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Nueva revista de filología hispánica

versão On-line ISSN 2448-6558versão impressa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.72 no.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2024  Epub 08-Mar-2024

https://doi.org/10.24201/nrfh.v72i1.3933 

Notas

Espacios y mise en abyme en Lucía Miranda (1860) de Eduarda Mansilla: hacia una deconstrucción del mito de la cautiva blanca

Spaces and mise en abyme in Eduarda Mansilla’s Lucía Miranda (1860): towards a deconstruction of the white captive myth

1Ludwig-Maximilians-Universität München e.kruse@lmu.de


Resumen:

El mito de Lucía Miranda se reescribe en la versión de Eduarda Mansilla mediante la incorporación de la alambicada trama en el espacio europeo, ausente en el relato de Ruy Díaz de Guzmán. El análisis del espacio europeo arroja como resultado la primordial función narratológica que cumple Europa como escenario de múltiples mise en abyme, desde cuya perspectiva se resemantizará la trama en el espacio americano. Así, el mito de la cautiva blanca tomará en esta versión considerable distancia de la clásica dicotomía “civilización y barbarie”, para promover de manera favorable los vínculos con la alteridad y para revalorar la imagen del indígena.

Palabras clave: Lucía Miranda; Eduarda Mansilla; espacios de Europa y América; mise en abyme; literatura argentina

Abstract:

In her version of the story, Eduarda Mansilla rewrites the myth of Lucía Miranda by situating the convoluted plot in Europe, a world that is completely absent from the story narrated by Ruy Díaz de Guzmán. An analysis of this new space suggests that Europe plays a role of paramount narrative importance as the setting for multiple mise en abyme. When told from this new perspective, the action originally set in America acquires a new meaning. In Mansilla’s version, the myth of the white captive steers well away from the classic dichotomy of “civilization and barbarism”, promoting the bonds with otherness, and revaluating the image of the indigenous person.

Keywords: Lucía Miranda; Eduarda Mansilla; spaces of Europe and America; mise en abyme; Argentine literature

Introducción*

La narración del rapto de Lucía Miranda, en particular, o de una cautiva blanca, en general, está presente en la literatura rioplatense desde sus albores. Por primera vez, se registra en Los Anales del descubrimiento, población y conquista de las provincias del Río de la Plata (obra posteriormente llamada La Argentina) del mestizo asunceno Ruy Díaz de Guzmán (1986 [1612], pp. 95-101), punto de inicio de una cadena de intertextos, entretejida sobre un supuesto episodio ocurrido en el siglo XVI1, cuyos ecos continúan emergiendo incluso en los autores contemporáneos de la literatura argentina2. Según el relato de Díaz de Guzmán, los conquistadores de la región del Río de la Plata, comandados por Sebastián Gaboto, encontrándose en tierras de indios timbúes, construyeron un fuerte y pactaron una alianza de paz con ellos. Durante algún tiempo, la convivencia fue pacífica y conveniente para todos. Sin embargo, los caciques Mangoré3 y Siripo, movidos principalmente por el deseo de poseer a Lucía Miranda (casada con un conquistador), traicionan a los españoles; luego de asesinar a algunos de ellos, raptan a Lucía, a quien Siripo convierte en su mujer a la fuerza. Su esposo, que había regresado de una trampa preparada por los timbúes para alejarlo del campamento, encontrará a su mujer esclavizada por el cacique. Al final, Siripo martirizará tanto a Lucía como a su esposo.

La cadena intertextual formada a partir de este relato a lo largo de los siglos refleja la calidad de mito fundacional de la historia del rapto de la mujer blanca por parte del indio y su definitiva instalación en el imaginario colectivo. En las circunstancias de la etapa de la postindependencia argentina4, en un entorno de confrontación cultural, el rapto perpetrado por el indio reflejaría su barbarie y justificaría su dominio. Mediante la historia de Lucía Miranda narrada por el asunceno, “los conquistadores definen el espacio americano como propio y al indio como violador de la frontera” (Iglesia 2014, p. 366).

Este mito nacional colaboró, a su vez, en la configuración de la dicotomía cultural “civilización y barbarie” que caracterizaría el pensamiento social argentino desde entonces. Se trata de un “mito de origen” porque pretende explicar el comienzo de la discordia entre indios y conquistadores transformando la guerra de conquista en un enfrentamiento por el amor de una dama española (Lojo 2007a, p. 109). Hanway (2001, p. 115) también afirma que la larga lucha del discurso argentino por definir los términos civilización y barbarie se concentró en esta mujer ficticia, Lucía Miranda, quien se convirtió en ícono cultural a mediados del siglo XIX. Se buscó implantar en el imaginario social “un pasado común susceptible de ser proyectado sobre el presente independentista, que luego la literatura y el arte difunden, animando así la voluntad de un destino colectivo” (Mataix 2013, p. 470). Así, este relato se convirtió en herramienta eficaz, utilizada ampliamente durante los procesos de construcción de la identidad nacional del período de la postindependencia.

Contexto histórico-político: civilización y barbarie

Debemos mencionar ahora qué intelectuales reelaboraron e instrumentalizaron este mito, principalmente en el siglo XIX, movidos por diferentes intereses, como veremos a continuación. La realidad argentina en el período de la postindependencia se caracterizó por la búsqueda de una organización nacional que debía adecuarse a la definición de una identidad nacional predeterminada que guiaría un proyecto de país. Para explicar este fenómeno, haremos uso de conceptos acuñados por Nicolas Shumway en La invención de la Argentina (2002), donde se desarrolla el concepto de ficciones orientadoras, es decir, “creaciones tan artificiales como ficciones literarias, necesarias para dar a los individuos un sentimiento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino común nacional” (p. 15). El estudioso dedica su ensayo a explicar cómo se ideó un proyecto de país -el que finalmente se impuso y el que continúa ejerciendo influencia hasta la actualidad- con base en ciertas ficciones orientadoras, que fue diseñado e impuesto por causa de los intelectuales liberales de la Generación de 18375, quienes mediante la literatura y la política instalaron en el imaginario nacional ideas propias, surgidas de su pensamiento ilustrado y racista.

Entre las principales ficciones, Shumway (p. 152) destaca que esta generación estigmatiza tres componentes de la nación como los grandes enemigos de la civilización: la inmensidad de la “salvaje” tierra americana6, la tradición española7 y la clase humilde (indios, mestizos, gauchos, negros, trabajadores del servicio doméstico y peones del campo). Estos tres componentes representarán para esta generación de liberales la irredimible barbarie, la cual es preciso exterminar y reemplazar: a los indígenas por inmigrantes noreuropeos; a la cultura y la tradición españolas, así como al cristianismo contrarreformista español, por la cultura francófila y una religión ilustrada. Asimismo, hay que dominar la tierra (llamada frecuentemente desierto) y librarla de los indígenas con el intento de exterminio, para convertir el suelo árido en zonas fértiles, productoras de la agroindustria. La puesta en marcha de este proyecto de país, que conformaba un plan sistemático de exclusión sociorracial, se vio “retrasado” por el prolongado gobierno en Buenos Aires, desde 1829 hasta 1852, del caudillo federal Juan Manuel Ortiz de Rosas8, enemigo de los liberales del 37 y de los unitarios, de quienes los integrantes de la Generación eran partidarios. Durante el período rosista, los miembros de la Generación debieron marchar al exilio, desde donde continuaron su propaganda, cuyo fruto quizás más exitoso fue el Facundo (1845), la obra de mayor notoriedad de Domingo F. Sarmiento, en la cual se intenta desprestigiar a Rosas y a sus seguidores federales, así como a los gauchos y la tradición hispánica propia de la nación:

en Facundo civilización es igual a ideas liberales, espíritu europeo, formas constitucionales, imperio de la ley, y que esta civilización está representada por una minoría culta poseedora de la Razón y de la virtud. La barbarie, a su vez, es igual a lo americano, colonial, hispánico…, al mando de los caudillos, apoyados por masas populares ignaras y guiadas más por el instinto que por la razón (Terán 2008, pp. 72-73).

Rosas era el caudillo popular, apoyado por los gauchos, los negros y los indios, con quienes pactó la paz y a quienes integró en la vida nacional como mejor pudo (p. 84). Como hace constar Jonathan Brown, Juan Manuel de Rosas “firmó un pacto con varios caciques indígenas, en el que prometía raciones periódicas de caballos, vacas, yerba, azúcar y tabaco” (Brown 2002, p. 298). Además, fue un continuador de la tradición hispánica, en cuanto a la religión, a las costumbres y a la valoración del mestizaje. Eduarda Mansilla, sobrina del caudillo, perteneció, como su tío, a la élite social y cultural que defendía un proyecto de nación integrador e hispanófilo, opuesto al proyecto de los del 37. Sin embargo, Mansilla coincide con ellos en promover y dar un valor fundamental a la cultura y el arte.

En suma, tras la Independencia, dos modelos de país que entraron en pugna, y que afectaron a la sociedad en todos los aspectos, intentarían definir la identidad nacional y resolver los conflictos internos de modos opuestos. Sin embargo, ambas visiones coinciden en la necesidad de solucionar un grave conflicto que dio en llamarse “el problema del indio”. Tal conflicto tenía lugar en las zonas fronterizas de las regiones habitadas por los criollos y las habitadas por los indígenas -las cuales se transformaban muchas veces en escenario de enfrentamientos en el marco de los malones-, quienes, según Malgesini (2021, p. 685), representaban una seria amenaza: “la mujer podía sufrir el cautiverio y la esclavitud perpetuas: los ataques que emergían de la soledad del desierto tenían como propósito el robo de víveres, de animales y, especialmente, de mujeres y niños”.

