El Instituto Universitario en Democracia, Paz y Seguridad (IUDPAS), adscrito a la Facultad de Ciencias Sociales en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), se fundó en el año 2008. Surgió en un momento coyuntural de la democracia en el país y de un interés institucional por insertarse en la discusión -con el objetivo de aportar una reflexión crítica con fundamento académico-científico- sobre la violencia rampante que hacía más de una década ya parecía estar a la orden del día. Al instituto se adscribe el Observatorio Nacional de Violencia (ONV), el único en América Latina con sus orígenes en un espacio de educación superior pública.
Desde su establecimiento en la UNAH, el IUDPAS, de la mano con el ONV, ha generado más de 50 boletines nacionales, regionales y especiales, informes y volúmenes compilados sobre temáticas que permiten conocer mejor los fenómenos de violencia, inseguridad y criminalidad que precarizan el desarrollo humano y arremeten contra la democracia y el estado de derecho en Honduras. La experiencia en terreno a nivel nacional, así como los esfuerzos permanentes de recopilación, sistematización, análisis y divulgación de datos secundarios oficiales y datos primarios no-oficiales -a través del monitoreo de medios- han convertido al IUDPAS en un reconocido ente de investigación y referente obligado de consulta para la formulación de proyectos y políticas públicas.
A continuación, me referiré de manera general a las publicaciones del IUDPAS del año 2017 al 2021, enfocándome en el libro más reciente, Honduras. Persistencia y cambios en la cultura política, 1980-2020.1 Con sustento en ellas, presentaré una serie de reflexiones sobre la «encrucijada» (Castellanos y Romero Balliván, 2019) en la que se encuentran los sistemas democráticos a nivel regional y los retos que enfrentamos en Honduras2 a las puertas de las próximas elecciones en 2024-2025; para ello, apuntaré a las siguientes interrogantes y debates aún inconclusos:
¿Es la democracia la respuesta al fascismo y la autocracia?
¿Qué sucede cuando existe una brecha entre la cultura política y el sistema democrático de la ciudadanía y el electorado?
¿Qué características persisten en la sociedad hondureña que frenan o estimulan la evolución del sistema político actual?
¿Qué reformas legales o institucionales son necesarias para transformar o fortalecer el sistema democrático en Honduras?
¿Cuánta pobreza, cuánta desigualdad y cuánta violencia pueden tolerar las democracias?
A partir del llamado «giro democrático» que se expandió en la región centroamericana y en Honduras, específicamente a partir de 1980, en vez de mejorar la participación electoral, aumentar la inclusión y representatividad de la ciudadanía, reestablecer la confianza en las instituciones públicas, reducir la violencia estructural y directa o incrementar la satisfacción ciudadana, los procesos electorales -como la más clara expresión de la democracia- durante los últimos 40 años se han caracterizado por una credibilidad precaria y han contribuido a una falta de gobernabilidad, «donde la suma de las partes no ha conducido a la formación de un Estado de derecho» (Castellanos, 2020: 14). Parece que no hemos dejado atrás las confrontaciones ni la inestabilidad política características del siglo XX. Asimismo, Honduras continúa fungiendo como una pieza central en la geopolítica estadounidense (Rosenberg et al., 1986), como otros países de Centroamérica después del «giro democrático» en la región. Desde la crisis política del año 2009 hasta la fecha, con la elección del Partido Libertad y Refundación en 2021 no se ha visto una disminución significativa en la violencia directa ni en la inseguridad. Como popularmente se conversa en espacios cotidianos, lo que antes era malo, ahora es bueno…, pero solo es más de lo mismo.
