Introducción
En este artículo presentamos un acercamiento a los rituales de xochitali que se realizan cada primer viernes de marzo en poblaciones cercanas a la sierra nahua de Zongolica. Consideramos esta praxis ritual como un proceso de reelaboración, en el que las formas de identificación se reconstruyen a través de la referencia a prácticas históricas de reproducción cultural, las cuales han adquirido características particulares en el marco de las políticas multiculturales (Boccara, 2010). Para su análisis, mostramos los caminos divergentes que un mismo fenómeno de reactivación tiene en tres contextos diferentes. Partimos de la consideración de que los rituales aquí presentados tienen la intención de construir modernidad comunal (Zarate, 2009) mediante estas prácticas, pero que las distintas salidas que tuvo este proceso derivaron en otras variables de modernidades indígenas, como la mercantilización de la cultura y las etnoempresas (Comaroff y Comaroff, 2012).
Hace aproximadamente trece años1 despertaron nuestro interés los rituales de xochitlali, realizados el primer viernes de marzo. Lo primero que nos sorprendió fue la difusión de estos en contextos urbanos por medios de comunicación como la radio, camiones de sonido y anuncios espectaculares, que pretendían lograr una asistencia regional a un ritual que anteriormente era de carácter familiar y estaba localizado principalmente en las regiones serranas de Zongolica. Estos rituales se han promovido desde hace algunas décadas en comunidades donde “se perdieron” algunos aspectos de la cultura nahua como el idioma, la vestimenta y las prácticas religiosas tradicionales. Esto hace que, desde una óptica culturalista, escencializadora y externa a la región, estas localidades sean consideradas en la actualidad como no indígenas.
La Sierra de Zongolica mantiene, al menos desde el siglo XII (Kirchhoff, 1958, p. 487), una activa presencia de asentamientos nahuas. Estas poblaciones, a lo largo del tiempo, han sufrido distintas transformaciones sujetas a los procesos de control, apropiación y dominación del territorio, que tuvieron un especial impacto en el siglo XVI (Wolf, 1986). El modelo de expansión territorial, desde ese momento hasta la fecha, provocado por el establecimiento de haciendas y plantaciones en la región, generó un proceso de contracción, que llevó a las poblaciones nahua-hablantes a abandonar las partes bajas de la sierra y concentrarse, mayoritariamente, en la zona alta y fría. Aunque los asentamientos de la parte baja perdieron la lengua y aspectos importantes de la cosmovisión nahua, no dejaron de mantener vínculos con su historia. Los procesos de reactivación de los rituales estudiados aquí son parte de estas formas de reelaboración comunitaria y utópica, los cuales pueden ser enmarcados en un movimiento más amplio de reivindicaciones por la identidad.
A partir de los años setenta del siglo pasado ocurrieron importantes transformaciones relacionadas principalmente con la construcción de carreteras, que permitieron la articulación de la sierra con los centros urbanos cercanos, y con la llegada de los Centros Coordinadores Indigenistas (CCI-INI). En la década siguiente, esto fue el detonante de políticas públicas dirigidas a la promoción de los atractivos naturales y culturales de las poblaciones indígenas.
Los rituales que nos ocupan tienen lugar en grutas de singular belleza que han despertado el interés del turismo regional y nacional. Estos se desarrollan en un contexto ceremonial más amplio que involucra a una gran cantidad de actores sociales: danzantes concheros, médicos tradicionales, políticos locales, especialistas rituales y artesanos, entre otros.2 El resultado es un acto performativo y espectacularizado de gran complejidad.
El registro etnográfico de estos rituales (nutrido por numerosas entrevistas con los participantes y asistentes) nos mostró un escenario complejo en extremo, compuesto por una gran cantidad de voces y sentidos. En algunos momentos, los fines instrumentalistas y políticos fueron muy claros, por ejemplo, al ver a la comitiva del exgobernador de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa (gobernador de 2010 a 2016) repartir sombrillas durante uno de los eventos. Sin embargo, esta visión instrumentalista palidecía cuando los vecinos de las grutas se acercaban con el propósito de hacer una oración y depositar flores. También se iba borrando cuando sentíamos la emoción que le producía a uno de los organizadores originales narrar cómo había ido hilando ideas de lo que contaban sus mayores y lo que había leído en los libros, para recrear un ritual que, consideraba, era representativo de su identidad y que había desaparecido. Entonces, nos inclinamos a pensar que el componente mercantilista y político de estas ceremonias no era el único a tomar en cuenta, sino que era una más de sus aristas, que no anulaba su papel como elemento de reafirmación identitaria. Como mencionan Jean y John Comaroff (2012, p. 22), este tipo de procesos de reelaboración también son “una manera de reflexionar y autoconstruirse, producir y sentir una identidad”.
En la primera parte de este trabajo presentamos un acercamiento etnográfico a los rituales de xochitlali del Primer Viernes de Marzo, a partir de la descripción de tres casos. Nos proponemos mostrar cómo la construcción utópica del pasado trasciende las intenciones de las políticas culturales y toma diferentes formas de vinculación con su entorno social y político. En los tres ejemplos presentados se destaca el papel que tuvieron las instituciones y políticas culturales en su origen, así como la agencia étnica que encauzó la acción política por diferentes caminos.
En el siguiente apartado analizamos los contextos global y nacional en los que se desenvuelven estos procesos de reactivación cultural. Enmarcamos esta discusión en las reformas del Estado implementadas desde los años ochenta del siglo pasado (Oechmichen, 2003) que tocan las políticas públicas y culturales relacionadas con las poblaciones indígenas, en especial los cambios en los artículos 4 y 27 de la Constitución. También consideramos necesario, para entender este fenómeno, tomar en cuenta los imaginarios que atraviesan las relaciones entre el Estado mexicano y las poblaciones originarias.
