Sumario: I.
Nota introductoria. II.
Desgaste de las intervenciones humanitarias y nacimiento de la responsabilidad de proteger. III. Medidas en el ámbito de la responsabilidad de proteger. IV. Crímenes de lesa humanidad en Venezuela. V. Medidas económicas, políticas y legales en el caso de Venezuela. VI. Conclusiones. VII. Referencias. |
I. Nota introductoria
El 24 de octubre de 2005 la responsabilidad de proteger (RdeP) se consolidó en la estructura normativa de Soft Law de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) mediante la resolución A/RES/60/1 de la Asamblea General, denominada “Documento final de la Cumbre Mundial 2005”, en sus párrafos 138 y 139. Dicha resolución no define la RdeP, su alcance o su instrumentación. Adicionalmente, en la literatura no existe unanimidad al respecto, ya que diversos autores se refieren a la RdeP como norma emergente, doctrina, principio, herramienta de coordinación o compromiso político. No obstante lo anterior, se puede decir que la RdeP “es el reconocimiento de los Estados, de su deber primario de proteger a su propia población frente al genocidio, crímenes de guerra, depuración étnica y crímenes de lesa humanidad” (María Cecilia Añaños, 2009).
La RdeP establece un mecanismo de respuesta a la comisión de atrocidades masivas basado en tres pilares. Pilar I: la prevención que incluye la incitación a su comisión y la adopción de todas las medidas necesarias y apropiadas; pilar II: el apoyo subsidiario de la comunidad internacional en la obligación primaria del Estado de prevenir y generar capacidades de alerta temprana; y pilar III: la comunidad internacional, por medio de la ONU, tiene la responsabilidad de adoptar todas las medidas contempladas en los capítulos VI, VII y VIII de la Carta de la ONU, incluyendo el uso de la fuerza como último recurso y previa autorización del Consejo de Seguridad.
No obstante, más allá de los esfuerzos realizados por la ONU, las controversias sobre la instrumentación de la RdeP se han vinculado fuertemente al uso de la fuerza y han invisibilizado otras acciones que se pueden adoptar para detener los crímenes atroces, como son medidas -tanto cooperativas como coercitivas- en materia económica, política, militar y legal.
Al revisar la literatura existente sobre la RdeP, se observa que desde las primeras discusiones en la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados (ICISS por sus siglas en inglés) los principios de soberanía estatal e intervención armada fueron objeto de controversia. En este sentido, la RdeP -interpretada por sus defensores- implica una nueva concepción de soberanía, que incluye el respeto a la soberanía de los Estados y el respeto a los derechos humanos de sus poblaciones. En este grupo de pensadores predomina la idea de soberanía como la obligación de los Estados de defender y proteger a su población.
En otros estudios se encontraron detractores que temen que la RdeP sirva a intereses neocoloniales como mecanismo para la consecución de las agendas occidentales. Éstos la consideran como una nueva doctrina internacional creada para justificar el uso de la fuerza, como otra manera de llamar a las desprestigiadas intervenciones humanitarias.
Esta corriente insiste en la reivindicación del concepto tradicional de soberanía, ya que éste proporcionaba una protección parcial ante las potencias. En este sentido, autores como Ramesh Thakur (2016) o Thomas G. Weiss (2009) destacan los intereses estratégicos y geopolíticos -internacionales, regionales y nacionales- de las potencias en su instrumentación.
A estas discusiones se han incorporado otros elementos como consecuencia de las primeras acciones bélicas realizadas bajo la RdeP como la noción de proporcionalidad en el uso de la fuerza y la necesidad de establecer criterios previos a la toma de decisiones. Lo anterior derivado fundamentalmente del caso de Libia (2011).
A nivel regional se identifican diferentes posturas sobre la RdeP, basadas en contextos políticos, económicos, sociales y, sobre todo, principios ideológicos. La región constituye un crisol en el que conviven tres posturas, dos con una posición clara y definida, la bolivariana y la interamericana, y una tercera ecléctica, que toma elementos de las dos primeras.
La postura bolivariana, donde se ubica a Bolivia, Cuba, Nicaragua y Venezuela, considera la RdeP como una confabulación imperialista, utilizada por las grandes potencias, en particular por los Estados Unidos, para intervenir en los países más débiles, una suerte de versión remozada de la Doctrina Monroe (Sandro Adams, 2012), por lo que rechaza cualquier tipo de intervención extranjera.
La postura interamericana se encuentra integrada por la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, como Chile, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, México, Panamá, Perú y Uruguay. Estos impulsan la RdeP sin dejar de defender el principio de no intervención.
La postura ecléctica abarca a los Estados defensores de los derechos humanos, pero que no tienen una clara aceptación de la RdeP, por ejemplo, Brasil. Este país no está plenamente de acuerdo con la RdeP, por ello impulsó la doctrina de la responsabilidad al proteger o responsabilidad mientras se protege y la existencia de criterios previamente establecidos, fundamentalmente si está en juego una intervención militar.
Como se observa, el problema es que las controversias en cuanto a la instrumentación de la RdeP han girado en torno al uso de la fuerza, a pesar de que ésta no es la única medida que se puede implementar bajo este principio; de hecho, es el último recurso. Como hipótesis sostengo que los debates -al concentrarse en el empleo de la fuerza- invisibilizan la adopción de medidas políticas, económicas y legales, que diferentes actores internacionales utilizan para detener la comisión de atrocidades masivas en el marco del pilar III de la RdeP.
Por lo anterior, los objetivos de este artículo son: 1) analizar los antecedentes, surgimiento y vinculación del principio de la RdeP con el uso de la fuerza; 2) estudiar las medidas que se pueden adoptar bajo el pilar III de estos principios; 3) profundizar sobre la comisión de crímenes de lesa humanidad en Venezuela; y 4) Destacar las medidas adoptadas por diferentes actores internacionales en dicho país.
Para comprobar la hipótesis, llevé a cabo una investigación documental, tanto para examinar diversos instrumentos jurídicos internacionales de Hard Law y de Soft Law, como para recabar evidencia empírica sobre las medidas adoptadas en el caso de estudio.
II. Desgaste de las intervenciones humanitarias y nacimiento de la responsabilidad de proteger
Después de la devastación en la Primera Guerra Mundial, se creó la Liga de las Naciones al amparo de la Conferencia de París de 1919; sin embargo, ésta fracasó con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, por lo que al finalizar este conflicto internacional “se buscó diseñar un nuevo orden internacional que garantizara la paz y prohibiera el uso de la fuerza: nació así la ONU” (Chelsea O’Donnell, 2014, p. 559). Estos hechos marcaron un cambio en las estructuras, creencias y entendimientos intersubjetivos de los diversos actores de las relaciones internacionales. Dicha transformación se vio reflejada en el marco jurídico de la nueva organización.
