El ingreso de las mujeres a la carrera universitaria de medicina es relativamente reciente en la historia en general. Elizabeth Blackwell fue la primera médica en el mundo y se graduó en 1849 en Estados Unidos. Matilde Petra Montoya Lafragua hizo lo propio en México en 1887. En la actualidad, más de 150 años después, se usa la palabra “feminización” para expresar que predominan las mujeres en las escuelas o facultades de medicina en el mundo. Esas primeras doctoras deben haber sido valientes, audaces, ambiciosas, curiosas intelectualmente, persistentes, fuer0074es de carácter y personalidad o con una gran determinación; pero igualmente, les tocó formar parte del inicio de un cambio natural que tenía que darse en la sociedad occidental, incluida la mexicana.
En el periodo de los siglos XIX y XX en México, ¿quiénes fueron aquellas que decidieron estudiar medicina?, ¿cuáles los obstáculos o desafíos que tuvieron que enfrentar? El imaginario colectivo supone que éstos fueron abundantes y diversos. Hemos dedicado los últimos cinco años a buscar las respuestas a estas preguntas, que se han plasmado en diversos trabajos, pero principalmente en cuatro libros que se enlistan al final. Esas obras tendrían que ser consultadas si se desea hacer un análisis sobre médicas mexicanas, biografías particulares o incluso someter los datos a la teoría de nodos, por mencionar sólo unos ejemplos. Nuestra investigación es puramente histórica, externa a otras corrientes interpretativas como los estudios de género.
¿Los problemas de las pioneras estribarían en las reglas escolares, las costumbres sociales, prácticas familiares, el matrimonio o la maternidad?, ¿esas mujeres serían diferentes a las demás? Las respuestas, que son producto de la investigación minuciosa en fuentes primarias, y bibliotecas nacionales y extranjeras, han sido múltiples, unas fueron supuestas previamente y otras totalmente inesperadas, que han provocado la profunda reflexión.
Desde 1887, cuando se graduó Matilde Montoya, hasta 1940, hemos localizado 151 doctoras que se recibieron en las diferentes escuelas y facultades de medicina de todo el territorio nacional. Como es de suponer, la gran mayoría se formó en la Escuela Nacional de Medicina de la Universidad Nacional de México, Autónoma a partir de 1929, ya que es la más antigua del país. En este grupo aparecen la primera médica nicaragüense, María Concepción Palacios Herrera, muy activa políticamente cuando regresó a su país; la primera de Costa Rica, Marieta Rimola de Biasso, y otra, que sin ser la primera en su territorio, vino de Rusia a estudiar medicina: Sofía Polzhidok. También las pioneras originarias de Chiapas, Chihuahua, Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Morelos, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Sinaloa, Tabasco, Tamaulipas, Veracruz y Zacatecas.
Respecto al lugar de origen, inicialmente se pensó que por cuestiones puramente geográficas, las primeras interesadas en estudiar medicina serían de la capital del país, pero con sorpresa se encontró que provenían de casi todos los extremos de México. Así pues, ellas se vieron confrontadas a todo lo que significa cambiar radicalmente de vida, alejarse de la familia y amigos, dejar el lugar conocido y asimilar la gran ciudad, buscar alojamiento, y todos los detalles cotidianos que eso conlleva. Si en la actualidad es complejo, entonces debe haber sido más difícil venir de la provincia y vivir sola o en casa de asistencia. Los varones desplegaron el mismo esfuerzo, pero en esos días las mujeres contaban con un tutor o representante legal, que debía responder por ellas, e incluso autorizar los cursos que deseaban llevar, sobre todo cuando eran nocturnos. De la Escuela le escribieron a un padre, cuya hija tomaba una clase de taquigrafía en la noche, sin la vigilancia de la prefecta, se lo informaban para que “conceda o niegue su permiso”. Con frecuencia, los padres encargaban a sus hijas con familiares, amigos o personas de su confianza, quienes firmaban los documentos oficiales.
Es significativo saber que algunas eran huérfanas de padre o madre, y llama la atención que un número no despreciable de madres, quedaron viudas mientras las hijas estudiaban. Esto lleva a comentar el ámbito familiar. Contrario a lo que podría pensarse, la mayoría de esas jóvenes no provenían de estratos sociales acomodados o cultivados. Sus padres eran comerciantes, obreros y, algunos, incluso campesinos. El hecho fue inesperado, de modo más bien prejuicioso supusimos que las mujeres que al inicio del siglo XX estudiaron la carrera más larga y tradicionalmente masculina, tendrían que pertenecer a un medio escolarizado y con posibilidades económicas.