En el tercer y último apartado desarrollamos el término comunalidad, como una construcción que da sustento ideológico a los proyectos locales en que estas actividades rituales se desarrollan. Este contexto nos permite entender la posición de los diferentes actores que participan en los rituales, en especial de los intelectuales locales que han retomado la información generada por antropólogos e historiadores para recrear una comunidad histórica, una comunidad imaginada que les permite reposicionarse en la arena política.
Los xochitlalis del Primer Viernes de Marzo
La observación y el análisis de los rituales como elementos que están más allá de la praxis ritual y sus secuencias conforman metodológicamente una premisa central en la investigación antropológica actual. Implica verlos no como una unidad cerrada en sí misma, sino situarlos en el contexto de otras relaciones y vínculos humanos y no humanos, interconectados entre sí, en procesos micro y macro que no funcionan como categorías separadas en la (re)producción cultural, tal como lo reclaman otros ejercicios contemporáneos de investigación en las ciencias sociales, las humanidades y el estudio del arte (Latour, 2005; Strathern, 1992).
También es un reto mirarlos a lo largo del tiempo. O, mejor, es algo que metodológicamente (desde otro ángulo) nos ayuda a situarlos como parte de un proceso social dinámico.3 En el drama de la acción ritual es posible seguir sus transformaciones, ver sus montajes y comprender los vínculos relacionales y políticos que atraviesan a las ritualidades (Abélès, 1988; Abélès y Badaró, 2015). El estudio de los rituales que a continuación describimos ha encarado un proceso de largo tiempo de observación, que incluye tanto investigación etnográfica como análisis histórico. La observación continua, durante varios años, nos llevó a ir entendiendo estos rituales en los cambios y en las distintas formas de escenificación de estos. Para ello, contamos con numerosas entrevistas y registros etnográficos, realizados durante las ceremonias y en otros momentos. Observamos sus entornos de producción y, a lo largo de un amplio periodo, establecimos e identificamos a los agentes sociales en sus redes y articulaciones. En el siguiente apartado presentamos algunos elementos para su análisis.
Las grutas de Totomochapa
Los rituales del Primer Viernes de Marzo iniciaron en 1983 en la cueva de Totomochapa,4 como parte de una iniciativa del Instituto Nacional Indigenista (INI) que se proponía impulsar proyectos de reactivación cultural en las comunidades indígenas del país. El antecedente local de estos rituales era La Viuda, una fiesta que ofrecía el dueño de la exhacienda de Tlasolalapa a sus trabajadores con motivo del fin de la cosecha del café. La fiesta consistía en un baile y una comida que se realizaban en el interior de la gruta. Esta verbena era antecedida por un ritual, que el dueño realizaba solo; este consistía en ofrendar un guajolote hervido, que colocaba en un chinate, así como veladoras, aguardiente y cohetes.5 Al morir el propietario en 1973, el beneficio de café dejó de funcionar y terminaron las celebraciones en el interior de la gruta.
En 1983, funcionarios del INI, junto con los actuales dueños de la exhacienda y con la asesoría de un maestro normalista, se dieron a la tarea de reactivar los xochitlalis en la gruta.6 Los rituales que empezaron a realizarse cada primer viernes de marzo fueron resultado de un proceso de reelaboración cultural que retomó los xochitlalis como elemento central, pero que incluyó fundamentos de la cosmovisión mesoamericana en general y de la tradición de los grupos de neoconcheros.7 El profesor normalista convocó a especialistas de otras localidades para efectuar el ritual, ya que en la zona esta práctica estaba en desuso.
La elección del xochitlali como elemento representativo de la identidad nahua no fue azarosa. Esta es una práctica ritual muy extendida entre los pueblos nahuas de Zongolica. Se manifiesta en la relación dialógica que se establece con la Tierra por medio de las oraciones y ofrendas. Este ritual reproduce un elemento central de la religiosidad nahua: la reciprocidad, como un precepto moral que se extiende a las relaciones que los pobladores sostienen con el entorno social y ecológico (Álvarez, 1991). Tradicionalmente, este ritual era ejecutado por los especialistas, denominados en náhuatl xochitlakas, desde dos contextos diferentes: durante el inicio de la temporada de siembra y con fines terapéuticos cuando alguien enferma. El objetivo pretendido es propiciar condiciones favorables para la salud y la fertilidad, así como agradecer y subrayar los procesos de transformación en los ciclos de vida. Recientemente, la realización de este ritual se extendió a proyectos urbanos de beneficio social, como la construcción de carreteras, puentes o escuelas, situaciones que no han estado exentas de luchas políticas y simbólicas entre los distintos actores que conforman el campo social (Casas y Morales, 2019).
Al colectivo inicial de organizadores se les unieron investigadores de instituciones académicas y un contingente de excursionistas y espeleólogos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). A través de esta comunidad de académicos y danzantes, los rituales de la gruta empezaron a ser conocidos fuera de la región. En 1986, uno de los asistentes escribió un reportaje en la revista México Desconocido (Morante, 1986), que también contribuyó a que el ritual y el escenario natural en el que se desarrollaba fueran conocidos en el país. Por tales razones, empezaron a llegar visitantes regionales y grupos de espeleólogos, principalmente provenientes de la Ciudad de México.
En 1990, el maestro normalista invitó a grupos de danzantes concheros8 de la Ciudad de México, que comenzaron a concurrir a la celebración. Este tipo de danzas no se presentaban en los rituales celebrados en las partes altas de la sierra ni, mucho menos, en los xochitlalis que se efectuaban antes de esta fecha. Así, el ritual adoptó desde sus inicios características diferentes a las que tiene en la parte alta de la sierra; entre otras, incluyó el sacrificio de guajolotes y las danzas de concheros, así como la presencia de un grupo de ancianos nahuas procedentes de distintas comunidades. El ritual se llevaba a cabo a las doce del día. Antes y después de ese momento, los concheros ejecutaban sus danzas. La amalgama de estos elementos resultó ser un espectáculo muy atractivo para los jóvenes y asistentes foráneos.
