EXORDIO
La obra literaria de la escritora mexicana Esther Seligson se inscribe en la amplitud de una luz que penetra en diversas historias familiares, memorias personales, ciudades y experiencias espirituales. Seligson, fallecida el 8 de febrero de 2010 en la Ciudad de México, condujo intensamente la prolijidad y la resolución de su pluma a través de novelas, cuentos, ensayos, poemas y diarios.
Desde un punto de vista historiográfico, a la obra de Seligson le precede el ritmo de las grandes migraciones judías en México durante la primera mitad del siglo XX, las cuales no dejaron de producir reacciones y leyes antagónicas en el país.1 Dentro de las prácticas literarias nacidas de la Diáspora en México,2 la de Seligson se caracteriza por aludir continuamente al ámbito sagrado de tres fundamentos del judaísmo: el verbo, el libro y la luz. Dentro de su obra, estos puntos rectores se despliegan a través de la recuperación de sus orígenes judíos, de la indagación sobre su agitada experiencia religiosa y de la búsqueda de su redención espiritual. Tales ejes forman un triángulo que enmarca la presencia cómplice del cuerpo y del espacio, dos componentes vitales en su literatura.
De entre las posibles lecturas alrededor de la obra de la autora, el presente estudio se enfoca en la vertiente de su temperamento nómada, es decir, en sus incesantes viajes hacia horizontes interminables guiados por su necesidad de infinito (o Ein Sof en términos judíos), tal como ella lo expresó en algunos de sus últimos ensayos. Para la escritora, el anhelo por el todo es la simiente que la impulsa al escrutinio de las posibilidades del cuerpo y del genius loci de los espacios habitados. En su obra, tal necesidad se manifiesta en el designio de una constante exploración de su pasado y de los distintos escenarios que forman parte de él.
Por medio de la palabra, la autora rememora y apercibe diversos episodios de su vida vinculados a espacios tanto ficcionales como factuales. Así, observando panorámicamente su obra, podemos encontrar que Seligson representa su infancia dentro de un universo imaginario llamado Graishland, que su vida familiar3 se desenvuelve en la Ciudad de México, que su emancipación corporal ocurre en distintas ciudades -como Lisboa, Madrid y Toledo-, que su plenitud espiritual se revela sobre todo en el Tíbet y en Jerusalén.4 Esta última es la ciudad que nos interesa pues remite al proceso de confluencia entre el espacio jerosolimitano y el cuerpo del yo lírico de Seligson en sus planos físico y espiritual.
El análisis de dicha confluencia se desarrolla a partir de una selección de fragmentos de dos publicaciones póstumas: la novela autobiográfica Todo aquí es polvo (2010) y la varia invención de Escritos a mano (2011). Para ello, se plantea una lectura cruzada de ambas obras con el objetivo de llevar a primer plano la visión que tuvo la autora sobre la ciudad de Jerusalem. Al mismo tiempo, se busca poner de relieve la amalgama que se establece entre cuerpo y espacio mediante registros autobiográficos y ensayísticos empleados por la autora. Las observaciones serán encauzadas con la ayuda de, principalmente, dos términos que se explicarán más adelante: la noción de topofilia, propuesta por el filósofo francés Gaston Bachelard -retomada más tarde por el geógrafo chino-estadounidense Yi-Fu Tuan- y la noción de “carne del mundo” del filósofo francés Maurice Merleau-Ponty.
Nuestro análisis parte de dos preguntas: ¿qué papel tiene la ciudad de Jerusalem en la cartografía literaria y personal de Seligson? Y, ¿cómo interactúa esta ciudad con las experiencias vitales de la escritora? Al responder a ambas cuestiones se pretende observar el grado subjetivo de la experiencia espacial llevada a la literatura por la vía autobiográfica y ensayística. Asimismo, se aspira a proyectar la perspectiva de los estudios de espacialidad alrededor de la obra de Esther Seligson, una vertiente promisoria en donde es posible aventurarse con conceptos como “sentimiento de espacialidad”, “prácticas de espacio”, “geografías del yo” o “escritura autogeográfica”.
