Introducción
El populismo, desde hace poco más de una década, ha vuelto a estar en el centro de atención de la escena política internacional. Mientras una gran parte de los cientistas políticos ven en este fenómeno un peligro para la democracia (Cf.Levitsky y Ziblatt, 2018; Muirhead y Rosenblum, 2019; Urbinatti, 2019/2020 y 2014; Rosanvallon, 2020), otros, en cambio, sin necesidad de convertirse en sus abogados defensores (en algunos casos sí lo son, Cf.Mouffe, 2018), señalan que el populismo puede ser considerado como una bocanada de aire fresco para las anquilosadas democracias pluralistas. Así, en esta vena y de acuerdo con estos analistas, el populismo posee una característica distintiva, casi asimilable a una propiedad positiva o deseable: sacude el statu quo democrático. El populismo, en esta visión, en tanto no se le define como régimen de gobierno alternativo, puede ser tenido como una herramienta política útil para democratizar a la democracia, puesto que la supone inmóvil, petrificada, sin vitalidad, en otras palabras, carente de responsividad (responsiveness) o alejada del pueblo (mantra populista por excelencia). Así, no resulta del todo extraño que se presente al populismo como un fenómeno que moviliza al status quo democrático, es decir, el populismo resulta un desafío útil frente a la conformidad supuestamente imperante. En adelante, me referiré a este asunto como tesis de la conformidad.
Si bien más adelante resultará necesario delimitar la expresión “sacudir”, ahora, sin embargo, conviene enfatizar que esta visión no está afirmando que el populismo sea el único fenómeno capaz de sacudir a la democracia, pero sí dice, de forma algo solapada, que el régimen democrático actual resulta incapaz de sacudirse por sí mismo (este punto resulta vital para la defensa de la tesis de la conformidad). Lo que equivale a asegurar que las actuales democracias están sometidas a la inmovilidad y bajo un grueso manto de conformidad. Si aceptamos la clásica tesis que sostiene que el vórtice energizante de la democracia es un lugar vacío (Lefort, 1991; 1990, pp. 187-92), conviene, entonces, preguntarse cuán pertinente resulta aceptar esta premisa acerca del conformismo democrático. Dado que el régimen democrático está, por definición, abierto a las transformaciones (Przeworski, 2010), ¿cómo es que requiere, por ejemplo, del aguijón populista para despabilarse? Resumiendo, esta visión sobre el populismo, en tanto fenómeno anti-statu quo, no indaga ni focaliza sobre la capacidad (observada y registrada) que tiene para dañar, en muchos casos de manera irreparable, al régimen democrático. Lo que sí hace esta visión sobre el manto conformista es poner en duda las capacidades que poseen las actuales democracias pluralistas para transformarse a sí mismas, sin dejar, por tanto, de ser regímenes democráticos. Esto último es lo que interesa aquí.
Frente a tal escenario en este artículo se presenta un recorrido alternativo cuyo argumento central consiste en mostrar que las actuales democracias pluralistas están, desde hace varias décadas, en pleno proceso de transformación. Si bien resulta verificable que el populismo ha demostrado tener una eficaz capacidad para dañar al régimen democrático, en cuanto a sacudones democráticos, sin embargo, no es más que un tábano sin aguijón, hace un ruido molesto porque es brabucón, pero no hace otra cosa más que montarse sobre las transformaciones democráticas en curso. La argumentación que aquí se ofrecerá no soslaya el poder de fuego que detenta el populismo frente a las instituciones democráticas, pero tampoco pierde de vista que los actores populistas quieren acceder al poder (en términos ciertamente populistas se trata de conquistar la soberanía, frase que tomo de Mairet (1980a, 1980b). Por tanto, están obligados a interactuar en la red de transformaciones democráticas en curso. Describir estas transformaciones no solo resulta necesario para mostrar la interacción entre los actores populistas y los defensores de las democracias pluralistas, sino que es útil para calibrar el discurso populista, especialmente aquel que se propone sacudir el statu quo. Así, este trabajo, al refutar la tesis de la conformidad, ofrece también un nuevo fiel para contrastar el peso de los peligros populistas con las transformaciones democráticas en curso. Delimitado este objetivo, aquí se analizan, centralmente, los cambios acontecidos durante estas últimas décadas en el plano de las políticas, entendiendo que estas constituyen la forma más categórica y legítima que ha desarrollado la democracia pluralista para gobernar.
Aguijones y blanco móvil
Este trabajo no se propone describir, caracterizar o revisar cómo los gobiernos populistas (o poderosas oposiciones populistas) producen efectos (ni su tipología) sobre el régimen democrático; sí tiene, en cambio, el propósito de mostrar que la tesis del conformismo no es correcta. Para avanzar, divido este apartado en tres secciones; la primera describe cómo los actuales movimientos populistas ofrecen pistas sobre la capacidad que tiene la democracia pluralista para sacudirse a sí misma. La segunda delimita y define la metáfora “sacudir”. La tercera, finalmente, ofrece argumentos tendientes a considerar a la política pública como una dimensión pertinente para observar las transformaciones de hoy en día en las democracias pluralistas.
