¿Qué importancia tiene la belleza en la vida del cristiano? ¿Qué papel debe desempeñar en la vida de los redimidos? ¿Cuál es la relación entre redención y belleza? ¿Pierde su importancia la belleza después de la redención?
Distinciones iniciales
Belleza ontológica
No pienso aquí en la belleza en el sentido más general de la palabra o, como prefiero llamarla, en la «belleza ontológica».1 Cuando nos conmueve la belleza de la pureza, cuando la santa Iglesia clama en la Liturgia: «qué bella es la generación casta con claridad»2 (Sab 4, 1), cuando hablamos de cuán bella se vuelve el alma a través de la humildad, tenemos ante los ojos la belleza ontológica, que es perfume, resplandor, irradiación del valor intrínseco de estas virtudes. Es la belleza a la que san Agustín llama «splendor veri», y que es, en cierto modo, irradiación de todo auténtico valor que se adhiere a todo bien en proporción a su valor.
Esta belleza no es nuestro problema. Su relación con la redención, su función en la vida del cristiano no es problemática. La Liturgia nos muestra claramente qué papel juega esta belleza a la luz de la revelación. Esta belleza es mencionada una y otra vez en las expresiones más diversas: «Escucha, hija, y mira; aplica tu oído; … y el rey se prendará de tu belleza»3 (Sal 44, 11-12), «Con tu esplendor y tu belleza, avanza»4(Sal 44, 5), «Bella de rostro, pero más bella de fe»5 (antífona), «Eres toda belleza, María»6 (himno), y muchas otras. Esta belleza no puede separarse del valor, del cual es reflejo y perfume. Por esa razón, tiene naturalmente una función sobresaliente en la vida del cristiano. Esta belleza es el fundamento del amor. La divina belleza de Jesús, la belleza del Santo de los santos, enciende nuestro corazón; esta resplandeció ante los apóstoles en el Tabor. La belleza de su divina misericordia derritió el corazón de María Magdalena. La irresistible belleza divina de Jesús no sólo mueve nuestra voluntad, sino que atrae nuestro corazón, como afirma san Agustín: «Poco sería que te atrajera sólo por la voluntad; también te atrae por el afecto».7 Como dice el gran Lacordaire, las virtudes sólo se vuelven irresistiblemente victoriosas, fuerzan ante todo a amar, cuando —como en todo santo— se manifiestan en su belleza, cuando su nobleza interior se revela en su belleza.
Esta belleza —que es un reflejo de la preciosidad interior y de la dignidad ontológica de un ser— es, en su rango, dependiente de la dignidad del objeto. La belleza de un espíritu rico y profundo, como el de un Platón o un Aristóteles, es más grande que la belleza de un Aquiles, que es propia de la plenitud vital de una fuerza vital desbordante; y la belleza de la humildad o del amor es mucho mayor que la de un intelecto grande y profundo.
El lugar de esta belleza en la redención, como ya se ha dicho, no es nuestro problema.8 Esta belleza nunca es, en realidad, el tema principal. La belleza de la humildad no es el tema principal de la humildad, como tampoco la belleza de la verdad es el tema principal de la verdad.9 Es, más bien, un exceso que está vinculado esencialmente a estos valores, una florescencia de éstos, su perfume esencial, su «rostro». Por eso, pertenece tanto a la redención que la redención es también una restauración de la belleza paradisíaca original, esto es, de una belleza mucho mayor. Como afirma la Liturgia: «Oh Dios, que maravillosamente formaste la dignidad de la naturaleza humana y más maravillosamente la restauraste».10 Y como dice un místico: «moriríamos de amor si pudiéramos ver la belleza de un alma en estado de gracia».11
Belleza de la forma
Nuestro problema concierne a la belleza en el sentido estricto de la palabra. Me refiero a la belleza que brilla en las cosas visibles y audibles; a la belleza que se despliega ante nuestro espíritu cuando miramos el Foro Romano desde el Capitolio, con la campaña y los Montes Albanos en el fondo, o la belleza de las tumbas de los Medici, esculpidas por Miguel Ángel, o la belleza que se revela al escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven, esto es, la belleza de lo visible y de lo audible que encontramos en la naturaleza y en el arte; […]12 una belleza que, a falta de otra expresión, queremos llamar «belleza de la forma», en contraposición con la belleza ontológica.
