El libro, Aztatlán: interacción y cambio social en el occidente de México ca. 850-1350 d.C., editado por Laura Solar y Ben Nelson, consiste en nueve estudios realizados por 15 autores, además de un prólogo; todos son especialistas con una larga trayectoria investigativa en el Occidente de México, territorio que se considera, aún en la actualidad, como una región lejana y desconocida para muchos mesoamericanistas. No obstante, y a pesar de que se califica, frecuentemente, como una región, en cierta forma, incógnita, es un mundo fascinante.
Ciertamente, el México antiguo se distingue por una historia sumamente compleja, entre múltiples razones, por la intrincada fisiografía que caracteriza a cada región, misma que habría de marcar su propio camino. Naturalmente, en la historia no existe una sociedad autárquica y autocontenida, pues ningún espacio social permanece aislado de otro; prueba de ello es que, desde el pasado remoto, los diversos grupos humanos interactuaban de múltiples maneras, ya sea a través de complejas redes sociales o del intercambio de bienes, mediante los cuales no sólo circulaban los objetos y materias primas de diversa índole, sino que también se transmitía la información relevante para la pervivencia como grupo social.
Es, por lo tanto, importante contar con un conocimiento amplio que permita comprender los vaivenes históricos de otras sociedades. Desde este punto de vista, el libro ofrece una enorme posibilidad para enriquecer y ampliar la perspectiva en torno a las sociedades pretéritas del occidente y del noroeste de México.
A diferencia de las reseñas tradicionales de libros, donde se describe capítulo por capítulo, en ésta trataré de comentar de modo reflexivo el contenido, dado que el primer capítulo, intitulado “Aztatlán: una red de interacción en el Occidente de México”, de la autoría de Laura Solar, Ben Nelson y Michael Ohnersorgen, presenta, además del estado de la cuestión bien ponderado y una reflexión profunda acerca del tema de Aztatlán, es una introducción excelente a la problemática central del libro y una síntesis coherente de cada capítulo.
El libro me ha provocado diversas sorpresas: la primera es su título. En lugar de adoptar la nomenclatura acostumbrada en la literatura arqueológica, en este caso, el periodo Posclásico temprano y medio, se especifica atinadamente por el tiempo cósmico, es decir 850-1350 dC. Cabe, sin embargo, mencionar que en el interior de los estudios aparecen frecuentemente conceptos como Epiclásico, Posclásico, etcétera. Relacionado con lo anterior, considero importante señalar que, de cada sitio o región, se presentan las tablas cronológicas con fechas definidas por sus propias fases, sin que éstas se organicen bajo la nomenclatura de los periodos comúnmente reconocidos como Posclásico temprano y medio. Sería fenomenal que, en un futuro, todas las fases señaladas en el libro se integren en una tabla de sincronización que permita visualizar la complejidad del mundo de Aztatlán.
Otra grata sorpresa se refiere al gran avance en las investigaciones en esta parte de México. Ciertamente, han trascurrido cerca de nueve décadas desde que Sauer y Brand (1932) definieron el Aztatlán como una “cultura fundamentalmente costeña”, cuya extensión geográfica comprende una amplia franja de la planicie costera del Pacifico mexicano ubicada entre el río Culiacán (Sinaloa) y el valle del río Grande de Santiago, en el norte de Nayarit. Naturalmente, no se debe negar que los arqueólogos estadounidenses han hecho grandes contribuciones en torno a esta problemática, sobre todo en las etapas tempranas de investigación. No obstante, como expresa el libro de manera clara, resulta asombroso reconocer que, en la actualidad, los arqueólogos mexicanos han contribuido notablemente a los avances investigativos recientes acerca de la problemática de Aztatlán.
Como se menciona en el capítulo escrito por Solar, Nelson y Ohnersorgen, éste es el primer libro que da a conocer el panorama integral y actualizado de lo que definieron Sauer y Brand, en el primer tercio del siglo XX, como la “cultura Aztatlán”. Naturalmente, los objetivos y alcances, así como las posturas teóricas y el abordaje que se ha hecho sobre el tema (en algunos casos son más explícitos que otros) son heterogéneos desde diversas perspectivas metodológicas y escalas de análisis, pues incorporan prospección, excavación, arqueometría e incluso etnografía. Resulta también pertinente resaltar que los once estudios están ordenados de manera coherente gracias al trabajo editorial de excelente calidad que facilita al lector seguir los datos e información obtenidos por cada una de las investigaciones, a pesar de una gran complejidad que revela al interior el mundo llamado Aztatlán. Sin duda, todo ello redunda en una de las principales aportaciones del libro.