Explorando las transformaciones democráticas a través de los aguijones populistas
El populismo tiene historias (en plural) enraizadas en muy diferentes lugares y contextos (Finchelstein, 2018), lo que obra, según la mayoría de los expertos, como un persistente condicionante para lograr una definición consensuada sobre dicho fenómeno (Cf.Berlin et al 1968, Rosanvallon 2020 y Elster 2020). Sin embargo, y aun frente a esta dificultad, a lo largo de estos últimos años los expertos han encontrado dos regiones paradigmáticas: Europa y América Latina. Estas regiones ilustran, incluso con ciertas particularidades, dos tipologías de populismo que los cientistas políticos, en términos relativamente convergentes, clasifican como populismo de derecha e izquierda, respectivamente. Así, más allá de las particularidades específicas (coyuntura política, modalidades del lenguaje político, simbología sobre el ejercicio del poder, etcétera), resulta posible encontrar -ejercicio de abstracción mediante- dos dimensiones de generalidad discursiva. Estos discursos genéricos representan, por un lado, en la voz de los populistas afirmaciones con pretensiones de verdad y, por otro lado, abstracciones eficaces para distinguir las dos tipologías populistas antes mencionadas. Continuando con el orden se exponen:
El régimen democrático ha devenido en puro Estado de derecho, pero sin política.
La democracia pluralista resulta cómplice, cuando menos, de la brutal exclusión política, social y económica a la que está sometida la gran mayoría de la población (léase pueblo).
Estas dos afirmaciones obran, en el más alto nivel de generalidad, como aguijones (discursos en la batalla por el acceso al poder) que caracterizan, sistemáticamente, al populismo de derecha e izquierda. Aunque sea una vérité de La Palice conviene insistir en que ambas afirmaciones descansan, en última instancia, sobre la losa construida entre la soberanía con el principio-pueblo (Cf.Rosanvallon 2020). Esa última instancia, a la cual remiten ambas sentencias, no es otra cosa que el asunto ineliminable de quién constituye el nosotros. Esta antiquísima losa, que los defensores del populismo creen haber descubierto, es el terreno común entre los diferentes populismos. Así, ese origen distributivo siempre irresuelto representa una pesada carga que tiene que soportar cualquier sociedad política, incluso el régimen democrático.
Lo que no resulta obvio, sin embargo, es que cada uno de estos aguijones populistas establece una jerarquía de prioridades o énfasis discursivos. Al primero le interesa más (en su escala jerárquica de combate político) centrar el debate acerca de quién toma las decisiones (los expertos por sobre el pueblo y sus representantes); al segundo, en cambio, le interesa focalizar el debate político sobre el tipo (naturaleza y alcance) de decisiones (especialmente las políticas distributivas) antes que sobre quién la toma (los expertos e intelectuales pueden ser aliados). Esto no significa, por ejemplo, que el populismo de derecha europeo no tenga un interés claro y contundente en el denominado asunto nativista (p. ej. la cuestión migratoria y racial vs. ciudadanos blancos desempleados), lo que el postulado general sugiere es que este tema queda subsumido dentro de una postura más profunda y que se puede etiquetar, sin muchas pretensiones, como antiepistocrática. En este sentido, el Brexit resulta útil para ejemplificar este argumento. El debate sobre la migración y la multiculturalidad (ramas del debate nativista europeo) jugó un rol central para la salida del Reino Unido de la Unión Europea; no obstante, siempre fungió subordinado a un asunto central y prioritario: el discurso sobre el hartazgo para con los tecnócratas cuya residencia es Bruselas, que a su vez representa, en el corazón del aguijón populista, la capital de la epistocracia contemporánea. El populismo de izquierda latinoamericano, por otra parte, focaliza su esfuerzo discursivo en el acceso al poder por parte del verdadero pueblo, es decir, además de los pobres también se incluye a los desposeídos y marginados (en general, la figura del pöbel hegeliano. (Hegel, 1937/1968, pp. 208-210). Se puede etiquetar este fenómeno como estado de carencia redistributiva. Sin embargo, esto no significa que el nativismo defendido por líderes populistas como Evo Morales y Rafael Correa no haya sido central en sus gobiernos, empero estuvo subordinado, estratégicamente, al discurso redistributivo central. La prioridad discursiva del populismo de izquierda latinoamericano no se ancla en la caracterización de la democracia pluralista como un régimen plutocrático, más bien el debate “1% vs. 99%” remite no solo a la injusta distribución de activos tangibles (terreno clásico de la justicia distributiva o justicia social), sino también a la redistribución de activos intangibles (derechos y accesos).