¿Cómo se relaciona esta belleza con la redención? ¿Cuál es su lugar en la vida del cristiano? ¿Qué importancia tiene a la luz de la revelación y de nuestra transformación en Cristo?
Algunas objeciones
Primera
Algunos dicen que la belleza de la forma pertenece a la esfera del lujo, a esa parte de la vida que, a la luz de Cristo, no puede pretender ser realmente seria. Ciertamente, no es nada malo; más bien, es algo inocente. Pero la cuestión de si un edificio es bello o no, si hay una obra de arte de más o de menos, es, sin embargo, algo relativamente secundario.
Para estetas y paganos esto puede parecer algo grande e importante; para el cristiano, que sabe con santa sobriedad que las cosas grandes y serias de la vida deben buscarse en el ámbito moral y social, la belleza de la forma es algo relativamente frívolo y poco serio. Ciertamente, pertenece a la vida humana, como los entretenimientos de todo tipo y como los juegos. Pero es mucho más importante que un cuchillo corte bien a que se vea hermoso. Es más importante que los hombres tengan un techo sobre sus cabezas a que una casa sea agradable para un refinado gusto artístico. El arte, toda la cultura de la belleza de la forma, es sólo para algunos privilegiados. Esto prueba, ya en sí mismo, que no pertenece a la parte realmente seria de la vida.
En los tiempos antiguos de las cortes reales y del orden feudal, floreció el culto a lo bello. Pero nuestro tiempo es demasiado serio para eso. Hoy, el cristiano debe concentrarse en las grandes cuestiones de carácter económico, político, social; el amor al prójimo debe mostrarle que es más importante que todo hombre tenga una existencia digna, que se cuide a los enfermos y a los pobres, a que se encuentre una hermosa pintura en alguna parte o que se represente el Fígaro de Mozart de manera brillante.
Esto vale también para las Iglesias. Lo más importante es el tabernáculo, el altar en el que se celebra la Santa Misa y el que haya un lugar para ello. Que sea artísticamente bello o no, es algo secundario; sólo los estetas pueden encontrar esto esencial.
Por eso, sostienen, la belleza de la forma es, a la luz de Cristo, algo inesencial, carente de verdadera seriedad. Tiene el peligro de ablandarnos, de volvernos sensuales, de distraernos de los auténticos deberes del cristiano, de lo indispensable desde el punto de vista del amor al prójimo. Por lo tanto, debería desempeñar sólo un papel secundario en la vida de los cristianos.
Respuesta
Este utilitarismo no está en modo alguno en el espíritu del Evangelio. Ciertamente, a la luz del «unum necessarium» (Lc 10, 42), de nuestra eterna salvación, la belleza de la forma es secundaria, pero esto vale también para las cuestiones económicas y sociales. ¿No dice nuestro Señor: «No os preocupéis, pues, diciendo: Qué comeremos o qué beberemos o qué vestiremos»13 (Mt 6, 31)?
Por lo tanto, no es posible contraponer, en nombre del Evangelio, lo que es «útil» y necesariamente práctico para este mundo con la belleza, enfatizando que la belleza no pertenece al «unum necessarium», pues esto se aplica también a la esfera de lo «útil». Más bien, es necesario comprender que la indispensabilidad práctica no es la única medida de valor para las cosas. Las palabras de Cristo «no sólo de pan vive el hombre» (Mt 4, 4) se refieren, ciertamente, sobre todo a la esfera religiosa, pero con cierto derecho pueden extenderse a toda la esfera espiritual.
