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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.79 Michoacán ene./jun. 2024  Epub 17-Jun-2024

https://doi.org/10.35830/treh.vi79.1741 

Dossier

México y España en la primera mitad del siglo XIX

ESPAÑA Y LA SANTA ALIANZA EN EL DISCURSO PÚBLICO DEL PRIMER IMPERIO MEXICANO (1821-1823)

SPAIN AND THE HOLY ALLIANCE IN THE PUBLIC DISCOURSE OF THE FIRST MEXICAN EMPIRE (1821-1823)

L’ESPAGNE ET LA SAINTE-ALLIANCE DANS LE DISCOURS PUBLIC DU PREMIER EMPIRE MEXICAIN (1821-1823)

Rebeca Viñuela Pérez1 

Rodrigo Escribano Roca2 

1Instituto Universitario de Investigación en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Alcalá de Henares

2Centro de Estudios Americanos, Universidad Adolfo Ibáñez


Resumen

En 1820, Rafael del Riego inició en España un levantamiento para instaurar un gobierno liberal en el Imperio español. Concluía así el Sexenio Absolutista, dando paso al Trienio Liberal. En Europa, el contagio revolucionario llevó a Portugal, Nápoles y Piamonte a seguir este mismo camino, buscando sustituir sus monarquías absolutas por gobiernos constitucionales. Aquello ocasionaría que, desde las grandes monarquías europeas, unidas bajo el estandarte de la Santa Alianza, se iniciara una política intervencionista para impedir que la revolución traspasara sus fronteras. Poco después, Austria invadía Nápoles, aboliendo su gobierno constitucional. Este artículo aborda cómo se reflejó dicha política intervencionista en la opinión pública del Primer Imperio mexicano (1821-1823) y cómo la posibilidad de una alianza entre Fernando VII y las potencias monárquicas coaligadas, implantó el miedo a una inminente invasión española a través del fuerte de San Juan de Ulúa, en Veracruz.

Palabras clave Santa Alianza; Imperialismo; Monarquismo; Revoluciones Atlánticas; Imaginarios Políticos

Abstract

In 1820, Rafael del Riego started an uprising in Spain to establish a liberal government in the Spanish Empire. This concluded the Sexenio Absolutista, giving way to the Trienio Liberal. In Europe, the revolutionary spread led Portugal, Naples and Piedmont to follow the same path, seeking to replace their absolute monarchies with constitutional governments. This would cause the great European monarchies, allied under the banner of the Holy Alliance, to initiate an interventionist policy to prevent the revolution from crossing their borders. Shortly afterwards, Austria invaded Naples, abolishing its constitutional government. This article discusses how this interventionist policy was reflected in the public opinion of the first Mexican Empire (1821-1823). How the possibility of an alliance between Fernando VII and the coalited monarchic powers implanted the fear of an imminent Spanish invasion through the Fort of San Juan de Ulúa, in Veracruz.

Keywords Holy Alliance; Imperialism; Monarchism; Atlantic Revolutions; Political Imaginaries

Résumé

En 1820, Rafael del Riego déclenche un soulèvement en Espagne pour établir un gouvernement libéral dans l’Empire espagnol, mettant ainsi fin à une période de six ans d’absolutisme et inaugurant le triennat libéral. En Europe, cette contagion révolutionnaire a conduit le Portugal, Naples et le Piémont à suivre cette même voie, visant à remplacer leurs monarchies absolues par des gouvernements constitutionnels. Les grandes monarchies européennes, unies sous la bannière de la Sainte-Alliance, ont alors réagi en lançant une politique interventionniste pour endiguer l’expansion de la révolution à l’intérieur de leurs frontières. Peu de temps après, l’Autriche envahit Naples, abolissant son gouvernement constitutionnel. Cet article examine comment cette politique interventionniste s’est reflétée dans l’opinion publique du Premier Empire mexicain (1821-1823) et comment la possibilité d’une alliance entre Fernando VII et les puissances monarchiques de la coalition a suscité la crainte d’une imminente invasion espagnole à partir du Fort de San Juan de Ulúa, à Veracruz.

Mots clés Sainte-Alliance; Impérialisme; Monarchisme; Révolutions atlantiques; Imaginaires politiques

INTRODUCCIÓN: LA EUROPA DE LOS CONGRESOS Y LA CUESTIÓN AMERICANA

Tras la derrota de Napoleón Bonaparte en 1814, las fronteras que antaño dividieron el continente europeo en Estados soberanos se encontraban desdibujadas, rotas tras los avances y retrocesos del fallido Imperio francés. Tras la firma de la Paz de París, que ponía fin a la contienda y encumbraba de forma definitiva a aquellos que se alzarían como la coalición vencedora (Rusia, Austria, Prusia y Gran Bretaña), el mapa geopolítico continental debió ser redefinido. Esta vez para encontrar un nuevo equilibrio que asegurara la estabilidad entre las diferentes potencias. Se iniciaba un periodo en el Viejo Continente que más tarde sería conocido como la Europa de los Congresos.1 El primero de ellos, quizás el más importante, fue el Congreso de Viena, celebrado entre septiembre de 1814 y junio de 1815. En él se plantearon las que serían las principales directrices de la denominada Europa de la Restauración o, más específicamente, se pusieron las bases sobre las cuales la Cuádruple Alianza pretendió retornar Europa a la situación anterior a la Revolución francesa de 1789.2

En dicho Congreso, países como España o Portugal, que habían jugado un papel aparentemente secundario en la derrota de Napoleón, fueron relegados a la periferia, incapaces siquiera de ejercer presión sobre decisiones que influían de forma directa en sus intereses. Durante las reuniones organizadas en la capital austriaca, la cuestión de las independencias de las nuevas repúblicas americanas fue únicamente traído a colación para plantear el problema del comercio de esclavos, después de que Gran Bretaña propusiera su abolición.3 La segunda invasión portuguesa sobre la Banda Oriental de Uruguay en 1816, bajo el pretexto de que España no era capaz de mantener la paz en sus fronteras, dio la oportunidad a Fernando VII para presentar una petición de ayuda frente a la Santa Alianza. La opinión de esta sobre tal materia estaba dividida. Gran Bretaña requirió de España la abolición de la esclavitud, una amnistía general sobre los insurgentes, derechos igualitarios para los súbditos americanos y garantizar el comercio libre en sus territorios ultramarinos. Austria y Prusia verían con buenos ojos dichas peticiones afines, como eran, a sus intereses económicos. Rusia, por otra parte, llevaba tiempo apoyando las pretensiones españolas por recuperar el control sobre Hispanoamérica.4

En 1818 las tornas giraron. El Congreso de Aix-La-Chapelle restauró, con ciertas limitaciones, la monarquía de Borbón francesa, y el país entró a formar parte de la Santa Alianza. Dos años después, además, se producía en España la revolución liberal de 1820, instaurando un régimen constitucional que terminaría contagiando, poco después, a los territorios de Nápoles, Portugal y Piamonte.5 A partir de entonces, entre 1820 y 1821, la política de la Santa Alianza se centrará mayormente en frenar los levantamientos liberales sucedidos en Italia, sumiéndose en el miedo al contagio revolucionario en sus propias fronteras.6 Entre enero y mayo de 1821 se celebró el Congreso de Laibach, en el cual se estableció el derecho de la coalición a intervenir en cualquier Estado europeo que, a causa de una rebelión liberal, supusiera una amenaza para alguno de sus miembros. Poco después Austria invadió Nápoles, aboliendo el nuevo gobierno constitucional y restaurando la monarquía absoluta.7