Los Estados fundadores incluyeron dos excepciones a la prohibición del uso de la fuerza: la legítima defensa individual y colectiva (Carta de la Organización de las Naciones Unidas [ONU],12/04/2022, artículo 51) y las resoluciones del Consejo de Seguridad (Carta de la ONU, 12/04/2022, artículo 42) con el voto aprobatorio de los cinco miembros permanentes (Estados Unidos de América, Francia, República de China -luego convertida en República Popular China-, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas -posteriormente Federación de Rusia- y Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte).
Con base en este sistema jurídico internacional y cobijado por la segunda excepción mencionada, el Consejo de Seguridad aprobó diversas intervenciones humanitarias fundadas en el deber de injerencia, es decir, en la firme convicción de que la comunidad internacional no puede permanecer inactiva cuando un gran número de seres humanos se encuentran sufriendo (Montaña Franco, 1993).
Así pues, en la práctica -de 1945 a 1990-, la referencia a las intervenciones humanitarias como mecanismo que facultaba a la comunidad internacional a ayudar a la población de los Estados fue casi nula. Este periodo “se caracterizó por las serias diferencias entre los grandes bloques ideológicos-militares, lo que frecuentemente se tradujo en el derecho de veto y la parálisis del Consejo de Seguridad” (Pinar Gözen, 2013, p. 23).
Fue en el escenario de la Posguerra Fría y desde principios de la década de los noventa, que se registró un inusitado incremento de intervenciones humanitarias, debido a la proliferación de emergencias complejas, caracterizadas por violaciones masivas a los derechos humanos en contextos de conflicto civil y del desmoronamiento del Estado (Conor Foley, 2021).
Las intervenciones se enfrentaron a conflictos que pusieron a prueba las capacidades de la ONU para prevenir y detener la comisión de atrocidades masivas y consolidar la paz (Silvia A. Perazzo, 2011). Así pues, los Estados pusieron mayor atención a su definición, naturaleza, condiciones de despliegue y mandato, pero sobre todo a su legalidad y conveniencia (Silvia A. Perazzo, 2011), ya que la instrumentación de éstas generó un gran descontento en parte de la opinión pública internacional.
Se alzaron voces señalando que la ONU no intervenía lo suficiente; por el contrario, se escucharon críticas sosteniendo que lo hacía con demasiada frecuencia. En este sentido, las intervenciones humanitarias fueron perdiendo fuerza y prestigio. Se consideró que dichas intervenciones eran meras excusas para que las grandes potencias atropellaran a pequeños Estados, manipulando la retórica del humanismo y de los derechos humanos (Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados [ICISS], 2001).
Sin embargo, dos casos particularmente trajeron reclamos a la ONU: el genocidio de Ruanda de 1994 y el genocidio étnico de Srebrenica de 1995. En ambos casos estaba presente la ONU mediante la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Ruanda y la Misión de Paz de la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas.
A lo anterior se le sumaron las críticas a la intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte en Kosovo (1999), la cual no contó con la autorización del Consejo de Seguridad. Lo anterior desgastó la credibilidad ofrecida por las intervenciones humanitarias y generó importantes discusiones sobre la ausencia de un régimen legal específico para limitar el uso de la fuerza.
En este sentido, las intervenciones dejaron de contar con el apoyo de la comunidad internacional; sin embargo, el desafío de los crímenes atroces en contra de la población civil seguía vigente. Por lo tanto, dentro de la ONU se buscó cambiar el lenguaje y la maquinaria jurídica a fin de generar un nuevo mecanismo que permitiera prevenir y poner fin a las violaciones graves y masivas a los derechos humanos al interior de los Estados.
Fue Kofi Annan, entonces secretario general, que planteó -en su Informe del Milenio (2000)- que si la intervención humanitaria era un ataque inaceptable a la soberanía, entonces ¿cómo deberíamos responder a una Ruanda, a una Srebrenica?, ¿a violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos que afectan cada precepto común de la humanidad? (Gareth Evans, 2004).
En consecuencia, en el Informe del Grupo sobre Operaciones de la Paz de la ONU de 2000 o Informe Brahimi -coordinado por Lakhdar Brahimi, presidente del Grupo, y adoptado mediante la resolución conjunta de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad A/RES/55/305-S/RES/809 (2000)- se plantearon dos iniciativas: 1) crear una Comisión de Seguridad Humana, y 2) crear una Comisión sobre Intervención y Soberanía de los Estados.
La primera debía desarrollar el concepto de seguridad humana a partir de la protección de las libertades vitales de las personas y proponer una serie de herramientas y programas de acción para proteger y potenciar las capacidades de los individuos. La segunda debía analizar la intervención humanitaria, enfatizando la responsabilidad de la comunidad internacional frente a poblaciones que estuvieran viviendo violaciones masivas a los derechos humanos (Leyla Carrillo, 2017).
Más adelante, a principios del 2000 los funcionarios de asuntos exteriores canadienses -Don Hubert, Heidi Hulan y Jill Sinclair- impulsaron la creación de la ICISS, cuyo objetivo principal fue conciliar la necesidad de realizar intervenciones armadas para proteger a las poblaciones vulnerables con el principio de la soberanía estatal.
El trabajo de la Comisión se basó en la noción de que los Estados no están dispuestos o no pueden proteger a sus ciudadanos de violaciones graves a los derechos humanos, por lo que el principio de no intervención debía ceder espacio a la responsabilidad de amparar a la población por parte de la ONU (Jennifer Welsh et al., 2002).
La ICISS presentó en 2001 el “Reporte de la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados” y su volumen complementario. Este informe pretendía escapar de la lógica irresoluble de soberanía versus derechos humanos, al limitar el derecho de intervención. Así, la Comisión se enfocó en la protección de las personas con extrema necesidad y en las responsabilidades de varios actores para garantizar tal protección (Alex J. Bellamy, 2008).
En el informe se incluía la responsabilidad de reconstruir, esto es, ofrecer -particularmente después de una intervención militar- asistencia para la recuperación, la reconstrucción y la reconciliación, eliminando las causas del daño que la intervención pretendía atajar o evitar. Además, el informe incorporaba las definiciones de los cuatro crímenes que debía proteger la RdeP, siendo estas mucho más amplias que las adoptadas en el Estatuto de Roma de 1998. Asimismo, el informe abarcaba un marco regulatorio respecto a la intervención militar: 1) criterio mínimo (causa justa); 2) principios precautorios (intención correcta, último recurso, medios proporcionales y posibilidades razonables), y principios operacionales.
En consecuencia, la ICISS proporcionó los fundamentos intelectuales para la RdeP, gracias a sus esfuerzos para ampliar el significado de la soberanía e identificar un espectro de acciones para abordar el desafío de crímenes atroces, que iban desde la prevención hasta la reconstrucción posterior al conflicto (Emily Paddon y Jennifer Welsh, 2019).
Tres años después del informe de ICISS de 2001, se aprobó por la Asamblea General -mediante la resolución A/RES/59/565 del 2 de diciembre de 2004- el Informe del Grupo de expertos de alto nivel sobre las amenazas, los desafíos y el cambio, titulado “Un mundo más seguro: la responsabilidad que compartimos”. En dicho informe se señaló (párrafo 29 sobre “Soberanía y responsabilidad”) que los Estados, al suscribir la Carta de la ONU, no solo se beneficiaban de los privilegios de la soberanía, sino que asumían también sus responsabilidades (Asamblea General de las Naciones Unidas [AGNU], 2004).