A la luz de los conceptos precedentes, es posible aducir entonces distintas reflexiones en torno a una cuestión preliminar para nuestro análisis: ¿cómo el espacio puede devenir un vector de identidades? Desde una mirada antropológica, las sociólogas Françoise Paul-Lévy y Marion Segaud conceden al espacio un rol decisivo en la construcción de identidades y en la concepción del mundo: “. . . si l’espace, la forme du village, l’organisation spatiale, ne jouaient pas dans le tout un rôle privilégié, on ne comprendrait pas la puissance déterminante du transfert spatial dans le mouvement de la transformation sociale et culturelle”5 (Paul-Lévy y Segaud 30). Con esta premisa, pues, nos adentramos, en la relación entre el espacio de Jerusalem y los planos físico y espiritual de Seligson.
JERUSALEM, SIMIENTE DE LA VIDA Y LA ESCRITURA
En un mensaje dirigido a su amigo Jacobo Sefamí, fechado el 18 y el 19 de febrero de 2006, en Jerusalem, Seligson contestó a las preguntas que el profesor y especialista le hizo sobre su novela La morada del tiempo (1981), escrita en Toledo, España: “Somos seres en permanente tránsito llevando a cuestas nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro . . . Somos una paradoja literal, especialmente en tanto judíos, plagados de contradicciones, seres huérfanos de por sí, habitantes de la intemperie” (“Mi escritura se da”). Así como en La morada del tiempo encontramos la huella de la errancia a manera de zócalo de la “transfiguración que se proyecta desde el origen” (Sefamí 124), tal huella tendrá una presencia constante en obras novelísticas, poéticas y ensayísticas posteriores. A diferencia de lo que vemos en la novela referida -un modo de interpretar la Biblia y sus diversas interpretaciones rabínicas (Sefamí 126) -, en obras más tardías podemos dar cuenta de la errancia como una bisagra entre la escritura autobiográfica y la experiencia espacial. Esta articulación, en su dinamismo, induce al nacimiento de otras posibilidades de la escritura de un yo depositado en espacios factuales y ficcionales. En su ensayo El concepto de ficción (1997), Juan José Saer nos dice que:
el escritor escribe siempre desde un lugar, y al escribir, escribe al mismo tiempo ese lugar, porque no se trata de un simple lugar que el escritor ocupa con su cuerpo, un fragmento del espacio exterior desde cuyo centro el escritor está contemplándolo, sino de un lugar que está más bien dentro del sujeto, que se ha vuelto paradigma del mundo y que impregna, voluntaria o involuntariamente, con su sabor peculiar, lo escrito. Ese lugar se escribe, por decir así, a través del escritor, modelando su lenguaje, sus imágenes, sus conceptos. Ese lugar no es, desde luego, el lugar en el que el escritor escribe sino, como queda dicho más arriba, el lugar desde el que escribe, ese lugar que lo acompaña dentro de sí dondequiera que vaya. (99)
Las consideraciones de Saer tienen resonancia en el crisol espacial de las experiencias vitales de Seligson. Para la autora, Jerusalem es un espacio fundacional en un grado tanto imaginario como empírico que se encuentra arraigado en su ars poetica. Así, en Todo aquí es polvo, el cual fue concebido originalmente como el coronamiento literario de los recuerdos y las vivencias más íntimas de la escritora, deviene una meditación autobiográfica en donde se devela una variedad de ciudades imprescindibles, de entre las cuales la presencia de Jerusalem es clave en el andar trascendental. Por su parte, en Escritos a mano, corolario elogioso de una vida nómada en forma de varia invención, el espacio de Jerusalem oscila entre la apropiación afectiva del espacio, el sentimiento de pertenencia y el desarraigo, tres hechos resolutivos en la obra de la autora. En correspondencia con lo planteado por Saer, podemos decir que Seligson reinventa un espacio factual por la vía de la escritura para interiorizarlo, haciendo de ese espacio una extensión de sí misma, un espacio propio. Cuando Seligson asimila su yo al espacio de Jerusalem por medio de la escritura, no establece un nexo de sentido único entre contenido y continente, sino que funda el despliegue dinámico de una ficción íntima en donde su yo y el espacio se alimentan y se edifican mutuamente.
