A PARTIR de la década de los setenta del siglo XX, el capitalismo, a escala del sistema en su conjunto, comenzó a experimentar una permanente dinámica de sobreacumulación, misma que se tradujo en una estrepitosa caída de las tasas de ganancia. En este sentido, y más allá de la revisión de los diversos factores que permiten configurar un análisis integral de las causas que condujeron a la crisis, es posible decir que el principal motor de la reorganización capitalista neoliberal fue, precisamente, la creación de condiciones para una acumulación renovada.
Entendida como la respuesta política, económica y social a la crisis de sobreacumulación y la caída de las tasas de ganancia, esta reorganización capitalista neoliberal se asentó de manera sustancial sobre la base de un cambio en el patrón de acumulación. Retomando el planteamiento propuesto por Joachim Hirsch, el régimen de acumulación intensivo, caracterizado por la ampliación sistemática del mercado interno y la consecuente incorporación del consumo de la clase trabajadora como parte esencial de la reproducción de capital, fue sustituido por un régimen de acumulación extensivo sin consumo de masas (Hirsch 1996).
Al sustituirse el régimen de acumulación intensivo o articulado por uno de carácter extensivo o desarticulado, una de las transformaciones cualitativas que se produjeron fue que la capacidad de consumo interno “perdió relevancia” y con ello la producción alimentaria “barata”. Es decir, al reorientarse el mercado hacia el exterior, el fomento a una producción alimentaria subvaluada, antes inscrita en el marco de la vinculación del precio de los alimentos con el establecimiento de los salarios, se tornó marginal en tanto la promoción del mercado interno devino también secundaria. Como explica Blanca Rubio:
El hecho de que vendan sus productos en el exterior implica que les resulte indiferente la capacidad de consumo de la población nacional, sobre todo la de bajos y medianos ingresos. Por esta razón no están interesadas en incrementar la capacidad de compra de los trabajadores con el fin de que consuman sus productos. No hay necesidad de una producción alimentaria barata que permita a los obreros contar con un sobrante de su ingreso luego de satisfacer sus necesidades vitales, para comprar bienes industriales, es decir, no se requieren salarios reales altos y elevada capacidad de consumo de la población porque la industria de punta no dirige a ellos su producción. Esto significa que el modelo puede desarrollarse sin necesidad de fomentar una producción agropecuaria productiva y barata que garantice la base alimentaria de la industrialización. El modelo puede funcionar con alimentos caros, no solamente porque los salarios se fijan por vías coercitivas, sino por el hecho de que las empresas transnacionales de punta producen para la exportación. El incremento en el precio de los alimentos reduce la capacidad de compra de la población en general y empobrece a la mayoría, sin embargo, esta estrechez del mercado no obstaculiza el desarrollo de la industria de punta. (Rubio 2001, 5).
En el marco de esta inflexión, a partir de la cual la industria se desvinculó de la agricultura en lo tocante al interés por obtener alimentos subvaluados, la relación que durante el segundo tercio del siglo XX se estableció en la mayor parte de América Latina entre la industria y agricultura y, por ende, la vía de incorporación (subordinada) de los pequeños y medianos productores agrícolas, quedó desmantelada. De aquí que, como plantea Armando Bartra, “si durante el segundo tercio del siglo XX los pequeños y medianos productores domésticos constituyeron un sector irrenunciable para la acumulación de capital en un modelo integrado, a partir del último tercio de la centuria comenzaron a devenir cada vez más irrelevantes en un sistema desarticulado y extrovertido” (Bartra 2006, 20).
De manera paralela, a partir de la década de los años setenta se empezó a configurar una crisis agroalimentaria global que modificó profundamente el orden agrícola mundial que prevalecía desde el periodo de la posguerra. Originada, fundamentalmente, por una sobreproducción mundial que se enfrentó a una caída en la demanda,1 a partir de entonces los alimentos sustituyeron a las materias primas como ejes rectores de la competencia agrícola mundial (con lo cual la producción alimentaria dejó de orientarse fundamentalmente hacia el mercado interior, para orientarse hacia el mercado exterior), al tiempo que los países desarrollados, especialmente EEUU y la Comunidad Europea, se convirtieron en los principales centros productores y exportadores de alimentos surgiendo, así, una nueva forma de competencia alimentaria mundial, disputada por competidores del mismo nivel (Cfr. Rubio 1994, 64).
En el marco de dicha competencia, los países desarrollados (especialmente EEUU), implementaron una estrategia productiva basada en la discriminación de precios o dumping, es decir, en la imposición de precios por debajo del costo de los productos y su compensación a través de subsidios. Además de fijar las nuevas reglas de la competencia internacional y de los precios internacionales de los productos agrícolas, tal estrategia permitió que los países del llamado primer mundo invadieran el mercado mundial con sus excedentes importables a los reducidos precios impuestos internamente. Es decir, independientemente de que los países de destino dispusieran del abastecimiento interno, la abaratada producción excedentaria se colocó en los mercados de las naciones dependientes sometiéndolas a una competencia en extremo desigual (Cfr. Rubio 2008). Tal escenario, aceleró el proceso de desestructuración de las pequeñas y medianas empresas agropecuarias, y de las unidades campesinas, lo que agudizó la pobreza rural y el despunte de la migración misma que se refleja en el comportamiento que registró la población rural mundial y, de manera más dramática, la de América Latina (AL) y el Caribe. Según datos del Banco Mundial (BM) mientras que en 1960 el 66.48% de la población mundial era rural, en el año 2000 la cifra descendió a 53.31%. En el caso de América Latina y el Caribe, el porcentaje de población rural pasó de 50.74% en 1960 a 24.55% en el año 2000 lo que significa un descenso superior a 26 puntos porcentuales (Banco Mundial 2017).