En 2005 se adoptó el Informe del secretario general -mediante la resolución A/RES/59/2005- denominado “Un concepto más amplio de la libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos”, en el que se hace referencia a la RdeP (párrafo 132). En dicho informe se reafirmó la necesidad de que los Estados rindieran cuentas ante su ciudadanía y ante los demás gobiernos, del respeto a la dignidad de las personas (AGNU, 2005a).
En ese mismo año, el 24 de octubre de 2005, la RdeP se consolidó e institucionalizó en el ámbito de la ONU, mediante la resolución A/RES/60/1 de la Asamblea General, llamada “Documento Final de la Cumbre Mundial 2005” (párrafos 138 y 139) y “aprobada por unanimidad por los 191 jefes de Estado y de Gobierno” (Hugo I. Llanos, 2012, p. 130).
Cabe mencionar que el documento adoptado con base en esta premisa no es vinculante (Élodie Brun y Marie-Francoise Valette, 2016), sino que toma fuerza jurídica en aplicación de la propia Carta de la ONU, específicamente de sus capítulos VI, VII y VIII. Es importante señalar que se adoptó una versión más restrictiva que la propuesta en el Informe de ICISS de 2001; sin embargo, la aprobación de dicha resolución no fue sencilla, algunos Estados expresaron escepticismo o franca oposición a la RdeP, derivado de la posibilidad de adoptar medidas que impliquen el uso de la fuerza.
Estados como Argelia, Cuba, Irán, Pakistán, Venezuela y Zimbabue buscaron evitar el establecimiento de la RdeP en la resolución A/RES/60/1, al considerar que permitía a las organizaciones regionales y a las organizaciones internacionales interferir en los asuntos internos de los Estados.
De la misma manera, Estados como China, Filipinas, India y Rusia expresaron su escepticismo hacia la intervención armada como solución para detener la comisión de atrocidades masivas, aunque ello no necesariamente significó un rechazo al propósito fundamental de la RdeP: la prevención y detención de atrocidades masivas (Alex J. Bellamy, 2009).
No obstante, la RdeP recibió el apoyo tanto de países del Norte como del Sur, entre ellos: Argentina, Chile, Guatemala, México, Sudáfrica (Ricardo Arredondo, 2011), Canadá, Corea del Sur, Japón, así como de varios Estados Africanos y de la Unión Europea.
La adopción de la RdeP en el seno de la Asamblea General da cuenta de la emergencia de un nuevo consenso (Alex J. Bellamy, 2006), que refleja la convicción general de que los casos de violaciones graves a derechos humanos ya no deben tener lugar (Lisa-Marie Komp, 2013). Asimismo, representa uno de los mayores logros de las últimas décadas y un importante aporte en la evolución del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario (Hugo I. Llanos, 2012).
III. Medidas en el ámbito de la responsabilidad de proteger
La adopción de la RdeP trajo como consecuencia el establecimiento de quiénes y en qué medida tienen la responsabilidad de prevenir y, en tal caso, detener las atrocidades masivas. Así pues, la RdeP a través de sus tres pilares compromete a diferentes actores en distintos niveles; sin embargo, para nuestro estudio únicamente profundizaremos en el pilar III.
Dicho pilar establece la responsabilidad de la comunidad internacional de tomar medidas oportunas y decisivas a través de medios diplomáticos, humanitarios y pacíficos y -en caso de que los medios pacíficos demostraron ser inadecuados y las autoridades nacionales manifiestamente no protegen a sus poblaciones- hacer uso de mecanismos más contundentes como el uso de la fuerza (Alex J. Bellamy, 2015).
Dichas medidas encuentran un fundamento jurídico vinculante en la Carta de la ONU. Aun cuando la RdeP no aparece textualmente en dicho tratado, este principio adquiere fuerza normativa ligada a la propia Carta, específicamente a los capítulos VI, “Arreglo pacífico de controversias”; VII, “Acción en caso de amenazas a la paz”; y VIII, “Acuerdos regionales” (AGNU, 2005b). En este sentido, todas las medidas adoptadas tienen como base y límite la Carta de la ONU y son tan diversas que se pueden adecuar a las características de cada situación particular (AGNU y al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas [CSNU], 2012).
Estas medidas pueden incluir una variedad de herramientas establecidas en los tres capítulos mencionados: políticas, económicas, jurídicas y militares, tanto cooperativas -que apelan a incentivos positivos a fin de que los perpetradores cambien su actuar- como coercitivas -que recurren al uso de la presión, o la amenaza y, teniendo como último recurso, al uso de la fuerza-. Sin intención de realizar una lista exhaustiva, se mencionan las siguientes:
a) Medidas políticas: incluyen medidas cooperativas como negociación, investigación, mediación, conciliación (AGNU y CSNU, 2012), diplomacia preventiva, diálogo, misiones políticas, misiones de campo o in situ, misiones de constatación y apoyo a la promoción de los derechos humanos. También, medidas coercitivas como las amenazas o aplicación de sanciones políticas o diplomáticas, la condena unilateral o multilateral, los boicots culturales o deportivos, la proscripción de individuos o de algún Estado de organizaciones internacionales -regionales o de carácter universal- o de grupos políticos.
b) Medidas económicas: incorporan acciones cooperativas como el levantamiento de sanciones o embargos, el alivio de deudas o ayuda económica, el financiamiento, la inversión u otros incentivos comerciales. También, coercitivas como las sanciones económicas específicas, los embargos comerciales, los decomisos y la reducción o la suspensión de ayuda.
c) Medidas legales: comprenden medidas cooperativas, como el monitoreo de cumplimiento de normas y leyes, las ofertas de amnistía, el arbitraje, el arreglo judicial (AGNU y CSNU, 2012) y referencias al sistema jurídico internacional vigente. Además de coercitivas como las investigaciones de derechos humanos, las amenazas de enjuiciamiento penal o el llevar ante la Corte Penal Internacional y el ejercicio de la jurisdicción universal.
d) Medidas militares: abarcan medidas cooperativas, la ayuda y el entrenamiento militar, el fomento de confianza y la seguridad, las garantías de seguridad, la protección para los civiles, el despliegue consensual y preventivo. Como medidas coercitivas encierra los movimientos y las comunicaciones restringidas, mayor presencia militar en la región, la amenaza del uso de la fuerza y uso de la fuerza -como último recurso- en una intervención bélica no consentida.
Esta gama de acciones no debe sujetarse a procedimientos arbitrarios, secuenciales o graduados en los que prime la forma sobre el fondo y el proceso sobre los resultados (AGNU, 2009); es decir, no existe jerarquía entre estas medidas, ni un orden gradual, sino que se aplicarán de conformidad al caso concreto; la única indicación es que el empleo de la fuerza sea el último recurso y pueden ser implementadas por diferentes actores, dentro y fuera de la ONU.