Seligson dedicó una parte importante de su obra literaria a la ciudad de Jerusalem porque esta representa un espacio de sentimientos ambivalentes, de desencuentros y de una claridad espiritual decisiva para ella. Comenzó a publicar el conjunto de sus textos sobre Jerusalem a principios del siglo XXI, principalmente en las dos obras antes mencionadas. Desde la década de los años sesenta y hasta la primera década del presente siglo, la autora visitó Jerusalem en cuatro ocasiones y habitó en esa ciudad a intervalos y por periodos relativamente cortos. A lo largo de los años y gracias a la escritura, Seligson refrendó su posición itinerante en esa ciudad para dar cuenta de sus cambios, de la desaparición paulatina de la convivencia interreligiosa y de transformaciones urbanas instauradas mediante una idea de progreso impuesta a zonas naturales e históricas.
En su desplazamiento por Jerusalem, la escritura de Seligson sigue la cadencia de dos movimientos: uno, diacrónico, que acompaña el ritmo del tiempo sobre la ciudad; y el otro, sincrónico, que revela el surgir del posicionamiento crítico y meditativo de la escritora respecto a los antecedentes históricos y los cambios progresivos de la ciudad. Para comprender la importancia del espacio en la temporalidad del discurso autobiográfico podemos acudir al especialista Frédéric Regard, quien expresa que las modalidades de la reconstrucción biográfica “engage not only time but also space, and that in order for space to become a significant dimension of the self, it has to be organized into a system, into a geography, which narrative discourse dramatizes in specific fashion. The self is discursively positioned”6 (367). De acuerdo con esto, la importancia que tiene Jerusalem en la pluma de Seligson se halla en su capacidad para dar sentido a la vida y a la escritura propias, en su facultad para ser la simiente de una cartografía personal.
Según lo expuesto anteriormente, podemos considerar que la experiencia vital de la autora se hilvana a la Jerusalem factual a través de la articulación temporal del espacio y de la articulación espacial del tiempo. Este cruce espacio-temporal entre la vida de Seligson y la ciudad induce al nacimiento de una nueva toponimia jerosolimitana, una toponimia fluctuante entre una dimensión física (los paseos y recorridos por la ciudad) y otra de carácter espiritual y emocional (los deseos, las búsquedas y las paradojas internas). De esta oscilación se desprende el dinamismo narrativo que moldea la cartografía íntima de Seligson, una cartografía en cuya refracción se hayan percepciones e historias jerosolimitanas y que, al mismo tiempo, rememora la premisa del escritor y profesor Peter Turchi: “To ask for a map is to say, ‘Tell me a story’”7 (11).
CUERPO Y ESPACIO JEROSOLIMITANO
En distintos poemas, ensayos y fragmentos de diarios de Escritos a mano es posible rastrear cronológicamente las cuatro visitas que Seligson efectuó a Jerusalem: la primera de ellas a inicios de los años 60, la segunda en la década de los años 80, la tercera a finales de los años 90 y la cuarta en los albores del siglo XXI. De manera general, esos textos ilustran el papel testimonial de la autora alrededor de los numerosos cambios que tuvo Jerusalem hacia finales del siglo XX, visibles sobre todo en la organización urbana, en las prácticas religiosas y en los conflictos políticos. Numerosos segmentos de Escritos a mano hacen referencia a Jerusalem, ya sea por el hecho de llevar un título homónimo a la ciudad o por consagrarse completamente a ese espacio a través de crónicas, ensayos y poemas escritos entre 1981 y 2007.
¿Cómo se despliega la ciudad Jerusalem ante la mirada de Seligson? En el segundo capítulo de Escritos a mano, titulado precisamente “Jerusalem”, se ofrecen abundantes indicios para responder a esta pregunta. Su primer encuentro con la ciudad se remonta al verano de 1962, en una Jerusalem “encerrada aún entre los enrejados que la dividían en dos y dejaban su parte vieja, la verdaderamente mítica, del otro lado de la tierra de nadie decretada por los ingleses”. Esa Jerusalem mítica quedaría impresa en la conciencia de la escritora a manera de recinto celeste, en contraste con la parte nueva, “la del presente, [que] me subyugó por su espíritu de pintura naïf, lo improvisado aún de su vivir cotidiano . . .” (Seligson, Escritos 97). Durante este primer encuentro, Seligson advierte ya la presencia de un elemento que será el designio de sus posteriores visitas a la ciudad y de su constante búsqueda espiritual, tal como lo expresa en su ensayo “Jerosolimitanos”, en el capítulo ya referido: “Y es la Luz, primera creatura cósmica . . . especialmente en dorados atardeceres primaverales, o durante los ocasos del otoño cobrizo, y en plateadas noches de luna llena, [que] empalma a las dos Jerusalem, la de arriba y la de abajo” (108) Aquí, por primera vez, la autora penetra en la distinción de una ciudad doble: la Jerusalem de arriba, la celeste, percibida por los jerosolimitanos a merced de dos fenómenos divinos -el Verbo y la Luz-; y la Jerusalem de abajo, la que no obstante su naturaleza ingrávida y lumínica, pesa por su intensidad y su desmesura: “demasiada historia, demasiadas guerras, demasiadas cruzadas en pro o en contra, demasiadas sediciones, demasiadas sectas, demasiadas piedras” (Seligson, Escritos 109).