A pesar de que en un principio la intervención en España parecía descartada, en julio de 1822, tras la derrota de los reaccionarios en Madrid, la llegada de los exaltados al gobierno español incrementó la presión ejercida desde Europa sobre el régimen constitucional, especialmente desde Francia.8 Se inició entonces una brecha entre voluntades, puesto que desde Inglaterra, Wellington, bajo las directrices del secretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido, George Canning, redactó en noviembre de 1822 un memorándum en favor de otorgar el reconocimiento a los países Hispanoamericanos, visto que España parecía ser incapaz de retenerlos bajo su autoridad y mantener, por tanto, la estabilidad del comercio atlántico; sin embargo, las demás potencias se negaron. Rusia alegó que Fernando VII, una vez recuperara el poder absoluto, podría establecer de nuevo su control sobre América.9

Poco después, entre octubre y diciembre de 1822, Francia presentó ante la Santa Alianza la petición de apoyo en caso de que tuviera que romper relaciones diplomáticas con el gobierno español. La causa era, una vez más, el posible contagio revolucionario a través de la frontera pirenaica. Y a pesar de que Gran Bretaña se negó a cualquier tipo de intervención, los demás países de la coalición mostraron su apoyo al país galo. El resultado es de sobra conocido: en abril de 1823, Francia, mediante el contingente Los Cien Mil Hijos de San Luis, invadía España, retornando el trono absoluto a Fernando VII y dando fin al Trienio Liberal (1821-1823).

La importancia que tuvieron todos estos acontecimientos en la política exterior de las nuevas repúblicas fue fundamental. Autores como Juan Diego Jaramillo, por ejemplo, han estudiado la relación entre Bolívar y Canning en un intento, bastante fructífero, de demostrar cómo el caudillo de la independencia se acercó a Gran Bretaña, buscando una alianza, ante el miedo a una invasión europea de los territorios americanos. Otros autores como Mark Jarrett y Ulrike Schmieder han explicado el papel que la cuestión americana tuvo en los Congresos de la Santa Alianza.10 Falta profundizar, no obstante, en este tema, sobre todo en cómo diferentes Estados americanos pudieron ver influida su vida político-social gracias al miedo surgido ante la posibilidad de una invasión europea. Además de los estudios de Jaramillo, existen también textos como el de Franklin W. Knight, quien publicó un artículo sobre el impacto que tuvo el Congreso de Viena en la política caribeña.11

Este trabajo se centrará en el imaginario político mexicano del Primer Imperio, en cómo este reflejó todo aquello que se estaba orquestando al otro lado del océano y configuró la opinión pública del país ante la amenaza de una posible invasión.12 Se analizarán artículos de periódicos y panfletos, monográficos y ensayos que mostrarán que aquello que parecía tan lejano se convirtió en un peligro real a medida que los acontecimientos en Europa se consumaron con la invasión francesa sobre España en 1823. Se parte de la hipótesis de que incluso en aquellos primeros momentos de independencia, cuando la vida política se fracturaba en la inestabilidad propia del desacuerdo entre las tendencias ideológicas, las noticias recibidas sobre los planes de la Santa Alianza influyeron de forma determinante en la visión de la posición de México en la política internacional de muchos intelectuales mexicanos. Y esto, por supuesto, incidiría de forma decisoria en los argumentos pro y antimonárquicos que condicionaron el debate público durante el periodo del Primer Imperio mexicano.

LA AMENAZA EUROPEA CONTRA LA INDEPENDENCIA AMERICANA

En febrero de 1821, tras más de una década de guerra, Nueva España declaró su independencia. El día 24, del pacto entre realistas e insurgentes, surgió el Reino de México, un Estado autónomo que se erigía sobre las tres garantías de la nueva Bandera Trigarante: la unión entre americanos y europeos, la Religión católica y la Independencia. Mediante el Plan de Iguala, Agustín de Iturbide, quien había luchado por el bando realista, proponía la instauración de una junta temporal que administrara el territorio hasta la llegada al país de Fernando VII. El rey, que representaba el último nexo de unión con la metrópoli, gobernaría bajo los límites establecidos por las instituciones propias de los regímenes liberales y por el texto constitucional gaditano.13

Meses después, el 24 de agosto, Iturbide, junto a Juan de O´Donojú, jefe político de la Nueva España desde julio de 1821, establecían los Tratados de Córdoba, documento que ratificaba el Plan de Iguala declarando a México nación imperial soberana e independiente, instituida a modo de monarquía constitucional. Se declaró entonces la vigencia de la Constitución española de 1812 hasta que México pudiera redactar un texto propio. El rey se establecía como cabeza de la regencia, órgano que ejercería como poder ejecutivo y, bajo el principio de representación nacional, se anunciaba la necesidad de convocar un Congreso Constituyente, el cual daría voz y voto a la voluntad del pueblo mexicano.14 Nacía así el Primer Imperio mexicano, cuya legitimación anclaba sus raíces en las máximas del liberalismo político, optando por establecer como modelo de gobierno una monarquía moderada, donde la prerrogativa regia quedara limitada por el buen funcionamiento de las instituciones parlamentarias.15

Uno de los puntos más debatidos fue la llamada a los Borbones para ocupar el trono mexicano. Incluso para muchos de aquellos que apoyaban la idea de crear una monarquía constitucional, la consecución de una independencia plena no parecía compatible con la idea de entregar el gobierno del país al monarca hispano,16 mucho menos después de conocerse cómo Fernando VII había abolido el régimen liberal español en 1814.17 España solo había podido regresar al modelo constitucional en 1820, tras el levantamiento armado de Rafael del Riego.18 Durante los meses de verano de 1821, además, muchos mexicanos seguían pendientes de los resultados de las sesiones de Cortes que estaban teniendo lugar en Madrid. Allí, una Comisión especial, creada para proponer un plan de pacificación para los territorios americanos, estaba redactando un documento que proponía la creación de una monarquía confederada donde se estableciera cierta autonomía en las provincias ultramarinas, manteniendo, eso sí, el nexo con España a través de su soberano.19 La infructuosidad de las negociaciones, sumada a la clausura de las cortes en julio de 1821, llevó a que la situación de estancamiento se alargara hasta marzo de 1822, cuando Fernando VII declaró nulos los Tratados de Córdoba, desconociendo así la independencia de México y creando en el país del septentrión la necesidad de buscar un nuevo soberano.20

Durante estos meses, los argumentos en contra de la llamada a los Borbones fueron constantes en la esfera pública mexicana. Panfletos, periódicos, ensayos, e incluso odas, hicieron referencia a la inconveniencia de ungir a un Borbón en territorio americano, otorgándole el derecho de decidir sobre la autonomía del país. Desde Filadelfia, Vicente Rocafuerte, aclamado republicano, habló sobre la incompatibilidad de los monarcas con los sistemas liberales, puesto que estos últimos eran, a fin de cuenta, valedores de la igualdad de derechos individuales. ¿Cómo podía compaginarse aquello con que una persona fuera capaz de perpetuarse en el poder, convirtiéndolo en un bien familiar y hereditario? También habló de la tendencia anticonstitucional del monarca, quien se convertiría —decía— en un enemigo inevitable de la independencia.21

Entre estos testimonios también se dejaron oír algunos otros que vinculaban el posible fracaso de la emancipación mexicana con el contexto internacional, más específicamente, con las proyecciones políticas de la Santa Alianza europea. La búsqueda del equilibrio político-territorial entre las potencias monárquicas que componían la coalición —Rusia, Austria, Prusia e Inglaterra— había logrado que el miedo al contagio revolucionario se convirtiera en un elemento crucial en las negociaciones posbélicas acontecidas en Europa desde 1814, y la posibilidad de intervenir en aquellos territorios liberales que representaran una amenaza a la estabilidad del continente, en algo factible. El levantamiento de Rafael del Riego en España había supuesto que en 1820 el orden de gobernabilidad establecido fuera interrumpido de forma violenta, recordando de forma incómoda lo que había ocurrido en Francia en 1789. Poco después, las revoluciones en Portugal, Nápoles y Piamonte parecieron dar la razón a aquellos que pensaban que el liberalismo radicalizado no era solo un riesgo interno en los Estados que lo sufrían, sino también para aquellos países vecinos que podían verse contagiados por la oleada sediciosa.22 Siendo la Monarquía hispana integrante de la coalición desde 1816, oficialmente desde 1817, algunos testimonios mexicanos mostraron el temor existente ante la posibilidad de que la política intervencionista europea no respetara sus fronteras continentales, extendiéndose hasta territorios americanos.

