Introducción
La actual pandemia de COVID-19, vivida en todo el mundo, ha generado nuevas discusiones que van más allá del ámbito biológico, pues la alta propagación de la enfermedad propicia que el debate sobre un virus llegue a esferas que no se limitan al discurso médico y científico. La xawara, palabra yanomami utilizada para designar las epidemias traídas por el hombre blanco, llegó a las personas que viven en las profundidades de la selva amazónica y se extiende por el territorio de la comunidad tradicional yanomami con una velocidad aterradora. El cataclismo biológico, resultado de la incesante actividad minera ilegal de oro en los bosques, responsable de la presencia de 20 000 invasores en territorios que, supuestamente, están protegidos por la ley y aislados de la pandemia, representa una amenaza a la integridad física e intelectual de estos pueblos y es cada día más concreto.
La investigación propuesta en este artículo intenta discutir en qué medida el estado de excepción permanente y no declarado contribuye a la intensa vulnerabilidad de los pueblos indígenas tradicionales yanomami, en el actual contexto pandémico, y a su potencial genocidio, a partir de la suspensión de los derechos fundamentales a los cuales están sujetos. En este sentido, el objetivo general de este trabajo es analizar cómo se aplican los lentes de la necropolítica y el necropoder ante la acción tolerada y fomentada de la minería ilegal en tierras indígenas, en especial en tierras yanomami, y sus consecuencias en el entorno actual de la pandemia de COVID-19.
Los objetivos específicos son: verificar las coordena das a partir de las cuales se consolidó el concepto de vulnerabilidades y sus diversos matices, y su subsunción al contexto de las comunidades indígenas; examinar cómo se percibe la necropolítica en sus manifestaciones desde el escenario originado por la pandemia de COVID-19 en Brasil; investigar la historia de las actividades mineras en tierras indígenas y cómo, en la actualidad, el ejercicio de estas actividades ilegales es una de las mayores amenazas a la integridad del pueblo yanomami; por último, se pretende evaluar datos sobre la pandemia dentro del territorio yanomami y cómo la minería ilegal promueve el genocidio de este pueblo.
Como marco teórico se adoptan los pensamientos de Mbembe (2018), filósofo y teórico político que desarrolló el concepto de necropolítica, y Agamben (2004), filósofo que desarrolló la base teórica del estado de excepción. Por ende, el estudio se desarrolla desde un enfoque fundamentalmente cetético del derecho, y eminentemente interdisciplinario, que engloba los desarrollos modernos del derecho ambiental, el derecho constitucional, la hermenéutica jurídica y la filosofía del derecho (Gustin, Dias y Nicácio, 2020). La investigación propuesta pertenece al aspecto metodológico jurídico-social y el tipo de investigación seleccionada, según la clasificación de Gustin, Dias y Nicácio (2020), es de carácter legal-exploratorio, con énfasis en las características, percepciones y descripciones de los conflictos de derechos fundamentales en el escenario actual, impulsado por la pandemia de COVID-19.
La elaboración de esta investigación se justifica por la necesidad de abrir un amplio debate sobre la op ción por la necropolítica y sus consecuencias en comunidades vulnerables, tal como ocurre en las poblaciones indígenas de la Amazonía. Además, se pretende plantear una reflexión sobre el valor de estos pueblos, su cultura, conocimientos y formas de vida para la humanidad en su conjunto y para Brasil en particular, a fin de promover el mantenimiento de su historia y ascendencia.
Vulnerabilidades y COVID-19
Hablar de vulnerabilidades fundamenta la idea de que su uso se mueve con mucha comodidad por diferentes áreas del conocimiento y que, en términos de aplicación, éstas se adaptan a diferentes escenarios. Por lo tanto, para promover un debate sobre la vulnerabilidad es fundamental e indispensable considerarla como un concepto multidisciplinar y multifacético, que se aplica ampliamente a un enfoque que parte de las perspectivas ambiental, legal, sanitaria y social.
Desde un análisis de pauta ambiental, las perspec tivas enumeradas por la teoría de la sociedad del ries go de Beck revelan la vulnerabilidad como uno de los elementos a partir de los cuales se construye el riesgo, es decir, la vulnerabilidad, cuando se asocia al peligro -aquí entendido como un fenómeno natural- da como resultado un riesgo (Surjan, Kudo y Uitto, 2016). Esto nos permite entender la vulnerabilidad como un factor generador de riesgo, es decir, un factor que la hace más probable. En consecuencia, con base en un punto de vista ambiental, este peligro proviene del riesgo de desastres y el riesgo de cambio climático, derivado de la degradación ambiental.
En este sentido, Surjan, Kudo y Uitto (2016) ponen énfasis en la multidimensionalidad de la vulnerabi lidad y la definen de manera abstracta como el grado de susceptibilidad de ciertas sociedades a los efectos nocivos de un peligro. Esto significa que, en esta concepción, la vulnerabilidad pretende tener en cuenta la capacidad de una persona, o grupo de personas, para anticipar, enfrentar, resistir y recuperarse de los impactos de un desastre natural. Además, este concepto combina la vulnerabilidad física (vulnerabilidad del entorno construido, directamente relacionada con la distribución espacial de las amenazas) y social (vulnerabilidad experimentada por la sociedad y sus sistemas sociales, económicos y políticos).