Los diferentes actores que participaban en la organización de la celebración tenían intereses y objetivos divergentes en cuanto a los rendimientos que esperaban obtener del ritual. Estas diferencias se transformaron en desavenencias y conflictos, que se fueron multiplicando a medida que el ritual era cada vez más concurrido. Así, los desacuerdos crecieron hasta terminar en la retirada de los organizadores originales.
Los grupos de danzantes concheros provenientes de la Ciudad de México habían identificado la cueva como un espacio “sagrado”, en el que ofrecían culto a la Tierra y a los antepasados por medio de la danza, una de las prácticas más importantes de su tradición: el ritual de velación (Peña, 2002, p. 62). Para ellos, la incorporación del ritual de xochitlali a sus ceremonias representaba una forma de actualizar y mantener vivo su culto, ya que la tradición neoconchera, a la que pertenecen, se alimenta del conocimiento del pasado mesoamericano a través de fuentes etnohistóricas, de la palabra de sus guías espirituales y de prácticas vigentes. Estos rituales y los espacios “sagrados” donde se llevan a cabo son integrados al bagaje cultural de estos grupos. Esto los llevó a considerar su participación como un compromiso que adquirieron con la Madre Tierra.
Las primeras mesas9 que participaron fueron las de Tepetixtla y la del Santo Niño de Atocha y la Virgen de San Juan de los Lagos. Después de cuatro años, la primera mesa se retiró porque no obtuvo apoyo para su transporte por parte de los organizadores. Posteriormente, los ancianos también se retiraron, y dejaron la “responsabilidad” de continuar con la ceremonia en manos de una de las integrantes de la mesa del Santo Niño de Atocha, de origen argentino, quien radica en una población cercana y participó de manera voluntaria en la celebración hasta 2009. En una entrevista, ella manifestó que, al paso del tiempo, la celebración se había convertido, cada vez más, en un negocio de la familia encargada y que eso era contrario a sus intereses, por lo que dejó de asistir.
Desde un inicio, los propietarios de los terrenos cercanos a la gruta asumieron el papel de administradores de la ceremonia y empezaron a cobrar el acceso a la presentación del ritual. Cuando el número de visitantes creció tuvieron que hacer remodelaciones para facilitar el acceso y acondicionar un terreno como estacionamiento. También montaron pequeños puestos de comida en los terrenos aledaños a la gruta. Estos gastos fueron sufragados con la tarifa que se cobraba, así como con el establecimiento de expendios de comida y bebida. Lo anterior creó diferencias con los danzantes, quienes consideraban justo que los propietarios los apoyaran con su transporte y alimentación, ya que estaban obteniendo ganancias por la realización del evento.
En la celebración de alguno de los rituales se contó con la participación de políticos regionales como el diputado Mario Zepahua, quien apoyó monetariamente con el transporte de los danzantes durante un tiempo. También se contó con la presencia de otras personas relacionadas con la política como la esposa de Miguel Ángel Yunes Linares,10 quien se incorporó a la ceremonia un año en que se presentó con una ofrenda floral que colocó durante el ritual. No obstante, estos personajes no tomaron en sus manos la organización de la celebración y únicamente acudieron como invitados y participaron con donaciones.
El último año en que se presentaron los danzantes fue 2009. La celebración de 2010 fue completamente diferente a la de años anteriores. Los visitantes se dirigieron al sótano de Popocatl y a recorrer la gruta. Estuvieron esperando a que el ritual diera inicio. Cerca de las dos de la tarde empezaron a cuestionar al dueño del predio, que se encontraba cobrando las entradas. Ante la insistencia, el organizador se limitó a colocar un plato con pollo, que trajo de los puestos de comida, en la cruz de flor de café, que estaba al fondo de la gruta. Así, el ritual fue cediendo su lugar como espectáculo performativo; se tornó una ceremonia despojada de su carácter ritual transformatorio. En esta transición, el espacio perdió su carácter sagrado y se le dio prioridad a la belleza natural y a la realización de deportes extremos.
El caso de Totomochapa, analizado a lo largo de su corta historia, inició como un proyecto de reelaboración cultural apuntalado por las políticas multiculturales que el Estado mexicano empezó a aplicar en la década de los ochenta. Su elaboración estuvo en manos de un maestro normalista, intelectual local, que incluyó elementos propios de la tradición cultural de la sierra, como el xochitlali, pero en el contexto geográfico de las cuevas, que, además de dar a la ceremonia un carácter de espectáculo, son una referencia de la geografía sagrada mesoamericana en la que representan el origen de los pueblos nahuas. La presencia de los danzantes concheros completó la espectacularización de la ceremonia e incluyó un elemento de la modernidad religiosa que, desde hace poco tiempo, ha tenido una gran aceptación en las comunidades nahuas de la sierra. Los grupos de danzantes concheros han incursionado en las celebraciones como en las mayordomías y otras de carácter tradicional, incluso ya existen grupos locales. Sin embargo, el proyecto no contó con el tejido social que hiciera posible el desarrollo y permanencia de este. Los promotores originales no perseguían intereses comunes ligados a la comunidad. Tampoco fue un proyecto que un grupo político tomara como propio. El evento devino en lo que Vázquez León (2010) ha denominado “negocios étnicos” y Comaroff y Comaroff (2012) han llamado “etnoempresas”.
Este proyecto, que inició como una utopía y terminó en una empresa étnica, también apareció en grutas cercanas. En especial, en dos lugares la celebración llegó a tener una convocatoria regional, aun de mayores dimensiones que la de la cueva de Totomochapa: en la Cuesta del Mexicano y en la cueva del Sol.