LA SANTA ALIANZA EN EL ANTI-BORBONISMO MEXICANO (1821-1822)

Mientras en Europa se decidían las fronteras del nuevo mapa político continental, México se debatía, a finales de 1821, sobre la viabilidad de ofrecer el trono nacional a un Borbón. Desde Filadelfia, influenciado sin duda por los textos de Vicente Rocafuerte, Servando Teresa de Mier escribió su Memoria político instructiva, publicada en 1821. En su obra, Mier, padre dominico mexicano que había asistido como oyente a las Cortes de Cádiz de 1810 y que era defensor fehaciente de la independencia absoluta de las Américas frente a España, llegó a la conclusión de que entregar la Corona mexicana a un Borbón era introducir al país directamente en la guerra europea. Desde su defensa del sistema republicano, y junto a la idea de que las monarquías eran, en general, incompatibles con los regímenes liberales, Mier afirmó que el Plan de Iturbide no era sino un intento de velar por los intereses particulares de algunos pocos mexicanos, y por el espíritu de la Santa Alianza. El Plan de Iguala se le presentaba al autor a modo de cebo conveniente para engañar a aquellos que, influidos por la idea de recuperar el antiguo Imperio mexicano, no verían que en realidad se estaba entregando México a una Europa coaligada. Solo eso podía explicar que estuviera tan bien hilado, tan bien combinado, en realidad, con todos aquellos sucesos que de forma rápida iban tejiendo el mapa político de las potencias monárquicas europeas.23

Las intervenciones de la Santa Alianza sobre gobiernos soberanos como el de Nápoles suponían para el autor la confirmación de que el pacto continental que pretendían alcanzar no tenía otro propósito que el de iniciar una cruzada monárquica y antiliberal. Y su meta final —diría— era interrumpir las independencias hispanoamericanas. Bajo esta premisa, el establecer un imperio, a pesar de que este viniera disfrazado con ropajes constitucionales, solo pretendía otorgar a México una autonomía relativa, bajo el control de un príncipe español que estaba atado, además, a las decisiones de las potencias europeas. La Santa Alianza —expresaba— se había propuesto asentar la idea de que los reyes tenían la potestad absoluta sobre el designio de sus reinos. Que su legitimidad para gobernar venía precisamente de la tradición que los había perpetuado en el poder. Y eso, afirmaba el autor, era la base sobre la cual articulaban la teoría de que: “cuantas variaciones o modificaciones de gobierno intenten las naciones para su bienestar son turbulencias del espíritu revolucionario del siglo, sediciones y rebeliones que castigará la Santa Alianza en Júpiter tonante”.24 El Primer Imperio mexicano se mostraba así, para Mier, como el intento por parte de unos pocos por imponer de nuevo la soberanía de un rey que se erigía sobre los suyos como una suerte de Dios. Un rey que, “por los enlaces de familia, de los tronos y de los intereses de Europa, [los] enredase en las querellas y guerras interminables de esa prostituta vieja, podrida, intrigante y menesterosa, como Napoleón llamaba a Europa”.25

No era la primera vez, como ya se mencionó, que Mier defendía la necesidad de una independencia completa. Casi una década antes, durante su exilio en Inglaterra en 1811, el fraile dominico había protagonizado ya un intenso debate con Blanco White, pródigo hijo del liberalismo hispano. Frente a la idea de White de que América no estaba preparada para formar sus propios gobiernos, inestable como era a causa de su inexperiencia,26 Mier creía que esta llegaría prontamente a través de la práctica. La independencia limitada —decía— era solo un modo de perpetuar una servidumbre que se había alargado durante más de tres siglos, manteniendo a las Américas en eterna servidumbre con un territorio ínfimamente menor al propio. El Plan de Iguala, que se adaptaba a las corrientes más conservadoras del liberalismo proponiendo una Constitución mixta, solo podía representar para el autor un intento de adaptar la situación mexicana a las querencias políticas de la coalición monárquica europea, lejos del liberalismo revolucionario que tanto parecían temer.

Hay que tener en cuenta, además, que las noticias sobre los planes intervencionistas de la coalición habían empezado a llegar a México a mediados de 1821. El 23 de junio, por ejemplo, la Gaceta del Gobierno de México reprodujo un artículo inglés del mes de febrero, que anunciaba que un cuerpo del ejército austriaco, compuesto, al menos por 60 000 hombres, avanzaba sobre Nápoles. También se mencionaba la aparición de un manifiesto en el que se declaraba que la invasión no se estaba realizando a nombre de Austria, como potencia individual, sino como miembro de la Santa Alianza y, por tanto, en nombre de esta.27 Poco después, el 31 de julio, el mismo periódico reprodujo otro artículo, esta vez de un periódico francés, que anunciaba a fecha de 20 de marzo, que la gravedad de los asuntos acontecidos en el territorio italiano, sumado a las revoluciones de España y Portugal, obligaba al gobierno francés a tomar parte en el asunto. Debía considerarse también la amenaza que representaba Rusia, dispuesta como estaba a mandar un ejército a través de toda Europa para apaciguar la situación. ¿Qué país europeo quería darle libertad a Rusia para acampar sus ejércitos por todo el continente? Por no hablar —indicaban— de la situación en que se encontraba Austria: “¿No se halla ella misma en vísperas de tener que refrenar en su propio seno los impacientes deseos de sus engañados vasallos, o acaso ceder en fin a sus justos clamores?” Ante este estado de las cosas, anunciaba el periódico, que Francia no podía permanecer neutral, porque los sucesos que estaban sacudiendo a Piamonte eran una amenaza latente a sus propias fronteras, que podrían sucumbir a las ideas revolucionarias e iniciar, en sus provincias, un movimiento semejante.28

Junto a los argumentos de Mier y las alusiones a las iniciativas de la Santa Alianza los hubo también quienes quisieron defender el proyecto imperial de Agustín de Iturbide como un elemento independiente, y completamente ajeno, a las coaliciones monárquicas europeas. El 6 de octubre de 1821, apareció en la Gaceta oficial de México un texto que iniciaba su discurso recordando a sus lectores la diferencia “tan asombrosa” que se advertía entre la actitud del emperador alemán, del Zar de Rusia, del rey de Prusia y de sus aliados, con la que había mostrado el caudillo de la independencia mexicana, “el Excelentísimo Sr. Iturbide”. Los primeros —indicaba— hacían caso omiso de los derechos de gentes para esclavizar a otros Estados soberanos; mientras, en México, Iturbide se esforzaba por otorgar la libertad a su patria “fundando un Imperio que va a llenar la tierra con el esplendor de su acertado gobierno”. Los monarcas de la Santa Liga se habían olvidado de los derechos de sus súbditos para dar cabida a sus ambiciones personales; Iturbide, por otra parte, había alentado a sus conciudadanos para que se mantuvieran libres e independientes, “dirigiéndolos por el camino de la virtud y de la gloria”. Los reyes europeos no querían separarse de ninguna de sus facultades, puesto que pretendían conservar su autoridad mediante el despotismo; Iturbide, sin embargo, se había desprendido de todo lo que su propio mérito había dispuesto para él, evitando el abuso de la autoridad que la opinión pública había depositado sobre él. Se mostraba, además, obediente a la Junta temporal, construyendo las bases de su gobierno sobre las dos máximas de la moderación y la libertad.29

