Después de dos décadas de intervención militar y de un enorme esfuerzo financiero, el experimento de construcción del Estado en Afganistán colapsó tras el anuncio del presidente Biden de concluir la retirada total de las tropas estadounidenses, pactada por la administración anterior en el acuerdo de Doha. La Casa Blanca no era ajena a los riesgos de semejante decisión. En marzo de 2021, el secretario de Estado Anthony Blinken escribió una carta al presidente afgano urgiéndolo a acelerar las negociaciones de paz con el talibán. El párrafo final de la misiva dejaba clara la apreciación pesimista de la situación:
Estamos considerando la retirada total de nuestras fuerzas antes del 1 de mayo, mientras consideramos otras opciones. Incluso con la continuación de la asistencia financiera de Estados Unidos a sus fuerzas después de una retirada militar estadounidense, me preocupa que la situación de seguridad empeore y que los talibanes puedan obtener ganancias territoriales rápidas. Le aclaro esto para que entienda la urgencia de mi tono respecto al trabajo colectivo esbozado en esta carta (Blinken 2021).
La situación de seguridad se agravó con mayor rapidez que la prevista por la Casa Blanca y los servicios de inteligencia. En pocas semanas las fuerzas talibanes ocuparon todas las capitales provinciales, y el 15 de agosto entraron triunfantes en Kabul, sin resistencia por parte del ejército afgano. El presidente del país, Ashraf Ghani, y otras connotadas figuras políticas abandonaron Afganistán antes de que los talibanes ocuparan la capital y todo el andamiaje institucional del gobierno y las fuerzas de seguridad se vinieron abajo.
Ante la perplejidad de la comunidad internacional y el temor de la población afgana, Estados Unidos y sus aliados de la otan concluyeron una acelerada y desordenada evacuación, cuyas imágenes rememoraron la vergonzosa retirada de Saigón en 1973, ante la presencia desafiante de una milicia talibán que controlaba las calles de Kabul, así como las inmediaciones y las vías de acceso al aeropuerto. En su alocución del 16 de agosto de 2021, el presidente Biden, blanco de fuertes críticas por el desastre político ocurrido, defendió su decisión de poner fin a la guerra más larga de Estados Unidos y explicó así lo sucedido: “Les dimos todas las herramientas que podían necesitar […] Les dimos todas las oportunidades para determinar su propio futuro. Lo que no pudimos darles fue la voluntad de luchar por ese futuro” (Biden 2021).
Las palabras del mandatario expresaban una visión binaria del problema, que atribuía el desastre a la falta de convicción de los afganos para defender el Estado construido con el generoso y prolongado apoyo de Estados Unidos y sus aliados. Pero esa explicación binaria presuponía una simplificación de la realidad al ignorar las múltiples formas en que los errores estratégicos y de conducción de Estados Unidos condenaron al fracaso el experimento de state-building en Afganistán. Como reconoce en forma contrastante el informe del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, por sus siglas en inglés) publicado en agosto de 2021: “El esfuerzo de reconstrucción de Estados Unidos en Afganistán podría describirse como 20 esfuerzos de reconstrucción de un año, en lugar de un esfuerzo de 20 años” (SIGAR 2021, VIII).
Del argumento de Biden, sin embargo, se derivan dos preguntas que sirven al propósito del presente artículo y ayudan a colocar el problema en una perspectiva menos binaria: ¿por qué los afganos no tuvieron la voluntad de luchar por ese futuro? y ¿cuánto cambiaron sus condiciones de vida en esos 20 años como para sentir suyo ese futuro y defenderlo? Para responderlas es necesario analizar los niveles de legitimidad y de apropiación local (nacional) del Estado promovido por la intervención internacional, ya que su éxito requería de una base social interna que compartiera los objetivos, los intereses y la ideología de ese Estado, reconociera su autoridad y confiara en su eficiencia para llevar los beneficios de la paz a todas las regiones del país, asegurando la estabilidad sin necesidad de recurrir al clientelismo en la distribución de los recursos estatales (Sundstøl n.d., 4). La apropiación local, a su vez, constituye un factor concomitante de la legitimidad, porque implica la participación y la libre determinación de los actores nacionales en la construcción de ese Estado.
En ese sentido, el artículo parte del supuesto de que el derrumbe del Estado afgano corroboró que el state-building impulsado por la intervención internacional no logró generar la legitimidad y la apropiación local necesarias para su consolidación y sostenibilidad porque, al quedar la estrategia subordinada a los intereses de la lucha antiterrorista, las consideraciones de seguridad prevalecieron sobre los objetivos de reconstrucción nacional, de crecimiento económico y de buena gobernanza. De este modo, en los hechos, la intervención y la ayuda financiera internacional contribuyeron a promover un tipo de Estado rentista y neopatrimonial, alejado de la ideología liberal-democrática que supuestamente debía legitimarlo, y que consagró los intereses de las viejas élites surgidas de la guerra civil y marginó del poder, de los beneficios de la paz y de los bienes públicos a la mayoría de la población y las regiones del país que el nuevo Estado debía proveer.