Operada de manera paralela a la retracción de la inversión pública en el campo y la apertura de las fronteras de los países subdesarrollados -misma que permitió la entrada sin arancel de los productos abaratados artificialmente-, la discriminación de precios o dumping, es decir, el desacomplamiento del precio mundial de las mercancías agropecuarias de sus costos de producción, favoreció y consolidó también la concentración y centralización del capital en el sector agroalimentario, configurándose un modelo de desarrollo capitalista en el agro caracterizado por el dominio de la agroindustria. Asimismo, los ajustes estructurales en la agricultura modificaron las vías de inserción en el mercado mundial para los países subdesarrollados, quienes tradicionalmente habían jugado el rol de abastecedores de cultivos tropicales y materias primas de origen agrícola. Como explica Blanca Rubio, dos grandes escenarios se configuraron para los países de la periferia. Por un lado, un vasto número de países quedaron fuera de los principales circuitos mercantiles en tanto no encontraron en esta nueva división del trabajo agrícola una vía de inserción (ni como compradores ni como productores). Por otro, un pequeño grupo, que en su mayoría eran exportadores de los cultivos tradicionales durante la etapa de posguerra, iniciaron un intenso proceso de reconversión productiva dirigido a insertarse en el mercado global como productores de los cultivos no tradicionales de exportación y en algunos casos de cereales (Cfr. Rubio 1994, 72-75).
En suma, a partir de los primeros ajustes estructurales de la fase neoliberal del capitalismo, se consolidó una fase agroalimentaria mundial que, caracterizada por la utilización de los alimentos como mecanismo de competencia por la hegemonía, se tradujo en un cambio en la estructura productiva mundial. A partir de entonces, la producción y el mercado se centralizaron en los países desarrollados y, de manera concreta, en las empresas agroalimentarias trasnacionales. Tal hecho reconfiguró de manera sustancial la división internacional del trabajo agrícola y, por ende, la vía de inserción de los países subdesarrollados. Los procesos de desestructuración de las unidades campesinas, de reconversión productiva y el debilitamiento de la soberanía alimentaria en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe, constituyeron el correlato de dicha transformación.
Especulación financiera y agrocombustibles
Luego de la tendencia decreciente derivada de la imposición de precios dumping, iniciado el siglo XXI los precios de los alimentos comenzaron a mostrar una tendencia sostenida al alza. Como se observa en la Gráfica 1, en la primera década del nuevo siglo, el índice de precios de los alimentos tuvo un incremento de 138.8 puntos (FAO 2017). Sumado a dicha tendencia, el comportamiento secular del precio de los alimentos registró importantes variaciones de corto plazo alrededor de la tendencia.
Contrario a lo que muchos analistas y especuladores argumentaron, el alza del precio de los alimentos, que en 2008 alcanzó cifras récord luego superadas en el 2011, no fue el resultado de un desacoplamiento entre la capacidad productiva y la demanda global. Si se analizan los datos de producción y utilización de cereales y se contrastan con la evolución del índice de los precios (Tabla 1), se puede observar que, no obstante, en el periodo 2003-2004 se registró un mayor déficit y reservas menores, los precios fueron más bajos que los registrados a partir del 2007 cuando, a la par del incremento en el precio, se registró también un incremento de la producción y las reservas (Medina 2011, 17).2
Cereales | 2000-2001 | 2003-2004 | 2007-2008 | 2010-2011 |
---|---|---|---|---|
Producción mundial (millones de t.) | 1,863.6 | 1,883 | 2,131.8 | 2,216.4 |
Utilización mundial (millones de t.) | 1,896.4 | 1,955.6 | 2,120.2 | 2,253.8 |
Diferencia | -32.8 | -72.6 | 11.6 | -37.4 |
Reservas | 610 | 420 | 444.6 | 512.5 |
Índice del precio de los cereales | 93 (2001) | 112 (2004) | 185 (2008) | 240 (2011) |
Fuente: V. Boix, citado en: Medina (2011, 17).
Aunque incidida por factores de diversa índole, la razón de fondo del alza del precio de los alimentos y de las materias primas en general se relacionó con dos factores que, aunque de distintita naturaleza, se entrelazaron para conformar el principal factor de impulso al alza del precio de los alimentos: a) el boom de las actividades financieras en los mercados de futuros de materias primas (commodities), y, b) la producción a gran escala de agrocombustibles.
a) Actividades financieras en los mercados de futuros de materias primas
Como señalamos en párrafos anteriores, después de la larga onda expansiva de la posguerra, a partir de la década de los setenta el capitalismo experimentó una permanente dinámica de sobreacumulación y una estrepitosa caída de las tasas de ganancia. Frente a la crisis de rentabilidad del capital productivo se instrumentaron una serie de reformas dirigidas, precisamente, a recuperar la tasa de ganancia. De conformidad con la imposición de un régimen de acumulación extensivo, una de las medidas centrales se ubicó en la desvalorización de la fuerza de trabajo. Ahora bien, aunque la imposición de bajos salarios y el fraccionamiento de los procesos industriales, relocalizados en la periferia, permitieron la obtención de cuotas elevadas de explotación, esta medida se topó con la estrechez del mercado y con ello graves problemas de realización. Por lo anterior, al tiempo que se promovió un profundo endeudamiento entre la población dirigido a generar capacidad de compra, paralelamente se fortaleció el desvío de una parte esencial del capital hacia la esfera financiera y especulativa.
A partir de que el capital financiero, pero sobre todo el especulativo, sometió a su lógica de funcionamiento a los sectores productivos extrayendo valor sin reinvertirlo productivamente, se comenzó a generar una masa dineraria sin representación de valor. Dicha situación provocó, entre otros, un proceso de sobreacumulación financiera cuya burbuja explotó de manera estrepitosa en el año 2007 en el sector inmobiliario, donde el capital se enfrentó, entre otros, al inmenso obstáculo que comporta el carácter fijo de los capitales, especialmente los no realizados.3
Favorecidos por la aplicación del amplio paquete de medidas desregulatorias, especialmente el Acta de Modernización de los Servicios Financieros (1999) pero sobre todo el Acta de Modernización de los Mercados a Futuros de Materias Primas (2000),4 una vez desplomada la burbuja financiera alrededor de los activos inmobiliarios en EEUU, un sinfín de actores -tales como fondos de inversión libre, fondos de pensión, fondos universitarios, compañías aseguradoras, fondos soberanos y bancos- comenzaron a diversificar sus portafolios a través de inversiones en los mercados de futuros, concretamente a través de inversiones en fondos de índice de materias primas. Así, convertidas en una suerte de refugio para la inversión, tras la implosión de los mercados financieros de vivienda, el volumen de operaciones en los mercados de futuros, concretamente en fondos de índice de materias primas, se disparó de manera estrepitosa.