Según los datos más recientes, en el año 2022 la tasa general de homicidios bajó a 38.2, una leve disminución frente al 41.7 del 2021.La tasa de homicidios de hombres era de 71.8 y la de jóvenes (18 a 29 años), de 61.5. En cuanto a la tasa de violencia doméstica, era de 119.9, y la tasa de mujeres agredidas de 59.9. Por su parte, la tasa de violencia intrafamiliar era en ese año de 46.3, y la de delitos sexuales de 24.6 (ONV, 2022a).3 Es más, según el boletín núm. 2 de la Comisión Económica para América Latina titulado Violencia feminicida en Cifras (CEPAL, 2023), las tasas de feminicidio han persistido en la región sin grandes variaciones en los últimos 10 años, registrándose la tasa más alta en Honduras (6.0 por cada 100 000 habitantes mujeres); respaldan estas cifras los resultados del ONV (2022b), que registró una tasa nacional de 6.3 por cada100 000 habitantes mujeres.
Es en este contexto donde vemos viejas amenazas con nuevas formas a través, por ejemplo, de la (re)militarización del ámbito civil del Estado, en particular de la seguridad pública,4 la represión a la libre expresión, y el auge de gobiernos populistas y clientelares, lo que suscita una interpelación sobre qué ha pasado con ese supuesto «giro democrático» que se vaticinaba estaría cimentado en la primera mitad del siglo XXI.
En su estudio particular, Castellanos (2020) revisó datos estadísticos sobre la participación electoral a escalas nacional y regional, registrados por el Tribunal Supremo Electoral en cuatro procesos electorales, los de los años 2005, 2009, 2013 y 2017. En él profundiza sobre el elemento de abstencionismo observado, desde un 18.7% en las elecciones de 1980, hasta alcanzar el 45.7% en los comicios del 2017.También contó con una segunda fuente de información, los datos obtenidos mediante la aplicación de una encuesta de percepción de seguridad ciudadana y victimización a nivel nacional -3 000 encuestas- que llevó a cabo en el año 2019 el ONV, para conocer al electorado y sus preferencias. A partir de esta investigación, la autora escudriña los rasgos esenciales de la «cultura política» hondureña, caracterizada por un respaldo reducido, pero aún mayoritario, a la democracia (14.5% muy de acuerdo y 54.6% de acuerdo), que contrasta con una insatisfacción significativa respecto a cómo se ejerce la democracia en el país (49.6% insatisfecha y el 28.3% muy insatisfecha).
El libro comienza con un recorrido histórico puntual y acertado sobre las dinámicas del bipartidismo centenario en Honduras, liderado por el Partido Liberal (1891) y el Partido Nacional (1903). Luego, introduce el advenimiento de las «doctrinas de seguridad nacional», a partir de la segunda mitad del siglo XX, y su papel simultáneo como impulsoras y detractoras de los derechos humanos y la democracia, al debilitar o eliminar los contrapesos del sistema político, cooptado por partidos conservadores y regímenes autoritarios.
Fue en las elecciones del 2013 cuando aquellos partidos tradicionales parecieron perder su protagonismo, con porcentajes de participación electoral que sugieren, según la autora, el definitivo agotamiento del sistema político histórico, que ya comenzaba desde las elecciones del 1989 y que se volvió más evidente en el 2009, tras el proceso electoral que siguió al golpe ejecutivo al presidente Manuel Zelaya -electo en el 2005, entonces candidato del Partido Liberal-. Esto se evidencia en la paulatina reducción del porcentaje de la ciudadanía que ejerció el sufragio, lo que ha significado que, en el país, en más de una ocasión desde 1980 se hayan elegido presidentes con porcentajes menores al 40% de la carga electoral (abstencionismo de los años 2009, 2013, 2017, de 65.4%, 52.8% y 55.1%, respectivamente) (Castellanos, 2020: 44).
Las elecciones generales del año 2009 fueron las de menor participación ciudadana, con una concurrencia en las urnas por debajo del 50%. Este es el último proceso electoral en el que se mantuvo formalmente el bipartidismo, cuyo desenlace fue el fraccionamiento del Partido Liberal y de la sociedad hondureña en general. Ya para 2013 se introdujeron en la escena el Partido Anti-Corrupción (PAC) y el Partido Libertad y Refundación (LIBRE) -fundado por Manuel Zelaya-. Esta nueva oferta electoral elevó la participación al 61.2% en las elecciones de 2013, frente al 48% que se había registrado en las elecciones previas. LIBRE se colocó como la segunda fuerza política, detrás del Partido Nacional, y el Partido Liberal fue desplazado al tercer lugar.
