Lo que estuvo en juego
Para adentrarse en un proceso político contemporáneo, un buen inicio son sus antecedentes, el examen de los hechos más significativos que le precedieron. Por tanto, un juicio sobre la esencia y el significado político del sexenio que presidió Felipe de Jesús Calderón Hinojosa (2006-2012) tiene que empezar por echar una mirada a la naturaleza del entorno en que surgió: el inicio de lo que se vio como la transición democrática de México.
El examen del tiempo político inmediatamente anterior a la presidencia de Calderón puede llevar a concluir que lo ocurrido a partir de 2006 fue una oportunidad desperdiciada para ahondar en la democratización y modernización del régimen político mexicano de manera pacífica, apegada a derecho, con la participación y aquiescencia de la mayoría ciudadana. Y es que, en conjunto, las condiciones que precedieron y permitieron el ascenso de Calderón y su grupo a la presidencia habían estado ausentes desde que México inició su vida como Estado nación independiente. Por tanto, al abrirse la etapa electoral de 2006 el espacio democrático ganado hasta entonces no era aún muy firme pero sí prometedor, conque en esa coyuntura la principal tarea y responsabilidad del gobierno, de cualquier gobierno, debería haber sido consolidar ese espacio. Sin embargo, el segundo presidente panista tomó una serie de decisiones que terminaron por desperdiciar lo tan duramente ganado. Lo que es más grave, a partir de 2006 no sólo no se profundizó el cambio iniciado en el sexenio anterior, sino que, como sugieren los teóricos de las transiciones democráticas actuales, si una vez iniciado el proceso de consolidación éste no sigue avanzando a buen paso y no genera más apoyo tanto entre las élites como entre las masas, entonces se corre el riesgo de que surjan patologías, dinámicas que desemboquen en una regresión.1
Por su forma y contenido, la elección presidencial de 2006 no ayudó a solidificar la confianza ciudadana que había empezado a emerger seis años antes.2 La forma y el contenido del ejercicio mismo del poder de la presidencia de Calderón llevó a que en diciembre de 2012 el poder ejecutivo volviera a quedar en manos del viejo partido autoritario -el PRI-, partido que apenas doce años antes parecía destinado a ser parte de la historia y no del futuro de México. Además, la añeja desconfianza de la ciudadanía mexicana en los comicios y en sus resultados volvió a surgir.3
Visto el ciclo calderonista a partir de su conclusión, resulta que el trasfondo de todo el proceso político del periodo fue la persistencia y la agudización de las confrontaciones entre las agendas y proyectos de los actores que hasta entonces habían desempeñado los papeles estelares del proceso de cambio y de resistencia en la transformación del régimen. Ya en 1989 el PRI había perdido el monopolio sobre los gobiernos estatales; de entonces al año 2000, hubo una quincena de gobernadores no priistas.4 Además, en 1997, tras 68 años de control ininterrumpido del Congreso por el PRI, la oposición logró la mayoría en la Cámara de Diputados y el pluralismo político empezó a ser una realidad.5 Sin embargo, las resistencias al esfuerzo por transformar en democrático el sistema que se había consolidado a partir del triunfo de la Revolución mexicana en 1917, resultaron más fuertes de lo que habían supuesto aquellos optimistas que impulsaron o apoyaron el cambio. En fin, entre la segunda parte del gobierno de Vicente Fox y el final del de Calderón, la transición democrática mexicana se desvió y la naturaleza misma del régimen quedó en entredicho.
El juicio anterior -que no es compartido por todos los observadores del periodo, pues hay quienes consideran al calderonismo como parte del proceso de consolidación democrática que aún sigue en marcha en México6- es el telón de fondo de este análisis, que procederá a examinar someramente los procesos políticos más relevantes del sexenio: la campaña electoral de 2006, la naturaleza de la “guerra contra el narcotráfico” del gobierno contra el crimen organizado y el consecuente aumento de la inseguridad, la creciente importancia de un pluralismo no necesariamente de carácter democrático pues lo protagonizan los poderes fácticos -las grandes concentraciones de poder económico y sindical- y ciertos feudos estatales, la partidocracia -la autonomía de los intereses de las oligarquías que controlaban a los tres grandes partidos-, la relación con Estados Unidos, los efectos de su crisis financiera y la recesión de la economía mexicana y la persistencia de la corrupción.
La elección de 2006
Como ya se apuntó, las elecciones que tras 71 años consecutivos sacaron al PRI de la casa presidencial de Los Pinos, fueron vistas por muchos como un punto de inflexión histórico en el proceso político mexicano. Por primera vez se había celebrado una elección presidencial en condiciones óptimas, pues a la ciudadanía se le presentaron opciones significativas -tres candidatos con proyectos relativamente diferentes-, el ambiente no fue de temor sino de clamor por el cambio, el aparato estatal ya no pudo sesgarse demasiado en favor del candidato oficial, la información difundida por los medios resultó menos inequitativa que en el pasado, hubo observadores externos efectivamente imparciales y la institución encargada de vigilar el proceso y contar los votos fue confiable.7 La elección de 2006 ya no mantuvo esas características.