En términos generales los mercados de futuro refieren a transacciones en donde se negocian contratos de futuro, es decir, acuerdos de compra o venta de un activo en una fecha futura establecida a un precio determinado. Como explica Delgado Selley, “estas inversiones no tienen rendimiento, la única fuente de retorno es el incremento en el precio de los futuros contratos” (Delgado 2011, 95). De carácter netamente especulativa, esta intensa actividad financiera-especulativa global, alejada física y económicamente de los ámbitos de producción, impulsa al alza los precios de las mercancías. Este incremento se deriva de que los precios presentes (spot) se fijan a partir de los precios futuros, es decir:
La manera en que los precios de los futuros elevan el precio en los mercados spot es a través del “descubrimiento del precio”. La producción de commodities es local, mientras que el consumo final está geográficamente disperso: productores e intermediarios desconocen el precio al que se vendería su producción. Sin embargo, los precios en los mercados de futuros están disponibles en tiempo real mostrando la oferta y demanda de esos frutos. Naturalmente, los mercados locales se apoyan en los precios de los mercados de futuros como la fuente básica de información de precios. De modo que los cambios de precios en los futuros se transmiten directamente a los mercados spot. (Delgado 2011, 96).
Los participantes en mercados de futuros se agrupan en torno a tres grandes grupos: los hedgers, los especuladores tradicionales y los especuladores de índice.
Los primeros “los Hedger” tienen un interés directo en las materias primas físicas en sí. Usan los mercados de futuros para reducir o eliminar pérdidas debidas a movimientos imprevistos en los precios de las materias primas. Los especuladores tradicionales facilitan las coberturas al ser la otra parte de la negociación con los hedgers; asumen el riesgo de precio que los hedgers no quieren. Se dice que los especuladores tradicionales proporcionan liquidez al incrementar el volumen de transacciones. En contraste, los especuladores de índice -por lo general fondos de cobertura, fondos de pensiones, fundaciones universitarias, aseguradoras, fondos de riqueza soberanos y bancos- se dice que “consumen” liquidez al tomar solo posiciones “largas”, en una estrategia de “comprar y retener”. Son los únicos participantes en el mercado insensibles al precio, pues con el fin de diversificar el riesgo asignan un porcentaje de sus portafolios a cada mercancía sin considerar el precio. (Wray 2009, 95).
Según datos presentados por Masters y White (2008) (Wray 2009, 96), el tamaño del mercado de futuros de commodities pasó de 91 mil millones de dólares en 2002 a 835.2 miles de millones en 2008. Por su parte, un estudio realizado por Lehman Brothers, justo antes de su quiebra, reveló que el volumen de la especulación de fondos de índice aumentó en un 1,900% entre 2003 y marzo de 2008. Morgan Stanley afirma que las inversiones en fondos de índices de materias primas se dispararon de 13 mil millones de dólares en 2003 a 260 mil millones en 2008 (Medina 2011, 55).
Al examinar el “interés abierto”5 en 2002 y 2008, se observa que el valor del dólar en los contratos fue muchas veces mayor que el crecimiento de la demanda de las materias primas subyacentes. Mientras los especuladores de índice compraron más de la mitad de los contratos de futuros, los hedgers de materias primas físicas compraron 20%. De aquí que sea fácil concluir que el especulador de índice domina sobre el hedger de materias primas (Wray 2009, 96-97).
Las materias primas que dominan los índices de futuros son las relacionadas con la energía: el petróleo crudo representa el 51.4% y todos los productos relacionados con el petróleo el 78.2%. Por su parte, los mayores pesos de las materias primas agrícolas corresponden al maíz, soya y trigo6 (Wray 2009, 96).
En este sentido, contrario al argumento que sostiene que el alza de los precios de los alimentos registrada en la primera década del siglo XXI fue el resultado del desacomplamiento entre la demanda y la capacidad productiva, la razón de fondo radicó en la intensa actividad especulativa en los llamados mercados de futuros, especialmente en fondos de índice de materias primas, mismo que se desarrolla en el marco de un carácter profundamente petrodependiente de la agricultura industrial.
b) Producción de agrocombustibles: la energía se siembra
En el marco de la escasez de los recursos energéticos fósiles, el significativo aumento de la demanda ha conducido a un proceso de revalorización de las fuentes energéticas tanto primarias como secundarias. De este modo, en paralelo al aseguramiento de las fuentes energéticas fósiles, y que en la mayoría de los casos se realiza a través de la apertura de toda la cadena de valor del sector de hidrocarburos (tanto downstream como upstream)7 a la inversión directa extranjera (IED); en las últimas décadas también ha avanzado la búsqueda de nuevas energías capaces de satisfacer las necesidades energéticas de la industria mundial entre las que se encuentran los biocombustibles.
Los biocombustibles son aquellos combustibles obtenidos a partir de biomasa, es decir, de materia orgánica originada en un proceso biológico que puede emplearse como fuente directa o indirecta de energía.8 Los biocombustibles que actualmente ocupan la escena mundial son el bioetanol y biodiesel. El bioetanol, producido a base de alcohol, se obtiene de la destilación y transformación del azúcar, por ejemplo, del maíz, caña azucarera y betabel. Por su parte el biodiesel se obtiene de aceites o grasas obtenidas, principalmente de plantas tales como la soya, palma africana, colza, girasol, ricino y piñón (Montico 2007, 11).