Si bien en las elecciones del año 2013 hubo un alza en la participación electoral a nivel nacional, no se modificaron de forma significativa la distribución ni el impacto de participación en las cuatro regiones definidas (Castellanos, 2020), sino que la carga y el peso electoral por región mantuvieron un porcentaje similar. En esas elecciones quedaron configuradas cuatro fuerzas políticas, con tres partidos de la oposición que sumaban en conjunto 77 diputados en el Congreso Nacional. Sin embargo, esa mayoría parlamentaria no se expresó en planteamientos o propuestas alternas a las del partido en gobierno -Nacionalista-, que solo contaba con 48 diputados. Esto, según la autora, sugiere que los nuevos partidos, aún con significativas cuotas de poder, no marcaron el fin del bipartidismo. Lo anterior produjo el mayor «transfuguismo político» en el Congreso Nacional hasta entonces (Castellanos, 2020: 29). Entre las elecciones del 2013 a las del 2017 se llevó a cabo nuevamente una concentración partidaria, y se redujeron a tres cuotas parlamentarias, en particular de los nuevos partidos minoritarios. LIBRE perdió siete diputados, mientras PAC se vio reducido a casi la mitad y no logró sobrevivir en su versión original al siguiente proceso electoral del 2021.
Dos situaciones particulares caracterizaron las elecciones del año 2017: la candidatura del presidente Juan Orlando Hernández habilitado para reelección (Treminio Sánchez y Muñoz-Portillo, 2019) y la primera alianza política electoral integrada por varios partidos de oposición (LIBRE, PAC y PINU). Pese a estas novedades, en el proceso electoral del 2017 se registró baja en la participación, con solo 54.3% de la carga electoral activa. Estas elecciones, además, destacan como las más complejas de los 11 procesos democráticos realizados hasta entonces por las siguientes dimensiones: 1) la falta de credibilidad en los órganos electorales, 2) el rechazo a los resultados por la Alianza de la Oposición y el Partido Liberal, 3) el creciente rechazo a la reelección presidencial, y 4) numerosas manifestaciones de protesta. Aunado a ello, las muertes violentas durante el período poselectoral del 2017 se elevaron a 38, siendo esta la primera vez que se reportaron homicidios por el rechazo a los resultados electorales, ello de acuerdo con los datos del ONV. Entonces, en comparación con los 11 procesos electorales registrados a partir del año 1980, en las elecciones del 2017 se produjo un alza en la violencia poselectoral y la conflictividad política.
Es importante mencionar el peso del voto rural en las elecciones del 2017, que se identifica como procedente de los departamentos más postergados económicamente, la mayoría en el occidente del país y en los municipios con mayores índices de pobreza, en contraste con los altos niveles de abstencionismo en los focos urbanos de mayor desarrollo económico. Sumado a ello, es curioso que, en comparación con otros países centroamericanos, en 2017 en Honduras, junto con Nicaragua y Guatemala, sí hubo una mayor participación ciudadana en la elección de gobiernos locales, mientras que los demás países de la región (República Dominicana, El Salvador y Costa Rica) registraban una participación menor al 10% (Azpurú, 2019).
El proceso de observancia electoral del 2021, llevado a cabo a través del monitoreo de medios del IUDPAS, registró un total de 114 casos de violencia política, de los cuales dos terceras partes sucedieron en el período de campaña previo a las elecciones primarias (IUDPAS, 2021, 2022). Con estas cifras se mantienen los altos niveles de violencia también registrados en el 2017 (IUDPAS, 2017). En general, las elecciones del 2021 se vieron marcadas por un proselitismo político y discursos agresivos, confrontativos, que incitaba violencia y manifestaciones colectivas contra actores políticos.