La Generación del 37 aprovechó la instalación del antiguo mito de la cautiva, presente en el imaginario argentino, y la experiencia de ataques reales de malones que atemorizaban a la población para lograr sus propósitos sociopolíticos mediante una campaña propagandística maniquea, como se observa en la epopeya paradigmática (y fundacional para la literatura argentina) La cautiva (1837; cf. ed. de 2011), de Esteban Echeverría. El autor presenta en su poema una clara “alegoría política” (Pas 2008, p. 63) de la supuesta irredimible barbarie: diseña una verdadera demonización del pueblo indígena, opuesta diametralmente a la “civilización”, representada de manera maniquea por las figuras blancas, martirizadas a manos de los indígenas. Asimismo, el desierto, verdadero protagonista del poema, posee las peores connotaciones y se asimila a sus habitantes indígenas:

La palabra desierto, más allá de una denominación geográfica o sociopolítica, tiene una particular consecuencia: implica un despojamiento de cultura respecto del espacio y los hombres a los que se refiere. Donde hay desierto, no hay cultura; el Otro que lo habita es visto precisamente como Otro absoluto, hundido en una diferencia intransitable (Sarlo 2007, p. 26).

Por medio de la literatura de ficción y de la ensayística, los discursos y los textos epistolares, los miembros de la generación rezuman desprecio por el indígena y fomentan el rechazo absoluto del mestizaje, que juzgan el peor error de los colonizadores españoles. Por el contrario, consideran admirables los criterios de los colonizadores del Norte de América:

¿En qué se distingue la colonización del Norte de América? En que los anglosajones no admitieron a las razas indígenas, ni como socios, ni como siervos en su constitución social… La colonización española absorbió en su sangre una raza prehistórica servil. ¿Qué le queda a esta América para seguir los destinos prósperos y libres de la otra? Nivelarse; y ya lo hace con las otras razas europeas, corrigiendo la sangre indígena con las ideas modernas (Sarmiento 1900, pp. 415-416).

Como hemos mencionado, Eduarda Mansilla, miembro de la élite criolla, presentará por medio de su novela una visión marcadamente distinta del proyecto de país liberal de la Generación del 37, distanciada del racismo y del antihispanismo, característicos de sus miembros, para presentar el mestizaje9 de manera positiva y como la verdadera esperanza de la nación, con lo cual se inserta “en los debates políticos del período”, a pesar de su condición femenina, con el claro propósito de ofrecer su “visión política de los indios” (Masiello 1997, p. 99). Aun cuando en su obra no se niega el problema del enfrentamiento entre indios y blancos, la autora rechaza el determinismo racial de los liberales y presenta una visión mucho más matizada y positiva de los pueblos indígenas. Sirvan como ejemplo algunas descripciones de los nativos en la “Exposición” de su Lucía Miranda: “En las inmediaciones del fuerte, estaban acampados los indios timbúes, gente humana, cariñosa y de carácter hospitalario; buena para amiga, pero terrible para enemiga” (2007, p. 151)10. Esta cita deja entrever su aprecio por los nativos a la vez que no oculta la posibilidad y la peligrosidad del conflicto.

Así como La cautiva representa una denuncia de los males que aquejan a la región (el indio y su entorno) y El matadero (1870), del mismo Echeverría, ofrece una visión netamente degradada de los gauchos y de los negros, como emblemas de la “barbarie”, en este trabajo, entre otros propósitos, se observa la novela de Lucía Miranda como la apología o, más bien, el anhelo de una Argentina más integradora, donde el indígena también posee los rasgos de humanidad y nobleza que La cautiva de Echeverría le niega. Asimismo, y sobre todo la primera parte de la novela -que se desarrolla en el espacio europeo-, ostenta el valor de la cultura y tradición hispánicas e italianas, ambas denostadas por la Generación del 37 como poco civilizadas. La obra de Mansilla intenta combatir, o al menos matizar, esas “ficciones orientadoras”, instauradas por tal generación.

Otro miembro célebre de la familia Mansilla, Lucio V. Mansilla, autor de Una excursión a los indios ranqueles (1870; ed. S. Sosnowski, 2007), coincidía con su hermana al cuestionar “las excelencias de un proyecto civilizador que implicaría hacer «tabla rasa» de las viejas formas culturales hispanocriollas, y relegar (a favor del inmigrante) a la población nativa (aborigen, afroamericana, mestiza)” (Lojo 2007, p. 17). En este mismo sentido, Noguera afirma que “la voz letrada de Lucio Mansilla se presenta como integradora de lo diverso” (2017, p. 191), y Gamerro (2019) sostiene que el autor también utiliza argumentos contra el genocidio indígena, al reconocer “su humanidad compartida y su derecho a la vida”, y al ofrecer un punto de vista de sus “vicios” y costumbres no como “subversión orgiástica de todas las normas de la sociedad civilizada”, según lo presenta Echeverría en La cautiva, sino “como bufonadas, como obras de perezosos inofensivos” (p. 118). Asimismo, en el plano estético, Echeverría destaca la extrema “fealdad” exterior e interior del indígena, mientras que Una excursión a los indios ranqueles se convierte en el primer viaje de reconocimiento que produce una estetización del paisaje, del indio y de sus costumbres en las pampas (Iglesia 2003, p. 556).

En el primer argumento coincide con su hermana, aunque no en el segundo, ya que Eduarda aporta una perspectiva más seria y trágica del indígena. Además, coincide en la visión estetizante de la figura del indio, como se aprecia en la figura del cacique Marangoré, de quien destaca “la varonil belleza de su semblante” y “la belleza de formas, que hacían de Marangoré un modelo de proporción y regularidad” (p. 323).

Eduarda Mansilla y su lugar en el mundo de la escritura femenina

La versión de Lucía Miranda de Eduarda Mansilla cayó paulatinamente en el olvido durante casi un siglo, tras la muerte de su autora en 189211. Como afirma Néspolo, “El tránsito de Eduarda Mansilla por el purgatorio de las inexplicables ausencias del canon de la literatura argentina se hace tempranamente evidente, si bien su figura comienza a ser rescatada en los últimos años del siglo XX” (2015, p. 11). La circulación de sus textos se reanudó a partir del trabajo de María Rosa Lojo y su equipo, en 2007, quienes se dedicaron a editar y a escribir varios artículos sobre esta y otras obras de Mansilla, e incluso una biografía novelada sobre la autora; se trata de Una mujer de fin de siglo (Lojo 2007b).

Una de las causas de esta ausencia en la historia de la literatura argentina corresponde a la propia decisión de su autora, quien en su testamento prohibió la reedición de sus obras por razones que aún resultan enigmáticas, aunque parece probable que tal decisión responda a un gesto de humildad y desapego mundano12. Otra de las causas, según Mizraje (2007, pp. 16-17), fue el intento de exclusión histórica de las mujeres como escritoras, quienes eran condenadas a la total o parcial invisibilidad. Eduarda Mansilla, por clase y vínculos sociales, no estaba en las peores condiciones; sin embargo, publicó su novela Lucía Miranda bajo el seudónimo masculino de “Daniel”, la cual, no obstante, con el tiempo también caería en el olvido, puesto que “aun avanzado el siglo XIX la literatura escrita por mujeres no deja de provocar una cierta incomodidad en el mundo intelectual, así como una inquietud en los miembros de las familias distinguidas de las que a menudo provienen las escritoras” (Batticuore 2003, p. 593).

Lucía Miranda y los estudios culturales

A causa de su tardío redescubrimiento, en pleno auge de los estudios culturales, la mayoría de las investigaciones críticas sobre Lucía Miranda se ha centrado en la trama americana de la novela, a pesar de que ésta sólo abarca 16 de un total de 55 capítulos (distribuidos entre una exposición y dos partes). La causa radica probablemente en que el espacio y la trama en América ofrecen un campo fértil y vasto para el análisis cultural y de género: la crítica ha insistido en indagar el enfrentamiento con la alteridad por la ambición territorial de los blancos (Hanway 2001), en la posición social de la mujer como figura literaria y como escritora y lectora (Masiello 1997; Rotker 2002; Batticuore 2003, 2005 y 2019), en la tensión entre el universo femenino y el masculino en la obra (Molina 2005), así como en el análisis antropológico del indígena y del blanco en la dinámica interna del mito. Así, pues, el análisis de la trama y del espacio europeo, además de la función narratológica en la novela, permanecen en gran parte inexplorados, como señalan, entre otros, Lojo (2007) y Szurmuk (2010). El espesor narrativo y semántico de la trama europea -contextualizada en el marco de la Europa del emperador Carlos V-, los personajes y sucesos desarrollados en las diversas micro y macroestructuras espaciales en el continente europeo tampoco han sido debidamente estudiados, por lo que pretendemos contribuir en parte a llenar este vacío de la crítica. Sin embargo, vale mencionar el trabajo de Lojo (2016), quien trata algunos aspectos del espacio europeo para relacionarlos con la biografía de la autora13.

Originalidad de Lucía Miranda: la prehistoria de los protagonistas

En la protohistoria de Ruy Díaz (1986, p. 96), se mencionan algunos datos acerca del origen de Lucía Miranda: esposa española de Sebastián Hurtado (naturales de Écija), miembro de la expedición de Sebastián Gaboto en el siglo XVI y fundador del Fuerte del Espíritu Santo, primer establecimiento español en el actual territorio argentino (en la Provincia de Santa Fe). La originalidad de la versión de Eduarda Mansilla reside en la invención de una “prehistoria” de la vida de Lucía Miranda en el Viejo Mundo y en la detallada elaboración de las desventuras de sus padres biológicos y adoptivos, así como de numerosos personajes adyacentes.