En este aspecto, la vulnerabilidad no es estática y no debe considerarse como perteneciente en un principio a un determinado grupo, sino como resultado de las relaciones sociales. Por tanto, los autores afirman:
La vulnerabilidad no es un concepto estático y las personas no necesitan ser condenadas a un estado de vulnerabilidad a lo largo de su vida. Al mismo tiempo, mientras que la vulnerabilidad de algunas personas puede reducirse, otras caen en posiciones cada vez más vulnerables. La vulnerabilidad varía con el tiempo debido a que las personas atraviesan diferentes etapas de la vida con distintas combinaciones de recursos y responsabilidades [Surjan, Kudo y Uitto, 2016: 47; traducción libre].
A pesar de que existe la posibilidad de cambiar las condiciones de vida de las personas, esta afirmación no niega que históricamente ciertos grupos sociales están más inmersos en situaciones de vulnerabilidad que otros. Además, también es fundamental tocar el punto de oposición a la vulnerabilidad, a saber, la re siliencia, definida por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) como la capacidad de los sistemas sociales y ecológicos para adaptarse al estrés y al cambio, absorber perturbaciones y mantener su estructura y funcionamiento (Surjan, Kudo y Uitto, 2016).
Así, la vulnerabilidad, desde el punto de vista del análisis social, debe entenderse también como una condición impuesta a determinados grupos y no como algo inherente a ellos. Para entenderla de forma adecuada es imperativo tener en cuenta que la perspectiva antes mencionada se alimenta de condiciones de raza, género, etnia, orientación sexual, entre otras, además de cuestiones económicas y de clase.
En el campo de la salud pública, a su vez, la adopción del término vulnerabilidad asumió un papel muy importante ante la hegemonía del concepto de riesgo discutido en los enfoques epidemiológicos, contexto en el cual el término tuvo una amplia difusión durante la epidemia de VIH/sida en la década de 1990, que resultó en la movilización de procesos de integración social ordenados por los derechos humanos (Oviedo y Czeresnia, 2015).
La vulnerabilidad, en consecuencia, se incorporó a la salud pública a través de la epidemiología social que mostró los impactos de los problemas sociales en determinadas enfermedades. Oviedo y Czeresnia refuerzan: “Ver los fenómenos estructurantes que median procesos específicos de salud-enfermedad, teniendo en cuenta las condiciones y capacidades de agencia de los propios individuos y grupos, es la espe cificidad de los estudios sobre vulnerabilidad” (2015: 240; traduc ción libre).
En este punto, el tema valorado es que, incluso en el ámbito de la salud, el enfoque de vulnerabilidad no toma en cuenta un solo elemento para su configuración, en este caso el biológico. De esta forma, Oviedo y Czeresnia (2015) buscan demostrar la relación entre vulnerabilidad y condiciones sociosanitarias y, de ahí, el carácter biosocial de esta relación.
Cabe mencionar que, de un modo que no se diferencia de los otros enfoques, la dimensión de vulnerabilidad basada en la salud pública también enfrenta el tema con la articulación de tres elementos: exposición, sensibilidad y resiliencia (Araújo y Oliveira, 2017). Por lo anterior, es fácil ver que algunos grupos sociales son más vulnerables que otros, pues son más susceptibles a la imposición de situaciones de vulnerabilidad. En cuanto a la proliferación del virus COVID-19, esta afirmación también es cierta y extrapola la vulnerabilidad fisiológica de personas consideradas integrantes de grupos de riesgo, como hipertensos, ancianos, personas con insuficiencia renal o cardíaca, en tratamiento oncológico, pacientes con VIH/sida, entre otros (Ribeiro, 2020).
Con esto, puede decirse que, de manera social, económica, ambiental y cultural, algunos grupos sufren y sufrirán más que otros con los efectos y consecuencias del nuevo coronavirus, como es el caso de las comunidades indígenas y poblaciones más pobres en general. Es por esto que el presente artículo se propone discutir cómo la comunidad indígena yanomami está amenazada en extremo por la propagación del virus y el contexto de las diversas dimensiones de vulnerabilidad a las cuales históricamente ha estado sometida.
Notas sobre el estado de excepción
Vivir con la pandemia ha recuperado el interés por la excepción. El intento de conciliar estos dos temas ha planteado incluso el posible surgimiento de un “estado de pandemia permanente”, que se dedica a observar cómo la pandemia legítima, facilita y enmascara la aplicación de nuevos, tecnológicos y sofisticados instrumentos biopolíticos de control social, como si fueran indispensables para la salud pública (Ruiz, 2020).
Es necesario señalar que, en Brasil, hay mecanismos razonables de monitoreo, protección y amparo de los derechos de los pueblos amazónicos, como la Ley n.o 6001 del 19 de diciembre de 1973,1 que rige las re laciones del Estado y de la sociedad brasileña con los indígenas. Aunque controvertido, al tratar a los pueblos como “relativamente incapaces”, el estatuto citado mantuvo su validez en el conjunto social, una vez que la Constitución de la República de 1988 pasó a interpretarlo desde un punto de vista democrático, rompiendo con la política de integración cultural entre indígenas y no indígenas, al garantizarles el derecho de mantener su propia cultura. Posteriormente, el Código Civil de 2002 eliminó por completo el estatus de “relativamente incapaces” de los pueblos indígenas, con lo que se dio paso a garantizar la regulación de sus derechos, como la reconocida capacidad, por medio de una legislación especial (Povos indígenas no Brasil 2018).
