Desde hace unas cuantas décadas, la percepción figura insistentemente en el centro de interés de distintas áreas de la filosofía (v.g., la filosofía de la mente, la epistemología, la filosofía de las ciencias e, incluso, la filosofía moral), las neurociencias y la psicología cognitiva. Uno de los problemas más difíciles y, por cierto, más debatidos en filosofía ha sido el de qué tipo de contenido, si acaso tiene alguno, posee la experiencia perceptual. Este es el tema, precisamente, que aborda el nuevo libro de Francisco Pereira. En particular, el libro se focaliza en el debate entre conceptualistas y no-conceptualistas, y defiende, por medio de un examen claro y minucioso de distintos argumentos, presentes en la literatura sobre el tema, la causa no-conceptualista.
El libro empieza examinando la tesis que sostiene que las experiencias visuales poseen contenido proposicional. Esto es lo que Pereira llama “el modelo doxástico”. Analiza críticamente tres manifestaciones de este modelo: la primera, identifica directamente a las experiencias con creencias; la segunda, equipara a las experiencias con disposiciones a adoptar ciertas creencias, y la última sostiene que, si bien experiencias y creencias son estados mentales diferentes, el contenido de la experiencia es del mismo tipo que el de la creencia (lo que Pereira denomina “conceptualismo perceptual”). Recién aquí es donde es considerada la tesis conceptualista de McDowell y Brewer, sus principales defensores. Así, bajo el lema “ver no es creer”, Pereira sostiene que el contenido de la experiencia no es proposicional ni conceptual.
La estructura del libro es la siguiente: el capítulo I expone las distintas concepciones del contenido que pueden hallarse en la literatura sobre el tema (proposiciones russellianas, conjuntos de mundos posibles, proposiciones fregeanas, contenidos indéxicos, escénicos y múltiples). El capítulo II discute las tres variedades del modelo doxástico antedichas. El capítulo III examina el argumento epistemológico en favor del conceptualismo. El capítulo IV elabora el argumento de la riqueza del contenido de la experiencia, que ha sido dirigido contra el conceptualismo. El capítulo V se aboca a examinar el famoso argumento de la fineza de grano y el caso de criaturas no lingüísticas (infantes y animales no humanos). Al cabo de este recorrido, Pereira concluye que los argumentos examinados en contra del conceptualismo nos autorizan a abrazar el no-conceptualismo. Aunque no se compromete explícitamente con ninguna versión del supuesto contenido no-conceptual de la experiencia, la relevancia que tiene en el libro la versión de Peacocke sugiere que ésta es la preferida por Pereira. El libro está claramente escrito y muy bien estructurado. Pereira cubre exhaustivamente la bibliografía sobre el tema en cuestión y se esfuerza por considerar ecuánimemente las posibles réplicas que, en cada caso, están a disposición del conceptualista. Los principales argumentos de la disputa entre conceptualistas y no-conceptualistas son reconstruidos con cuidado y analizados en cada uno de sus detalles. Debido a todos estos méritos, el libro constituye una excelente puesta al día del debate. Asimismo, para los lectores en lengua española que estén interesados en el tema del libro, provee una muy buena introducción a esa discusión técnica y difícil.
En lo que sigue, voy a reconstruir sucintamente los principales argumentos de cada capítulo que le permiten a Pereira arribar a su conclusión no-conceptualista, y sugerir en cada caso qué replica está disponible para el conceptualista o, alternativamente, indicar que posibilidades podrían ser desarrolladas por el no-conceptualista más allá del punto en que las deja Pereira. Supongo que esta breve discusión de sus argumentos podría contribuir a continuar el debate entre conceptualistas y no-conceptualistas que su libro ha abierto.
Después de sintetizar, en el capítulo I, las distintas concepciones sobre el contenido que están presentes en la literatura, en el capítulo II, Pereira discute tres variedades del modelo doxástico. Las dos primeras sostienen que las experiencias son creencias o disposiciones a adquirir creencias. Aquí Pereira apela a distintos y pertinentes argumentos para sostener que esas dos concepciones no son correctas. Sin duda, frente a los argumentos de Pereira, los defensores de tales concepciones disponen de posibles réplicas, pero no insistiré en este punto porque pienso que Pereira está en lo correcto al sostener que las experiencias perceptuales no son creencias ni meras disposiciones a creer. El punto crucial llega cuando Pereira considera el conceptualismo de McDowell.
