Introducción
La Historia de los libros populares, de Charles Nisard, con sus primeros capítulos dedicados a los almanaques, apareció en 1854,1 y Los almanaques franceses, de John Grand-Carteret, en 1896. Sin embargo, en nuestros días, la historia de los almanaques se ha vuelto más bien una rareza. La escasa bibliografía sobre el tema en las últimas décadas casi nunca deja de decirlo:2 los almanaques son objetos, además de extraños, olvidados. En la larga pero discontinua tradición de los estudios sobre ese tipo de publicaciones, lo habitual fue ubicarlos en el gran campo, tan diverso, de la prensa periódica. Recientemente, otras investigaciones se propusieron cuestiones más específicas que, sin embargo, buscaban abrir la exploración de amplios temas: los almanaques y los pronósticos, los almanaques y la farmacia, los almanaques y el tiempo.
Los periódicos, cualquiera sea la periodicidad, son en general efímeros. Participan en distintos grados de la condición extrema de los ephemera, como en las bibliotecas se llamó a los impresos que no duran: tarjetas, catálogos, afiches. Pero los almanaques fueron periódicos destinados a perdurar: por lo menos, y nada menos, que un año. Y fueron publicaciones que llegaron a ser libros. A esa ambigua condición, entre las duraciones y los prestigios tan diferentes de la cultura libresca y de la prensa periódica, los almanaques agregan una historia compleja y difícil de entender. Estos impresos, surgidos en Europa desde finales del siglo XV, llegaron a alcanzar su desarrollo entrado el XIX. Al igual que la serie de los semanarios satíricos, tuvieron una vida paralela al “diarismo” decimonónico, el mainstream de la revolución de los periódicos, con sus noticias y avisos. Durante la primera mitad del siglo XX cursaron su declive3 y dejaron de ser lo que habían sido durante tanto tiempo:
El almanaque, la verdadera Biblia de la humanidad; el almanaque, el libro multiforme, que ha adoptado todos los aspectos, tomado todos los formatos, unas veces instrumento de propaganda y divulgación, otras veces pequeña joya de lujo; aquí, para el uso de la población campesina, allí, para los abades galantes y las coquetas marquesas; el almanaque, recopilación de predicciones, cuentos, tonterías, incoherencias e historias atrevidas; el almanaque, selección de poesías galantes, con títulos embellecidos coquetamente enguirnaldados; el almanaque, que por mucho tiempo fue el libro de cabecera de los refinados y los letrados; el almanaque, que se habría podido llamar, con razón, el único libro en el que pudieron deletrear las gentes que no saben leer; el almanaque, que más que ningún otro, guarda en sí cierta cosa de la humanidad, con sus hojas en blanco destinadas a recibir los pensamientos, las fechas memorables de la vida.4
Para este artículo, estudio un corpus de 80 almanaques y guías publicados en Río de la Plata entre 1819 y 1900.5 La selección comienza, como se ve, en los años finales de las guerras de la independencia impulsadas por Buenos Aires, entre 1810 y 1820. Y termina con el siglo, dos años después de la fundación de Caras y Caretas, en 1898, el magazine moderno que, como suele decirse, abrió una nueva etapa en la historia de las publicaciones periódicas. No incluyo las últimas décadas del periodo colonial.6 Los pocos primeros materiales que se han conservado sugieren que los almanaques, como sucedió con otros géneros o tradiciones de impresos (el diarismo, la poesía gauchesca), no llegaron a establecer una continuidad sino bastante después de la aparición de sus impresos más tempranos.
Aunque se apoya en una selección de almanaques rioplatenses, casi todos ellos publicados en Buenos Aires, este estudio intenta tomar distancia de las especificidades locales a favor de una historia común a España e Hispanoamérica. Por cierto, la historia de los almanaques españoles se remonta a tiempos más antiguos, y la imprenta llegó a Río de la Plata más tarde, y se estableció más parsimoniosamente, que en México o Perú.7 Pero, ya que se trata de estudiar un tipo de impresos que llegó a desarrollarse y expandirse entrado el siglo XIX, cuando las últimas novedades tecnológicas de las imprentas, litografías y fotografías viajaban cada vez más rápidamente por Europa y América, parece razonable ensayar un estudio introductorio y general, que no preste demasiada atención a las diferencias locales. El hispanista francés Jean-François Botrel situaba la “revolución” de los almanaques en España entre 1855-1865.8 Años más, años menos, esos fueron también los tiempos de la revolución de este tipo de impresos en Buenos Aires y en buena parte del mundo hispanoamericano.
Formas diversas
Los primeros almanaques de Buenos Aires fueron modestos folletos de pequeño formato y escasas 16 páginas, que no contenían mucho más que el calendario con el santoral católico. Los 12 meses, uno por página, iban encuadrados. En el santoral se intercalaban datos astronómicos: las caras de la luna, las horas de salida y puesta del sol, los eclipses. Sobre el recuadro de cada mes, en el margen superior, se volvió común insertar los llamados generosamente “tratados de agricultura”, breves instrucciones sobre los tiempos de los cultivos en la huerta y en el campo. El calendario se conservó desde entonces y durante todo el siglo como una pieza central e infaltable de los almanaques, un tipo de impreso periódico que sin embargo mostraría una notable disposición para transformarse e incorporar nuevos materiales, aumentar su extensión a centenares de páginas y convertirse en lujoso libro ilustrado con los avances tecnológicos de la industria gráfica a finales de siglo.