Perspectivas teóricas acerca de la construcción del Estado
La estrategia seguida por Estados Unidos y sus aliados en Afganistán después de 2001 estuvo determinada por las visiones que imperaban sobre la construcción del Estado en los círculos políticos, gubernamentales y académicos, así como en los medios tecnocráticos de las agencias internacionales para el desarrollo. El fin de la Guerra Fría impuso el paradigma neoliberal a escala global y las intervenciones internacionales para la consolidación de la paz, emprendidas durante la década de 1990, se rigieron por la creencia de que la liberalización y la democratización acelerada asegurarían la estabilidad en los estados frágiles (Paris 2004). Los pésimos resultados obtenidos y la alarmante proliferación de “estados fallidos” convirtieron la cuestión de la fragilidad del Estado y su potencial desestabilizador en uno de los grandes desafíos de la política internacional (Krasner y Pascual 2005, 153), visión que quedó firmemente establecida con los atentados del 11 de septiembre de 2001 y su asociación con el terrorismo internacional.
A partir de ese momento, y con las intervenciones en Afganistán (2001) e Iraq (2003), la construcción del Estado pasó a formar parte de las estrategias para la consolidación de la paz. La fragilidad estatal fue vista como una fuente de inestabilidad y un obstáculo para la eficiente canalización de la ayuda internacional, por lo que la generación de capacidades estatales se vislumbró también como una dimensión fundamental de la ayuda al desarrollo, lo cual sirvió para poner en una misma perspectiva la proyección exterior de los principales gobiernos occidentales y las políticas de las agencias internacionales de asistencia para el desarrollo. El atractivo de ese enfoque radicaba en la suposición de que la construcción del Estado ofrecía la posibilidad de integrar las políticas de desarrollo y la prevención de conflictos en una misma estrategia la seguridad (Boege et al. 2008, 2).
Ese interés promovió la publicación de una amplia literatura sobre el tema que, de diversas maneras, coincidía con la apreciación de Fukuyama (2004, 120) de que aprender a instrumentar de la mejor manera las estrategias de state-building resultaba fundamental para el futuro del orden mundial. Sin embargo, la mayor parte de la literatura de la primera década de 2000 compartió varias limitaciones importantes. Aunque coincidía en la relevancia de construir instituciones nuevas o reconstruir o apuntalar las ya existentes como el objetivo central para una mejor gobernanza en los estados frágiles (Fukuyama 2004, ix; Chandler 2006, 1; Chappuis y Hänggi 2009, 33; Heupel 2009, 59), la diversidad de enfoques y modos de hacerlo contribuyó poco a su clarificación conceptual y estratégica (Chandler 2009, 13). Como reconoció Mearsheimer (2005, 238) a propósito de Iraq: “no hay buenas teorías que expliquen cómo tener éxito en la construcción del Estado”.
Asimismo, la construcción del Estado se abordó desde una perspectiva más técnica y procedimental que política, y se enfocó en las funciones y las características que debía cumplir la estatidad para superar su fragilidad. Las recomendaciones en cuanto a la cantidad de atributos necesarios para fortalecer la capacidad del Estado y hacerlo aprovechable variaban de seis (Meierhenrich 2004) a diez (Ghani, Lockhart y Carnahan 2006).1 Esa orientación tecnocrática apuntaba, además, a la estandarización normativa del modelo de estado liberal weberiano como única solución para los países con graves problemas de gobernabilidad o que, como en el caso de Afganistán, salían de un largo periodo de conflicto armado. La visión de un Estado con el andamiaje procedimental del modelo liberal democrático marcó así el itinerario que siguieron las políticas de state-building en Afganistán, Iraq y otras partes del mundo durante la primera década del siglo XXI.
El supuesto de que las normas de la estatidad democrática podían difundirse o trasplantarse exitosamente como parte de la globalización en curso llevó a que las estrategias de state-building centraran su atención casi exclusivamente en los aportes de los contribuyentes externos y en políticas centralizadas de arriba abajo, sin prestar atención a la naturaleza diversa de la propiedad local o considerándola un factor negativo (Boege et al. 2008, 11), si bien en los hechos tuvieron que lidiar con sus propios sesgos e interactuar con complejas dinámicas locales (Mac Ginty y Richmond 2016, 222) que dejaban entrever la necesidad de una correspondencia entre las instituciones del Estado y las condiciones políticas, económicas y socioculturales locales (Kaplan 2008).
Las dificultades para instrumentalizar el modelo liberal de state-building en situaciones concretas dio paso a una creciente corriente crítica en la literatura interesada en destacar las formas en que los actores locales reaccionan, resisten e incluso remodelan las políticas liberales de los constructores internacionales, y contribuyen a la formación de órdenes híbridos (Boege et al. 2008; Mac Ginty 2010; Belloni 2012; Richmond y Mitchell 2012; Millar 2014; Brown 2017) como resultado de esa interacción. El concepto de hibridez o hibridación pasó a ocupar un lugar central para denotar “la mezcla de agendas, ideas, instituciones y estructuras de autoridad internacionales/liberales y locales/no liberales” (Hameiri y Jones 2017, 55).