Aunque la producción de agrocombustibles revela relaciones muy poco eficientes, como se observa en las Gráficas 2 y 3, esta industria ha crecido notablemente. Según los datos disponibles de la Administración de Información Energética (AIE) del Departamento de Energía de Estados Unidos, entre el año 2000 y 2014 la producción mundial de etanol tuvo un incremento cercano a los 21 mil millones de galones mientras que en el caso del biodiesel el incremento casi alcanzó los 8 mil millones de galones.
Fuente: Elaboración propia con base en datos de la AIE. (AIE, International Energy Statistics, 2017).
Fuente: Elaboración propia con base en datos de la AIE. (AIE, International Energy Statistics, 2017).
Actualmente EEUU es el principal productor de Etanol. Brasil ocupa el segundo lugar en producción y el primero en exportación. En el caso de EEUU el etanol se produce predominantemente a partir de maíz; por su parte, en Brasil el insumo principal proviene de la caña de azúcar. En el caso del biodiesel la producción la comanda la Unión Europea, seguida por EEUU. El principal insumo para la producción de este combustible es el aceite de palma seguido por el aceite de soya y el aceite de colza. Como se puede observar, dos de las tres materias primas agrícolas que dominan los índices de futuro (maíz y soya) constituyen también los principales insumos para la producción de agrocombustibles.
Estimulado a través de políticas tales como la adopción de objetivos “voluntarios” y obligatorios para la sustitución parcial de combustibles fósiles por agrocombustibles y la asignación de grandes subsidios para la producción de biomasa, el impulso a la producción de bioenergía -cuyo futuro y expansión depende directamente de la producción agrícola- ha generado un nuevo vínculo entre el mercado energético y el mercado agrícola. Como la propia FAO reconoce, el ascenso de los agrocombustibles tiende a convertir a los llamados cultivos energéticos en los que comandan la estructura productiva, ya que son los que crecen más rápido y tienden a ocupar la mayor parte de la superficie sembrada. Toda vez que los mercados energéticos son mayores que los alimentarios, esta relación apuntala que sea la demanda energética y no la demanda de alimentos, la que fija los precios de los productos agrícolas mismos que quedan vinculados con los precios de la energía (FAO 2005, 22).
En este sentido, a partir de los últimos años, a la relación consustancial y de corte relativamente coyuntural entre la especulación financiera y el precio de los alimentos, se agregó un elemento novedoso y más estructural que complejiza tanto la correlación de los precios de los alimentos con el ámbito energético, como el interés especulativo sobre las materias primas, especialmente los alimentos. Esto es, la producción a gran escala de biocombustibles.
La intensa actividad especulativa en los mercados de futuros y la producción a gran de escala de agrocombustibles constituye, pues, el elemento clave para entender el comportamiento de los precios de los alimentos durante los primeros años del siglo XXI. Al igual que en la fase anterior, iniciada en el siglo XXI, los precios constituyeron el mecanismo privilegiado por las grandes potencias para imponer el dominio sobre los pequeños y medianos productores de los países subdesarrollados. Sin embargo, a diferencia de la fórmula previa inmediata, basada en la desvalorización artificial del precio de las mercancías (dumping), a partir de esta nueva fase se impusieron precios también artificiales, pero ahora al alza mediante el mecanismo de especular con el desabasto futuro.
Es decir, iniciado el siglo XXI se impuso un proceso recurrente y cíclico de especulación con los alimentos, con un sentido más coyuntural, junto con la tendencia más estructural hacia la orientación de los alimentos como agrocombustibles. El carácter coyuntural de este pilar radica en que la burbuja especulativa sobre los precios no puede sostenerse indefinidamente debido a la colosal diferencia entre la producción y su correlato de valor, por lo que los precios tienden a bajar. No obstante, solamente bajan al nivel de por sí elevado que habían conservado (Cfr. Rubio 2008, 47). De hecho, como se observa en la Gráfica 7, si bien luego de alcanzar cifras récord en el año 2011 el índice de precios de los alimentos comenzó a registrar una tendencia a la baja, y a pesar de que el precio del petróleo ha registrado una importante caída (Gráfica 8), el nivel alcanzado por el IP hasta el año 2016 se ubica en 161.5 puntos, tanto solo 0.01 abajo del alcanzado en 2007.
En un mundo en el que cerca del 70% de los países subdesarrollados son importadores netos de alimentos (Rubio 2008, 48), y en el que el gasto en este rubro supone entre el 50 y el 80% del gasto total del hogar (Sumpsi 2013, 159), el alza del precio de los alimentos trajo consecuencias desastrosas. La FAO estima que tan solo entre 2007 y 2008, periodo en el que los precios alcanzaron niveles máximos históricos, 115 millones de personas fueron condenadas al hambre crónica, sumándose a los más de 850 millones que ya se encontraban en esta condición (FAO 2008).
Sumado a la configuración de una crisis alimentaria de magnitudes históricas que, vale la pena advertir, se gestó en el marco de un aumento o sostenimiento de la producción mundial y que, sin embargo, por el fuerte contenido especulativo generó desabasto (Rubio 2008, 46-47) avanzaron los procesos de reconversión productiva a favor de los llamados productos comodín es decir, sembradíos plurifuncionales que pueden ser usados para alimentación humana, alimentación animal, bioenergía o material industrial (Giraldo 2015, 638); en detrimento de la diversidad productiva y por ende de la soberanía alimentaria.
Según los datos disponibles de la FAO, entre el año 2000 y el 2013, la producción de soja en América del Sur registró un incremento de 256% y la de caña de azúcar del 205%. Por su parte, en el caso de México y Centro América, la producción de soja tuvo un incremento de 336% y la de aceite de palma de 382%. En contraste con los cultivos energéticos o comodín, la producción de cultivos básicos mostró bajo crecimiento, incluso, decrecimiento. Tal es el caso del frijol en América del Sur y del arroz en México y Centro América (FAO 2017).
