Carácuaro’, recordó al tribunal que en noviembre de 1812 había ordenado la ejecución de los comandantes militares de Oaxaca [y] había permitido a los insurgentes dividir el reino en dos partes”. De esta forma, la sentencia exponía que
entre sus crímenes figuraba la blasfemia, y como el Santo Oficio ya lo había condenado como hereje y privado de sus prerrogativas eclesiásticas, correspondía a las autoridades seculares el castigarlo. Bataller recomendó que se le ejecutara de modo horrible, en correspondencia con sus horribles crímenes: después de la sentencia, sería fusilado por la espalda como traidor, se le cortaría la cabeza para exponerla en una jaula de hierro en la plaza mayor de México; también se le cortaría la mano derecha, para exponerla públicamente en Oaxaca. El virrey Calleja se horrorizó ante esta proyectada mutilación del cadáver de Morelos, y por ello limitó la sentencia a la ejecución ante un pelotón de fusilamiento el 20 de diciembre.60
A pesar de esta reputación de sanguinario, a decir de Fernández de Lizardi -que tanto se ha reproducido, dado que los propios partidarios de la insurgencia también se esforzaban por alimentarla-,61 en realidad Bataller y Ros cumplía con meridiana diligencia su papel de ministro del rey en Nueva España. Más allá de sus obsesiones particulares, se posicionó en una coyuntura de guerra por el bando a favor del mantenimiento del orden preestablecido y lo defendió con los recursos que tuvo a su alcance. Esto puede atisbarse a partir de la consulta de una serie de causas localizadas en el ramo Infidencias del Archivo General de la Nación, es decir, el delito político de atentado contra la autoridad, que por entonces se aplicaba a numerosos conspiradores y rebeldes levantados en armas por sus posturas y actuaciones contra el régimen virreinal. Veamos algunos ejemplos.
En 1809 se denunció una delación en contra de una serie de personalidades prominentes de la localidad de Rosario, provincia de Chihuahua, acusados de “proferir expresiones sediciosas en el año de 809, contra la Madre Patria y a favor del tirano Bonaparte”. La causa cayó en manos del asesor del gobernador, quien observó que “en orden a las siniestras miras y espíritu de rivalidad que reinaba en los vecinos de Rosario cuando comenzó la información”, advirtió que “siempre es de grave inconveniente perpetuar los efectos de esta efervescencia, mayormente en las actuales circunstancias”. De esta forma, al auditor le costó “no estar convencido de este cargo por la calidad de los testigos que acusan y por las variaciones que se notan en sus declaraciones”, y resaltó la adhesión a la causa del rey de algunos de los clérigos acusados. Así, el 12 de septiembre de 1816 mandó archivar la causa en la Secretaría de Cámara “con declaración de que en ella no resulta a los acusados […] nota alguna que pueda perjudicar en ningún tiempo su buen nombre”, y propuso que “alce la detención en que se hallan” y “librándose al efecto la orden oportuna al señor comandante general de Provincias Internas”.62
El mismo año de 1816, en la línea iniciada tras el regreso al trono de Fernando VII por los virreyes de Nueva España, Bataller y Ros promovió varios indultos por buena conducta a algunos presos de infidencia: mandó reintegrar al soldado Ildefonso Ortega y Moya, absolvió de la pena máxima al grumete José Mariano Pinzón y al confidente Pedro Pérez al no haber estado arreglada su condena conforme a derecho. Sus penas o bien se conmutaron por servicio o por el tiempo que pasaron aprisionados.63 También tomó parte en dos casos que salpicaron a personalidades importantes de la alta sociedad capitalina. En 1812 trasladó al virrey una denuncia del capitán de patriotas José Hacha contra Gabriel de Yermo y el conde de la Cortina por llevar a cabo supuestas maniobras criminales. Este último la desmanteló y adujo la falsedad de las firmas presentes en las misivas presentadas como prueba, con el consecuente archivo de la causa por parte del auditor.64
En los años siguientes participó en el encausamiento que se instruyó contra el regidor constitucional del Ayuntamiento mexicano, Francisco Antonio Gallego, por una carta que se le interceptó dirigida al cabecilla insurgente Ignacio López Rayón. Sus recurrentes intervenciones, entre largos interrogatorios, le hicieron interceder por el acusado, tanto por su elevada edad y su mala salud, como por la petición de misericordia que hizo su hijo. No obstante, fue condenado a ocho años de presidio en las islas Marianas, y aun con la buena disposición del auditor, al virrey Calleja no le pareció procedente y tan sólo redujo dos años la pena. La causa se archivó a la hora de su revisión en 1820 por fallecimiento del inculpado.65