La sucesión de Vicente Fox fue precedida de una campaña extraordinariamente reñida y de un ambiente dominado por la desconfianza, el encono o el miedo. El viejo partido de Estado, el PRI, apareció como un partido fracturado cuyo candidato, Roberto Madrazo, no concitó el apoyo real de sus propios cuadros y menos el de la ciudadanía. Pronto quedó claro que en esas condiciones a lo más que el PRI podía aspirar era a sobrevivir como tercera fuerza. Desde 2004 Calderón, un panista histórico, inició su precampaña pese a no contar con el beneplácito de Fox. Sin embargo, a inicios de 2005 Fox decidió, con el respaldo en el Congreso del PAN y el PRI, intentar eliminar como candidato a quien aparecía como el verdadero rival de Calderón: Andrés Manuel López Obrador. La vía que Fox eligió para su propósito fue proponer y conseguir que la mayoría del Congreso aprobara el desafuero de López Obrador y cortar de tajo sus aspiraciones electorales.8 Sin embargo, una movilización oportuna y espectacular de la izquierda en contra de esa maniobra en abril de 2005 obligó al gobierno federal a recular, a desistir del desafuero y a cambiar al procurador de la República. A partir de entonces la única y verdadera contienda fue ya entre López Obrador por la izquierda y Felipe Calderón por la derecha. El PRI resultó irrelevante. Formalmente también contendieron otros dos candidatos que parecieron electoralmente insignificantes, aunque finalmente no lo fueron por lo extraordinariamente ajustado del resultado final de la elección, pues la diferencia en votos por Calderón y López Obrador fue de medio por ciento. Así, 3.64% de los sufragios para los candidatos simbólicos, Patricia Mercado y Roberto Campa, pudo ser decisivo, dependiendo de a cuál de las dos opciones reales le restaron más votos.
Hasta abril de 2006, las preferencias electorales favorecían abiertamente a López Obrador,9 pero a partir de esa fecha la situación empezó a revertirse por una serie de errores del puntero y por una campaña electoral bien llevada de parte de Calderón. Éste mezcló de manera muy efectiva propuestas positivas y miedos, pues apelaba a viejos temores contra la izquierda arraigados durante la Guerra Fría mas actualizados al ligar a López Obrador con la figura del presidente de Venezuela Hugo Chávez, con el populismo y difundir spots muy efectivos, como el de “López Obrador, un peligro para México”.10
Tras la elección, oficialmente ganada por Calderón con un margen de apenas 0.56%, la izquierda se negó a reconocer la legitimidad del resultado y de la nueva presidencia.11 Para cuando Calderón dejó el poder, sólo una mayoría relativa de los ciudadanos -34%- consideraba que México era efectivamente una democracia en tanto que 31% negaba esa posibilidad y otro tercio (33%) definía al país como parcialmente democrático.12
En virtud de lo anterior, desde la perspectiva de una corriente de análisis, y pese a reconocer las fallas y contradicciones de un proceso que obligó en 2007 a reformar el código electoral como resultado de las fallas del año anterior,13 la transición democrática mexicana ya había tenido lugar, y durante la presidencia de Calderón, aunque con fallas y problemas, siguió afianzándose.14 En contraste, otra perspectiva consideró que en ese segundo sexenio panista el sentido mismo de la transición se desvirtuó al punto que en 2012 el viejo partido autoritario -el PRI- pudo recuperar la presidencia, y que, por tanto, no era posible precisar con exactitud la naturaleza del sistema político mexicano en esa coyuntura ni pronosticar si el impulso democratizador podría recuperar fuerza o si el país derivaría hacia un sistema político híbrido donde se combinasen de manera inestable los elementos democráticos recién adquiridos con rasgos importantes del viejo autoritarismo que nunca se habían ido o que habían reaparecido.15 Finalmente, también se abría la posibilidad más peligrosa, la apuntada por la teoría de la transición a la que ya se hizo referencia: la de una regresión autoritaria.16
El arranque condicionó el final
Es inevitable que el juicio político que se formule sobre el gobierno presidido por Calderón se haga en buena medida en función de su final y que este final se vea un tanto predeterminado por las circunstancias del desarreglo del inicio. Como sea, el cierre del sexenio 2006-2012 se caracterizó por lo siguiente. En primer lugar, por la derrota del partido gobernante, una derrota tan contundente que dejó al partido del presidente que salía en un tercer lugar con 25.4% del voto frente a 38.2% del candidato triunfante. Segundo, por la persistencia de la izquierda como fuerza significativa a pesar de sus claras divisiones: la coalición encabezada de nuevo en 2012 por López Obrador se desgajó, pero no antes de lograr 31.7% del voto. Tercero, por la decisión de Calderón de hacer de la lucha contra y entre las organizaciones de narcotraficantes el núcleo duro de su política, lo que elevó notablemente los niveles de violencia -la cifra de muertes atribuida a este fenómeno en el sexenio se calculó, conservadoramente, en 64 74417-, pero sin que tal costo lograra resolver el problema del crimen organizado en México, sino tan sólo transformarlo.18 Cuarto, por una derrota del PAN que no abrió la alternancia hacia la izquierda sino al retorno del PRI a la presidencia, es decir, que regresó al poder a la organización política identificada con el autoritarismo y la ambigüedad ideológica.
