En el año 1811 Antonio Roque Vázquez era acusado de asesinar a Vicente Reyna en el pueblo de Colalao (antiguo pueblo de indios de la jurisdicción de Tucumán, actual noroeste de Argentina). Dos testigos afirmaron que, durante la celebración del día de San Pedro, Vázquez efectivamente había perpetuado el homicidio y que Reyna sólo había querido evitar que aquél riñera con otro hombre allí presente. El expediente1 que contiene los detalles de este juicio criminal es muy interesante en varios sentidos, pero aquí importa resaltar dos aspectos principalmente. Por un lado, que Roque Vázquez se presentó como mulato libre, natural de Lima y “avecindado como casado en el pueblo de Colalao”. Por otro lado, lo que su defensa señaló para desacreditar a los dos testigos antes mencionados:
dichos Senardo y Aguilera padecen la tacha de ser de dos enemigos de mi protegido a quien por su hombría de bien, aplicación al trabajo y la tal cual fortuna que con él se labró, le han mirado siempre, entre otros del mismo partido, con codicia, como también por haber sido alguna vez cacique de allí, cuyo nombramiento no lo obtuvo sino por su buena conducta pues nunca fue indio de aquel pueblo.2
La cita antecedente, en especial las palabras resaltadas, abren un abanico de preguntas acerca de las autoridades étnicas y sus transformaciones a fines de la colonia: ¿era posible que un mulato limeño se desempeñara como cacique de un pueblo de indios de la jurisdicción tucumana? ¿Cómo habría accedido al cargo? ¿Quién lo habría designado? ¿Dicho nombramiento era parte de una estrategia de los agentes coloniales a fin de recaudar el tributo? ¿Qué significaba el término cacique en aquél contexto? ¿Cuáles eran las funciones asociadas? ¿Debería enmarcarse este ejemplo en la línea interpretativa que describe para los andes del surautoridades “por aclamación general”?3
De este marco, y fundamentalmente a partir del análisis del caso de Colalao y Tolombón, el objetivo de este trabajo es responder algunas de las preguntas arriba mencionadas para reflexionar sobre la temática de las autoridades étnicas en la jurisdicción de Tucumán entre fines del siglo XVIII y principios del XIX y aportar al debate local y regional que en los últimos años se ha desarrollado en el ámbito académico en torno a estas cuestiones. A fin de avanzar en el objetivo propuesto, este artículo se plantea desde la perspectiva de la antropología histórica y se basa fundamentalmente en la utilización de fuentes inéditas. Al respecto, por un lado, se han consultado padrones de indios de distintas épocas y principalmente las Revisitas de indios realizadas por los Borbones entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, actualmente depositadas en el Archivo General de la Nación de Buenos Aires (AGN). Por otro lado, se ha revisado una serie de documentos del Archivo Histórico de Tucumán (AHT), de la Sección Judicial Civil (SJC), de la Sección Judicial Criminal (SJCr) y de la Sección Administrativa (SA). Asimismo, algunos datos han sido complementados a través de la consulta a los archivos parroquiales locales.
Es importante resaltar que la selección del caso de Colalao y Tolombón remite no sólo a que previamente han sido trabajados diversos aspectos relativos al mismo -hecho que brinda una sólida base desde la cual plantear el problema de análisis- sino a que presenta algunas características particulares y que resultan significativas para repensar el rol de caciques, alcaldes u otras figuras en la transición de la colonia a la república. Nos referimos específicamente a que fueron de los grupos más importantes en términos demográficos durante el periodo colonial y que accedieron a tierras comunales, manteniéndolas hasta fines del siglo XIX en que comenzó el definitivo proceso de fragmentación y venta de las mismas.