América del Sur | México y Centro América | |||||
---|---|---|---|---|---|---|
2000 | 2013 | 2000-2013 | 2000 | 2013 | 2000-2013 | |
Producción* | Producción* | Diferencia* | Producción* | Producción* | Diferencia* | |
Aceite de palma | 948 | 1,767 | 819 | 369 | 1,410 | 1,041 |
Soja | 57,216 | 146,274 | 89,058 | 247 | 830 | 583 |
Caña de azúcar | 410,659 | 840,256 | 429,597 | 124,086 | 168,560 | 44,474 |
Arroz | 13,609 | 16,307 | 2,698 | 1,051 | 926 | -125 |
Frijol | 3,679 | 3,488 | -191 | 2,219 | 3,220 | 1,001 |
* Miles de toneladas.
Fuente: Elaboración propia con base en datos de la FAO (Faostat, 2017).
Asimismo, a partir del alza de los precios de los alimentos y las materias primas en general, se produjo también una suerte de resurgimiento de la renta de la tierra, del que se ha desprendido un intenso ciclo mundial de acaparamiento que, por su magnitud, se perfila ya como uno de los rasgos que definen el carácter del siglo XXI.
Renta de la tierra y acaparamiento
El contenido que iguala a las mercancías y determina la proporción en que se cambian, advertía Karl Marx, no es más que el trabajo. La magnitud de valor de las mercancías se determina en función de la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción. La tierra, sin embargo, al no ser producto del trabajo no tiene valor. Por ello, el precio que se paga por adquirir/usar este recurso no está basado en su valor sino en su renta, cuya base natural halla su origen en tres circunstancias: “a) la tierra es un bien natural y no producto del trabajo; b) las características cualitativas de la tierra que influyen en el proceso de trabajo agrícola se dan de manera desigual: los terrenos tienen fertilidades distintas, reaccionan de diferente manera a inversiones sucesivas de trabajo y tienen, además, ubicaciones diferentes en relación con los lugares donde debe consumirse el producto, y, c) la tierra es un bien limitado y por tanto lo es también la disponibilidad de la tierra de una calidad y localización dadas” (Bartra 2006, 75).
En términos generales, la renta diferencial es la que se origina a partir de las diferencias de fertilidad natural de los suelos y la ubicación geográfica de las mismas. Es decir, se genera siempre como diferencia entre el producto obtenido por el empleo de dos cantidades iguales de capital y trabajo en una misma cantidad de terreno. El hecho de que la diferencia de productividad de las tierras se determine a partir de condiciones naturales (fertilidad de la tierra y localización), implica que la diferencia de productividad, origen de la renta diferencial y esencia de la renta absoluta de la tierra, sea una condición fija. Este carácter fijo, como plantea Armando Bartra, hace imposible la existencia de un sector con subganancia que, en este caso, sería también permanente. Por ello, el precio de mercado se establece en el nivel que permita que aún las peores tierras arrojen la ganancia media. Así, la renta, bajo su forma diferencial, no es el ingreso que recibe el factor de producción tierra sino el excedente remanente sobre la ganancia media arrojada por las tierras con menor fertilidad. (Cfr. Bartra 2006, 81)
Como señalamos en párrafos anteriores, a partir de la década de los ochenta, se instauró un orden agroalimentario global sustentado en la discriminación de precios o precios dumping. Al fijarse el precio de los alimentos por debajo del costo, y universalizarlos mediante la apertura de fronteras, durante esta fase, la renta de la tierra se erradicó en gran medida pues, como señala Blanca Rubio, si no se remuneraba la ganancia, mucho menos se remuneraba la renta de la tierra (Rubio 2007, 104). Al desmantelarse el mecanismo de fijación de precios dumping para dar paso a la fase de especulación con los alimentos, la renta de la tierra no solo “resurge”, sino que se agrega la generación de una renta financiera derivada de la transformación de los alimentos en commodities. Es decir, debido al alza sostenida de los precios, los productores ubicados en las mejores tierras y cercanos a los centros de comercialización obtienen un remanente sobre la ganancia media en forma de renta diferencial. Paralelamente, al imponer a los países compradores de bienes básicos, precios por encima de la ganancia media y de la renta de la tierra, éstos dejan también una ganancia especulativa (Cfr. Rubio 2008, 47-48).
A partir de este proceso, la tierra agrocultivable sufrió una suerte de revalorización (capitalista) de la que se desprendió, entre otros, un nuevo ciclo mundial de acaparamiento. Los datos recopilados por la organización Land Matrix Partnership ilustran cabalmente esta situación: en la primera década del siglo XXI, fueron vendidas o arrendadas más de 220 millones de hectáreas (OXFAM, 2011), superficie superior al doble del territorio que ocupa Honduras, tres veces el territorio de Panamá, cuatro veces la superficie del Estado español.
Como describe la organización Grain (2008), son dos las agendas paralelas que impulsaron el acaparamiento de tierra agrocultivable. La primera, vinculada con la seguridad alimentaria, y la segunda que se vincula con las ganancias financieras y la producción de agrocombustibles.
Frente al alza en el precio de los alimentos, la compra o renta masiva de tierras para la producción dislocada de alimentos se ha disparado. Países que, si bien registran condiciones harto disímiles en términos agrícolas, pero tienen una importante dependencia de las exportaciones y cuentan con los recursos financieros necesarios, frente a la inestabilidad de los mercados y el alza de los precios impulsaron diversas estrategias, casi todas ellas en alianza con actores privados, para la adquisición de tierras fuera de sus territorios para la producción de alimentos. Tal es el caso de China, los Estados del Golfo Pérsico (Bahréin, Kuwait, Omán, Qatar, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos), Japón y Corea del Sur. Por su parte, en el marco de la crisis alimentaria y financiera, el control de la tierra se ha convertido en un imán para los inversionistas privados. Así, al tiempo que la industria alimentaria avanzó en la adquisición de tierras, paralelamente, sumado a la diversificación de portafolios a través de las inversiones en fondos de índice de materias primas, un sinfín de actores financieros (fondos de inversión libre, fondos de pensión, fondos universitarios, compañías aseguradoras, fondos soberanos y bancos), destinaron parte de su capital directamente a la compra de tierras agrocultivables. En este rubro se agrega, además, que, frente al impulso de los agrocombustibles, tanto las corporaciones transnacionales agroindustriales, comandadas por un puñado de empresas, como los diversos actores financieros, avanzaron en la adquisición de tierras para la producción de biomasa, lo cual les permite articular una estrategia de control de la producción y oferta de su propia materia prima (Cfr. Grain 2008, 2-10).