La elección del 1 de julio de 2006 se resolvió como la culminación de un enfrentamiento entre derecha e izquierda -PAN vs. PRD- y donde el PRI parecía destinado a desdibujarse. Sin embargo, el choque entre los antiguos opositores al PRI, y que en algunas ocasiones habían hecho frente común en nombre de la democracia, fue de tal naturaleza que desgarró y desvirtuó las aún débiles reglas de la contienda electoral y llevó al PAN a apoyarse en las organizaciones corporativas creadas por el PRI -el sindicato de maestros o el de trabajadores petroleros- y en el PRI mismo. Sin mayoría absoluta en el Congreso, el PAN requirió apoyo de los priistas y, en consecuencia, elementos centrales del viejo régimen encontraron el espacio para mantenerse vigentes. La decisión de las varias derechas mexicanas de cerrar por todos los medios a su alcance la posibilidad de que en 2006 la alternancia permitiera a la transición democrática marchar también por la izquierda, como ya lo había hecho en muchos otros países latinoamericanos y en la Península Ibérica, terminó por afectar la naturaleza misma del juego democrático.
Las consecuencias de las acusaciones de la izquierda en torno a un fraude electoral en 2006 y su negativa a aceptar no sólo la legitimidad de esa elección sino del sistema político mismo, hubieran podido revertirse o al menos neutralizarse si la autoridad electoral hubiera aceptado la demanda de la izquierda de un recuento de los votos -lo insignificante de la diferencia entre el ganador y quien le seguía lo justificaba-, pero la negativa tanto de los órganos electorales como del ganador, apoyado por el PRI, de llevar a cabo el recuento de los votos impidieron moderar la confrontación entre el ganador y perdedor.19 Años después, un análisis que empleaba sólo las actas de las casillas, pues nunca se autorizó la apertura de los paquetes electorales para el recuento, concluyó que lo reducido de la diferencia entre primer y segundo lugar y los naturales errores de conteo detectados y documentados, hacen materialmente imposible hasta la fecha determinar quién ganó realmente la elección del el 2 de julio de 2006.20 Para otro analista, Sergio Aguayo, en la elección de 2006 sí hubo fraude, pero no en su sentido tradicional como insistió López Obrador, sino uno diferente, “por agregación” de acciones no centralizadas de varios actores -el sindicato de maestros (SNTE), gobernadores o el Consejo Coordinador Empresarial-, y por negligencia del IFE. Los errores de López Obrador facilitaron que esas acciones ilegales concluyeran en la derrota de la izquierda.21
En cualquier caso, si bien el candidato del PRI se hundió en la irrelevancia, su partido no. El PRI se refugió en los gobiernos estatales que controlaba -donde el Estado de México resultó el más importante-, negoció su apoyo al gobierno de Calderón y explotó a fondo la debilidad del PAN para echar a andar un proyecto de recuperación del poder desde sus bastiones en la periferia, particularmente el Estado de México.
El principio
La ceremonia de toma de protesta de Calderón como presidente el 1 de diciembre de 2006 se caracterizó por la protesta tumultuaria escenificada por la oposición en el Congreso y por la ausencia de cualquier rasgo de solemnidad. El panismo debió asumir su segunda presidencia con el apoyo de 17 gobiernos estatales de 32 y con una mayoría sólo relativa en la Cámara de Diputados (42.2%) y en el Senado (40.6%), por lo tanto el apoyo a Calderón de un PRI carente de compromisos ideológicos y sobrado de intereses sería la fórmula gobernante de 2006-2012: la negociación sistemática entre dos derechas con orígenes y estilos diferentes pero con intereses compatibles.