En la esmerada introducción de María Rosa Lojo a su edición de Lucía Miranda (2007), la estudiosa hace mención de autores contemporáneos a Mansilla y de algunos muy posteriores que consideran el espacio europeo -parte más abarcadora de la novela- como un factor no sólo desvinculado de la historia fundamental de la narración, sino incluso desvinculante. Sin embargo, Lojo reconoce la función eficaz del largo relato previo al asunto principal, aunque no lo argumenta particularmente, tarea que nos proponemos completar en el presente trabajo:

Esa ramificación de episodios en el tiempo-espacio, la multiplicación de intrigas y subtramas (Molina 2005) en la Primera Parte, que parece caer en la extravagancia, permite empero un procedimiento sofisticado, prácticamente de “narración en abismo”: la anticipación de situaciones cuya estructura se repetirá y espejará en el decurso de la novela. Un fuerte hilo semántico justifica, en otro sentido, la proliferación narrativa hacia el pasado (Lojo 2007, p. 58).

Coincidimos con la apreciación de Lojo, y ante la escasa atención de la crítica al análisis del espacio europeo en esta obra, y ante la consideración de que éste constituye un lastre o error narrativo, según Lichtblau (1959) y Meléndez (1970), para quienes además “la novela se demorará casi inexplicablemente en antecedentes de la historia que se dirían superfluos” (Lojo 2016, p. 25), parece muy necesario emprender este trabajo de revisión. Por su parte, Hanway (2001, p. 124) encuentra natural que Mansilla sitúe la mitad de su novela en Europa, teniendo en cuenta su propia biografía, ya que vivió por largos períodos en ese continente. Consideramos asunto manifiesto que la “anexión” de esta prehistoria que lleva a cabo Mansilla constituye, en principio, un síntoma de la inclinación romántica a los temas históricos, dada por una “poderosa nostalgia del pasado lejano” (Varela Jácome 2008, p. 100). Para Chiquiar Bauer (2011, p. 3), esta anexión responde a un alarde de erudición de la autora con vistas a su legitimación como mujer escritora en una época en la que estaba destinada a la marginalidad a causa de su género. Chiquiar Bauer considera además que para entender la “extensa y demorada primera parte de la novela” hay que considerar la “filiación genealógica Ortiz de Rosas” de la autora y su deseo de exaltar la cultura española (pp. 3-4). Sin embargo, creemos que este argumento resulta incompleto, ya que la sola autolegitimación autoral no lo justifica, ni tampoco satisfaría suponer que Mansilla describe y enaltece el pasado hispánico representándolo mediante nobles figuras ficticias o históricas en su novela, sólo por su pertenencia a una familia de tradición política federal y, por lo tanto, hispanófila (en oposición al ideario unitario, de corte netamente francófilo y antihispánico). Vale aclarar que no excluimos estos factores personales y políticos como causas secundarias, pero no limitamos a ellos la invención de la prehistoria, cuya función y peso narrativo desestiman la posibilidad de reducirla a un servilismo extraliterario o a causas autobiográficas, como sostienen Chiquiar Bauer y Hanway.

Intentaremos demostrar que la incorporación a la novela de este espacio ausente en el mito original y la alambicada trama que se desarrolla en él no constituyen elementos anecdóticos o ideológicos, sino que poseen una función primordial en la estructura narrativa de la novela.

El espacio europeo

Pretendemos determinar si la cohesión entre ambas partes no se limita a referir los antecedentes familiares y personales de Lucía Miranda, como podría parecer en primera instancia, o si efectivamente hay cohesión entre ellas mediante la mise en abyme del mito en el entramado narrativo, que tiene como marco espacio-temporal parte del imperio español del siglo XVI (Nápoles y la Península Ibérica).

El relato europeo se encuentra enmarcado narrativa y geográficamente por el relato americano. La novela se abre in medias res, en el momento en que Sebastián Gaboto, jefe de la expedición del Paraguay y del Río Carcarañá (Santa Fe, Argentina), y algunos de sus hombres retornan a España, dejando un reducido número de soldados para proteger el fuerte español “Sancti Spiritu”, que deberá ser la base para futuras expediciones y conquistas en tierras indígenas. Entre los que permanecen se encuentran Sebastián Hurtado, esposo de Lucía Miranda, y el padre adoptivo de la dama, Nuño de Lara, además de fray Pablo, su padre espiritual. Su marido “con vehemencia le ha rogado” que regrese a España, pero Lucía se niega a dejarlo, a pesar del potencial peligro que estas tierras y sus habitantes podrían significar para una mujer española. El miedo de su esposo y el del mismo Sebastián Gaboto, quien menciona “los inconvenientes de dejar a Lucía en estos desiertos” (p. 151), resultan ser la anticipación épica del final de la novela, en que la pareja morirá a manos del celoso cacique timbú Siripo, enamorado de Lucía. La tragedia tendrá su origen en que, tras la muerte del noble cacique Carripilún14 -quien permaneció siempre fiel al pacto de paz con los españoles-, su hijo Marangoré heredará el cacicazgo. Pero tanto él como su hermano Siripo aman a Lucía. Marangoré luchará en su interior contra esta pasión, pero Siripo, hipócritamente, le alimentará el deseo para que traicione y combata a los españoles, muera en batalla y pueda entonces quedarse con Lucía y el cacicazgo de su hermano.

Inmediatamente después de la partida de Gaboto, comienza la analepsis que nos lleva a Europa, elemento fundamental de la estructuración de esta novela. El círculo se cierra, puesto que el relato europeo, a lo largo de treinta y nueve capítulos, termina con la partida de Lucía y su esposo hacia América, lugar donde ocurrirá la tragedia que se anticipaba al inicio de la novela, con la partida de Gaboto a España.

Los espacios geográficos no sólo son el escenario donde transcurre la historia, sino que poseen en sí mismos la función de contextualización histórica que persigue la autora, quien les concede una carga simbólica, y por ello también semántica, que los delimita y los distingue de los demás, como se ilustra en Cuadro 1:

Cuadro 1 

Murcia Nápoles/ Capri Valladolid América
Mundo familiar Mundo de la belleza Mundo caballeresco Mundo salvaje

Murcia es el lugar donde nace la protagonista, fruto del amor extramatrimonial entre Alfonso de Miranda y la morisca Lucía, quien morirá poco después de dar a luz. La elección del origen morisco de la madre responde posiblemente, entre otras razones, a una intención moralizante de la autora y a una defensa de la virtud de la mujer española como modelo de castidad. Así, no es cristiana vieja quien comete estos actos fuera del matrimonio, sino hija de moriscos, cuyas uniones amorosas se consideraban en el siglo XVI mucho más relajadas que las de los cristianos viejos (cf. Vincent 2021, p. 615). La sangre morisca de la madre desmonta la polarización racial del mito de la cautiva blanca y el indio por el mestizaje de Lucía. El énfasis ya no estará puesto en la oposición blanco-indio como portadores de la virtud o del mal, respectivamente, según constata la historia original o La cautiva de Echeverría, sino en la disposición de la persona para aceptar una educación y una moral cristianas. Lucía, como mestiza, de padre blanco y madre morisca, encarna el ideal de perfección física, moral y social, más allá de su origen racial.

A pesar de la desgraciada y prematura muerte de su madre, Lucía se criará en un entorno rodeado de amor familiar, en casa de sus cuidadores, los ancianos Pablo y Mariana, mientras Alfonso, su padre, se alista en el ejército con el fin de lograr una fortuna para su amada hija. Sin embargo, éste morirá pronto en una batalla en Italia, no sin antes confiar bajo juramento a su amigo y soldado, Nuño de Lara, el cuidado de su Lucía. Por lo tanto, vivirán en Murcia tanto Lucía con los ancianos como también -tras su regreso de Italia- Nuño, quien profesa amor paternal a su hija adoptiva. Otra figura familiar determinante para la crianza de Lucía en Murcia es la de fray Pablo, su padrino, quien la acompañará afectiva, intelectual y espiritualmente en España y en tierras americanas, donde el anciano morirá de forma natural, gozando del respeto y del amor de españoles e indígenas.

Nápoles, ciudad donde Alfonso de Miranda cae en batalla15 y donde Nuño de Lara conoce a Nina Barberini, representa, mediante la figura de ésta y de su paisaje, el mundo de la belleza tanto natural como artística. La dama italiana, comparable en perfección a los ideales grecolatinos, será la mujer de la que se enamore Nuño de Lara y con la que desee criar a su hija adoptiva, Lucía. Este proyecto se torna imposible, ya que, por la peste, Nina enferma y se recluye en un monasterio, mientras que Nuño vuelve a Murcia para criar a Lucía. No sólo el entorno natural napolitano aporta una atmósfera de belleza, sino también los palacios donde habita Nina, que abundan en obras de arte. En la novela se presenta a Nina, la ciudad de Nápoles y la isla de Capri de la siguiente manera: “poseía una de las más bellas fortunas de Nápoles, un nombre ilustre y la más hermosa figura de mujer, que en aquella tierra clásica de la belleza podía verse” (p. 166).

Valladolid es la tierra de Sebastián Hurtado, futuro marido de Lucía y sobrino de fray Pablo. De esta ciudad se nos ofrece el espectáculo del mundo caballeresco presente en los tiempos de Carlos V, cuando muchos nobles, en vida de la reina Juana de Castilla, rechazaban al heredero como monarca de España. Se representa en la novela la entrada del rey en Valladolid, a pesar de los conflictos con las cortes de Aragón y de Castilla. De este modo, la ciudad castellana se vuelve escenario del “espectáculo grandioso del séquito de nobles caballeros”. Asimismo se nos revela que Sebastián Hurtado posee excelentes disposiciones para la batalla, ya que pertenece a un largo linaje de nobles caballeros, notables en la guerra: “sus abuelos fueron todos nobles como quién más y bravos como leones” (p. 248). En la ciudad se disputa acerca de la fidelidad de los nobles al futuro emperador Carlos. En este ambiente caballeresco, Sebastián, más bien movido por el alcohol que bebe con otros nobles en una taberna, promete fidelidad al rey y acompañar al ejército real a Alemania; juramento que lamentará -pues lo habrá de separar por cinco años de Lucía-, pero que, a causa de la palabra de caballero empeñada, decidirá cumplir.