Siguiendo a Judith Farberman4 en su análisis sobre distintos pueblos de indios de la jurisdicción de Santiago del Estero que, a fines de la colonia, habrían logrado construir o reconstruir sólidos liderazgos, aquí se parte de la hipótesis de que el mantenimiento de las estructuras comunitarias y de la posesión colectiva de las tierras respondió, entre otras cosas, a la posibilidad de redelinear las características de las autoridades étnicas y reconfigurar su poder. Para el caso de estudio aquí propuesto se intentará demostrar que en el periodo finisecular el sistema de autoridades étnicas se tornó más flexible y abierto (aunque no totalmente aleatorio), redefiniéndose no sólo las formas de acceso o los perfiles en sí de caciques y alcaldes, sino también profundizándose su imbricación mutua, difuminándose los límites entre unos y otros e intercambiando progresivamente sus roles y las funciones a ellos asociadas. En este marco, la figura cacical en transformación no basará su legitimidad en rígidos principios hereditarios, ni tampoco los alcaldes (una figura también en vías de redefinición) asentarán su legitimidad exclusivamente en principios electivos pues, aunque con mayor laxitud, todavía a fines del siglo XVIII la trama de redes tejida por los diferentes actores funcionará como una de las vías de acceso al sistema de autoridades étnicas.5
Evidentemente, esta reconfiguración no se produjo de manera aislada pues estuvo asociada a un conjunto de transformaciones generales relativas al aumento demográfico documentado para la región a fines de la colonia, al creciente fenómeno de las migraciones, entre otros aspectos que, sin dudas, afectaron el devenir de cada pueblo de indios.6 En tal sentido, es imposible soslayar la aplicación de las reformas borbónicas para reconsiderar, en especial cuando se trata de medidas que afectaron directamente a las poblaciones indígenas, el impacto que las mismas tuvieron sobre dichas poblaciones. Un punto a destacar de este contexto y en relación directa con la temática de las transformaciones del sistema de autoridades étnicas, es la mayor injerencia de la Corona y la férrea decisión, especialmente después de las rebeliones tupacamaristas, de anular o al menos recortar el poder de los curacas (por ejemplo relevándolos de la tarea de cobrar el tributo) consolidándose, paralelamente, otras figuras de autoridad como los alcaldes.
En la gobernación colonial del Tucumán (en la que se inserta nuestro caso de estudio), si bien en líneas generales podría haberse dado también un proceso como el anteriormente descrito, se originó una coyuntura específica que, además de las diferencias más antiguas que de por sí podrían trazarse entre los cacicazgos de una y otra región, marcó un punto de inflexión y de diferenciación. El pasaje del sistema de encomiendas privadas a reales que se produjo en Tucumán en las últimas tres décadas del siglo XVIII montó un escenario distinto para los pueblos de indios. Como advierten Farberman y Boixadós7 este hecho podría haber significado una oportunidad de autonomía y mayor margen de maniobra para los indígenas de Tucumán, al menos para aquellos colectivos que hacia fines del siglo XVIII habían logrado mantener sus estructuras comunales y una entidad demográfica más o menos importante.8 En dicha coyuntura y en esa región, la voluntad de terminar con los curacas (que, por otra parte, nunca habían logrado constituir un núcleo de poder tan fuerte como en otras zonas de los Andes) se tensaba con la precisa voluntad (necesidad) de la Corona de una mejor recaudación tributaria. De ahí que, antes que la desaparición total del curacazgo se produjeron transformaciones respecto a las autoridades étnicas que, en muchos casos, fueron promovidas por el "orden" colonial y funcionales a él y, en otros, maniobradas por y en favor de los indígenas. Este, justamente, podría ser el caso de Colalao y Tolombón que se desarrollará a continuación.
Contextualización histórica general y del caso de análisis
El actual noroeste argentino (o buena parte de él) conformó -desde 1563 hasta fines del siglo XVIII- la gobernación de Tucumán, la cual estaba constituida por siete ciudades cabeceras y sus jurisdicciones rurales correspondientes (Jujuy, Salta, Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero, Córdoba y Tucumán). La conquista española de toda esta región fue tardía y compleja debido a la resistencia que las poblaciones indígenas locales interpusieron. En efecto, sería recién en 1665 que la etapa de conquista se cerraría cuando el último espacio de rebeldía, el valle Calchaquí, fuera definitivamente sojuzgado luego de más de 130 años de luchas constantes, conocidas como las Guerras Calchaquíes.9 Una de las principales consecuencias de estas guerras fue el proceso de desnaturalización, por el cual las poblaciones locales fueron trasladadas compulsivamente por los conquistadores españoles hacia diversos parajes y repartidas en encomienda.