Tras la elección y después de asegurar en una entrevista que su triunfo, “haiga sido como haiga sido”, era incuestionable,22 Felipe Calderón tomó una decisión que tuvo objetivos múltiples pero que, con el paso del tiempo, marcaría todo su sexenio: iniciar de inmediato -el 11 de diciembre de 2006- una acción militar de gran envergadura -“Operación Conjunta Michoacán” que movilizó a 5 000 soldados, marinos y policías federales- para acabar con una organización de narcotraficantes -“La Familia Michoacana”- que ya dominaba territorialmente una parte importante de ese estado gobernado por el PRD y de donde era oriundo el flamante presidente. El objetivo evidente de la operación en Michoacán era responder de manera contundente a la evidente pérdida de control territorial del gobierno local y a la creciente ola de violencia desatada por el crimen organizado, que en ese año ya había cobrado 2 500 vidas en el país. Hubo, además, dos razones adicionales para esta política de “mano dura”. Por un lado, la presión norteamericana por duplicar en México el “Plan Colombia” y el propósito de ganar con el uso exitoso de la “fuerza legítima” el grado de legitimidad necesario para llevar a cabo otras políticas de fondo, como la privatización de la actividad petrolera y que el “mandato de las urnas” original no permitía. Por otro, la política de fuerza contra el crimen organizado permitiría señalar de manera indirecta al adversario político, la izquierda, que la tolerancia presidencial ante sus protestas y movilizaciones, como el ocupar por semanas la avenida Reforma en la ciudad de México, podía tener límites y contar con la fuerza para imponerlos.23
Desafortunadamente para Calderón y para la sociedad mexicana en su conjunto, la “guerra contra el narco”, que luego dejó de calificarse así para pasar a ser sólo “campaña”, no dio el resultado que esperaban los que la decidieron. La acción nunca fue bien pensada ni diseñada: predominó el uso de la fuerza por sobre el trabajo de inteligencia, lo espectacular sobre lo eficaz. (El 3 de enero de 2007, Calderón apareció semiuniformado como general de cinco estrellas en una base militar de Michoacán, situación sin precedentes en la historia política de México, donde los presidentes de origen militar solían quitarse el uniforme, incluido el general Victoriano Huerta, y los civiles no se lo ponían.) Para la segunda mitad del sexenio ya dominaba la sensación de fracaso del esfuerzo aunque la política se mantuvo invariable hasta el final.24 El enfoque que guio a esa “guerra contra el narco” coincidió o fue inspirado por el norteamericano, y consistió en centrarse en el ataque a la oferta, dejar en segundo plano a la demanda y en un tercero a las causas sociales que empujaban a miles de jóvenes de clase popular a nutrir las filas del crimen organizado. En 2008, el general secretario de Defensa calculó que alrededor de medio millón de mexicanos estaban involucrados de una forma u otra en la gran red de la economía del narcotráfico que funciona en un sistema de justicia totalmente inoperante y corrupto, donde 98% de las acciones criminales quedan en la impunidad.25
Como el enfoque de Calderón coincidió con el de Washington, no sorprendió el anuncio de la llamada “Iniciativa Mérida” en marzo de 2007. Se trató de un acuerdo (formalizado al año siguiente) entre los gobierno de México y Estados Unidos para definir el combate al narcotráfico como una “responsabilidad compartida”, lo que implicaba una ayuda norteamericana a México en equipo y asesoría por 1 490 millones de dólares en tres años -finalmente una suma muy menor comparada con el costo total que la empresa tendría para México-, pero que, sobre todo, implicó admitir como nunca antes la presencia de las agencias de seguridad norteamericanas en las mexicanas: policía federal, ejército, armada y sistema judicial.26 Sin embargo, a diferencia del caso colombiano, no se llegó a proponer que Estados Unidos desplegara unidades de su ejército en territorio mexicano.
Al concluir el sexenio calderonista, ni la “Iniciativa Mérida” ni el resto de la política contra los carteles de la droga pudieron calificarse de exitosos: 95% de la cocaína consumida en Estados Unidos siguió pasando por México y los carteles mexicanos mantuvieron su posición como los principales proveedores externos de anfetaminas y marihuana de ese país, cuyo mercado de drogas al menudeo se supuso en 65 000 millones de dólares anuales.27 Por lo que hace a los cálculos sobre el poder económico de los carteles mexicanos, sus ingresos eran espectaculares: oscilaron entre 10 000 y 40 000 millones de dólares anuales, y el principal narcotraficante mexicano de entonces, Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera, apareció en la revista Forbes empatado con Emilio Azcárraga y Roberto Harp Helú entre el puñado de mexicanos poseedores de una fortuna superior a los mil millones de dólares.28 Un estudio elaborado en 2012 en Estados Unidos concluyó: “Pese a los esfuerzos de Estados Unidos de auxiliar a México en la Guerra contra las Drogas, la violencia va en aumento y los carteles siguen ganando terreno”.29
A lo anterior debe añadirse el tema de las víctimas como parte central del costo mexicano de la guerra contra el narcotráfico: a los 64 744 muertos ya citados hay que sumar los desaparecidos y desplazados más un aumento de la corrupción y la brutalización: torturas, desmembramientos, exhibición de cadáveres y ejecuciones colectivas que implicaron la degradación de la calidad de vida de los mexicanos al punto de que un estudio internacional colocó a México entre los países con mayores índices de violencia.30 El tema de la corrupción ligada al narcotráfico tuvo múltiples facetas, que lo mismo incluyeron las actividades de un hermano del gobernador de Michoacán, que un estudio de la Policía Federal que concluía que la totalidad de los 27 municipios de la zona de Tierra Caliente de ese estado estaban bajo control del crimen organizado.31 En el plano internacional la situación no fue mejor, en 2010 las autoridades norteamericanas impusieron multas por 160 millones de dólares a un banco de ese país controlado por Wells Fargo -el Wachovia Bank-, por haber permitido durante varios años operaciones que pudieron haber lavado dinero para el cartel de Sinaloa por un monto de ¡378 400 millones de dólares! y que dejaron al banco infractor ganancias por 12 300 millones de dólares.32 La red de complicidades con el narco era densa e internacional.