Al jerarquizar sus prioridades de combate político los dos discursos genéricos del populismo contemporáneo no nada más se diferencian entre sí, también muestran sus garras defensivas. Los aguijones populistas no hacen más que reconocer que al interior de las democracias pluralistas se han estado produciendo grandes transformaciones. Así, mientras los populistas de izquierda se manifiestan combativos frente al tipo de políticas distributivas implementadas, los populistas de derecha descargan su fuerza discursiva cuestionando quiénes y cómo las diseñan y ejecutan. Los aguijones populistas no parecen estar sacudiendo a las democracias pluralistas, más bien se posan sobre el corcoveo de un potro robusto y desenfrenado que ya ha salido a campo traviesa. El tábano populista no clava su aguijón, más bien parece, en todo caso, estar haciendo aspaviento sobre una realidad a la que se opone, aunque para ello primero tiene que confrontarla.
Sacudones, un ejercicio de delimitación
Ahora es necesario analizar y delimitar el alcance de la metáfora “sacudir” el statu quo democrático. Para avanzar procedo a explicitar dos supuestos que se encuentran detrás del acto de “sacudir”. Primero, tomando en cuenta los análisis (y sus respectivos marcos epistémicos) llevados a cabo tanto por defensores como por críticos del populismo, no se encuentra evidencia que sugiera que los actores populistas declaren (al menos en público) estar impulsando la construcción e instauración de un régimen de gobierno alternativo a la democracia (¡ni el más redomado de los populistas se atrevió, por ahora, a tanto!). Por comodidad se puede etiquetar este asunto como el supuesto del paraguas democrático, i.e. el techo bajo el cual se resguarda el populismo. El segundo consiste en una forma alternativa de presentar al primero. Dado que el populismo convive al interior del régimen democrático, hay -sobre todo en la literatura especializada reciente- un consenso alrededor de la idea de que la democracia cobija la existencia y el crecimiento del populismo. Este asunto se puede etiquetar como el supuesto del regazo democrático para con el populismo. Ahora, dada la explicitación de los supuestos, se impone la delimitación sobre la metáfora “sacudir”.
Sacudir el statu quo democrático puede acotarse a dos escenarios:
Primero, sacudir puede referirse al giro en la orientación (ideográfica) de las políticas públicas, especialmente las redistributivas. Esto incluye, entre otras cosas, el clásico asunto de cambiar la composición de beneficios-beneficiarios y la exploración de nuevas fuentes de financiamiento (movilización de recursos alternativos).
Segundo. Sacudir puede significar promover y llevar a cabo acciones tendientes a asegurar la equidad e imparcialidad en la circulación de las élites. Traducido a un eslogan de combate democrático par excellence: minimizar, en los márgenes de lo posible, los privilegios para acceder y ejercer el poder. Esta interpretación conduce, naturalmente, a favorecer modificaciones legales e institucionales para asegurar modalidades alternativas de circulación de la élite política. Este territorio es bien conocido, la ciencia política lo clasifica bajo un rótulo contundente: competencia y alternancia en el poder.
De esta forma, los ámbitos para analizar (y llevar a cabo potencialmente) la acción de “sacudir” el statu quo han quedado delimitados, ubicándose, por tanto, entre los supuestos del paraguas y del regazo democrático para con el populismo. Pero existe la posibilidad de interpretar la metáfora “sacudir” de otra manera. Puede ser que con la metáfora sacudir el statu quo democrático no se quiera enfatizar la idea de aguijonear algo, sino más bien referirse a “cambios” (nuevos estados del mundo) que se desean producir. Por lo tanto, el núcleo de la metáfora ya no reside en lo que se sacude, sino en los efectos que se buscan con el sacudón: nuevos estados del mundo (cambios) como alternativa a la sofocante conformidad. Así, en esta ruta interpretativa, el foco de análisis sobre el acto de sacudir no está puesto sobre el aguijón, sino sobre el tamaño del sacudón. Por tanto, si el tamaño del sacudón se inscribe dentro de lo que se conoce como patrón innovativo (i.e. donde el horizonte de lo que aparece se conecta, en alguna medida, con lo viejo), la repetición de la innovación (situación inherente y necesaria para reconocer y observar el cambio) se desarrolla mediante la interacción de las viejas reglas e instituciones con las nuevas, asegurándose así un piso de legitimidad para la transformación. Los dos escenarios presentados supra incluyen, y dan protección, a esta modalidad de cambio. Sin embargo, si al sacudón, por otra parte, se le concibe como lo nuevo (i.e. como acontecimiento, v.gr. poner el mundo de cabeza, según la idea revolucionaría decimonónica), ya no cabe posibilidad alguna para legitimar lo nuevo a partir de lo viejo; se abre, así, una fractura en el tiempo político. Esto puede dar lugar a un tercer escenario:
Tercero. Sacudir puede significar la promoción (y eventual implementación) de una nueva red institucional para el régimen de gobierno, es decir, una refundación de este.