Por lo anterior, la Asamblea General puede ejercer funciones en materia de la paz y la seguridad internacionales cuando, por el veto en el Consejo de Seguridad, este órgano no logre adoptar una resolución. En este sentido, en caso de comisión de atrocidades masivas, la Asamblea General puede considerar acciones de conformidad con la resolución A/RES/377(V) de 1950, titulada “Unión Pro Paz”, aunque éstas no tendrán fuerza jurídica obligatoria (AGNU, 2009).
Por otro lado, a partir de 2009 el secretario general -a través de sus informes- ha realizado importantes esfuerzos para conceptualizar, esclarecer y refinar los alcances de la RdeP a fin de hacerla operacional, dando a conocer los retos en su implementación y sus avances desde su adopción en la Cumbre Mundial de 2005 (Nicole B. Galindo, 2014).
Respecto al Consejo de Seguridad, cuenta con facultades para mantener la paz y la seguridad internacionales de conformidad con el artículo 24 de la Carta de la ONU y puede aprobar resoluciones que incluyan medidas específicas para casos concretos donde existan evidencias de la comisión de atrocidades masivas, mediante resoluciones vinculantes para los Estados parte de la organización (Carta de la ONU, 13/04/2022, artículo 25).
Es el Consejo de Seguridad quien debe considerar si las violaciones graves a los derechos humanos constituyen una amenaza a la paz y seguridad internacionales, si es aplicable el capítulo VII y qué medidas se deben adoptar para abordar una situación (Lisa-Marie Komp, 2013). Las medidas que puede adoptar incluyen organizar visitas o misiones para observar la evolución de los acontecimientos en determinados lugares (Carta de la ONU,14/03/2022, artículo 34); iniciar una denuncia universal y pública para llevar a los responsables de crímenes atroces ante la Corte Penal Internacional de conformidad con el artículo 13, inciso b, del Estatuto de Roma 1998 (Maartje Weerdesteijn y Barbora Holá, 2020); instar a las partes a tomar medidas provisionales de acuerdo con el artículo 40 de la Carta; realizar recomendaciones de conformidad con el artículo 39 de la Carta; examinar la existencia de toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión, realizar recomendaciones y adoptar medidas que no impliquen el uso de la fuerza de conformidad con el artículo 41 de la Carta, como interrupción total o parcial de las relaciones económicas y de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radiográficas y otros medios de comunicación, la ruptura de relaciones diplomáticas (Carta de la ONU,15/03/2022, artículo 41), congelación de activos financieros del gobierno y de miembros particulares de un régimen, imposición de prohibiciones para viajar, suspensión de créditos, ayudas y préstamos, control de la disponibilidad de bienes suntuarios, armas y materiales conexos y productos de gran valor (AGNU y CSNU, 2012).
Si el Consejo de Seguridad considerará que los medios pacíficos fuesen inadecuados, podrá recurrir a medidas coercitivas que impliquen el uso de la fuerza, de acuerdo con el artículo 42 de la Carta de la ONU (Lisa-Marie Komp, 2013), a través de las fuerzas aéreas, navales o terrestres. Dichas acciones podrán incluir demostraciones, bloqueos y operaciones ejecutadas por fuerzas aéreas, navales o terrestres de miembros de la ONU (Federico Supervielle, 2019).
También, el Consejo de Seguridad podría desplegar fuerzas multinacionales para establecer zonas de seguridad, imponer zonas de prohibición de vuelos y establecer presencia militar en la tierra y en el mar con propósitos de protección o disuasión (AGNU y CSNU, 2012). La Carta de la ONU (artículo 43) prevé el establecimiento de una fuerza militar permanente a disposición del Consejo de Seguridad.
Asimismo, para llevar a cabo acciones bajo la RdeP se requiere el voto a favor de nueve miembros, incluidos los votos afirmativos de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad. En otros términos, que los miembros permanentes no hagan uso de su derecho de veto. Sin embargo, puede haber abstenciones de alguno de ellos, lo cual puede permitir la adopción de las resoluciones (Carta de la ONU, 16/03/2022, artículo 27), como fue el caso de Libia, donde China y Rusia hicieron uso de la abstención constructiva y permitieron la aprobación de resolución S/RES/1973 y el uso de la fuerza en dicho país.
Por otro lado, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU se ha referido a la responsabilidad de los Estados de proteger a sus poblaciones, por ejemplo, en sus resoluciones sobre Libia y Siria. También, ha realizado investigaciones en diversos Estados en los cuales puede haber comisión de atrocidades masivas.
Adicionalmente, puede nombrar a relatores especiales o expertos independientes que asesoran a este órgano colectivo sobre una situación específica; determinar si un Estado parte de la ONU está infringiendo normas de derecho internacional de los derechos humanos y establecer diálogo con el Estado en donde se estén cometiendo crímenes atroces (AGNU y CSNU, 2012).
Además, la RdeP asigna a las organizaciones regionales un papel importante respecto a las medidas establecidas en el pilar III, ya que las organizaciones regionales cuentan con facultades, en virtud del capítulo VIII de la Carta, mediante las cuales pueden adoptar acciones -dentro de sus competencias y jurisdicción- que tengan que ver con el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales (ICISS, 2001).
Las organizaciones regionales podrán aplicar medidas coercitivas bajo la autoridad del Consejo de Seguridad, no pudiendo adoptar éstas sin el consentimiento de dicho órgano y con la obligación de mantener a éste informado de las actividades emprendidas (Carta de la ONU, 15/03/2022, artículos 53 y 54).
Es relevante destacar que las acciones de las organizaciones regionales no se limitan a las medidas coercitivas, ni deben verse como una condición previa para la eventual intervención militar por parte del Consejo de Seguridad (Hugo I. Llanos, 2012), ya que -aunque no lo estipula el capítulo VIII- es fundamental la cooperación entre la ONU y las organizaciones regionales en materia de prevención (Pilar I y II) y protección (Pilar III) (AGNU Y CSNU, 2011). Estas organizaciones -debido a su proximidad geográfica- pueden monitorear contextos de riesgo y violaciones graves a derechos humanos (Hugo I. Llanos, 2012) y realizar informes que son considerados por el Consejo de Seguridad para tomar acciones; determinar los hechos, realizar buenos oficios, mediar para la solución pacífica de conflictos, suspender la condición de miembros a países donde se están cometiendo atrocidades masivas, y en general todos los mecanismos previstos en los capítulos VI y VIII de la Carta (AGNU Y CSNU, 2011).
Otro actor importante en la instrumentación de la RdeP es la Corte Penal Internacional -órgano jurisdiccional independiente, que no forma parte del sistema de la ONU-, cuya labor es fundamental tanto en la prevención (Pilares I y II) mediante la amenaza a los perpetradores de ser llevados ante ésta (Hilda Jiménez, 2021), como en los esfuerzos por fincar responsabilidad penal individual (Pilar III) (AGNU Y CSNU, 2011), así como poner fin a la impunidad de quienes cometen crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, genocidio o depuración étnica (AGNU y CSNU, 2012).
