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Gaceta médica de México

versión On-line ISSN 2696-1288versión impresa ISSN 0016-3813

Gac. Méd. Méx vol.141 no.5 Ciudad de México sep./oct. 2005

 

Actividades académicas

 

Una visión panglossiana del adipocentrismo reinante+

 

A panglossian view of adipocentrism

 

Silvestre Frenkª*

 

ª Académico Honorario. Investigador en Ciencias Médicas

 

+ Conferencia Magistral "Miguel F. Jiménez", dictada en Sesión Solemne de la Academia Nacional de Medicina de México, el día 29 de junio de 2005.

 

* Correspondencia y solicitud de sobretiros:
Unidad de Genética de la Nutrición, Instituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM –Instituto Nacional de Pediatría, S.S.A.

 

Anualmente, la Academia Nacional de Medicina honra la memoria del doctor Miguel Francisco Jiménez García, prohombre suyo de todos los tiempos, bajo la figura de esta Conferencia. Es muy de celebrarse que ella se dicte precisamente en ocasión de la Sesión Solemne en que brindamos cordial bienvenida a nuestros nuevos correligionarios.

Tal como en su tiempo muy emotivamente lo expresara el ilustre académico Don Francisco Fernández del Castillo, aquel Discurso pronunciado por Miguel Francisco Jiménez en el año 1844 con motivo del comienzo de las lecciones de Clínica Médica, (cito), "jamás, nunca jamás podrá olvidarse, porque contiene alto potencial de humanidad, de vida espiritual, de fuerza moral, de vitalidad en una palabra" (fin de cita). Pero además, y cito ahora a uno de los más eminentes epígonos de Jiménez, el académico Don Manuel Martínez Báez, en ocasión de la ceremonia de conmemoración del centenario del deceso de Don Miguel Francisco, el día 31 de marzo de 1976: "Los méritos de la obra realizada por el doctor Jiménez son de tal magnitud, que han movido a recordarla y encomiarla en varias ocasiones, como seguirá sucediendo en el futuro, mientras haya aquí médicos con sensibilidad e inteligencia que los impulsen a admirar a los grandes Maestros de otros tiempos". Plegarnos a estos vaticinios, bien se sabe, constituye buena razón y motivo en el ideario de nuestra Academia.

Subrayaría más adelante el Maestro Martínez Báez que: "La lectura de los trabajos de Miguel Francisco Jiménez revela que no hay que aceptar como verdad inconcusa todo lo que aparece en libros y revistas, así sea en capítulos o en artículos redactados por maestros eminentes, sino que hay que comprobar la verdad en la observación directa, en la experimentación correcta y en el raciocinio lógico" (fin de la cita).

Al tenor de lo así dicho, heróicas batallas verbales libráronse otrora en el seno de esta Academia Nacional de Medicina. Y ciertamente, en tal tesitura me animo a presentarme ante ustedes. Porque a decir verdad, serias dudas acerca del tema de hoy a más de uno nos acometen.

Para empezar, convendría aventurar alguna medianamente convincente explicación acerca del un tanto críptico título de esta conferencia. Lo intento declarando que al amparo de autoconferida licencia, con la expresión "adipocentrismo reinante" quiero referirme a la arrolladora y desde luego justificadamente creciente polarización de la atención pública, y por supuesto, de la profesional nuestra, no sólo hacia las variaciones de la adiposidad corporal, sino para con las variopintas expresiones metabólicas o cardiovasculares asociadas con o consecutivas a la excesividad de aquélla. De hecho, los términos "síndrome metabólico", "resistencia a la insulina", "hiperlipidemia", pervaden ya el ambiente médico, e inician su invasión a la sociedad toda, a guisa de tema obligado de conversación.

Catalogada la obesidad por la Organización Mundial de la Salud como uno de los 10 principales problemas de salud en el mundo, su pervasividad es tal, que ya hay quienes hablan del surgimiento de un "complejo de Adipo". Y de ser este juego verbal algo más que eso, su carácter podría explicar el cúmulo de pasiones y emociones de muy variada y a menudo encontrada naturaleza, así como su inmanente cortejo de inculpaciones personales y ajenas, centradas en el mantenimiento de masa y figura corporales.