La presencia crítica de la escritora se acentuará al examinar el carácter paradójico de la ciudad, como se lee en las primeras líneas de su ensayo “La Jerusalem Celeste”: “Escribir sobre Jerusalem me ha resultado siempre tremendamente difícil. Decir, por ejemplo, que es una ‘Ciudad Santa’ es inexacto, pero decir lo contrario también es inexacto. No hay imagen que logre asirla a carta cabal” (Escritos 97). Esta primera reflexión, si bien anuncia la naturaleza paradójica de una Jerusalem entrecruzada por lugares sagrados, resulta el correlato de una experiencia ambivalente sobre la ciudad en donde Seligson, esta vez con actitud concertadora respecto a la percepción subjetiva del espacio, dice: “cada viajero descubre la Jerusalem acorde con la vibración de sus sueños y sus expectativas, y con las vivencias que en el momento del encuentro tendrá ya in situ” (Escritos 97).
Estas palabras infieren un hecho esencial que proyectará el vigor de una relación cada vez más estrecha entre la autora y la ciudad, un punto en donde interviene la idea de “carne del mundo” propuesta por Maurice Merleau-Ponty. Mediante esta noción, el filósofo considera al cuerpo como el primer umbral de percepción y de contacto con el espacio:
on peut dire que nous percevons les choses mêmes, que nous sommes le monde qui se pense - ou que le monde est au coeur de notre chair. En tout cas, reconnu un rapport corps-monde, il y a ramification de mon corps et ramification du monde et correspondance de son dedans et de mon dehors, de mon dedans et de son dehors.8 (Merleau-Ponty 177)
Siguiendo esta premisa, el cuerpo de Seligson y el espacio de Jerusalem se entrelazan paulatinamente hasta llegar a un grado de transmutación. En una serie de ensayos breves reunidos con el título “Retazos jerosolimitanos (1981-1982)”, Seligson gira su mirada hacia un aspecto mucho más religioso:
Jerusalem es un espacio poblado de plegarias . . . Yo, por mi parte, quisiera aprender a rezar. No contemplar como esteta a los que se acercan al Muro para elevar sus plegarias . . . Pero siempre me retiro dándole la espalda a las piedras -y no de frente y como lo hacen los devotos- para sentarme al fondo y mirar desde lejos a quienes son capaces de rebelarse con razonamientos . . . contra la evidente carencia de reciprocidad y de justicia. (Escritos 112)
Una experiencia física decisiva entre el cuerpo de Seligson y el espacio de Jerusalem sucede a través de un objeto religioso: el Muro de las Lamentaciones. La posición contestataria del cuerpo de la escritora respecto a las piedras del Muro de las Lamentaciones es una sinécdoque de su implacable crítica contra las luchas por la verdad divina y absoluta, tal como se expresa en el siguiente fragmento:
Quizá lo que nos queda por compartir con los seres humanos es el mutuo desamparo frente al silencio divino, frente a esa espera luminosa y sorda . . . aquí pelean como si cada cual fuera el único dueño de [la] Verdad. Claro, sin olvidar el contenido nacionalista, igual entre el pretendido universalismo judío, el todopoderosísimo musulmán y el ecumenismo redencionista cristiano, hacia un territorio -Israel, llamado Tierra Santa-, y una ciudad -Jerusalem. (Escritos 113-114)
Esta relación contrasta con aquella otra que viene a legitimar la metáfora de la carne de Seligson en el espacio místico de Jerusalem. Como se comentó anteriormente, la Luz, elemento sagrado en el judaísmo, refrenda la búsqueda de una Jerusalem espiritual que se encuentra oculta en los intersticios de una Jerusalem grávida de contiendas religiosas: “La luz, sea de día o de noche, de sol, de estrellas o de luna, y el misterio de su desnudez: ese es el rostro desvelado de Jerusalem…” (Escritos 115). Los grados paradójicos y luminosos de la ciudad suscitarán transformaciones interiores en la escritora. Jerusalem, de esta manera, se posiciona como un espacio sagrado a descifrar.