Esos padres, ambos, el papá y la mamá, fueron progresistas o visionarios, y seguramente decidieron brindar a sus hijas un mejor futuro dándoles educación. Sin embargo, nos parece que el padre marcó una diferencia importante. En nuestra investigación, sobre todo en el caso de San Luis Potosí, el papá aparece reiteradamente: llevó a la niña a registrar, fue su tutor hasta la universidad y también su proveedor. Con sus acciones la registró y la inscribió en otro lugar más significativo y de más profundas consecuencias que el Registro Civil o la Universidad: el de la libertad, el de un mundo donde su vida dependería de ellas.
¿Qué tan conscientes habrán sido esos padres hombres de que con sus acciones les daban a sus hijas mujeres la llave de algo diferente? ¿Qué tan conscientes habrán sido esas jóvenes de la envergadura de su apoyo? Repetimos aquí las palabras de la doctora Emilia Leija Paz (graduada en 1925), que ilustran muy bien la idea: “La liberación económica y social de la mujer es uno de los grandes problemas fundamentales en la buena marcha de la sociedad, por cuanto, mientras la mujer esté atada por la esclavitud económica, lo estará asimismo por la esclavitud social, convirtiéndose, quiéralo o no, en un problema para ella y para la sociedad de la cual forma parte”.
Un buen número de esas mujeres fueron maestras antes de ser médicas y les tomaron la carrera magisterial como equivalente de la preparatoria para ingresar a la Escuela de Medicina. Esta característica fue común en las primerias universitarias, que inicialmente fueron profesoras y después decidieron hacer otros estudios. Parece que el magisterio fue la manera en que algunas mujeres satisficieron sus ambiciones intelectuales en los años del porfiriato y a principios del siglo XX. Quizá también habrá contado el aspecto económico, aunque los salarios no eran los mejores y les pagaban menos a las maestras que a los maestros.
Un aspecto controversial respecto a las primeras mujeres que estudiaron medicina en México es el que se refiere a su aceptación en la Universidad, y lo afirmado aquí es producto de la investigación y no de la especulación. En ningún reglamento escolar vimos la prohibición del ingreso a las mujeres a la Universidad. Ellas gozaron del apoyo de las autoridades tanto gubernamentales como académicas. Destaca el gran número de becas que obtuvieron, aunque su monto era muy variable. Provenían del gobierno federal, de los estados o de la misma Universidad.
El mito de que Matilde Montoya fue obstaculizada en la Escuela de Medicina no pasa de ser una creencia. Las evidencias muestran que se le permitió realizar la preparatoria al mismo tiempo que la carrera, recibió apoyos económicos de Porfirio Díaz, el gobierno de Puebla y la misma Universidad, y no fue relegada al peor salón para hacer su examen profesional. Claro que sufrió afrentas, similares quizá a las que las médicas contemporáneas experimentan cuando les dicen “mijita” en el quirófano, territorio aún masculino. No fue igual el reto que significó ingresar a la Universidad y graduarse de médico, que los problemas sociales y de contexto que implicaron otro grado de complejidad. La sociedad porfirista y aún las posteriores, pudieron no haber visto con buenos ojos el atrevimiento de unas jovencitas a pisar terrenos exclusivos de los hombres. ¿Sería más difícil lidiar con la opinión pública que con los profesores?
Regresando al apoyo, abundantes son las cartas de profesores (destaca por ejemplo Fernando Ocaranza), recomendando a las alumnas para obtener trabajo en hospitales y en la misma Universidad.
Algunas trabajaron mientras estudiaban, desempeñando cargos como pasantes en consultorios, maestras de diferentes niveles y lugares, en despachos de abogados, como bibliotecarias, una inyectando los cadáveres para la clase, otra en un dispensario de salud pública.
En relación a los estudios de posgrado, hay abundantes ejemplos. Emilia Leija Paz viajó a Estados Unidos y Canadá donde realizó cursos importantes para el futuro de la enfermería en México, Mathilde Rodríguez-Cabo se capacitó en psiquiatría infantil en Alemania, becada por la American Association of University Woman, Consuelo Vadillo estudió enfermedades venéreas y lo que ahora se llama biología de la reproducción en Estados Unidos, Herminia Franco hizo estancias en los hospitales franceses Broca, Hôpital des Enfants Malades y el Baudeloc para profundizar sus conocimientos en pediatría, y Juana Navarro pasó tres años en Argentina donde se entrenó como médico nutriólogo.
