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Salud Pública de México
versión impresa ISSN 0036-3634
Salud pública Méx vol.47 no.6 Cuernavaca nov./dic. 2005
PÁGINAS DE SALUD PÚBLICA
La pandemia olvidada
Kolata G. Flu. The story of the great influenza pandemic and the search for the virus that caused it. New York: Farar, Straus and Giroux, 1999.
I had a little bird and his name was Enza.
I opened up the window, and in-flu-enza.
Rima infantil de los años
veinte del siglo pasado
Eran tiempos de guerra y, en Rusia y México, de revolución. La muerte era un evento tan común que posiblemente abarató la vida y endureció los corazones. Sólo esto puede explicar que esta devastadora pandemia haya ocupado tan pequeño y oscuro espacio en la memoria colectiva. La extraordinaria Historia de la Salud Pública de George Rosen, publicada en 1958, y la 13º edición de la Enciclopedia Británica, publicada en 1926, no hacen la más mínima mención a esta tragedia. No es de extrañar que uno de los mejores libros sobre el tema, escrito por Alfred Crosby, se titule justamente La Pandemia Olvidada.
La mayoría de los registros coinciden en afirmar que la influenza española de 1918 mató alrededor de 60 millones de personas en dos años, seis veces el número de individuos que fallecieron en combate en la Primera Guerra Mundial (9.2 millones) y cuatro veces los que murieron en la segunda de las grandes guerras del siglo pasado (15.9 millones). Debida posiblemente a una mutación de la influenza porcina, esta enfermedad alcanzó dimensiones pandémicas como resultado de las migraciones masivas asociadas a la guerra. Si hoy se infectara con aquel virus de la influenza un porcentaje parecido de la población de Estados Unidos al que se infectó en 1918 (28%) y la tasa de letalidad alcanzara la cifra de aquel año (2.5%), se producirían alrededor de 1.5 millones de decesos en este país, cifra superior al número de muertes en un año por enfermedades del corazón, cáncer, enfermedad pulmonar obstructiva crónica, SIDA y Alzheimer sumadas.
Es la historia de esta pandemia la que cuenta Gina Kolata en el libro que aquí se reseña y también la historia de la identificación del virus que la produjo. ¿Quién iba decir que la clave de esta misteriosa epidemia habría de encontrarse en una pequeña aldea de Alaska y que el letal microorganismo que la produjo guardaría un asombroso parecido con el virus de la influenza aviar que amenaza con convertirse en el agente causal de la primera pandemia del siglo XXI?
En los siglos XVII y XVIII los estudiosos atribuyeron esta enfermedad a la influencia (del italiano influenza) de las estrellas, algunos, y del frío, otros. Produce un cuadro caracterizado por fiebre, coriza, tos, cefalea, malestar e inflamación de la mucosa respiratoria. En casos complicados da lugar a bronquitis hemorrágicas y neumonías, que en ocasiones conducen a la muerte. Su agente etiológico es un orto-mixovirus que fue identificado en 1933, pero el cuadro clínico y las epidemias que produjo se describieron desde épocas muy remotas. Tucídides reseña algunas de éstas y las responsabiliza de las derrotas de Grecia frente a Esparta y la Liga del Peloponeso.
Por lo general este virus produce epidemias agudas cada tres años, a finales del otoño o principios del invierno, y cada diez años se presentan cambios en el tipo antigénico prevalente del virus A que en ocasiones dan origen a grandes pandemias. Las más recientes se produjeron en 1957-58, "la gripe asiática", y 1968-69, "la gripe de Hong Kong". Ambas involucraron cepas que al parecer proceden indirectamente de las aves, pero en términos de los daños generados poco tuvieron que ver con la pandemia de 1918.
A esta ultima se le terminó denominando influenza española, pero la verdad es que a la fecha se desconoce el sitio en donde se originó. En la primavera de 1918 aparecieron brotes en diversos países de Europa y Asia, y en Estados Unidos. La primera ola de influenza fue muy contagiosa, pero en muy pocos casos tuvo consecuencias fatales. La segunda ola apareció pocos meses después y hacia octubre se había diseminado a prácticamente todo el mundo, incluso a las remotas aldeas esquimales. Sólo algunas islas de Australia se libraron de este mal.
Esta segunda ola además de contagiosa fue extraordinariamente letal. Alrededor de 20% de los afectados sufrieron de una gripe moderada, pero el resto presentó uno de dos cuadros. Algunos cayeron gravemente enfermos en cosa de horas, literalmente ahogados, con los pulmones llenos de líquido. Los otros cursaron con un cuadro típico de gripe, pero a los cuatro o cinco días desarrollaron neumonías que los mataron o los dejaron crónicamente convalecientes. Era poco lo que se les podía ofrecer, más allá de intervenciones paliativas.
La pandemia de gripe española llegó a su fin sin que nada se supiera sobre su agente causal. Durante algunos años se pensó que había sido una bacteria, el bacilo Pfeiffer, el responsable de esta calamidad. Esta hipótesis pronto se descartó, pero tuvo que pasar mucho tiempo antes de que se caracterizara al virus que había diezmado pueblos y ciudades enteras.