Los aportes de los estudiosos de la hibridez ampliaron las perspectivas sobre los procesos de state-building al cuestionar la viabilidad del modelo weberiano de construcción del Estado y contraponer el nuevo énfasis en las interacciones a los supuestos binarios anteriores de internacional/local, occidental/no occidental, liberal/no liberal o moderno/tradicional. No obstante, el auge de los estudios híbridos en la última década y sus esfuerzos por demostrar que la propiedad local es altamente agencial, estratificada y diversa (Kapleer 2014 citado por Wilcock 2021) tampoco logró librarse de una corriente crítica que puso en tela de juicio el valor de la hibridación para describir adecuadamente los efectos de las intervenciones internacionales en los contextos locales y explicar sus resultados desiguales, debido a que, en el fondo, tiende a sustituir unos binarios por otros (Hameiri y Jones 2017, 55-56), porque la esencia del concepto, en definitiva, parte del reconocimiento de dos fuerzas opuestas y relacionadas (Heathershaw 2013, 277), pensadas cada una (lo internacional-liberal y lo local-tradicional) como tipos ideales que no alcanzan a explicar la compleja diversidad de intereses y contradicciones que se manifiestan en su interior (Hirblinger y Simons 2015, 424). Así, en los últimos años aparecieron estudios que proponen ir más allá de la hibridación y analizan las interacciones entre la intervención internacional y la agencia local como una política de escalas, en la que el poder y los recursos son reasignados inevitablemente a diferentes niveles, que no son neutrales y tienen sus propias agendas e intereses (Hameiri y Jones 2017); o que recurren a la relación en redes como un concepto complementario de la hibridación para determinar la ubicación específica de los actores sociales y sus patrones de circulación en redes más amplias de interacciones (Hunt 2018; Wilcock 2021).
Más allá del debate teórico, el efecto paradójico fue la incorporación de una visión simplificada de la hibridación a la narrativa de los gobiernos y las organizaciones internacionales inmersos en procesos de state-building, incluido el caso de Afganistán, como una salida a los problemas del intervencionismo liberal. Las estructuras híbridas se consideraron complementos convenientes que podrían presuntamente reforzar la legitimidad, pero sin potencial para alterar el curso del Estado, dando por sentado que éste también era visto como legítimo (Mac Ginty y Richmond 2016, 2, 7-8). La adopción de la hibridación en un sentido subordinado y fiduciario, si bien sirvió para incorporar cuestiones no tratadas antes en el discurso del state-building, como la legitimidad y la propiedad o apropiación local, lo hizo de manera superficial y meramente adaptativa.
Los documentos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), por ejemplo, comenzaron a reflejar la importancia de la legitimidad en la construcción del Estado para asegurar un gobierno por consentimiento en lugar de por coerción, al identificar cuatro fuentes proveedoras principales: la de los insumos o procesos, entendida como la observancia por parte del Estado de las reglas y los procedimientos acordados para tomar decisiones vinculantes y organizar la participación colectiva; la de producción o desempeño, referida a la percepción social acerca de la efectividad de los servicios prestados por el Estado a la sociedad; las creencias compartidas sobre lo que debe ser la autoridad pública, permeadas por la tradición y la historia de las identidades colectivas; y la legitimidad internacional, derivada del reconocimiento conferido por los actores externos a la soberanía y la legitimidad de ese Estado (OCDE 2011, 36-37).
La inclusión de estas cuestiones constituía una señal de alerta para la corrección de las políticas de state-building de arriba abajo, pero las referencias generales resultaron en la práctica poco orientadoras y muchas veces generaban más preguntas que respuestas acerca de la dinámica relacional de las variables utilizadas. Se advirtió la relevancia de comprender los vínculos entre legitimidad y capacidad del Estado, en el supuesto de que ambas pueden fortalecerse entre sí, aunque poco se profundizó en la complejidad de esos vínculos en escenarios híbridos. La legitimidad internacional podía ejercer una influencia ambivalente como factor promotor u obstaculizador de la legitimidad interna, pero las circunstancias intervinientes en uno u otro sentido tampoco se abordaron suficientemente. De igual forma se asumió que en los órdenes híbridos había diferentes fuentes de legitimidad que interactuaban y competían, lo que llevó a la conclusión lógica de que, mientras más enfrentamiento hubiera en las narrativas de legitimidad, menos serían las posibilidades de una relación Estado-sociedad sostenible. Todos esos enunciados, pese a introducir modificaciones en la manera de diseñar las políticas de state-building, compartían el sesgo de construir generalizaciones superficiales y poco prácticas sobre aspectos complejos de la hibridación con el fin de generar nuevos presupuestos normativos para enfrentar realidades diversas y que, en el fondo, seguían siendo ignoradas o poco conocidas, como reconocen los propios expertos de la OCDE (2011, 38): “Estos son temas [las fuentes internas de legitimidad] muy difíciles de comprender para los foráneos, y mucho menos para influir constructivamente”.
En vez de asumir su autonomía y su relevancia, la visión liberal de statebuilding se limitó a reconocer e instrumentalizar la propiedad local como un atributo superficial y subsidiario del modelo original. Según Donais (2009, 6-10), esa distorsión obedeció a tres razones fundamentales. Primera, la perspectiva de los constructores externos visualizó la apropiación local asociada sobre todo con la responsabilidad de la buena gobernanza y no con la libertad de elegir o decidir principios alternativos de organización política y económica, de modo que a la propiedad local sólo se le atribuía la responsabilidad de hacer funcionar los principios políticos ya prestablecidos por los intervinientes externos. Segunda, la “patologización” de las sociedades posconflicto hizo que, desde afuera, la propiedad local se viera en términos binarios de paternalismo o desconfianza y, en una especie de adaptación moderna de la vieja misión civilizatoria colonial (Paris 2002 citado por Donais 2009, 8), los actores locales quedaron sujetos a la supervisión externa y reducidos al estatus de receptores agradecidos, a riesgo de que la resistencia reforzara la creencia acerca de su incapacidad para gobernarse. Esa percepción binaria fue tanto más fuerte porque las élites locales con poder suficiente para ser agenciales con frecuencia resultaban también ser las más controversiales y con intereses contrapuestos. Tercera, la dificultad para concretar los aportes de la propiedad local a la hora de definir los principios de la construcción de la paz y el Estado, ya que en ese momento inicial las élites locales suelen estar fuertemente fraccionadas y militarizadas, y la sociedad civil no existe o está seriamente mutilada por la guerra. Para cuando logran reorganizarse, las bases del acuerdo político están ya establecidas y las opciones son la adaptación o la resistencia.