Era sin duda un intento de reconciliar la independencia y el régimen constitucional del Imperio con aquello que parecía verter sombras amenazantes desde una Europa monárquica e intervencionista sobre aquellos países que se levantaban en pro de sus gobiernos liberales. México, después de todo, no debía ser vinculado con las proyecciones de una coalición que pusiera en riesgo la integridad de su legitimación como Estado soberano. Y este necesitaba construirse sobre su autonomía política, que se dibujaba como entidad independiente a los deseos expansionistas de la antigua metrópoli. Se buscaba, en conclusión, marcar una línea divisoria entre aquellos que se comportaban como monarcas absolutos, vinculados en el imaginario popular al despotismo y la tiranía, y la monarquía constitucional que se pretendía asentar en México. Ambos modelos debían perfilarse como sistemas dispares, con bases políticas que se establecían sobre premisas completamente diferentes: una mediante la reunión de todos los poderes bajo el mandato único del soberano y la otra a través de la separación de los poderes del Estado bajo la supervisión de las instituciones liberales.

Las disensiones en torno a la figura de Fernando VII como posible soberano en el país llegaron a su cúspide en febrero de 1822, cuando el rechazo de las Cortes españolas a reconocer los Tratados de Córdoba destruyó la posibilidad de entregar el trono a un Borbón.30 A partir de entonces, la legitimación del Imperio dio necesariamente un giro, esta vez para reinventar la figura del que sería el primer emperador mexicano: Agustín de Iturbide, quien una vez se alzó como el Héroe de Iguala, como libertador de México, debía ahora convertirse en Padre de la Patria. En un héroe liberal digno de regir un imperio constitucional.31

Durante los dos meses siguientes, las expresiones afines a la República se multiplicaron en la esfera pública, alzándose como posibles alternativas a la monarquía constitucional propuesta por el Imperio. Era el momento perfecto, además, ya que la estabilidad política del gobierno había sufrido un duro golpe tras el rechazo español de los Tratados de Córdoba, resolución que terminó ocasionado un claro endurecimiento de “la política mexicana hacia España”.32 En este contexto de disyuntivas políticas, las voces alternativas debieron encontrar mayor facilidad a la hora de difundirse.

Fue también en este contexto que el general José García Dávila escribió a Agustín de Iturbide en marzo de 1822, desde el fuerte de San Juan de Ulúa, ofreciendo su ayuda para reconquistar el territorio mexicano a favor de la Monarquía hispana.33 Aquello sería utilizado por Iturbide para solicitar ante el Congreso un incremento de las tropas imperiales, petición que fue rechazada bajo la acusación de querer centralizar todo el poder político en su persona con la ayuda de las armas.34 El futuro emperador, paralelamente a la campaña propagandística que inició mediante la publicación de las cartas de Dávila en la prensa nacional, amenazó al Congreso con abandonar sus cargos políticos si no se mejoraban las condiciones del ejército. Como es bien sabido, aquello no fue necesario.35

Tan solo unos días después, durante la noche del 18 de mayo de 1822, en las calles de la capital mexicana surgieron diferentes levantamientos a grito de: ¡Viva Agustín I! Se dio el caso, por ejemplo, del sargento Pío Marcha, del regimiento de Celaya, que condujo a su destacamento y a una masa exaltada de ciudadanos hacia la residencia del caudillo Iturbide, pidiendo su coronación inmediata. Al día siguiente, el Congreso Constituyente se reunió en sesión extraordinaria para decidir qué se debía hacer a continuación con el trono vacante. La votación, que se realizó entre discusiones sobre si los diputados tenían o no la legitimidad de decidir por sí mismos sobre tan importante materia, resultó favorable para Iturbide, que sería coronado oficialmente el 21 de julio de 1822, para júbilo de algunos y afrenta de otros.36

Y entre medias, noticias que se referían a las proyecciones políticas de la Santa Alianza seguían apareciendo en la prensa del país, acrecentando el clima de intranquilidad. Durante el mes de abril, un ciudadano anónimo que firmó bajo la inicial de “F” escribió un panfleto afirmando que todos los Borbones, ya fueran españoles o europeos, eran “individuos hermanos y cófrades de la Santa Alianza europea”. Que Fernando VII, quien el gobierno mexicano quería coronar como emperador del septentrión, era uno de los soberanos de la Europa y que se hallaba comprometido, como tal, a ayudar a los emperadores de Rusia y Alemania, y a los reyes de Francia, Prusia, Cerdeña y Nápoles, a mantener su poder absoluto.37 A juicio del autor, la coalición monárquica era hija del miedo surgido en las potencias europeas tras comprobar cómo el liberalismo triunfaba en países como España y, por consiguiente, su objetivo principal era luchar contra la soberanía de los pueblos libres. Aquella había sido la motivación de Fernando VII al regresar a España tras su cautiverio y abolir el régimen constitucional. ¿Qué les aseguraba a los mexicanos que el rey no haría lo mismo de trasladarse a México?, se preguntaba. ¿Cómo confiar que respetara la independencia de un territorio que aún consideraba como patrimonio personal? La respuesta parecía ser clara: aquello era un sueño imposible.38

Unos meses después, tras haberse decidido en el Congreso la próxima coronación de Agustín de Iturbide, la Gaceta del Gobierno Imperial de México publicaba el 8 de junio un artículo en el que avisaba que España no estaba dispuesta a renunciar a sus derechos sobre las provincias españolas en América del Sur. Las Cortes madrileñas —señalaba—, habían anulado el pacto entre Agustín de Iturbide y Juan de O´Donojú, considerando “una violación de los tratados existentes el reconocimiento parcial o absoluto de la independencia de dichas provincias, antes de que las diferencias entre ellas y la Madre Patria no se ajusten”.39 Y a raíz de esta premisa, parecía factible plantearse si acaso el miedo a perder sus propias “colonias o vasallos”, incidiría sobre las acciones de las potencias europeas, empujándolas a ayudar a España a reconquistar lo que antaño fueron sus territorios americanos. La coyuntura política interna mexicana había tornado las prioridades del gobierno imperial, y la necesidad de asentar la legitimidad del nuevo monarca suponía marcar una separación definitiva entre las pulsiones unionistas de España y el futuro de los Estados americanos. La política externa tomaba un papel fundamental en la proyección política imperial, puesto que las acciones que se tomaran del otro lado del océano, parecían determinantes para la estabilidad de un Estado que, por encontrarse en proceso de formación, poseía unas bases institucionales aún frágiles.