Pereira caracteriza al conceptualismo perceptual como la tesis que sostiene que “en todos los casos el contenido de una experiencia perceptual contiene necesariamente conceptos que especifican a cabalidad cada uno de los elementos disponibles a nivel consciente durante la experiencia al mismo tiempo” (p. 93). Así definido, el conceptualismo es, como señala Pereira, una tesis metafísica muy fuerte. No es claro, sin embargo, que esta caracterización refleje exactamente la posición de McDowell. Parece implausible pensar que, en todos los casos, el contenido de una experiencia contenga, de hecho, todos los conceptos que especifican “a cabalidad” cada uno de los objetos y propiedades experimentados (incluyendo, pues, aquellas propiedades que sólo pueden ser capturadas mediante conceptos demostrativos). Más plausible es pensar que tiene que ser posible, para el sujeto de experiencia, introducir los conceptos que especifican cada uno de los distintos aspectos del mundo experimentado. Esto está más a tono con algunas afirmaciones de McDowell. Por ejemplo: “Algunos aspectos del contenido de una experiencia abridora de mundo son [...] ya contenidos de las capacidades conceptuales que el sujeto de experiencia tiene, pero en una comprensión perfectamente natural de lo que es tener una capacidad conceptual, algunos no lo son” (McDowell 2009a, p. 318). La idea es que el hecho de que el contenido de una experiencia esté “categorialmente unificado” no implica que “cualquier aspecto de ese contenido ya sea, como tal, el contenido de una capacidad conceptual poseída por el sujeto de la experiencia” (McDowell 2009a, p. 318). McDowell parece pensar, pues, que, aunque el contenido no articulado de una experiencia sea conceptual, la especificación de algunos de sus aspectos como tales todavía requiere que el sujeto focalice su atención en ellos para que puedan ser capturados por sus capacidades conceptuales. Esto puede hacerse, dice McDowell, “anexando una pizca de lenguaje” (McDowell 2009a, p. 319) a dicho contenido. Así, pues, es probable que McDowell no reconociera su posición en la afirmación de que el contenido conceptual de la experiencia contiene “necesariamente conceptos que especifican a cabalidad cada uno de los elementos disponibles a nivel consciente durante la experiencia al mismo tiempo”. Como veremos, esta precisión acerca del conceptualismo de McDowell mueve, hasta cierto punto, el blanco de ataque de Pereira y hace que algunos de sus argumentos contra el conceptualismo perceptual no se apliquen a McDowell.
Pereira detecta y al mismo tiempo discute- tres motivaciones para abrazar el conceptualismo. (1) La primera es “estructural”. La idea es que las experiencias poseen condiciones de corrección, y esto sólo es posible se supone- si el contenido de las experiencias es proposicional y conceptual. Aunque el carácter proposicional del contenido perceptual es algo distinto de su carácter conceptual, los autores que Pereira tiene en mente sostienen que dicho contenido es ambas cosas. Mi experiencia de que el gato está sobre la alfombra es verídica si y sólo si, entre otras condiciones, el gato está sobre la alfombra. Y se supone que mi ver que el gato está sobre la alfombra involucra una proposición compuesta por los conceptos del caso. Ciertamente, se puede señalar, como lo hace Pereira, que el que un estado mental posea condiciones de corrección no implica que ese contenido sea proposicional (los mapas, por ejemplo, poseen condiciones de corrección, pero, según Pereira, no poseen contenido proposicional). Asumiendo lo que dice Pereira sobre los mapas, la cuestión a debatir es si las experiencias perceptivas son como los mapas o no. En cualquier caso, no es un asunto trivial cómo han de entenderse las condiciones de corrección.
Otra motivación “estructural” más compleja para abrazar el conceptualismo descansa en la vieja idea, proveniente de ciertas discusiones en filosofía de la ciencia, de que la percepción siempre está cargada de teoría o estructurada por conceptos de clase. Los conceptos y teorías se dice- determinan lo que vemos y cómo lo vemos. Así, puede pensarse que, en general, nuestras experiencias “están siempre prefiguradas completamente por nuestros conceptos” (p. 100). Poniendo en duda esta idea y anticipando algunas discusiones del libro, Pereira señala que, para experimentar un péndulo, por ejemplo, o un dodecaedro, no es necesario poseer o implementar los conceptos de péndulo o dodecaedro. Esto es, desde luego, cierto, y el conceptualista no tiene por qué negarlo. El concepto de péndulo, sostiene el conceptualista, sólo es necesario para ver que algo es un péndulo, o para ver algo como un péndulo. El punto en disputa parece estar, pues, en qué papel desempeña la experiencia en el reconocimiento o identificación de un objeto de cierta clase.