Las dificultades para potenciar los beneficios de la propiedad local plantearon serios desafíos que impusieron límites o llevaron a seguir desestimando la importancia del problema, pero como el propio Donais (2009, 12-13) apuntó con precisión, el mayor dilema de la propiedad local es que puede diferirse, pero no ignorarse indefinidamente, porque el resultado lógico del proceso no es la perpetuidad de la administración fiduciaria internacional, sino el traspaso de la responsabilidad a las autoridades locales, cuyo éxito dependerá en gran medida del grado de apropiación alcanzado. En un crítico análisis de las estrategias de state-building, Sundstøl Eriksen (n.d., 4) concluye que más que la insuficiencia de recursos o las políticas de los donantes, las dos razones principales de su fracaso son la contradicción de construir un Estado liberal desde el exterior y los intereses políticos internos, porque ambos guardan relación con la legitimidad y la idea de la apropiación nacional. En el caso de Afganistán, como se argumentará a continuación, estas cuestiones también contribuyeron a minar desde el comienzo las bases del Estado patrocinado e impidieron su sostenibilidad después de la retirada de las fuerzas internacionales.
Distorsiones de la construcción del Estado afgano
La transición política en el Afganistán postalibán tuvo que desenvolverse en un escenario de partida especialmente adverso y complejo. Entre el decenio de lucha contra la intervención soviética, la guerra civil que siguió entre las facciones muyahidines durante los años noventa y la campaña militar de Estados Unidos contra el régimen talibán a finales de 2001, Afganistán había sufrido por más de veinte años los efectos destructivos de la guerra y el país estaba totalmente devastado. No existía una referencia reciente de estructuras estatales centrales que pudiera recuperarse, excepto las teocráticas impuestas por el talibán. El poder estaba fragmentado y era ejercido por caudillos y señores de la guerra, muchos de ellos antiguos jefes muyahidines que habían conseguido su posición durante la guerra civil (Gopal 2014, 56-57) y controlaban los recursos de una economía de guerra asociada al contrabando y la producción de opio. Las estructuras sociales también resultaron afectadas y el complejo panorama étnico-tribal ofrecía un diverso entramado de realidades que diferían de una región a otra. Los efectos de la guerra acentuaron el tradicional carácter centrífugo de la sociedad afgana y las condiciones para la viabilidad de un Estado centralista parecían más adversas que en cualquier periodo anterior desde finales del siglo XIX (Ibrahimi 2019). Tanto desde el punto de vista político como del económico, la reconstrucción del país se presentaba como una empresa monumental que debía partir de cero y requería un fuerte compromiso internacional para realizarse.
Al inicio, la Casa Blanca se mostró reacia a involucrarse en una costosa política de state-building en Afganistán. El núcleo duro neoconservador de la administración Bush era partidario de mantener la misión de Estados Unidos circunscrita a las prioridades de la guerra contra el terrorismo. Esa posición prevaleció durante los meses de la campaña militar y el primer año de la transición política, y sólo cambió cuando la realidad demostró que el objetivo de acabar con el santuario del terrorismo requería a su vez la recomposición del andamiaje institucional del país. Hacia 2003, el gobierno de Washington comenzó a aceptar la necesidad de emprender una estrategia de construcción del Estado (Khalilzad 2016). Sin embargo, la ausencia de una política definida, los efectos de lo que Estados Unidos hizo y dejó de hacer en el periodo inicial, y las complicaciones de la guerra en Iraq, se combinaron para provocar que esa tarea careciera de suficiente convicción y compromiso, tanto respecto a la dimensión de la obra como al ideal liberal que debía inspirarla.
El derrocamiento del régimen talibán generó altas expectativas en amplios sectores de la población afgana que vieron en la intervención internacional una alternativa para la paz y la reconstrucción del país, pero los magros resultados en los primeros años pronto se encargaron de transformar en decepción esas esperanzas iniciales.
El difícil arreglo alcanzado en el Acuerdo de Bonn por las principales facciones afganas para sentar las bases políticas del nuevo Afganistán quedó torpedeado en la práctica por la alianza que Estados Unidos estableció con muchos señores de la guerra para aprovechar su visceral rivalidad con los talibanes en beneficio de la lucha antiterrorista.2 Tanto en el transcurso de su ofensiva militar contra el talibán como durante las campañas de contrainsurgencia posteriores, Estados Unidos utilizó ampliamente las milicias de los caudillos afganos en sus operaciones terrestres, quienes a su vez aprovecharon la generosidad financiera del Pentágono y la cia (Central Intelligence Agency) para afianzar sus posiciones.3 Así pues, mientras en Bonn la comunidad internacional asumía un compromiso con el futuro democrático de Afganistán, sobre el terreno Estados Unidos selló una utilitaria alianza con la élite responsable de la guerra civil (Rubin 2020, 149; Gopal 2014, 59, 64, 67), cuyos desmanes llevaron, incluso, al surgimiento del movimiento talibán en 1994. Si bien los señores de la guerra sirvieron al propósito inicial de combatir al talibán y a Al Qaeda, también representaban el sector de la propiedad local menos agencial para la construcción de un Estado liberal-democrático. Esa contradicción original marcó de diversas maneras (todas negativas) el futuro de la transición política afgana al permitir que los señores de la guerra se acomodaran dentro de ella (Azami 2021, 55) y terminaran controlando las estructuras del nuevo Estado.