La heterogeneidad de los objetos mismos de estudio es otra característica que se debe resaltar: naturalmente, los arqueológicos, propiamente dichos, constituyen los principales, pero incluyen, también, los que corresponden al presente, a la problemática indígena actual; éste es un aspecto que, aun considerando los cambios y transformaciones ocurridas a lo largo de su historia, abonan en el mejor acercamiento a las sociedades pretéritas. Desde esta perspectiva, resulta relevante, también, la aportación de este tipo de estudios.
Aztatlán, término acuñado por Sauer y Brand (1932), a pesar de su larga historia en la tradición arqueológica del occidente y noroeste de Mesoamérica, ha enfrentado múltiples dificultades que no han permitido su cabal comprensión. Desde el inicio, los autores quienes definieron “la cultura Aztatlán (como región nuclear)” caracterizaron a su gente como practicantes de agricultura intensiva y pesca marina y/o recolecctores de conchas, así como productores de sal. Además, la especificaron a partir de una serie de evidencias de cultura material, como cerámicas de alta calidad con motivos decorativos complejos, malacates decorados, pipas de barro, figurillas antropomorfas adjudicadas como estilo Mazapa, sellos cilíndricos, hachas de garganta, objetos musicales de hueso y concha, navajas prismáticas de obsidiana, objetos de cobre y bronce, láminas de oro, mutilación dentaria, deformación craneana, además del sistema funerario que, por lo general, consiste en entierros en posición decúbito dorsal en urnas.
Resulta importante destacar que aun en la actualidad, siguen vigentes estas caracterizaciones; sin embargo, conforme avanzan las investigaciones en esta parte de México, se han registrado claras regionalizaciones o regionalismos en la naturaleza de sus elementos constitutivos, ya que no todas comparten los mismos elementos distintivos ni los ritmos de expansión de los rasgos Aztatlán. Sin duda, las causas de dicha diferencia son múltiples y complejas, pero el libro propone que pudieran responder a la naturaleza de las interacciones y las condiciones fisiográficas que existen entre las regiones o los sitios estudiados y la zona costera, originalmente definida como el área nuclear. También, se sugiere que la distancia geográfica juega un papel entre éstos y la de Aztatlán.
Los avances de investigaciones y los resultados recientes han aportado elementos definitorios sobre la presencia de los rasgos representativos de Aztatlán en diversas regiones, entre ca 850 y 1350 dC, la cual se diagnosticó como una expansión “panregional” o “suprarregional” o “macrorregional”, aunque también podría caracterizarse como “trans-regional”; tuvo, además, interrelación con otras partes fuera de México, lo que se prueba con las evidencias recuperadas, sobre todo los objetos de metal, en la costa sudamericana de Ecuador, Colombia y Perú.
Si bien Aztatlán, como se mencionó antes, está constituido por una serie de elementos diagnósticos y por una gran extensión geográfica, uno de los mayores problemas es la definición consensuada de su concepto. A lo largo de décadas de investigación, los conceptos referentes a Aztatlán han tenido cambios considerables desde el propuesto originalmente. Así, en los once estudios, se destacan diferentes términos como “región geográfica”, “complejo cultural”, “periodo cronológico (Posclásico temprano y medio)”, “sistema mercantil” (¿mercantil?), “tradición” “horizonte cerámico”, “horizonte estilístico”, fenómeno y, como el título del libro, “red”. Desde mi perspectiva, en esta diversidad de caracterizaciones del Aztatlán, algunas como el horizonte cerámico o el horizonte estilístico o, también, el sistema “mercantil” (cursivo mío) no son términos que expresan fielmente al fenómeno Aztatlán.