La conclusión sobre este asunto no se hace esperar. Mientras el aguijón populista se circunscriba a los dos primeros escenarios, la metáfora “sacudir” se inscribe dentro del régimen democrático. Si, por el contrario, el significado de sacudir el statu quo se acerca al tercer escenario se presenta, para el observador, una duda razonable acerca de si el populismo no quiere ir más allá del paraguas democrático, esto es, aparece en el horizonte político la siguiente pregunta: ¿los actores populistas pueden estar concibiéndose como constructores de un nuevo tipo de régimen político? Aquí, dada la limitación del objeto bajo estudio, interesan los dos primeros escenarios.
Transformación democrática, una propuesta de observación
La metáfora sacudir el statu quo democrático quedó, de acuerdo con la exposición anterior, delimitada. Así, lo que resulta de interés aquí quedó circunscrito a, por un lado, los discursos genéricos del populismo de derecha e izquierda (énfasis antiepistocrático y redistributivo, respectivamente); por otro lado, a los escenarios (dominio de acción política) para enfrentar a la conformidad democrática en términos democráticos (los dominios de acción quedaron demarcados en el espacio que media entre el supuesto del regazo con el del paraguas). La siguiente afirmación resume lo analizado: el populismo antes que sacudir el statu quo democrático (i.e. en tanto fuerza política que enfrenta a la conformidad en nombre de la propia democracia y sus valores) se encuentra, al contrario, en una posición reactiva frente a cambios que ya han sucedido. Resulta pertinente aclarar que no es menester en este trabajo indagar cuáles han sido los actores políticos que han clavado los aguijones, lo que interesa es exponer que el populismo de derecha e izquierda solo zumba agresivamente sobre trasformaciones que están en curso. Para comenzar a describir cuáles son esas transformaciones parto de la premisa de que el dominio específico de los cambios se encuentra en el terreno de las políticas públicas, particularmente en la interrelación que generan dos valores: la libertad individual y la equidad. Mostraré, por tanto, que dicha interrelación ejerce una fuerte atracción para los discursos y acciones reactivas que manifiestan los populistas en ambos lados del Atlántico. A continuación delimito este asunto. En el próximo epígrafe contesto la pregunta de cómo resulta posible observarlo.
Los discursos genéricos del populismo contemporáneo se reducen, imprimiendo un esfuerzo de síntesis, a variaciones sobre la lucha antiepistocrática y a la corrección de la carencia distributiva. Enseguida un breve recuento de estas variantes. Mientras el populismo de derecha se opone y combate la marea epistocrática, el de izquierda emprende una cruzada en nombre del pueblo para corregir la carencia redistributiva que afecta y aqueja a nuestras democracias. El populismo de derecha promete, también en nombre del pueblo, retomar el control político de la democracia actualmente en manos de técnicos y expertos. Mientras tanto, el populismo de izquierda afirma que solamente cuando el verdadero pueblo desplace a la actual élite en el poder resultará posible una nueva y generosa política redistributiva. Así, unos quieren acceder al poder para cortar de cuajo el dominio epistocrático al interior del Estado; los otros, en cambio, se presentan como los únicos garantes de la política redistributiva. Dado que el binomio política-Estado no está atravesado por el cultivo de la virtud, sino que únicamente funge como garante-legitimador del bien, es posible que el populismo de derecha conciba al acto de desalojar el “poder” epistocrático de la sala de máquinas del Estado como la consecución del “bien”. Los populistas de izquierda, por otra parte, afirman que el único “bien” consiste en acceder a los comandos del Estado para implementar las políticas redistributivas. Estos discursos, promesas y orientaciones políticas del populismo se perciben como reactivas a un contexto que ha estado sufriendo transformaciones. El único sentido de ser antiepistocrático es reconociendo que hay una injerencia epistocrática relevante en nuestras democracias. Lo mismo sucede con el planteamiento político de la corrección de la carencia redistributiva: el populista de izquierda tiene que admitir que hay transformaciones en curso que hacen que la redistribución corra muy detrás de un distribuendum (aquello sujeto de distribución) que se mueve velozmente. Lo que está en juego es, por el lado de los populista de derecha, quién diseña e implementa las políticas y, por el lado de los populista de izquierda, el tipo de políticas redistributivas implementadas. Así, los de derecha identifican a los progresistas políticos (liberals) como los causantes de la parálisis política de la democracia, en tanto que los de izquierda ven en los neoliberales el impedimento político para construir sociedades más progresistas. En definitiva, ambos remiten reactivamente al campo de las políticas públicas, especialmente -como ya se expuso- al dominio demarcado por los valores de libertad individual y equidad. Ahora es necesario ver este asunto más de cerca.