A diferencia de las grandes impresiones que Seligson expresó durante sus primeros viajes a la ciudad, en sus visitas a partir de la década de los 90 desarrolló un acercamiento más sobrio asumiéndose como una habitante más. Instalada en la parte interior de la Jerusalem amurallada en el barrio judío, Seligson busca pertenecer a la ciudad, de manera que continúa observando las transformaciones cotidianas marcadas por el paso de la modernidad y del urbanismo. Así, durante su tercera visita, Seligson observó cómo el ayuntamiento de la ciudad validó modificaciones a la Puerta de Jaffa (entrada de la fortificación de la Ciudad Vieja) y transformaciones a reservas ecológicas de la ciudad por sistemas de tránsito. En el apartado titulado “Retazos jerosolimitanos (1993-1995)”, Seligson muestra las aristas de diversas perspectivas encontradas:
Incluso en Israel Jerusalem es un mito: hay quienes la aborrecen abiertamente “a causa de los religiosos”, dicen; otros consideran que es un lugar “sólo para locos, visionarios y místicos” . . . los laicos la consideran el insalvable escollo de los conflictos políticos . . . para los ultra ortodoxos es un sacrilegio pisar sus piedras, y los más ultras ni siquiera se acercan al muro de los Lamentos . . . en la Diáspora se encuentran los que jamás pondrán un pie en ella hasta que llegue el Mesías. (Escritos 125-126)
Este fragmento muestra, de nuevo, los contrastes de una Jerusalem más contemporánea y todavía sujeta a consideraciones de tipo religioso. Sin embargo, a partir de los textos fechados entre 1993 y 1995, e incluso en aquellos de principios del siglo XXI, se inaugura una etapa decisiva en la experiencia espacial de Seligson, más acorde con sus búsquedas vitales. Si en los primeros encuentros se constata el descubrimiento de la ciudad desde una óptica racional y crítica, en los últimos se aprecia una relación más retrospectiva y meditativa con Jerusalem, un estado que va a acentuarse mediante el proceso de escritura y la transposición del yo lírico en la dinámica de la experiencia espacial: “Conozco todos los senderos y atajos aquí, pero no sus nombres… ¿Cómo habitamos los espacios? ¿Responden siempre a nuestros horizontes interiores?” (Escritos 123-124). Este fragmento insinúa el principio de un espacio interiorizado e íntimo en donde el yo lírico busca definirse y constituirse en él, produciendo un mecanismo de topofilia.
Para adentrarse a tal concepto es necesario atender la perspectiva del filósofo Gastón Bachelard, quien comenta al respecto: “L’espace saisi par l’imagination ne peut rester l’espace indifférent livré à la mesure et à la réflexion du géomètre. Il est vécu. Et il est vécu, non pas dans sa positivité, mais avec toutes les partialités de l’imagination”9 (17). La idea de topofilia, sugerida por Bachelard, es apuntalada por Yi-Fu Tuan en su estudio Topophilia: a study of environmental perception, attitudes and values (1974), cuando expresa que la topofilia es un concepto que puede definirse “broadly to include all of the human being’s affective ties with the material environment”10 (113). Esto anuncia la idea de un espacio íntimo como fruto de un proceso en el que el valor humano es considerado según “des espaces de possession, des espaces défendus contre des forces adverses, des espaces aimés”11 (Bachelard 17). A la luz de estas consideraciones, y de acuerdo con lo dicho, Seligson crea una relación topofílica con Jerusalem porque esta es custodia de sus procesos interiores, tanto racionales como afectivos, con lo que instaura un sentido de pertenencia ramificado y enraizado en dicho espacio.