Una ponderación de todas las cosas desde el punto de vista de su indispensabilidad práctica, una restricción a lo absolutamente necesario —un espíritu que domina en la técnica de manera legítima— no se encuentra en la creación de Dios ni en la revelación de Cristo. Aquí, por el contrario, prevalece el principio de sobreabundancia. ¿Acaso Dios no es pródigo en su creación? ¿No encontramos esteexceso divino en el reino de lo reproductivo? ¿No es la belleza de lanaturaleza la prueba más clara de este exceso divino, ya que no esen absoluto indispensable desde el punto de vista práctico para elsostenimiento de la naturaleza? ¿No es la creación, como tal, frutode este exceso divino? ¿No es un puro fluir del amor infinito de Diosy, en modo alguno, algo necesario?
Por otro lado, el primer milagro de Cristo en las bodas de Caná nos muestra, de manera gloriosa, la sobreabundancia del amor divino, que no indica restricción alguna a lo necesario. En efecto, el vino no era indispensable para la boda y ni siquiera faltaba totalmente. Tan sólo no era suficiente. Ciertamente, el sentido principal de este milagro es la epifanía de la divinidad de Cristo. Pero el hecho de que el contenido del milagro se refiera únicamente al aumento de su gloria, ¿no es un rechazo radical de todas las formas de utilitarismo? ¿Y no debemos ver en las palabras del Señor “a los pobres siemprelos tendréis, pero a mí no siempre me tendréis” (Mt 26, 11) una «charta magna» para descubrir el lugar que debe dársele a la bellezade la forma? ¿No es acaso el ungüento —cuyo desperdicio criticaronlos apóstoles— un símbolo sublime de las cosas que son buenas yagradables a Dios, sin ser indispensables?
No, lo indispensable es un punto de vista; el valor de una cosa es otro. El hecho de que la belleza de la forma no sea indispensable noafecta a su valor y a su seriedad. Más adelante veremos qué profundaseriedad hay en la belleza de la forma.
Segunda
Pero a veces escuchamos otras objeciones más serias contra la belleza de la forma.
Algunas personas dicen: la belleza de la forma es algo externo. Se adhiere a objetos materiales y corpóreos, a lo visible y a lo audible. Así pues, es por lo menos mucho más externa y menos sublime que la belleza ontológica que se adhiere a lo espiritual; por ejemplo, la belleza de la verdad o de la virtud, mencionadas antes. La belleza de la forma, pues, es algo sensible, algo que pertenece al reino de los sentidos y, por tanto, es necesariamente algo relativamente bajo en el ámbito de la jerarquía de los seres. ¿Puede, por tanto, tener todavía una gran función en la vida del cristiano?
¿No nos apremia toda ascesis a desprendernos de los sentidos, retirarnos cada vez más a la esfera de nuestro espíritu, para ser indiferentes ante lo que agrada a los sentidos y crecer por encima de esto? Por tanto, ¿no pertenece también esta belleza a las cosas terrenales especiales que, sin ser malas, nos distraen de Dios, del reino de Dios y de nuestra meta eterna?
¿No se vuelve, para los místicos, mucho más dulce lo que era amargo a los sentidos y más amargo lo que para los sentidos era dulce? ¿No pertenece a la revolución de la revelación —a los nuevos ojos con que miramos todo después de la redención— que esta belleza de la forma pierda su significado, que resulte ser una de las «vanitates» de la tierra, como leemos en el libro sapiencial: «Engañosa es la gracia y vana la hermosura»14 (Prov 31, 30)?
¿No es, pues, la belleza algo especialmente terrenal —ciertamente, algo totalmente positivo en sí mismo; no malo, sino más bien efímero, adherido a lo transitorio— que pierde su significado cuanto más vinculados estamos a Dios, cuanto más vivimos con Cristo, «por Él, con Él y en Él»?15 Dice nuestro Señor a Marta: «¡Marta, Marta! Tú te afanas y te agitas por muchas cosas; pero una sola es necesaria»16 (Lc 10, 41). ¿No se aplica esto también a la belleza de la forma en la naturaleza y en el arte?