Citando a Millar (p. 103), Pereira sostiene que la percepción no categorizada de un objeto es lo que nos permite identificarlo como perteneciendo a una cierta clase. El ejemplo de Millar es el siguiente. Supongamos que una persona ve lo que parece ser un cojín negro sobre un sofá. Supongamos que, tras acercarse e inspeccionar el objeto, esa persona descubre que se trata de un gato. En ese momento, se supone que la fenomenología de la experiencia cambia. Aquí Millar hace dos comentarios: i) él dice que el cambio en la fenomenología no depende del reconocimiento del gato como gato, sino que, más bien, explica cómo la persona ha llegado a reconocer al gato. Empero, este punto requiere de mayor argumentación, pues podría suceder que la relación sea la inversa, esto es, que el cambio en la fenomenología de la experiencia dependa, precisamente, del reconocimiento. Después de todo, el mismo Millar señala que el cambio en la fenomenología acontece después del reconocimiento. ¿Por qué, entonces, antes del reconocimiento a la persona no le parecía que el objeto en cuestión era un gato? ¿Qué es lo que explica, si no, el cambio en la fenomenología? Además, Millar sostiene ii) que tiene que haber algo en la experiencia, previo al reconocimiento, que explique cómo es que llega a tener lugar. Esto es cierto, pero, ¿cómo se llega de esto a la idea de que la experiencia no tiene contenido conceptual? Nuevamente, los detalles son, aquí, cruciales. El conceptualista puede argumentar que es viendo ciertas formas y colores como una cabeza de un gato, por ejemplo, que llegamos a reconocer al gato. Pero, ¿cómo discurriría la alternativa no-conceptualista? Sin la requerida explicación, parece que es apresurado concluir que “es la experiencia de ítems en el mundo la que es necesaria para la categorización y posterior reconocimiento de estos ítems como perteneciendo a una clase y no al revés” (p. 103).
(2) Una segunda motivación para abrazar el conceptualismo podría ser fenomenológica: el mundo que experimentamos no es meramente un mundo de formas, colores y olores, sino un mundo de objetos, clases naturales, eventos y estados de cosas. El conceptualista podría argumentar, pues, que el único modo de explicar la fenomenología de nuestra experiencia consiste en atribuirle a esta un contenido conceptualmente estructurado. Ante este argumento, Pereira simplemente niega que sea un hecho fenomenológico el que percibamos objetos estructurados categorialmente (p. 108). Es de suponer que, aquí, Pereira no quiere negar que experimentamos el mundo como teniendo alguna estructura (algo que sería difícil de reconciliar con la idea de que la experiencia tiene contenido), sino, más bien, que lo experimentemos como teniendo ciertas estructuras que sugieren concebir a la experiencia como teniendo una estructura conceptual demandante. No obstante, dejando a un lado la cuestión de qué podría ser para la experiencia tener una estructura conceptual demandante, esta es una motivación que el no-conceptualista no tiene por qué negar. Si la tesis no-conceptualista no niega, como en el caso de Peacocke, que la experiencia posea, al menos en parte o en cierto nivel, contenido conceptual, entonces el no-conceptualista puede sostener que, para el caso de propiedades de bajo nivel, el contenido de la experiencia es no conceptual, mientras que para el caso de propiedades de alto nivel (propiedades de clase, por ejemplo) el contenido de la experiencia es conceptual. Dadas las simpatías que Pereira manifiesta hacia el enfoque de Peacocke, esta podría ser una opción para él.
Pereira encuentra otra motivación fenomenológica para adoptar el conceptualismo en la llamada “percepción a-modal”. Se ha observado que, aun cuando percibimos, en un momento dado, la cara frontal de un objeto material (v.g., un tomate), nos parece, fenoménicamente hablando, como si fuera un objeto tridimensional, voluminoso. Se dice que este rasgo de la fenomenología se explica porque representamos a-modalmente la cara oculta del objeto, representación que hace aparecer la cara frontal como si fuera un objeto completo visto desde cierta perspectiva. Esto ha llevado a que autores como Noë sostengan que la experiencia tiene contenido conceptual. Según este autor, las partes momentáneamente ocultas del objeto están presentes en la experiencia porque tenemos ciertas habilidades sensoriomotoras (sabemos que, por ejemplo, si cambiáramos de posición el objeto aparecería de tal y cual forma) que determinan el contenido de la experiencia. En este punto, para debilitar esta motivación en favor del conceptualismo, la estrategia de Pereira consiste en señalar que las habilidades prácticas que Noë resalta no están proposicionalmente articuladas y que, por ende, no son el tipo de habilidades que puedan figurar en un juicio. Con esto, Pereira pretende poner en cuestión el que se trate de genuinas capacidades conceptuales.