Ya sea para la producción dislocada de alimentos, para la producción de biomasa o bien como inversión, el acaparamiento de tierras agrocultivables no solo agudizó la pobreza en el campo, de por sí profundizada por los cambios estructurales en la agricultura impulsados desde el inicio de la fase neoliberal del capitalismo, sino que aceleró un profundo proceso de despojo que se refleja de manera evidente en el comportamiento que registra el porcentaje de población rural en el mundo y especialmente en América Latina y el Caribe. Como se observa en la Gráfica 9, en el año 2010 el porcentaje de población rural mundial descendió, por primera vez en la historia, a menos del 50% respecto a la población urbana. Por su parte, en América Latina y el Caribe, en el último medio siglo, el descenso alcanzó más de 30 puntos porcentuales, ubicándose en el año 2015 en tan solo 20%.
Ahora bien, la revalorización (capitalista) de la tierra agrocultivable, de la que se desprende, entre otros, un intenso proceso de acaparamiento global se inscribe en el marco de un proceso integral de complejización de la lógica de valorización capitalista de la naturaleza que, basado en la lógica de acumulación por desposesión (Harvey 2005), complejiza aún más la situación.
Acumulación por desposesión
Como advirtiera K. Marx, el crecimiento económico bajo el capitalismo es un proceso de contradicciones internas. El crecimiento armonioso y equilibrado bajo este modo de producción es puramente accidental siendo, por el contrario, la tendencia inevitable y recurrente hacia la crisis su característica endémica.
El proceso de acumulación presupone y depende de la existencia de un excedente de trabajo, la existencia en el mercado de las cantidades necesarias de medios de producción, o de las posibilidades de obtenerlos y de la existencia de un mercado que absorba las cantidades crecientes de mercancías producidas. Las crisis recurrentes en el capitalismo pueden manifestarse en todas y cada una de las fases de la circulación y producción de valor, sin embargo, independientemente de las manifestaciones concretas que estas adopten, como advierte Harvey (2001), todas y cada una se relaciona con la tendencia básica a sobreacumular.
Frente a una crisis de sobreacumulación, misma que “supone un excedente de trabajo y excedente de capital (expresado como una sobreabundancia de mercancías en el mercado que no pueden venderse sin pérdidas, como capacidad productiva inutilizada, y/o excedentes de capital-dinero que carecen de oportunidades de inversión productiva y rentable)”, es “necesario” que se creen las condiciones apropiadas para una acumulación renovada. Por ello, dice Harvey, las crisis periódicas deben tener el efecto de expandir la capacidad productiva y renovar las condiciones para una mayor acumulación (Harvey 2005, 100). Este efecto puede logarse a partir de la ejecución de medidas diversas tales como el recrudecimiento de los procesos de reproducción social, sin embargo, cuanto más difícil se hace el proceso de intensificación, el capital tiende a buscar salidas a través de: a) las inversiones de capital en proyectos de largo plazo o gastos sociales, los cuales difieren hacia el futuro la entrada en circulación de los excedentes de capital actuales; b) la apertura de nuevos mercados, nuevas capacidades productivas y nuevas posibilidades de recursos y de trabajo en otros lugares; o, c) alguna combinación de ambas. Es decir, se ponen en marcha lo que Harvey ha denominado ajustes espacio-temporales (Cfr. Harvey 2005).
Ya sea a través de un mecanismo de expansión geográfica o de reorganización espacio-temporal, en el que los circuitos secundarios y terciarios juegan un papel clave, el objetivo de la operación de ajustes espacio-temporales es dar salida a los capitales sobreacumulados. Ahora bien, como ha analizado Harvey (2004), aunque la operación de estos ajustes permite, en un plazo relativamente corto, absorber los capitales sobreacumulados, dichos ajustes tienden a desarrollar una serie de contradicciones cuya expresión final se traduce, precisamente, en una nueva crisis de sobreacumulación en los nuevos nichos de acumulación de capital. Así, ante la incapacidad de acumular mediante la reproducción ampliada sobre una base sustentable, es necesario que se garantice la acumulación por otros medios fuera de los circuitos principales de producción y consumo, y es entonces que la acumulación por desposesión aparece en escena.
Acuñado como complemento del concepto marxista de acumulación originaria, la noción de acumulación por desposesión parte del reconocimiento “del rol permanente y de la persistencia de prácticas y métodos depredadores de acumulación primitiva u originaria a lo largo de la geografía histórica de la acumulación de capital. “Es decir, parte de que” los procesos constitutivos de la acumulación primitiva no son exclusivos de la etapa originaria sino que se desarrollan de manera paralela al proceso de acumulación por reproducción ampliada” (Harvey 2004, 111-113). En este sentido, al recurrir al concepto de acumulación por desposesión no solo se parte de que los procesos de desposesión son constitutivos e intrínsecos a la lógica de acumulación del capital, sino que, la acumulación por desposesión se encuentra orgánicamente entrelazada al proceso de acumulación por reproducción ampliada.
Con la privatización en el centro, la acumulación por desposesión contempla una amplia gama de mecanismos, todos ellos descritos por Marx en referencia al proceso de acumulación originaria. Sin embargo, partiendo del carácter permanente de este proceso y de su desarrollo en paralelo a la acumulación por reproducción ampliada, resulta necesario advertir que, al tiempo que algunos de estos mecanismos se han adecuado o bien juegan un rol más importante que el que habían jugado en el pasado, también han aparecido mecanismos completamente nuevos.