En el caso de los indígenas de Colalao y Tolombón fueron extrañados del valle Calchaquí y reasentados en el valle de Choromoros, actual departamento de Trancas, provincia de Tucumán (Mapa 1). Desde ese momento, estas poblaciones desnaturalizadas se constituyeron en pueblos de indios y así fueron delineándose como verdaderas unidades étnicas.10 A principios del XVIII una vez estabilizados los conflictos entre encomenderos-11 los pueblos de indios de Colalao y de Tolombón constituían, a pesar de la generalizada disminución poblacional iniciada en el siglo anterior, las unidades étnicas con mayor población de la jurisdicción tucumana. Así, en la carta que en 1719 le envía el gobernador de Tucumán al rey, informándole sobre la situación de las encomiendas, el número de indios y las personas que gozaban de ellas, se observa que, de las 19 encomiendas de la jurisdicción, que generalmente oscilaban entre 5 y 19 indios tributarios, las del pueblo de Colalao y el de Tolombón son las que mayor número de tributarios poseen (47 y 65 respectivamente).12 Hacia fines del periodo colonial, los pueblos de Colalao y Tolombón continuaban teniendo una importante cantidad de tributarios (por ejemplo, en la última revisita de indios del periodo colonial, el pueblo de Tolombón contaba con 28 indios tributarios y el de Colalao con 18, sólo superados por los pueblos de Amaicha y de Marapa, con 35 y 31 respectivamente).13
Sobre el punto anterior y aunque aún es necesario un estudio específico al respecto, es posible explicar parte de la vitalidad de Colalao y Tolombón insertándola en el aumento demográfico general antes señalado y el intenso proceso de migraciones que se produjo en el sur andino. En tal sentido, los padrones borbónicos finiseculares14 evidencian la incorporación dentro de los límites del pueblo de indios de personas provenientes de lugares lejanos como Perú, Alto Perú, Atacama, personas clasificadas bajo el rótulo de “forasteros sin tierra agregados”, casamientos con mujeres de distintos status socioétnicos (mulatas, zambas), arrenderos, etc. Sin dudas, esta “apertura” insufló nuevas energías, aunque también pudo haber acelerado el proceso de estratificación interna, sentando, quizás, las bases de nuevos focos de conflictos.15
Más allá de este proceso de profundización de la estratificación interna, el hecho de que se mantuviera la propiedad colectiva de la tierra hasta las últimas décadas del siglo XIX constituyó otro aspecto que, ciertamente, imprimió vitalidad al colectivo. Sobre esta cuestión es importante señalar que, al finalizar las campañas militares al valle Calchaquí y reasentados ya en el de Choromoros, los indígenas de Colalao y Tolombón recibieron, por parte del gobernador don Alonso de Mercado y Villacorta, tierras en la ladera oriental del Aconquija. Luego, en el año 1679, estos indígenas compraron por $625.00 a doña Ana Martínez de Campusano una estancia llamada “El Pusana”, contigua a las tierras ya disponibles. El dinero para esta operación se los adelantó el mismo Mercado y Villacorta y la deuda fue saldada con el trabajo realizado en la ciudad de Santiago del Estero. Como señalan Cristina López de Albornoz y Ana María Bascary, este es el único caso en jurisdicción tucumana en el que los indígenas compran sus propias tierras y, además, con el producto de su mita.16
De todos modos, el acceso de estos indígenas a las tierras comunales y su mantenimiento no fue sencillo. Los problemas de límites en las tierras a las que habían sido reducidos y que luego habían ampliado por compra se iniciaron ya en 1680 con Pedro de Ávila y Zárate (uno de los antiguos encomenderos del pueblo de Colalao), aunque las disputas más importantes eclosionaron con Pedro Martínez de Iriarte (también encomendero pero de Tolombón) y con otros actores emparentados con este tronco durante el siglo XVIII. Hacia la década de 1840, la venta de la estancia de Zárate realizada por Juana Fernández Cornejo (viuda del gobernador de Tucumán Alejandro Heredia y descendiente de los Martínez de Iriarte) a favor de Manuel Paz traspasó los conflictos territoriales a éste último los cuales se sostuvieron judicialmente hasta 1845, fecha en que se realizó el deslinde definitivo y la “comunidad de Colalao y Tolombón”17 perdió una importante cantidad de tierras. Aquellas que permanecieron en manos de dicha comunidad se mantuvieron indivisas, como ya señalamos, aproximadamente hasta la década de 1870, momento en que se inició el proceso de fraccionamiento que concluiría recién en 1903.18
Según señalan diversos autores como Ana María Lorandi y Roxana Boixadós19 así como Rodolfo Cruz20, la excepcionalidad del caso de Colalao y Tolombón (al que podríamos sumar el de Amaicha) en obtener y edificar la propiedad comunal, respondería a una incorporación consensuada -casi contractual- al sistema colonial entre estas poblaciones y las autoridades en los momentos previos al destierro y por la calidad de “indios amigos” e intermediarios cuando el gobernador Mercado y Villacorta realizó su campaña contra los rebeldes de Calchaquí en 1659. En esta misma línea se inscribe la interpretación de Estela Noli quien postula que la “negociación” entablada antes de ser extrañados pudo haber contribuido a contrarrestar los efectos negativos del desplazamiento forzado (por ejemplo, lograr ser ubicados en las proximidades de sus lugares de origen y mantener a lo largo del tiempo un estrecho vínculo con los mismos), asegurando, en parte y en el largo plazo, la reproducción socioétnica.21 Agrega la autora que un requisito indispensable para contrarrestar dichos efectos mediante negociación fue la presencia de jefes étnicos con capacidad de gestión, dominio sobre su gente y cierto poder como para enfrentarse a los conquistadores. En el caso de Colalao y Tolombón, de acuerdo al rango temporal de la investigación de Noli, jefes con esas características parecen haber existido hasta fines del siglo XVII. Pero, ¿a qué jefes étnicos se está haciendo referencia? ¿Se trata de curacas de sangre, de linaje? En el apartado siguiente nos abocaremos específicamente a la cuestión de las autoridades étnicas, foco de este artículo.