Es así como, en los textos de los años 90, se presentan una serie de acciones concretas realizadas por el cuerpo de Seligson (caminar, escuchar, recordar, extraviarse, entregarse a las voces de la ciudad) por medio de las cuales se acrecienta el proceso de introspección y de interiorización en Jerusalem. En ese sentido, el poema “Paisaje urbano”, dentro de Escritos a mano, establece una correspondencia entre una Jerusalem que deviene íntima y los instants of being12 evocados en Todo aquí es polvo:
Mientras camino
las calles me inundan de palabras
los rostros . . .
los pasos se vacían de tiempo
y sube el rumor de lo inefable
esos instants of being . . .
camino imagen de mis propias imágenes
anónima
dibujando geografías sin brújula . . . (131-132)
En este pasaje, el proceso de interiorización se distingue gracias al yo lírico de la escritora que se decanta en metonimias encauzadas por los términos “camino”, “palabras”, “rostros”. Asimismo, la metáfora “dibujando geografías sin brújula” es la culminación de un proceso de interiorización, donde extraviarse por las calles de Jerusalem y escribir sobre la ciudad representan vías para transmutarse en ella a través de la palabra pues, tal como lo expresó la escritora en su novela Todo aquí es polvo, “la Palabra es sagrada y yo vivo sedienta de Diálogo, de su reciprocidad. Porque la palabra es la morada del ser y sin ella el mundo se vuelve sospechoso” (135). En Todo aquí es polvo, publicada meses antes que Escritos a mano, se concentra una visión recapitulativa sobre la experiencia de Jerusalem como un espacio espiritual, cotidiano, histórico y asimilado a la identidad de la escritora, como se lee en las siguientes líneas inscritas en su cuarta visita a la ciudad:
Jerusalem siempre me hace pensar en muchas ciudades que he amado y donde he vivido . . . Y aunque la Jerusalem de 1991 era ya distinta a la de mi primera estancia en la Ciudad Vieja de 1981, y quizá poco tiene que ver con la de hoy en 2002 . . . todavía es posible encontrar espacios, rincones, pórticos, umbrales, una ventana con la cortina al aire, rostros, donde acontecimientos, reminiscencias, recuerdos, lograron quedarse apresados, y amalgamarse distantes y distintos, en un instant of being. (Todo 163)
Durante esta última visita a Jerusalem, fechada en 2002, la escritora tiene sesenta años de edad y se encuentra en una etapa de madurez y plenitud, lo cual se revela gracias a una focalización que relaciona a la Jerusalem del presente, a la del pasado y a la posible, lumínica y en armonía con los recuerdos de la escritora: “Claro que no es la única ciudad del mundo . . . donde es factible imaginarlo todo de nuevo cada vez . . . pero hay ahí una ‘tonalidad de vida’, una lealtad para con los recuerdos propios” (Seligson, Todo 165). Así, Jerusalem encarna aquel espacio compatible con los procesos de introspección de la escritora. En sus rememoraciones y reinvenciones, Jerusalem es el catalizador que le permite enraizar una parte de su discurso autobiográfico a un espacio de pertenencia.
Sin embargo, en Todo aquí es polvo la ciudad de Jerusalem también es representada como un proceso de transformación que incide en la espiritualidad de la escritora, correspondiendo con lo que en Escritos a mano se insinúa como el inicio de una relación topofílica a través de la palabra sagrada: “Ninguna otra ciudad ha sido tan celebrada a través de la Palabra -salmos, cantos, poemas, cuentos, leyendas, profecías, visiones-, y, no obstante, las palabras no logran ceñirla, describirla, atraparla, salvo cuando se transforman en oración” (Escritos 108). En Todo aquí es polvo, esta relación topofílica se consolida mediante la denuncia del devenir de la historia religiosa de Jerusalem y la convergencia de recuerdos y olvidos dentro de un espacio mítico:
Jerusalem, ciudad donde todos recuerdan que algo olvidaron, pero que ya no saben qué. Aun aquí en Israel es un mito para quienes no habitan en ella [la] Tierra prometida, aquí donde todo aquí es polvo de siglos y el instante y la eternidad ocurren al mismo tiempo. (Seligson, Todo 183-184)
De este modo, en Todo aquí es polvo, Jerusalem fluye con vehemencia y sacralidad como un río amnésico que embebe la espiritualidad como la escritura de Seligson.
Unida a ese umbral de recuerdos y olvidos, la escritora es consciente de la interiorización de Jerusalem y de su sentido de pertenencia a la ciudad cuando expresa: “En Jerusalem vivo a plenitud esa verticalidad [interna] porque no necesito justificar nada . . . y porque deambular por sus calles es deambular por una multitud de mundos a cual más bizarro, extravagante” (Todo 185). Este sentimiento resalta cuando se le contrasta con su antítesis espacial: la Ciudad de México. Así como la autora se adscribe a la verticalidad ascensional producida por Jerusalem, también conoce el peso de ese otro espacio naturalmente suplementario que la constituye: “México me produce, quizá por contraste complementario, la sensación de descenso, de encontrarme en el umbral de abismos, el espacio poblado, no de Dios como en Jerusalem” (Todo 205).