Independientemente de lo anterior, como precisa Carpenter en su capítulo en este libro, “hace falta precisar el concepto de Aztatlán y su desarrollo que parece haber tenido un largo desarrollo regional y continuidad”. Quizá, una de las posibilidades para avanzar en este aspecto es fomentar un ejercicio consistente para descartar los términos que no son adecuados para caracterizar dicho “concepto” como, por ejemplo: “sistema mercantil”, “horizonte estilo” y “estilo internacional”; lo anterior, para ponderar los aspectos coincidentes que permitan concebir Aztatlán desde una perspectiva integral que englobe tanto a la cultura material como a lo social-económico-político.
En términos generales, se advierte que todos los estudiosos del tema están de acuerdo que Aztatlán se refiere a un mundo que incorpora una vasta área del occidente y el noroeste de México, derivado de una larga historia de contactos entre los pobladores del área nuclear y los de otras zonas de la tierra interior, como las cuencas lacustres de Jalisco, los valles intermontanos al sur de Zacatecas y los valles de Durango. Es factible que la integración de los sitios de regiones interiores (o de tierra adentro) al sistema Aztatlán sea el resultado de un contexto geopolítico específico, como así propone Jiménez (2018).
Cabe agregar, también, que los autores del libro están convencidos de las múltiples implicaciones de las redes de interacción o interrelación, las cuales propiciaron cambios diferenciados de las sociedades en sus subregiones. En algunos casos, influyeron no sólo en lo social, sino también en el patrón de asentamiento propiamente dicho, como los casos de abandono de asentamientos y reorganización de éstos, señalados en el capítulo de Punzo durante la Fase Las Joyas, cuyo proceso, desgraciadamente, aún está pendiente de esclarecer. Asimismo, las interrelaciones o redes de interacciones explican cómo sucedieron las conexiones fuera del México Antiguo, en especial con Sudamérica (sobre todo a través de la introducción y transmisión de las técnicas de los objetos de metales) y el Suroeste de los Estados Unidos de América. En resumidas cuentas, todos los estudios apuntan a que estos mecanismos han sido el motor de la integración de un extenso espacio como Aztatlán.
Otro tema relevante que aparece desde la primera propuesta de Sauer y Brand es la cerámica policroma con motivos decorativos que aluden a las posibles relaciones entre Aztatlán y el Posclásico del Altiplano Central de México, en especial con Tula y la región de Mixteca-Puebla/Tlaxcala. Efectivamente, a simple vista se aprecian similitudes entre las cerámicas de estas dos regiones en las expresiones iconográficas, en específico de los códices del Centro de México, y en colores de pigmentos que plasman los motivos decorativos. Ciertamente, como propone Jiménez, las interacciones entre las regiones de la zona costera y el Centro de México, se podrían haber facilitado a través de las redes hidrológicas como la de los ríos Balsas y Atoyac, mientras que la cuenca del río Grande de Santiago-Chapala-Lerma debió haber funcionado para conectar la zona nuclear de Aztatlán y la de cuencas lacustres de Jalisco con el México Central, sobre todo con Tula, Hidalgo. Sin embargo, en estas similitudes aparentes se reconoce una mayor implicación y complejidad. Seguramente, estas preguntas se esclarecerán con las futuras investigaciones. Por otra parte, si bien no estoy de acuerdo en calificar la cerámica polícroma de Aztatlán como un estilo Posclásico Internacional (cursivo mío) (Boone y Smith 2003), sí considero factible que el fenómeno observado se atribuye a las complejas e intensas redes de relaciones transregionales que se cultivaron desde las tempranas etapas de la historia entre el mundo Aztatlán y México Central.
Por último, quisiera reiterar el excelente trabajo editorial del libro realizado por Laura Solar y Ben Nelson. Es una tarea nada fácil organizar once estudios de contenido heterogéneo, tanto por la escala de trabajo como por las perspectivas no sólo teóricas, sino también metodológicas, en secuencias coherentes que tienen como fin el presentar al lector los cambios, según la expresión de Solar, Nelson y Ohnersorgen, paradigmáticos en el estudio de Aztatlán. El reto se libró plenamente al integrar, por primera vez, los datos e información provenientes de una extensa área del occidente y el noroeste de México, así como al presentar un panorama más claro en torno a una problemática compleja. Naturalmente, quedan muchas preguntas y dudas en el tintero, las cuales se abordarán en las futuras publicaciones.
Sin lugar a duda, el libro ha abierto nuevas ventanas que permiten asomarse al complejo mundo de Aztatlán desde una perspectiva innovadora.