Sin embargo, el conceptualista dispone de distintas líneas de réplica que valdría la pena considerar. Por ejemplo, el mismo Noë sostiene que el contenido de la experiencia es conceptual y proposicional: “Si estoy en lo correcto en que la experiencia perceptual es conceptual, luego es siempre el caso que, cuando uno tiene una experiencia de ver x, uno tiene una experiencia visual que puede ser descripta como teniendo contenido proposicional (y así conceptual)” (Noë 2004, p. 247, nota 4). Noë parece pensar, al menos en el libro citado, que el que las capacidades en cuestión sean constitutivas del conocimiento sensoriomotor que hace posible la percepción a-modal no es razón para que no puedan también figurar en un juicio. El punto a discutir es, pues, cómo las capacidades conceptuales, que sin duda resultan esenciales para el juicio, intervienen, si es que lo hacen, en la acción habilidosa (un tema central, dicho sea de paso, en la discusión entre McDowell y Dreyfus). En segundo lugar, también hay enfoques no enactivos que, como Noë, tratan de explicar la percepción a-modal apelando a nuestras capacidades conceptuales, enfoques con respecto a los cuales no cabe poner en duda que se trate de genuinas capacidades conceptuales (Nanay 2010, 2013; Briscoe 2011). ¿Qué tiene que decir el no-conceptualista al respecto? Y, si la percepción a-modal es, en verdad, un fenómeno genuino, ¿cómo puede explicarlo el no-conceptualista?
Finalmente, una tercera motivación para abrazar el conceptualismo, detectada por Pereira, podría ser esta: (3) la identificación perceptiva requiere, sostienen algunos, de conceptos sortales. Así, el uso de demostrativos supondría la implementación de un concepto sortal que nos permitiría identificar el objeto particular al cual pretendemos referirnos demostrativamente. En este punto, los argumentos del no-conceptualista son discutibles. Pereira señala que, del hecho de que mi interlocutor no entienda a qué me refiero con, por ejemplo, “Eso es hermoso”, no se sigue que yo no sepa a qué me estoy refiriendo. Esto es, desde luego, cierto, pero, ¿qué se sigue de aquí? No se sigue, ciertamente, que no me he valido de un concepto sortal para identificar perceptualmente aquello que estoy señalando. El otro argumento que presenta Pereira sugiere que, si he logrado aislar un objeto de entre otros que hay en mi campo visual, se torna irrelevante el concepto sortal: “el argumento [...] no nos entrega ninguna clave para entender en qué sentido un concepto sortal nos ayuda a percibir algo que ya está perceptualmente diferenciado de otros ítems en el entorno” (p. 115). Tal vez sea cierto que no en todos los casos precisamos un concepto sortal para identificar perceptualmente un objeto, aunque parece evidente que en muchas situaciones sí apelamos a esa clase de conceptos (Yo digo: “Eso es hermoso”. Mi interlocutora pregunta: “¿Qué cosa?”, y respondo: “Ese cardenal”). El punto del conceptualista podría ser, quizás, que uno no tiene ninguna base para afirmar, por ejemplo, “Ese es un cardenal”, si no es capaz de ver el pájaro relevante como un cardenal. En cualquier caso, el punto requiere de discusión ulterior. Más allá de esto, Pereira también argumenta que la adquisición, posesión e implementación de conceptos demostrativos puros (“eso”, “esto”, etc.) presuponen que somos no conceptualmente conscientes de los ítems a los cuales nos referimos demostrativamente. Este parece ser el caso en el que una persona (v.g., un niño) experimenta por primera vez un objeto de cierta clase. Por ejemplo, al ver por primera vez un sacacorchos, un niño podría preguntar: “¿Qué es eso?” Aunque utilice el “eso” para referirse al sacacorchos y sea perceptualmente consciente de ese objeto, es obvio que el niño no puede estar viendo al sacacorchos como tal, pues carece de ese concepto. Luego, concluye Pereira, parece que debemos rechazar el conceptualismo y abrazar el no-conceptualismo. Pero el conceptualista puede estar de acuerdo con lo dicho y, no obstante, insistir con su posición, pues, cuando el niño hace su pregunta, percibe, sin duda, el sacacorchos como, al menos, un objeto material. Y el conceptualista puede señalar aquí que el concepto de objeto material (como un ítem que ocupa un lugar en el espacio, que es sólido, etc.), sea este concepto sortal o no (hay discusión sobre ello), es constitutivo del contenido de la experiencia del niño. Por tanto, al menos en el punto en que Pereira deja su argumento, la cuestión no está decidida en favor del no-conceptualista.