Como puede apreciarse, la comunicación constante que hubo entre los virreyes Venegas, Calleja y Ruiz de Apodaca con este influyente togado demuestra la buena consideración que para el gobierno tenían su figura y su opinión. Así, la remisión de notificaciones respecto de muy diversos temas -nombramientos y designaciones, circulares, provisión de normas, etcétera- por parte de las más altas instancias virreinales llegaban por minutas a Bataller y Ros. Aun con ese grado de confianza en sus superiores y en buena parte de las autoridades partidarias del orden virreinal, no se sentía suficientemente protegido y llegó a temer por su integridad. Burkholder y Chandler señalan que el 30 de marzo de 1812 fue el objetivo de una tentativa de asesinato que, al parecer, nunca llegó a consumarse.66 La tensa situación que por entonces se vivía en el virreinato le hizo sopesar el marcharse junto con su familia -compuesta por su mujer, Indalecia Arroyo, cinco hijas y tres hijos- y regresar a la península, como atestigua la comunicación que envió a la Regencia a inicios de 1814.67
A modo de recapitulación, puede observarse que en estos momentos de guerra abierta el papel del auditor se multiplicó, y aumentó más si cabe su capacidad de decisión en materia judicial y como garante de los intereses del bando a favor del mantenimiento de un statu quo cuestionado. Los delitos clasificados como de infidencia, debido a la gran virulencia que muchos adquirieron, eran designados como delitos de guerra y debían juzgarse por la justicia militar. Así, el rol de los auditores se volvió decisivo a la hora de impartir sanciones entre los insurrectos, aunque muchas veces esta potestad recaía directamente en los propios mandos militares, a quienes se ordenaba incluso aplicar actuaciones sumarias para agilizar los despachos de una gran cantidad de encausamientos. Se hizo gala de este grado de severidad en las penas para mostrar así a la población el carácter ejemplarizante del castigo a la sublevación.
Consideraciones finales
Éstas son las observaciones que, a grandes rasgos, nos ha facilitado la consulta de los repertorios biográficos mencionados y la documentación recuperada. A pesar de que el primero de estos elementos estaba disponible a través de las obras de referencia, ha sido necesario para ahondar en las cuestiones que nos interesaban en informaciones mayoritariamente inéditas para, primero, profundizar en el desempeño de la auditoría general de guerra del virreinato novohispano y, después, contrastar algunos datos confusos que se han dado hasta ahora por buenos o suficientes. Aun si se asume que hay más fuentes por localizar y revisar al respecto -en especial en ramos del fondo Instituciones Coloniales del AGN mexicano, como Infidencias, Operaciones de Guerra e Indiferente de Guerra-, hemos logrado recabar suficientes materiales como para ofrecer un muestreo aproximativo a la evolución y el funcionamiento de este relativamente desconocido cargo. En todo caso, hemos pretendido elaborar un primer acercamiento por medio de la recopilación de datos, para conectarlos y enmarcarlos dentro de mecanismos y lógicas propias de la justicia y la administración del Antiguo Régimen hispánico.
La secuenciación de este proceso en largo tiempo, que abarca unos 70 años que atraviesan intensos embates transformadores de la realidad administrativa novohispana, en distintos ámbitos, y de la justicia aplicada en el seno militar, nos hace postular una serie de hipótesis. La primera de todas es que, a pesar de una intensa acumulación de reformas que supuso la política borbónica, el de auditor general de guerra no dejó de ser un instrumento más entre quienes fungieron como tales de cara a su promoción dentro de las dinámicas propias de la alta administración de la Monarquía española. Su desempeño significaba, además de un estímulo económico añadido a la judicatura por la generosa dotación con que iba acompañada, una demostración más de los méritos particulares al servicio de la Corona en sus vastos dominios. Esto funcionaba, pues, como un impulso más para alcanzar mejores prebendas con destinos más suculentos, a modo de trampolín en el ascenso personal o a favor de los intereses más concretos de una más extensa estrategia colectiva en la que se integraban los ministros designados. Como hemos visto, unas veces funcionó mejor que otras, como solía ser habitual en este tipo de apuestas.