La cueva del Sol
Los rituales del Primer Viernes de Marzo iniciaron en la cueva del Sol en 1993, por iniciativa de un músico originario de la localidad de Cuetzapotitla quien, para la organización de la ceremonia, obtuvo un financiamiento a través de un proyecto del Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (PACMYC11). La gruta se localiza en las afueras de la localidad de Cuetzapotitla,12 a aproximadamente 15 minutos de la gruta de Totomochapa. Se trata de una cueva de una belleza similar a la de Totomochapa, pero con la particularidad de que tiene una altura de proporciones extraordinarias y pinturas rupestres, que los pobladores han identificado como soles. La cueva y, en especial, las pinturas en su interior son consideradas elementos identitarios de la comunidad; una muestra de esta consideración es que los soles se han reproducido en espacios públicos como la iglesia.
Para la celebración, el organizador, al igual que ocurrió en Totomochapa, contactó con un xochitlaka, ya que él no sabía cómo realizar el ritual. Los primeros años fue asistido por un especialista de Zongolica, después recurrieron a una persona de la localidad. De los tres lugares en los se lleva a cabo el ritual, es en esta población donde mantiene una secuencia, semejante a la observada en las poblaciones nahuas de la parte alta. En esta secuencia es posible destacar tres momentos o actos.
Al primer acto lo hemos denominado “recorrido y adoración de la cruz”. Inicia con el descenso hacia la parte más profunda de la gruta por una comitiva formada por el xochitlaka, miembros del municipio de Coetzala y de la comunidad de Cuetzapotitla, acompañados por invitados especiales y algunos pobladores que se unen al recorrido. Desde que inicia el descenso, un grupo de músicos interpreta sones. El xochitlaka o, en su caso, alguno de los invitados especiales, como políticos locales o miembros de instituciones de gobierno, es distinguido con el honor de portar la cruz. Se trata, al igual que en la cueva de Totomochapa, de una cruz formada con flores de café. La comitiva lleva los productos que se van a ofrecer a la Tierra: botellas de aguardiente, flores y frutos.
El segundo acto consiste en “sembrar la cruz y rezar”. La cruz es enterrada en un altar, que se coloca al fondo de la gruta. Posteriormente, el xochitlaka procede a rezar en náhuatl y a ofrendar a la Tierra los bienes que han dispuesto para esto. Cuando asiste el músico organizador de la ceremonia, él se dirige a los asistentes y explica el sentido del ritual. Menciona la importancia de preservar las tradiciones y las enseñanzas de sus mayores, así como de restituir a la Tierra y agradecer los bienes recibidos durante el año.
En el tercer acto, “poner la flor”, se realiza la colocación de la ofrenda y la libación de las bebidas. Se pone vino para la madre Tierra y aguardiente para el Tlalokan. Además, con copal se sahuma a los presentes y a las ofrendas, formando una cruz.
Este ritual, a diferencia de los que se realizan en las otras dos grutas, tiene una convocatoria local. Los asistentes pertenecen al municipio de Coetzala. Los visitantes foráneos llegan por invitación especial, como los políticos o burócratas. La comunidad participa activamente en el ritual. Al finalizar, se acercan al altar y se persignan. Uno de los pobladores afirma que asiste cada año porque “tiene que cumplir”. Este hombre nos dijo que recuerda que su abuela le contaba que iba a ceremonias en la gruta cuando era niña.
Desde que inició la ceremonia, el ayuntamiento de Coetzala ha participado aportando dinero y personal. Por su parte, el organizador original, junto con un especialista ritual, ha continuado participando con la organización. Esto ha resultado en un desarrollo diferente por completo al de Totomochapa. Hasta el año 2010, el ritual podía ser visto como una ceremonia para crear comunalidad, ya que el tejido social le daba sentido y consistencia a la misma ceremonia. Los políticos locales, por su parte, hacen uso de este espacio como una forma de legitimar su posición e ir construyendo su identidad como población indígena.
Las grutas de Cuesta del Mexicano
Estas grutas comprenden dos sistemas cavernarios: Santa Cruz y Galicia, localizados en la comunidad denominada Cuesta del Mexicano, en el municipio de Ixtaczoquitlán.13 En 1997, un poblador, que en esa época se desempeñaba como agente municipal, decidió organizar una ceremonia de xochitlali en el interior de la gruta de la Santa Cruz. Él afirma que su motivación fue “que los jóvenes estaban perdiendo el respeto por la naturaleza, por el agua, el fuego, el aire y la Tierra y era necesario recordarles la importancia de agradecer a la Tierra por los bienes concedidos” (Toribio Xotlamihua Rojas. Entrevista, febrero de 2008).
Al igual que los organizadores de las ceremonias anteriores, invitó a un especialista ritual, pues en la comunidad se había perdido la tradición de estas prácticas. Además, antes buscó información en textos especializados sobre el pasado mesoamericano, así como en documentos que estaban en el Archivo de Ixtaczoquitlán y en leyendas que él conocía. El agente municipal y el especialista ritual, oriundo de la población aledaña Rincón de las Maravillas, son los intelectuales locales que se han encargado de la reelaboración de la ceremonia. En los primeros años de celebración, el ayuntamiento de Ixtaczoquitlán contrató los servicios del arqueólogo Arturo Montero para la producción del video titulado Descubriendo Ixtaczoquitlán (2003).
Los danzantes concheros también participan, pero no tienen un papel dentro de la organización, sino que asisten como invitados. Se trata de nueve jóvenes, procedentes de Rincón de las Maravillas, que conforman el grupo Nahui Ollin Quetzalcóatl, que, al parecer, es el primer grupo de danzantes concheros de la sierra. Coinciden con los danzantes de la cueva de Totomochapa en considerar un “deber” su asistencia y en ofrecer su danza en este espacio que reconocen como sagrado.