De esta forma, desde la promulgación de la Constitución de la República, proyectos de ley orientados a la protección de los pueblos indígenas comenzaron a ser tramitados en los entes legislativos, con el propósito de regular los dispositivos constitucionales plausibles para protegerlos. Sin embargo, estos mecanismos legales, de salvaguarda de los pueblos amazónicos, encuentran trabas para su realización y de manera sistemática fueron violados durante el gobierno de Bolsonaro, como se ejemplifica con el veto del jefe del Ejecutivo a 22 dispositivos constantes en el texto de la Ley 14.021 de 2020, sancionada el 7 de julio del mismo año, que determina la consideración de los pueblos indígenas, las comunidades palenqueras y demás pueblos tradicionales como grupos en situación de vulnerabilidad extrema y, por eso, extremadamente necesitados del servicio público de salud. Si no hubiese sido porque el Congreso Nacional, a través del Veto n.º 27 de 2020, suspendió por quorum parcial los impedimentos lanzados por el presidente de la República, el escenario de violaciones al derecho a la salud de los pueblos indígenas tendría obstáculos formales más allá de los materiales preexistentes -y potenciados a lo largo de la pandemia (Agência Senado, 2020).
Así, al considerar la relevancia del debate generado por la nueva excepción dada por el COVID-19 y la forma como promueve nuevas formas de control social, este artículo tiene como objetivo enfocarse en cómo la pandemia potencializó las violencias experimentadas desde hace mucho tiempo por los pueblos indígenas yanomami y en cómo han vivido un proceso de permanente sumisión a un estado de excepción que los priva del acceso a derechos, como resultado de la constante suspensión de sus derechos fundamentales.
Antes de iniciar las debidas conexiones entre el estado de excepción y la privación de derechos que sufren las comunidades indígenas y cómo ésta se ha intensificado con el nuevo coronavirus, conviene hacer unas breves consideraciones teóricas al respecto. Agamben (2004) se refiere al estado de excepción como una representación de la tierra de nadie, un espacio desprovisto de normas en el cual no es posible distinguir con facilidad si la experiencia ocurre en un contex to democrático o totalitario. Así pues, el vacío que deja la ausencia de una regla sólo puede ser llenado por la excepción, cuando la decisión soberana usurpa el papel de la ley. De acuerdo con el autor,
El estado de excepción es, en este sentido, la apertura de un espacio en el que aplicación y regulación muestran su separación y en el que una pura fuerza de ley hace (es decir, aplica sin aplicar) una regulación cuya aplicación ha sido suspendida. De esta manera, la unión imposible entre norma y realidad, y la consecuente constitución del alcance de la norma, se opera en forma de excepción, es decir, por el supuesto de su relación. Esto significa que para aplicar una norma, en última instancia, es necesario suspender su aplicación, para producir una excepción [Agamben, 2004: 63; traducción libre].
A partir de esta concepción, la excepción pasa a entenderse como un paradigma de gobierno que implementa la violencia estatal y viola los derechos fundamentales, en particular de los sectores más oprimidos y vulnerables de la sociedad, haciendo que la excepción opere aunque no exista un mandato expreso y específico para el soberano en una situación determinada. Vale la pena mencionar que, para Valim, “estrictamente hablando, no hay estado de excepción, sino estados de excepción, es decir, porciones de poder que, de manera legal o ilegal, escapan a los límites establecidos por el Estado de derecho” (2018: 22; traducción libre).
Así, la idea de excepción comienza a permitir “la eliminación física no sólo de los opositores políticos, sino también de categorías enteras de ciudadanos que, por cualquier motivo, parecen no estar integrados en el sistema” (Agamben, 2004: 13; traducción libre), al igual que la política de persecución y exterminio nazi, que institucionalizó lo que hoy forma el estado de excepción. Esto es lo que subyace en la teoría del homo sacer en Agamben, cuya vida se limita únicamente al nivel de la zoé, la perspectiva de una vida desnuda, que sólo se incluye en la sociedad y en el ordenamiento jurídico a través de su exclusión, en detrimento de una visión de la vida desde la perspectiva del bios, o de la vida política, calificada y digna de ser vivida.
Es en este sentido que Butler ayuda a aproximar las consecuencias del estado de excepción, aunque no lo mencione de modo expreso, y el trasfondo de la pandemia, ejemplificando cómo se legitima la existencia del homo sacer en la realidad global actual:
La desigualdad social y económica asegura que el virus discrimine. El virus por sí solo no discrimina, pero los humanos seguramente lo hacemos, modelados como es tamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el capitalismo. Es probable que en el próximo año seamos testigos de un escenario doloroso en el que algunas criaturas humanas afirmarán su derecho a vivir a expensas de otros, volviendo a inscribir la distinción espuria entre vidas dolorosas e ingratas, es decir, aquellos quienes a toda costa serán protegidos de la muerte y esas vidas que se considera que no vale la pena que sean protegidas de la enfermedad y la muerte [Butler, 2020: 62].