Así llegamos al punto 2.4 del libro, que está dedicado al no-conceptualismo. Los no-conceptualistas sostienen que su tesis puede explicar no sólo la adquisición y posesión de conceptos, sino también la naturaleza de nuestros estados mentales. Esto puede adoptar la forma de una explicación en la que los contenidos no conceptuales vienen primero y los conceptuales emergen a partir de ellos, o bien puede tener la forma de una explicación acerca de las condiciones de posesión de los conceptos. Los no-conceptualistas sostienen que un ítem puede ser un elemento constitutivo de una experiencia consciente aun cuando el sujeto carezca de los recursos conceptuales para pensar en él o especificarlo como el ítem que es. Esto no excluye que el sujeto pueda eventualmente adquirir esas capacidades conceptuales requeridas para especificar el contenido no conceptual de su experiencia. De modo que, como señala Pereira, los no-conceptualistas asumen que un estado mental puede involucrar más de un tipo de contenido. El no-conceptualismo (de contenido) sostiene que un sujeto S puede tener una experiencia E con el contenido no conceptual P si y sólo si P no está completamente constituido por conceptos y S no tiene los conceptos que se requieren para la caracterización canónica de P. Detengámonos un momento en esta definición, por lo demás estándar y general, del contenido no conceptual. Supongamos que S ve un destornillador, pero que no posee el concepto de destornillador. Parece que no sería apropiado especificar el (supuesto) contenido de su experiencia diciendo que ve que eso (el objeto en cuestión) es un destornillador, pues S no tiene idea de qué es un destornillador. Se dirá, razonablemente, que la caracterización del contenido no conceptual no ha sido diseñada para tales casos, sino, más bien, para la percepción de formas, colores, sonidos, etc. Pues bien, supongamos entonces que S ve un pentágono, aunque no tenga el concepto de pentágono. ¿Podemos especificar el contenido de su experiencia diciendo que S ve que eso (la figura en cuestión) es un pentágono? No parece que la situación haya mejorado con el cambio de ejemplo. Si S carece del concepto de pentágono, no puede juzgar, sobre la base de su experiencia, que la figura que está viendo es un pentágono. Asimismo, si se le pide que señale un pentágono, tampoco estará en condiciones de señalar la figura que tiene en frente. Si se insiste en que, a pesar de todo, S ve que la figura es un pentágono, entonces parece que lo mismo podría haberse dicho con respecto al destornillador. Parece, pues, que decir de S que ve que eso es un pentágono es hacer un cumplido vacío. Sin duda, S ve, en un sentido, el pentágono; pero, como no puede tener ninguna actitud proposicional hacia él que lo incluya qua pentágono, su percepción del pentágono no puede tener relevancia epistémica (esto no excluye, desde luego, que, aunque S no pueda ver el pentágono qua pentágono, no pueda verlo como una figura, por ejemplo). ¿Cómo caracterizar, entonces, o especificar el supuesto contenido no conceptual de una experiencia? Cualesquiera que sean las alternativas de que disponga aquí el no-conceptualista, no parece que se pueda descartar sin argumentos la distinción de Sellars entre un percibir no epistémico y un percibir epistémico, pues podría suceder que aquello con lo que está lidiando el no-conceptualista no fuera más que una forma de percepción que, en realidad, carece del contenido relevante.