Esa incorporación de nuevos materiales se produjo tempranamente. Ya los editores del Nuevo e Interesante Almanak de Buenos-Ayres Para el Año de 1824 (2)9 esperaban que el público recibiera con agrado este nuevo tipo de almanaque, de mayor extensión que los publicados hasta entonces, porque agregaba contenidos tomados “de muchos almanakes muy estimados en Europa”. Estos componentes, que podían abarcar la extensión de 16 a 40 páginas, incluían una lista de los soberanos de Europa, una tabla con las distancias de los planetas, sus diámetros y los tiempos de sus revoluciones, otra con la población de la Tierra (con un cálculo del número de los nacidos y muertos al cabo de un año, de un día y de una hora), la explicación de los sueños según los caldeos, una colección de máximas y sentencias, y el itinerario de las postas en el interior del país. Se introducían así dos tipos de materiales característicos de este género de periódicos: por un lado, los saberes, a menudo meras curiosidades, incluso circenses o monstruosas, que le otorgaban al almanaque su condición de pequeña enciclopedia popular; por otro, las informaciones útiles de consulta frecuente.
En la primera mitad del siglo XIX fue común que estos impresos aumentaran su extensión con sólo ampliar su parte histórica (gobernadores, clero, virreyes o conquistadores) y estatal (gobierno, administración o magistratura). Más tarde irían agregándose otros contenidos. En los años de 1860 empezarían a colmarse de materiales breves y misceláneos, orientados al entretenimiento. Estas “variedades”, que únicamente tenían en común su invariable voluntad lúdica y humorística, los conectaban con la tradición de la prensa satírica y con una naciente sección contemporánea de los diarios que agrupaba textos también breves: la sección de noticias locales, en la cual se iría forjando la figura del periodista moderno (cronista, reporter, noticiero), que llegaría a consolidarse alrededor de 1880. Junto a estas variedades “burlescas”, otros tres importantes materiales se sumaron a los almanaques durante esa década de 1860: los avisos publicitarios, las ilustraciones y la literatura. Se completaba así una modernización de los almanaques de Buenos Aires que, con esas incorporaciones, adquirían paulatinamente las formas típicas que mantendrían, con sus divergencias y transformaciones, durante el último tercio del siglo.10
Las guías
La más notable mutación de los almanaques, sin embargo, se produjo con la aparición de los almanaques-guías. En Buenos Aires tuvieron un inicio sorprendentemente temprano con el Almanaque Político y de Comercio para 1826, de J. J. M. Blondel (3). De pronto, en un momento en que dichas publicaciones no superaban la extensión de un folleto, Blondel, adelantándose unos 30 años, publicó un almanaque-guía de más de 300 páginas. El optimismo del editor indudablemente se anticipaba: en los años siguientes continuaría publicando sus almanaques con extensiones decrecientes (1829: 131 páginas; 1830: 152; 1833: 90; 1834: 104). El primer almanaque-guía era “político” porque describía pormenorizadamente no sólo el gobierno nacional -con sus escasos ministerios y su reducido servicio diplomático- y el de las provincias, sino también todos los establecimientos públicos, incluyendo los de menor rango o relevancia. Y era “de comercio” porque registraba alfabéticamente todos los nombres y domicilios de negociantes, comerciantes, fabricantes y otras profesiones. De esos dos adjetivos, tan característicos del diarismo, importaba aún más el segundo, “comercial”, el único que conservaría Blondel en las siguientes ediciones.11
Seis décadas más tarde, en 1886, la Gran Guía de la Ciudad de Buenos Aires editada por Hugo Kunz (55), con sus más de 1 300 páginas, anotaba también todos los nombres y domicilios de los “particulares”, tanto de los propietarios como de los inquilinos. Su editor se quejaba de que “gran parte del público […] no comprende la ventaja y propósitos de una Guía, llegando la obcecación hasta el extremo de haber dueños de casa que no quieren aparecer como tales”. Algo que había pertenecido al ámbito de lo privado se volvía público. Aunque era una novedad que podía resultar un tanto preocupante, esta publicación esperaba que todos respondieran a los empleados de su empresa como se respondía a un censista. Contemporáneamente, iban surgiendo las primeras celebridades, de quienes los nuevos reporteros (que ya contaban con un género reciente, la entrevista) informaban detalles que empezaron por resultar muy irrelevantes. Las clases patricias se quejaban, quizá sinceramente, de las crónicas sociales de los diarios que se entrometían en su intimidad.
Una gran guía como la de Hugo Kunz presuponía una empresa capaz de llevar adelante con relativo éxito una obra tan ambiciosa. Kunz esperaba publicar nuevos números de su publicación, algo que, por cierto, no sucedió. Previsiblemente, no faltaron ensayos de grandes guías que fracasaron de un modo penoso, como la Guía General de 1873, dirigida por Francisco Ruiz (42). De los 80 almanaques de la selección, 14 son almanaques-guías. Estas cifras no permiten estimar un porcentaje, ya que muchos almanaques menores estaban destinados al olvido, pero resultan igualmente ilustrativas acerca de la posición de un género que pareció tan prestigioso o necesario como para justificar apuestas tan arriesgadas. Fuera del caso excepcional de Blondel, no he encontrado otros almanaques-guías que llegaran a publicar más que su primer número.
Es verdad que los hermanos irlandeses E. T. y G. M. Mulhall publicaron seis ediciones de sus Handbooks of the River Plate entre 1863 y 1892, pero estos Handbooks no fueron precisamente almanaques-guías. Parece mejor ubicarlos junto a otro tipo de grandes obras, por cierto, más afines, como las monumentales Description géographique et statistique de la Confédération Argentine (1860) de Martin de Moussy, Description Physique de la République Argentine (1876-1878) de Hermann Burmeister y La vie et les mœurs à la Plata (1888) de Émile Daireaux. Estas obras, no obstante, tienen algo en común con el notable ensayo de Blondel de los años 1820: con un fuerte y explícito respaldo de los gobiernos, estaban orientadas a presentar Argentina al mundo para atraer inmigrantes e inversiones.12
Hasta aquí no hemos mencionado otra etiqueta de género estrechamente ligada a la de los almanaques: las guías de forasteros. En realidad, los almanaques-guías rioplatenses, en especial los de Buenos Aires, siempre fueron a la vez, llevaran o no ese título, guías de forasteros. Buscaron un público formado por extranjeros recién llegados, pero sobre todo apostaron por una cobertura más amplia con los lectores habitantes del país.13 La única excepción que conozco fue la tardía Guide de L’Etranger à Buenos Aires, par Ernst Nolte (1882), que el Anuario Bibliográfico distinguió en su reseña como “una guía, en su género, de tipo verdaderamente europeo”.14 Por fin, una guía de forasteros se proponía verdaderamente guiarlos en los primeros difíciles días de la llegada a un nuevo país. Almanaques-guías y guías de forasteros eran una misma cosa. Habían surgido como variantes en la tradición de los viejos almanaques, y en el caso rioplatense, muy tempranamente, en los comienzos, cuando el almanaque aún se llamaba “almanak”.
