A finales de los años 80 escuchaba a los maestros decir: «el 90% de los diagnósticos se hacen con la historia clínica». El reto era, entonces, integrar información. Al concatenar síntomas con signos, se le daba sentido a lo obtenido en la historia clínica y se establecía el diagnóstico nosológico. Ahora, más de 30 años después, 90% de los diagnósticos se establecen con estudios complementarios, en especial de imagen y frecuentemente, moleculares. La tecnología ha sustituido en gran medida al pensamiento clínico. Dejó de ser importante aquella buena historia clínica y se dio paso a la tomografía computarizada o a la tomografía de emisión de positrones de cuerpo completo. No hay duda de que la medicina ha evolucionado, la tecnología ha permitido ejercer una medicina más científica y menos artística; más precisa, predictiva, e incluso, personalizada. Actualmente, en la medicina como ciencia, vivimos mejores tiempos, pero con una cada vez más amplia brecha entre lo que debe hacerse y lo que se hace en el alcance social de la medicina.
La praxis médica se ha fundamentado, por siglos, en el enfoque reduccionista de la ciencia. Desde Descartes, en la primera mitad del siglo XVII, la ciencia se ha ocupado de conocer con mayor profundidad los componentes del sistema. Es decir, los elementos individuales han sido los protagonistas en la larga y accidentada senda del reduccionismo. Aunque exitoso, el reduccionismo queda a deber en el entendimiento de los sistemas biológicos. El proyecto genoma humano -quizá el plan de mayor alcance en la era reduccionista de la ciencia- ha fallado en el afán de entender a plenitud el funcionamiento de nuestro cuerpo; y es que, otra vez, los elementos individuales, aun las moléculas individuales, no explican el todo. La epigenética es un buen ejemplo de la importancia de las interacciones. La medicina de sistemas se fundamenta en las interacciones entre sus componentes; no en los componentes individuales. El sistema tiene propiedades emergentes que derivan precisamente de la interacción bidireccional, compleja y simultánea entre sus elementos. Dicho de forma axiomática; el sistema (el todo) es más que la suma de sus partes.
Lo opuesto al reduccionismo es el enfoque que integra; une, interacciona, conecta. Estamos regresando a ver el macro -un poco de lejos- mediante el enfoque integrativo de la ciencia. El desarrollo de la ciencia ha sido un continuo. Es decir, el camino del reduccionismo ha sido necesario para comprender que el conocimiento molecular no es suficiente para entender el todo. El conectoma es el mapa de conexiones, de las interacciones.
Nuestro cerebro funciona con base en «marcos de referencia». Según Jeff Hawkins,1 esos marcos de referencia son usados por nuestro cerebro, por miles o por cientos de miles, para construir la realidad de nuestro mundo. Lo que nosotros percibimos como realidad es un constructo cerebral basado en marcos de referencia. En un sentido más simple, la medicina también se basa en marcos de referencia o en patrones. Reconocemos patrones para identificar enfermedades. Pero, de nuevo, los patrones o enfermedades son una verdad a medias. En ese reconocimiento de patrones se han identificado más y más subpatrones y hemos creado los fenotipos, endotipos, etiotipos de las enfermedades. Alimentar el concepto de «patrones» podría no ser la mejor solución. Quizá deberíamos entender e implementar el modelo de las interacciones y dar paso a la medicina de sistemas en donde cada variable (genética o epigenética) tendrá una contribución específica y dinámica en el proceso fisiopatológico. Cuanta verdad en aquella frase de que: «hay enfermos (sistema), no enfermedades (patrones)». Dejemos atrás el modelo de querer ajustar un patrón a un sujeto; mejor analicemos la forma en la que interaccionan las variables (los elementos) para crear la realidad biológica de un individuo.
La inteligencia artificial (IA) -proceso tecnológico encaminado a simular la inteligencia humana- ha contribuido de forma importante en la compresión de la biología de sistemas. Sin embargo, la IA requiere ser alimentada con información; es decir; la computadora necesita -aprender- para crear modelos predictivos. En su progresivo e inexorable camino hacia el perfeccionamiento en su habilidad predictiva, la IA será -¿o es?- el prestador primario de servicios de salud y eventualmente, podrá sustituir con sus casi infinitos algoritmos, al razonamiento clínico humano para generar diagnósticos y establecer tratamientos y pronósticos. Más aún, los robots con su inteligencia -aunque ésta sea artificial- serán los cirujanos que inunden las salas de operaciones en todo el mundo y, así, el razonamiento humano podría ser cada vez menos necesario. No dudo que el razonamiento humano será sustituido por el, esperemos suficientemente inteligente, razonamiento de las máquinas. Es muy probable que si atendemos las conclusiones de la IA obtengamos mejores resultados para el bien común e individual que aquellos que obtendríamos del razonamiento humano. Lo que no estoy seguro es si las máquinas podrán lidiar con la ausencia de información; es decir, los modelos derivados de la IA trabajan con lo que existe, con datos, con evidencias, con información; pero ¿qué sucede si en el ejercicio clínico debemos lidiar con lo que no existe?; por ejemplo, ¿con la incertidumbre? En IA, el total es igual a la suma de las partes; en inteligencia natural, el total no es igual a la suma de las partes.
La parte artística de la medicina se reduce hoy, creo, al manejo que le damos a lo no existente, a la incertidumbre. Es posible que la inteligencia humana supere a la artificial cuando no haya datos que nos provean de certidumbre. La IA trabaja con datos, no con ausencia de datos. A menor escala, esto podría ilustrase con los modelos multivariados que encontramos con frecuencia en las publicaciones científicas. Digamos que se construye un modelo matemático a partir de ciertas variables para predecir la función pulmonar. Dicho modelo, al tomar en cuenta el sexo, la estatura y la edad, nos dará una predicción que forzosamente tendrá un cierto grado de imprecisión, de error. Mientras mejor se conozcan los determinantes de la función respiratoria, mayor será la exactitud del modelo. En su momento, gracias a las aportaciones de Newton y otros, se conocieron las leyes de la mecánica clásica y se lograron predecir, con lujo de segundos, los fenómenos astronómicos. Por el contrario, si no se conocen en su totalidad los factores determinantes del clima, los modelos no podrán ser alimentados para generar suficiente exactitud en sus predicciones. Es decir, la predicción falla si existen «gaps» en los modelos. La práctica clínica está llena de «gaps»; de «faltantes». Y es que los síntomas, que son la razón más frecuente por la que una persona consulta a su médico, son al final sensaciones que cada sujeto experimenta de forma distinta. Los síntomas derivan del efecto de un estímulo sobre nuestra conciencia; ¿Cuántos gaps puede haber en ese proceso tan subjetivo como para poder llevarlo a un modelo matemático con fines predictivos? ¿Cómo es el mapa de conexiones (conectoma) cuando en las covariables se incluyen aspectos como disnea, tos, opresión precordial, o aún más subjetivos como miedo, ansiedad, depresión, calidad de vida, insomnio?
Conozco poco de las teorías de la educación, pero soy testigo que al estudiante de medicina y a los residentes se les bombardea con procesos diagnósticos y terapéuticos basados en algoritmos como si la aplicación de algoritmos fuera lo que hace al médico. En la creación e implementación de algoritmos, la IA lleva una amplia ventaja. No podemos, ni debemos, formar médicos «algoritmólogos»; ellos van a ser rebasados muy pronto (o están siendo rebasados) por la IA. Para los médicos que se precien de serlo, la IA será una herramienta que les permita hacer más eficiente su labor; para los demás, la IA será su sustituto.