Ante el incremento en la violencia, el calderonismo fue notoriamente ineficaz e insensible en sus respuestas. En enero de 2010, por ejemplo, un grupo criminal asesinó en Ciudad Juárez a quince jóvenes reunidos en una celebración. La reacción presidencial consistió en atribuir de inmediato ese incidente, como ya lo había hecho con otros similares, a un ajuste de cuentas entre bandas criminales; sólo la respuesta airada de la sociedad juarense le obligó a retractarse y aceptar, finalmente, que las víctimas no tenían ningún nexo con criminales y que eran parte de la ola irracional de violencia que el Estado era incapaz de frenar. En un solo día -el 11 de junio de 2010- se registraron 77 asesinatos ligados al crimen organizado.
La “guerra contra el narcotráfico” pareció tener como objetivo central únicamente el descabezar a las grandes organizaciones criminales y disminuir así la magnitud del reto del mundo criminal al poder del Estado. Parte de este empeño consistió en entregar a las autoridades norteamericanas y desde el principio a “capos” importantes; apenas iniciado el sexenio, Osiel Cárdenas y Héctor “El Güero” Palma fueron extraditados, y a ellos seguirían más. La eliminación de Arturo Beltrán Leyva en 2009 y la captura el año siguiente de Édgar Valdez Villareal, “La Barbie”, no pudo ser coronada con la captura o eliminación del capo más importante de todos: Joaquín “El Chapo” Guzmán, cabeza del cartel de Sinaloa. Eso lo haría, con gran alarde de publicidad, el sucesor de Calderón, y ya no lo extraditaría.
Pese a la dureza de la campaña, los carteles no se replegaron ni disminuyeron el ritmo de su actividad, como lo muestran las cifras más adelante.33 Al inicio de 2009, el cartel del Golfo asesinó a un general y unos meses después uno de sus comandos tomó un penal en Zacatecas; en 2010, un ataque con explosivos obligó a cerrar el consulado norteamericano en Nuevo Laredo; más tarde, en 2011, un agente norteamericano del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas fue asesinado en San Luis Potosí; y en agosto de 2012 agentes de la CIA que entrenaban a marinos mexicanos y viajaban en un auto con placas diplomáticas fueron atacados en Morelos por policías federales mexicanos posiblemente al servicio del narcotráfico.34 Para entonces y en privado, Estados Unidos ya había perdido la confianza en la estrategia de Calderón y en su capacidad para llevarla a cabo, como lo evidenció la filtración de documentos diplomáticos norteamericanos por el sitio WikiLeaks los cuales permitieron al público saber que desde fines de 2009 la embajada norteamericana en México había considerado que la rivalidad entre las instituciones de seguridad, la corrupción y la aversión del ejército a asumir riesgos impedían la eficacia en las operaciones.35
Las diferencias sobre cómo manejar las acciones contra los carteles de la droga no fue el único motivo de tensión México-Estados Unidos en este ámbito. En México el gobierno y la opinión pública echaron en cara a Estados Unidos la poca eficacia de sus acciones en la disminución del consumo de drogas, de las medidas para impedir el lavado de dinero en sus bancos, y en materia de intercepción del flujo de armas hacia México. En la operación “Rápido y furioso”, el gobierno norteamericano dejó pasar ilegalmente 2 500 armas a México para supuestamente rastrearlas después y averiguar la ruta que seguirían, pero al final perdió su rastro y algunas aparecieron en escenas de crímenes, incluido el de un agente norteamericano.36
No obstante lo anterior, la crítica de mayor fondo y efectividad a la política gubernamental -nacional y binacional- de combate a los carteles provino de la propia sociedad mexicana. En marzo de 2011, un grupo criminal asesinó al hijo del poeta Javier Sicilia y a otros seis jóvenes. En respuesta, Sicilia organizó una Marcha por la Paz con Justicia y Dignidad exigiendo al gobierno mexicano y al norteamericano -y al propio crimen organizado- detener la ola de violencia extrema y sin sentido. Esa marcha se transformó rápidamente en un movimiento social (MPJD) que recorrió México y llegó hasta los Estados Unidos. La fuerza del MPJD que exigía un cambio de política más la reparación del daño a sus víctimas fue tal, que obligó a Calderón a crear una procuraduría especial (aunque la ley específica sobre el tema no llegó a aprobarse durante su gobierno) y a reunirse con Sicilia y otros miembros del movimiento para escuchar una crítica dura, irrebatible y pública a la política insignia del sexenio que había cobrado muchas vidas como “daños colaterales”.37
Cuando Felipe Calderón entregó la presidencia a Peña Nieto en diciembre de 2012, había un consenso sobre el fracaso de la costosa y sangrienta campaña contra el crimen organizado en general y los carteles de la droga en específico. Es verdad que el “Plan Colombia” había tenido un éxito relativo en el país sudamericano, pero, irónicamente, a costa, entre otras cosas, de agudizar el problema en México. Los resultados de la “Iniciativa Mérida” no correspondieron, ni de lejos, con el esfuerzo y la cuota de sangre pagada ni con el daño hecho a la ya de por sí débil estructura institucional mexicana.38