Aunado a lo anterior, los Estados pueden imponer medidas -de manera unilateral- a otros países bajo el amparo del artículo 52 inciso 2 de la Carta de la ONU, que insta a los Estados miembros a realizar todos los esfuerzos posibles para lograr un arreglo pacífico en controversias antes de llevar un caso ante el Consejo de Seguridad (Carta de la ONU, 16/03/2022, artículo 52).
Los Estados pueden impulsar acciones dentro de la RdeP a través de mecanismos pacíficos como las sanciones selectivas o discriminatorias, los condicionamientos impuestos a armas, límites al uso de mercenarios, restricciones financieras y de viajes (AGNU y CSNU, 2011). También, los Estados pueden adoptar las medidas establecidas en el artículo 33 de la Carta, tales como la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u otros medios pacíficos de su elección (Carta de la ONU, 22/04/2022, artículo 33).
En cuanto al uso de medidas coercitivas, no se puede descartar la posibilidad de que un Estado o grupo de Estados se “vayan por la libre” en el ejercicio del uso de la fuerza sin autorización del Consejo de Seguridad, lo cual carecería de base jurídica dentro del derecho internacional público y se realizaría en contra de lo establecido en la Carta de la ONU (Hugo I. Llanos, 2012).
IV. Crímenes de lesa humanidad en Venezuela
A partir del ascenso del Nicolás Maduro a la presidencia de la república en 2013, el gobierno se caracterizó por la acumulación de poder en el Ejecutivo, lo cual impactó en el deterioro de las garantías de los derechos humanos, permitiendo que el gobierno pudiera intimidar, censurar y enjuiciar a sus opositores. Lo anterior socavó la capacidad de los jueces de pronunciarse imparcialmente en casos políticos y obligó a periodistas y defensores de los derechos humanos a medir las posibles consecuencias de publicar información u opiniones críticas sobre el gobierno (Human Rights Watch [HRW], 2015).
Durante ese año se registraron violaciones a los derechos humanos, demandas del sector universitario, escasez y desabastecimiento de alimentos, de productos de higiene personal y de servicios básicos, se registraron saqueos y actos vandálicos en contra de centros de expedición de alimentos y locales comerciales (Observatorio Venezolano de Conflictividad Social [OVCS], 2013).
Para 2014 se acrecentó la inestabilidad social, siendo un periodo marcado por manifestaciones antigubernamentales generalizadas. Entre febrero y mayo de ese año se intensificó la represión de las protestas en respuesta a los altos niveles de inflación, la gran inseguridad y la escasez de productos (Organización de Estados Americanos [OEA], 2020), lo anterior derivado de la caída de los precios del petróleo que afectó la economía venezolana.
En ese mismo periodo, el número de muertos causados por la represión de las movilizaciones -que se prolongaron durante más de tres meses- fue 43, según cifras oficiales (Patricia García, 2013). Durante 2014, según el Informe Anual del Ministerio Público de 2014, ingresaron a la Dirección de Protección de Derechos Fundamentales 8,049 casos de presuntas violaciones a los derechos humanos. No obstante, solo se realizaron 105 juicios, lo que representó el 1.3% de todos los juicios, en otras palabras, el 98.7% de los casos no llegó a fase de juicio (Coalición de ONG, 2015).
En 2015, aunque las protestas no fueron tan frecuentes como las de 2014, se contabilizaron 5.851 (OVCS, 2016). A ello se sumó el aumento de las huelgas y otro tipo de conflictos laborales, los cuales a menudo también involucraron a empleados del sector público (Raúl A. Sánchez, 2016). El Reporte Anual del Observatorio Venezolano de Violencia señaló que hubo casi 28,000 asesinatos, lo cual llevó la tasa de homicidios a -aproximadamente- 90 por cada 100,000 habitantes y situó a Venezuela como el país más violento del continente americano (Observatorio Venezolano de Violencia [OVV], 2015).
En ese año se crearon las Operaciones de Liberación del Pueblo integradas por fuerzas de seguridad militares, policiales, de la Guardia Nacional Bolivariana y de los servicios de inteligencia venezolana (HRW, 2016). Estas operaciones fueron implementadas en zonas populares de las urbes más importantes del país (Raúl A. Sánchez, 2016).
El reporte de Amnistía Internacional de 2015 señaló que, hasta junio de dicho año, se habían desarrollado más de 135 operaciones de este tipo, las cuales incluyeron redadas y otras formas de abusos policiales, tales como robo, hurto y posibles ejecuciones extrajudiciales. De igual modo, Amnistía Internacional reportó que en el marco de las Operaciones de Liberación del Pueblo, aproximadamente 90% de las 4,000 personas detenidas durante los primeros tres meses de los operativos fueron posteriormente liberadas sin cargos penales, lo cual permite suponer que una gran parte de estas detenciones fueron, en efecto, arbitrarias (Amnistía Internacional [AI], 2016).
Para 2016 aumentó el desabasto en supermercados, cadenas de farmacias y centros de acopio, por lo cual -desde enero de ese año- el gobierno venezolano anunció una serie de iniciativas destinadas a abordar la escasez. Estas iniciativas incluyeron medidas para aumentar la producción local de medicamentos, de insumos médicos y de alimentos críticos (HRW, 2016).
No obstante, en el marco de la crisis humanitaria, el 1 de mayo de 2017, a través del decreto presidencial número 2830, Maduro convocó a elecciones para el establecimiento de la Asamblea Nacional Constituyente, con la finalidad de redactar una nueva Constitución, que sustituiría a la de 1999, promovida por el entonces presidente Hugo Chávez (Albinson Linares, 2017). En respuesta, sectores opositores rechazaron su anuncio y expresaron su inconstitucionalidad.
Por lo que, el 16 de julio de ese año, la Mesa de Unidad Democrática, coalición que agrupa a varios de los partidos opositores del país, llamó a una consulta popular, cuyo resultado fue que 7,535,529 -del total de votantes-, aproximadamente 28 millones de venezolanos, rechazaron la integración de la Asamblea Nacional Constituyente. El gobierno desconoció los resultados y el 30 de julio se realizaron elecciones para elegir a los 545 constituyentes. Ese mismo día se reportaron quince muertos a raíz de la realización de diversas protestas civiles. No obstante, el 4 de agosto se instaló la Asamblea y el 6 del mismo mes, un grupo de militares tomaron por asalto El Fuerte Paramacay, Municipio Naguanagua, del Estado de Carabobo.
Lo anterior irritó a la oposición y recrudeció las divisiones políticas. Los oponentes del gobierno denunciaron la falta de legitimidad democrática y la erosión en las estructuras del Estado: la existencia de una crisis política era evidente.
Para 2018 Venezuela se había transformado en un Estado con un proceso de desintegración acelerada de las estructuras estatales, donde reaparecieron enfermedades erradicadas, el hambre en el país era apremiante y los niveles de criminalidad eran los más altos de América Latina (El Cronista, 2019). Esta situación tan crítica fue “la causa fundamental por la que más de 4 millones de venezolanos han abandonado el país” (Cristhian Rojas et al., 2021).