En la región norte del país, a pesar de que su carga electoral suele favorecer a un partido histórico, el Partido Liberal, se registraron porcentajes de participación electoral por debajo de la media nacional desde el 2005. Fue en esta región donde se identificó un 22.5% de personas «anti-establishment». Castellanos (2020) arguye que el porcentaje de ciudadanos que ella denomina «antisistema» o «anti-establishment» -según datos provenientes de las encuestas de percepción aplicadas- es cuantitativamente significativo. Incluye en esta denominación a la ciudadanía caracterizada por: 1) falta de adhesión al régimen democrático, 2) falta de integración a o representatividad en los procesos políticos, 3) falta de conocimiento del sistema político y su funcionamiento, y 4) negativa a valorar y respetar los derechos fundamentales y civiles de sus conciudadanos. Azpurú (2019), desde una perspectiva culturalista, sugirió que, en el caso hondureño, estos datos eran sintomáticos de una cultura política democrática débil o pasiva, en el mejor de los casos, o parroquial en el peor de ellos.5
Estos datos del país parecen coincidir con las conclusiones de Dinora Azpurú (2019) en su contribución al libro Encrucijadas de la democracia en Honduras y América Central. A partir del análisis longitudinal (2004-2017) que efectúa de los datos del Barómetro de las Américas, indica que a nivel de la región centroamericana hubo un descenso general, entre 2016 y 2017, de apoyo a la democracia, y desconfianza respecto a los partidos políticos (Nicaragua con 35.1% de confianza, seguido por Honduras con 22.8%, mientras Guatemala y Panamá no superaban el 15% de confianza en el sistema político y sus partidos). Azpurú (2019) sugiere que una cultura democrática participativa y representativa enfrenta desafíos no antes vistos, lo que está dando lugar a una nueva ola de populismo, e incluso autoritarismos, en América Central.
El último informe del Latinobarómetro del 2021, igualmente, advierte sobre tiempos difíciles para la gobernabilidad en la región. Vemos que latinoamericanos y latinoamericanas critican y exigen democracia, y en general, no estamos contentas con la manera en que funciona la democracia en nuestros países. Si bien este informe sugiere que la preferencia por el autoritarismo ha ido disminuyendo lentamente a partir de la transición a la democracia en América Latina (se registró un 13% en el 2020 en comparación con el 19% en el año 2001), este siempre es visto como una de las mayores amenazas a la democracia. Castellanos contribuye a esta discusión indicando que ese sector «antisistema» parece coincidir con una reducida participación en procesos electorales, ya sea por desinformación, por indiferencia o por insatisfacción con la democracia en el país. Es decir, la participación electoral es directamente proporcional a la aceptación de la democracia como la mejor forma de gobierno (Castellanos, 2020: 73). Frente a este escenario, se plantea entonces si lo que observamos en el caso de Honduras es más bien una cultura política autoritaria (Azpurú, 2019), es decir, una cultura política en la que las y los ciudadanos demuestran poco interés en los procesos políticos, una débil identificación con el sistema democrático y ciertas actitudes socioculturales que favorecen la intolerancia, la violencia o las intervenciones militares, solo para citar algunos factores.
No obstante, las buenas noticias, según Julieta Castellanos, es que este mismo componente de ciudadanas y ciudadanos «antisistema» es lo suficientemente alto como para que en Honduras exista la posibilidad de que un candidato o candidata independiente o fuera de la política tenga la posibilidad de ganar una elección. Por otro lado, en el estudio de caso que presenta esta autora, los resultados de la encuesta de percepción indican que la población joven (menor a 29 años) en Honduras que declara ser «anti-establishment» es menor que la de adultos. Esto no coincide con los resultados del Barómetro de las Américas que, según Azpurú (2019), muestran que la ciudadanía que menos apoya la democracia es aquella que tiene entre 26 y 35 años de edad; luego de los 35 años, la correlación positiva entre mayor edad y más apoyo a la democracia es clara (Castellanos, 2020: 54). También se observan discrepancias en los resultados respecto a la correlación entre clase socioeconómica y favorecer la democracia, así como entre el nivel de educación formal obtenida y el favorecer la democracia y la participación en procesos electorales.