Explicado "adipocentrismo" como voz de nuevo cuño, dejo constancia del significado de otras dos, que aunque calificadas, por ahora no gozan de mayor resonancia:

– Adiposidad, para indicar la magnitud del componente graso en la constitución corporal;

– Adiposis, más afín al lenguaje biomédico que la usual de obesidad.

Pero además, por parecerme derogatoria, vilipendiosa y hasta infamante la voz "tejido adiposo", aquí me referiré al mismo como "sistema adipocítico", basándome en la denominación del tan ubicuo y multifuncional elemento celular que constituye la base somática del susodicho tejido. Porque a fin de cuentas, adiposo sólo es quien lo posea en exceso. Excluye este concepto a las adiposis ectópicas, tales como la esteatosis hepática o de otros órganos, sea ella o no de origen adipogénico. No haría falta mencionar que como efector del influjo de nutrimentos, aún más que la masa muscular, la adipocítica contribuye sustancialmente a la configuración corporal.

Que la percepción colectiva e individual de la figura humana efectivamente constituye un elemento cardinal de la homeostasis emotiva, tanto en la persona como de las comunidades, bien lo ilustró Don Gregorio Marañón en su clásico, otrora famoso ensayo Gordos y Flacos, al parecer olvidado o al menos aviesamente ignorado por los adipoexpertos de hoy día, cuando recordaba que "el volumen de toda cosa, viva o inerte, es lo primero que hiere la vista y la imaginación.....Todos sabemos... que la palabra "gordo" resume multitud de conceptos de herencia, de costumbres, de carácter, de modalidades de la sensibilidad y de la inteligencia" (fin de la cita).

No en balde, en nuestra cuatricentenaria obra insignia, se confronta al esquelético, asténico, generoso, iluminado, idealista caballero de la triste figura con la de su leal, práctico, sincero, realista, franco y barrigón escudero. Me adelanto en el flujo de mis argumentaciones, al opinar que también desde el punto de vista de su aparente condición nutricia y probable fisiología de su sistema adipocítico, más patológico resulta ser Don Quijote que Sancho Panza.

Para percatarnos de número y proporción de gordos y gordas, niños de todas las edades incluidos, y de quienes exhiben la adiposis en forma extrema, vienen aumentando de modo notorio, no requerimos de información derivada de encuestas ni de estadísticas. Nuestros órganos de los sentidos, para esto bien nos sirven. Por lo visto, la presente globalización mundial no se limita a lo económico; también viene afectando a la figura humana. De allí, el voquible "globesidad". Pero mil rostros exhibe la humana adiposidad, y muchos son también las personalidades y autoimágenes que ella proyecta y que en ella se reflejan. Por otro lado habría que reconocer que a la par con la actual "epidemia de obesidad" (hiperinflada según recientes publicaciones) prevalece otra de longevidad.

Las bases psicológicas, los fundamentos culturales, los mecanismos conductuales y las graduales modificaciones de los patrones alimentarios que vienen contribuyendo a que la adiposis, de problema individual se esté convirtiendo en colectivo, han sido y continúan siendo motivo de hondo interés científico. Por bien conocidos, y generalmente aceptados, omito dar de ellos razón específica, más allá de mencionar que psicológica y sociológicamente analizados, pudieran representar una integral entre el impulso de aspirar al placer a ultranza, el gustativo por supuesto incluido, el logro de la máxima comodidad posible y una cada vez más encarnizada tensión y competitividad laboral, empresarial, política, profesional. Antagónica dualidad, molicie aderezada con esa disfunción neuroendocrina y emotiva generalmente conocida como estrés. Adiposis es componente substancial de hiperactividad de la función córtico–suprarrenal, que normalmente resulta en gluconeogénesis. Comer bien y sabroso, el antídoto fisiológico de este mecanismo, es pues necesidad vital para la mayoría de nosotros.

Esto, dentro de un nuevo entorno económico mundial, merced al cual, y según ciertas mentes, paranoico–casandrescas, nos debatimos un tanto entre Escila y Caribdis de intereses comerciales opuestos: por una parte, el de la sagrada alimentación, que sin tal propósito viene contribuyendo a la innoble tarea de cebarnos, al motivarnos a persistir en la tesitura de mayor gasto para darle gusto al sentido del gusto; y aquella otra industria que medra con el justo afán de deshacernos de nuestro capital adiposo, en todos sus niveles, desde literatura libresca pseudocientífica, aunque no por eso menos aceptada, la próspera industria de los alimentos aligerados, y la de los nuevos gimnasios, hasta los omnipublicitados "productos milagro". Entrambos, pareciera que aspiran y suspiran por una Humanidad uniforme, inconforme y deformemente globalizada.