En segundo lugar, las formas de proceder nos siguen hablando de las fórmulas con que el derecho en el Antiguo Régimen se ejercía, en esta ocasión, dentro de uno de esos muchos fueros privativos como era el militar. Que fueran en realidad togados versados en leyes y que ejercieran como jueces rutinarios, así en su papel como asesores, dentro de la relación entre sabios y rústicos expuesta magistralmente por Hespanha,68 estos auditores generales eran quienes en última instancia decidían cómo había de impartirse justicia en calidad de depositarios de la conciencia regia. Ello no quita que hubiera roces entre las autoridades delegadas con la última palabra -es decir, los capitanes generales-, lo cual entraba dentro de los juegos de poder propios de estas altas instancias. Aunque por lo general la colaboración entre ambos era cooperativa y fluida, la participación de todos estos hombres en favor de la causa del rey no impedía que brotaran diferencias, más o menos acusadas, entre ministros togados, y los de capa y espada, lo cual también repercutía en lo que se apuntaba en la primera de estas consideraciones.
En tercer lugar, apreciar y analizar la muestra utilizada de causas otorga informaciones variadas sobre la indisciplina y la insubordinación de los ejércitos, tan recurrente entre la tropa e, incluso, algunos estratos de la oficialidad, manifestadas a través de transgresiones del régimen marcial de estricta observancia. El incremento de encausamientos por la ampliación de tamaño y relevancia social de este estamento, junto con la evolución de la tipificación de delitos dentro del marco militar por las sucesivas tesituras bélicas, primero exteriores y después internas, hablan también de cómo la Monarquía española se encaminaba hacia un régimen más marcial, donde este sector comenzaba a ejercer un manejo cada vez más excluyente de la gestión política general: la distribución y el control de recursos y efectivos; la creación de instituciones de vigilancia social y orden público; o la monopolización del ejercicio de la violencia y el castigo penal.
Nuestra propuesta ha tratado de trazar algunos lineamientos operativos para trabajar el cargo de auditor de guerra, no solamente el general, tan próximo a las instancias del gobierno colonial, con especial énfasis en los territorios indianos de la Monarquía española. Rastrear a los auditores de regimientos, unidades y compañías es una labor que aún sigue pendiente, incluso en instancias medias como puedan ser gobernaciones o capitanías generales de menor rango que las virreinales. En este sentido, es más que posible que este cargo se administrara de manera similar en los virreinatos del Perú, Nuevo Reino de Granada y Río de la Plata, pero haber abordado otro espacio nos da pautas para comprender las atribuciones de su comportamiento judicial y las expectativas que generaba entre quienes acababan por ostentar esta dignidad. En efecto, esperamos que puedan acometerse tales indagaciones para contrastar los resultados ofrecidos en este trabajo.
Por tanto, a manera de recapitulación final, la importancia del conocimiento sobre la justicia militar y sus pseudooperarios a lo largo de la centuria dieciochesca y la subsecuente crisis de la Monarquía española ofrecen lecturas que pueden matizar lo que ya se sabía sobre las iniciativas reformistas. La aplicación de alteraciones tan severas para que todo se mantuviera dentro de un orden preconcebido, a modo de restitución de la autoridad real perdida, como bien había apuntado ya Garriga, no deja de ser otro testimonio más de la necesidad del rol del juez, como iudex perfectus, a pesar del severo proceso de administrativización que vivió por entonces la monarquía.69 En este sentido, llama la atención el aumento de la gestión observado con motivo del incremento de referencias existentes, lo cual convirtió a una comisión en principio anecdótica en una dignidad de mayor impronta. A causa de las diferentes situaciones bélicas que recorrieron aquella época, se dio un notable crecimiento de sectores castrenses, así como la expansión de su fuero, dentro de la sociedad novohispana. Dicho proceso no culminó con el estallido de la crisis de 1808, porque derivó en una situación bélica generalizada y, a la postre, este modelo triunfaría entre los distintos Estados nacionales a ambas orillas del Atlántico surgidos de la subsecuente desintegración imperial.
En definitiva, nos resulta claro señalar que estas lógicas operaron dentro de ese contexto sobre la región, y dieron pie con ello a insertarse dentro de los procesos de conversión en una “monarquía administrativa servida por militares”, a decir de Martiré,70 pero sin perder de vista el rol que los ministros togados mantenían como reguladores en tanto depositarios de la conciencia regia. Así, este colectivo se valió, aun con todos los cambios acaecidos, de su lugar como “modelo de legitimidad de cualquier autoridad”71 dentro de un complejo amalgama de reformas adaptadas en pos de esa militarización, a la vez que sirvieron como colaboradores necesarios para la consecución de esas expectativas que pretendían “volcar al mundo civil el orden, la jerarquía, la precisión y la uniformidad castrenses”.72