América será el lugar del enfrentamiento con la alteridad, el lugar del peligro, donde perderán la vida numerosos españoles, entre ellos Nuño de Lara, en el fuerte, y, más adelante, Lucía y Sebastián, todos a manos de los indígenas, en el marco de ataques orquestados por los caciques timbúes. En suma, el peligro, la soledad y la violencia pampeanas se identifican con el carácter de sus habitantes nativos; en el otro caso, Nápoles y Capri resultan asimilables al personaje de la extremadamente bella y sabia Nina Barberini, en cuanto a la belleza y el refinamiento estético de los espacios sociales y de los naturales. Nuño, asimismo, tanto en Italia como en España, es modelo de virtud y de belleza, pero, sobre todo, de la austeridad española. Wellek y Warren (1981, p. 265) afirman a este respecto que hay espacios que pueden considerarse expresiones metonímicas o metafóricas del personaje, como es el caso de esta pareja en Nápoles o de los caciques y las pampas.

Puesto que Mansilla pretende escribir una “novela histórica”, según reza el subtítulo, la función básica de estas referencias geográficas es, como estrategia literaria, otorgar un efecto de realidad (Barthes 1968) y cohesión para contribuir a la verosimilitud de la historia (Garrido Gallardo 2009, p. 743). Otras ciudades españolas como Oviedo, Tenerife, Cádiz y Barcelona quedan registradas, pero carecen de la importancia central o de una particular semiotización como las que se han mencionado líneas arriba.

Para Gullón (1980, p. 24) el espacio no es ni previo ni independiente de los personajes; por el contrario, el personaje es quien lo crea, y nos revela, por medio de éste, su carácter. Así, el espacio se vuelve un modo de figuración simbólica e, incluso, muchas veces surge una simbiosis entre el personaje y el espacio (p. 49). Los casos más emblemáticos de este concepto espacial de íntima vinculación entre espacio y espíritu en Lucía Miranda están representados por personajes con estereotipos románticos y con un gran sentido de pertenencia a su tierra: por un lado, los dos caciques timbúes y, por el otro, Nina Barberini y Nuño de Lara. Esta íntima relación entre el espacio y el espíritu humano es una de las características más propias del Romanticismo que Eduarda Mansilla toma como modelo en algunas ocasiones. Ejemplo paradigmático de ello son las palabras del cacique Marangoré, enamorado de Lucía, quien batalla secretamente en su alma contra su pasión adúltera por Lucía, a la cual, en clave, le dirige estas palabras: “Cristiana, pídele al santo, calme las tempestades de la Pampa” (p. 338), en alusión a sus propias pasiones, pero que Lucía no logra comprender, puesto que ignora los sentimientos de Marangoré. En esta metonimia se observa una clara identificación entre el espacio y el espíritu. Sin embargo, Mansilla no lleva tal principio a un extremo determinista, como lo harán los miembros de la Generación de 1837, según consta en la cita de uno de sus miembros más destacados: “En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1.º, el indígena, es decir, el salvaje; 2.º, el europeo, es decir, nosotros, los que hemos nacido en América y hablamos español” (Alberdi 2016, p. 32).

Puesto que las personas y los espacios se influyen mutuamente, observamos por eso mismo la posibilidad de que éstos muten en función de quienes los ocupen. Por ello es importante señalar la metamorfosis espacial: en palabras de Gullón, “un espacio de refugio puede convertirse en un espacio de abyección” (1980, p. 66). Tal es el caso del Fuerte Sancti Spiritu, primer asentamiento español en las pampas, que nace como espacio de refugio, pero que más tarde se transforma en escenario del rapto y de la masacre perpetrada por los indios timbúes contra los españoles, tan pronto como los aborígenes consigan ingresar en él. Así se barbariza el espacio civilizado, aunque Mansilla en su novela rescata a los indígenas de un prejuicioso determinismo racial. En las aproximaciones más modernas, el espacio se detecta y define como producto de relaciones sociales, sobre las cuales a su vez ejerce influencia. El espacio no existe independientemente de los cuerpos, por lo que es cambiante y relativo. Martina Löw (2000) define el espacio como un ordenamiento de bienes sociales (con posible sentido simbólico) que se encuentran en constante movimiento y pueden padecer modificaciones. Así, considera que los espacios son órdenes relacionales entre vivos y objetos, y de este modo puede verse a las personas como espacios o, al menos, como elementos de la construcción espacial. En este ataque al fuerte español, donde el espacio seguro se vuelve trampa mortal, se constata la tesis de Löw.

Lotman (1982, pp. 270-282) sostiene que las oposiciones espaciales crean un modelo preciso de ordenación del mundo, es decir, que lo espacial puede organizar y expresar realidades no espaciales, de modo que genera modelos sociales, morales, religiosos o políticos. En esta misma línea, intentaremos señalar una primera diferencia que se observa entre el espacio americano y el espacio europeo, la cual se advierte en la prevalencia de los espacios interiores/ cerrados en Europa, mientras que, en el espacio americano, la acción se desarrolla predominantemente en los espacios exteriores/ abiertos. En el Cuadro 2 que presentamos a continuación, se circunscribe la propuesta de Lotman acerca de las oposiciones en el espacio; en este caso, mediante la comparación de los espacios abiertos y cerrados de ambos macroespacios (América-Europa) en la novela:

Cuadro 2 

Espacio cerrado (Europa) Espacio abierto (América)
Casa Acogedor/ seguro Desierto Hostil/ peligroso
Ciudad Natal Región del Río de la Plata Ajeno
Patria Cálido Nuevo Mundo Frío
Palacio Civilizado Tribu Bárbaro
Iglesia Cristiano Naturaleza Panteísta
Jardín Dominado Desierto Indómito

Aunque pocos espacios interiores están presentes en la trama americana, éstos siempre acaban siendo permeables por los espacios exteriores (salvajes) y por los personajes (hostiles) presentados como una prolongación de los propios espacios. Consideramos que, detrás de ello, se esconde el preconcepto de que el desenvolvimiento de la vida en espacios interiores corresponde más bien a sociedades con un nivel de desarrollo cultural y social más elevado, mientras que las sociedades más primitivas se desenvuelven sobre todo en el entorno natural. Las actividades de encuentro social, de estudio, de reflexión, que tienen lugar en el universo íntimo, o individual, ilustran un grado de independencia del espacio natural, mientras que éste se asimila a las divinidades y es motivo de temor, como se aprecia en las culturas primitivas de corte panteísta.

Podemos apreciar a partir de este primer acercamiento al contraste espacial que, como afirma Lotman (p. 281), el espacio en las novelas llega a semiotizarse y a convertirse en exponente de relaciones de índole ideológica o psicológica, lo que permite establecer una serie de oposiciones axiológicas que nos revelan la cosmovisión de la autora. No obstante, es preciso aclarar que la perspectiva que nos transmite esta cadena de oposiciones presenta la cosmovisión de Mansilla sólo de manera parcial, ya que, según veremos, al rechazar la idea de determinismo racial, no percibe la realidad social de su tiempo como completamente dicotómica. Por el contrario, aunque exhibe cierta incivilidad y tendencias dionisíacas en los habitantes originarios, las adjudica a sus pasiones indómitas, consecuencia de la falta de cristianización, pero de ningún modo a su naturaleza indígena. Prueba de esta convicción es, por ejemplo, la figura de la india Anté, modelo de virtud. La joven timbú acepta la religión y costumbres cristianas, se casa con un español por amor y cumple con el sueño de una nación mestiza cristiana, semilla de la raza que traerá pacificación y unidad a la nueva nación, según el ideario de la autora. Lucía Miranda propone que la educación y el apostolado son medios de integración y factor civilizador, tal como se presenta en el caso de su ahijada Anté, quien recibe formación religiosa de fray Pablo, se hace bautizar y, mediante las enseñanzas de Lucía, de palabra y de obra, se transforma en una persona ejemplar, integrada al proyecto de la nueva nación:

Lucía, que veía el naciente amor de los dos jóvenes, tomaba especial esmero, en preparar el corazón de la india, al goce íntimo y delicado de los dulces afectos, templando por medio de prédicas, la ardiente fogosidad de su alma de salvaje. Y a medida que el tiempo pasaba, el corazón de la española trasmitía a la joven india una porción de su delicado perfume (p. 318).

La educación que brinda Lucía no se limita a Anté, sino que la española intenta integrar a las demás indias modificando las costumbres que se oponen al ideario hispano-cristiano que ella representa, “insistiendo con las indias, para que, por medio de los presentes que les hacía, cubriesen su desnudez y tratasen de observar en todos sus actos la modestia y la decencia” (p. 316). Asimismo, exhorta a las jóvenes madres y a los padres a no dejarse golpear por sus niños, como se permitía en esa tribu. Luego de la muerte de fray Pablo, Lucía asume “por suya la piadosa tarea de instruir a las sencillas habitantes del desierto, en las sublimes verdades del Cristianismo” (p. 317). A este respecto, Lojo (2007, p. 18) destaca que Eduarda Mansilla y su personaje Lucía Miranda fungen como “mediadoras entre sociedades y culturas”. Es sintomático que la novela termine con Anté y Alejo, la pareja recién casada, es decir, con una familia. Para la autora, los lazos entre hogar y nación son estrechos y desempeñan un papel fundamental, pues la familia estable beneficia tanto a las mujeres como al mismo Estado moderno. Por ello mismo, Masiello (1997, p. 100) afirma que “la antinomia civilización y barbarie puede resolverse en el seno de la familia”.