Desde su inicio, la celebración ha contado con el apoyo del municipio de Ixtaczoquitlán, la entidad con el mayor presupuesto de la zona, porque en este municipio se han establecido algunas de las industrias más importantes de la región. El departamento de difusión cultural de este ayuntamiento proporciona recursos para que la celebración sea difundida por medios de comunicación como la televisión, la radio, los camiones de sonido y los anuncios espectaculares. Además, facilita gratuitamente el transporte para los visitantes de la región que acuden a la celebración. Por su parte, los vecinos de la gruta, incluida una escuela primaria, ofrecen comida y servicios sanitarios a los asistentes, así como dulces, plantas y artesanías.
En este municipio, las ceremonias del Primer Viernes de Marzo han sido consideradas un foro importante para presentar eventos de carácter cultural. En 2003 se realizó un encuentro de herbolaria, que conjuntó a delegados de doce países, y en 2011, el Primer Encuentro de Danza Prehispánica, con representantes de Colombia, Honduras, Yucatán y Veracruz. En los alrededores de la gruta, cada año se dan cita sanadores, médicos tradicionales, espiritistas y otros especialistas para ofrecer limpias y curaciones a los asistentes.
Un rasgo importante de estas ceremonias es la participación de personajes de la política regional. Por ejemplo, en 2009, el entonces candidato a diputado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), Javier Duarte de Ochoa, que después sería gobernador de Veracruz, asistió con toda su comitiva a presenciar el ritual. Desde muy temprano se habían colocado dos tarimas, una para que los danzantes ejecutaran sus bailes y otra que tenía de fondo un cartel con la leyenda “Xochitlali Ritual Prehispánico. Cuesta del Mexicano, Tuxpanguillo Ixtaczoquitlán, Ver.”. Antes de la llegada de Duarte, varios políticos locales usaron la tarima para dirigir discursos a los asistentes. El priista llegó después de las 12 del día, hora en que se realiza el ritual, lo que provocó que el xochitlaka manifestara su enojo, ya que los miembros del ayuntamiento le pidieron que esperara a que el político llegara para iniciar. También le requirieron que efectuara la ceremonia en la tarima que habían colocado para que los danzantes bailaran. El xochitlaka se negó rotundamente y les explicó que la ofrenda y los rezos se hacían en la puerta de la gruta y que no se dirigían a los asistentes, sino al interior de la cueva, donde se encontraban las deidades a las que querían agasajar. Duarte de Ochoa llegó con un nutrido contingente vestido de rojo, el color que identifica al partido político. El candidato estuvo solamente 30 minutos en el sitio; saludó con rapidez y su equipo repartió sombrillas rojas a los asistentes.
El carácter híbrido que adoptan las celebraciones en Cuesta del Mexicano, en comparación con las otras dos referidas, es el que más destaca. En este caso, el ritual había sido desplazado a favor de una ceremonia sujeta a una lucha política. No obstante, a pesar de tal lucha, se percibe un interés, aunque instrumentalizado, por construir una representación identitaria. El acceso a esta ceremonia, a diferencia de lo que ocurre en la cueva de Totomochopa, es completamente gratuito. Incluso el ayuntamiento de Ixtaczoquitlán ofrece transporte, así como eventos de carácter cultural, sin costo. Esto refleja el interés del municipio por difundir y conservar la ceremonia como elemento identitario de la comunidad.
Consideramos que la lectura diádica que requiere este ritual tiene que ver con dos procesos interrelacionados, pero de naturaleza diferente, que se conjuntaron en la génesis de estas ceremonias. Por un lado, las políticas culturales fincadas en una perspectiva multicultural de la identidad nacional y, por el otro, la comunalidad como propuesta ideológica y utópica que le da sentido a esta práctica en el interior de las comunidades. Estas dos dimensiones de un mismo fenómeno crean diferentes formas de articulación política. La primera, dirigida al fortalecimiento de una red de relaciones entre los grupos de poder local y regional. La segunda, enfocada en la generación y afirmación de un sentido de comunidad entre los pobladores, en referencia a un pasado mesoamericano. En los siguientes dos apartados desarrollamos una propuesta de la manera en que estas dimensiones diferentes dan sentido a esta práctica ritual.
Viejos actores y nuevos escenarios de conflicto y negociación: Los procesos de reactivación cultural en México
Para entender los rituales que nos ocupan es necesario examinar la compleja red de relaciones y dependencias que México, como Estado-nación, ha ido tejiendo con las poblaciones indígenas. Desde que este país se constituyó como nación inició una relación contradictoria y paradójica con los pueblos indígenas, que continúa hasta el presente. Cuando se gestó el proyecto independentista, ideólogos e intelectuales, como Javier Clavijero, recuperaron el pasado glorioso e imperial de los pueblos mesoamericanos, en especial el legado de los aztecas y mayas, para construir una historia que, además de legitimar a la nueva nación como poseedora original del espacio, dotaría al proyecto de una identidad propia y legítima (Brading, 2009). Por otro lado, la población indígena continuó ocupando el lugar más bajo en la escala social, disputado solamente por la población esclava. No sería hasta un siglo después, en el escenario posrevolucionario, cuando, mediante la Reforma Agraria y el reparto de tierras, los pueblos originarios empezarían a conformarse como una colectividad, que el Estado intentaría integrar y homogenizar como población mestiza a través de un proyecto educativo, que contaría con el apoyo y la asesoría de instituciones gubernamentales, como el ya desaparecido Instituto Nacional Indigenista (INI).
Las políticas públicas impulsaron un proceso de homogenización, que tuvo como principal causa la educación primaria obligatoria. Por medio de los programas educativos, que llegaban hasta los rincones más apartados del país, surgieron las primeras generaciones de profesionistas indígenas, en especial de maestros normalistas, que desempeñaron un papel importante en el desarrollo del proyecto educativo y, en general, en la vida cultural y política de las poblaciones indígenas. Junto a esta iniciativa, que podría ser un paso adelante para superar la marginación de las poblaciones indígenas, se instauró una política de negación de las lenguas originales, así como de otras prácticas culturales, que sufrieron una suerte de rechazo y desprecio.