El estudio de caso que presenta Castellanos tampoco se alinea con el informe 2021 del Latinobarómetro, según el cual a medida que aumenta la edad, aumenta el apoyo a la democracia entre quienes tienen más de 60 años, mientras que la indiferencia ante el tipo de gobierno aumenta a medida que disminuye la edad. Junto al declive del apoyo a la democracia se observa que, en Guatemala y Honduras, un porcentaje significativo (45% y 51% respectivamente) contestó que apoyaría un gobierno militar en reemplazo de un gobierno democrático «si las cosas se ponen difíciles» (BID, 2021: 32). Sumado a ello, El Salvador, Honduras y Guatemala lideran los índices de aprobación a una solución no democrática ante los problemas que enfrentan (porcentajes que oscilan entre 57% y 65%).
Finalmente, en su estudio de caso Castellanos realizó entrevistas a profundidad y grupos focales, en los que participaron diputados, exdiputados, alcaldes, exalcaldes y líderes de todos los partidos políticos, con el propósito de conocer las formas, relaciones, vínculos, demandas y ofertas que recibían de y hacían a electores. Al describirlos, ofrece una caracterización de las estructuras y el funcionamiento del poder político hondureño. Asimismo, de los resultados deduce que los parlamentarios tienen mayor autonomía electoral, de negociación y de interlocución, en comparación con regidores y alcaldes de gobiernos municipales y con los gobernadores departamentales que representan al gobierno central. El voto «duro» de las tres fuerzas políticas actuales -LIBRE, Nacional y Liberal- se expresa más claramente en el Congreso Nacional. Castellanos entonces plantea que es preeminente el papel que han jugado y siguen jugando las representaciones legislativas (diputaciones departamentales) como mediadoras e interlocutoras tanto con las organizaciones de base, militantes y gobiernos locales, como con las cúpulas de poder entre los partidos políticos y el gobierno central -el Ejecutivo-.
Estos resultados y discrepancias me llevan a otra lista de interrogantes:
¿Qué implicaciones tuvo la crisis política del 2009 para la participación política de las y los jóvenes actuales, quienes hace más de una década se manifestaron y que hoy ya votan y aspiran a ser parte de la oposición de ayer que es el gobierno «libre» de hoy?
¿Qué implicaciones tendrá el deterioro económico y el alza en el desempleo -agravados por covid-19- frente al apoyo a la democracia entre la ciudadanía más vulnerada?
¿Qué implicaciones tienen las altas cifras de homicidios de hombres y de jóvenes, considerando que la población joven compone el bono demográfico del país (que augura una oportunidad para un crecimiento económico significativo en los próximos 30 a 40 años)?
¿Por qué estos patrones de participación electoral y abstencionismo divergen de los resultados reportados por el Latinobarómetro?
¿Por qué, a pesar de provenir de las regiones más postergadas, se observa una mayor participación del voto rural y en las elecciones de gobiernos locales? ¿Qué factores contribuyen a que persistan el optimismo y la confianza en la promesa de la democracia mediante el sufragio en el occidente del país?
¿Cómo podemos distinguir entre la falta de participación electoral por desinformación, por indiferencia y por insatisfacción? ¿Qué soluciones o acciones podrían atender efectivamente a cada una de estas causas?
¿Ser «anti-establishment» significará ser antidemocracia? De ser afirmativa la respuesta, ¿significaría también ser proautoritarismo?
Respecto al papel del componente electoral «anti-establishment», ¿qué lecciones nos dejó el fenómeno Make America Great Again de Donald Trump en Estados Unidos? ¿Qué expectativas y resultados traerá para la democracia el presidente Javier Milei en Argentina?
Castellanos concluye que el problema que enfrenta, en particular, el proceso democrático electoral en Honduras no ha sido el bipartidismo, sino cómo se mantienen y renuevan los partidos y el sistema político. Por otro lado, también sugiero que son parte del problema el aumento y la normalización de las cifras de violencia en el país, expuestas arriba, las cuales son comparables a las que se producen en contextos de guerra. A tres años de la publicación reseñada, parecería que el actual gobierno de LIBRE arrastra consigo los índices de violencia, la crisis de legitimidad y la desconfianza ciudadana del gobierno previo, el cual estuvo en manos del Partido Nacional.