El capítulo III del libro considera el que es el argumento central y la motivación más fuerte para adoptar el conceptualismo, a saber, el argumento epistemológico. Este argumento reza así: las experiencias han de tener contenido conceptual, pues, de otro modo, no podrían ser razones que justifiquen a los juicios y creencias basados en ellas. El que las experiencias posean contenido conceptual es crucial, piensa McDowell, para evitar el Mito de lo Dado, el gran obstáculo que supuestamente hay para abrazar el no-conceptualismo. En la versión de Mind and World, el contenido de las experiencias es conceptual y proposicional; es, por tanto, del mismo tipo que el contenido de las creencias. Como destaca acertadamente Pereira, las razones que proveen las experiencias deben ser accesibles al sujeto de experiencia y, además, comprendidas como las razones que son. ¿Cómo se supone que las experiencias justifican a los juicios basados en ellas? Una posible manera de entender tal relación es como una relación inferencial. Aunque este es el modelo de Brewer, no es exactamente el de McDowell. Dice este último: “No quise implicar [en Mind and World] que la experiencia produce premisas para inferencias cuyas conclusiones son los contenidos de las creencias perceptuales” (McDowell 2009b, p. 270). La justificación es, pues, para McDowell, no inferencial: el contenido de la experiencia es el mismo que el contenido de la creencia basada en ella (McDowell 2009b, p. 131). Sea la justificación que provee la experiencia inferencial o no inferencial (en la vida ordinaria, muchas veces es de este segundo tipo), no son claras las reservas que Pereira tiene con respecto a ellas. Es cierto que, como señala, hay distintas maneras de entender las proposiciones (principalmente, de un modo fregeano o russelliano); es cierto también que el contenido de la experiencia puede ser concebido de modos diversos (conceptual, no conceptual, proposicional, no proposicional). Pero, puesto que McDowell y Brewer toman sus decisiones teóricas a sabiendas y habiendo descartado justificadamente las posiciones rivales a las por ellos adoptadas, la mención de tales alternativas no basta para fundar un rechazo de sus respectivas posiciones. Asimismo, es cierto que, como resalta Pereira, la noción de inferencia puede entenderse de distintos modos (como un proceso personal o subpersonal, por ejemplo). Sin embargo, nada de esto indica por sí mismo por qué habría de rechazarse la tesis de que las experiencias pueden ser razones para la creencia, sobre todo, teniendo en cuenta que, para McDowell, el vínculo justificatorio entre experiencia y creencia es no inferencial.
Más claras son las dudas que Pereira explicita con respecto al tipo de internismo presupuesto por el conceptualismo. En este punto, Pereira observa que la teoría de la justificación involucrada es internista en un sentido demandante: no sólo supone que el sujeto es consciente de sus razones perceptuales (algo que, si uno es internista, no tiene por qué cuestionar), sino que, además, es consciente de ellas qua razones. Esto último es más debatible, pues impide que atribuyamos justificación perceptual a infantes prelingüísticos y a algunos, al menos, animales no humanos. Ciertamente, McDowell acepta todo esto, pero, como indica Pereira siguiendo a Pryor, parece que uno puede sensatamente distinguir entre el hecho de estar justificado en creer que p y la capacidad de justificar la creencia de que p. Pasar por alto esta distinción puede conducir a resultados contraintuitivos con respecto a la justificación que sujetos epistémicos poco sofisticados se supone que tienen para sus creencias.
Pereira también considera el cambio de opinión de McDowell sobre el contenido perceptual. Desde “Avoiding the Myth of the Given”, McDowell sostiene que el contenido de la experiencia no es proposicional, sino intuitivo. Además, si bien todavía conceptual, tal contenido no tiene por qué representar nos dice ahora McDowell- todos los aspectos de la escena percibida que son representados por el juicio que se basa en tal experiencia. La nueva idea de McDowell es que los contenidos intuitivos son conceptuales porque aquello que da unidad a las intuiciones es la misma función que da unidad a los juicios. Más específicamente, los contenidos intuitivos son conceptuales porque poseen una forma tal que uno podría hacerlos figurar en la actividad discursiva. Pero este es un punto oscuro en la teoría de McDowell que Pereira hace bien en reprocharle. McDowell no explica realmente cómo es que los conceptos figuran en el contenido intuitivo de la experiencia, más allá de ser reglas de síntesis para las intuiciones. Pereira interpreta que, de acuerdo con esta nueva versión, no todos los elementos del contenido intuitivo son conceptos; antes bien, el contenido puede estar constituido por elementos no conceptuales pero conceptualizables. Es por esto que Pereira llama “débil” a esta nueva forma de conceptualismo de McDowell, algo que, según él, se aleja de la que supuestamente era la posición de McDowell en Mind and World. Pero con respecto a la idea de que el contenido de la experiencia es conceptual porque es conceptualizable (quizá sea más preciso decir aquí “porque el contenido conceptual no articulado es especificable o articulable conceptualmente”), uno puede preguntarse si no era ésta, precisamente, la posición de McDowell en la tercera conferencia de Mind and World, donde explica cómo es posible capturar el grano fino de la experiencia por medio de conceptos demostrativos. Desde luego, nadie posee de antemano todos los conceptos para cada tono o matiz que podría llegar a ver en su vida. No obstante, dice McDowell, uno siempre tiene la posibilidad de introducir un concepto demostrativo tal como “ese tono”, con la ayuda de la presencia percibida del tono en cuestión, para traer a concepto, por así decirlo, el tono experimentado. Este es un punto exegético importante, pues de él depende la atribución a McDowell de un conceptualismo fuerte.