Lo económico y social o la política de un “bien común” que no fue tan común
En diciembre de 2006, la revista Forbes colocó al empresario mexicano Carlos Slim, cabeza del grupo Carso y magnate de las telecomunicaciones, como el tercer hombre más rico del mundo. Sin embargo, para final de sexenio, y por tercera vez, Slim apareció en la misma publicación ya como el hombre con la mayor fortuna del planeta: casi 70 000 millones de dólares. Es decir que en seis años y pese al crecimiento más que mediocre de la economía mexicana -en el sexenio calderonista, el crecimiento promedio anual del pib per cápita fue de apenas un magro 0.91%39-, el cuasi monopolista de las telecomunicaciones en México había más que duplicado el valor de su riqueza. La suma de lo acumulado ese año por Slim y por los otros diez mexicanos más acaudalados, sumó 129 700 millones de dólares.40 En contraste, y de acuerdo con las cifras de la Comisión Económica para América Latina, en 2012 la proporción de la población mexicana clasificada como pobre fue de 37.1% y la de indigentes 14.2%, o sea que en este campo la proporción también había aumentado, pues en 2006 había sido de 31.7 y 8.7% respectivamente.41 Si se toma la definición de política de Harold Lasswell -“quién consigue qué, cómo y cuándo”42- y se aplica a los procesos económicos y sociales, no hay duda de que la política real del gobierno de Calderón y el llamado “bien común” del ideario del PAN se encontraron en polos opuestos; el “bien” se reservó a los muy pocos y para el “común” sólo quedo el estancamiento o de plano el retroceso.
El “Programa Oportunidades” -un programa de transferencia de ingresos a familias pobres, sobre todo rurales, en beneficio de los niños y que favoreció a cinco millones de familias- y el resto de la gama de programas gubernamentales para disminuir la pobreza, si bien llevaron a que el impacto de la desigualdad no fuera tan brutal como lo hubiera sido si se hubiera dejado operar sin interferencia a las fuerzas del mercado, finalmente no cambiaron la realidad de los pobres. Es verdad que la proporción del ingreso disponible para el 20% más pobre de la población pasó de representar 5.9% en 2002 a 6.6% en 2012,43 pero también es cierto que al concluir el sexenio bajo análisis México resultó ser el único país latinoamericano en donde los indicadores de pobreza, en vez de disminuir, aumentaron, si bien ligeramente.44 Un análisis comparativo entre el primer y segundo sexenio panistas que tomó en cuenta la estructura de clase y los ingresos mostró que la ligera mejora en ingresos y disminución de la desigualdad durante el sexenio de Fox se perdió en el de Calderón como resultado del bajo crecimiento, y que lo poco que hubo de redistribución se dio dentro de los estratos altos sin modificar la desigualdad del conjunto.45
La evolución de México en materia de pobreza y desigualdad en el sexenio 2006-2012 no se puede separar de otros fenómenos igualmente significativos en el periodo, como fueron la política laboral o la evolución del flujo migratorio. Del ingreso disponible total, resulta que la parte correspondiente a la remuneración al trabajo fue equivalente a poco menos de la mitad de aquella que logró el capital. Esta tendencia desfavorable a los asalariados no fue privativa de México, sino un fenómeno bastante extendido y asociado, en parte, al modelo económico y en parte al debilitamiento numérico y político de los sindicatos. Durante el periodo examinado, la política hacia los sindicatos mostró dos caras opuestas, una muy dura y otra extremadamente complaciente. La dura la ejemplifica la disolución, empleando incluso la fuerza, de la vieja empresa Luz y Fuerza del Centro en 2009, lo que representó un golpe mortal para uno de los sindicatos de mayor tradición en México, el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), creado en 1914, y que afectó a más de 44 000 trabajadores. En contraste, la relación del gobierno de Felipe Calderón con el mayor sindicato de América Latina, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), encabezado por Elba Esther Gordillo -más de un millón de agremiados-, fue de apoyo mutuo. Al SNTE, Calderón le dio posiciones clave dentro de la estructura gubernamental, al punto de que en 2009 se calculó que el grupo dirigente del SNTE manejó recursos provenientes directa o indirectamente del erario, por 384 982 millones de pesos anuales.46 Esta diferencia en el trato se debió a que la movilización del SNTE en favor de Calderón fue vista por éste como crucial para que ganara la elección en 2006 y la del SME no.