LAS PROYECCIONES IMPERIALISTAS DE ESPAÑA BAJO EL SOSTÉN DE LA SANTA ALIANZA

El año 1822 fue complicado para México. Después de la coronación oficial de Agustín de Iturbide el 21 de julio, la situación política no pareció estabilizarse. Más bien, las disensiones entre los diferentes bandos en el Congreso hicieron de la toma de decisiones un arduo trabajo. A los debates en torno de las milicias nacionales, los comisionados españoles y la fuga de capitales se unieron cuestiones tan fundamentales como la necesidad de instituir un Tribunal Supremo. La cuestión de decidir sobre quién recaía la responsabilidad de elegir a sus miembros se convirtió rápidamente en una cuestión complicada, porque ponía en evidencia la lucha entre el poder representativo y el ejecutivo por establecer su preeminencia sobre el contrario.40 La situación resultó en la organización de una serie de conspiraciones que durante los meses de verano se verían desbaratadas por la actuación del gobierno; se les llamó conspiraciones republicanas, pues entre sus filas destacaron personajes como Servando Teresa de Mier y Miguel de Santamaría, representante de la Gran Colombia en México, pero también recibieron apoyos de conocidos monarquistas como José María Fagoaga.41

La detención de algunos miembros del Congreso a causa de dichas conspiraciones culminó en la disolución de la Asamblea Constituyente el 31 de octubre de 1822, ante la imposibilidad de seguir con su función principal: la de redactar una Constitución.42 Las disensiones entre sus miembros habían llegado a tal punto que fue imposible elaborar un nuevo consenso entre aquellos que parecían perdidos en debates sobre su propia legitimidad. El 2 de noviembre, en sustitución al destruido Congreso, Iturbide erigió la Junta Nacional Instituyente, organismo compuesto por 47 de los antiguos representantes; sin embargo, esto no logró solucionar la creciente inestabilidad política del país.

Poco después, a inicios de diciembre, apareció en Veracruz un levantamiento republicano encabezado por el general Antonio López de Santa Anna, que desembocó más adelante en la publicación del Acta de Casa Mata.43 Dicho documento, redactado por los miembros del ejército realista bajo el mando del general Echávarri, demandaba que “se instalara el Congreso a la mayor posible brevedad”.44 Al contrario que sucedía con las reclamaciones de Santa Anna, que exigían un cambio en el modelo de gobierno y la destitución del emperador, el Plan de Casa Mata no reclamaba ninguna medida provisoria contra Iturbide.45 Aun así, la inestabilidad política precipitó que el 19 de marzo de 1823, tras la apertura de la nueva asamblea constituyente, el emperador renunciara a su cargo. Era el final del Primer Imperio mexicano.46

Estos sucesos propiciaron que durante los últimos meses de 1822 y los primeros de 1823, la estabilidad política se convirtiera en un elemento crucial dentro del debate público. Ello, como se verá a continuación, tuvo que ver con el miedo que seguía presente entre la sociedad de volver a reabrir la contienda bélica que había devastado al país durante más de una década. Desde su pluma privilegiada, el pensador liberal Fernández de Lizardi recordaba por esas mismas fechas cómo el honor, la salud y las riquezas eran los mayores bienes que un hombre podía desear. Eran de ese tipo de bienes, además, que uno no sabía apreciar cuando los tenía, pero que, una vez perdidos, “apenas sabe cómo lamentarse de su falta”. Para el autor, existía otro bien que los precedía a todos: la paz. Este era —decía— el requisito previo para poder gozar de los demás, puesto que, no habiendo paz, no sería posible conservar ni el honor, ni la salud, ni las riquezas.47

México había logrado asentar la paz a través de la constitución de un gobierno liberal, un gobierno establecido a modo de monarquía constitucional que garantizaba la estabilidad del país, tanto en su contexto interno como externo. A juicio del autor, la idea de que México no debía temer a las potencias extranjeras no era sino una falacia. Se señalaba que España no tenía recursos suficientes como para volver a hacer la guerra, perdida como estaba en sus conflictos internos. Francia continuaba también inmersa en su guerra de partidos políticos, que se debatían entre coronar a un Borbón o a “Napoleoncito II”. Inglaterra estaba más enfocada en extender sus redes comerciales que en colonizar territorios. Y la Santa Alianza pronto quedaría destruida bajo sus propias disensiones. Bajo este contexto, expresaba que la coalición haría bien en desconfiar del “formidable ruso”. ¿A quién debían entonces de temer los americanos?48 Según Lizardi, a todos los Estados del mundo. La supuesta debilidad de las potencias europeas, aun de ser cierta, no sería suficiente si México no conseguía el reconocimiento de su independencia y de su forma de gobierno, e incluso así, si se lograra entablar relaciones recíprocas con cada uno de los Estados europeos, nada debía darse por sentado. Porque “nadie falta a su palabra y a la buena fe más fácilmente que los reyes. En teniendo cañones, tienen razones”. México debía luchar de esta manera por encontrar la estabilidad interna que le permitiera establecer una política externa eficaz.49

Para el mes de diciembre, a la inestabilidad asociada al levantamiento republicano en Veracruz se sumaba otra noticia alarmante: la celebración del Congreso de Verona en Europa. Sería el mismo Lizardi quien escribiría, a inicios de mes, sobre una carta que había recibido el 20 de noviembre de 1822. Al parecer, la reunión del Congreso de la Santa Alianza en Verona para tratar todos aquellos asuntos concernientes a la política continental europea ponía sobre la mesa de negociación de la coalición la cuestión americana. Esto, a juicio de Lizardi, necesitaba la atención urgente por parte de los dirigentes mexicanos. Más aún, si se tenía en cuenta que el gobierno español pretendía enviar comisionados a México para determinar la posibilidad de una reversión de la soberanía nacional. Tal afrenta, pensaba Fernández de Lizardi, coincidía además con la situación de inestabilidad que se vivía en Veracruz, que se encontraba amenazada por el levantamiento de Santa Anna, quien había proclamado el Plan de Veracruz el 2 de diciembre, declarando a México libre para instituirse en República, y sufría el asedio del fuerte de San Juan de Ulúa, aún bajo el control de las tropas españolas.50

Durante aquel mes convulso, la prensa imperial dejó notar, en diferentes ocasiones, la amenaza que se cernía sobre México desde el continente europeo. El 7 de diciembre, por ejemplo, la Gaceta Imperial de México reprodujo una noticia aparecida en un periódico francés el 15 de agosto de 1822.51 En él se convenía que, efectivamente, el Congreso de Verona era el resultado de una “estipulación hecha en el de Laybach”. Este último había pronosticado la agitación que en 1822 asolaría los territorios italianos, propiciando la posterior intervención austríaca en Nápoles. Se les había declarado Estados revolucionarios y ofrecido, como tal, el derecho a las potencias europeas a intervenir en sus asuntos internos. Los Congresos, continuaba el redactor, representaban la base sobre la cual actuaban los intereses individuales de unos cuantos príncipes, puesto que las ideas que se mostraban en ellos no solían disentir unas de otras.52

El problema radicaba en que sus expectativas no se habían cumplido. Allí donde se esperaba encontrar una España contrarrevolucionaria —exponían—, habían hallado un país más convulso que nunca. Prueba de ello eran los sucesos que el 7 de julio de 1822 habían sacudido la ciudad de Madrid, cuando los realistas trataron de tomar el Ayuntamiento para restituir el orden monárquico prerrevolucionario. Estos acontecimientos, que habían descompuesto “toda máquina política de la Europa”, habían alertado a los gabinetes europeos asentados en la capital española, convirtiendo el contexto continental en un espacio tan imprevisible que era difícil poder realizar planes más allá del cortoplacismo.53

La noticia del Congreso de Verona había alertado, se afirmaba en el artículo, a los grupos más belicosos, dando como resultado que algunos de ellos se prepararan para entrar en batalla. ¿Creían acaso las potencias europeas que España era un país débil en el que intervenir fácilmente? España —señalaba— se ha “batido contra los moros por espacio de 775 años [y ha] lanzado desde Cádiz a Bayona a los ejércitos de Napoleón”. En España, “es de precepto […] el reunirse contra todo extranjero armado que se atreva a pisar aquel territorio”. La intervención, al fin, requería de un esfuerzo material y humano que la Santa Alianza no estaba en disposición de ofrecer:

Burke decía, que jamás dejaba la guerra a una nación sojuzgada. La guerra de Napoleón ha hecho de los españoles un pueblo nuevo; si hubiera otra guerra, aún llegaría este pueblo a adquirir otra cualidad. Es preciso, pues, no jugar con él; y si el ángel exterminador vuelve a levantar el estandarte fúnebre de Barcelona, ¿irá la Santa Alianza a hacerle frente? No hay duda de que es muy poderosa esta Santa Alianza, pero ¿de qué sirve el poder del hombre contra los elementos?54

El trasfondo era claro: la intervención militar sobre el territorio español para restaurar el orden borbónico preconstitucional era una amenaza a la estabilidad de Europa. Dicho mensaje, anunciado en un periódico mexicano, dejaba ver, sin embargo, que dicha intervención era una posibilidad real. Que el régimen liberal que gobernaba en España podía verse demolido por la fuerza armada de una alianza extranjera. ¿Qué suponía eso para el Estado mexicano? ¿Podía poner bajo amenaza aquello que trataban de construir bajo el estandarte de su independencia? La respuesta parece clara: sí que podía. Aquel miedo al contagio revolucionario que simulaba guiar los pasos de la Santa Alianza, bien podía ver en el continente americano una sombra larga y amenazante hacia su propia perdurabilidad.55

La siguiente noticia que hizo referencia a la Santa Liga desde la prensa mexicana era incluso más clara en cuanto a estos temores. El 31 de diciembre de 1822, la Gaceta Imperial de México reprodujo otro artículo perteneciente a la prensa francesa. En él, los redactores recolectaban testimonios aparecidos en otros periódicos sobre la cuestión española y las potencias europeas. Del Constitucional, por ejemplo, recogía la noticia de que en Francia los que se llaman “las bayonetas al socorro de la libertad”, clamaban porque Europa diera su consentimiento para socorrer a España, igual que lo había hecho con Nápoles. La coalición monárquica parecía, no obstante, reacia a tomar tal decisión, y tanto Austria como Gran Bretaña “se [hallaban] dispuestas a favorecer las miras de los facciosos de la península y que al contrario [deseaban] que se los abandone a sus propios esfuerzos”. Del Diario de Tolosa también seleccionaba la crítica realizada hacia aquellos que señalaban a Francia como autora de las revoluciones localizadas en la península:

estamos autorizados de nuevo para declarar, dice, que la Francia continuará observando la neutralidad armada, cuyos beneficios han conocido ya los dos partidos; pero que sabrá hacer respetar su territorio y su independencia, al mismo tiempo que cumpla con el dulce y sagrado deber de la hospitalidad.56

Así, a pesar de que para finales de 1822 la posibilidad de una intervención europea en España se percibía como una amenaza, algunas de las noticias dejaban entrever que la situación no auguraba completamente el final del gobierno constitucional hispano. La cantidad de noticias aparecidas en prensa durante aquellas mismas fechas demuestra que el temor hacia la coalición debía estar ya implantado en el imaginario público. A medida que el final del Imperio dio paso a la conformación de la Primera República, las cosas fueron cambiando, porque lo que antaño se dibujaba como una mera posibilidad, se iba haciendo cada vez más factible. Y si la Santa Alianza finalmente decidía intervenir en España, aboliendo el liberalismo para restaurar los poderes absolutos en la persona de Fernando VII, entonces América no estaba fuera de peligro aún.

LA AMENAZA DE SAN JUAN DE ULÚA

El mismo día que Agustín de Iturbide dio su discurso de apertura del nuevo Congreso Constituyente el 7 de marzo de 1823, José Joaquín Fernández de Lizardi publicaba un panfleto que tenía como objetivo principal mostrar las opciones que se abrían para México ante el futuro incierto del Primer Imperio. Iniciaba su discurso lamentándose sobre aquellos reyes que desde Europa se erigían en opresores de la libertad. Reyes que, como Fernando VII o sus aliados de la Santa Liga, necesitaban viajar a la América Septentrional para aprender a respetar los derechos de los hombres. Allí podrían conocer la ilustración, huyendo de los consejos malintencionados de aquellos que los rodeaban en un coro perverso de aduladores. Aprenderían también a gobernar como ciudadanos y no como dioses, solo así lograrían comprender que la ambición ciega de sus ministros les hacía ignorar el bien general, centrando su atención únicamente en sus intereses personales.57 Lizardi comparaba entonces a los monarcas de la Liga Europa con monstruos de la humanidad, advirtiéndoles de que la libertad conseguida en América mostraría lo equivocado de aquellos tronos establecidos sobre la sangre, la ambición y la tiranía.

La vinculación del monarca hispano con los reyes de la Santa Alianza no parece en este contexto un argumento aleatorio en el discurso del autor. La crítica a las monarquías venía de la mano con la necesidad de justificar el fracaso del Primer Imperio mexicano, salvaguardando la imagen personal del Héroe de Iguala, porque para Lizardi, la caída del Imperio se había debido más a los malos consejos de los ministros que a la actitud del emperador. Era el problema general de las monarquías, asumiría el escritor, el caer en tendencias despóticas, desprotegidas como estaban a los intereses particulares de aquellos que terminaban acaparando el poder de gobernar. Y las potencias aliadas aparecían en el escenario internacional como un ejemplo perfecto de dicho comportamiento despótico, como enemigas naturales de todo gobierno que se había establecido sobre las bases liberales de un sistema constitucional.

Sería poco después, a finales de abril de 1823, cuando los temores de pensadores como Mier o Lizardi se vieron confirmados, llegando la noticia a México a través de las páginas de la Gaceta del Gobierno Supremo de México.58 En un artículo que reproducía lo anunciado en el periódico inglés El Mercurio de Liverpool, del 24 de enero de 1823, los redactores dejaban saber que Rusia, Austria y Prusia habían informado al gabinete de Madrid su descontento con las instituciones y la política del país. Una nota que —decían— “vituperan con más impertinencia las instituciones de España y respiran abiertamente un espíritu de opresión”. Las tornas parecían haber girado en el panorama internacional, y Verona había abierto de par en par la puerta a una posible intervención en España por parte de los aliados. La carta de Rusia, firmada el 14 de noviembre de 1822, declaraba además que el objetivo del Congreso había sido precisamente consolidar la paz en Europa, defendiéndola de todo aquello que pudiera comprometer la precaria paz que se había establecido. Aquello incluía, por supuesto, las conmociones que se sucedían en el interior de España. Asimismo, el Zar declaraba que las instituciones españolas actuales eran fruto de una revolución militar y que, por ende, daban pie a la legitimación de los cambios políticos producidos en los Estados a causa de las insubordinaciones militares. Esto, señalaba, era contrario a “la razón ilustrada de la Europa”. El artículo continuaba recordando cómo antes de que España sufriera una revolución:

toda la Europa había ofrecido a Fernando una intervención amigable, para restaurarle la firme autoridad sobre las provincias ultramarinas; pero, ¡Ah!, animadas por resolución de España, esas provincias se encontraron una apología para su desobediencia y se separaron de la madre patria, entonces sobrevino la anarquía y el desorden.

Consecuentemente, señalaba el Zar Alejandro I, se hacía a España responsable no solo de su inestabilidad interna, sino también de haber sido la causante de las revoluciones en los territorios vecinos de Nápoles y Piamonte, habiendo tratado de fomentar los tumultos más allá de sus fronteras. Así, afirmaban los redactores del Mercurio de Liverpool, el dirigente ruso elevaba al altar de los héroes a aquellos que luchaban, desde la sedición, contra el gobierno liberal español, mientras anunciaba que el peligro al que se había expuesto a la familia real española, sumado a las quejas de Francia, justas en la medida de que la amenaza de contagio revolucionario era real, dejaban las relaciones entre el gobierno español y ruso en “embarazos muy graves”.