El espacio de la lectura y Mise en abyme

Hemos de analizar ahora el espacio de la lectura, que aparece como la prolongación del espacio novelesco y que Gullón (1980, p. 43) propone como una categoría espacial en la literatura. Además de ocupar un lugar importante en la formación ética de Lucía, este espacio se nos muestra principalmente como espejo de los grandes ejes temáticos de la novela y de la vida de la protagonista, pues constituye un eslabón más de la mise en abyme que atraviesa toda la obra. Como afirma Batticuore (2005, p. 249), “en las novelas de Mansilla los libros y las lecturas constituyen también una clave para trazar la identidad moral de los personajes y su mundo. Una clave para traducir a través suyo una realidad extraliteraria”. Además, la función de la lectura en la formación de la mujer gozaba de una importancia fundamental tanto para Mansilla como para las demás escritoras de su tiempo, y a menudo se tematiza la oposición entre mujer letrada y mujer analfabeta (Batticuore 2019, p. 111), como se aprecia en Lucía Miranda, donde Mariana, la sencilla madre adoptiva, no entiende la afición de la niña por la lectura, por lo que llega a reprenderla por leer tanto: “«Oye hija mía»…, no parece sino que te has empeñado en gastar tus hermosos ojos, leyendo todo el santo día; pase de día, ¿pero y de noche?” (p. 205). E incluso llega a calificar el libro de “libro hereje”, que pierde el alma de la niña, ya que capta a tal punto su atención que no hace caso de la anciana, con lo que incumple sus deberes de caridad para con ella (p. 206). Esta reflexión de la anciana responde a su condición de mujer iletrada, que Mansilla presenta como errónea, aunque destaque su buena intención natural.

En la novela, las lecturas teológicas de los textos de los Padres de la Iglesia ocupan un lugar privilegiado, pues son parte fundamental de la esmerada formación16 que reciba Lucía, gracias a su mentor, el sacerdote fray Pablo. El conocimiento y la meditación de la teología patrística conforman su firme carácter y su virtud a toda prueba, gracias a los cuales vencerá todos los obstáculos que se le presenten en su penosa vida, incluido el martirio, a causa de no acceder a los deseos del cacique y de resistirse a romper la fidelidad conyugal debida a Sebastián, su esposo.

Sin embargo, la formación que fray Pablo prodiga a su protegida no se limita a la filosofía cristiana, sino que el fraile se esmera en darle a conocer grandes autores y obras de la Antigüedad y de la Edad Media. En consecuencia, también encontramos en el espacio de la lectura obras literarias canónicas, como la Eneida y El mio Cid, que también aportan a la complejidad de la estructura especular de la novela, al desempeñarse como prolepsis del destino de los personajes y del ineludible pathos femenino (véanse Cuadros 3 y 4):

Cuadro 3 

La Eneida
- Amor desdichado, a causa del afán de gloria.
- Muerte de la amante, incinerada (Dido = Lucía).
- Amor hasta la muerte en las llamas (cultura pagana: suicidio/ cultura cristiana: martirio)

Cuadro 4 

Romances del Mio Cid
- Sacrificio y separación de la familia en busca del honor.
- Jimena = Lucía (española ejemplar). Cid = Sebastián (caballero ejemplar).
- Valores caballerescos, afán de aventuras, alejamiento familiar.

El esposo de Lucía, Sebastián, como Eneas y el Cid, también dejará sola a su esposa en busca de aventura y gloria personal, y Dido morirá trágicamente por amor, como Lucía, quien siente una inmediata identificación con la figura de Jimena, en cuanto dichosa enamorada del héroe castellano que sirve a su rey y gana su propia gloria. La esposa del Campeador refleja como en un espejo la vida de Lucía: en cuanto mujer española ejemplar que un día, creyéndose venturosa, bajo la protección de sus seres queridos y con el amor de su esposo, sufre las peripecias que le arrebatan la dicha. Don Nuño, padre adoptivo de Lucía, quien experimentó en carne propia las traiciones del Destino, advierte a su hija del mecanismo trágico de la vida, haciéndole tomar conciencia de que en este mundo no hay dicha estable, sino que la felicidad muda inexorablemente en desgracia:

Lucía, hija mía querida…, Dios te conserve siempre tan dulces ilusiones. Atiende, sin embargo, que aún no has dado fin a la historia de Jimena y Rodrigo; no tardarás mucho, en ver de nuevo aparecer a la desgracia, como compañera inseparable del hombre (p. 214).

La autora, de convicciones cristianas, se decanta, no obstante, por un ideario romántico trágico, según el cual la felicidad sólo ha de alcanzarse tras la muerte, partiendo del presupuesto de que en esta vida sólo es posible anhelarla, y de que la tragedia siempre se impone al final. De este modo, más parece sugerir un concepto pagano del Destino que una benévola Providencia.

Resulta pertinente ahora agregar que, en el espacio de la lectura de Lucía, nos encontramos con una doble mise en abyme: por un lado, la presencia en la novela de dos obras narrativas, la “literatura dentro de la literatura”; por otro, el espejo de Lucía en Dido y Jimena. Al convertirse en realidad posteriormente, las palabras de Nuño funcionan como anticipación épica o prolepsis de la trágica aventura que emprenderán hacia América. Al mismo tiempo, puede percibirse la prolepsis que enmascaradamente conforman estas lecturas literarias: el pathos femenino y los golpes del Destino acarrean la desdicha de las protagonistas.

El cronotopo encuentro-separación y la heterotopía del barco

Bajtín no concibe el espacio separado del tiempo y es por eso que desarrolla su teoría del cronotopo artístico, lugar de entrecruzamiento de ambas categorías. Los cronotopos conforman los centros organizadores de los principales acontecimientos de la novela. Bajtín (1989, p. 400) adjudica al cronotopo una significación figurativa cuando dice que “todos los elementos abstractos de la novela -generalizaciones filosóficas y sociales, ideas, análisis de causas y efectos, etc.- tienden hacia el cronotopo y adquieren cuerpo y vida por mediación del mismo”. En la trama europea, el cronotopo del encuentro-separación articula toda la primera parte de la novela y el final de la segunda, organizando el material narrativo y construyendo numerosos personajes y hechos especulares.

Por lo demás, encontramos numerosas heterotopías en la novela: el convento, el cementerio, el asentamiento colonial, el jardín, entre otras. Pero nos centraremos en la del barco por diversas razones: en primer lugar, porque para Foucault (1984, p. 49) es “la heterotopía por excelencia”, “el espacio sin espacio, con vida propia, cerrado sobre sí mismo y al tiempo, abandonado a la mar infinita”; en segundo lugar, porque el barco aparece en ambas partes de la novela y las vincula; y, por último, porque la heterotopía del barco se relaciona estrechamente con el cronotopo “encuentro-separación” que hemos presentado.

La heterotopía del barco funciona unida también al simbolismo del viaje hacia la muerte: los personajes que se embarcan y navegan por el mar entran en contacto con la muerte propia o ajena, física o interior. Los viajes en barco que se realizan en la novela no tienen retorno, ya sea a causa de la muerte que espera a los viajeros en tierra (Lucía, Sebastián, fray Pablo y Nuño de Lara en América), o en el propio mar, ya sea a causa de la muerte interior. El barco o la barca son el verdadero carro de la muerte, lo que también se constata en el padre de Lucía, Alfonso de Miranda, quien ya no regresará de Italia, o en la figura de Nuño, quien sufre una muerte interior y, más tarde, tras cruzar el mar hacia América, la muerte física. Tal procedimiento sistemático también resulta patente en la figura de Nina Barberini, quien luego de embarcarse a Capri entra al convento tras contagiarse de peste: antes de experimentar la muerte física que le acarrea la enfermedad contraída, muere al mundo, metafóricamente, y por ello también al amor. La isla de Capri se revela así como un referente concreto y a la vez simbólico, ya que anticipa el aislamiento al que deberá someterse la napolitana. Por último, cabe mencionar el caso del pescador Mateo, abuelo de Nina Barberini y padre de María de las Rosas, quien perece en su barca en el mar tormentoso.

Mise en abyme en el espacio europeo: función de la prehistoria

Trataremos de fijar una definición de este recurso tomando como referencia el trabajo de Lucien Dällenbach (1991), dedicado íntegramente al asunto de la mise en abyme. El pionero en denominarlo de tal manera fue André Gide (1948, p. 41) en 1891, quien tomó prestado el término de la heráldica ante la sospecha del hallazgo de una analogía pedagógica.

A partir de la reflexión de Gide, Dällenbach continuó fijando ciertas características como referencia sobre este recurso: 1) es un órgano por el que la obra se vuelve sobre sí misma, la mise en abyme se manifiesta como modalidad reflejo; 2) su propiedad esencial consiste en resaltar la inteligibilidad y la estructura formal de la obra. Luego, propone una definición general: “es mise en abyme todo enclave que guarde relación de similitud con la obra que lo contiene” (1991, p. 16). La definición de Estébanez Calderón también alumbra la esencia y la función de los relatos de mise en abyme: “El relato especular es el relato de un personaje que a su vez forma parte de una historia (macrorrelato), de la que el microrrelato es, en otro nivel, una reproducción parcial o total. Estos relatos intradiegéticos son llamados «relatos de puesta en abismo»” (1996, pp. 364-365). El relato metadiegético de Nina Barberini, por ejemplo, cumple con la “función temática” característica del mismo, es decir, expresa la coincidencia en aspectos temáticos, por analogía o por contraste entre el relato 1º y el 2º, en terminología de Garrido Gallardo (2009, pp. 700-701).