Nos hallamos frente a una variante multifacética de la figura humana, de su constitución física, y de la composición físico–química de sus tejidos, ésta caracterizada por una desviación en sentido positivo de la masa adiposa respecto a un ideal de masa corporal magra, corregida para edad, género, origen étnico, biotipo, patrón de actividad músculo–esquelética y otras variables. Para algunos, ello refleja una respuesta biológica a nuevas condiciones ambientales, como fenómeno altamente predecible. O sea que fuera de tiempos de hambruna y la explicable emaciación de quienes logren sobrevivirlos, y dado el componente voluntario de la alimentación, obesos debe haberlos habido siempre. Con el añadido matiz de que al menos en personas adultas, corpulencia solía y aún suele ser señal clara de opulencia y testimonio de bienestar de toda índole; también de fortaleza física, vigor sexual, poder político, liderazgo social, visibilidad profesional; con la ocasional excepción de algunas casi siempre despreciables figuras ya históricas, no hay cacique flaco. Hasta la fecha, con todo y lo estigmatizada que hoy día se halla la adiposis, y temibles sus proclamadas funestas consecuencias, no falta quien haga alabanza de la legendaria "curva de la felicidad", o tal como la denominaban los decimonónicos burgueses franceses, el "embonpoint", el estar en buen punto. Y por esos mismos años, se postulaba que todo médico que aspirara a un bonancible éxito profesional debía ostentar, además de sombrero de copa y bastón de puño cuando menos dorado, "respetable abdomen.... y hemorroides", para que llegado el caso no se le dificultara mostrar rostro de aflicción. Esto, a pesar de desde aquellos tiempos ser conocidos los riesgos, particularmente los de orden vascular–respiratorio, o de sufrir "diátesis gotosa". Casos célebres son Honorato de Balzac, muerto por gangrena, o Sto. Tomás de Aquino. No olvidemos aquí los extremos de la adiposis cultural, conscientemente adquirida, como la de los luchadores "sumo".

Extrañamente, pareciera que apenas ahora venga penetrando en la conciencia científica el popularmente obvio hecho de que al lado de la adiposis "burguesa", prevalece como expresión colectiva de la transición en la condición nutricia, la obesidad del pobre. Amén, por supuesto, de la adiposis extrema, condicionadora (en el lingüísticamente correcto sentido del término), de comorbilidades, (hiperlipidemias, diabetes mellitus, colelitiasis, hipertensión arterial), en muy breve lapso desarrolladas, de quien fue pero ya no es paupérrimo, como bien lo ilustra el indio Pima estadounidense, en contraste con su hermano sonorense, por obra y gracia de un hipotético mecanismo génico propicio a la frugalidad. O como también es el caso de quien, por a menudo ser deprivada social la madre que lo parió, nace con peso bajo para su edad gestacional, por tal circunstancia resulta ser susceptible a constituirse, de adolescente en adelante, en adiposo y proclive a las consecuencias metabólicas de tal condición. Tal y como si hubiese lugar para una un tanto "reaccionaria" proposición de la existencia de "genes de la pobreza".

Y es que con la excepción de cuando ocurre en entidades de orden genético (enfermedad de Prader–Labhart–Willi) o claramente hormonal (síndrome de Cushing endógeno o exógeno), la adiposidad no ha de ser considerada como expresión de una disfunción metabólica, sino como respuesta adaptativa al medio ambiente. La grasa corporal aumenta como mecanismo regulatorio en la restauración y mantenimiento del equilibrio energético. En teoría, la capacidad para esta respuesta es óptima en población que acapara todas las ventajas sociales y económicas. Quienes padecen oportunidades laborales y culturales limitadas, por ende se ven expuestas a todos los riesgos para la salud, incluyendo adiposis, por ser ellos menos capaces de ejercer los correspondientes mecanismos de adaptación metabólica.