¿Caciques hereditarios y alcaldes electivos? Transformaciones a fines de la colonia
A medida que fue instalándose el orden colonial se impusieron moldes que dieron forma (no sin conflictos) a diversos aspectos de la vida de las sociedades indígenas. Uno de esos aspectos fue, sin dudas, el sistema de autoridades étnicas. La corona española, reconociendo la autonomía de las poblaciones indígenas locales, instauró en América -desde el siglo XVI- un sistema de gobierno indirecto en el cual los caciques, antiguas figuras de autoridad, empezaron a cumplir diversas funciones; en particular, como representantes de los indígenas e intermediarios entre éstos y el Estado. En la zona andina central este gobierno indirecto quedó definido/regulado con las conocidas reformas toledanas de la década de 1570. A partir de ellas no sólo se establecieron las funciones que desempeñarían los caciques al interior de los pueblos de indios o pueblos de reducción (resultado éstos también de la política del Virrey Toledo), sino que se crearon/incorporaron dentro de ese sistema nuevas formas y figuras de autoridad que limitarían el poder de aquellos: los cabildos y los alcaldes indígenas. Durante este periodo, la institución del cacicazgo definitivamente se estableció como un cargo hereditario por primogenitura y vía masculina;22 mientras que la figura del alcalde se caracterizó por ser electiva. En el espacio del antiguo Tucumán colonial fueron las ordenanzas del Oidor Francisco de Alfaro (1612) las que, emulando tardíamente el modelo toledano, instauraron la organización de los indígenas en pueblos de reducción y delinearon las características y funciones de las autoridades étnicas.
En el caso de Colalao y Tolombón, una rápida mirada por los padrones disponibles para el siglo XVII y principios del XVIII, sumado al ya citado estudio realizado por López y Bascary, permiten afirmar que el cacicazgo constituía una dignidad hereditaria que más o menos funcionaba según legislación castellana. En cuanto a la estructura del sistema de autoridades, tanto el pueblo de Colalao como el de Tolombón mantenían un curaca a la cabeza y una cantidad variable de alcaldes en cada uno de ellos que dependía de la forma en que se habían repartido los indígenas entre diferentes encomenderos. Por ejemplo, en la década de 1670, el pueblo de Colalao contaba con un cacique, don Andrés Gualimay, y cuatro alcaldes, uno por cada encomienda en las que habían sido repartidos (Juan Lapacua de la encomienda de Sebastián Pérez de Hoyos, Juan Sacaya de la encomienda de Francisco de Narváez, Tomás Enco de la encomienda de Pedro de Ávila y Zárate y Miguel Gatis de la encomienda de Melchor Díaz Zambrano).23 Para 1697 los indígenas de Colalao respondían a un único encomendero, don Juan José Calvimonte (menor de edad). En el padrón que se levantó ese año figuraron el cacique don Juan José Chafán Gualimay (de seis años), un mandón don Francisco Cilpiue (para quien se aclaraba que ocupaba el cargo por minoría del cacique) y un alcalde Alonso Mercado.24
Como advierten López de Albornoz y Bascary, a fines del siglo XVIII se produjeron algunas modificaciones en cuanto a las autoridades étnicas. Como puede observarse a partir de las revisitas borbónicas, si bien se mantuvo la división en dos pueblos sólo un curaca pasó a estar a la cabeza de ambos y dos alcaldes (uno por cada pueblo) pasaron a constituir la nueva estructura (Cuadro 1).