El artículo del Mercurio concluía asumiendo un nefasto desenlace de todo aquel conflicto, pues el Zar había lanzado un ultimátum que difícilmente supondría una pacificación de la situación: si España se negaba a reinstaurar al régimen absolutista de Fernando VII, Rusia se uniría “a la cuadrilla de perros infernales que meditan la destrucción de las libertades nacientes de España”. Es decir, a aquellos que desde la coalición europea pedían por una intervención contra el sistema constitucional español. Y esto, se lamentaba el Mercurio, no era sino una propuesta falaz, puesto que aquello que se exigía resultaba completamente opuesto a lo que cualquier gobierno constitucional podía consentir. La intervención, así, estaba asegurada.

Efectivamente, los temores de los redactores del Mercurio no se hallaban desencaminados. En octubre de 1822, Francia había solicitado en el Congreso de Verona el apoyo de la Santa Alianza en caso de que una ruptura de relaciones diplomáticas con España la obligara a retirar a su representante de Madrid. También planteó la pregunta de cómo iba a ayudar la coalición monárquica en caso de que el conflicto llegara a tal punto que Francia se viera obligada a declarar la guerra a España. ¿Ofrecerían sus auxilios en caso de darse una intervención en territorio español? Por lo visto, en la conferencia realizada el 5 de noviembre, que reunió:

a los plenipotenciarios de las cinco grandes potencias, Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia, y Francia, se dieron las contestaciones a las citadas preguntas: la Rusia, Austria y Prusia se adhirieron en un todo a los deseos manifestados por la Francia, y ofrecían prestar todos los auxilios que pidiesen. La Inglaterra, por el contrario, pretextó que no tomaría parte ninguna siendo cuestión de una intervención armada en España, dando para ello su Plenipotenciario el duque de Wellington muchas razones contenidas en su largo memorándum.59

Inglaterra trató de ofrecerse como mediadora en el conflicto, pero Francia se negó, aludiendo a su derecho de defender su integridad territorial ante la amenaza revolucionaria que suponía España. Para 1823, todos los miembros de la Santa Alianza, a excepción de Inglaterra, habían escrito al gabinete español para expresar su descontento con el gobierno liberal. Francia subrayó, además, encontrar comprometidos sus intereses nacionales ante la amenaza de que la revolución cruzara sus propias fronteras. Efectivamente, meses más tarde, en abril de 1823, España era intervenida bajo la fuerza del ejército franco Los Cien Mil Hijos de San Luis, derrocando el gobierno constitucional y devolviendo plenos poderes a Fernando VII. Empezaba entonces la llamada Década Ominosa (1823-1833).

En México, la caída del Primer Imperio abrió también una época de inestabilidad política donde el debate se centró en qué modelo de Estado era más conveniente para el país. Las pujanzas federalistas desde las provincias parecían llevar la delantera en aquella carrera por posicionar sus opiniones como estandarte de la opinión pública. El miedo a la invasión extranjera no desaparecerá junto al gobierno monárquico de Agustín de Iturbide. A inicios de noviembre, por ejemplo, el Águila Mexicana reproducía una noticia de prensa publicada durante el mes de agosto de 1823 en Bayona.60 En ella se describían las preparaciones organizadas desde el ejército francés para la ocupación de la ciudad de Pamplona, reflexionando sobre el ánimo de uno y otro bando ante los avances del conflicto bélico.

Por esas mismas fechas, el 26 de septiembre de 1823, Fernández de Lizardi iniciaría también una serie de siete artículos que trataban sobre la amenaza latente que representaba la presencia española en el fuerte de San Juan de Ulúa.61 En el primero de todos, quien fue apodado como El Pensador Mexicano alertaba contra dos Santas Ligas que amenazaban la paz de México: una exterior y otra interior. La primera —decía— había dominado casi toda España, otorgando nuevas leyes opresoras a lo que una vez fue un régimen liberal. Se había sofocado así la representación nacional, sustituida por la voluntad absoluta de los monarcas. Estos, pensaba Lizardi, ungidos como estaban de falsas lisonjas, habían conseguido restituir su ilusoria soberanía solo mediante la fuerza de sus armas. ¿Se olvidaría la Santa Liga de las Américas? Se preguntaba el autor. ¿Acaso “no le causará temores y recelos su independencia de España?”

Lizardi creía que América continuaba siendo la “niña rica y bonita” a cuya posesión siempre había aspirado Europa. Era por tanto imposible que, una vez ocupada España, no se centrasen sus ambiciones en las antiguas colonias ultramarinas: “¿Qué otra cosa significa la reinstalación del Consejo de Indias, sino que no reconoce nuestra independencia, que la tiene por usurpación o rebelión, y que no perderá tiempo para hacernos la guerra más hostil y reconquistamos para sí y para España?”. Asimismo, cualquier intento de invasión por parte de un ejército europeo, afirmaba el Pensador, conseguiría crear grandes estragos en México. De hacerse la coalición con un pequeño territorio dentro del septentrión, contaría luego con la ayuda de todos aquellos que pertenecían a la Santa Liga interna: afines al gobierno de Fernando VII que guardaban aún sus ilusiones de retornar al antiguo estado de las cosas. ¿Por qué sino iba España a conservar el castillo de San Juan de Ulúa?, se preguntaba Lizardi. Solo la reconquista podía considerarse una respuesta consecuente al contexto internacional.

Algo similar debió pensar Servando Teresa de Mier cuando el 13 de diciembre de 1823 se pronunció respecto al modelo de Estado Federal que México debía implementar.62 En su defensa de un modelo republicano, Mier se inclinó por un término medio, que no otorgase tanta autonomía a las provincias como el sistema estadounidense, por ejemplo, pero que tampoco fuera tan estático como el de la Gran Colombia o el Perú. La desunión que se dejaba notar entre los diferentes Estados suponía, después de todo, una desventaja frente a aquellos que desde el exterior representaban una amenaza a la integridad nacional. Entonces, ¿cómo enfrentar las proyecciones monarquistas de la Santa Liga? Encontrando la estabilidad interna que les otorgase una imagen fuerte y temible frente a sus adversarios.

Tal argumento era similar a lo que Lizardi advertía en su último texto, y también se relacionaba de forma directa con aquello que se había estado anunciando sobre las pretensiones europeas de acabar con cuanto gobierno revolucionario amenazara su tranquilidad. La Santa Alianza se había convertido para entonces en un enemigo tangible que se encontraba a las puertas de México, ojeando sus posibilidades a través del enclave español en Ulúa. Lo había sido desde que en 1821 interviniera en Nápoles, derribando su gobierno constitucional, y lo seguiría siendo durante la mayor parte de la década de 1820, puesto que la relación de México con España no se afianzaría hasta el reconocimiento de la independencia mexicana por parte de la antigua metrópoli en 1836.

CONCLUSIONES

Entre 1821 y 1823, la importancia del contexto europeo en la política interna mexicana fue fundamental. La alusión a los planes de la Santa Liga en la prensa nacional habla de la trascendencia que esta tenía en el imaginario político del país, que se enfrentaba al creciente temor de una posible invasión europea sobre España. Las consecuencias que tal suceso podía tener sobre la autonomía de México eran, como poco, alarmantes. Durante los primeros meses de 1821, la crítica al modelo monárquico se vincularía directamente con la asociación de Fernando VII y la coalición. Si la Alianza planeaba terminar con todo gobierno liberal que creyese revolucionario, entonces los Estados americanos se erigían como enemigos naturales de las potencias monárquicas. Su emancipación de España se había dado, después de todo, a través de un proceso violento, y aquello, recordando la nota amonestadora que Rusia envió al Gabinete de Madrid tras el Congreso de Verona, no podía ser visto sino como contrario a “la razón ilustrada de la Europa” y causa justa para una intervención. ¿Cómo compatibilizar entonces la entrega del trono a un rey coaligado con tales ideas?