Además, existen señales de que el grado de adiposidad del ser humano, de tiempo en tiempo exhibe fluctuaciones. Pareciera como si en el largo camino para llegar a su futura definitiva apariencia corporal, nuestra juvenil especie zoológica venga pasando por ensayos metabólicos, alternando ciclos cronológicos de gordura y delgadez. Podría decirse que no sólo para vacas acontecen años de prosperidad, alternados con tiempos de grave apremio. Sin embargo tal ciclicidad pudiera haber llegado a su término, de cumplirse el vaticinio de que a la par con el aumento secular en estatura que viene teniendo lugar desde hace dos centurias, a partir del futuro próximo el fenotipo dominante entre humanos adultos se caracterizará por una más amplia cintura.

A contrapartida, lamentablemente han proliferado también las mujeres jóvenes, sobre todo adolescentes, quienes obsesionadas con el fantasma de caer en adiposis, a la tragedia de exhibir anorexia nervosa agregan el tinte grotesco de la bulimia. Por supuesto, también crece el número de los a menudo desde niños resignados o al menos conformes, o que se regodean en su carácter de adiposos, con tal de no llegar a serlo en grado extremo. Por supuesto, es a todas luces absurdo catalogar como suicida en potencia a quien sospechando o sabiéndose hereditaria o culturalmente proclive a la adiposis, poco o nada haga para prevenirla o en su caso revertirla.

Globalizado el adipocentrismo, ha traído como muy beneficiosa consecuencia, una verdadera explosión en la investigación en, y ampliación sin precedente de, las fronteras de la fisiología, la neurobiología, la bioquímica, la genómica, la proteómica, y la metabolómica; de la regulación endógena, mediante una catarata de neurotransmisores, de la sensación de hambre y del apetito, de los mecanismos génicos de las preferencias por determinados nutrimentos y alimentos vehiculizadores, de los mecanismos de ajuste de la saciedad, de la variante sensibilidad a toda una orquesta de hormonas reguladoras, de la magnitud del recambio energético en sus diversas expresiones, así como de sus variantes de orden étnico. Se ha llegado a un razonable entendimiento de la fisiología del adipocito; se le ha identificado como generador de un buen número de hormonas, como la leptina, regulador clave de la condición nutricia, citocinas inflamatorias, o antiinflamatorias como la adiponectina, y de factores de transcripción como los receptores gamma activados para la proliferación de peroxisomas. Se han inventado novedosas tecnologías para estimar la composición del cuerpo humano. A la vez, se afianzaron las viejas bases epidemiológicas de la valoración de los riesgos que enfrenta el mantenimiento de una salud óptima, en términos de una adiposidad normal para edad, género y constitución biotípíca. Y además, del esclarecimiento de la repercusión de toda esta constelación metabólica en la patogenia de comorbilidades anteriormente catalogadas de "degenerativas".

Merced a estos impresionantes progresos científicos, en poco tiempo se ha venido configurando un sólido cuerpo de doctrina, no por cierto, como tantos otros, carente de generalizaciones y de cierta tendencia al reduccionismo . En verdad, puede postularse que venimos asistiendo al nacimiento y rápido desarrollo de una nueva disciplina biomédica: la adipología.

En el seno de una comunidad científica de por sí tan inquisitiva e hipercrítica como la nuestra, no suele ser común que con tanta rapidez como viene sucediendo en el campo de la clínica adipológica, casi unánimente queden de inmediato aceptadas nociones novedosas, y que de hecho se haya llegado a una suerte de consenso universal acerca de las repercusiones metabólicas de la adiposis.

Además, resulta notoria la pobre sintonía entre los avances científicos, y la nueva terminología forjada al propósito, en buena medida, gracias a defectuosa traducción, a mocosuena, de voces inglesas. Si para el insigne patólogo mexicano, el académico Antonio Villasana Escobar, en el campo de la medicina no existía voz por desorientada más vituperable que micosis fungoides, seguramente hoy día ya habría cambiado de parecer. Porque lamentablemente venimos asistiendo al surgimiento de lo que podríamos catalogar como "adipospeak". Universal además, por tirios y troyanos prontamente aceptado y sin sonrojos por casi todos repetido. Hasta por aquellos que concuerdan en que desmedros verbales suelen o al menos pudieran encubrir flaquezas conceptuales.

No se me tome pues a mal que humildemente me arrogue el atrevimiento de una breve crítica de orden lingüístico. Para principiar, la casi tautológica diferenciación categoremática entre sobrepeso y obesidad, albarda sobre aparejo pues. Digna de loa, solamente la clasificación de la Organización Mundial de la Salud se salva de tal debacle.