\Revisita de 1786, Partido de San Joaquín de las Trancas | ||
\Pueblo de Colalao | ||
Cacique don Santos Colque | Casado con doña María del Carmen Chaguaia | Sin hijos |
Alcalde José Domingo Vázquez (38 años) | Pascuala Alurralde | Gregoria (13 años), María Asencia (10 años), Juan de Dios (9 años), José Santos (7 años), María Josefa (4 años), María Francisca (1 mes), dicho alcalde tiene al cuidado a sus sobrinos: José Manuel Catimay (8 años), Agustín Rosa (6 años), Rita (8 años), Crisóstoma (9 años) |
\Pueblo de Tolombón | ||
Alcalde Gerónimo Piguanti (30 años) | María Catimay | Isidoro (11 años), Pablo (9 años) |
\Revisita de 1791, Partido de San Joaquín de las Trancas | ||
\Pueblo de Tolombón | ||
Cacique don Francisco Catimay | Casado con doña Cecilia Chagaray | Sin hijos. Cecilia tiene 5 hijos de primer matrimonio con Asencio Baca que por no ser tributarios en su origen no se anotan. |
Alcalde Felipe Santiago Mesillas | viudo | Sin hijos |
\Pueblo de Colalao | ||
Alcalde José Mariano Senardo (34 años) | Casado con María Rosa Vázquez | Sin hijos |
\Revisita de 1806, Partido de San Joaquín de las Trancas | ||
\Pueblo de Tolombón | ||
Cacique don Mariano Senardo (49 años) | Casado con doña María Rosa Valdés | Andrea (14 años), una huérfana (10 años) |
Alcalde Marcos Chagaray (32 años) | Casado con Dominga Mora | Sin hijos |
\Pueblo de Colalao | ||
Alcalde José Mora (51 años) | Casado con Mercedes Catimay | Sin hijos |
Del cuadro antecedente puede desprenderse una característica que es interesante resaltar: quienes detentan el cargo de cacique son reemplazados por otros en breves periodos de tiempo, no siendo la muerte la causa de tal reemplazo. Es decir, en 1786 el cacique es don Santos Colque (Colalao), en 1792 el cacique es don Francisco Catimay (Tolombón) y en 1806 el cacique es don Mariano Senardo (Tolombón). Inclusive, si se incorpora información adicional es posible reforzar la idea de que la rotación en el cacicazgo es asidua. En el caso de Tolombón, en 1770 el cacique era don Marcos Pivante,25 en 1776 era don José Romano y 1779 era don Felipe Cachagua.26 Para el caso de Colalao, aunque se dispone de menos documentación, se sabe que antes de don Santos Colque (inclusive en el mismo año de 1786) fue cacique don Gregorio Cruz.27
Para los primeros años del siglo XIX, documentación complementaria a las revisitas tardo-coloniales permite asegurar que va reforzándose la tendencia a la unificación de los dos pueblos; encontrándose sólo un curaca y un alcalde a la cabeza de la “comunidad de Colalao y Tolombón”. A la vez, se continúa con la práctica de reemplazar a las autoridades constantemente. En 1803, don Pedro José Goya era registrado como cacique del pueblo de Colalao y Tolombón.28 En 1806, como puede observarse en el cuadro anterior, el cacique era don Mariano Senardo pero, en 1808, el cacique era Marcos Chagaray.29
Una pregunta que podría hacerse respecto de la rotación de los caciques refiere a las causas de tal práctica. ¿Se relacionaba con la capacidad de la Corona para asignar o reasignar autoridades étnicas de acuerdo a sus propias necesidades e intereses? ¿Era parte, por el contrario, de una estrategia indígena? ¿O era el resultado de diferentes divisiones e, incluso, de pugnas internas al pueblo de indios? Aunque por el momento no puede determinarse la causa, sí puede vislumbrarse que la sucesión no sería totalmente aleatoria. Un dato que merece destacarse de las revisitas finiseculares es que caciques y alcaldes parecen entroncarse en una misma red. Por ejemplo, como se observa en el cuadro antecedente, en la revisita de 1786 el cacique de Colalao era Santos Colque y el alcalde José Domingo Vázquez. Este alcalde estaba casado con Pascuala Alurralde y tenían, además de 5 hijos, 4 sobrinos a su cuidado. Si bien constan los nombres de pila de todos los hijos y sobrinos, en el caso del sobrino mayor se registró el nombre junto con el apellido: José Manuel Catimay. Se resalta este dato puesto que podría ser importante. Por un lado, porque en 1786 el alcalde de Tolombón era Gerónimo Piguante y estaba casado con María Catimay (nuevamente el mismo apellido). Por otro lado, porque en la revisita de 1791 el cacique de Tolombón era Francisco Catimay (hermano de María Catimay) que estaba casado con Cecilia Echagaray. Hasta aquí podría decirse que pudo haberse tratado de una simple coincidencia. Sin embargo, se observa que en 1806 uno de los hijos de la esposa de Catimay, Marcos Chagaray, será el alcalde de Tolombón y para 1810 figurará en los expedientes judiciales directamente como cacique de Colalao y Tolombón. A su vez, en 1806 Marcos Chagaray estaba casado con Dominga Mora y el alcalde del pueblo de Colalao era José Mora. Si bien no ha podido comprobarse hasta el momento parentesco alguno entre Dominga y José, el apellido de ambos hace suponer que formaría parte de un mismo tronco familiar. Por su parte, vale agregar el dato de que José Mora estaba casado en 1806 con María Mercedes Catimay, quien a través de los registros parroquiales ha sido identificada como hermana de Francisco Catimay, la misma que estaba casada con Piguante30.