El INI tuvo una función muy importante como órgano creado para fungir como intermediario entre las poblaciones indígenas y el Estado. Para la realización de esta tarea era necesario registrar y conocer a las poblaciones indígenas del país, labores que se encomendaron a los antropólogos, como profesionales de esta materia. La antropología se consolidó como una disciplina al servicio del desarrollo del país; como funcionarios y encargados del diseño de las políticas indigenistas se tuvieron a algunos de sus más importantes representantes. Las poblaciones indígenas se definieron a través de las obras de los antropólogos que se dieron a la tarea de documentar las formas de organización, las ceremonias y las cosmovisiones de un mundo indígena al que creían en vías de desaparecer.
Lejos de homogenizarse con la población mestiza, las poblaciones indígenas continuaron un proceso de transformación de sus comunidades, motivado principalmente por los cambios en las políticas económicas y sociales, así como en las transformaciones en la esfera internacional. Esta nueva vorágine marcaba un rumbo distinto, en el que la reafirmación identitaria, en lugar de ser un impedimento para su integración a la vida nacional, revelaba otras puertas que prometían un acceso más digno y de alcances internacionales.
A finales de los años sesenta del siglo XX iniciaron las primeras manifestaciones de autoafirmación étnica, encabezadas por diferentes organizaciones indígenas (Bartolomé, 1997, p. 32). Mientras que el país, por su parte, se encontraba ocupado con un proyecto desarrollista y apaciguando las reacciones en contra del gobierno y su sistema opresivo y represor, que se manifestaban a través de movimientos de estudiantes y de agrupaciones obrero-campesinas, que lograron conformar verdaderos frentes de oposición.
Desde el INI se impulsó la autogestión como una alternativa al fracaso de las políticas de aculturación y asimilación gestadas dos décadas atrás. Esta nueva propuesta consideraba que la población indígena debía decidir la manera en que se incorporaría al proyecto de nación, que entonces contaba con la participación de intelectuales indígenas. Esta intelligentsia indígena, conformada principalmente por maestros normalistas, tuvo un papel muy importante en los movimientos y las decisiones que se tomaron en el interior de las poblaciones indígenas.
En la década de los ochenta del siglo pasado, con la llegada de los gobiernos neoliberales, se comenzaron a gestar las Reformas al Estado, con repercusiones tan fuertes en la población indígena como las primeras reformas que la dotaron de tierra y de una identidad colectiva. Las modificaciones del artículo 27 de la Constitución dieron fin a la Reforma Agraria e iniciaron un proceso de privatización del campo en México. Los indígenas que contaban con ejidos y parcelas fueron obligados a obtener sus títulos de propiedad, lo que desencadenó una serie de disputas y controversias en el interior de las comunidades. Este cambio favoreció a los grandes propietarios y capitales y mandó a la quiebra a los pequeños productores obligándolos a ser parte de grandes corporativos nacionales y extranjeros. A la par, las políticas neoliberales abrieron el mercado nacional a los productos extranjeros y terminaron con las grandes paraestatales y los bancos que ofrecían créditos al campo. Esta situación llevó al campo mexicano a una crisis, de la que todavía hace esfuerzos por salir. Algunos de sus efectos se han visto reflejados en la migración, que se ha incrementado de manera alarmante en gran parte del territorio nacional.
A la par de estos cambios, y como contrapeso a la crítica y a las demandas internacionales, México admitió, en 1992, el carácter pluricultural de su población, se comprometió a respetar y fomentar su cultura y formas de organización. Por primera vez se reconoció el derecho de las poblaciones indígenas a contar con normas específicas para el tratamiento de asuntos penales (Oehmichen, 2003). Cada vez con mayor fuerza, las políticas culturales se dirigían a las poblaciones indígenas y al rescate y difusión de la cultura de estas.
La relación entre el Estado y la población indígena tuvo un punto de quiebre en enero de 1994, cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hizo que todo el país conociera las demandas de justicia e igualdad de los indígenas. Este movimiento despertó conciencia y simpatía en gran parte de la población que abrazó la causa como propia, sumándole otras peticiones. El proyecto zapatista fracasó en su deseo de transformar las estructuras gubernamentales; sin embargo, fue un parteaguas en la historia de la relación entre el Estado y la población indígena. A partir de ese momento, las poblaciones indígenas y sus demandas se visibilizaron; tomaron conciencia de que su identidad étnica podría jugar a su favor, en especial si lograban vincularse con organismos internacionales.
Dos décadas después de estos episodios es posible afirmar que la situación para los pueblos indígenas ha transitado a un escenario donde existen más vías, en especial en el ámbito internacional, para resolver las demandas legales de estos; también, que sus derechos son cada vez más aceptados y reconocidos. No obstante, las políticas multiculturalistas, como afirma Hale (2004), tienen un “pero”: el Estado ha cedido en cambios que no han logrado verdaderas transformaciones en la vida de los más marginados de este país. El multiculturalismo es parte de las políticas neoliberales, ofrece y promueve los derechos culturales de los pueblos indígenas. Sin embargo, no permite que adquieran un empoderamiento político o económico real, que merme los intereses económicos y políticos neoliberales. Rechaza los reclamos de autonomía y de un poder para la toma de decisiones en cuanto a las demandas por los recursos de sus territorios. De la misma manera, desalienta las políticas públicas que en realidad podrían incidir en su economía y permitirles ser sustentables económicamente. A cambio, se exalta su cultura como patrimonio invaluable, se otorgan apoyos para el rescate de las lenguas originarias y para proyectos de reactivación y difusión de tradiciones (Hale, 2004).