En el 2021 en Honduras superamos una tasa de homicidios de 40 por cada 100 000 habitantes, por lo que se ubica como el tercer país más violento e inseguro en Centroamérica. Si bien los datos del 2022 indican una leve reducción en la tasa general de homicidios, no podemos bajar la guardia. Recordemos que ya para el año 2018 Centroamérica contaba con las tasas más altas de homicidios a nivel mundial (35 por cada 100 000 habitantes), superando el promedio mundial de 6.2 por cada 100 000 habitantes. Estos datos sugieren que se ha asomado una «nueva violencia» nunca antes vista en Honduras y Centroamérica, lo que, siguiendo a Müller (2018), parece consustanciada a la gobernanza democrática en la región. Es decir, que la violencia y la democracia no se oponen, más bien coexisten de manera aparentemente simbiótica.
Si, como indica Müller (2018:175), en América Latina «no hay una verdadera distinción entre la violencia bajo regímenes autoritarios o democráticos», y la violencia actual no es una expresión de democracias débiles o fallidas, sino que evidencia el fuerte nexo entre gobernanza, violencia y criminalidad, entonces me surgen otras preocupaciones y preguntas para repensar las contribuciones de futuras investigaciones del IUDPAS:
¿Es la democracia la respuesta a las matrices de poder (patriarcado-capitalismo-racismo) que, desde la colonialidad, continúan generando desigualdades, discriminación, despojo, destierro, desplazamiento y la deshumanización de miles de centroamericanas y hondureñas?
¿Qué incidencia ha tenido la instalación de agendas de corte neoliberal desde finales del siglo XX en las políticas públicas y la cultura democrática en Honduras y Centroamérica?
¿Es cínico pensar que ha habido una especie de «democratización de la violencia» (Müller, 2018: 172) que ha acompañado el «giro democrático» en Centroamérica? O, visto desde la otra cara de la misma moneda, ¿alguna vez fue o ha sido un bien público -justo y equitativo- la seguridad ciudadana?
¿Es tan descabellado pensar que un elemento integral de la configuración de la gobernanza y la institucionalidad democrática de hoy día es la continuidad y la persistencia de un legado autoritario que se disipa, sustituye o confabula con una nueva ola de violencias?
¿Deberíamos dejar atrás la persistente narrativa de que continuamos en un proceso de transición? Si la respuesta es afirmativa, ¿cuáles son las alternativas?
¿Qué nuevos elementos conceptuales y analíticos puede proveer este cinismo, frente a nuestro lúgubre escenario, para comprender mejor el nexo entre la violencia, la criminalidad y los modos de gobernanza en la región?
De nuevo, regreso al informe del Latinobarómetro 2021 en el que se identifican Honduras, Guatemala y El Salvador como «democracias en aprietos», «que no logran despegar». Este informe sugiere que lo que está en peligro no es la democracia en sí, sino el Estado-nación, la institucionalidad y la élite económico-política, porque
las democracias se han consolidado en grados crecientes de imperfección con Estados anquilosados […] las nuevas élites que hacen la transición cometen el error de las viejas a las que reemplazaron, se quedan con más poder y más tiempo que el deseado a su bienvenida […] América Latina no puede seguir tardando décadas en desmantelar desigualdades y la discriminación (BID, 2021: 1).
Por mi parte, ya no me resulta satisfactoria la «democracia churchiliana»,6 pues no es convincente el discurso de que Honduras es un Estado débil y pobre -si acaso estamos hablando de un debilitado estado de bienestar y un territorio mermado con pueblos empobrecidos- y resulta poco útil mantener el paradigma de transición democrática para abordar los problemas esbozados, por lo que aspiro a que en el IUDPAS-UNAH sigamos las pesquisas e innovando sobre cómo abordar estas preguntas, quizás comenzando por la propuesta alternativa y sugerente de Müller (2018).