La libertad individual y la equidad son valores morales abstractos. Para operar al interior del diseño de la política pública requieren traducirse en principios y criterios morales. Una modalidad operativa ha consistido en traducir aquellos valores en principios; aparecen, así, la autonomía individual y la igualdad. Asociados a estos emergen los criterios y, entonces, se observa a los derechos individuales (esfera negativa de la libertad) y las políticas de igualdad, cuyo peso en el diseño y puesta en funcionamiento de las políticas pública resulta incuestionable. Dicho esto, ¿cómo encaja aquí la preocupación populista por lo epistocrático y la carencia redistributiva? Veamos.
Si se acepta la premisa que sostiene que el régimen de gobierno democrático gobierna por medio de políticas, se debe asumir, por tanto, que cualquier cambio en la concepción fundante de las políticas implicó, previamente, algún tipo de modificación al interior del régimen de gobierno. Es oportuno precisar que “concepción fundante” refiere a la incorporación de los valores democráticos dentro del campo teórico-analítico de las políticas. Y es justo aquí donde han sucedido transformaciones. Esto quiere decir que tanto los principios de autonomía individual como la igualdad, en tanto valores democráticos, han estado sometidos a cambios que son observables en el dominio de las políticas, puesto que se han corporizado a través de ellas. En este sentido, se advierte que el antipaternalismo liberal clásico (otrora faro lumínico de las políticas) ha comenzado a ceder terreno frente a un nuevo principio moral que guía el diseño e implementación de las políticas: el llamado paternalismo epistémico (Sunstein y Thaler, 2009; Conly, 2013; Ahlstrom-Vij, 2013; Hanna, 2018). Este resulta, para los populistas de derecha, el vínculo observable entre la creciente influencia epistocrática y el declive de la libertad individual. Aunque los liberales (liberals) minimicen tal cambio sugiriendo que se trata de un paternalismo débil o necesario (Sunstein, 2017; White, 2013), los populistas de derecha ven en sus consecuencias un agresivo paternalismo cuyo propósito no es otro que desplazar (del gobierno) a la vieja autonomía individual. Así, una nueva política posutilitaria comienza a sustituir al viejo modelo welfarista de posguerra (Cf.Saint-Paul, 2011; 2013; 2009) y es en este contexto en donde los referidos populistas de derecha, despectivamente, ponen la lupa sobre el Estado niñera (y sus variantes contingentes de Nanny State. Cf.Maconie, 2020; Harsanyi, 2007; Le Grand y New, 2015) en tanto hecho consumado del poder epistocrático en acción.
Igual suerte parece haber corrido, en términos de profundas modificaciones, el principio de igualdad. A diferencia del principio de autonomía individual, aquel siempre resultó -dentro del campo teórico de las políticas- difuso y parcialmente indeterminado. Así, y aun bajo esas circunstancias, el valor moral de la igualdad (en tanto valor democrático) fue políticamente incorporado al terreno de las políticas mediante la articulación de lo observable (desigualdad) con las políticas de igualdad (aplicación de criterios de igualdad). Este escenario, cómodo y confortable durante décadas, facilitó que las políticas se relacionaran con un distribuendum, en líneas generales, bien definido: los activos transferibles. Sin embargo, desde hace algunas décadas, las políticas redistributivas (i.e. el principio de igualdad y sus criterios aplicados a las políticas) sufrieron un cambio sustancial. Constatable a través de la irrupción sistemática de reclamos sobre la redistribución de activos intangibles, especialmente aquellos de carácter intransferible (Avaro, 2023). Así, más allá del problema ineliminable que significa definir quiénes constituyen el nosotros autorizado para hacer reclamos moralmente legítimos sobre la distribución (membresía de la sociedad política), el panorama redistributivo de las democracias sufrió grandes transformaciones dado que se abrió una brecha entre lo que se es y lo que se tiene. El distribuendum que enfrentan las políticas redistributivas de las democracias actuales consiste ya no solo en bienes tangibles transferibles, sino en activos intangibles intransferibles. En resumen: el conflicto redistributivo en el que están insertas las democracias pluralistas es entre demandas de identidad y compensación, i.e. más específicamente entre flujos de identidad-compensación y accesos a múltiples activos. Así, la política redistributiva ya no parece tener únicamente un mandato democrático para distribuir un distribuendum, sino también, ahora, requiere darle forma (Avaro, 2023). En otras palabras, la política pública ya no es considerada como un artefacto técnico de la política, ahora se confunde con ella bajo el lema: “protección a los yoes que conforman una identidad móvil” (cuyo mantra se sintetiza con la sociedad del cuidado y la protección). La distribución de activos transferibles y sus políticas de igualdad, i.e. el distribuendum de la época welfarista (faro y norte para los debates ya clásicos de justicia distributiva y justicia social), resulta solamente una parte de una política redistributiva dominada por los accesos y compensaciones hacia los activos intangibles intransferibles, y cuyo dominio difuso y poroso, cabe destacar, permea a la política redistributiva de las actuales democracias pluralistas. Y es aquí, en medio de esta carrera por los cuidados y la protección, en donde se inserta con virulencia el discurso populista de izquierda. Para ello promete una política distributiva generosa, justamente, para que la política no corra por detrás de este nuevo distribuendum que se mueve a zancadas de gigante. En definitiva, quiere llegar al poder (conquistar la soberanía) con la ilusión de no correr por detrás del distribuendum, pretende que el pueblo (junto a sus líderes) se encuentre siempre un paso adelante en esta carrera que, por ahora, tiene destino incierto.