Y aquí, una severa autoincriminación: cuando sin duda el epónimo médico mundial mexicano lo es el Maestro Federico Gómez, autor de la primera clasificación con base antropométrica de la desnutrición del niño, ¿cómo pudo ocurrir que habiendo el profesor Garrow, distinguido nutrobioquímico británico, propuesto un sistema comparable para el polo contrario de la mala nutrición, a mi saber ningún mexicano, ninguno de los discípulos de Gómez, lo hubiese adoptado y promovido? El caso es que la clasificación de Garrow, imagen en espejo de la de Gómez, ha pasado a injusto olvido, y su lugar la ocupa el bodrio de marras.

Siguiendo la sinrazón de la susodicha falta de lógica, el voquible "obesidad mórbida" con que los adipólogos suelen denominar a la obesidad extrema, implicaría que solamente ella es patológica, no así grados menos avanzados de adiposis.

El "síndrome metabólico", casi más difundido que la propia adiposis que consensualmente lo origina y condiciona, merece que se diga que si por síndrome entendemos la expresión clínica de una función orgánica alterada, veremos que lo "metabólico" le es inmanente a todo verdadero síndrome. Por lo tanto, la susodicha denominación no parece ser la apropiada para designar un complejo de comorbilidades, así se vean ellas estadísticamente asociadas con adiposis, ya que cada una de tales entidades obedece a sus propios mecanismos patogénicos. Aun menos se justificaría reducirlas a meros epifenómenos por efecto de una supuesta disfunción endocrina puntual, centrada en insensibilidad, que no necesariamente resistencia, a la acción de la hormona insulina. Fenómeno común, dicho sea de paso, en el toma y daca característico de las funciones endocrinas. Quede claro que considero preferible esta suerte de "unitalla" metabólica, a irónicas ligerezas de antaño, como la de que las únicas glándulas involucradas en la génesis de la adiposis eran las salivales.

Por lo que se refiere al índice de masa corporal, igualmente difundido de manera universal, téngase en cuenta que el verdadero indicador de masa corporal es, por supuesto, el propio peso de ella. General, si bien a mi juicio incorrectamente, hasta las publicaciones más puntillosas y celosas de mantener un depurado estilo, lo expresan como kg/m2. Porque si obviamente un metro elevado al cuadrado mide un metro cuadrado, no es el caso, opino yo, cuando una dimensión expresada en metros lineales, merced a un artilugio aritmético, es elevada a la segunda potencia. En este muy particular caso, no equivale un metro cuadrado, por ejemplo de superficie corporal, a un metro lineal elevado al cuadrado.

Al margen de lo anterior, el índice ha revelado su utilidad como referencia de puntos de corte, que por cierto han requerido ser ajustables a factores de índole étnica. Algo semejante podría decirse del antropométricamente discutible perímetro abdominal, estadísticamente probado indicador de grasa intraabdominal.

Por otra parte, si en palabras del antropólogo académico Luis Alberto Vargas, "la especie humana es un mosaico de estructuras corporales", ha de distinguirse la adiposis inherente a una impronta constitucional, de la circunstancial o accidental. Así lo permite la maravillosa plasticidad de nuestro idioma, que distingue entre el verbo sustantivo ser y el intransitivo estar. Claramente, difieren en su naturaleza, ser gordo y estar gordo. Y como corolario, si se fue o si se estuvo. Quien fue aunque ya no esté lo seguirá siendo constitucionalmente, así sea en calidad de "gordo enflaquecido".

Bien se sabe que individuos de estructura vasta exhiben un correspondiente componente adiposo, y necesariamente ajustan su ingestión alimentaría a los correspondientes requerimientos energéticos. Del mismo modo, individuos de cualquier edad, en quienes el segmento corporal inferior es relativamente corto y la caja torácica grande (el prototipo del habitante del altiplano mexicano), por virtud de pesar el tronco más que las piernas, exhibirán una relación peso/estatura mayor que la de un individuo de complexión longilínea. O sea, que es obligado reconocer y debidamente catalogar el biotipo individual, antes de proceder a calificar grados de adiposidad.