Agamben (2010), por tanto, define la vida del homo sacer como una vida que se puede matar, pero no sacrificar, en el sentido religioso, y cuya inclusión se produce sólo por medio de su propia exclusión. Es desde esta perspectiva que proponemos un análisis de la forma en que, aún hoy, ciertas vidas son tratadas por el Estado, en las democracias modernas, en una especie de jerarquía en la cual su consideración está directamente ligada a la zoé, como una vida natural, desnuda, y que puede ser exterminada. Éste es el punto en el que la tutela estatal otorgada a las comu nidades indígenas puede conectarse a un estado de excepción permanente que no brinda protección más allá de la zoé.
La necropolítica y el negacionismo del COVID-19 como manifestaciones del estado de excepción
Además de las vulnerabilidades potencializadas por el COVID-19, el tema que configura el estado de excepción, al cual se arrojan muchos grupos minoritarios, recorre un camino que va mucho más allá de la mera conjetura de un homo sacer ambiental. En el escenario pandémico, en el contexto de Brasil, hacer frente a la enfermedad se ha convertido en una elección entre los que viven y los que mueren. Es en este aspecto que la situación que viven muchas comunidades brasileñas se enfrenta a la elección de quienes detentan el poder y optan por la necropolítica.
Según el concepto desarrollado por Mbembe (2018), la necropolítica consiste en el uso del poder social y político como termómetro para determinar cómo pueden vivir unos individuos y cómo otros deben morir, y no se trata de una posición abstracta, ya que es una extensión de los medios de control sobre la vida de las personas. Es una manipulación que confiere algo más que el derecho a matar, porque permite que los individuos sean sometidos a su propia muerte, dado que el necropoder se manifiesta de diferentes formas y en múltiples escenarios, al reducir a las personas a las condiciones más precarias, e incluso a que se les quite la vida. Santos et al. afirman que:
El concepto de necropolítica corrobora la comprensión de las diferencias existentes en la actuación del Estado en relación con determinados grupos y la distribución diferencial del derecho a la vida. Su comprensión pasa por el reconocimiento de las medidas estatales que promueven la vida y la muerte con base en características que jerarquizan los cuerpos, estratificándolos entre aquellos que pueden ser eliminados y aquellos que deben vivir. En una sociedad estructuralmente fundada en el racismo, como mecanismo de un sistema político de dominación, las “formas contemporáneas que someten la vida al poder de la muerte” se definen a partir de dos ideas complementarias: la primera, que existen diferentes razas humanas; y la segunda, que hay razas humanas que son inferiores a otras [2020: 4213; traducción libre].
El necropoder es excesivamente intencional, porque sus efectos, además del fallecimiento, provocan el final de la vida, desde la muerte social y política. Los individuos afectados por la necropolítica, aprobada y provocada por el Estado, se vuelven incapaces de establecer limitaciones en sí mismos, por sí mismos, debido a la injerencia social y política de quienes tienen más poder para subyugarlos. Así, esta peculiaridad actúa como una característica de lo que es no estar verdaderamente vivo, considerando que el sujeto pierde soberanía sobre su propia vida. Esta capacidad de superponer a alguien con mucho más poder, sin embargo, no se aplica sólo a las personas de manera individual, llegando, por extensión, a las co munidades a las cuales están vinculadas, de modo que sus libertades de autonomía son arrebatadas por completo (Mbembe, 2018).
Las manifestaciones del necropoder pueden variar en cada circunstancia, pero siempre con la intención de transformar a un individuo o una determinada comunidad en no-muertos sociales y políticos. Al inicio de la pandemia COVID-19 en Brasil, el necropoder se expresó a través del negacionismo, esto, como explica Danowski (2020), vinculado a “un deseo de muerte y exterminio, al mismo tiempo, de sentido y de cualquier forma de alteridad, que es la misma fuente del fascismo” (traducción libre). Sobre el particular, de acuerdo con Morel (2021: 3),
El término negacionismo, tal como lo entendemos hoy, empezó a ser utilizado por el historiador francés Henry Rousso, al referirse a quienes negaban el Holocausto promovido por la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial. Era necesario distinguir el trabajo ordinario del historiador, el cuestionamiento permanente de las interpretaciones históricas, de la negación de los hechos establecidos, a partir de métodos turbios como la falsificación, el ataque, el descrédito del testimonio de los sobrevivientes, etc. El negacionismo no se podía llamar, entonces, “revisionismo histórico”, como pretenden quienes se empeñan en negar crímenes atroces contra las minorías, ya que no se trata de revisar y debatir por controversias, sino de producir confusión y silenciamiento intencional [traducción libre].
Al ver el negacionismo como una expresión sobresaliente del necropoder, Morel (2021) señala que las formas en las cuales se ha venido manifestando son heterogéneas y sustentan un fenómeno que está rodeado de complejidades. No obstante, aunque diferentes entre sí, estas manifestaciones de la necropolítia se articulan, como, por ejemplo, el negacionismo del racismo, que está intrínsecamente ligado al negacionismo histórico, éste, a su vez, articulado a los recientes movimien tos de negacionismo de la esclavitud brasileña. Por esta razón, el negacionismo de la pandemia está vinculado al negacionismo científico, ya que en gran medida quienes refutan la severidad del COVID-19 comparten la idea de negar los discursos científicos, porque:
Al negar la gravedad de la pandemia y, en consecuencia, la atención a la misma, se intensificó la “política de muerte”, descrita por Mbembe, dirigida a quienes padecen la precariedad de su vida -negros, pobres, ancianos, pueblos indígenas, mujeres-. Estas poblaciones serían, por tanto, un contingente de cuerpos desechables dentro de la lógica del sacrificio inherente al neoliberalismo, también llamado por el autor del necroliberalismo [Morel, 2021: 4; traducción libre].