En su libro The Envoy (2016), el exembajador Zalmad Khalilzad reconoce que el caudillismo fue el desafío más persistente de los primeros años, y refiere cómo entonces al presidente Karzai ya le preocupaba que la inseguridad y la opresión de los hombres fuertes locales pudiera llevar a una población desesperada de vuelta a los brazos del talibán. En principio, Estados Unidos evitó inmiscuirse militarmente en las rivalidades internas, y ello propició que la aspiración centralista del gobierno de transición se viera limitada a la capital y sus alrededores por la resistencia de los señores de la guerra, que ejercían el control efectivo en la mayoría de las provincias y distritos del país. Cuando en 2003 la administración Bush empezó a mostrar mayor interés por una política de state-building, decidió promover una estrategia transaccional para neutralizar el problema del caudillismo y les ofreció un papel en el nuevo orden a quienes aceptaran desmovilizar sus milicias y acataran las reglas democráticas.
La mayoría de los señores de la guerra entraron a un juego perverso que les permitió conservar su poder bajo nuevas formas. A cambio de la desmovilización, sus milicias personales se integraron a las estructuras locales de las nuevas instituciones de seguridad. De esa manera, consiguieron preservar su influencia sobre los medios de coerción violenta para utilizarlos impunemente de manera privada y local, lo cual contribuyó a socavar el carácter nacional y multiétnico que debía distinguir a un ejército y una policía afgana de nuevo tipo. La base económica de su poder aumentó por los jugosos contratos que le proveyó la asociación con Estados Unidos y por el repunte de la producción de opio en casi todas las provincias del país después de 2001.4 El poder económico y su fuerte posición local les aseguró también el control sobre las bases electorales de la naciente democracia, y les abrió las puertas a ellos, sus familiares y sus partidarios, a los órganos legislativos nacional y provinciales. De igual forma afianzaron su presencia en el Poder Ejecutivo central y, sobre todo, en los provinciales y distritales, gracias a la estrategia del presidente Hamid Karzai de recurrir a los nombramientos políticos -incluidos los de gobernadores de provincia- y a los incentivos económicos provenientes de la asistencia internacional para asegurar la lealtad a un gobierno central débil y permisible en el ámbito local (Rubin 2020, 151, 197). El afán centralizador, la insolvencia estatal y la posición intermediadora ante una ayuda financiera internacional con pobres mecanismos de control determinaron, por un lado, la dependencia del exterior del gobierno de Karzai y, por el otro, su transformación en el gerente de un sistema político clientelar de viejos y nuevos caudillos, responsable de depredar entre 35 y 50% de la ayuda recibida (Peceny y Bosin 2011, 612).5 Ambos resultados contribuyeron a minar la legitimidad interna del régimen afgano surgido de la intervención internacional.
Con las primeras elecciones presidenciales de 2004 y las legislativas de 2005, culminó formalmente el itinerario político trazado en el Acuerdo de Bonn, pero la ilusión de un Estado liberal moderno en el sentido weberiano, basado en la legitimidad del poder, dio paso por el camino a la realidad de un Estado neopatrimonial, dependiente y altamente corrupto. Como reconoció años más tarde John Sotko, inspector general especial para la Reconstrucción de Afganistán: “La corrupción socavó significativamente la misión de Estados Unidos en Afganistán al dañar la legitimidad del gobierno afgano, fortalecer el apoyo popular a la insurgencia y canalizar recursos materiales hacia los grupos insurgentes” (SIGAR 2016, 75). El mismo informe apuntaba que los señores de la guerra no se “autocorrigieron” al entrar en el gobierno, sólo buscaron maximizar las ganancias privadas dentro de un sistema sin rendición de cuentas, de modo que la asociación con ellos los empoderó y le dio a la población afgana la impresión de que Estados Unidos toleraba la corrupción y otros abusos, lo que minó gravemente su credibilidad en Afganistán (77).6
Hacia 2009, el país estaba en el pináculo de una nueva crisis. La insurgencia talibán había incrementado su fuerza desde 2006 y tenía presencia en muchas regiones del cinturón pastún del sursureste. Por otro lado, la reelección de Hamid Karzai en 2009 acrecentó el desprestigio del sistema político establecido, así como el de Estados Unidos y la comunidad internacional, que no dudaron en reconocer el resultado de unas elecciones fraudulentas. Para ese entonces era evidente el pronóstico de Stephen Kinzer (2006, 310) de que “Afganistán permanecería en ruinas, que los señores de la guerra continuarían controlando gran parte del territorio y que los remanentes de los talibanes resurgirían como una fuerza de combate”. El intento de la administración Obama de revertir la situación con un redoblado esfuerzo militar (surge) estuvo lejos de conseguir los objetivos propuestos. La ofensiva no logró neutralizar la amenaza talibán, pero la espiral de violencia incrementó el número de víctimas civiles y de desplazados internos. También intensificó los impopulares operativos nocturnos en las aldeas y los bombardeos con drones (Khan 2021). Aunque las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) lideradas por Estados Unidos intentaron impulsar programas para “ganarse el corazón de los afganos”, los operativos de los 130 000 efectivos desplegados en el país contribuyeron a reforzar en la percepción social la imagen de una ocupación militar extranjera responsable de agravar las penurias de la población civil, descontento que el talibán trató de capitalizar mediante el Layha de los muyahidines, código de conducta de los combatientes destinado a mejorar su imagen social, sobre todo en las zonas rurales (Munir 2011).