Para un pagano, que sólo conoce los bienes materiales, que se dirige totalmente a lo terrenal, esta belleza de la forma puede ser la meta; pero para aquellos ante los cuales ha brillado la luz de Cristo, ésta no puede ser ya lo esencial. El sentido para esta belleza tampoco es indispensable para la santidad. Frente a la pregunta de san Luis Gonzaga: «¿Qué es esto, frente a la eternidad?»,17 la belleza de la forma no se mantiene en pie.
Por tanto, ¿no debemos reconocer que la belleza de la forma es más bien un obstáculo en el proceso de morir a nosotros mismos y ser transformados en Cristo y que, por ello, ha perdido su significado a través de la redención?
Respuesta
No. Esta concepción es errónea, y este error se basa en diversos malentendidos de la esencia de la belleza de la forma.
Ciertamente, esta belleza se adhiere a lo visible y a lo audible. La aprehensión de esta belleza presupone los sentidos. Un ciego no puede aprehender la belleza de la Columnata de Bernini o la belleza de la Catedral de San Marcos, en Venecia. Un sordo no puede ser tocado por la belleza de la Missa solemnis de Beethoven o por alguno de sus cuartetos. Pero es importante entender aquí la función de los sentidos, así como la relación de los objetos visibles y audibles con su belleza. Aunque la belleza de la forma presupone ver y oír, de ninguna manera es algo que pertenezca en sí misma al ámbito de los sentidos; algo —por así decirlo— congenial con este ámbito, que lleva el sello de lo físico-animal
En la concepción mencionada antes, se habla de la belleza de la forma como si fuera una sensación placentera de los ojos y de los oídos. Esto es claramente un error. Si una luz me ciega, esto es un displacer para los sentidos, pero nadie llamará a esta luz fea o insípida. Si veo algo indistintamente y con esfuerzo —por ejemplo, con malos lentes— esto es un displacer para mis ojos, pero esto no hace necesariamente que lo que veo sea feo. Si después me pongo unos buenos lentes, siento la visión clara y distinta como un placer para los ojos, mas lo que veo puede ser feo, común o trivial y así se me muestra. Lo mismo vale para el oído.
Lo que es agradable o desagradable para los sentidos es congenial con el mundo de los sentidos, lleva el sello de lo externo no espiritual; no así la belleza y la fealdad, que se distinguen claramente de las sensaciones. El placer y displacer de los ojos se vivencia en relación con mi cuerpo; es una sensación. Pero la belleza del Palacio Farnese ciertamente no tiene nada que ver con mi cuerpo y su aprehensión dista un mundo de la sensación.
Asimismo, es también característico que la belleza de la forma sólo se encuentre en el mundo de lo visible y de lo audible y no en la esfera del olfato, del gusto o del tacto. Si en esta esfera, indudablemente, no sólo existe la diferencia entre agradable y desagradable, sino encontramos también cualidades como común, noble, fino, entonces no puede hablarse aquí de belleza en sentido estricto. Esto se debe a que la belleza no se adhiere a meros datos sensibles, sino a determinadas formaciones visibles y audibles que, como tales, representan algo mucho más diferenciado, ricamente estructurado y conformado. Los perfumes no pueden constituir una nueva formación, como los tonos constituyen una melodía. En breve, la belleza de la forma no es sensible como el buen sabor de la comida y, por lo mismo, no lleva el sello de lo no espiritual como ésta.
Distinciones importantes
Pero no es suficiente distinguir la belleza de la forma de las sensaciones de placer de los sentidos; también tenemos que hacer algunas distinciones importantes al interior de la belleza de la forma.
Hay dos tipos distintos de belleza de la forma.
Belleza primitiva
Una es de tipo relativamente positivo: la belleza de un círculo, en contraposición a una figura arbitrariamente irregular; la belleza de un tono musical claro, en contraposición a un ruido; la belleza de un acorde, en contraposición a una disonancia; la belleza de ciertos rostros regulares (que podemos designar como «belleza hollywoodense»). Esta belleza, aunque no es un mero placer visual, se encuentra relativamente próxima al mundo de los sentidos.