Las políticas multiculturales se han implementado como una retórica que ha funcionado como una cortina de humo que disfraza y endulza las problemáticas serias, como el extractivismo, la falta de servicios básicos, etcétera. Para Vázquez León (2010), se trata de un multiculturalismo estratégico que, por un lado, propone políticas de apoyo a proyectos culturales y, por el otro, realiza acciones como la modificación del artículo 27 constitucional, que han conducido a los pueblos a una marginación mayor que la registrada antes de la implementación de las políticas culturales.
En el otro extremo de la dimensión política de estas prácticas está su papel como sustento de una ideología comunalista centrada en la creación de vínculos en el interior del grupo comunitario.
Comunalidad y creación de memoria histórica: El papel de los intelectuales
Como señala Eduardo Zárate Hernández (2009), el concepto de comunalidad se configura en la práctica política como una poderosa idea que, por lo menos en las últimas tres décadas, ha adquirido una especial relevancia en los movimientos y los procesos de reconfiguración identitaria de los grupos originarios en México. En gran medida, el comunalismo se alimenta de una lectura selectiva del pasado (Williams, 1977, p. 137), que busca en este localizar las fuentes necesarias para configurar una imagen común, compartida, pero que funcione no solo como un referente que identifica a la historia del grupo en el pasado, sino fundamentalmente que lo lea y lo entienda desde su presente, desde su actualidad.
Así, como todo proceso que involucra una vuelta hacia el pasado para definir y ubicar su presente, forma parte de lo que Joanne Rappaport (1990) ha denominado las “políticas de la memoria”. Un movimiento de pensamiento que retoma de la historia grupal narrativas históricas y demandas legítimas que permitan a los colectivos reforzar sus lazos identitarios. En la configuración de los movimientos nativos y de los “pueblos originarios” actuales, esta vertiente del pensamiento es el motor central que no solo da sentido a la reconstitución de la unidad grupal, sino que además plasma con nitidez una agenda de acción política.
El comunalismo es una categoría que ha florecido en México de la mano de la reivindicación del pasado indígena y de la articulación de este a un proyecto de defensa. Quizás es en Oaxaca donde este proyecto ha alcanzado la mayor definición, pero sus referencias pueden localizarse en distintas regiones del país que cuentan con la presencia de pueblos originarios (Michoacán, Chiapas, etcétera). El comunalismo toma como punto de partida la recuperación de las nociones de tradición, comunidad y organización social, que son, a la vez, los hilos que cosen su marco de pensamiento:
La comunalidad es el modo de vida tradicional de los pueblos originarios en Oaxaca, compartido por los pueblos pertenecientes a la matriz civilizatoria mesoamericana. Este concepto no se refiere a un ámbito, sino a una característica dentro de ese ámbito, es decir, no se refiere a la vida en el ámbito local, en la comunidad, sino a la forma cómo se vive y organiza la vida en la comunidad. El hecho de que esta comunidad se exprese en el ámbito comunitario no significa que esté estrictamente reducida a él, pues la perspectiva de autonomía de los pueblos originarios, basada en su reconstitución, indica la necesidad de que la vida comunal se proyecte del territorio local al regional, del espacio comunitario al étnico. Percibimos a las comunidades mesoamericanas como una casa cuyos sólidos cimientos están constituidos por el apretado tejido social que se conforma por las relaciones de parentesco y por la reciprocidad interfamiliar, mientras que la casa es la vida comunal (Maldonado, 2011, p. 66).
Esta metáfora de la casa-comunidad-Mesoamérica configura un conjunto de ideas que han servido de base a un grupo de etnolingüístas, antropólogos y profesionistas, indígenas y no indígenas, para encauzar todo un proyecto de reformas dirigidas a la revaloración de los pueblos originarios y a la reformulación de los marcos institucionales del Estado, principalmente en el campo educativo.14
El comunalismo, en los procesos de reactivación étnica, se ha nutrido de esta narrativa. Desde distintos escenarios es posible ver cómo el rescate del pasado indígena ha sido un punto de partida para poner en práctica proyectos de transformación en las escalas local y regional. Los profesores han ocupado un lugar muy relevante en este proceso. La recuperación de rituales en desuso y la reelaboración de estos en nuevos contextos de producción culturales son piezas clave que persiguen la (re)configuración de nuevas modalidades de identificación colectiva. Pueden ser enmarcados dentro de distintos movimientos de reconstitución utópica, que hacen del pasado y de la comunidad el centro desde donde se gestan formas de reivindicaciones étnico-políticas. Por ejemplo, las celebraciones del año nuevo purépecha, realizadas desde la década de los años ochenta, en distintas regiones de Michoacán (Zarate, 1994), o los xochitlalis, que son motivo del presente artículo, forman parte de los escenarios donde los rituales aparecen como piezas clave para la articulación del pasado con las nuevas formas de (re)producción cultural.
A pesar del sentido legítimo que guardan muchos de estos movimientos, toda una suerte de corrientes se mueve en la dirección contraria o, en ocasiones, en paralelo o en entrecruzamiento. Nos referimos a lo que Luis Vázquez León (2010) identifica como movimientos distópicos. Estos se caracterizan por un proceso de captura de las reivindicaciones étnicas y la institucionalización de estas, que han derivado en formas de mercantilización y cosificación de la etnicidad (Comaroff y Comaroff, 2009). Desde la década de los años ochenta del siglo pasado, varios antropólogos han documentado la manera en que, a la par del crecimiento de las demandas de los pueblos originarios y su mayor participación en el campo político, se ha desarrollado un proceso de esencialización de lo étnico, ligado a ámbitos como el clientelismo político o a los proyectos de etnodesarrollo, principalmente impulsados desde el Banco Mundial y otras agencias de desarrollo globales y nacionales. Para Vázquez León, este proceso ha revertido el escenario de utopía que vislumbraban las primeras movilizaciones por los derechos indígenas y se ha tornado en su opuesto. En vez de un lugar de aliento, se transformaron en un lugar de distopía o de pérdida de la esperanza.