Estos datos muestran varios aspectos. Por un lado, que para ser cacique en el último tramo del período colonial no era necesario pertenecer a un antiguo linaje; en líneas generales, no parece existir una línea sucesoria hereditaria “por vía recta de varón”. Esta idea se refuerza con el hecho de que algunos individuos habrían accedido al cacicazgo no siendo indios (como el caso del mulato limeño, Roque Antonio Vázquez, descrito al inicio de este artículo) o, incluso, habiendo sido indios tributarios (como el caso de Francisco Catimay).31 Por otro lado, los datos nos muestran que en el acceso al cargo de alcalde pudieron haber tenido importancia, entre otras cosas, algunos lazos familiares, como por ejemplo el que enmarcaba la relación entre Francisco Catimay y su hijastro Marcos Chagaray que, como se ha visto, fue primero alcalde y luego cacique. En términos generales, puede decirse que, aunque se flexibilizaron las posibilidades de constituirse en autoridad étnica, esa flexibilización no fue ilimitada. Incluso, es probable que quienes accedían a algún cargo intentaran perpetuar su poder y fundar un nuevo linaje; este podría haber sido el caso de Francisco Catimay32. Pero también es cierto que la apertura descrita respecto al sistema de autoridades y a la incorporación de personas al colectivo hacia fines de la colonia pudo haber limitado esa perpetuación, proponiendo un juego más dinámico en el que tributarios y foráneos podían acceder, competir o compartir esos nuevos espacios de poder. Al respecto, y en paralelo a las redes que van tejiéndose alrededor de Catimay, se observa cómo diferentes integrantes de apellido Senardo también van construyendo su propia trama de poder. En las revisitas se observa que José Mariano Senardo se desempeñó como alcalde de Colalao en 1791 y que Mariano Senardo fue cacique en 1806; a eso puede sumarse el hecho de que Andrés Senardo fue registrado como gobernador de los pueblos de Colalao y Tolombón en el padrón censal levantado en Trancas en el año 179933. Los datos analizados de los padrones permiten confirmar que, al igual que Catimay, los Senardo habían sido tributarios previamente a ocupar esos cargos.
Intentando delimitar las funciones de caciques y alcaldes finiseculares
Ahora bien, ¿cuáles eran las funciones que desempeñaban caciques y alcaldes a fines de la colonia? ¿estaban bien delimitadas las mismas entre unos y otros? Algunos documentos de la Sección Judicial Criminal (SJCr) del AHT pueden dar algunas pistas al respecto. En 1791, por ejemplo, mientras ocupaba el cargo de cacique, Francisco Catimay dio muerte a un cuñado suyo, hecho por el cual terminó en la Real Cárcel34. Los distintos testigos que declararon en la causa, todos pertenecientes al pueblo de indios, señalaron que Catimay era un buen cacique, “bienhechor” y “muy cuidadoso del gobierno de su pueblo”. Resaltaron, además, que entre otras obras el cacique se encontraba fabricando una capilla y que, desde que estaba preso, la misma estaba deteriorándose, hecho por el cual todo el pueblo deseaba “tenerlo libre para seguir su obra”. Otra causa criminal que tuvo como protagonista a Catimay revela detalles de las funciones que habría desempeñado como cacique.35 En el expediente, se describe que una de las funciones principales del cacique sería la de recaudar el tributo. El propio Catimay señaló que su oficio era el de labrador y “recaudar los Reales Tributos de su pueblo”. El protector de naturales, en defensa de Catimay, argumentó que debía ponerse en libertad al cacique, entre otras cosas, por el perjuicio que causaba esta situación en relación al cobro de los tributos. Al respecto, resulta interesante el testimonio de Roque Vázquez (el mulato limeño ya mencionado) y uno de los querellantes:
Y no hay la menor duda que su mismo protector conoce verdaderamente no tener resquicios por donde se pueda asomar alguna razón que le pueda favorecer a su protegido y por esto es que solo se contrae para su defensa el alegato que expone, hace falta su parte para la recaudación de los Reales Tributos, siendo constante que en dicho Pueblo hay indios que puedan ejercitar este oficio con más entereza, y acomodados con bienes suficientes para reemplazar el dinero siempre que se conociera algún quebranto; lo que no se experimenta en Catimay por no tener ningunos bienes, para enterar, si acaeciese alguna extorsión, cuyos motivos han dado lugar para que algunos indios profuguen de dicho pueblo por verse acosados de su cacique por los préstamos que le hacían para el entero de lo que cobraba, y no tenía como satisfacer, lo que es público y notorio.36
En la cita precedente, particularmente en las palabras resaltadas, queda claro que el cargo de cacique, en especial asociado al cobro del tributo, podía ser ejercido por cualquier persona que realizara el oficio “con más entereza” y respondiendo con sus propios bienes a las exigencias fiscales de la Corona. Esta función del cacique referida al cobro del tributo ¿refuerza la idea de que los mismos habrían sido designados y manipulados por la Corona según sus propios intereses? En principio, y a la luz del caso de Catimay, la respuesta a esta pregunta podría ser afirmativa en tanto otras funciones y tareas por él desarrolladas lo describen como un mero “funcionario” que cumple las órdenes impartidas por el estado. En tal sentido, en ese mismo juicio criminal, el cacique Catimay insistía en varios pasajes (y ejemplificaba con casos específicos) que él hacía acatar las órdenes que le daban los alcaldes ordinarios y que, de hecho, “siempre [había] estado pronto con sus indios a dar auxilio a las órdenes de la Real Justicia”.37 De todas formas, esta idea del mero funcionario puede matizarse a la luz de dos cuestiones. Por un lado, que este testimonio estuvo orientado por el interés de mostrarse como un hombre que se movía dentro de los marcos legales coloniales y apoyaba/acataba todas las órdenes. Por otro lado, en tanto es cierto que también Catimay actuó en diversos conflictos a favor de los comuneros y que, como se ha indicado ya, los propios testigos del primer pleito lo señalaban como bienhechor, buen gobernador, hacedor de la iglesia.