Al final del gobierno calderonista, el ejecutivo logró que el legislativo aprobara una modificación profunda de la Ley Federal del Trabajo, modificación apoyada ya por el presidente electo, Enrique Peña Nieto. Esta reforma “flexibilizó” las condiciones de contratación y despido de los trabajadores y permitió los contratos por hora. La reforma fue muy bien recibida por el sector empresarial, pero no por los sindicatos, que vieron disminuir la protección al trabajo en nombre de una promesa de mayor creación de plazas en el empleo formal, promesa que hasta el momento de escribir estas líneas no se ha cumplido.
En la realidad, la reforma laboral simplemente legalizó lo que ya se venía practicando de tiempo atrás en México y en muchos otros países en aras de mantener a cada país “competitivo” en el mercado global. Ahora bien, como la gran mayoría de los trabajadores mexicanos laboraban en el mercado informal y en las pequeñas empresas, para ellos el cambio no fue significativo y la relevancia de la globalización y sus supuestas ventajas resultó muy relativa. El salario mínimo siguió dentro de la tendencia establecida a partir de la crisis de 1982: perdiendo poder adquisitivo.47 Para 2010 se calculó que 44.3% de los asalariados mexicanos percibían menos de dos salarios mínimos, cuando, de haberse cumplido el requerimiento constitucional de proveer al trabajador con un salario mínimo para cubrir de manera adecuada las necesidades “normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural”,48 se hubiera requerido de al menos una suma cuatro veces mayor.49
La gran recesión mundial que estalló en 2008 a raíz de los manejos especulativos del sector financiero norteamericano golpeó de manera directa a México por su liga tan estrecha con el mercado norteamericano, producto del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte suscrito en 1993. Por eso, el crecimiento anual promedio del pib entre 2007 y 2012 fue de apenas 2.1%,50 lo que significó, como ya se apuntó, que el crecimiento per cápita no llegara ni a 1%, cifra absolutamente insuficiente para generar el empleo demandado por el ingreso anual promedio de un millón de jóvenes al mercado de trabajo. De ahí la importancia, como válvula de escape a la presión laboral, tanto del crimen organizado por un lado como de la migración de trabajadores mexicanos a Estados Unidos, por otro. En 2009 se calculó que anualmente en 5.4 de cada mil mexicanos migraban, aunque la proporción disminuyó a 3.3 en 2012, pero no porque hubiera mejores oportunidades en México, sino por las dificultades crecientes de los migrantes para cruzar la frontera y conseguir trabajo en unos Estados Unidos con serias dificultades económicas a partir de 2008.51 En cualquier caso, para 2012 había 11.9 millones de migrantes mexicanos en Estados Unidos,52 es decir que 10% de México se localizaba fuera de sus fronteras.
Como ya se advirtió, el grueso del empleo creado en el sexenio de Calderón -55.3%- no se dio en el sector dinámico y exportador, sino en el informal y menos productivo.53 Obviamente, ninguna de las características de la estructura social mexicana mencionadas - desigualdad, pobreza, debilitamiento del sindicalismo, expulsión de población hacia Estado Unidos, precariedad del empleo y otras similares- surgieron en el sexenio de Calderón; venían de atrás. Lo significativo del periodo es que el esfuerzo se centró en mantener baja la tasa de inflación y no hubo ningún esfuerzo significativo para revertir los procesos mencionados; hacia ellos la política consistió básicamente en administrarlos.