Belleza superior
La otra es inconmensurablemente más alta; no sólo requiere la colaboración de más factores, sino que también es cualitativamente algo por completo nuevo. Es la belleza que se despliega ante nuestro espíritu cuando, en un día radiante, contemplamos la ciudad de Roma y las montañas en el trasfondo desde el Janículo, o cuando contemplamos La creación de Adán, de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, o la sublime belleza del Don Giovanni, de Mozart.
Esta belleza, donde quiera que aparezca, hace surgir ante nuestro espíritu todo un mundo espiritual, cargado de una infinidad de elementos espirituales: lo poético, en contraposición a lo prosaico; la necesidad, en contraposición a lo arbitrario; la plenitud interior, en contraposición a lo aburrido y vacío; la autenticidad y la verdad, en contraposición a todo lo falso y afectado; la grandeza interior, en contraposición a todo lo mediocre; lo amplio y profundo, en contraposición a todo lo plano y trivial.
La alta belleza de la forma
Nuestro problema se refiere a la relación de esta sublime y más alta belleza de la forma, que se eleva claramente por encima del mundo de lo sensible y que, en su cualidad, muestra una sublime espiritualidad que no podemos decir que se dirija a la esfera más baja de nuestra alma.
¿Cómo se relaciona esta belleza de la forma con la redención?
Explicación incorrecta
No han faltado intentos por salvar la espiritualidad de esta belleza de la forma diciendo que, en verdad, esta belleza no tiene nada que ver con lo visible o lo audible. Sus verdaderos portadores son ideas, pensamientos, que sólo estimulan en nosotros lo visible y lo audible. Por ejemplo, a la vista de una elevada cadena montañosa, bañada por la brillante luz del sol: lo que vemos inmediatamente no es aquello a lo que se adhiere la belleza, sino el pensamiento en el poder creador de Dios; este poder creador es lo que propiamente es bello. En una palabra: el genuino portador de la belleza es algo espiritual, que asociamos mentalmente con lo visible y lo audible a través de analogías. O como se dice: lo visible tiene una función semejante a la del símbolo en la Liturgia.
Este intento de rescate de la espiritualidad de la belleza es, ciertamente, bien intencionado, pero falso. Pues la belleza de la campaña o la belleza de la Séptima Sinfonía de Bruckner está vinculada directa e intuitivamente con lo visto y lo oído, y no se requiere de ninguna ascensión mental hacia nada más para aprehender esta belleza. No debemos tratar de evitar los misterios en los seres sino que, en un pleno thaumazein sobre su misterio, debemos tratar de comprenderlo a través de una penetración más profunda.
Esta elevada belleza de la forma también se da inmediata e intuitivamente en lo visible y en lo audible; sin embargo, es de una sublimidad espiritual que trasciende cualitativamente la esfera de los sentidos.
¿Cómo puede explicarse esto?
Explicación correcta
Esta belleza —y aquí llegamos a uno de los puntos más importantes— se adhiere inmediatamente a lo visible y a lo audible, pero no es la expresión de la esencia de estos objetos visibles y audibles, como lo es la belleza ontológica (por ejemplo, la belleza de la humildad).También las cosas corpóreas tienen su belleza ontológica. Pero ésta, evidentemente, es más baja y no puede explicar la sublimidad de la belleza de la forma. Esta superior belleza de la forma trasciende, en su cualidad, la esfera de estos objetos.
La belleza del Golfo de Nápoles es de la más alta espiritualidad y no habla de lo que significan ontológicamente las montañas, los árboles y el agua, tampoco de lo que son para el científico de la naturaleza o también para el filósofo de la naturaleza, sino de un mundo elevado que se refleja dentro de él.
Es un gran misterio que Dios ha confiado a las formaciones visibles y audibles: poder poner ante nosotros cualidades sublimes, espirituales; una belleza que, en su cualidad, refleja el mundo de Dios y habla de este mundo elevado y transfigurado.
La función de los sentidos y de las formaciones visibles y audibles es aquí modesta y humilde; son un pedestal, un espejo para algo mucho más alto. Por esta razón, esta belleza, en su rango, no está ligada a la dignidad ontológica del objeto. Por ello, una flor es incomparablemente más bella que un gusano; y por ello, el monte Pellegrino, en Palermo, a la última luz del atardecer, es mucho más bello que un animal, aunque el animal es superior ontológicamente.