Así, cuando la extrema derecha disputa la necesaria circunspección frente al COVID-19, el resultado inmediato es una minimización de la importancia de las políticas públicas en el actual contexto pandémico, lo que exime al Estado del deber de invertir en salud pública. El negacionismo comienza a adoptar los contornos del revisionismo histórico de antaño y va más allá de un nivel nunca visto, fortaleciéndose, incluso, en el ámbito de acción de quienes detentan el poder estatal. Como resultado más perverso de esta matemática hay una intensificación de la política de muerte de grupos en situaciones de vulnerabilidad (Morel, 2021).
En Brasil, a partir de 2020, la necropolítica se vuelve todavía más clara como paradigma y no como un folklórico culto a la muerte. La pandemia del coro navirus abrió un proyecto que ya se mostraba en el proceso de institucionalización de este cruel modelo en tierras brasileñas, en pequeños pasos, primero con el proceso de juicio político -con esmerados esfuerzos golpistas- a la presidenta Dilma Rousseff, en 2016, continuado por la violación de los derechos sociales frente al escenario legislativo de 2017, impul sado por la nefasta reforma en la Consolidación de las Leyes Laborales Brasileñas, que redujo diversas condiciones de trabajo a una forma casi moderna de esclavitud, de muchos modos, encontrando su apogeo en la campaña rodeada de tendencias fascistas que eligieron a Jair Messias Bolsonaro como el trigésimo octavo presidente de Brasil en 2018.
Con la enfermedad azotando al mundo, a fines de la década de 2010, el escenario brasileño se volvió lo suficientemente caótico como para que el término necropolítica se asocie de manera directa e indiscutible con el gobierno de Bolsonaro, como se percibe a partir de las acciones institucionales, tales como la remoción de gestores médicos del Ministerio de Salud, la asignación de militares sin ningún conocimiento acerca de los sistemas públicos de salud, así como el total desinterés del gobierno federal ante el colapso de sistema de salud en Manaos, en marzo de 2021, por causa del alto contagio por COVID-19 en el estado de Amazonas, lo cual ejemplifica también la vulnerabilidad del escenario amazónico discutido en este trabajo.
Así, la gran plaga de principios del siglo XXI abre un marco de elección elitista, adoptado por el gobierno de Brasil, de decidir por la vida de los más ricos en perjuicio de los demás -inflamando el sentimiento negativo en la población- así como por la serie de omisiones en el afrontamiento del COVID-19, presente desde la categorización de la anomalía como pandemia, en marzo de 2020, que hace que la vida de personas y pueblos vulnerables, como la comunidad yanomami, sea totalmente desechable.
El pueblo yanomami y la lucha contra la minería ilegal
Entre los problemas que enfrentan los yanomami, indígenas que viven en aldeas diseminadas por la selva amazónica, uno que atrae las intensas necropolíticas, que violan el estilo de vida de sus comunidades tradicionales y los coloca en la condición de sujetos desechables, es la minería que realizan los no indíge nas. Sin embargo, cabe señalar que esta práctica está prohibida por la legislación infraconstitucional brasi leña desde principios de la segunda mitad del siglo XX, en virtud del art. 128 de la Ley n.° 6001, del 19 de diciembre de 1973, que establece el Estatuto de los Pueblos Indígenas y que a la letra dice:
Art. 128. El uso de recursos minerales en tierras indígenas por el régimen de extracción de minerales, tales como minería, chispas y minería, es privado de las comunida des indígenas, no depende de autorización del Congreso Nacional y será permitido por el órgano de gestión de recursos minerales, en los términos de la regulación es pecífica [traducción libre].
No obstante, varias comunidades indígenas han convivido durante muchos años con la presencia indeseable de minas de oro ilegales instaladas en sus tierras, para la explotación directa de minerales como oro, diamantes, cobre, hierro y níquel, de manera impropia y contraria a la ley. Este ejercicio siempre ha sido fuente de conflictos socioambientales y amenazas a la seguridad física y alimentaria de las comunidades, así como a sus formas de vida y a la preservación de las tierras, promoviendo de manera sustancial la degradación del medio ambiente y poniendo en peligro varios sitios arqueológicos de valor histórico (Centro de Tecnología Mineral, 2015). Además, la prospección ofrece otro riesgo que repercute directamente en el incremento de los otros ya mencionados: el riesgo para la salud. Por ende, la actividad minera en tierras indígenas es vista como un tema de salud pública, que puede tener un impacto más fuerte en las comunidades en cuanto a seguridad alimentaria y medicina preventiva.