Manual de forasteros o Guía de forasteros no llegaron a ser títulos sino en la segunda mitad del siglo XIX. Y sólo difirieron de los demás almanaques-guías en el título. Pero bien podían llamarse “almanaque”, “guía”, “anuario” o incluso “diccionario”. No era mucho más que una cuestión de encabezados. En resumen, estamos hablando de una tradición de impresos que, al principio, no contenían mucho más que el santoral y que, poco después, comenzaron a transformarse y diversificarse. Los almanaques-guías habían llegado enseguida. Lo que solían tener en común los almanaques con las guías, e incluso con los manuales de los hermanos Mulhall y las grandes obras de Martin de Moussy, Burmeister o Daireaux, era una misma voluntad descriptiva y estadística. Lo que los distanciaba era, centralmente, una diferencia propia de la periodicidad de los periódicos, en contraste con los tiempos menos periodísticos de los libros. Los almanaques se publicaban a fin de año y no querían ser científicos, sino más bien festivos.
Los años del Señor
El calendario iba precedido por una o dos páginas con breves datos e instrucciones para los fieles, una sección fija muy codificada: “Épocas memorables”, “Cómputos eclesiásticos”, “Témporas”, “Fiestas movibles”, “Santos patronos de los pueblos del Plata”, “Advertencia a los fieles”. Pero antes, en la portada interior, la aprobación eclesiástica. Fue entre 1830 y 1870 cuando los almanaques agregaron en su título las palabras “año del Señor”. Esas fechas nos orientan acerca del proceso de secularización que se puede seguir mucho mejor en las solicitudes de aprobación eclesiástica que en los títulos. A diferencia de estos, que parecen señalar un corte, las solicitudes, que se fueron abreviando y simplificando hasta su extinción, dejan ver cada momento de su desarrollo. En Argentina ese proceso de secularización fue modificado por la alianza entre el gobierno de Juan Manuel de Rosas (1835-1852) y la Iglesia católica, un periodo precedido por otro, inicial, en el que los almanaques no habían sido religiosos, sino patrióticos. Terminado el rosismo, sin embargo, el catolicismo de los almanaques se prolongaría durante muchos años más, hasta su modernización en los años de 1860.
En la segunda mitad de esa década el Romanticismo entraba en uno de sus declives, mientras ascendía una nueva marea positivista. Trayectorias de eminentes figuras intelectuales católicas como José Manuel Estrada pueden ejemplificar este cambio cultural. Lo cierto es que alrededor de 1870 se completaba la secularización de los almanaques. Surgieron los masónicos (en la década de 1860, pero especialmente en la de 1870) y los que se expresaban contra la Iglesia católica (en los años de 1880). Más decisivo fue que los almanaques pasaran simplemente a olvidar las aprobaciones eclesiásticas.15 Todo esto no debería llevarnos a olvidar que el calendario, con su santoral, continuó ocupando el mismo lugar en las primeras páginas de cada uno de los almanaques que se publicaron en el último tercio del siglo. Incluso la mayoría de las guías, del país y de la región, o de la ciudad, Buenos Aires, conservaron el calendario como la sección primera e inamovible. Era el elemento que al principio había sido todo, la primera información de consulta frecuente, es decir, las páginas en las que, durante los años inmediatamente posteriores al surgimiento de la publicidad, se insertarían los avisos más caros.
La publicidad
Una nota sobre los avisos inserta en la primera página del popular Almanaque Para 1877 de Joly (48) proponía este argumento:
EL AVISO en el Almanaque tiene sin duda una doble ventaja: en primer lugar, la de ser la publicación que tiene más circulación, en vista de la importancia del tiraje, que consta de 70.000 ejemplares, y a más la de hallarse en todas las manos por las indicaciones que contiene y por su precio módico.
El aviso publicado en un diario tiene siempre la gran desventaja de no ser leído sino por un número muy limitado de personas. Sucede el contrario con el aviso publicado en el Almanaque, el cual está continuamente a la vista de la persona que necesita a cada momento consultar las leyes, tarifas, etc., etc., contenidos en él.
Alrededor de 1870 los grandes diarios de Buenos Aires habían incursionado en el mercado de este tipo de impresos. Fueron los años de los almanaques de La Tribuna, el diario de mayor circulación que venía anticipando las innovaciones del diarismo porteño. Pero desde mediados de la década de 1870 las librerías, como la de Joly, habían vuelto a recuperar su posición dominante.
En Buenos Aires, la publicidad moderna había surgido en la primera mitad de la década de 1860 con los grandes avisos -es decir, los avisos basados en la imagen, los “anuncios afiches” que se veían como carteles en miniatura, tan distintos a los pequeños anuncios, basados en la letra, que mucho después terminarían por ser llamados avisos clasificados-. Los diarios y almanaques habían cursado casi la misma historia. En ambos casos, los grandes avisos habían asomado tímidamente alrededor de 1850, escasos y restringidos, en su mayor parte, al propio mercado de los impresos, las imprentas y las librerías. A mediados de la década de 1860, en cambio, los diarios y los almanaques habían encontrado, por fin, los primeros grandes anunciantes, que en Buenos Aires, como antes en Londres, Nueva York o París, pertenecían al mercado del quackery, el mercado de las patent medicines: las milagrosas panaceas que llegaban para curar todos los males, como las píldoras y los ungüentos de Holloway. La publicidad moderna, como suele decirse, nació con el charlatanismo.