Tan pronto como entendemos que la belleza de la forma —si bien adherida inmediata e intuitivamente a lo visible y a lo audible y en modo alguno como resultado de reflexiones, analogías y relaciones simbólicas— no pertenece de la misma manera al objeto ni habla de él, sino que es el reflejo ontológico de algo incomparablemente más alto, entendemos también que es completamente falso denominarla sensible, exterior y, especialmente, terrenal.
La belleza del paisaje italiano, de las villas toscanas o de Asís, la belleza de la Tempestad de Giorgione o de los frescos de Masaccio en el Carmine, la belleza de la catedral de Florencia o de San Pedro en Roma, la belleza del primer coro de la Pasión según San Mateo, de Bach, o del Fígaro, de Mozart, se adhiere inmediatamente a las cosas visibles y audibles; no está vinculada a éstas por pensamientos; no es una idea que se expresa de esa manera; antes bien, en su cualidad, habla de otra realidad más alta: habla de Dios.
Los elementos de los que depende la belleza de la forma —esto es, cuándo y bajo qué circunstancias aparece esta belleza en los objetos visibles y audibles— son multiformes y misteriosos. No existe una receta para ellos; nadie puede establecer reglas que deban seguirse para producir algo bello. En cada caso particular se requiere una inspiración nueva, particular. Pero una cosa que podemos afirmar es que estas condiciones se encuentran en la esfera de lo visible y de lo audible, como la proporción, la composición, la melodía, el ritmo, etc.
Aquí se muestra nuevamente todo el misterio de la belleza de la forma, la trascendencia en esta esfera. Condiciones que parecen insignificantes y externas tienen un efecto espiritual muy profundo, grande y significativo. Depende, por así decir, de condiciones externas; por ejemplo, de si se abre una ventana. Pero lo que vemos a través de la ventana, una vez que se abre, es grande, significativo, nada externo. Esto vale siempre para comprender nuevamente el misterio particular de la belleza de la forma.
Esta belleza de la forma se adhiere inmediatamente a las cosas visibles y audibles; pero la realidad de la cual habla cualitativamente esta belleza de la forma —el ser del cual es el perfume esencial— es un mundo espiritual que se encuentra por encima de todo lo corpóreo.
Esto se refleja en la clase de nuestra respuesta. La belleza ontológica de un santo despierta en nosotros el anhelo de una comunión más estrecha con él, pues sabemos que esta belleza es el reflejo de su personalidad. En cambio, con la belleza de la forma es diferente. La belleza del monte Pellegrino, en Palermo, no despierta en nosotros el anhelo de acariciarlo; antes bien, al ver esta belleza nuestro corazón se llena de anhelo por el mundo superior del que habla esta belleza, mira hacia arriba con anhelo. Para ver esta belleza no necesitamos conocer a Dios y, mucho menos, pensar en Él; pero si comprendemos plenamente esta belleza, ésta nos conduce a Dios, porque objetivamente es un reflejo de Él en estas cosas, no sólo en el modo en que todo lo que existe refleja a Dios, sino más bien en que aparece algo en cosas de rango ontológico relativamente bajo que, en su cualidad, habla de Dios de una manera especial.
Sólo cuando hayamos comprendido esta función casi sacramental de lo visible y de lo audible —este misterio que Dios les ha confiado— estaremos en condición de hacer justicia a la función de esta belleza en la vida de los redimidos. No es verdad que esta belleza nos aparte de Dios y que sea algo específicamente terrenal. Al contrario, contiene una llamada, en ella vive un «sursum corda»,18 despierta reverencia en nosotros, nos eleva por encima de lo que es vulgar, llena nuestro corazón de anhelo de la belleza eterna de Dios.
Equívoco
De aquí también surge un malentendido; a saber, con frecuencia se ve toda la belleza de la forma a la luz de la belleza de la forma del rostro o del cuerpo humanos, y, del peligro moral que puede emanar de ellos, se saca la conclusión sobre la «sensibilidad» de toda la belleza de la forma.