La comunidad yanomami ha sufrido sobre todo por la minería desde principios de 2019, al haber registrado la presencia de más de 20 000 invasores en su te rritorio desde entonces. Motivado por el incremento en el precio internacional del oro, cuya tendencia alcista continuaría debido a la crisis económica generada por la pandemia de COVID-19, se estableció una fiebre del oro contemporánea. Las invasiones se han vuelto cada vez más sofisticadas y las instalaciones ilegales cuentan con entrada y salida de aeronaves, servicio de suministro ininterrumpido y comunicación vía satélite. Además, el debilitamiento de las políticas de protección de los pueblos originarios, así como el apoyo y estímulo del gobierno federal para la flexibilización y legalización de las actividades de exploración minera en tierras indígenas, ha contribuido significativamente al mantenimiento de la crisis provocada por la minería ilegal (Instituto Socioambiental [ISA], 2020a).
El (ISA) ha puesto en marcha un informe sobre las invasiones de estos mineros en las tierras yanomami, monitoreando el avance de esta actividad ilegal a través de un programa satelital denominado Sirad, un sistema más avanzado que el Prodes-INPE y Deter-INPE, utilizados por el Instituto Nacional de Investigación Espacial (INPE). Este satélite permite un análisis más detallado de la explotación sufrida en las tierras de la comunidad. En total, el Sirad vio la degradación de más de 1 925 hectáreas de bosque y, sólo en los primeros meses de 2020, 114 hectáreas de tierra yanomami ya habían sido destruidas (ISA, 2020a).
Desde 2013, la Policía Federal, el Ministerio Público Federal y el Ejército en conjunto han realizado opera tivos para interrumpir esta compleja red nacional e internacional que impulsa y alimenta la minería ilegal de oro. Pero aún no ha habido una conclusión judicial, lo cual contribuye al cómodo sentimiento de impuni 0dad y desprecio por las comunidades que enfrentan los desafíos que la explotación impone a diario. También cabe mencionar que, en 2018, el cierre de cuatro Bases de Protección Etnoambiental de la Fundación Nacional Indígena (Funai) dejó una vasta área sin la protección adecuada, lo que resultó en un avance sin precedentes en la minería ilegal, de un modo nunca vista desde el origen de la tierra yanomami (ISA, 2020a).
Es importante destacar que, para hacer más eviden te la escala de las operaciones mineras, en 2019 el oro fue el segundo producto con mayor flujo de exportaciones en Roraima, sin que el Estado se haya beneficiado de la minería, y sin figurar en la contabilidad oficial de exportaciones estatales. Al año siguiente, con la llegada del nuevo coronavirus a Brasil, en marzo de 2020, las autoridades fueron informadas sobre la instalación de un nuevo campamento ilegal, con cerca de 50 nuevas personas, cercanas a la comunidad kore korema, revelando lo obvio: la pandemia no ahuyentó la minería aurífera e incluso pudo haber intensificado los procesos de explotación ilegal de las tierras más profundas de Brasil. Por lo tanto, el análisis de la historia de las invasiones de los mineros a las tierras yanomami y su movimiento por los bosques devela un patrón espacial de transmisión de enfermedades, que es especialmente peligroso para las comunidades que están aisladas y tienen memorias inmunológicas más sensibles a las enfermedades, como ocurre con las comunidades de Hakoma y Parima, que ya ne cesitan lidiar con el acercamiento de los campamentos ilegales (ISA, 2020a).
La explotación ilegal de las tierras yanomami ha provocado muchas muertes y contaminación por otras enfermedades, como la malaria y la viruela. Esta realidad hace que las comunidades sin infraestructura de salud sean todavía más vulnerables, promueve el deterioro de las condiciones económicas y el precario control de los vectores de transmisión, además de demostrar cómo la presencia de buscadores en tierras indígenas, situación preocupante en las tierras yanomami, es, sobre todo, una amenaza biológica, hecho que sigue siendo cierto en lo que respecta a la transmisión del COVID-19 (ISA, 2020b).
Por si fuera poco, ya ha sido confirmado por la Escuela Nacional de Salud Pública de la Fundación Oswaldo Cruz (Fiocruz) que la actividad minera es responsable de la contaminación por mercurio de las comunidades yanomami y ye’kwana. Debido a la contaminación, estas comunidades viven con toxicidades en el sistema nervioso central, urinario y cardiovascular, y pueden haber sido afectados sus sistemas inmunológico y respiratorio, lo que hace vulnerables a estas comunidades no sólo social, económica y ambientalmente, sino también de forma biológica y, por tanto, más frágiles a los efectos del COVID-19 (ISA, 2020b).
Pueblos indígenas: los efectos del COVID-19 y la minería de oro en el lente de la excepción
La lucha por la supervivencia de los pueblos indígenas se ha convertido en un elemento inseparable de su historia, característica que aún hoy resuena en la vida de estos Estados usurpados, violados y desatendidos. La forma en que la sociedad no indígena, autoproclamada civilizada, trata las particularidades y peculiaridades de las comunidades tradicionales evidencia el desinterés por su efectiva protección física e intelectual.