Más allá de esta discusión y en torno a las funciones desempeñadas por Catimay como cacique, de estos expedientes judiciales se desprende que otra de las funciones era la de poner presos a quienes no acataran las órdenes dictadas por las autoridades coloniales o bien a aquellos que hubieran cometido delitos dentro de la comunidad. En el juicio criminal del año 1795, uno de los conflictos que se ventila -aunque no es el que da origen al expediente- es el que Catimay tenía con Antonio Roque Vázquez. Vázquez denunciaba a Catimay por robo de ganado y, además, por haber querido ponerlo preso sin motivos y habiéndolo maltratado física y verbalmente. En palabras del propio Vázquez:
habiéndome encontrado un día acompañado este [Catimay] con nueve o diez indios, se hizo encontradizo conmigo, diciéndome, date preso y hallando yo no haber dado mérito para ello; que por qué me quería prender […] de cuyo estrepitoso hecho se ha de servir la justificación de VMd. mandar al citado curaca que en su confesión diga, qué delito cometí para que me quisiese prender, y qué méritos dí para que me maltratase tanto así de palabras indecorosas, como con la daga según llevo relacionado.38
Es decir, Vázquez no ponía en duda la “legitimidad” de Catimay para poner en prisión a quien cometiera un delito sino simplemente que el propio Vázquez no era merecedor de tal maltrato. Es curioso, porque si bien se acepta esta función asociada a la de cacique, por la misma época también el alcalde del pueblo parece desempeñar tareas similares. Como consecuencia de otro robo de ganado, perpetrado por el negro Cecilio, vecino del Pueblo de Tolombón, el mismo Vázquez había solicitado al alcalde Senardo que lo pusiera en prisión y éste así lo había hecho.39 Según se observa en el expediente judicial, las competencias, al menos en este caso, de cacique y alcalde eran difusas y, al parecer, se generaban fricciones entre uno y otro. El testimonio de Manuel Quirino, entenado de Catimay, puede resultar ilustrativo:
Que sabe que en una ocasión con el motivo que el alcalde Mariano Senardo quitó a Anselmo Barraza un caballo que le había prestado Catimay, salió éste al encuentro de Senardo que llevaba dicho caballo y les dijo a los soldados de Senardo a dónde me llevan ese caballo, traigan que es mío y ellos le respondieron que el alcalde lo mandaba llevar a su casa y quitándoselo llegó Senardo y le dijo que por qué se metía en lo que él mandaba y Catimay le respondió que se fuese callado y Senardo le replicó siempre VMd. quiere deshacer lo que yo hago.40
No era la primera vez que Catimay y Senardo tenían un conflicto. Pero ¿a qué se debía su encono? Desde la perspectiva de los estudios que describen para el sur andino la paulatina pérdida de poder de los caciques hereditarios y un mayor protagonismo de las autoridades electivas o “por aclamación”, podría decirse que los conflictos entre uno y otro pudieron enmarcarse en tal contexto. Sin embargo, como hemos visto, ni Catimay era un cacique hereditario, ni Senardo un alcalde elegido tan abierta y libremente. Aunque este tema merece una reflexión más profunda, es posible pensar que, dada la coyuntura de cierta apertura, flexibilidad y posibilidad de ascenso, la disputa entre cacique y alcalde se haya dado, tal como fue adelantado, para reposicionarse y reestructurarse dentro del campo de poder, buscando, quizás, fundar y perpetuar nuevos linajes. Para volver al inicio de este artículo podría decirse que también el conflicto con Roque Vázquez, el mulato limeño, se habría enmarcado en dicha situación.