Esta es una conclusión evidentemente falsa.
Esta belleza está vinculada accidentalmente con cosas que pueden apelar a la concupiscencia. Es posible aquí que la belleza de la forma exalte psicológicamente la flama de la concupiscencia. Pero ante la belleza de la forma de un paisaje, de una obra de arte, de una sinfonía no puede hablarse de esto en modo alguno. Ver la belleza de la forma en general a la luz del despertar de la concupiscencia es por completo absurdo. En la belleza del adagio de la Novena Sinfonía de Beethoven resuena —para quien es sensible a ella— una sublime voz desde lo alto; su cualidad habla de un mundo de pureza y espiritualidad; el oyente siente la incompatibilidad de todo lo común y moralmente malo con este mundo.
Cierto, la elevada belleza de la forma está tan lejos de llevarnos hacia «el mundo y su pompa» que existe una profunda conexión entre esta belleza y el mundo de los valores morales. El aliento de un mundo superior que vive en la belleza de la forma es también un «sursum corda» desde el punto de vista moral.
Relación con la redención
Transfiguración de la belleza
Y todo esto no es superado por la redención. Al contrario, nuestra relación con toda esta belleza de la forma en la naturaleza y en el arte es más bien otra y nueva en Cristo y a través de Cristo (como la relación con todos los valores creados); pero no se hace más pequeña, sino más profunda y grande.
Aquí nos encontramos con la misteriosa paradoja: cuanto más nos entregamos completamente a Dios, cuanto más amamos a Dios por encima de todo, tanto más profundo y verdadero es nuestro amor por todos los bienes creados que realmente merecen amor. El apego desordenado a los bienes terrenales, que incluso degenera en idolatría, no es un amor grande, sino un amor inferior, impuro, pervertido. El amor a las criaturas —sea al padre, al amigo, a la esposa— sólo puede alcanzar su plenitud en Cristo, sólo amándolas en Cristo, tomamos parte en el amor con el que Cristo las ama.
Así pues, el sentido de este mensaje natural, cualitativo, de parte de Dios no es sofocado por la redención; a través de Cristo, es transfigurado y ordenado. La mirada de los redimidos encontrará conscientemente a Dios en toda la belleza que objetivamente habla de Él, extenderá la línea hasta su origen; buscará y encontrará el rostro y la voz del hombre-Dios, Cristo, en toda belleza sublime de lo visible y lo audible.
La belleza de un paisaje, de una gran obra de arte, por tanto, no es menos apreciada; no. Se capta en forma incomparablemente más profunda, se despliega aun más que ante la mirada de un esteta, que la aisla con un amor desordenado.Todos los bienes que apelan a nuestro orgullo y a nuestra concupiscencia, todos los que son subjetivamente satisfactorios, pierden su esplendor para los redimidos, para aquellos que encontraron la perla del Evangelio (Mt 13, 4546). Pero todos los bienes que poseen un verdadero valor, que son nobles, preciosos y significativos en sí mismos, que descienden del cielo como el rocío y ascienden a Dios como el incienso, reciben un resplandor superior y nuevo en Cristo.
Ciertamente, la belleza de la forma no pertenece al «unum necessarium». Incluso alguien que no tiene un sentido para ella o se admira de un kitschtrivial puede volverse santo y entrar al cielo, de la misma manera que alguien puede ser incapaz para comprender verdades filosóficas y de distinguirlas de los errores filosóficos, que puede ser intelectualmente limitado y endeble, y, sin embargo, también puede llegar a ser santo. Pero porque algo no sea indispensable no por ello deja de tener un valor profundo y elevado.
Ciertamente, la belleza de la forma no es de aquellas cosas que debemos buscar por encima de todo. También aquí aplica: «Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia y todo eso se os dará por añadidura»19 (Mt 6, 33). Pero esto no significa que todo lo demás carezca de valor. Aquí también tenemos que decir: el redimido no busca ante todo la belleza de la forma. Pero al buscar primero el reino de Dios —y, en la medida en que lo hace— apreciará y comprenderá este gran don de Dios más y más.