La aventura que lleva a su descubrimiento, que Kolata narra con maestría y un asombroso manejo de los detalles, da inicio en una cena en 1950 en la ciudad de Iowa, en la que William Hale, un conocido virólogo de los Laboratorios Nacionales de Brookhalen, comentó:
Se ha hecho todo por elucidar la causa de la epidemia, pero simplemente no sabemos qué fue lo que la produjo. Lo único que queda es ir alguna parte del norte del mundo, buscar cuerpos sepultados en permafrost que estén bien conservados y averiguar si contienen el virus de la influenza.
A esa cena había acudido un joven estudiante sueco que estaba particularmente capacitado para llevar a cabo esa titánica tarea, y además, enormemente dispuesto. El comentario de Hale no cayó en saco roto. El desenlace de esta historia, sin embargo, se produce casi 50 años después, en 1997.
La historia del descubrimiento del virus de la pandemia de influenza de 1918 está documentada en la literatura científica y popular, y ha dado origen a reportajes especiales de numerosos noticieros y a múltiples documentales. Los protagonistas, Johan Hultin y Jeffery Taubenberger, son ya celebridades. Pero el libro de Kolata tiene el gran valor de reunir prácticamente todas las piezas de un rompecabezas que pudo haberse armado de manera totalmente distinta. El escenario de la solución del enigma pudo haber sido Spitsberger, Noruega, y no la comunidad de Brevig en Alaska, y la heroína pudo haber sido Kirsty Duncan, una geógrafa que trabajaba en las Universidades de Windsor y Toronto. Pero por algo suceden las cosas de cierta manera, dirían los fatalistas.
Hultin tuvo el enorme mérito de identificar en 1951 las pocas comunidades en Alaska que reunían las condiciones para posiblemente hallar cuerpos con el virus de la famosa influenza. Se trataba de comunidades que habían sido afectadas por la pandemia de 1918, contaban con registros aceptables de sus muertes y habían establecido cementerios en terrenos con permafrost. En Brevig encontró lo que quería, pero lamentablemente las muestras de tejido pulmonar que tomó de un cuerpo bastante bien conservado, no permitieron recuperar el tan ansiado virus. Hultin tendría que esperar más de 40 años para que se desarrollaran las técnicas que permitirían recuperar virus de tejidos maltratados por el paso del tiempo.
Fue Taubenberger quien en los años noventa pudo empezar a caracterizar al agente causal de la influenza usando técnicas de recuperación e identificación de RNA viral en el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas de Washington. Buscó y encontró en los más de 3 millones de especímenes almacenados desde 1917 en dicho laboratorio muestras de pulmón de soldados muertos por influenza en 1918. Después de varios meses de búsqueda infructuosa, a mediados de 1996, pudo recuperar, de una sola de las muestras, fragmentos del virus de la influenza. En octubre de 1996 envió su trabajo a publicación. Nature ni siquiera quiso mandarlo a revisión y Science lo hizo sólo después de que varios expertos virólogos intercedieron a favor de este desconocido patólogo que no contaba con las credenciales para atreverse a generar un descubrimiento de esa magnitud.
A pesar del éxito alcanzado, Taubenberger sabía que era necesario confirmar sus hallazgos con otras muestras de tejido de víctimas de la influenza de 1918, muestras que tal vez le permitirían recuperar todas las secuencias de los genes del virus, pero ¿dónde encontrarlas? Y es aquí donde entra de nuevo en escena, 45 años después, Hultin.
Retirado en San Francisco, el patólogo sueco, al conocer los hallazgos de Taubenberger, se volvió a entusiasmar con la posibilidad de regresar a Alaska a tomar nuevas muestras de pulmón en los cuerpos del cementerio de Brevig y, con las nuevas técnicas, recuperar y caracterizar al virus que había llenado cientos de sus horas de insomnio. No tardó en establecer contacto con Taubenberger y a las pocas semanas organizar por cuenta propia un viaje a Alaska.
Lo entristeció la vida en Brevig. En 45 años, la hermosa comunidad que practicaba técnicas ancestrales de caza y pesca de ballenas, había terminado sometida a la beneficencia. Familias enteras vivían en el ocio recibiendo dinero de una compañía petrolera que les pagaba por la explotación de sus tierras. Repuesto de la impresión, restableció contactos, repitió la labor de convencimiento que llevó a cabo en esos mismos parajes en su juventud y con la ayuda de cuatro entusiastas esquimales cavó hasta encontrar el cuerpo bien conservado de una mujer de 40 años de la que pudo tomar muy buenas muestras de tejido pulmonar. A los pocos días Taubenberger las tuvo en sus manos y una semana después identificaba las secuencias del afamado virus.
Hoy la pandemia de influenza de 1918 empieza a recuperar el sitio que le corresponde en la historia de la salud pública. Las pandemias de 1957-58 y 1968-69 contribuyeron sin duda a sacar del ostracismo a tan extraordinario evento. Lo mismo hicieron la amenaza infundada de influenza porcina de 1976 y, más recientemente, los trabajos de Hultin y Taubenberger Y ahora la posible pandemia de influenza aviar ha puesto en boca de literalmente todos el tema de las grandes gripes. El libro de Kolata, que también contribuye a remediar el olvido, no pudo haberse publicado en momento mejor.
Octavio Gómez Dantés
ocogomez@yahoo.com