Así, la Santa Alianza y la amenaza que esta suponía para la independencia mexicana fue un pilar fundamental dentro de la argumentativa antiimperialista utilizada durante el Primer Imperio. Fue también importante dentro de los debates políticos surgidos en torno a problemáticas tales como el conflicto en San Juan de Ulúa, el envío de comisionados por parte de España al territorio mexicano y la permanencia de los capitulados en suelo nacional. Tales cuestiones, después de todo, hacían referencia directa a la situación de vulnerabilidad del país frente a un posible ataque extranjero, haciendo del reconocimiento de las potencias internacionales hacía el nuevo Estado, una cuestión acuciante.

Más adelante, cuando la intervención se convirtió en algo mucho más factible, las ruedas de México volvieron a girar. El levantamiento veracruzano dio oportunidad para que el cauce político del país cambiase, y aquellos que aún anhelaban un gobierno unido a los Borbones, bien pudieron pensar que la fortuna les estaba sonriendo por primera vez en años. Cabe entonces pensar que aquello que sucedía al otro lado del Océano, en el continente europeo, y que llegaba a México a través de noticias y panfletos, incidió de forma notoria en la cultura y vida política del Primer Imperio, igual que lo haría en los primeros años de la República. La amenaza de una intervención extranjera fue fundamental en un contexto donde la guerra no terminaba de cerrar, y donde la inestabilidad interna del país solo parecía acrecentarse con el peligro que representaban quienes parecían haber iniciado una cruzada contra todos aquellos Estados que buscaban su libertad en modelos constitucionales. La independencia, por tanto, se volvía precaria ante un riesgo que se fue haciendo, entre 1821 y 1823, cada vez más real, justo además en las puertas de Veracruz.

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Notas

1Se conoce como la Europa de los Congresos a la coyuntura iniciada en 1814, tras la derrota de Napoleón en el continente europeo. Se trató de un periodo conflictivo regido por las negociaciones entre las potencias victoriosas para reorganizar Europa tras la derrota del Imperio francés. Concluyó en 1848, con el inicio de las revoluciones liberales que sacudieron parte de Europa.

17Cabe recordar que en 1814, Fernando VII declaró nulas todas las reformas constitucionales establecidas desde 1810. También inició una persecución de todos aquellos pensadores liberales que habían tratado de crear en España un modelo parlamentario. Durante el sexenio absolutista (1814-1820), el monarca gobernó con sus poderes plenamente restituidos.

26El Español, Londres, Agosto de 1812, p. 30.

27“Inglaterra”, Gaceta del Gobierno de México, 23 de junio de 1821.

28“Francia, 20 de marzo”, Gaceta del Gobierno de México, 31 de julio de 1821, p. 787.

29Gaceta oficial de México, 6 de octubre de 1821.

30La noticia se dio a conocer el 13 de febrero en la prensa madrileña. En México, la noticia llegó el 28 de marzo de 1822, cuando apareció publicada en la Gaceta Imperial.

32Como bien señalaron Agustín Sánchez Andrés y Marco Landavazo, a partir de marzo de 1822 el gobierno imperial inició una serie de medidas hostiles hacia España, “como la revocación del permiso de exportación de capitales a los peninsulares concedido por el Congreso en abril, la interrupción del comercio con España, el cierre de los puertos mexicanos a buques españoles, la incautación de los bienes destinados al mantenimiento de las órdenes religiosas en Filipinas y Tierra Santa y el inicio de los trabajos de fortificación de Veracruz en previsión de un posible ataque español”. SANCHEZ ANDRÉS Y LANDAVAZO, “La búsqueda de una independencia consensuada”, pp. 55-77.

34Los reclamos por el estado de las tropas fueron una exigencia aparentemente frecuente desde inicios de 1822. Ya en enero, Iturbide escribió una carta al Supremo Consejo de Regencia advirtiendo sobre cómo la falta de dinero afectaba a la disciplina de las tropas imperiales. El 21 de marzo, otra carta firmada por Miguel Torres, le informaba a Anastasio Bustamante que dos oficiales habían tenido que vender sus alhajas para poder mantener a sus tropas. Paralelamente, Mariano de Villaurrutia escribía también a Anastasio Bustamante para señalar que las tropas del capitán Feliciano Guerra en Apam, estaban sin dinero. Las cartas de Dávila debieron darle a Iturbide el argumento perfecto para reforzar el brazo armado del Imperio, que debía de encontrarse en una situación de preocupante deterioro. BENSON LATIN AMERICAN COLLECTION, Juan E. Hernández y Dávalos Manuscript Collection: Iturbide, Agustín de, Carta al Supremo Consejo de Regencia sobre falta de dinero y cómo afecta la disciplina de las tropas, Mexico, January 4, 1822; Torres, Miguel, Carta a Anastasio Bustamante que dos oficiales han tenido que empeñar una alhaja y el otro un rebozo para sustentar sus tropas, Mexico, March 21, 1822; Villaurrutia, Mariano de, Carta a Anastasio Bustamante que las tropas del capitán Feliciano Guerra en Apam están sin dinero, Mexico, March 21, 1822.

39Gaceta del Gobierno Imperial de México, 8 de junio de 822, tomo 2, núm. 51, pp. 383-390.

40FERNÁNDEZ, Historia de México, p. 160.

45El Plan de Veracruz, publicado por Santa Anna y Guadalupe Victoria el 6 de diciembre de 1822, acusaba al emperador de haber perdido toda su legitimidad política al haber destruido la representación nacional. Como resultado, el país quedaba libre para elegir qué tipo de gobierno convenía más a México. Véase: ULLOA, JIMÉNEZ CODINACH Y SANTIAGO, Planes en la nación mexicana.

49Para profundizar en el pensamiento político de Fernández de Lizardi durante el Primer Imperio mexicano, ver: VIÑUELA PÉREZ Y ESCRIBANO ROCA, “La monarquía constitucional y la independencia de México”, pp. 148-174

51Noticias extranjeras”, Gaceta Imperial de México, 7 de diciembre de 1822, pp. 1031-1034.

52La historiografía ha demostrado que este no es el caso. Que la mayor parte de las negociaciones se dieron a partir de las tensiones causadas por los intereses geoestratégicos de aquellas potencias que veían en el establecimiento de sus fronteras la limitación espacial de su poder real en la política continental. El reparto de una Polonia fracturada, por ejemplo, suponía una cuestión esencial a la hora de mantener el equilibrio entre las diferentes fuerzas militares en el espacio europeo.

53“Noticias extranjeras”, Gaceta Imperial de México, 7 de diciembre de 1822, pp. 1031-1034.

54“Noticias extranjeras”, Gaceta Imperial de México, 7 de diciembre de 1822, pp. 1031-1034.

55“Noticias extranjeras”, Gaceta Imperial de México, 7 de diciembre de 1822, pp. 1031-1034.

56Gaceta Imperial de México, 31 de diciembre de 1822, pp. 1135-1137.

58“La Santa Alianza y España”, Gaceta del Gobierno Supremo de México, 22 de abril de 1823, p. 202.

60Águila Mexicana, 3 de noviembre de 1823.

Recibido: 31 de Julio de 2023; Aprobado: 21 de Septiembre de 2023

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