El traspaso de poderes concluyó en 2014 sin haber logrado las premisas básicas para la durabilidad del Estado neopatrimonial afgano. Por un lado, la insurgencia talibán arreció su guerra de desgaste contra un Estado sin recursos e insuficiente capacidad militar y, por otro, la disminución de la ayuda financiera afectó el sostén del sistema clientelar. Las elecciones presidenciales de 2014 y 2019 generaron profundas crisis políticas que mostraron el grado de corrupción sistémica y la ruptura de los precarios equilibrios previos. En ambos casos, la salida fue un forzado arreglo extraconstitucional de división de poderes entre las dos figuras rivales, Asraf Ghani y Abdullah Abdullah, que vino a reflejar una doble contradicción de orígenes: la étnica (pastún vs. tayiko) y la política (tecnocracia vs. muyahidín). La bicefalia hizo más inoperante al ya negligente, fragmentado y corrupto gobierno afgano. El presidente Ghani, con menos poder que su predecesor Karzai, trató con poco éxito de debilitar la influencia de fuertes señores de la guerra de origen tayiko y uzbeco, integrantes de la antigua Alianza del Norte, como Atta Muhammad Noor, Haji Muhammad Muhaqiq y Adbul Rashid Dostum. Sin embargo, cuando el ejército comenzó a colapsar ante la ofensiva talibán en la primavera-verano de 2021, el presidente Ghani recurrió a ellos para intentar sumar sus milicias a un frente antitalibán (Basit 2021), pero sus fortunas eran ya tan grandes que, tras la caída de Mazar-i-Sharif, también prefirieron huir del país y no correr el riesgo de combatir a los talibanes. Paradójicamente, los principales usufructuarios del sistema no estuvieron dispuestos a defenderlo y evitar su caída.
El desinterés por la reconstrucción y sus efectos
El derrocamiento del régimen talibán en 2001 no fue seguido de una estrategia efectiva para apoyar al pueblo afgano a sacar al país de la ruina. El éxito de la reconstrucción era la vía más costosa, pero la única posible para combatir las raíces del terrorismo y el radicalismo religioso y para levantar un Estado afgano sobre bases más sólidas y duraderas. Sin embargo, la renuencia inicial de la administración Bush a involucrarse en un programa de state-building impidió a Estados Unidos liderar los esfuerzos de la comunidad internacional para la reconstrucción de Afganistán, cuya subordinación a las prioridades de la guerra antiterrorista afectó su curso irremediablemente.
La visión de la reconstrucción como un objetivo menor influyó en el insuficiente compromiso financiero internacional. Las previsiones acerca de su costo, realizadas por expertos del Banco Mundial, Naciones Unidas y la Unión Europea en 2002, oscilaban entre los 9 000 y los 12 000 millones de dólares para los primeros cinco años. El gobierno afgano, por su parte, estimaba su monto en unos 22 000 millones de dólares en la primera década, sólo para recuperar los niveles previos a la invasión soviética (Rashid 2009, 231). Todas eran cifras bastante bajas si se considera el cálculo del propio Banco Mundial sobre las pérdidas de Afganistán en el periodo de 1978 a 2001, que ascendía a unos 240 000 millones de dólares en infraestructura destruida y oportunidades desaparecidas (Ghani y Lockhart 2008, 75). Sin embargo, en la Conferencia de Tokio de 2002, el monto de ayuda comprometido por los donantes apenas llegó a los 4 500 millones de dólares, incluidos 1 800 millones para el primer año. Pero ni siquiera esas promesas se cumplieron, y sólo en 2002 el déficit fue de 600 millones.
A la insuficiencia financiera se sumó la falta de deslinde entre ayuda humanitaria y reconstrucción económica, lo que determinó que la primera absorbiera la mayor parte de la suma proporcionada. De los 2 900 millones de dólares otorgados hasta finales de 2003, apenas 110 millones se destinaron a proyectos propiamente de reconstrucción. Ningún país había necesitado más construcción que Afganistán en 2001 (Whitlock 2021, 57), pero en proporción a su población resultó el país menos beneficiado por la ayuda internacional, de acuerdo con el estándar propuesto por la Corporación Rand de una inversión mínima de 100 dólares por habitante para estabilizar situaciones de posconflicto. En los casos de Bosnia, Kosovo y Timor Oriental, por ejemplo, la proporción fue de 679, 526 y 233 dólares por habitante, respectivamente, pero en Afganistán apenas llegó a 57 dólares (Rashid 2009, 231, 236).
En el caso particular de Estados Unidos, la enorme influencia de la CIA en la fase inicial de la intervención frustró la posibilidad de orientar la reconstrucción hacia objetivos de más largo alcance para el desarrollo y la buena gobernanza del país, ya que su opinión determinó los proyectos que podían emprender las demás agencias según su contribución a la guerra contra el terrorismo. En junio de 2003, en una comparecencia ante el Comité de Relaciones Internacionales del Congreso, el exembajador Peter Thomsen advirtió sobre los riesgos del desmedido y pernicioso papel de la CIA, al afirmar que la administración Bush necesitaba “recordar que la CIA es una institución que implementa políticas, no que elabora políticas” (Committee on International Relations 2003, 9). La injerencia de la CIA dificultó también los esfuerzos iniciales del gobierno afgano para conseguir cierta autosuficiencia estatal a través de los impuestos e ingresos de aduana, ya que los señores de la guerra utilizaron sus vínculos con ella para resistirse al gobierno central. De un ingreso total estimado en 500 millones de dólares, el gobierno afgano sólo pudo recaudar 80 millones en 2003 (Rashid 2009, 242). Las disputas burocráticas entre agencias gubernamentales, sobre todo entre el Pentágono y la Secretaría de Estado, unidas al profundo desconocimiento de la realidad afgana, impidieron el diseño de una estrategia coherente con objetivos y metas claras (Whitlock 2021, 61, 81).