No obstante, el 20 de mayo de 2018 se realizaron elecciones presidenciales en las que resultó electo nuevamente Nicolás Maduro para el periodo presidencial 2019 a 2025. Este hecho fue desconocido por la oposición venezolana (International Crisis Group [ICG], 2020), por lo que Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, asumió -en 2019- el cargo de presidente encargado, estableciéndose un doble Poder Ejecutivo en el país, lo cual generó más protestas y mayor violación de derechos humanos.
En este sentido, en 2019 la situación de derechos humanos en Venezuela era alarmante. En el país existía una violación -sistemática, directa e indirecta- de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, en un contexto de crisis política, económica, social y humanitaria (HRW, 2019).
Para 2020, cuando se declara oficialmente -en marzo- el arribo de la pandemia de SARS-CoV-2 a Venezuela:
los desarreglos de la economía, los servicios públicos y otros ámbitos de la gestión del Estado seguían deteriorándose y alcanzaban ya una situación catastrófica. Habían transcurrido ya siete años continuos de contracción de la producción. Al cierre de 2020, el achicamiento del Producto Interno Bruto con relación a 2013 llegaba al 80% (Margarita López, 2021).
A lo anterior, se sumó también el deterioro de la infraestructura de salud y de servicios público, generando la necesidad de la dirección del gasto público hacia estos sectores (Alberto G. Castellano, 2020). Desde los primeros casos de la enfermedad Covid-19, provocada por el virus SARS-CoV-2, el gobierno de Nicolás Maduro emitió el 13 de marzo de 2020, el decreto número 4.160 -Decreto de Emergencia Económica y Estado de Excepción- que contempló el “Estado de Alarma” para atender la emergencia sanitaria.
Esta medida se aplicó -en un primer momento- al Distrito Capital y seis de los veintitrés Estados. Ese decreto retiró del Legislativo -donde las fuerzas opositoras tenían mayoría- sus facultades en materia económica y de seguridad, para otorgarlos al Ejecutivo (Margarita López, 2021). Posteriormente, el gobierno extendió el confinamiento a todo el país y “se adoptaron medidas como el cierre de escuelas, liceos, universidades, centros comerciales, estadios e iglesias, entre otros establecimientos. Solo permanecerían abiertos expendios de alimentos y medicinas” (Luis A. Hernández, 2021, p. 75).
El mismo día que se emitió el primer decreto sobre el Covid-19, el ministro de Relaciones Exteriores informó que los organismos de seguridad del Estado serían a ser controlados por las Fuerzas Armadas para dirigir un solo plan de emergencia. El ministro de Defensa también declaró que las Fuerzas Armadas controlarían el tránsito mientras la sociedad se acostumbraba al confinamiento. Así, la pandemia justificó la mayor militarización del país (Margarita López, 2021).
Asimismo, el gobierno implementó un seguimiento a la población mediante el Sistema Patria, recabando información sobre diversos aspectos de su vida, invadiendo la privacidad y ejerciendo control sobre la ciudadanía:
En estos tiempos de pandemia, el sistema solicita a los usuarios, a través de una encuesta, información referente a su historial médico, tipos de enfermedades que padece, los medicamentos que usa, hasta su estado psicológico frente al Covid-19. El ciudadano ofrece al gobierno un sistemático cuadro clínico y psicológico de su vida a cambio de obtener ayuda económica (Edixela Burgos, 2020).
La pandemia de SARS-CoV-2 fue utilizada por el gobierno de Nicolás Maduro para incrementar la represión política, exacerbando la emergencia sanitaria. En este sentido, el 2020 fue un año importante para la determinación de las violaciones masivas de derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad en el Estado Venezolano.
Como se observa, es en el marco del agravamiento de la situación política, económica, social, migratoria, humanitaria y sanitaria del Estado venezolano que se llego a la comisión de crímenes de lesa humanidad, entre los que se pueden mencionar los asesinatos que tuvieron lugar durante diversas protestas contra el gobierno -perpetrados por miembros de las fuerzas de seguridad del Estado o los colectivos- ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, encarcelados u otras medidas severas de privación de libertad física, desde las elecciones presidenciales de 2013 (OEA, 2018) hasta 2022.
V. Medidas económicas, políticas y legales en el caso de Venezuela
En respuesta a la comisión de crímenes de lesa humanidad en Venezuela, diversos actores internacionales impulsaron y adoptaron diversas medidas de la caja de herramientas de la RdeP para detener a los perpetradores. En este sentido, sin intención de ser exhaustiva, solo con el ánimo de comprobar mi hipótesis, en las siguientes líneas destaco algunas de las medidas políticas, legales y económicas que se han impuesto a Venezuela.
En el marco de la ONU se han promovido medidas políticas y legales cooperativas. El secretario general, Antonio Guterres -quien llegó al cargo en enero de 2017- impulsó como mecanismo de solución pacífica el diálogo político, realizó diversas declaraciones y apoyó -en 2017- una reunión exploratoria entre el oficialismo y la oposición efectuada en República Dominicana. Un año más tarde, en 2018, estuvo atento al proceso electoral venezolano, siempre manteniendo una postura moderada (Élodi Brun, 2019).
Además, Guterres ofreció su colaboración como mediador -si, todas las partes en conflicto se lo solicitan- señalando que “la única vía para abordar la compleja situación que prevalece en Venezuela es el diálogo para la negociación, desde una perspectiva de respeto al derecho internacional y a los derechos humanos” (Secretaría de Relaciones Exteriores [SRE], 2019).
Por su parte, la alta comisionada en materia de derechos humanos, la antigua presidenta de Chile, Michelle Bachelet -quien asumió el cargo en 2018- por mandato del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, presentó un informe en 2019 denunciando la militarización de las instituciones estatales en la última década, señalando que:
tanto a fuerzas civiles como militares se les atribuye la responsabilidad de detenciones arbitrarias, malos tratos y torturas a críticos del Gobierno y a sus familiares, violencia sexual y de género perpetrada durante los periodos de detención y las visitas, y uso excesivo de la fuerza durante las manifestaciones (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos [ACNUDH], 2018).
Por otro lado, el 27 de septiembre de 2019, el Consejo de Derechos Humanos adoptó la resolución A/HRC/RES/42/25 que estableció la Misión Internacional Independiente de Investigación sobre Venezuela con el mandato -en un año- de investigar las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, las detenciones arbitrarias, la tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, cometidos en Venezuela desde 2014. En septiembre de 2020 la misión presentó su informe en el que reportó:
que tanto el gobierno, como los agentes estatales y los grupos que trabajaban con ellos han cometido violaciones flagrantes de los derechos humanos en ese país. El informe del grupo de expertos indicó que el presidente Nicolás Maduro y los ministros del Interior y de Defensa tenían conocimiento de los crímenes (Organización de las Naciones Unidas [ONU] News, 2020).