Para recapitular lo anterior, es posible retomar la ya comentada noción de “carne del mundo” de Merleau-Ponty, que concibe el cuerpo como el primer umbral de percepción y de contacto con el espacio. Esta experiencia, que remite al enlace del cuerpo y del espacio en una consciencia del “estar aquí” y del “estar en el mundo”, es concomitante a la relación que Seligson establece con Jerusalem, recorriendo la ciudad no con afán de retorno, sino con la idea de una entrega total guiada por la pulsión del Ein sof. De esta manera, Seligson asimila su umbral físico y espiritual con las raíces de la ciudad:
en mis deambulares solitarios por lugares consagrados, peregrino sediento de lo inefable, esa alegría magnánima e ilimitada que otorga el sentirse parte y todo, esencia, anhelo, creador y creado, ahí donde millones de seres han peregrinado para beneficiarse del flujo inagotable Ein Sof, lugares donde, se dice, las Almas y los Mundos se hacen Uno, lugares donde lo exterior y lo interior son apenas dos caras del mismo lienzo en el que hebras e hilos de múltiples acontecimientos están entretejidos formando una red de texturas interminables sin zurcido alguno. (Todo 138)
La experiencia de Seligson, correlativa a la premisa de Merleau-Ponty antes expuesta, se nutre del crisol de una Jerusalem múltiple: una, cambiante en su distribución urbana a lo largo de los años; otra, como el núcleo del judaísmo donde la escritora encuentra una parte de sus raíces religiosas; y otra más, misteriosa y recóndita, que forma parte de su experiencia espiritual y que simboliza un espacio en donde convergen la luz, la palabra y la escritura.
CONCLUSIÓN
En la corriente del orfismo, el mito del cuerpo de Dioniso nos dice que este, hijo de Zeus y Coré, provoca los celos de los titanes debido al poder divino que le confirió su padre. Los titanes, quienes tienden una trampa a Dioniso, logran capturarlo y asesinarlo, cercenando su cuerpo para devorarlo. Zeus, al darse cuenta, trata de recuperar los restos que quedan de su hijo y los confía a Apolo quien, con la ayuda de Atenas, intenta reconstituir el cuerpo de Dioniso a partir de su corazón todavía palpitante. El geógrafo italiano Franco Farinelli se sirve de este mito para establecer un nuevo zócalo de lectura y proponer una analogía entre la reconstitución del cuerpo de Dioniso y la recomposición cartográfica de un mundo fragmentado. Mediante la interpretación de Farinelli, nos amparamos al mito de Dioniso para llevar una última luz a la experiencia corpóreo-espacial de la escritora, alimentada por diferentes paisajes y cartografías rememoradas en su obra literaria.
Los registros autobiográficos, ensayísticos y poéticos convergen en la estrategia empleada por Seligson para impulsar su yo lírico en busca de la resignificación de su experiencia física y espiritual, transmutándolos en el espacio heterogéneo de Jerusalem, ciudad-crisol vinculada a las vivencias de la autora. La continua presencia de Jerusalem en la obra literaria de Seligson es significativa, pero no radica ahí su importancia: la ciudad de Jerusalem es la simiente que articula el pasado y el presente de la vida de la escritora. La experiencia espacial que Seligson encuentra en Jerusalem corresponde con aquella categoría fenomenológica propuesta por Maurice Merleau-Ponty, “la carne del mundo”, pues tal experiencia se despliega en una dimensión tanto corpórea como mística mediante la cual se anuncia el correlato de una toponimia íntima del espacio jerosolimitano. Las vibraciones de este proceso topofílico se perciben en aquello que Juan José Saer llamó “escribir desde ese lugar que está dentro del sujeto”: la autora escribe desde ese lugar que se halla en su interior para reconstituir las partes de sí misma y resignificar la espacialidad de Jerusalem. Así, nace el proceso de confluencia de una Jerusalem que palpita, cual corazón de Dioniso, dentro del cuerpo de Esther Seligson.