Mise en abyme paratextual

En el espacio europeo, se entreteje la complicada red de espejos, de personajes protagonistas de microrrelatos y relatos metadiegéticos que van a preparar el clímax de la mayor desgracia de la novela: el martirio de Lucía y Sebastián17, cuyos nombres lo vaticinan, y que para Cristina Iglesia (2021, p. 590) sacralizan el lenguaje mítico, elevándolo a exemplum o parábola. Si nos detenemos en el análisis del paratexto que enmarca el primer capítulo, observamos una suerte de mise en abyme prospectiva, el anuncio de esta concatenación de desgracias que hilvanará las partes de la novela: “Díxele: non vos quejedes / Que non sois vos el primero, / Nin seréis el postrimero / Que sufre del mal que avedes” (p. 157). Estos versos del Marqués de Santillana, colocados estratégicamente al inicio de la novela, condensan la esencia de la trama que está a punto de presentarse.

En tanto que Mansilla presenta el padecimiento como inherente a la humanidad, podemos afirmar que esta mise en abyme paratextual constituye uno de los elementos de los que se vale la autora para deconstruir el mito del indio como bárbaro al relativizar su imagen de raptor despiadado, de único causante de las desdichas de los conquistadores. Así, por ejemplo, los caciques, Siripo y Marangoré, serán sólo un eslabón más en la cadena de desgracias que arrastran tanto Lucía como sus antepasados, amigos y familiares. La virtud o el vicio no son, para Mansilla, características privativas de una raza18, sino el resultado del libre albedrío, y éstos actúan a la vez como hilos de los que se vale el fatum para tejer los destinos y cumplir sus designios.

La trama europea nos ofrece un claro ejemplo de la presencia del vicio en las personas más allá de su origen racial e, incluso, de su religión: cuando se inserta el relato de la vida de fray Pablo, se nos narra la envidia y la calumnia que padeció en su convento de origen, cuyos compañeros clérigos llegaron a denunciarlo ante la Inquisición, movidos por los celos de la protección de la que gozaba el joven fraile, al cual se le permitía dedicarse por entero al estudio de los clásicos griegos, de quienes, por lo demás, la autora hace verdadera apología. El mecenas de fray Pablo, el virtuoso fray Ambrosio, tilda a los monjes acusadores de sepulcros blanqueados y les adjudica un acentuado fariseísmo.

Por el contrario, mediante la figura de la indígena Anté, quien abraza la fe cristiana y muestra un cúmulo de virtudes, Mansilla deja en claro que la fuente de la bondad no reside en la raza blanca o en una geografía menos indómita, sino que el indígena, al igual que el europeo, tiene la libertad de abrazar el bien, representado en el entorno de Mansilla por los valores del cristianismo. En cambio, para sus coetáneos de la Generación de 1837, como Domingo Sarmiento o Esteban Echeverría, el mal en el indio es irredimible, porque hunde sus raíces en una raza condenada a la barbarie. Mansilla intenta, deconstruyendo este prejuicio, establecer una nueva imagen del aborigen con el propósito de integrarlo a la nación de Argentina, en proceso de formación durante la primera mitad del siglo XIX.

El motivo del amor desdichado

Ya hemos mencionado que en Europa tienen lugar acciones que reflejarán la trama americana a manera de una mise en abyme prospectiva. A continuación, analizaremos, desde el clásico motivo del amor desdichado, la multiplicidad de características, personajes y situaciones que constatan nuestra tesis, además de otras relaciones especulares que definen la trama europea.

El motivo del amor desdichado se multiplica por medio de prácticamente todos los personajes de la novela. Sin embargo, ahora nos centraremos en los de la trama europea. Como afirmábamos líneas arriba, más que la Providencia cristiana, en la novela parecería reinar la omnipotencia de un fatum inquebrantable, por el cual casi nadie escapa de la desdicha amorosa. Este motivo entrelaza a los personajes reflejados en múltiples espejos e hilvana una verdadera mise en abyme prospectiva. Recurriendo nuevamente al análisis paratextual, esta idea se ve reforzada en los versos de Herrera, citados al principio del capítulo 7: “Si pudiese perderse la esperanza, / ¡oh cuán breve sería el ciego engaño / que nace de amorosa confianza!” (p. 174).

Lucía, la morisca, madre de la protagonista, siendo apenas una joven muere tras parir a una niña, y deja en el mayor dolor a su amante, Alfonso de Miranda, padre de la niña. Este noble hidalgo, valiente soldado de campañas militares en Nápoles, se reflejará en su mejor amigo, Nuño de Lara, quien también perderá a su amada (Nina Barberini) a causa de la enfermedad y, a su vez, asumirá el papel de padre de la niña huérfana al aceptar el ruego del agonizante Alfonso. Por último, las circunstancias en que los dos amigos mueren serán semejantes, ya que ambos caerán en enfrentamientos armados con sus enemigos. Otra semejanza es que, tras la muerte de sus amadas, los dos personajes adoptan un carácter triste y melancólico, y se consagran a la paternidad. En el Cuadro 5 representamos esquemáticamente, con vistas a aportar mayor claridad, las concomitancias entre Alfonso y Nuño, “personajes espejo” (con leves diferencias):

Cuadro 5 

Alfonso de Miranda Nuño de Lara
Experiencia amorosa Amor ilícito (Lucía) Amor lícito (Nina)
Tragedia amorosa Muerte de la amada por enfermedad
Carácter Sombrío
Paternidad Biológica Adoptiva
Ocupación/ nivel social Militar/ hidalgo
Muerte Enfrentamiento con enemigos
Lugar de muerte El extranjero (Italia) El extranjero (América)

Entre los personajes femeninos y el tema de la maternidad (biológica o espiritual) también puede detectarse una cadena de espejos, como se observa en los Cuadros 6 y 7 que se explican a continuación. Todas las figuras femeninas asumen un papel materno, con o sin vínculo biológico.

Cuadro 6 

Relato extradiegético de narrador heterodiegético
Lucía (I) Madre biológica
Lucía (II) Madre espiritual
Lucía (III) Ahijada de Lucía II
Anté Ahijada de Lucía II
Mariana Madre espiritual

Cuadro 7 

Relato intradiegético de narradora homodiegética (Nina Barberini)
Nina Madre espiritual
Marta Madre biológica
María Rosa Madre biológica
Giulia Madre espiritual/ biológica

En el relato extradiegético (Cuadro 6), encontramos a tres figuras con el mismo nombre: Lucía (I), la morisca, amante de Alfonso de Miranda y madre biológica de Lucía (II) Miranda, la protagonista, elegida en Murcia como madrina de una niña llamada Lucía (III) en su honor. En América, Lucía (II) se hace madrina nuevamente, esta vez de la india Anté, a quien educa y catequiza. La india Anté, por su parte, como recién casada, es promesa de una maternidad fundante y estable de la nueva nación, y se eleva a categoría de símbolo de la prole mestiza que ha de poblar las pampas en paz, por medio de su boda con Alejo y de su escape final al desierto, tras el martirio de Lucía y Sebastián. Por lo que toca a Mariana, la mujer a quien Alfonso de Miranda confía su hija antes de partir a la guerra, se vuelve la madre de crianza de Lucía, y establece con ella una verdadera maternidad espiritual.

En el Cuadro 7, correspondiente al relato intradiegético de Nina Barberini, también se destaca la maternidad en todas las figuras femeninas. La propia Nina Barberini, quien antes de caer enferma de peste deseaba ser madre adoptiva de Lucía Miranda, se hace madre espiritual de la niña tras su fallida boda con Nuño de Lara, pero a la distancia, a causa de la peste y de su posterior encierro conventual. La napolitana, adoptando el papel de madre, envía dinero a Lucía Miranda como dote para una futura boda. Cuando se nos presenta la genealogía de Nina, aparece también esta cadena de madres que mueren pronto y de madres espirituales. Marta, madre de María Rosa y abuela materna de Nina Barberini, se ocupa de criar a Nina en un primer momento, puesto que María Rosa muere pronto luego de dar a luz. Sin embargo, Marta también fallece de manera prematura, por lo que la acaudalada abuela paterna de Nina, Giulia, será quien adopte a Nina y la instituya su única heredera.

La paternidad extramatrimonial

Otro binomio de personajes especulares se nos presenta por medio de las figuras de dos padres, que lo han sido como resultado de sus amores ilícitos. Ambos mueren al poco tiempo de tener a sus hijas: Giulio, padre de Nina -especie de don Juan- y Alfonso, sincero enamorado de la madre de Lucía. Ambos personajes están unidos por factores comunes, la paternidad fuera de la ley del matrimonio y la muerte prematura. Sin embargo, la grandeza moral de uno contrasta con la bajeza del otro, ya que la autora deja sospechar el abuso sexual de Giulio, fácilmente perpetrado a causa del desvarío mental de María Rosa, la seducida. Podría decirse que son personajes especulares por analogía y por oposición. A su vez, Giulio puede considerarse espejo lejano de los caciques que también intentan aprovecharse de la inocencia de una mujer, en este caso de Lucía, para satisfacer sus deseos carnales, como lo hizo Giulio con María Rosa.

Los cuatro personajes que viven un amor ilícito mueren poco después, y los frutos de esas relaciones, Lucía Miranda y Nina Barberini, muy cercanas a las imágenes de santos por sus amores castos y elevada perfección moral, también mueren despiadadamente, y con ellas, la dicha amorosa alcanzada.