Cuando el presidente Bush finalmente decidió autorizar un plan para la “aceleración del éxito” en Afganistán en junio de 2003 (Khalilzad 2016), las complicaciones de la guerra en Iraq ensombrecieron su curso por los siguientes cinco años. Según Kinzer (2006, 309), la obsesión con Saddam Hussein fue la causa central que impidió a la administración Bush engancharse en una opción más ambiciosa de state-building en Afganistán. Los números parecen darle la razón. En el periodo 2003-2008, los gastos de Estados Unidos en Afganistán ascendieron a 150.6 miles de millones de dólares, mientras que en Iraq alcanzaron los 589.3 miles de millones, casi el cuádruple. El gasto promedio mensual del primer año de guerra en Iraq fue de 4 417 millones de dólares, casi la totalidad del monto de ayuda prometido a los afganos en la Conferencia de Tokio para los primeros cinco años. En 2008, el gasto promedio mensual alcanzó cerca de 12 000 millones de dólares, cifra parecida a la calculada por el Banco Mundial en 2002 para la reconstrucción de Afganistán (Statista 2018).
No haber aprovechado la oportunidad de impulsar un vigoroso programa de reconstrucción nacional, sobre todo en los primeros tres años en que el país tuvo cierta estabilidad, las expectativas de la población afgana eran muy altas y el talibán parecía no constituir ya una amenaza, fue probablemente el error más grande cometido por Estados Unidos y sus aliados internacionales en Afganistán. Una reconstrucción exitosa habría contribuido a levantar la infraestructura necesaria para reactivar la economía, estimular la inversión, generar empleos y mejorar las condiciones de vida de la población en las ciudades y las zonas rurales. También era indispensable para el éxito del programa de desarme y reinserción de los grupos armados, necesario para debilitar la base del poder de los señores de la guerra. Asimismo, la reconstrucción resultaba esencial para darle al nuevo Estado determinada base de autosuficiencia financiera, sin la cual estaba condenado a ser, como terminó siendo, un ente dependiente del exterior y con pobre legitimidad interna por su incapacidad para asumir las funciones y proveer por sí mismo los servicios públicos básicos. El fracaso de la reconstrucción afectó seriamente los niveles de legitimidad y apropiación local porque tornó más difusos los beneficios tangibles de la intervención y reforzó su desarraigo con las necesidades internas. En un país fraccionado y sin tradición de gobierno central fuerte (Ibrahimi 2019; Whitlock 2021, 64-65), la única posibilidad de éxito del Estado centralista impuesto dependía de su creciente capacidad para proveer beneficios. La ayuda humanitaria y los modestos avances alcanzados gradualmente en algunos ámbitos, como educación, salud y derechos de las mujeres, no bastaron para evitar la frustración en amplios sectores de la población o para justificar la autoridad del Estado en muchas zonas rurales, y tampoco sirvieron para evitar el resurgimiento de la insurgencia talibán después de 2003.7
El repunte de la insurgencia terminó de sumir la reconstrucción en un atolladero, ya que las cuestiones de seguridad acapararon el grueso de la asistencia financiera internacional, sobre todo después de que el talibán lanzara su primera ofensiva en la primavera de 2006. Al concluir el segundo mandato de Bush, la situación de seguridad en la frontera afgano-pakistaní estaba de nueva cuenta seriamente deteriorada. La administración Obama revalorizó la importancia de Afganistán y, a diferencia de su predecesora, dispuso de mayores recursos para preparar su estrategia de salida, pero ese gran esfuerzo quedó diluido por la inseguridad, y poco pudo cambiar el curso de las tendencias anteriores. El gasto de la presencia militar en Afganistán entre 2009 y 2014 ascendió a casi 580 000 millones de dólares, cerca de cuatro veces más que en la era Bush; mientras que la asistencia financiera destinada a Afganistán alcanzó poco más de 74 000 millones de dólares en el mismo periodo (SIGAR 2015, 198-199). Sin embargo, alrededor de 61% de esa ayuda (45 346 millones) estuvo dirigida al sector de la seguridad, y la parte dedicada al desarrollo económico y la gobernanza no sólo fue pequeña, sino que, como en 2001-2003, quedó subordinada a los objetivos de la estrategia militar (Rubin 2020, 198). De esos fondos también salieron los recursos utilizados para pagar los servicios de empresas contratistas estadounidenses, lo que propició el retorno indirecto al país de parte de ese dinero. Asimismo, al suministrar miles de millones de dólares con pobres mecanismos de transparencia y rendición de cuentas, Estados Unidos contribuyó a fortalecer la cultura del despilfarro y la corrupción en Afganistán (SIGAR 2021).