Respecto a la actuación del Consejo de Seguridad, ésta se encuentra dividida, lo cual ha dado como consecuencia el bloqueo de este órgano. Por un lado, el 28 de febrero de 2019 Estados Unidos -durante el mando del entonces presidente Donald Trump -presentó un proyecto de resolución en el que llamaba a la celebración de elecciones en Venezuela, reconocía al presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, como presidente encargado del país y solicitaba que pudiera ingresar la ayuda humanitaria. Por otro lado, Rusia patrocinó otra propuesta, en la que abogaba por el diálogo entre el gobierno y la oposición venezolana mediante el Mecanismo de Montevideo, así como la entrada de ayuda humanitaria con base en los principios de humanidad, neutralidad, imparcialidad e independencia de la ONU (ONU News, 2019).
La propuesta estadounidense recibió nueve votos a favor, tres en contra, dos de ellos de Rusia y China, y tres abstenciones. En tanto que la propuesta de Rusia -auspiciada por el presidente Putin- obtuvo cuatro votos a favor, siete en contra y cuatro abstenciones. Estas posturas encontradas han limitado la actuación del Consejo de Seguridad, bloqueando toda la gama de medidas que puede adoptar en el marco de la Carta mediante los artículos 41 y 42.
A nivel regional, un actor fundamental que ha dado seguimiento puntual a la situación venezolana ha sido el Grupo de Lima. Este grupo informal, político y ad hoc nació el 8 de agosto de 2017, en Lima, Perú, con la reunión de cancilleres y representantes de Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Perú, con el objetivo de generar un foro de diálogo, coordinación y concertación, con el fin de buscar soluciones para la restauración de la democracia en Venezuela.
El Grupo de Lima adoptó medidas políticas coercitivas, condenando -a través de diversas declaraciones- los crímenes de lesa humanidad cometidos en Venezuela. Asimismo, impulsó medidas legales coercitivas, llamando a generar alianzas
para incrementar la presión sobre el régimen de Maduro, promoviendo un mayor involucramiento de diferentes instancias y actores multilaterales de tipo extrarregional, con mayor capacidad de coerción, tales como la Corte Penal Internacional, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU e incluso el Consejo de Seguridad (Carlos A. Chaves y Catherine Ortiz, 2020, p. 185),
Así, el Grupo de Lima pasó de una diplomacia mediadora a una confrontacional; sin embargo, en todo momento se mantuvo en contra de una intervención militar.
A lo anterior se sumó la iniciativa de seis Estados americanos partes del Estatuto de Roma de 1998 (Argentina, Canadá, Colombia, Chile, Paraguay y Perú) que -el 27 de septiembre de 2018- llevaron ante el Fiscal de la Corte Penal Internacional el caso de Venezuela a fin de que iniciara una investigación por la comisión de crímenes de lesa humanidad presuntamente cometidos en dicho Estado desde el 12 de febrero de 2014 (The Office of the Prosecutor, 2020). Lo anterior abonando a las medidas legales coercitivas impulsadas para detener los crímenes de lesa humanidad.
Al otro lado del mundo, la Unión Europea -mediante sus diversos órganos- ha impulsado e instrumentado diversas medidas políticas de cooperación, así como económicas coercitivas. Desde febrero de 2014 el Parlamento Europeo adoptó distintas resoluciones al denunciar y condenar los actos de violencia cometidos en Venezuela. Por lo anterior, durante 2014 y hasta 2020, el Parlamento Europeo emitió un total de once resoluciones que reflejaron la constante crítica al gobierno venezolano.
Por ejemplo, el 27 de febrero de 2014 el Parlamento Europeo aprobó una resolución donde condenó todos los actos de violencia y la trágica pérdida de vidas humanas durante las manifestaciones pacíficas del 12 de febrero de 2014 y solicitó aclaraciones sobre los fallecimientos registrados, con la finalidad de exigir responsabilidad de los autores de estos actos.
A lo anterior se sumaron las declaraciones de Lady PESC, Federica Mogherini -en ese entonces alta representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad- que, en septiembre de 2019, reconoció la crisis venezolana y rechazó enérgicamente el uso de la fuerza: “creemos que ante crisis como la de Venezuela no hay una solución militar, porque la única salida real de la crisis debe ser pacífica y democrática” (Enrique Serbeto, 2019).
Además de eso, Mogherini realizó una propuesta a la que se sumaron ocho países europeos (Alemania, España, Francia, Italia, Países Bajos, Portugal, Reino Unido y Suecia) y tres países latinoamericanos (Costa Rica, Ecuador y Uruguay) lanzando -en 2019- un llamado para la creación del Grupo Internacional de Contacto con un plazo de noventa días para alcanzar una solución venezolana. Esta propuesta rápidamente ganó consenso y sumó un amplio apoyo internacional, convirtiéndose en una “de las iniciativas más importantes de Federica Mogherini” (Geoff Ramsey y David Smilde, 2020, p. 11).
Este grupo tuvo su primera reunión de carácter multilateral sobre la crisis de Venezuela el 7 de febrero de 2019 en Montevideo, Uruguay, con el objetivo de “establecer las garantías necesarias para un proceso electoral creíble, en el marco temporal más inmediato posible, y permitir la entrega de asistencia humanitaria” (Geoff Ramsey y David Smilde, 2019). No obstante, cuando este grupo envió una misión técnica a Venezuela para proponer la organización de nuevas elecciones, ninguna de las dos partes estaba lista para llevar adelante esta encomienda.
Otro órgano que intervino fue el Consejo Europeo, quien también denunció la comisión de crímenes de lesa humanidad como medida política coercitiva y adoptó diversas sanciones económicas selectivas. Es el caso de la Decisión (PESC) 2017/2074 “Relativa a Medidas Restrictivas habida cuenta de la Situación en Venezuela” -del 13 de noviembre de 2017-, en la cual impuso “medidas restrictivas específicas a determinadas personas físicas y jurídicas responsables de graves violaciones o abusos de los derechos humanos o de actos de represión contra la sociedad civil y la oposición democrática”, así como “medidas restrictivas consistentes en la prohibición de exportar armas a Venezuela”, a fin de evitar actos violentos (Consejo Europeo [CE], 2017). Es importante señalar que el Consejo Europeo emitió -entre 2016 y 2019- ocho declaraciones sobre Venezuela, haciendo un llamado al diálogo (Anna Ayuso y Susanne Gratius, 2020).
Otro esfuerzo europeo fue la mediación de Noruega (medida política cooperativa), hecho que salió a la luz pública “a mediados de mayo cuando medios internacionales informaron que tanto el gobierno de Maduro como la oposición habían enviado representantes a Oslo, Noruega, para participar en negociaciones facilitadas por el gobierno noruego” (Geoff Ramsey y David Smilde, 2019, p. 11).
Sin embargo, esta mediación tuvo problemas en 2019, cuando Nicolás Maduro se retiró al argumentar la injerencia de los Estados Unidos, por el endurecimiento de las sanciones a Venezuela (Anna Ayuso y Susanne Gratius, 2020). Posteriormente, se retomaron las negociaciones en 2021, con sede en México, donde se llegó a dos acuerdos preliminares; sin embargo, éstas se suspendieron nuevamente -por parte del oficialismo- luego de que Cabo Verde extraditara al empresario colombiano Alex Saab a los Estados Unidos por cargos de lavado de dinero (Reuters, 2021).