Lucía (I) + Alfonso → Lucía Miranda (muere martirizada). María Rosa + Giulio → Nina Barberini (muere de peste).

El destino se encarniza con estos personajes a la manera de una maldición familiar típica de tragedia griega, aunque más allá de los lazos sanguíneos, ya que casi todos comparten la misma suerte sin tener, en muchos de los casos, vínculos biológicos. Tales tragedias también podrían interpretarse como fruto de un afán moralizante de la autora, a la luz de las rigurosas leyes veterotestamentarias que condenan a la desdicha a todo “hijo de uniones ilegítimas”, como se afirma en Sab 4:3-619. La voz narradora se refiere a Lucía, la morisca, como a una delincuente por haber huido del hogar paterno sin estar casada para convivir con Alfonso de Miranda. Sin embargo, presenta su pecado con misericordia, justificándolo en parte, a causa de la impetuosidad de la joven:

La joven a su vez amó a don Alfonso, con el afecto impetuoso y ardiente, con que aman las almas apasionadas… La hermosa Lucía se abandonó sin reparo a los trasportes de aquel amor; huyó de la casa paterna en pos de su amante, el cual, viéndose dueño de la que tanto amaba, no advirtió imprudentemente, que precipitaba en el más escabroso de los senderos, al tierno objeto de sus amores. Por último, y como prueba del perdón, que el Cielo ofrecía a la delincuente, Lucía murió a los diecinueve años, después de dar a luz una niña, tan bella como su desgraciada madre (p. 159).

No se refiere la causa por la cual no llegaron a casarse, ya que el relato afirma que don Alfonso también estaba enamorado. A más de la cita precedente, sirva esta otra de muestra: “A los veintiocho años, había conocido en Murcia a una joven de origen morisco, hija de padres artesanos, que desde el primer momento se hizo dueña de su corazón” (id.). Es probable que éste fuera el caso de una relación de desigualdad, como da en describir Matthews Grieco en su estudio sobre “El cuerpo, apariencia y sexualidad” (2021), en el que una mujer, generalmente al final de su adolescencia, cuando resultaba más fácil de seducir, como la morisca, comenzaba una relación con un hombre al menos diez años mayor, como don Alfonso: se trataba de “amantes o concubinos de larga data”, que se comprometían a “hacerse cargo” del hijo de la muchacha, tal como lo hizo don Alfonso. Mansilla debía de tener conocimiento de esta clase de relaciones en el pasado, y de que, según observa Matthews Grieco, “para las mujeres, las consecuencias de una aventura ilícita solían ser desastrosas” (p. 114), por lo que en la novela queda registrado ese “escabroso sendero” al que don Alfonso, por no casarse con ella, la precipitaba.

Dos matrimonios de avanzada edad conforman otros binomios especulares: los padres de Nina Barberini y los padres de crianza de Lucía Miranda en Murcia. Ambas parejas coinciden en diferentes aspectos: nobleza moral, sufrimiento por la esterilidad, vínculo con protagonistas femeninas del macrorrelato (Lucía Miranda) y del microrrelato (María Rosa). Para mayor claridad, véase esquematizado en el Cuadro 8:

Cuadro 8 

Marta y Mateo (Italia) Mariana y Pablo (España)
Humilde condición socioeconómica
Sufrimiento por esterilidad
Tardía paternidad (biológica) de una niña Tardía paternidad (adoptiva) de una niña
Viudez de la esposa
Acogida de un varón (Pietro) Acogida de un varón (Sebastián)

Estos matrimonios de condición humilde no podrán tener hijos hasta muy avanzada edad; en ambos casos, el hombre morirá y ambas familias acogerán a un joven como a otro hijo: Sebastián, en Murcia, y Pietro, amigo de la infancia de Nina Barberini, en Capri.

Lojo (2007, p. 59) detecta una relación especular entre madre e hija, María Rosa y su hija Nina, o sea, la del cautiverio común: Nina en el convento y María Rosa en un cautiverio metafórico, la locura. En la cadena de mujeres desgraciadas, este cautiverio anticiparía entonces el de Lucía Miranda en el Nuevo Mundo.

El arte y la Mise en abyme

Otro espejo que encontramos en la trama europea se vincula con el arte. Nos referimos concretamente al jardín de Nina Barberini en su palacio de Capri. Allí se encuentra la escultura de Diana cazadora hiriendo a Acteón, escena en que la diosa, celosa de su castidad, llena de ira por sorprender al discípulo del centauro Quirón espiándola con lasciva curiosidad durante uno de sus baños, lo convierte en ciervo para que sus propios perros lo devoren. En la novela, se afirma expresamente que para la creación de esa escultura de Diana “la misma Nina había servido de modelo” (p. 171).

El mito de Diana es un espejo del destino de castidad que aguarda a Nina, quien, aunque viuda, se mantiene virgen (su anciano marido se había casado con ella sólo para favorecerla económicamente); y así permanecerá hasta su muerte, recluida en un convento. El jardín, que tan detalladamente se describe, y símbolo de su virginidad (Cocagnac 1994, p. 94), quedará sellado y resguardado para siempre. La estatua de Diana, espejo anticipatorio de Nina, adquiere así un trágico simbolismo, ya que es Nina quien también decide conservar su virginidad perpetuamente, pero como fruto de un amor en grado heroico hacia Nuño de Lara, su otrora prometido, a quien no quiere contagiar de peste. Por amor a él, Nina se entierra viva en un convento, desde donde hará el bien hasta su muerte.

Hay que destacar además que la propia Diana es un espejo de Nina. Cuando Nuño, un día cercano a la boda, se disponía a visitar a su prometida, se le prohíbe la entrada a causa de una indisposición de Nina, situación que se prolongará indefinidamente, puesto que Nina ha contraído la peste. Al borde de la desesperación, tras la espera de verla o de recibir noticias de ella -a quien ya no verá más-, Nuño recibe de manos de Pietro (fiel amigo de Nina) la última carta de su enamorada, precisamente frente a la estatua de Diana:

Pietro, enseñándole un semblante alterado por las lágrimas, le respondió, poniéndose de pie: “No, don Nuño, hoy tampoco la veréis, pero seguidme”. Hízole entrar, le convidó a que se sentara frente a la estatua de Diana, y entregándole allí una carta, le dijo con acento conmovido: “¡Valor, amigo, valor!” (p. 198).

En la carta de despedida, Nina menciona a su madre como su alter ego (un espejo) en la desgracia: “Nina y María Rosa son ya una misma, la fatalidad confundió nuestras almas. Vuelvo a la esencia que me dio vida; nací de la amargura y hoy la apuro en todo su rigor”. La misma Nina señala en su carta que la estatua es como un retrato de sí misma, en donde se conserva aún la huella de su belleza, ahora ajada por la peste: “Mira ese frío mármol, contempla la inmóvil rigidez de esa figura sin vida; he ahí tan sólo lo que resta en el mundo de la que fue antes tan bella, tan amada” (p. 200).

En esta cadena de interpretación analógica, resulta admisible relacionar a Nuño con Acteón, personajes especulares en cuanto semejantes y opuestos a la vez (al igual que los ya mencionados, Giulio y Alfonso). Ambos serán “castigados” por su osadía de haber deseado con lascivia a Diana, en el caso de Acteón, y con pureza de amor conyugal a Nina, en el de Nuño. Pero el deseo de poseer a estas figuras femeninas casi sublimes parecería que debe ser castigado por el inexorable fatum.

Ya se mencionaba más arriba que en la mise en abyme un microrrelato contiene el macrorrelato en su parte esencial. En boca de uno de los personajes, se confirma nuestra hipótesis, ya que Nuño de Lara ve en el amor de Lucía y Sebastián, como en un espejo, su antiguo amor con Nina: “prometiéndose desde entonces, amparar a Sebastián, no abandonarle jamás y velar aquel naciente cariño como reflejo de aquel, que en otros días, fue la vida de su vida”. Y como anticipación épica, ante la contemplación de tan grande amor, mirándose como en un espejo, exclamará también Nuño, lleno de temor: “¿Serán dichosos? ¡Se aman! ¡Ay! Desgraciados si se aman demasiado, pues celoso el Cielo de tan perfecta dicha, les arrebatará su tesoro, o les preparará quizá el más cruel martirio” (p. 269). Nuevamente, el fatum parece dominar la vida de los hombres que conforman esta cadena de espejos, condenados al sufrimiento.

Conclusiones

Hemos constatado que el espacio europeo posee enorme relevancia por ser el escenario de la mise en abyme, elegida por Mansilla como técnica narrativa fundamental, no sólo para cohesionar los espacios y las partes de la novela, sino también para proponer un nuevo referente del mito. Así ha quedado de manifiesto que la función de esta traslocación mítica al espacio europeo se realiza en pos de la resemantización de este mito fundacional argentino. Es sintomático que Mansilla, en la reconstrucción genealógica de Lucía Miranda, por ejemplo, le atribuya por vía materna orígenes moriscos, de modo que la posterior dicotomía blanca (civilización)-indio (barbarie) en parte se neutraliza por la condición de mestiza de la propia Lucía.