Ni siquiera la amplia legislación nacional e internacional sobre la importancia de preservar a los pueblos originarios, así como sus conocimientos y formas de vida, son suficientes para obtener del Estado una acción más efectiva y acorde con la protección que merecen. Por el contrario, lo que a menudo se ve es el compromiso con la integración y asimilación forzosa de estos pueblos y la indiferencia hacia sus intereses y necesidades reales, muchas veces reemplazados por las promesas de la lógica desarrollista. Es, por tanto, debido al sesgo cosmopolita del gobierno con el cual vivimos que, en pro del desarrollo económico, los de rechos fundamentales de los pueblos indígenas se encuentran diariamente suspendidos en una constante sustitución de la integridad y dignidad de este pueblo.
La suspensión de los derechos fundamentales es el punto de partida para asumir la existencia de un estado de excepción permanente, en el cual partes del poder escapan al control del Estado de derecho y pasan a la discreción del soberano, que inadvertidamente viola derechos con el peligroso argumento capitalista del desarrollo, cuyo ejercicio fomenta la teoría de la jerarquía de vidas. Por ello, los proyectos mineros, hidroeléctricos, agrícolas y madereros se instalan en tierras indígenas con la facilitación, aval y estímulo del gobierno federal, ignorando por completo las repercusiones de estas acciones en las comunidades locales, cuya supervivencia se pone a prueba cada día.
Por consiguiente, la imposición de las dimensiones de las vulnerabilidades expuestas en las comunidades indígenas pone de relieve algo que es en gran medida ignorado por los autoproclamados civilizados: el hecho de que las opresiones y las violaciones se cruzan. De ahí que sea posible afirmar que las comunidades indígenas sufren una vulnerabilidad doble, triple o incluso cuádruple, lo cual hace todavía más urgente el análisis del contexto de sus violaciones.
Ante esto, se vuelve a constatar que los pueblos indígenas en Brasil sufren de manera permanente las implicaciones de un estado de excepción que es, al mismo tiempo, causa y efecto de las vulnerabilidades y violaciones impuestas. Es sumamente trascendente resaltar, además, la tendencia de este escenario a agravarse por la pandemia del COVID-19 y cómo sirvió de pretexto para desviar la atención de las ilegalidades cometidas dentro de los bosques y por ello vale la pena mencionar, una vez más, las actividades mineras que ocurren de modo ilegal dentro de las comunidades indígenas, en especial en las tierras yanomami.
La segunda edición del informe sobre el riesgo de exposición al COVID-19 para los pueblos indígenas elaborado por la Fiocruz revela que, en varios indicadores demográficos y de salud, las poblaciones indígenas se encuentran en extrema desventaja en comparación con la población no indígena. El estudio muestra que tienen menor acceso a educación formal, menor cobertura de saneamiento, altos niveles de diarrea, anemia, obesidad, mortalidad temprana, además de enfrentar temas como seguridad alimentaria, mantenimiento y preservación de territorios, invasiones, así como contaminación y degradación ambiental (Fiocruz, 2020).
Según las encuestas realizadas por ISA (2020b), los yanomami tienen las peores estructuras de Brasil en cuanto a polos base, equivalentes a puestos de salud, con el mayor grado de vulnerabilidad entre 172 cen tros estudiados en el país. Esto significa que disponen del menor número de camas y respiradores, y que son los más limitados en cuanto al transporte. Esta es una realidad que se agrava cada vez más, considerando que:
La alta vulnerabilidad social calculada por Fiocruz para los municipios brasileños indica que la población de los municipios en superposición tiene la peor esperanza de vida al nacer, bajas tasas de escolaridad del índice de desarrollo humano y personas en hogares con saneamiento inadecuado. Tales factores contribuyen a la mayor vulnerabilidad de los pueblos con base en Yanomami al COVID-19 [ISA, 2020b: 17; traducción libre].
Los análisis del ISA también revelaron que, de los 37 polos base que dan servicio a las tierras yanomami, 23 de los que apoyan a las aldeas se encuentran a más de cinco kilómetros de las áreas invadidas por la minería e, incluso así, tienen alto riesgo y vulnerabilidad al COVID-19, amenazando a una población de 14 127 indígenas atendidos por estos 23 centros. Sin embargo, la situación no es mejor en las regiones con una distancia menor a cinco kilómetros del área de prospección, en las cuales 14 polos son responsables de 13 889 indígenas en riesgo crítico y extremadamente vulnerables al COVID-19.
A partir de este escenario, para estimar el impacto de la transmisión de COVID-19 en las comunidades yanomami, ISA utilizó el método susceptible infectious recovered (SIR), que
describe la dinámica de la contaminación en una población según el número de individuos infectados, el tamaño de la población, la tasa de contagio y un parámetro de recuperación. Por lo tanto, utilizando este modelo es posible estimar el número de personas que pueden estar infectadas en un escenario de transmisión de enfermedad dado [ISA, 2020b: 19; traducción libre].
Los estudios basados en este método consideran la tasa de contagio en Roraima, ya que no hay tasas dispo nibles para las comunidades indígenas. Al considerar el peor escenario, en el cual la tasa de contagio es de cuatro, se analiza una población de 13 889 indígenas, referidos a las zonas más cercanas a la minería, una región de altísimo riesgo y vulnerabilidad, teniendo en cuenta la presencia de aproximadamente 20 000 buscadores en esta región, la ocurrencia de un solo caso puede resultar en 5 603 casos nuevos después de 120 días.