Los capítulos IV y V analizan dos argumentos que han sido esgrimidos contra el conceptualismo: el argumento de la riqueza experiencial y el de la fineza de grano. Veamos el primero. La idea es que algunas experiencias son tan ricas en su contenido representacional que resulta improbable que un sujeto posea un repertorio conceptual suficientemente rico como para representar conceptualmente cada uno de los elementos que son representados por tales experiencias. Pereira considera algunas posibles réplicas conceptualistas a este argumento. En primer lugar, el conceptualista puede decir que, en verdad, es un mito el que la experiencia es informacionalmente rica. Antes bien, sólo representamos aquello a lo cual prestamos atención en un momento dado. Así, el conceptualista podría argüir que la atención es empíricamente necesaria para la consciencia experiencial. Diversos estudios empíricos podrían ser usados para abonar esta opinión. Pereira considera aquellos referidos a la llamada “ceguera inatencional” y la “ceguera al cambio”. Lo que tienen en común ambos tipos de ceguera es que, en diversos estudios, los sujetos expuestos a ciertos estímulos resultan incapaces de reportarlos cuando, debido al diseño del experimento, no les prestan atención. Se argumenta, pues, que los sujetos son incapaces de reportar ciertos objetos porque no son conscientes de ellos; y no lo son porque no les han prestado atención. En este punto, la estrategia de Pereira consiste en tratar de explicar los resultados experimentales de un modo que haga plausible sostener que la atención no constriñe lo que experimentamos conscientemente. Vemos y representamos conscientemente mucho más de lo que podemos describir, reportar o recordar. ¿Cómo puede ser que seamos conscientes de algo de lo cual no nos percatamos? El punto parece ser este: podemos ser conscientes de un objeto, aunque no nos percatemos del objeto como tal. Dada esta posibilidad, Pereira sostiene aquí que la falta de atención a ciertos elementos de una escena percibida no es razón suficiente para afirmar que no los representamos conscientemente. Experimentamos y representamos conscientemente mucho más de lo que podemos describir, reportar o recordar. La conclusión es que, si el contenido conceptual de la experiencia se restringe en función de la atención, el hecho de que representemos conscientemente objetos sin prestarles atención sugiere que ese contenido ha de ser no conceptual. Pero, claro está, el conceptualista no tiene por qué negar que la experiencia sea informacionalmente rica. Dependiendo de las circunstancias, puede haber aspectos del contenido de una experiencia sobre los cuales el sujeto no presta atención alguna; pero esto no quiere decir que esos aspectos no sean conceptuales. Esta parece ser, precisamente, la opinión de McDowell, y por ello es importante determinar si, como señalé al principio de la presente reseña, cabe atribuirle a este autor un conceptualismo fuerte. En este punto, el libro de Pereira no especifica exactamente por qué se supone que ese camino abierto para el conceptualista no habría de ser transitable. Correctamente a mi juicio, Pereira cuestiona aquí la noción mcdowelliana de “hechos” como proposiciones verdaderas. El problema de esa noción entendida como McDowell lo hace surge porque, tal como afirma en Mind and World, en la experiencia, cuando no estamos equivocados, percibimos hechos. Empero, mientras que resulta intuitivo decir que percibimos sensorialmente objectos, propiedades y eventos, no resulta nada plausible sostener que percibimos hechos entendidos como proposiciones o pensamientos verdaderos. Ahora bien, concedido este punto, cabe preguntar: ¿cómo se relaciona todo esto con la idea de que ciertos aspectos del contenido perceptual no atendidos pueden ser, no obstante, conceptuales? Este es un punto que no queda claro en el libro. Aquí, Pereira vuelve a su idea de que el conceptualismo subestima, según él, la importancia de las explicaciones evolutivas para la posesión de conceptos y el papel que las experiencias desempeñan en ellas. Sostiene que son las experiencias las que “nos proporcionan la capacidad de pensar sobre objetos y no al revés” (p. 197). En cierto sentido, esto es correcto; sin embargo, no es claro por qué se supone que el conceptualista habría de rechazar esas explicaciones evolutivas ni por qué no podría dar una explicación causal acerca de la adquisición y posesión de conceptos que siga los derroteros de la ofrecida por autores como Sellars, por ejemplo, o Davidson.