Pero en el caso de los almanaques, a diferencia del diarismo, la relación entre una naciente publicidad y una incipiente industria farmacéutica resultó mucho más notoria, porque las droguerías no tardaron en descubrir la conveniencia de publicar sus propios almanaques. El joven escritor y humorista Eduardo Wilde, antes de recibirse de médico y mucho antes de llegar a ser un importante ministro, escribió en 1865 (29): “Bristol, Lanman y Kemp imprimen anualmente más de cien millones de almanaques que derraman gratis en las más apartadas comarcas y las más populosas ciudades. Por mi parte, y dispense este señor, creo que solo hay un ser más charlatán que ese señor; es el almanaque que él hace todos los años”.16
La publicidad moderna traía, con los grandes anunciantes que estaban detrás de los grandes avisos, una profunda transformación al mundo de las publicaciones periódicas: a partir de entonces los almanaques, como un poco antes los diarios, pasaban a venderse dos veces, una vez al público y otra vez al anunciante.
El Almanaque de La Tribuna Para el Año del Señor 1867 (31) señala claramente esa transformación: de pronto, luego de unos 10 años en que sólo unos pocos almanaques habían comenzado a publicar unos cuantos avisos, el del diario La Tribuna se iniciaba con 116 avisos, que ocupaban 61 de sus 178 páginas.17 Al principio esas notas se insertaron en los últimos folios, pero muy pronto se descubrió que los cuatro márgenes del calendario les daban una especial visibilidad. Poco después, se pasó a intercalarlos: una página con el recuadro del santoral, una página de avisos. Santos y avisos: una interesante alternancia de época. Enseguida se advirtió que las primeras páginas, las anteriores al calendario, eran más visibles, por lo cual fueron los espacios más requeridos y mejor pagados, destinados a notables avisos a página completa de los principales grandes anunciantes. Las portadas mismas comenzaron a llevar anuncios. Al final, se entendió que lo mejor era dispersarlos, inesperados, a lo largo de las páginas, en una inversión completa de la primera decisión, que los agrupaba como una sección de avisos y los postergaba, en bloque, al último lugar.
Los avisos ilustrados, previsiblemente, fueron exactos contemporáneos de la eclosión de los periódicos ilustrados. En la selección que estudio, ese cambio queda señalado por el Almanaque Argentino, Pintoresco, Universal Para 1864 (25). Otra vez las fechas: 1864 fue el año de la campaña de lanzamiento de la Hesperidina de Bagley (que en sus primeros tiempos no fue un aperitivo, sino una panacea), y usualmente es tomado como fecha simbólica de los comienzos de la publicidad moderna en Argentina.18 Dos años después, el Almanaque de la Librería Central de Lucien Para 1866 (38) ofrecía, entre tantos anuncios de periódicos extranjeros, “un gran surtido de almanaques franceses ilustrados”. La librería de Lucien, con agentes en seis provincias y otro, incluso, en Asunción de Paraguay, era a su vez la agencia que monopolizaba la introducción de periódicos ilustrados de Francia, comenzando por ese tan importante y longevo que desde allí cruzaba el Atlántico, El Correo de Ultramar (1842-1886).
La publicidad moderna, especialmente bajo la forma, al principio dominante, del quackery, no dejó de engendrar sus resistencias. El quack advertising fue rechazado, de hecho, en su misma patria, en el mundo de habla inglesa. Pero la publicidad también generó tomas de distancia más generales y, por tanto, más radicales, en otras geografías, como puede verse en el caso francés.19 La literatura del siglo XIX, cuya modernidad se fundamentaba en su oposición a la burguesía, no podía sino llevarse cada vez peor con los anuncios publicitarios. Resulta notable que, hacia finales de siglo, en las últimas dos décadas, un almanaque literario y artístico como el Sud-Americano redujera los avisos al mínimo, restringiéndolos (como al principio, en la década de 1850) al pequeño mundo de las librerías y las imprentas. El almanaque de Prieto comenzaba a establecer una separación entre literatura y mercado, contradiciendo un periodo anterior, la década de 1870, durante el cual los periodistas José Hernández, con su Martín Fierro (1872-1879), y Eduardo Gutiérrez, con Juan Moreira (1879-1880), no hubieran podido entender, ya que la figura tradicional del “publicista” no excluía lo que más tarde sería racionalizado por el moderno propagandista, semejante distinción.
Los almanaques también nos reservan importantes lecciones sobre la historia de las celebridades, ese campo de la historiografía recientemente establecido o redescubierto.20 En la segunda mitad del siglo XIX no había aún celebridades en el sentido tautológico que expresa Daniel Boorstin (“La celebridad es una persona que es conocida por ser muy conocida”).21 Había celebridades que pertenecían a la historia militar y política, en la zona tradicional y todavía heroica del olimpo de los próceres. Pero ya había nuevas celebridades: en el centro de ese mundo estaban las del teatro, especialmente del lírico. Y alrededor de este núcleo actoral estaban los escritores y las nuevas escritoras, y también los llamados “artistas” por los almanaques literarios y artísticos, es decir, los dibujantes y pintores, secundados por los fotógrafos, que ilustraban sus páginas. En las dos últimas décadas del siglo XX terminó de establecerse un escenario de nuevas celebridades democráticas, en las que incluso un muy joven periodista Roberto J. Payró alcanzaba la consagración de los dos retratos: la imagen y la escritura.
Los almanaques literarios
Cuando la literatura ingresó en los almanaques de Buenos Aires, a mediados de 1860,22 sus editores simplemente reproducían textos publicados previamente en otros medios. La Biblioteca Americana (1823), de Andrés Bello, o la América Poética (1846), de Juan María Gutiérrez, entre las escasas antologías entonces existentes, se prestaban a la despreocupada lógica del extracto y la miscelánea, propia de los almanaques. Pero ya desde ese primer momento se iniciaba simultáneamente una práctica que poco después terminaría por imponerse: el editor pedía a un escritor más o menos reconocido una “colaboración especial” para el próximo número de su publicación. Surgía así un almanaque de nuevo tipo, el “almanaque literario y artístico” de finales de siglo, cuyo modelo emblemático fue el Almanaque Sud-Americano del periodista español Casimiro Prieto y Valdés, propiedad de Ramón Espasa.