Igualmente importa deslindar la fisiología del sistema adipocítico del complejo patogénico actualmente atribuido a efectos de masa adiposa. Para el caso, poco ayuda hablar en términos genéricos de tal "masa grasa corporal", cuando anatómica y funcionalmente existen diferencias sustanciales entre las de localización subcutánea, intraabdominal, perirrenal, epididimaria, entre la amarilla y la parda, entre la fetal y la madura, y otros tipos y localizaciones, plasmadas por ejemplo en su sensibilidad a hormonas reguladoras, o en sus particulares funciones incretorias. Como ejemplo, recuérdese el papel de la grasa parda como generadora de calor, o sea en calidad de una suerte de estufa interna, merced a la acción conjunta de proteínas desacopladoras de la fosforilación y del sistema simpático. A la vez que tal como ocurre con casi todas las especies zoológicas desprovistas de pelaje completo (recuérdese que somos el mono desnudo), en la humana el panículo adiposo interviene en la conservación de la temperatura, a la manera de un aislante térmico. Por ejemplo también, la ya mencionada hormona–citosina llamada leptina, componente clave en el mantenimiento de la constancia ponderal, por ser ellos de mayor tamaño, se secreta casi dos veces más en los adipocitos subcutáneos que en las células intraabdominales. En cambio, los fenómenos de orden humoral a las que se atribuyen las anteriormente citadas comorbilidades de la adiposis, van a originarse de modo predominante en los adipocitos intraabdominales, por no decir viscerales.

Es decir, en su papel de reservorio energético tanto como de órgano incretor, el sistema adipocítico cubre funciones cardinales de orden homeostásico, de mantenimiento de ciertos mecanismos inmunológicos, así como de abrigo interno, que ha podido desarrollar al paso del tiempo. Cabe especular que la presión evolutiva de periodos recurrentes de carencia alimentaria y de la consiguiente hambruna, la capacidad de almacenamiento de lípidos en exceso de los requeridos para la cotidiana supervivencia, misma que explicaría la sensación de hambre, se vea privilegiada frente a los mecanismos que dan lugar a saciedad. A lo anterior, añadiríamos el menor costo energético de la biosíntesis de triacilgliceroles que de la de proteínas.

Desde luego, los nuevos conocimientos acerca de los tremendamente complejos procesos humorales (centrados en insulina y leptina) y dependientes de neurotransmisores, en su acción sobre neuronas que expresan, entre muchos otros efectores, endocanabinoides y el transcriptor regulado por cocaína y anfetamina, ya vienen siendo aplicados al entendimiento de la regulación de las señales de hambre–saciedad, y de la asimetría en el control del apetito. La capacidad del sistema adipocítico para almacenar lípidos es muy grande, y sus ventajas biológicas, como protección contra hambruna y de la reproducción, pudieran ser mayores que sus riesgos.

En lo que concierne al otro miembro de la ecuación determinante de la adiposidad, o sea los efectos termodinámicos de las diversas formas de actividad física, aquí solamente me es posible señalar que recientes hallazgos demuestran que también dichas respuestas exhiben un fuerte componente de orden genético.

Es hora de volver la vista hacia lo panglossiano de esta disertación. Dicho paradigma ya había sido antes empleado en Nutriología, concretamente en relación con la adaptabilidad nutricia. El calificativo se sustenta en la figura del doctor Pangloss, personaje ironizado en el Candide de Voltaire, quien pontifica en los términos siguientes: "Es evidentísimo que las cosas no pueden ser de otro modo que como son; porque habiendo sido todo formado para un fin, todo es y existe necesariamente para un fin mejor. Reflexionemos que las narices se hicieron para llevar anteojos; por eso, gastamos anteojos..." Y continúa: "Por consiguiente, quienes han dicho que todo está bien.... debieron decir que todo está lo mejor posible". Hasta aquí Voltaire.

Por respeto hacia la capacidad imaginativa de ustedes mis oyentes, me eximo de sugerir la manera como el doctor Pangloss pudiera haber concebido la adiposidad, o dado el caso, la adiposis.

Dicho esto, debo terminar. Ingenio e ironías aparte, prefiero atenerme al elevado precepto de que la buena medicina fraguada en el correcto ejercicio de la acción clínica, ni se asienta en dogmas ni admite clisés. Así nos lo enseñaron; así discurrimos; así, hemos de actuar. Les agradezco la merced de su valiosa atención.

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