Concluyo, el populismo de derecha combate al paternalismo epistémico y a aquellos que considera sus ejecutores (la injerencia inadmisible de la epistocracia en la democracia), mientras que el populismo de izquierda promete robustecer la sociedad de los cuidados a la que califica actualmente de raquítica, justamente por las decisiones políticas llevadas a cabo por los actores políticos alineados con el neoliberalismo. En definitiva, lo que enfurece (al menos discursivamente) a los populistas de derecha (el Estado niñera y sus consecuencias) constituye el máximo punto de atracción para el populismo de izquierda. Así, ambos, por distintos caminos, desembocan en un mismo asunto: la reacción frente a las transformaciones de la democracia pluralista.
Liberalismo: magneto y ancla para el actual populismo
En el epígrafe anterior señalé que la tesis de la conformidad es incorrecta y propuse un argumento alternativo que, grosso modo, se puede resumir de la siguiente forma: las democracias pluralistas se encuentran en medio de profundas transformaciones y en ese contexto el populismo tiene, ante todo, una actitud reactiva. La argumentación siguió los siguientes pasos. Primero, delimité el ámbito en el cual el populismo puede ser concebido como un desafío útil para la democracia (usos democráticos para la metáfora “sacudir el statu quo”). Segundo, la delimitación resulta observable a través del campo de las políticas públicas, especialmente las redistributivas. Tercero, mostré cómo la dimensión epistocrática y los problemas redistributivos han impulsado cambios en el campo de las políticas públicas, específicamente a través del paternalismo epistémico y la configuración de un nuevo distribuendum. Cuarto, expuse cómo el discurso populista resulta reactivo frente a estos cambios específicos en la operatividad de las políticas. Cabe aclarar que para los propósitos de este trabajo las transformaciones son tratadas como hechos (si se prefiere datos) que condicionan el discurso y la acción política del populismo. Excede, por tanto, a sus objetivos indagar qué actores (intensiones e intereses) han promovido estos cambios; también queda fuera del análisis la descripción del proceso transformador (duración y conflictos).
Resumiendo, en términos de la delimitación aquí propuesta sobre la metáfora “sacudir el statu quo”, el populismo no parece sacudir a la democracia y resulta, más bien, un fenómeno político atraído por las transformaciones que la democracia pluralista ha impulsado. Y es en este punto donde surge una pregunta crucial: ¿de qué manera dichas transformaciones atraen la atención populista? Aquí propongo que el componente liberal de las democracias pluralistas desempeña un doble rol en aquella pregunta: resulta magneto y ancla a la vez. Así, la interrogante queda desdoblada: por un lado, ¿en qué aspectos el populismo se siente magnetizado con las transformaciones?, por otro, ¿dónde el populismo halla, dentro de las transformaciones en curso, un ancla que impide sus aspiraciones políticas?
La democracia pluralista, en tanto régimen de gobierno, se encuentra atravesada por el componente liberal en dos dimensiones. Por arriba, gran parte del diseño institucional requerido para los actos autoritativos está moldeado por la doctrina liberal clásica (con sus muchas variantes históricas); por debajo, múltiples instituciones (y prácticas) que ordenan la sociedad civil encuentran arraigo en la tradición liberal. Dentro de los muchos valores, principios y prácticas liberales aquí conviene destacar el principio moral de la autonomía individual, que en las democracias pluralistas es un canal vinculante entre la dimensión que está por arriba con la que se encuentra por debajo. Así, la democracia pluralista resulta asimilable a una sociedad abierta -en términos de Popper (2010) - o a una sociedad burguesa vibrante que promueve la división de poderes -en términos de Marquard (2012) - cuando los ciudadanos honran el valor y el ejercicio de la autonomía individual y el gobierno ejerce sus funciones respetándola.