El Almanaque de Prieto, como ya se conocía en sus primeros momentos, comenzó a publicarse en 1876 y entró en su declive final con la decadencia general de este género de impresos, en los últimos años del siglo.23 El Almanaque Peuser, cuyo primer número apareció en 1888, fue el otro gran almanaque literario y artístico publicado en Buenos Aires. ¿Qué novedades traían estos nuevos ejemplares? Ante todo, eran almanaques que ya no se presentaban ni se veían como tales, sino como libros, e incluso como libros de lujo: “Es el almanaque más lujoso de los publicados en la República Argentina”, decía el Anuario Bibliográfico sobre el Almanaque Peuser Para 1888 (57), “no solo por la esmerada edición y encuadernación sino también por los numerosos grabados que contiene”. El “director literario” de este primer Peuser, el también periodista español Enrique Ortega, empezaba diciendo en su prólogo: “Álbum literario y artístico, con más motivo que Almanaque, debiera llamarse este libro”.
Con un tamaño estandarizado en octavo y una extensión regular que rondaba las 250 páginas, el Sud-Americano y el Peuser regresaban al formato libro, en los tiempos en que las invariablemente llamadas “ediciones esmeradas” dejaban de ser excepcionales y comenzaban a ser apreciadas con el ojo de una incipiente bibliofilia. Y ya que eran libros, tenían un autor. Peuser contrató a Ortega como director literario de su almanaque, y luego a Leopoldo Díaz, uno de los poetas más visibles en una escena literaria inmediatamente anterior a la revolución del modernismo. Pero fue el Sud-Americano el que llevó a su forma más plena el “almanaque de autor”. La autoría (compiladores, redactores, directores, editores) había empezado a desarrollarse tempranamente. “El almanaque de Prieto” culminó esa tendencia. En los primeros años de la década de 1890, el nombre de Casimiro Prieto y Valdés, que hasta entonces iba debajo del título, tras la fórmula “redactado por”, pasó a ocupar en la portada el espacio superior reservado al autor.
Los “distinguidos y eminentes” colaboradores literarios que “favorecían” y “enriquecían”, como solía decirse, el Almanaque Sud-Americano eran, por tanto, los colaboradores de Prieto, cuyas propias composiciones, las más numerosas, le imprimían a la obra su tono parisino: ligero, burlón, galante y refinado. Estos participantes, tal como figuraban en la portada y en los índices, eran en primer lugar “las señoras” (unas seis escritoras, presididas por Juana Manuela Gorriti) y luego “los señores” (unos cincuenta). Apenas menos importantes eran los colaboradores situados en un tercer lugar, “los artistas” (del dibujo, el grabado y la fotografía). Al principio fueron cinco o seis; al final, cuando los almanaques mismos llegaban al término de su historia, llegaron a ser más de veinte. El Sud-Americano, como el Peuser y tantos otros almanaques ilustrados de la época,24 contaba con una galería de retratos de celebridades como uno de los materiales de éxito más seguro. Las galerías reunían a la gente notable de la época (de la política al teatro) con los colaboradores del propio almanaque (bajo el título “Nuestros colaboradores”).
Además, en esa sección se mezclaban los retratos de sus escritoras y escritores con los de sus artistas, que en su mayoría eran españoles (catalanes). Y reunían nombres de todo el mundo de habla hispana, ya que en el almanaque de Prieto se confundían “en noble y amenísimo consorcio, escritores americanos y escritores españoles”. Se establecía, así, un nuevo juego, estimulado por los crecientes y acelerados intercambios culturales entre España y sus antiguas colonias; y también, cumpliendo con ese vínculo tan representativo de la modernidad cultural, entre los escritores y los pintores. La distinción entre dibujantes y pintores no dejaba de ser algo borrosa: los ilustradores no siempre fueron pintores fracasados que abandonaban definitivamente los prestigios de la pintura a favor de la ilustración de libros y periódicos.
El canon de los almanaques literarios no coincide con el nuestro, pero tampoco con el de la época. Una restricción fue la brevedad, por cierto, que recibía a los poetas y expulsaba a los novelistas. Pero, sobre todo, el ambiguo prestigio cultural de los almanaques, por más literarios y artísticos que fueran. Pese a todo, los almanaques literarios participaron en la difusión del modernismo, comenzando por los versos de Rubén Darío, quien ingresó en este tipo de impresos a finales de la década de 1880. Entre los españoles, Campoamor, Núñez de Arce y Salvador Rueda eran infaltables; de los americanos, Ricardo Palma. En términos más generales habría que decir que estas obras, sin dejar de aspirar con éxito relativo a las firmas más reconocidas y menos accesibles, impulsaron la fama literaria de figuras menores (jóvenes, mujeres, periodistas) que sólo durante unos 20 años, entre 1870 y 1895, encontraron allí un espacio excepcionalmente democrático, en los tiempos cruciales de la democratización de la cultura de la letra.