Configurados cabalmente como la actualización de la violencia secular de la modernidad capitalista, parte sustantiva de los mecanismos de acumulación por desposesión sobre los que se asienta el actual ciclo de acumulación, se relacionan con la apropiación capitalista de los recursos biológico-naturales. Esta relación se vincula directamente con dos factores que, aunque de distinta naturaleza, convergen en el proceso de revalorización capitalista de la naturaleza, esto es, el desarrollo de la llamada tercera revolución científicotecnológica y el grado de escasez que registran los recursos naturales no renovables.
Desarrollo científicotecnológico y escasez
El actual desarrollo científico y tecnológico ha detonado el desarrollo a gran escala de cuatro grandes ejes de punta: a) la electroinformática /robótica; b) la ingeniería genética/biotecnología; c) la generación de nuevas energías, y, d) la exploración de nuevos materiales (Cfr. Delgado 2002, 40-60). Además de revolucionar el mundo de las comunicaciones -transformando la geografía productiva y comercial-, y de permitir la incorporación de tecnologías que revolucionan el ámbito de la producción humana y amplían la escala de apropiación privada del trabajo colectivo, a partir del desarrollo de los ejes que componen el patrón tecnológico de principios del siglo XXI, se está produciendo un proceso de complejización de la lógica de valorización de la naturaleza que, como advierte Enrique Leff “no solo prolonga e intensifica los anteriores procesos de apropiación destructiva de los recursos naturales, sino que cambia las formas de intervención y apropiación de la naturaleza” (Leff 2004, 113).9
Sumado a este proceso, a partir del cual una gama de recursos naturales “ya conocidos” han sido resignificados o reconvertidos dentro del proceso de la industria tecnológica, al tiempo que otros, que hasta hace unas décadas no se consideraban objeto de extracción de valor, son incorporados al proceso de reproducción de capital; se agrega otro elemento de revalorización: la escasez de los recursos naturales no renovables, especialmente los recursos naturales estratégicos y críticos.
Si bien en términos estrictamente cuantitativos la escasez refiere a la disponibilidad física de los elementos existentes en la tierra, en términos geopolíticos y geoeconómicos no es exclusivamente la cantidad de recursos lo que determina su grado de escasez, sino, la relación entre su disponibilidad física cuantitativa y cualitativa, y la magnitud de las necesidades a satisfacer, misma que se relaciona con la esencialidad del recurso.10 Por su parte, un recurso natural estratégico “se asume como aquel que es clave en el funcionamiento del sistema capitalista de producción y/o para el mantenimiento de la hegemonía regional y mundial. Este puede además ser escaso o relativamente escaso, sea debido a las limitadas reservas existentes o como producto de relaciones de poder establecidas que limitan en ciertos contextos sociohistóricos el acceso, gestión y usufructo del mismo” (Delgado 2010, 15). Aunque la gama de RNE es vasta, dentro de esta amplia variedad podemos identificar, además, un grupo de recursos que, en tanto no han podido ser sustituidos de manera efectiva por otros, además de estratégicos se consideran críticos. Es decir, “un recurso natural crítico es aquél que se cataloga como estratégico, pero que, además, por sus propias características tiene un bajo o nulo grado de sustitución” (Delgado 2010, 15).
Signado por el actual grado de desarrollo del patrón científico tecnológico y por el incremento en la escasez, el despliegue de este extenso y profundo proceso de mercantilización global de la naturaleza ha conducido a la configuración de una renovada relación entre el capital y los recursos biológico-naturales. Como advierte Armando Bartra, se trata del arranque de nuevas modalidades rentistas basadas en la apropiación de bienes naturales escasos (Bartra 2006, 23).
Tal reconfiguración se ha expresado, a su vez, en la articulación de una suerte de tercer ciclo de impulso al modelo neoliberal basado en el traslado de gran parte de los mecanismos de acumulación hacia la explotación de los recursos biológico-naturales y su incorporación a los circuitos de intercambio mercantil privado. De aquí que como plantea Svampa, a partir del inicio del siglo XXI América Latina ha realizado el pasaje del Consenso de Washington al Consenso de los Commodities.
En el último decenio, América Latina realizó el pasaje del consenso de Washington, asentado sobre la valorización financiera, al Consenso de los Commodities, basado en la exportación de bienes primarios a gran escala. Ciertamente, si bien la explotación y exportación de bienes naturales no son actividades nuevas en la región, resulta claro que en los últimos años del siglo XX y en un contexto de cambio del modelo de acumulación, se ha venido intensificando la expansión de proyectos tendientes al control, extracción y exportación de bienes naturales, sin mayor valor agregado. Así, lo que denominamos como Consenso de los Commodities apunta a subrayar el ingreso a un nuevo orden económico y político, sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas y los bienes de consumo, demandados cada vez más por los países centrales y las potencias emergentes. (Svampa 2012,16).
Ahora bien, mientras que una parte sustancial del monopolio de la naturaleza y de la renta capitalista que de esta se extrae, se ubica en una dimensión ex situ representada, claramente, en los bancos de germoplasma, los códigos genéticos y las patentes sobre estos, finalmente, y en tanto que los recursos biológico-naturales se ubican en ecosistemas territoriales concretos, la otra parte sustantiva depende del control in situ de los territorios que los albergan. Y vale la pena advertir que cuatro quintas partes de estos recursos naturales se localizan en los territorios rurales del tercer mundo (Delgado 2002, 63).