En este terreno se observa que uno de los mayores logros de la democracia pluralista de estas últimas décadas se encuentra en la promoción, desarrollo y protección del principio de la autonomía individual. Este asunto ha sido abordado (y estudiado) en varios registros (hedonismo utilitarista, individualismo radical, postmodernismo, capitalismo tardío, sociedad del reconocimiento, neoliberalismo, entre otros). Sin embargo, aquí no corresponde analizar el valor y pertinencia de estos debates. Lo que sí hay que destacar es que la ampliación y consolidación de la autonomía individual es un hecho que condiciona tanto a los discursos como a las prácticas populistas. Este logro particular de la democracia pluralista tiene dos características, que en conjunto dan forma a una paradoja. El análisis y construcción de la paradoja está en deuda con el libro Why Liberalism Failed de Deneen (2018). Veamos.
Primera: la protección, ampliación y consolidación de la autonomía individual requiere (va de la mano) de una oferta extendida de derechos individuales, i.e. el derecho positivo resguarda por arriba lo que la ampliación de autonomía individual gesta por debajo. El florecimiento de dicha autonomía individual ha necesitado que el componente liberal de las democracias pluralistas articule la esfera de protección individual (nuevos rangos para la libertad negativa) con su creciente demanda. Aunque, por otra parte, se observa que el reconocimiento efectivo de la autonomía individual exige y requiere recursos (tangibles e intangibles, transferibles e intransferibles) que solo el Estado está en condiciones de ofrecer. Por esa razón, quizá, la autonomía individual surge abajo, pero demanda en dirección a lo alto (el Estado).
Segunda: el principio de la autonomía individual se opone a la idea (también a la práctica) de que el Estado defina el “bien”. Por ello, en las democracias pluralistas, el reconocimiento efectivo (y cada vez más amplio) de la autonomía individual termina viendo al Estado como un mero oferente de activos, sin que medie entre él y los ciudadanos ninguna obligación política (sustantiva). Esto puede etiquetarse como el debilitamiento del principio de autoridad política, asunto muy en boga tanto en la ciencia política como en la opinión pública.
Así, la paradoja del éxito de la democracia pluralista se puede expresar en los siguientes términos: el florecimiento de la autonomía individual resulta imposible sin el crecimiento del Estado. Es decir, a mayor autonomía individual, mayor intromisión del Estado (regulaciones, normas, control sobre recursos, etcétera) en la vida de los ciudadanos. Es al interior de este éxito del componente liberal de las democracias pluralistas donde, propongo, se debe analizar la reacción populista a las actuales democracias. Ahora avanzo sobre este peculiar asunto.
En el momento en que el populismo de derecha afirma que el actual régimen de gobierno constituye un entramado de normas, pero vaciado de política, está golpeando con fuerza discursiva al corazón de la anterior paradoja. Cuando estos populistas prometen a los ciudadanos (re)tomar el control político sobre el régimen democrático no solo están comprometiéndose a poner un alto a la epistocracia (mandar a casa a los tecnócratas que actualmente gobiernan), también consideran indispensable rescatar (políticamente hablando) a la autonomía individual de las garras del poderoso paternalismo estatal. Sin embargo, aquí aparecen algunos de los problemas para el discurso populista. El actual paternalismo epistémico (junto a sus consecuencias políticas e institucionales) no se comprende sin el actual florecimiento de la autonomía individual. El paternalismo epistémico es la respuesta liberal (sus defensores -liberals- la denominan paternalismo libertario) que las democracias pluralistas han ideado para contener el referido auge de la autonomía individual. Este asunto constituye el yunque sobre el que martilla constantemente el populismo de derecha, también es su magneto.
En este escenario el populismo de derecha es ambivalente ante la empresa liberal (liberals). Lucha frente a las transformaciones que la democracia plural ha emprendido, pero se adhiere al valor de la libertad y al principio de la autonomía individual. En medio de esta tensión, el populismo de derecha aparece como una fuerza política conservadora y reactiva al nuevo distribuendum. En cierta medida, estos populistas añoran una sociedad que tenía concepciones del bien menos fragmentadas; su nostalgia, en definitiva, cubre con disgusto el gran espectro del paternalismo epistémico. No obstante, aun nostálgico, este fenómeno político alberga la esperanza de que al conquistar la soberanía (acceder al poder) se pueda reconstruir aquello que se consumió ardientemente con el florecimiento de la autonomía individual. El populismo de derecha no parece, en general, oponerse al valor y práctica de la autonomía individual, solamente quiere que existan al interior de la sociedad (¿o que retornen a ella?) fuerzas que permitan múltiples equilibrios. Su tesis favorita se puede reconstruir así: para que la sociedad goce de los beneficios de la autonomía individual debe contar con suficientes reservas comunitarias, tradiciones y concepciones compartidas del bien. Dos extraordinarios autores conservadores asumen, sin ser populistas, este punto de vista: Roger Scruton (2014/2018a, 2018b; 2002) y Jerry Z. Muller (1997, pt. Introducción). Sin embargo, los populistas de derecha pueden abrevar en ellos sin ninguna limitación. Así, queda claro cuál es el posicionamiento político del populismo de derecha frente a la democracia pluralista. Finalmente, el populismo de derecha golpea firme sobre el yunque (epistocracia y paternalismo epistémico), pero el recorrido de su martillo está acotado por la extensión de la cadena que lo ata a una pesada ancla (autonomía individual). Aun así, quieren acceder al poder.