Charles Hale, primero (2002 y 2004), y Guillaume Boccara, después (2010), han ofrecido un marco teórico para interpretar el lugar de las políticas de multiculturalidad dentro de los escenarios de globalización neoliberal, producidos con mayor fuerza desde finales de los ochenta y principio de los noventa del siglo pasado. En el análisis que hace Hale para Guatemala (pero que es extensivo para otras latitudes geográficas), el multiculturalismo y el neoliberalismo convergieron en una misma política: en un tipo de multiculturalismo neoliberal “por el cual los defensores de la doctrina neoliberal respaldan proactivamente una versión sustantiva, aunque limitada, de los derechos culturales indígenas, como un medio para resolver sus propios problemas y avanzar en sus propias agendas políticas” (Hale, 2002, p. 487). Boccara, por su parte, al estudiar los proyectos de desarrollo en regiones indígenas de Chile, enmarca el multiculturalismo como parte de una tecnología de poder, que, al igual que en el planteamiento de Hale, no está en oposición al neoliberalismo, sino que forma parte de un recurso, una herramienta, de control político:
[…] una nueva forma del arte de gobernar en tiempos de globalización neoliberal. Vale decir como una forma de gubernamentalidad del tipo étnico que tiende a extender los mecanismos de intervención de Estado, así como también a generar nuevas subjetividades, nuevos espacios de poder, nuevos campos de saber y nuevos mercados de bienes simbólicos y exóticos en los que agentes sociales de un nuevo tipo (etnoburócratas, intelectuales indígenas, dirigentes funcionales, etcétera), se enfrentan en torno a la definición de los principios legítimos de autentificación cultural y de visión y división del mundo social (Boccara, 2010, p. 42).
Tanto el comunalismo, erigido en la forma de un proyecto político-social ideológico, como el neoliberalismo multicultural, pensado como una tecnología del poder, que está en consonancia con el neoliberalismo, son parte de un fenómeno global, que se encuentra en constante tensión y confrontación; pero también se entrecruzan. No es factible pensar el comunalismo únicamente como un estado puro, disociado de las formas de individualismo. Nos parece que las formas que han adoptado los rituales políticos modernos (Abélès, 1988), para el caso que estudiamos en el presente trabajo, están atravesadas por campos de fuerza que empujan al mismo tiempo, ya sea en la forma de proyectos utópicos o transversalizadas por relaciones de mercantilización de carácter neoliberal, que en distinto momento son impulsadas por los grupos locales, o apropiadas por élites y partidos políticos estatales y nacionales.
Durante gran parte de la discusión teórica y antropológica, la comunidad y el individuo se pensaron como pares antinómicos; fue así desde las clásicas referencias del pensamiento sociológico de Toënnies o de Durkheim. Sin embargo, ver estas categorías como mutuamente excluyentes disfraza los juegos de poder y las condiciones de producción que las atraviesan, con lo cual se invisibiliza la complejidad de estas. Al respecto, Eduardo Zárate (2009, p. 82) propone pensar estos procesos como parte de un “comunalismo moderno”. Una forma de producción cultural a la que se encuentran sujetos los pueblos originarios, dentro de los marcos y las tensiones de la reproducción de sus identidades y de las relaciones de poder entre los individuos y el Estado.
Consideraciones finales
En distintas regiones de México y de Latinoamérica ha tenido lugar, cada vez con mayor fuerza, un resurgimiento de movimientos de reivindicación cultural que han tomado como bandera principal los procesos de reelaboración ritual y de recuperación de narrativas tradicionales. En el nordeste brasileño, por ejemplo, estos procesos están ligados a la lucha por el territorio y el reconocimiento étnico (Oliveira, 1999). En otro contexto, en Colombia, los indígenas paez han generado un proceso de reconstrucción de la memoria intentando conectar los eventos de un pasado distante con los hechos más recientes de afirmación de su identidad grupal. México no es una excepción en estos procesos de reconfiguración identitaria.
Sin embargo, todas estas formas de reconfiguración y luchas por la memoria están enmarcadas dentro de disputas contenciosas y políticas. Las políticas implementadas por el Estado neoliberal en la escala global generaron formas de reconocimiento étnico, pero también de esencialización y de mercantilización en los marcos de la economía global. Así se configuró lo que Hale llamó, en su momento, la imagen de un “indio permitido”, ad hoc con el capital y los ejercicios de reconocimiento de las identidades multiculturales. En los casos analizados en este texto podemos ver con claridad estas tensiones. En el apartado en el que describimos la ceremonia de Cuesta del Mexicano narramos el enfrentamiento del xochitlaka con el personal del Ayuntamiento que quería obligarlo a acondicionar la ceremonia a la visibilización del personaje político en turno. Esta es una muestra de las tensiones entre dos intereses enfrentados: por un lado, el de los pobladores que quieren conservar y reproducir sus tradiciones y, por el otro, el de los políticos locales que desean sacar adelante sus intereses inmediatos. Los organizadores de la ceremonia en Cuesta del Mexicano obligaron al especialista a escenificar un ritual, que de ninguna manera habría sido representado de esa forma en la zona de procedencia del xochitlaka. Esto ocasionó un gran disgusto de este especialista. No obstante, tuvo que alterar la representación del ritual y acoplarla a las formas de espectacularización de la cultura, que interesaban al grupo de políticos.
Los rituales del Primer Viernes de Marzo, como la mayoría de las formas culturales, están en constante transformación. Si tenemos la oportunidad de asistir de nuevo al ritual, probablemente nos volverá a sorprender y encontraremos más voces, paradojas y elementos emergentes que los que hemos registrado hasta ahora. La intención de este texto es mostrar las distintas tesituras que se manifiestan en los procesos de reelaboración cultural, voces diferentes que nos remiten a sentidos divergentes. Una red en la que las políticas multiculturales son parte de la trama, que se va tejiendo de muy diferentes maneras y en la que la agencia étnica tiene un papel decisivo.