En este sentido, en el marco de esta renovada relación entre el capital y los recursos biológico-naturales, no solo asistimos a un proceso de revalorización (capitalista) de los recursos naturales, sino a un profundo proceso de reconfiguración espacial del capitalismo particularmente comprometido con la funcionalización de los territorios rurales del planeta que, como advierten Gómez Cárdenas y Puello-Socarrás, requieren ser incorporados y esculpidos bajo la nueva óptica de la acumulación:
Bajo los referentes del capitalismo global se requiere modelar otro tipo de ordenamiento territorial que se ajuste a la nueva reorganización productiva que se generó en el actual periodo científicotécnico e informacional. Y no estamos simplemente hablando de reacomodamientos en los territorios “modernizados” del centro y la periferia. Principalmente nos referimos a la funcionalización de los territorios rurales de la periferia que hasta ahora habían estado escasa o parcialmente articulados a los grandes ciclos del capital mundial. La integración de esos territorios, históricamente al margen del esquema de desarrollo, se presenta hoy como una necesidad inaplazable. Estos territorios habitados por “salvajes”, estas tierras agrestes, rudas, que presentan apenas algunos trazos del pincel del capital requieren ser incorporadas y esculpidas bajo la nueva óptica de la acumulación (Gómez y Puello-Socarrás 2009, 25).
La ofensiva extractivista neoliberal
Inscrito en el marco del predominio de lo que Harvey ha denominado acumulación mediante desposesión, este pasaje se ha traducido en la consolidación regional, sin distinción del credo que reivindiquen los gobiernos locales, de un modelo de desarrollo basado en el impulso a proyectos extractivos (de amplio espectro) orientados a la exportación.
Basado en el control, extracción y exportación de bienes naturales, sin mayor valor agregado, el modelo extractivista actual no solo incluye actividades consideradas típicamente como tales sino una amplia gama de procesos.
Desde el punto de vista de la lógica de acumulación, el nuevo Consenso de los Commodities conlleva la profundización de una dinámica de desposesión (Harvey, 2004) o de despojo de tierras, recursos y territorios, al tiempo que genera nuevas formas de dependencia y dominación. No es casual que gran parte de la literatura crítica de América Latina considere que el resultado de estos procesos sea la consolidación de un estilo de desarrollo extractivista (Gudynas 2009; Schuldt y Acosta 2009; Svampa y Sola Álvarez 2010), el cual debe ser comprendido como aquel patrón de acumulación basado en la sobrexplotación de recursos naturales, en gran parte, no renovables, así como en la expansión de las fronteras hacia territorios antes considerados como “improductivos”. Así definido, el extractivismo no contempla solamente actividades típicamente consideradas como tales (minería e hidrocarburos), sino también los agronegocios o la producción de biocombustibles, lo cual abona una lógica extractivista mediante la consolidación de un modelo tendencialmente monoproductor, que desestructura y reorienta los territorios, destruye la biodiversidad y profundiza el proceso de acaparamiento de tierras. La inflexión extractivista comprende también aquellos proyectos de infraestructura previstos por la iirsa (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana), en materia de transporte (hidrovías, puertos, corredores biocéanicos, entre otros), energía (grandes represas hidroeléctricas) y comunicaciones; programa consensuado por varios gobiernos latinoamericanos en el año 2000, cuyo objetivo central es facilitar la extracción y exportación de dichos productos hacia sus puertos de destino. Así, la megaminería a cielo abierto, la expansión de la frontera petrolera y energética (que incluye también el gas no convencional o shale gas), la construcción de grandes represas hidroeléctricas, la expansión de la frontera pesquera y forestal, en fin, la generalización del modelo de agronegocios (soja y biocombustibles), constituyen las figuras emblemáticas del extractivismo en el marco del consenso de los commodities (Svampa 2012, 17-18)
Anclado sobre la base de nuevas modalidades rentistas basadas en la apropiación de bienes naturales escasos (Bartra 2006), el modelo extractivo-exportador, ha implicado un proceso regional de reprimarización de las economías y de consecuente profundización de las relaciones de dependencia. Sumado a este proceso, ha conducido también a la configuración de una estructura espacial de acumulación (flexible) con un fuerte componente local. Como advierte Svampa (2012b), uno de los rasgos del actual estilo extractivista es la consolidación de enclaves de exportación que generan escasos encadenamientos productivos endógenos, operan una fuerte fragmentación social y regional, configurando espacios socioproductivos dependientes del mercado internacional y la volatilidad de sus precios.
A partir de la inversión de capitales extraestatales (tanto lícitos como ilícitos), dichos procesos de acumulación local no solo agudizan las relaciones de dependencia de estos territorios a capitales e intereses externos, sino que, como advierte Madrigal (2007, 73), revierten el poder local en una nueva centralización, más limitante que la del Estado nacional, la centralización de la privatización.
Finalmente, en paralelo a la reprimarización de las economías, la profundización y redefinición de las relaciones de dependencia, y la profundización de la dinámica de desposesión o despojo, en el marco del actual modelo extractivo-exportador, se produce un fenómeno que acelera la pérdida de la soberanía local -o regional-, así como la producción de territorios dramáticamente diferenciados y la multiplicación de espacios políticos, económicos y socioculturales diversos y simultáneamente existentes configurando un escenario en el que, como señala Antonio Romero Reyes, aunque el Estado mantiene su unicidad y formalidad como territorio delimitado por fronteras nacionales -hacia fuera- y por jurisdicciones administrativas -hacia dentro-, en la práctica el Estado periférico está territorialmente fragmentado en espacios locales (Romero 2006, 209) controlados por una diversas gama de poderes monopólicos trans y multinacionales.
En suma, a partir de la inflexión neoliberal, asistimos a nuevos giros y desplazamientos que no solo colocan en el centro de la disputa la cuestión de la tierra y los recursos naturales en general, sino del territorio. De aquí que, en el marco de la fase actual del capitalismo la lucha por la tierra, no solo cobra un nuevo impulso, sino que aparece reeditada. No se trata de la añeja confrontación entre latifundistas y campesinos, tampoco se reduce a la distribución de la propiedad en un proceso de creación o re-creación del campesinado. Estamos frente a un proceso de restructuración territorial en donde el capital busca funcionalizar estos espacios, adecuándolos a un nuevo ciclo de acumulación en el que la mayor parte de la población es prescindible. De aquí que, la lucha por la tierra hoy, en el siglo XXI, es una lucha a muerte por la vida.