Palabras finales y epílogo
De acuerdo a los datos presentados en torno al caso de Colalao y Tolombón, a fines de la colonia parece haberse producido una transformación, flexibilizándose o dinamizándose, en cierto modo, quiénes acceden o las formas de acceder a la estructura de autoridades étnicas. Las rotaciones asiduas en los cargos, los tributarios o foráneos que pasan a ser caciques o alcaldes, la superposición de funciones entre unos y otros describen un universo de posibilidades en torno a nuevos espacios de poder. Ciertamente esos espacios no fueron ilimitados y, hasta el momento, es difícil determinar si esas transformaciones fueron promovidas-maniobradas por la Corona, por los propios indígenas (en términos personales o colectivos) o por ambos a la vez. Vista esa reconfiguración en un rango temporal más amplio proyectado hacia el siglo XIX y retomando la hipótesis inicial acerca de que el mantenimiento de las estructuras comunitarias y de la posesión colectiva de las tierras habrían estado apoyados en la redefinición de las autoridades étnicas y de su poder, es posible decir que en el caso aquí estudiado dichas transformaciones resultaron exitosas para la pervivencia del colectivo. Es más, podría apuntarse que en el marco de los cambios ocurridos al interior del pueblo de indios (la apertura señalada, la incorporación de personas de diferentes estatus socioétnicos) viejas estructuras coloniales en torno a las figuras de autoridad fueron readaptadas en pos de revitalizar al colectivo. Así, mientras la mayoría de los pueblos de indios de la jurisdicción tucumana sucumbieron en el paso del orden colonial al republicano durante las primeras décadas del siglo XIX, la Comunidad de Colalao y Tolombón aún existía a fines de dicho siglo y detentaba buena parte de las tierras comunales originarias. Por supuesto, como se ha visto, la pervivencia no fue lineal y sin conflicto, pero el ensayo de redefinir las características de las autoridades a fines del siglo XVIII no sólo pudo haber contribuido a disputar-negociar espacios con diferentes agentes en dicho contexto, sino también como una experiencia que podría capitalizarse más adelante.
Al respecto, cabría señalar que el inicio del periodo republicano supuso, entre otras cosas, la abolición formal de las figuras coloniales de caciques y alcaldes, aunque -podemos afirmar- esta situación no implicó necesariamente la desaparición de las mismas. En efecto, algunos autores proponen que las comunidades indígenas, presionadas por un nuevo sistema jurídico que instituía la representación personal e individual frente a la ley, iniciaron el proceso de nombramiento de “nuevas” autoridades que recrearán, de algún modo, las funciones de las antiguas autoridades étnicas. Para el caso boliviano puede mencionarse el ejemplo de los apoderados trabajado por Pilar Mendieta Parada,41 para el caso chileno es interesante el planteo de Milton Godoy Orellana y Hugo Contreras Cruces,42 quienes describen cómo los cargos de autoridad étnica fueron recategorizados en cargos civiles, al menos, hasta mediados del XX. Una situación similar es la que encuentra Diego Escolar43 en poblaciones huarpe (actuales provincias de Mendoza y San Juan, Argentina) en la que observa que durante el siglo XIX cargos civiles como el de “juez lagunero” pudieron haber sido el modo en que autoridades indígenas locales continuaran participando políticamente.
Desde este marco y a modo de epílogo, quisiéramos mencionar que a mediados del siglo XIX en Colalao y Tolombón emergían los “apoderados” de la comunidad. En este caso, se trataba de una institución colegiada, conformada por tres o cuatro apoderados -uno “principal o cabeza” y otros secundarios- que se ocupaban de diversos temas relativos a las presentaciones judiciales (fundamentalmente por litigios territoriales) y a la administración de los bienes comunitarios. Estos apoderados, elegidos por el voto de los comuneros, eran reemplazados -por diversos motivos- con bastante frecuencia y había constantes fricciones entre ellos que, en muchos casos, llegaban a instancias judiciales. Con base en los estudios realizados hasta el momento, puede decirse que quienes accedían al cargo eran tanto descendientes de antiguos comuneros como personas recientemente integradas al colectivo (entre otras, por la vía del matrimonio).44 De todas formas, como ha mostrado Fandos,45 estos apoderados buscaban constituir (o constituían ya) una verdadera “elite” diferenciada del resto que, a través de cuidadas relaciones, apuntaban a reforzar su lugar dentro de la comunidad. De lo dicho hasta aquí pueden desprenderse algunas semejanzas con aquellas autoridades étnicas de fines del siglo XVIII. Restan, sin embargo, estudios que permitan profundizar en dicho sentido, que contribuyan a mapear las transformaciones y las permanencias acontecidas en los pueblos de indios en el periodo de transición de la colonia a república y más allá de él.