A modo de conclusión: el desarrollo de una industria gráfica
Los grandes almanaques y guías de Buenos Aires producidos durante el último cuarto del siglo XIX nos recuerdan el desarrollo contemporáneo de una enorme industria gráfica. Los nuevos talleres de impresión que se establecían en los márgenes de la reciente gran ciudad, con sus enormes edificios racionalizados (los patios interiores y el aprovechamiento de la luz del sol; la distribución del trabajo en las varias plantas y sótanos; la división en secciones o departamentos, como en las grandes tiendas) se destacaban entre los tempranos ejemplos de un desarrollo industrial largamente soñado -que por cierto no llegaría a desenvolverse sino limitadamente-. Esta historia bien puede remontarse a la primera fundición de tipos instalada por Alejandro Bernheim en 1865. A partir de la década siguiente tuvo su continuación con otros grandes impresores (a veces también libreros y editores): Ángel de Estrada, Guillermo Kraft, Jacobo Peuser, Stiller & Laas. Peuser, que se había formado con Bernheim, exhibía en la publicidad de sus propios almanaques de comienzos de 1890 los éxitos innegables de su empresa. Notables avisos ilustrados mostraban la esquina céntrica de su magnífica casa particular y la manzana entera que ocupaban sus talleres gráficos.25
Alrededor de 1870, las prensas de los grandes diarios llegaron a dominar el mercado de las imprentas. Hacia el último cuarto del siglo XIX, los talleres de los grandes impresores habían recuperado una posición dominante y a la vez definitivamente distinta. En el ampliado mercado de las imprentas, los trabajos del ramo se habían ido diversificando. Por un lado, los grandes diarios apostaban a la velocidad de las enormes máquinas rotativas. Por otro, los talleres gráficos se especializaban en nuevas tecnologías, que por el momento eran inaccesibles para el diarismo. Entre ellas se destacaban las tecnologías que traían el color y la fotografía. La cromolitografía fue introducida a finales de 1870 por el semanario satírico ilustrado La Cotorra (1879-1880), del dibujante brasileño Cándido Aragonés de Faría.26 Los usos de la fotografía tuvieron una historia algo más temprana y también más compleja, en la que fotógrafos y dibujantes habían ido estableciendo relaciones y alianzas cambiantes.
A finales de siglo era cada vez más difícil saber si la imagen reproducida en un almanaque o revista ilustrada, como la vista del puerto de una ciudad o el retrato de una celebridad, era obra de un dibujante o de un fotógrafo. Y, de hecho, muchas de esas imágenes pasaron a tener, en los tiempos incipientes de las firmas públicas, la doble rúbrica, la del dibujante y la del fotógrafo. Las librerías y papelerías especializadas de Buenos Aires (como se ve en el caso de Enrique Stein, director y dibujante de El Mosquito) habían comenzado a vender desde 1870 artículos dirigidos tanto al dibujante (pintor) como al fotógrafo.
En esa misma década ya había casas de fotografía (como la de Loudet) que ofrecían “espléndidos retratos Rembrandt, retratos de tamaño natural, copias de retratos antiguos, copias de mapas y planos, y fotografía aérea”. En la década de 1890, las palabras que se empleaban para nombrar las reproducciones fotográficas en los almanaques eran “fototipia” y “autotipia”. Algo menos usual fue la más previsible palabra “fotograbado”. Se trataba, por cierto, de un pasaje del grabado a la fotografía, y fue común que a la reproducción fotográfica se la siguiera llamando “grabado” -un término que se había vuelto equivalente a “lámina” o “ilustración”-.27
Con talleres tan especializados y sofisticados como los que imprimían billetes de banco y otros impresos financieros que exigían una máxima calidad a salvo de la falsificación, el arte de la imprenta alcanzaba en los almanaques artísticos de finales de siglo un último esplendor que sería retomado por el semanario Caras y Caretas -y, algo después, por los suplementos ilustrados de los grandes diarios-. Los ilustradores de dicho tipo de publicaciones encontrarían allí sus nuevos puestos de trabajo.28
Se extinguía así una tradición que un siglo atrás, en sus inicios, había empezado con muy breves y pequeños folletos pésimamente impresos. En última instancia, la historia de los almanaques y las guías coincide, aproximadamente, con la historia de las imprentas. Una periodización atenta de la especificidad del almanaque bien podría ceñirse a la historia de los sucesivos impresores y libreros que, en tanto alcanzaron éxitos duraderos que los erigían como evidentes modelos, fueron estableciendo las épocas. En Buenos Aires, el primer modelo lo fijó Blondel en las décadas de 1820 y 1830, y desde entonces hubo almanaques exitosamente longevos que fueron dictando lo que debía ser, en cada momento, un gran almanaque.
Selección de almanaques y guías (Río de la Plata, 1819-1900)
Este corpus está conformado por una selección de 80 almanaques y guías publicados en Río de la Plata entre 1819 y 1900. La mayor parte, 70, se imprimieron en la ciudad de Buenos Aires. De los 10 restantes, 2 son de Montevideo, 6 de ciudades de provincias argentinas (Paraná, Corrientes, Rosario y Tucumán) y otros 2, dirigidos por el célebre publicista porteño Héctor Varela (“Orión”), fueron editados e impresos en Europa (en París y Turín), para su distribución en Argentina y otros países hispanoamericanos.
Los títulos, que solían extenderse en prolijas descripciones de los contenidos, aquí se consignan abreviados. Se indican, además, los nombres de los redactores (editores, directores, compiladores, etc.), siempre que hayan quedado registrados en las portadas, así como los datos de edición y el número de páginas. Se omite el lugar de impresión, que salvo excepciones (como el Almanaque Sud-Americano, impreso en Barcelona) coincidió con el lugar de edición y circulación.
1. Almanak Patriótico de Buenos-Ayres para el año décimo de nuestra libertad (1819). [Buenos Aires] Imprenta de La Independencia. A costa del librero D. A. Poroli [1818], 16 páginas.
2. Nuevo e interesante Almanak de Buenos-Ayres para el año de 1824. Buenos Aires, Imprenta de los Expósitos [1823], 40 páginas.
3. Almanaque político y de comercio de la ciudad de Buenos Aires para el año de 1826. Año primero. Redactado por J. J. M. Blondel. Buenos Ayres, Imprenta del Estado, 1825, 304 páginas.
4. Almanaque de comercio de la ciudad de Buenos Aires para el año de 1829. Por J. J. M. Blondel. Buenos Aires, Imprenta del Estado, 1829, 132 páginas.
5. Almanaque de comercio de la ciudad de Buenos Aires para el año de 1830. Por J. J. M. Blondel. Buenos Aires, Imprenta Argentina [1829], 152 páginas.