Durante esos años, la economía afgana vivió en el espejismo del crecimiento, con tasas superiores a 9% anual, determinadas por los bajos puntos de partida, el incremento de la ayuda financiera y un sector de servicios inflado por la demanda de los grandes contingentes de personal militar y civil extranjeros radicados en el país. Pero tras la culminación del traspaso de poderes en 2014, la sensible disminución de la ayuda financiera y de la presencia extranjera destrozó esa ilusión y mostró la tremenda dependencia y fragilidad de la economía afgana (Rubin 2020, 201). La ayuda internacional, equivalente a casi 100% del PIB en 2009, cayó a menos de 43% en 2020 y, aun así, las subvenciones continuaban financiando 75% del gasto público. Entre 2015 y 2020, la economía afgana creció a tasas anuales de sólo 2.5%, con un déficit comercial estructural equivalente a 30% del PIB y gastos de seguridad diez veces mayores en comparación con otros países de bajos ingresos (World Bank Group 2021, 4). Asimismo, el peso de las actividades ilícitas, como la producción de opio, el contrabando y la extracción ilegal de minerales, representaba una parte importante de la producción, las exportaciones y el empleo. Con cerca de 50% de la población en pobreza, Afganistán ocupó el puesto 173 de 190 países en la encuesta Doing Business de 2020 (World Bank Group 2020). La pandemia de la covid-19 y la intensificación de los choques armados durante las campañas de primavera-verano de 2020 y 2021 afectaron todavía más la economía y las difíciles condiciones de vida de la población afgana.
Tras 20 años de intervención internacional, la situación del país no logró cambiar lo suficiente para generar confianza en la mayoría de los afganos y darle legitimidad a un rumbo trazado desde el exterior y con poco involucramiento de la propiedad local. Desde el principio, las prioridades de la reconstrucción se fijaron desde fuera. No fue una empresa conjunta ni entre iguales, y el gobierno afgano tuvo muy poca o ninguna capacidad de decisión sobre los proyectos de desarrollo que más requería el país. Las agencias internacionales encargadas de “generar capacidades” actuaron en la práctica como competidoras del gobierno, estableciendo estructuras paralelas y absorbiendo con sus altos salarios a muchos de los mejores empleados públicos. En el plano subnacional y local, los programas para generar capacidades de gobernanza impulsados por esas agencias tuvieron muy poco impacto porque ignoraron el papel de las estructuras tradicionales y repitieron “una colección familiar de ‘teorías de cambio’ que no se ajustaban a las condiciones sobre el terreno” (Brown 2021, 7).
Kabul se convirtió en la vitrina de una promesa de cambio que nunca prosperó en el resto del país. En 2019 más de 60% de los afganos veía mal y con pesimismo la situación del país, más de 70% consideraba la corrupción como su mayor problema cotidiano, y menos de la mitad confiaba en la capacidad de las fuerzas de seguridad para proteger a los civiles (The Asia Foundation 2019, 16). Las bases del state-building estaban profundamente carcomidas y sólo faltaba que Estados Unidos retirara los puntales de sostén para que la presión del talibán provocara la implosión del sistema.
Conclusiones
La intervención de Estados Unidos en Afganistán estuvo orientada por una estrecha visión neorrealista que pretendió combatir el terrorismo de diversas formas, excepto en sus raíces estructurales. La seguridad fue concebida como una variable autónoma desligada de otros factores contextuales concomitantes en la generación de violencia e inestabilidad en los escenarios posconflicto, lo cual llevó a creer que el santuario del terrorismo en Afganistán podía eliminarse con el apoyo interno de los caudillos rivales del talibán y Al Qaeda, y sin el compromiso de involucrarse en una ambiciosa empresa de state-building y de reconstrucción económica del país. Ambos supuestos resultaron erróneos, y sus nefastos efectos marcaron el curso de la transición política afgana, incluso después de que Estados Unidos se viera obligado a aceptar con reservas que la guerra contra el terrorismo requería también una política de state-building.
El resultado paradójico de esa combinación fue el establecimiento de una pseudodemocracia neopatrimonial, patrocinada desde el exterior y controlada por una variopinta élite de señores de la guerra, que falló en todos los ámbitos reconocidos por la propia OCDE como fuentes generadoras de legitimidad interna para lograr un gobierno por consentimiento. La visión del Estado como garante de las reglas democráticas acordadas se vio fuertemente dañada por el clientelismo, la corrupción y la incapacidad para organizar la participación colectiva sobre bases realmente representativas. Su carácter rentista y el fracaso de la reconstrucción económica determinaron el pobre desempeño del Estado como prestador de servicios a la sociedad y marcaron negativamente la percepción de la población acerca de la autoridad, sobre todo en las zonas rurales. El Estado surgido de la intervención también falló en construir un sustento ideológico compartido, ya que no consiguió legitimarse como liberal, pero tampoco pudo recurrir al nacionalismo, por la fuerte presencia extranjera y la dependencia del exterior, o del islam, base de la narrativa política de la oposición talibán.
Por último, la legitimidad internacional conferida al gobierno afgano no jugó de la manera esperada en favor de su legitimidad interna porque los actores foráneos, y en particular Estados Unidos, se comprometieron poco con la reconstrucción del país, impusieron recetas normativas sin raigambre en el terreno, desdeñaron la propiedad local y las estructuras tradicionales de gobernanza y mantuvieron una prolongada ocupación militar que, a la postre, fue vista como responsable y cómplice del corrupto y disfuncional régimen afgano. Por eso no resultó fortuito que el experimento iniciado por la intervención militar de Estados Unidos concluyera dramáticamente con la retirada de sus últimos efectivos del territorio afgano.