El libro cierra con un capítulo sobre el argumento de la fineza de grano y el contenido de la experiencia que puede atribuirse a ciertos animales no humanos y niños prelingüísticos. El argumento de la fineza de grano, que tiene su origen en una observación de Evans, señala que, en general, somos capaces de discriminar perceptualmente muchos matices de cualquier color, digamos, sin que contemos con los conceptos específicos para representarlos. Así, por ejemplo, podemos discriminar entre un rojo19 y un rojo22, aunque no poseamos conceptos específicos para esos tonos de rojo. Si, a pesar de no contar con tales conceptos específicos, podemos discriminar esos distintos tonos de rojo, se sigue que las discriminaciones perceptuales son de grano más fino que nuestros conceptos. Por tanto, al menos con respecto a las discriminaciones en cuestión, el contenido de la experiencia tiene que ser no conceptual. Como se sabe, la respuesta de McDowell apela a los conceptos demostrativos. Según McDowell, es cierto que las personas no poseen conceptos generales para todos y cada uno de los tonos de un color que puedan percibir en sus vidas; sin embargo, ante un ejemplar percibido de cierto matiz, siempre es posible introducir un concepto demostrativo que lo especifique, tal como “ese matiz”. Este argumento presupone que el concepto demostrativo así introducido, para ser cabalmente un concepto, tiene que poder ser usado en posteriores reconocimientos del mismo matiz, por más cercanos que tales reconocimientos sean en el tiempo a la experiencia original. Ante esta respuesta de McDowell, Pereira plantea dos dificultades. La primera es esta: ¿cuánto debe perdurar en el tiempo una habilidad para ser considerada una genuina capacidad de reconocimiento? El punto es que, si ese tiempo es muy breve, la capacidad en cuestión no podrá ser considerada como una capacidad de reconocimiento. Así, por ejemplo, supongamos que voy a la pinturería y, después de mirar detenidamente el catálogo, señalo un tono de gris y digo: “Quiero este tono de gris”. Supongamos que, en el interín, se me cae el catálogo y, tras buscar nuevamente, ya no estoy seguro acerca de qué tono de gris había señalado. ¿Tengo el concepto de “este tono de gris” que se supone que adquirí al señalar originalmente la muestra en el catálogo? La respuesta que se ha dado, y que da Pereira, es que no. La segunda dificultad resaltada por Pereira concierne a casos de agnosia visual, esto es, casos en los que los sujetos ven ciertos objetos, pero no logran reconocerlos, aun cuando puedan hacer dibujos detallados de ellos. Así, mientras que tales sujetos pueden discriminar unos objetos de otros, no pueden, sin embargo, reconocerlos como los objetos que son. Se sigue que la discriminación excede la capacidad de reconocimiento y, por ello, no puede depender de la posesión de conceptos que categoricen los objetos discriminados. El libro concluye analizando la propuesta no-conceptualista de Peacocke, articulada por los contenidos escénicos y las proto-proposiciones, y su relación con la llamada “Tesis de la autonomía”, que dice que una criatura podría tener estados mentales con contenidos no conceptuales aun cuando no poseyera ningún concepto.
Como se habrá advertido, Pereira aborda el debate entre conceptualistas y no-conceptualistas con un profundo conocimiento de la bibliografía. El libro está repleto de argumentos que son analizados y evaluados concienzudamente. Lo más importante, quizás, tanto si uno comparte la tesis general del libro como si no, es que el libro sirve para aclarar lo que está en juego en ese debate y constituye, para los interesados, un estímulo para seguir reflexionando. Hacer avanzar la investigación es un mérito importante que el libro de Pereira alcanza con creces.