6. Almanaque para el año de 1831. [Buenos Aires] s/d [1830], 16 páginas.
7. Guía de la ciudad y almanaque de comercio de Buenos Aires para el año de 1833. Por J. J. M. Blondel. Buenos Aires, Imprenta de La Independencia, 1833, 90 páginas.
8. Guía de la ciudad y almanaque de comercio de Buenos Aires para el año de 1834. Por J. J. M. Blondel. Buenos Aires, Imprenta de La Independencia, 1834, 104 páginas.
9. Almanaque para el año bisiesto del Señor de 1840. [Buenos Aires] Imprenta Argentina [1839], 16 páginas.
10. Almanaque Federal para el año del Señor de 1845. [Buenos Aires] Imprenta Argentina [1844], 16 páginas.
11. “Almanaque Federal” para el año bisiesto del Señor de 1848. Buenos Ayres, Imprenta del Estado [1847], 22 páginas.
12. “Almanaque Federal” para el año bisiesto del Señor de 1850. [Buenos Aires] Imprenta de Hallet y Ca. [1849], 22 páginas.
13. Guía de la ciudad de Buenos Aires. Manual de forasteros. Buenos Ayres, Imprenta de Arzac, 1851, 54 páginas.
14. Almanaque Federal para el año del Señor 1852. Buenos Aires, Imprenta Argentina [1851], 22 páginas.
15. Almanaque popular para el año del Señor 1854. Buenos Aires, Imprenta Americana [1853], 34 páginas.
16. Anuario General del Comercio, de la Industria, de la Magistratura y de la Administración de Buenos Aires. Publicado por J. Alejandro Bernheim. 1854-1855. Buenos Ayres, Imprenta del British Packet, 1854, 400 páginas.
17. Almanaque comercial y guía de forasteros para el Estado de Buenos Aires. Año de 1855. Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna, 1855, 180 páginas.
18. Almanaque Nacional de la Confederación Argentina / para los años de 1855 y 1856. Paraná, Imprenta del Uruguay, 1856, 204 páginas.
19. El verdadero Calendario Perpetuo. Por Pablo Emilio Coni. Corrientes, Imprenta de La Opinión, 1858, 280 páginas.
20. Almanaque para el año del Señor 1859. Corrientes, Tipografía de La Opinión, 1858, 42 páginas.
21. Almanaque para el año bisiesto de nuestro Señor 1860. Buenos Aires, Imprenta del Progreso [1859], 32 páginas.
22. Almanaque para el año de nuestro Señor 1861. Buenos Aires, Librería de Pablo Morta [1860], 22 páginas.
23. Almanaque para el año del Señor 1862. Buenos Aires, Librería de La Unión [1861], 16 páginas.
24. Almanaque agrícola, industrial y literario de la República Argentina y de Buenos Aires 1864. Buenos Aires, P. Morta, editor, 1863, 214 páginas.
25. Almanaque argentino, pintoresco, universal. Para el año bisiesto del Señor 1864. [Buenos Aires] Imprenta de La Revista [1863], 64 páginas.
26. Calendario Masónico para el año de 1864, por el H.. Adolfo Vaillant. Montevideo, Imprenta Tipográfica a Vapor [1863], 126 páginas.
27. Diccionario de Buenos Aires o sea Guía de forasteros, por Antonio Pillado. Edición de 1864. Buenos Aires, Imprenta del Porvenir, 1864, 370 páginas.
28. Almanaque para el año del Señor 1865. Buenos Aires, Imprenta de La Revista [1864], 16 páginas.
29. Almanaque agrícola, pastoril e industrial de la República Argentina y de Buenos Aires 1865. Buenos Aires, Pablo Morta, editor, 1865, 255 páginas.
30. Almanaque de la Librería Central de Lucien para 1866. Buenos Aires, s/d [1865], 40 páginas.
31. Almanaque de La Tribuna para el año del Señor 1867. Compilado y dirigido por el cronista de La Tribuna: Diego de Barrabás. Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna [1866], 178 páginas.
32. Almanaque de las Maravillas para el año 1867, Buenos Aires, Librería de Pablo Morta [1866], 118 páginas.
33. Almanaque popular para el año bisiesto del Señor 1868. Buenos Aires, Imprenta de Pablo E. Coni [1867], 16 páginas.
34. Gran Almanaque de La Tribuna 1868. Por Diego de Barrabás. Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna [1867], 252 páginas.
35. Almanaque Nacional para 1869. Publicado por la Imprenta del Siglo. Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1868, 196 páginas.
36. Almanaque para el año del Señor 1869. Buenos Aires, Imprenta de La Revista [1868], 16 páginas.
37. El Americano. Almanaque para 1869 por Santiago R. Pilotto. Buenos Aires, Imprenta Buenos Aires [1868], 84 páginas.
38. Almanaque del Correo de las Niñas para 1870. Dedicado a las bellas porteñas. Primera edición. Buenos Aires, Imprenta de La Discusión, 1870, 128 páginas.
39. Almanaque Nacional y Guía del Comercio para 1870. Año 3o. Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1869, 252 páginas.
48. 1870. Gran Almanaque de La Tribuna. Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna, noviembre 1869, 196 páginas.
40. Gran Almanaque de La Tribuna para el año bisiesto 1872. [Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna, 1871] 146 páginas.
41. Almanaque de Orión. 1873, París, Imprenta Hispano-Americana de Rouge, Dunon y Fresné [1872], 154 páginas.
42. Guía General del Comercio, de la Industria, de la Magistratura y de la Administración. O sea la Guía de las 85.000 direcciones de la República Argentina. Por Francisco Ruiz. Primer año de la publicación. 1873. Buenos Aires, Imprenta, Litografía y Fundición de Tipos, 1873, 434 páginas.