Se ha demostrado asimismo que Mansilla crea un nuevo referente para la recepción de este mito: el pathos femenino y el fatum, elementos vertebradores de la novela y causantes de una nueva forma de percepción y de acercamiento a la alteridad, representada por el indio en la sociedad criolla del siglo XIX. Podemos afirmar que Mansilla “deconstruye” el mito del rapto de la cautiva, disolviendo en parte la dicotomía civilización y barbarie, otorgando al indígena características morales que connotan nobleza espiritual, incluso antes de abrazar el cristianismo, siguiendo la voz de la ley natural, como se constata en numerosos personajes del espacio americano, como el virtuoso cacique Carripilún y el propio Marangoré, quien más tarde, sin embargo, tras una enorme batalla moral interior, sucumbirá a la tentación sembrada por su hermano Siripo. Así, pues, a la luz del análisis de la trama europea, la virtud no tiene sino sede en la libertad humana, independientemente de geografías, razas y culturas. De esta manera, se aligera la carga moral de los caciques que cometen sus crímenes, no por ser bárbaros a causa de su naturaleza, sino por ser presas de sus pasiones y por haber triunfado en ellos -tras largas psicomaquias- la debilidad de la concupiscencia sobre la razón, y quizás también por ser instrumentos del fatum, que parece ejercer un poder inmenso en estas figuras.

La autora intenta reivindicar la acuñada imagen del indio bárbaro por medio de la universalización de las pasiones y de la concepción romántica de la tragicidad intrínseca del amor, lo que logra gracias a la anexión del pre-texto en el espacio europeo. Así, la historia de Lucía y Sebastián deja de ser principalmente la de las víctimas del enfrentamiento con la barbarie, para convertirse en un eslabón más de la cadena de infortunios diseñada por el fatum, del que el hombre no puede escapar en este mundo, como se afirma en numerosas oportunidades a lo largo de la trama europea.

Eduarda Mansilla nos está brindando su imagen y su proyecto de mundo, según el cual el mestizaje y la cristianización de los pueblos originarios asegurarán el fin del enfrentamiento y del concepto negativo de alteridad. La autora se propone asimismo reivindicar y destacar la faceta “civilizadora” y evangelizadora de España, que había sido oscurecida por los ataques de numerosos intelectuales argentinos francófilos que insistían en la inutilidad de la evangelización endilgando a indios y a gauchos una irredimible barbarie, y atribuyendo a la tradición hispánica un esencial oscurantismo, y al mestizaje, la culpa de las desgracias de la nación, como lo afirma Sarmiento en su polémico ensayo Conflicto y armonías de las razas en América (1900), donde sostiene que el mestizaje es el principal responsable de la violencia y de las degeneraciones morales y físicas de América (p. 263).

La versión de Mansilla ostenta, además de un notable valor literario, el mérito sociocultural de aspirar a ser semilla de reconciliación entre blancos e indígenas. Con este propósito, el mito nacional se convierte en inspiración para concebir una novela de tema universal en la que las diferencias entre los hombres se diluyan, para acercarnos a los hondos misterios que preocupan desde siempre al individuo: el dolor, las pasiones, el amor y la muerte.

Por último, podemos afirmar que la novela ofrece una respuesta al modelo literario y sociológico de La cautiva de Echeverría: ambas obras culminan con una pareja según el modelo de nación que se persigue. María y Brian, representantes de la estética y la cultura franco-inglesa, muertos a causa del encuentro con el desierto y sus indios, simbolizan la incompatibilidad de los dos mundos y la consecuente necesidad de dominar a sus habitantes y sus destructivas tierras.

Por el contrario, en la novela de Mansilla, la india conversa Anté y el español Alejo representan la expectativa cultural de unidad e integración de la autora, quien propone la evangelización y el mestizaje como medio de pacificación y de esperanza, y el desierto como cobijo para esta nueva nación de la postindependencia. Así culmina su novela, con la escena de la pareja escapando a las pampas, tras contemplar, impotentes, la hoguera que consume los cuerpos de Lucía y Sebastián a manos del cacique Siripo: “A la luz viva del bosque que se enciende, vese un hombre que lleva en brazos una mujer desmayada. ¿A dónde irán? ¿Dónde hallarán un abrigo para su amor? ¡La Pampa entera les brinda su inmensidad!” (p. 359). Con tal desenlace, la autora renueva los referentes del indígena y del desierto; sin negar el conflicto con la alteridad ni los peligros implícitos del territorio, afirma la posibilidad de la integración y de la pacífica vida que la Pampa puede ofrecer a los habitantes de la nueva nación.

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20* Este trabajo se realizó en el marco de una estancia de investigación posdoctoral sobre literatura argentina de los siglos XVII-XIX, financiada por la Cátedra de Altos Estudios del Español de la Universidad de Salamanca.

1El número de mujeres que asistían a las primeras expediciones de exploración era muy escaso, a causa de la peligrosidad de tales hazañas; más bien, donde estuvieron presentes, fue en los procesos de asentamiento (Salas 2021, p. 563); por ello se duda de la autenticidad histórica del relato, aunque la discusión al respecto permanece vigente.

2He ahí, por ejemplo, Hugo Wast, Lucía Miranda (1929); César Aira, Ema, la cautiva (1978); Jorge Luis Borges, “Historia del guerrero y la cautiva” (El Aleph, 1949) y “El cautivo” (El Hacedor, 1960); Juan José Saer, El entenado (1983); Guillermo Saccomanno, La lengua del malón (1990); Amadeo Soler, Lucía Miranda: a la luz de los versos de Celestina Funes (1992), entre otros.

3En la versión de Eduarda Mansilla, el cacique se llama Marangoré.

4La Declaración de Independencia argentina tuvo lugar en 1816.

5Juan B. Alberdi, Miguel Cané (padre), Esteban Echeverría, Juan M. Gutiérrez, Vicente F. López, José Mármol y Domingo F. Sarmiento.

6“El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes… Al sur y al norte, acéchanla los salvajes que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones” (Sarmiento 2009, pp. 57-58).

7“Nulas, pues, la ciencia y la literatura españolas, debemos nosotros divorciarnos completamente de ellas, emanciparnos a este respecto de las tradiciones peninsulares, como supimos hacerlo en política cuando nos proclamamos libres. Quedamos aún ligados por el vínculo fuerte y estrecho del idioma; pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa. Para esto es necesario que nos familiaricemos con los idiomas extranjeros, y que hagamos constante estudio de aclimatar al nuestro cuanto en aquellos se produzca de bueno, interesante y bello” (Gutiérrez 1940, p. 257).

8En rigor, Rosas fue Gobernador de Buenos Aires entre 1829 y 1832, y de 1835 a 1852.

9Vale aclarar que el mestizaje fomentado, y ampliamente aceptado, era exclusivamente el de la unión entre hombre blanco y mujer indígena o negra, como se presenta en esta obra con la india Anté y el español Alejo. En cuanto a la mujer española, “voluntariamente no se mezcló con el indio porque ello suponía su desprestigio social y el desprestigio de sus hijos, que saltaban hacia atrás en la escala de valores de aquella sociedad naciente” (Salas 2021, p. 572).

10En adelante, se prescinde del año de edición después de cada cita, pero se anota el número de página, o de páginas, donde el pasaje transcrito figure, salvo si este dato también queda sobreentendido, en cuyo caso no se ofrecerá ninguna información.

11La primera edición de la novela se publicó en folletines del periódico La Tribuna, en 1860, ejemplares conservados en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de Argentina. La segunda edición, de 1882, se publicó en la imprenta de Juan Alsina, y la tercera, de 1933, en la editorial de J.C. Rovira (Lojo 2007, p. 89). La edición actual, de 2007, que por lo demás es la que utilizamos en el presente trabajo, corresponde a M.R. Lojo y su equipo de trabajo.

12Eduarda Mansilla pidió expresamente en su testamento que no se publicaran avisos fúnebres, que no se invitara a familiares y amigos, y que no se realizaran misas, excepto una sola en cualquier iglesia (Guidotti 2015, p. 23). Todas estas solicitudes, incluida la de que sus obras dejaran de publicarse, podrían ser indicio del mencionado acto de humildad.

13El artículo de Lojo se centra en dos tesis, a saber, que Mansilla elige el espacio de Nápoles en homenaje a un intelectual napolitano cercano al gobierno de Rosas, Pedro de Angelis, y que hay vinculación intertextual entre I promessi sposi, de Manzoni, y Lucía Miranda, ya que la autora admiraba profundamente a este escritor.

14Este cacique no se menciona en la versión de Ruy Díaz de Guzmán.

15El marco histórico evocado son las guerras entre franceses y españoles por el reino de Nápoles después de 1500.

16 M.R. Lojo (2007, p. 65) considera que Lucía Miranda es una novela de formación femenina.

17Ambos cónyuges llevan nombres de mártires y padecerán el mismo martirio: Sebastián Hurtado, como su santo patrono, muere atravesado por una nube de flechas, y Lucía Miranda, también como su santa patrona, es condenada a la hoguera, aunque la santa milagrosamente sobrevivió a este martirio y murió después de una puñalada en la garganta, según la Leyenda dorada (Vorágine 2011, t. 1, pp. 45-46).

18El mismo concepto se transmite en el drama de esclavos Atar-Gull (1857; puede verse en Orígenes del teatro argentino, 1926) de su hermano Lucio Mansilla, donde tanto negros como blancos son sujetos de notable virtud y de profunda crueldad, según su libre albedrío.

19“Pero la raza de los impíos, aunque multiplicada, de nada servirá; no echarán hondas raíces los pimpollos bastardos, ni tendrán una estable consistencia. Que si por algún tiempo brotan sus ramas, como no están firmes serán sacudidos por el viento, y desarraigados por la violencia del huracán. Con lo que serán desgajadas sus ramas antes de acabar de formarse; inútiles y de áspero gusto son sus frutos, y para nada buenos. Porque los hijos nacidos de uniones ilegítimas, al preguntárseles de quién son, vienen a ser testigos que deponen contra la maldad de sus padres”.

Recibido: 23 de Septiembre de 2020; Aprobado: 09 de Febrero de 2022

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