Por otra parte, la postura de los Estados Unidos ha sido de rechazo al gobierno de Nicolás Maduro, adoptando medidas selectivas y económicas coercitivas. En diciembre de 2014, como una respuesta a lo que el Congreso estadounidense llamó “una escalada represiva”, este organismo emitió la ley: “Defensa a los derechos humanos y civiles de la sociedad venezolana”, con el objetivo de sancionar a quienes se vieron involucrados en la represión estatal a las protestas de 2014.
Ello implicó que el entonces presidente Obama bloqueara activos y prohibieron la entrada a los Estados Unidos de personas responsables de la erosión de las garantías de los derechos humanos, la persecución política y las limitaciones a la libertad de prensa (Manuel Sutherland, 2018). En agosto de 2017 el entonces presidente Trump emitió la Orden Ejecutiva (OE) 13,808, mediante la cual impuso sanciones financieras contra el gobierno de Venezuela. En ellas se prohibió que personas estadounidenses -o relacionadas con los Estados Unidos- pudieran negociar o reestructurar bonos de PDVSA (Federal Register, 2017). Además, fue a partir de 2017 que el gobierno de los Estados Unidos impulsó sanciones económicas como resultado de la violación sistemática de derechos humanos por parte del régimen de Nicolás Maduro (Luis A. Hernández, 2021).
Es importante mencionar que los Estados Unidos, el secretario general de la OEA y Juan Guiadó -presidente encargado venezolano- pusieron sobre la mesa el uso de la fuerza armada como una posible respuesta a los crímenes de lesa humanidad en dicho país; no obstante, estos esfuerzos no prosperaron.
Desde 2017 el entonces presidente Trump planteó la posibilidad de una intervención militar instigada externamente para destituir al presidente en funciones (Julia Buxton, 2018). En septiembre de 2018 Trump volvió a reiterar esta postura al señalar que “Todas las opciones están sobre la mesa. Todas. Las fuertes y las no tan fuertes. Todas, y sabes a qué me refiero con fuertes” (Infobae, 2018).
En el mismo sentido, Luis Almagro, que -desde que asumió el cargo de secretario general de la OEA- se erigió como un feroz crítico del gobierno de Nicolás Maduro, señaló, en un comunicado de prensa denominado “La responsabilidad de proteger en las Américas” -del 21 de marzo de 2019-, que “la Responsabilidad para Proteger ha revivido en el derecho internacional, en todos los lugares del mundo, en América Latina, por la crisis de Venezuela. Esencialmente, porque ninguna situación de crímenes de atrocidad nos puede ser indiferente” (OEA, 2019).
De igual manera, Juan Guaidó -presidente encargado de Venezuela- ha solicitado en diversas ocasiones la instrumentación de la RdeP. Cabe destacar su discurso del 25 de septiembre de 2020 -paralelo a la sesión 75a. de la Asamblea General- en donde sostuvo: “Hoy les pido a todos los representantes de Estados miembros que asuman la responsabilidad de asistir al gobierno legítimo de Venezuela en su misión de proteger al pueblo venezolano, y considerar una estrategia que contemple escenarios luego de agotada la vía diplomática” (Ymarú Rojas, 2020).
VI. Conclusiones
Es importante destacar que el Pilar III de la RdeP -a pesar de ser el más controvertido a nivel internacional- no lo es en el ámbito del derecho internacional, ya que no crea nuevas excepciones al uso de la fuerza, sino que organiza y da coherencia a las facultades consagradas en la Carta de la ONU -ya sea para sus órganos o para otros sujetos de la comunidad internacional- para adoptar todas las medidas a su alcance a fin de detener los crímenes atroces.
No obstante, el uso de la fuerza como una de las posibles medidas que puede utilizar la comunidad internacional para detener la comisión de atrocidades masivas ha tenido como consecuencia que -por lo general- los debates sobre la RdeP se centren en la acción bélica, invisibilizando otras medidas militares, políticas, económicas y legales, que se pueden adoptar bajo el paraguas del Pilar III de la RdeP.
No es difícil comprender que las controversias se concentren en dicho tema, ya que desde los antecedentes y el surgimiento de la RdeP, éste se encuentra vinculado a las intervenciones humanitarias de los noventa, así como a las discusiones sobre los principios de soberanía nacional y de no intervención. Sin embargo, el Pilar III va más allá de la acción militar y establece una gama de medidas -tanto cooperativas como coercitivas- para detener a los perpetradores de atrocidades masivas.
En el caso particular de Venezuela, se han llevado a cabo diversas medidas económicas, políticas y legales que se encuentran dentro de la caja de herramientas de la RdeP y que -en muchas ocasiones- han quedado invisibilizadas, generando la impresión de que no se está instrumentando ésta a pesar de los crímenes de lesa humanidad. No obstante que Venezuela ha sido objeto de mecanismos empleados desde la RdeP a través de los distintos actores que la instrumentan.
Desde grupos políticos ad hoc, como el Grupo de Lima, que ha procurado exhaustivamente el diálogo para la restauración de la democracia y el respeto a los derechos humanos, así como la implementación de medidas de carácter legal y político coercitivo; organizaciones regionales como la Unión Europea -que a través de sus diversos funcionarios e instituciones- han realizado denuncias e implementado sanciones económicas; organizaciones internacionales como la ONU -a través de la actuación de sus altos funcionarios-, han impulsado la solución pacífica; el Grupo Internacional de Contacto, que buscó solución a los crímenes del Estado venezolano; Noruega que mediante un mecanismo de mediación promovió negociaciones entre las partes en conflicto; hasta los Estados Unidos, que a través de sanciones económicas en contra de los perpetradores instigó un cambio en la conducta gubernamental venezolana.
En este sentido, el caso de Venezuela representa un ejemplo clave de cómo se instrumentan dichas acciones -tanto cooperativas como coercitivas-, para detener los distintos atentados a los derechos humanos que se efectúan en el país. Éstas, además, han representado de igual forma avances considerables para detener, desde las vías pacíficas y diplomáticas, los distintos actos criminales que se suscitan en la escena internacional.
Respecto al uso de la fuerza en Venezuela, es importante mencionar que el rechazo de las propuestas de resolución dentro del Consejo de Seguridad, reafirmaron desafortunadamente que “la actuación del Consejo de Seguridad siempre va a depender de los intereses de los miembros permanentes” (Micaela E. Rial y Emilia Westerfeld, 2018, p. 60). Esto hace altamente improbable que se logre un consenso, por lo cual seguiremos viendo la parálisis del Consejo de Seguridad.
Asimismo, esta incapacidad en la toma de decisiones por parte del Consejo no solo deja fuera las medidas que implican el uso de la fuerza -acción que bloquean Rusia y China en contra de la postura intervencionista de los Estados Unidos-, sino otras acciones para las cuales está facultado al amparo de la RdeP y de la Carta de la ONU.