43. Almanaque [de Carrasco] para 1875. Año 2. [Rosario] s/d [1874], 32 páginas.
44. Almanaque de Orión. H. F. V. 1875. Turín, Imprenta de Vicente Bona, 1875, 210 páginas.
45. Almanaque masónico. Año 1875. Por el H. . B. Victory y Suárez, Buenos Aires, Imprenta Rural, 1874, 132 páginas.
46. Almanaque del Rosario para 1876. Año 3. Rosario, Imprenta de E. Carrasco [1875], 32 páginas.
47. Almanaque Doble para el año bisiesto del Señor 1876. [Buenos Aires] Imprenta de Pablo E. Coni [1875], 76 páginas.
48. Almanaque Doble para 1877. Año 3. Buenos Aires, Librería de C. M. Joly [1876], 84 páginas.
49. Almanaque Comercial y Guía de los forasteros para 1877. Primer año. Publicado por Cristiano Junior y Enrique Stein. Buenos Aires, Imprenta y Litografía del Courrier de la Plata, 1876, 70 páginas.
50. Almanaque de El Libre Pensador para el año 1879. Redactado por Enrique Ortega. Buenos Aires, Imprenta de El Pueblo, 1878, 166 páginas.
51. Almanaque Sud-Americano para el año 1880. Redactado por Casimiro Prieto Valdés. Buenos Aires, Librería de El Siglo Ilustrado [1879], 232 páginas.
52. Almanaque para el año 1882 [de Papelería Galli y Ca., Montevideo], Montevideo, s/d [1881], 66 páginas.
53. Guide de L’Etranger à Buenos Aires, par Ernst Nolte. Buenos Aires, Librairie Allemande de Ernst Nolte, 1882, 100 páginas.
54. Almanaque-Guía de Tucumán para 1884. Editor: Roberto Hat. Buenos Aires, Litografía, Imprenta y Encuadernación de Guillermo Kraft [1883], 208 páginas.
55. Gran Guía de la ciudad de Buenos Aires. Editada por Hugo Kunz y Cía. Director Edelmiro Mayer. Buenos Aires, Litografía Ítalo-Platense [1885], 1310 páginas.
56. Almanaque de Don Quijote para 1887. Buenos Aires - La Plata, Imprenta, Librería y Encuadernación de Los Estudiantes, 1887, 86 páginas.
57. Almanaque Peuser para el año 1888. Dirigido por Enrique Ortega. Buenos Aires - La Plata, Casa Editora de Jacobo Peuser [1887], 272 páginas.
58. Almanaque Sud-Americano para el año 1889. Redactado por Casimiro Prieto y Valdés. Buenos Aires, Librería de El Siglo Ilustrado [1888], 288 páginas.
59. Almanaque de Don Quijote para 1889. Buenos Aires, Imprenta, Encuadernación y Papelería de Juan Carbone, 1888, 112 páginas.
60. Almanaque de Don Quijote para 1890. Buenos Aires, Imprenta del diario Roma, 1890, 128 páginas.
61. Almanaque humorístico e ilustrado para 1890. Buenos Aires, Imprenta y Librería de B. Valdettaro [1889], 66 páginas.
62. Almanaque Histórico-Argentino [para 1891]. Compilado por R. Monner Sans. Buenos Aires, La Argentina, Sociedad Cooperativa de Librería, 1891, 48 páginas.
63. El Pasatiempo. Almanaque literario, ilustrado, noticioso del siglo XX. Buenos Aires, s/d [1892], 310 páginas.
64. Almanaque Sud-Americano 1893. Redactado por Casimiro Prieto y Valdés. Buenos Aires, El Siglo Ilustrado / Montevideo, Andrés Rius [1892], 272 páginas.
65. Almanaque del Sud para el año 1893. Buenos Aires, Imprenta de Obras de J. A. Berra, 1892, 110 páginas.
66. Almanaque Peuser para el año de 1893. Año VI. Dirigido por Leopoldo Díaz. Buenos Aires / La Plata / Rosario, Imprenta, Litografía y Encuadernación de Jacobo Peuser, 1892, 234 páginas.
67. Casimiro Prieto y Valdés. Almanaque Sud-Americano para el año 1894. Buenos Aires - Montevideo, s/d [1893], 272 páginas.
68. Casimiro Prieto y Valdés. Almanaque Sud-Americano para el año 1895. Buenos Aires, El Siglo Ilustrado / Montevideo, Andrés Rius [1894], 274 páginas.
69. Almanaque de las porteñas 1895. Publicado por la Librería C. M. Joly y Cía. Buenos Aires, Librería C. M. Joly y Cía. [1894], 130 páginas.
70. Almanaque Peuser para el año 1895. Año VIII. Buenos Aires, Peuser, 1894, 144 páginas.
71. Almanaque de Don Quijote para 1896. Buenos Aires, Argos, Casa Editora, 1896, 120 páginas.
72. Almanaque Peuser para el año 1896. Año IX. Director: Esteban Lazárraga (de la Casa Peuser). Buenos Aires, Peuser, 1896, 144 páginas.
73. El criollo. Almanaque Argentino para 1896. Coleccionado y dirigido por M. García. Ilustrado por J. Sainz Camarero. Año IV. Buenos Aires, Ramón L. Aras, editor (Librería del Salvador) [1895], 160 páginas.
74. Almanaque de La Vasconia para 1898. Buenos Aires, s/d [1897], 144 páginas.
75. Casimiro Prieto y Valdés. Almanaque Sud-Americano 1898. Año XXII. Buenos Aires, s/d [1897], 224 páginas.
76. Almanaque Indicador Argentino 1899. Año I. Juan Schürer-Stolle, editor. Buenos Aires, Tip. J. S. S. [1898], 538 páginas.
77. Almanaque Orzali para 1900. Buenos Aires, Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco, 1900, 210 páginas.
78. Almanaque Peuser para 1900. Año XIII. Director: Esteban Lazárraga (de la Casa Peuser). Buenos Aires, Peuser, 1899, 230 páginas.
79. Almanaque Gallego para el año 1900, por Manuel Castro López. Año III. Buenos Aires, Imprenta de F. Ortega, 1900, 114 páginas.
80. C. Prieto. Almanaque Sud-Americano para 1900. Buenos Aires, Ramón Espasa e Hijo, editores [1899], 238 páginas.