El hecho de que las autoridades gubernamentales y universitarias las hayan apoyado en sus intereses académicos no significó que sus pares masculinos las hubieran aceptado e incorporado a sus asociaciones sólo por haber estudiado medicina. Incluso las sociedades médicas que ya existían funcionaron como barrera académica para las jóvenes médicas. Esa fue una de las razones por las que en 1926 un grupo de 15 doctoras creara la Asociación de Médicas Mexicanas. Su primera presidenta y fundadora fue la doctora Antonia Leonila Ursúa López, personaje casi desconocido cuya vida y acciones por si mismas merecerían una biografía. Además, se han encontrado datos de que hicieron redes entre ellas y se apoyaban mutuamente.
Esas pioneras de la medicina mexicana prestaron sus servicios en instituciones entonces muy jóvenes e incluso de reciente creación. Dependencias de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, de la misma UNAM, de la Secretaría de Educación Pública, Ferrocarriles Nacionales, el Manicomio de La Castañeda, etc. Algunas se desplazaron al interior del país e incluso emigraron a Estados Unidos. Parece que la mayoría desarrollaron actividades altruistas relacionadas con su profesión.
En general, hay que considerar que se incorporaron a la medicina mexicana cuando en nuestro país el gobierno ya tenía conciencia de su obligación en materia de salud y en el mundo se posicionaba la idea de mejorar la raza humana a través de la biología (algunas fueron miembros de la Sociedad Mexicana de Eugenesia). Sin temor a equivocarse, se podría decir que todas participaron en campañas de vacunación, de mejor alimentación, de cuidado a las madres gestantes, a los bebés y niños. Que su desempeño haya ido sobre todo en la pediatría y la ginecología no es, a nuestro modo de ver, cuestión de género. Fue reflejo más bien del momento y de las necesidades de esa medicina.
Asalta la curiosidad acerca de qué tan brillantes habrán sido esas primeras estudiantes de medicina. Una vez más, los expedientes de las mujeres y su comparación con la de los hombres nos dan una respuesta natural. Tanto hombres como mujeres obtenían malas, regulares y excelentes calificaciones. Además existen unas que escribían con buena redacción y ortografía, y otras cuya expresión escrita dejaba mucho que desear.
Esas primeras doctoras mexicanas, como pioneras de los estudios médicos, se dedicaron a la salubridad y a la joven especialidad de la salud pública. Se desarrollaron en áreas de la medicina relacionadas con la higiene, nutrición, pediatría, puericultura, ginecología, obstetricia, venereología, oncología, fisiología y el control de las adicciones. Hubo presidentas municipales, escritoras, defensoras del derecho al voto, de la educación sexual, luchadoras sociales, fundadoras de asociaciones o grupos. Médicas que salieron al extranjero y se dedicaron a la investigación, y fueron pioneras en áreas como la oftalmología o cirugía, cuando no se hacían estudios formales de especialidad. Los escritos de la mayoría reflejan deber social, sin la búsqueda explícita de trascender. Están en revistas médicas o literarias de la época, memorias de congresos o notas periodísticas.
No es raro escuchar que la lectura de biografías en la adolescencia ha guiado la vida adulta de las personas. Sería bueno describir con detalle la vida de esas mujeres, para que las jóvenes conozcan esas experiencias, sepan que el esfuerzo tiene recompensa, que existen otras posibilidades más allá de las convencionales, y que hubo personas que allanaron el camino para ofrecer alternativas que ahora parecen normales, pero que antes eran impensables.
Las médicas contemporáneas, ignoran quiénes fueron las promotoras de los derechos de los que ahora naturalmente gozan, quién fue la primera fisióloga, nutrióloga o psiquiatra.
Las frases ya expresadas en otro texto sirven para concluir este. La medicina mexicana contemporánea se ha “feminizando”, es decir, la proporción de mujeres en la mayoría de las escuelas del país es del 60 por ciento. ¡Cuándo se imaginaron nuestras doctoras que eso iba a suceder! Es evidente que en unos años las jóvenes de ahora estarán en los puestos de decisión; aunque ya hubo algunas, habrá más directoras de escuelas de medicina y de institutos u hospitales, presidentas de las academias, secretarias de salud. El reto es grande, pero la dificultad no será ingresar a la escuela de medicina y mucho menos ser aceptada en el medio médico, sino contar con características y desarrollar estrategias que las mujeres no han aprendido por condiciones de género: la autopromoción, saber delegar, obviar la modestia excesiva y, también incluso, conciliar y convivir entre ellas.