Esto nos lo muestra un San Francisco de Asís: ¡cuán profundamente captó la sublime belleza de la forma en la naturaleza! ¡Cuán misteriosamente él, que sólo buscaba el reino de Dios —y me atrevo a decir, porque sólo buscaba el reino de Dios— inspiró el arte y la poesía de los siglos XII, XIII y XIV! ¡Cómo su espíritu fue simiente de uno de los mayores florecimientos del arte de todos los tiempos!
Papel de la belleza
Pero a la mirada del redimido no sólo se abren dimensiones más profundas de la belleza de la forma; comprende también claramente el significado de la belleza de la forma en nuestras vidas.
Comprende, primero, que Dios también es glorificado a través de la creación de las cosas con belleza de la forma. Comprende qué enriquecimiento ha experimentado el mundo a través de las obras de Mozart o Beethoven. Comprende que no es indiferente cómo sea la casa de Dios, que no es indiferente si una iglesia como Chartres o San Marcos, en Venecia, anuncia el mundo de Dios en su belleza, si es una forma adecuada para la casa de Dios o si exhala un mundo estéril y deprimente, como el falso gótico de 1880. Comprende el llamado de que, donde quiera que algo anuncie a Cristo y deba servir para su honor, no puede ser suficientemente bello, en el sentido de la belleza de la forma. Comprende también el significado que posee la belleza de la forma como alimento espiritual para el hombre, incluso después de la redención.
No es indiferente si un canto a la Madre de Dios o al Corazón de Jesús es sentimental y trivial o si es de una belleza sublime y noble como el Ave verum de Mozart. Porque la trivialidad falsifica el mundo al cual debemos ser atraídos. Aquí también, como en otras ocasiones, la Liturgia es nuestro gran modelo. La Liturgia de la Santa Misa y del Breviario, como oración de Cristo, como sedimento de la santa vida de la Iglesia, muestra claramente en su estructura, en su forma, en su ritmo —como en el canto gregoriano— qué papel posee la belleza de la forma a la luz de la redención, cómo la belleza de la forma está llamada a anunciarnos a Dios y llevarnos a Dios para glorificar a Dios.
Conclusión
Quizá nadie reconoció con tanta claridad la trascendencia de la belleza de la forma —el hecho de que es el perfume esencial cualitativo de un mundo superior— y la expresó con palabras tan sublimes como el gran cardenal Newman:
Hay siete notas en la escala, pongamos catorce, ¡qué pertrechos tan escasos para una obra tan inmensa! ¿Cuál de las ciencias saca tanto provecho de tan pocos elementos? Un gran intérprete llega a crear un mundo nuevo tañendo instrumentos bien pobres. ¿Diremos que toda esta exuberancia inventiva es una mera ingenuidad o un artificio de la habilidad, como un juego o moda del momento, sin ninguna realidad, sin ningún sentido? […] Pero ¿es posible que aquella cadencia de notas, con sus arreglos inagotables, tan rica y tan simple, tan revuelta y regulada, tan variada y majestuosa, no sea más que un sonido que se va y perece? ¿Puede ser que aquellas misteriosas conmociones del corazón, sutiles emociones, extraños anhelos de algo que no podemos precisar, y sublimes impresiones que no sabemos de dónde proceden, hayan sido forjadas en nosotros por algo que no tiene consistencia, que viene y se va, que empieza y termina sin trascender sus límites? No es así; no puede ser así. Deben de haberse desprendido de alguna esfera superior; son las emanaciones de la armonía eterna en el ámbito del sonido creado; son los ecos de nuestro hogar, la voz de los ángeles, el Magníficat de los santos, leyes vivas del gobierno divino o sus divinos atributos. Algo son más allá de sí mismas, algo que no podemos abarcar con el entendimiento, algo que no podemos articular; aunque el hombre mortal tiene el don de sentirlas realmente, y quizá en esto radica su distinción de los demás seres terrestres.20