El populismo de izquierda, en su intento por conquistar la soberanía, repite una y otra vez que se requiere (re)politizar la democracia. Este aspecto, en su diagnóstico sobre la actual carencia redistributiva, no puede significar otra cosa más que la afirmación de que la política se tiene que hacer cargo de la desigualdad. De otra forma: el populismo de izquierda quiere que la democracia saque sus garras y se aferre a la igualdad. El populista de izquierda advierte, en el contexto de la anterior paradoja, que la figura creciente (y en movimiento) del distribuendum se aleja a zancadas de las demandas del pueblo. Por tanto, razonan, la actual élite neoliberal representa un impedimento político para acercarse a ella. La preocupación manifiesta por el nuevo distribuendum ubica a los populistas de izquierda cerca de los liberales (liberals). Sin embargo, aquellos se ocupan de enfrentar a estos a través del concepto-eslogan neoliberalismo, que muchas veces queda reducido no solo a considerarlo mediante la consigna de nueva derecha (Alt-right), sino, incluso, como fascismo.
En el discurso populista de izquierda se minimiza (o suprime, en muchos casos) el rol que cumple la autonomía individual en las actuales demandas redistributivas (activos intangibles intransferibles y compensaciones), aunque se potencia, en cambio, el papel del Estado para atenderlas. Así, es el nuevo distribuendum y sus formas de gestionarlo (cuidados, protección compensación, atención a lo diferente, etcétera) por parte de la democracia pluralista lo que magnetiza a los populistas de izquierda. El discurso populista de izquierda no explora la relación tensa y conflictiva entre la autonomía individual y la manufactura del derecho positivo; concentra, en cambio, sus esfuerzos políticos en aparecer como garantes de la redistribución de activos necesaria para atender la demanda del nuevo distribuendum.
Para finalizar, la preocupación central del populismo de izquierda para con las democracias pluralistas no es su falta de transformaciones, sino, a juzgar por sus discursos y acciones, la demostrada incapacidad que tienen para redistribuir. El yunque sobre el que martillan los populistas de izquierda es la carencia redistributiva, pero soslayan que el martillo que usan está atado a un ancla que por ahora resulta inamovible (la autonomía individual). He aquí un hueso duro de roer para cualquier populista que acceda al poder.
Conclusiones
A continuación presentaré dos breves conclusiones. Ambas resultan, por diferentes razones, incómodas tanto para los defensores a ultranza del populismo, como para sus críticos acérrimos.
Primera. Dada la delimitación propuesta sobre la metáfora sacudir el statu quo, se puede afirmar que el populismo constituye un tábano sin aguijón. No ha sacudido nada, el sacudón se produjo con anterioridad y la democracia pluralista se ha encargado, por ahora, de gestionarlo. Si cualquier observador (analista o actor político) insiste con la premisa de que el populismo sirve para sacudir el statu quo nos conmina, con ello, a pensar (o dudar razonablemente) que más que sacudir, quiere provocar un sacudón. Así, quizá, los actores populistas piensan (o desean) que el populismo es o bien la verdadera democracia o bien un régimen de gobierno alternativo a las democracias plurales. Esto último es un asunto muy interesante y poco explorado en la literatura reciente.
Segunda. El actor antipopulista que considere que las actuales transformaciones acontecen (o se deben) a la irrupción populista se llama a engaño. Las diatribas antiepistocráticas y las arengas prorredistributivas son solo armaduras que protegen un conflicto medular. El nudo conflictivo entre los populistas y la democracia plural reside en cómo esta ha compatibilizado el florecimiento de la autonomía individual con la gestión del nuevo distribuendum. Los populistas únicamente reaccionan, que no es poca cosa, a este fenómeno en ebullición y tensión. Así, es posible que algunos problemas adjudicados a la irrupción populista solo sean resultado de la propia dinámica de las transformaciones democráticas en curso, las cuales desencadenan demandas que tensan al régimen de gobierno democrático y el desenlace de los acontecimientos queda fuera de este análisis. Pertenece, para usar la socarrona frase de Weber, al duro blandir de los palos de la política.