Esto significa que la inercia respecto a la contaminación en la tierra yanomami resultaría en el contagio de 40.3% de la población indígena que vive en las áreas críticas atendidas por los 14 polos base, ubicados a menos de cinco kilómetros de las áreas invadidas por la minería ilegal. Por otro lado, teniendo en cuenta que la tasa de letalidad es dos veces mayor que el número de personas afectadas en la población no indígena, es posible tener de 207 a 896 muertes por indígena yano mami (ISA, 2020a).
Los datos del ISA (2020b) informan que la xawara ya ha llegado a los 34 distritos sanitarios especiales indígenas (DSEI),2 y que ya ha infectado y victimizado a un gran número de indígenas en Brasil, lo cual apunta a una alarmante tendencia de crecimiento, en la coyuntura actual. Lo que debe tenerse en cuenta es que las tasas de contagio son, en contra de lo que comúnmente se imagina, más altas en las zonas rurales que en las urbanas. Además, no es posible olvidar las aglomeraciones, escenarios que catalizan transmisiones, pero que son totalmente compatibles con la realidad indígena, permitiendo que la contaminación de un miembro afecte a todos los demás, condición en la cual el control de las transmisiones se vuelve casi imposible (ISA, 2020b). Así,
Un punto central en la lucha contra COVID-19 es el hecho de que, hasta el momento, el gobierno brasileño no ha reconocido la inserción de las comunidades indígenas en el contexto de transmisión comunitaria y esto tiene consecuen cias dramáticas para la salud de estas poblaciones. Esto ha provocado que los DSEI organicen su respuesta, esperando que se confirmen los casos de COVID-19 en las aldeas y sólo entonces desencadene el nivel de peligro inminente o respuesta de emergencia en salud pública. Debido al carácter altamente transmisible del COVID-19 y la dinámica de vida comunitaria de los pueblos indígenas, esta decisión impide tomar medidas efectivas para evitar el contagio en las comunidades indígenas [ISA, 2020b: 25; traducción libre].
Entonces, desconocer que hay transmisión comunitaria dentro de las comunidades indígenas refuerza la falsa percepción de que los pueblos son comunida des aisladas y, por ende, más seguras frente a la contaminación por COVID-19, lo que hace que en la problemática enfrentada por las comunidades se ignore por completo el contacto forzado impuesto por las actividades mineras ilegales que se extienden a lo largo de los bosques.
No sin razón, la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ACNUDH) para América del Sur, junto con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, declaran a la pandemia COVID-19 como una de las mayores amenazas modernas a las formas de vida de los pueblos indígenas en la Amazonía (ACNUDH, 2020), lo cual corrobora la idea aquí defendida sobre la pandemia, que derivó en un posible genocidio de estos pueblos.
A partir de estos análisis, queda claro que la pandemia del nuevo coronavirus ha modulado la idea de una biopolítica arquetípica, pues nos dio oportunidad de visualizar, con una mirada menos miope, que las propias comunidades han gestionado colectivamente la salud de su cuerpo social, mientras que los gobiernos sólo se ocupan de la muerte (Yañez González, 2020), realidad que es muy conciliable con la cotidianidad de las comunidades indígenas y que nos permite entender la vida indígena como la vida del homo sacer.
Conclusiones
Si se considera la gravedad del escenario pandémico percibido por el mundo, es imperativo examinar el tema desde la perspectiva de la necropolítica, el estado de excepción y la explotación ilegal de los bosques, a través de las invasiones de la minería en los territorios indígenas de la Amazonía. Esto se debe a que estas prácticas aumentan la propagación del coronavirus en entornos vulnerables -como la comunidad yanomami- que están altamente expuestos a peligros provocados por personas no indígenas.
Según el análisis de las cifras oficiales, que diario sufren cambios por nuevas muertes y nuevas personas infectadas con COVID-19, queda por demostrar cómo este escenario se agrava más cada día y afecta a estos lugares y personas. Ellos, que en un principio eran percibidos como los más aislados y seguros contra la infección, se ven fuertemente afectados, lo cual pone en riesgo a uno de los grupos originarios más grandes y significativos de Brasil.
La realidad indígena, vulnerable por el estado de excepción y víctima del necropoder, deja clara la compatibilidad entre la vida del homo sacer y la de los pueblos indígenas, cuya protección nunca se da más allá de la mera vida, la zoé. Tal situación lleva a pensar que la forma de vida yanomami no es una prioridad para el gobierno brasileño y que la pluralidad de visiones del mundo representa una amenaza real. Como la alegoría del homo sacer, los indígenas brasileños están a merced de la voluntad del soberano, en total desacuerdo con el orden constitucional vigente.
La investigación del historial de las actividades mineras ilegales y la crisis actual que viven los pueblos indígenas yanomami, mediante la presencia de decenas de miles de invasores en sus tierras, lleva a concluir que el mantenimiento y fomento de la minería en tierras indígenas es parte de un escenario que se proyecta en el tiempo. De este modo, se dibuja un contexto de suspensión de los derechos fundamentales de los pueblos amazónicos, que se posiciona en la contemporaneidad como un punto esencial del estado de excepción permanente al cual los yanomami están sujetos, como resultado de la omisión consciente del gobierno brasileño, lo cual equivale a la manifestación inconfundible del necropoder.