Para los observadores, el México del final de la primera década del siglo XXI era una sociedad donde la desigualdad y la pobreza se podían considerar características estructurales y que correspondían a un modelo económico centrado en las exportaciones y que por tres decenios consecutivos había descuidado el mercado interno. Sin modificar el modelo, la situación permanecería básicamente igual.54
La reforma petrolera
Dentro del proyecto neoliberal echado a andar a mediados de los ochenta, un punto central fue la privatización de las grandes empresas estatales. Para inicios del siglo XXI, el único sector industrial importante que faltaba por pasar de manos estatales a las privadas era el energético. Se argumentaba, de muchas formas y en foros nacionales y extranjeros, que era justamente la falta de esa reforma -la joya de la política privatizadora- lo que había frenado el crecimiento de una economía que ya era, básicamente, de libre mercado. En consecuencia, el gobierno de Calderón desarrolló en 2008 una gran campaña de publicidad como etapa previa para hacer realidad la reforma constitucional del artículo 27 y que abriera a las empresas estatales -PEMEX y la Comisión Federal de Electricidad- a la inversión privada como única forma de proceder a explotar los grandes depósitos petroleros -“el tesoro” se le llamó en los spots del gobierno en prensa, radio y televisión- que se encontraban en las aguas profundas del Golfo de México.55
La idea de una gran alianza neoliberal PAN-PRI para llevar a cabo el cambio histórico en el marco legal del petróleo era plausible, pero finalmente el PRI no la apoyó y el PRD, bajo el liderazgo de López Obrador, llevó a cabo una movilización que terminó por echar por tierra el proyecto de Calderón; en cambio, se aceptó que PEMEX procediera a construir nuevas refinerías -lo que no se hacía en los últimos 35 años- para no seguir exportando petróleo crudo e importando refinados. La renuencia del PRI a secundar entonces la reforma constitucional energética tendría su explicación unos años más adelante, cuando en 2013 y ya en la presidencia el PRI sí consiguió negociar la reforma, en sus propios términos con un PAN ya debilitado. Por su parte, Calderón puso tan poco interés en la construcción de la nueva refinería en Tula, Hidalgo, en la que supuestamente se debería invertir 10 000 millones de dólares, que al concluir su mandato apenas se había construido la barda del terreno. En suma, el activismo del PRD y la indiferencia del PRI echaron por tierra el proyecto de reforma petrolera de Calderón, pero la inactividad del Ejecutivo en materia de refinerías también echó por tierra el proyecto alternativo de la izquierda. El resultado final en esta materia fue la victoria del statu quo.
La dispersión del poder
Una característica del sistema político mexicano durante la larga etapa de monopolización de la presidencia por el grupo que reconstruyó el sistema una vez concluida la Revolución mexicana, fue la centralización de ese poder en manos del presidente, en especial a partir del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas y de la transformación del partido oficial de uno de cuadros a uno de masas.56 El presidencialismo mexicano del siglo XX se basó en la amalgama de sus poderes constitucionales con los meta constitucionales57 -jefe indiscutible del partido de Estado y por esa vía de los gobernadores, de los gobiernos municipales, del poder legislativo y del judicial- y con una serie de poderes anticonstitucionales o francamente ilegales: control de los medios de comunicación, violación impune de los derechos humanos o tráfico de influencias, entre otros.58
Con la pérdida de poder presidencial en la última etapa del PRI y con la salida de ese partido de Los Pinos en 2000, el sistema político mexicano experimentó una notable dispersión del poder, aunque el pluralismo resultante -una peculiar poliarquía- no necesariamente transformó en una democracia de calidad al nuevo sistema.59
Con el paso del tiempo, Calderón, como su antecesor, tuvo que gobernar con una mayoría de gobernadores y el jefe de gobierno en la capital de oposición -25 de 32 en 2008-, y lo mismo le sucedió con respecto a los legisladores federales y locales. Conseguir el apoyo o al menos la coordinación con los gobernadores de oposición -mayoritariamente priistas- para llevar adelante políticas concretas no le fue fácil y en ocasiones simplemente le resultó imposible, lo que en parte explica el fracaso de muchas acciones contra el crimen organizado o las dificultades de controlar el gasto público o el endeudamiento irresponsable o francamente corrupto de los estados -el ejemplo extremo fue Coahuila-, que emplearon esa deuda más en gasto corriente sin supervisión y mucho menos en inversión.60
Un buen número de eventos y procesos políticos del calderonismo se explicaron mediante el uso del concepto de “poderes fácticos”.61 Para Alberto Olvera, estos poderes han resultado la parte central de una “sociedad incivil”, los cuales, en la práctica, distorsionaron la transición democrática mexicana hasta frustrarla. Se trató, básicamente, de actores privados que de hecho asumieron funciones estatales; intereses creados y bien organizados durante la larga etapa autoritaria que se propusieron usar sus recursos políticos y económicos, legales e ilegales, para mantener o aumentar su extracción de renta a costa de frustrar el cambio de fondo. El núcleo duro de estos poderes fácticos lo constituyeron “los grandes sindicatos corporativos, los caciques regionales, las empresas monopólicas y, más recientemente, el crimen organizado”.62 Olvera les pone nombre y apellido a estos poderes que limitaron no sólo la capacidad de actuar del presidente sino del sistema político en su conjunto: se trató de los grandes sindicatos corporativos de maestros, trabajadores petroleros y de otras áreas del gobierno federal, Telmex y Telcel, las dos grandes cadenas de televisión (Televisa y TV Azteca), Cemex, los cinco bancos mayores que controlan 80% de su mercado, los carteles del narcotráfico, particularmente el de Sinaloa, y ciertos caciques regionales.
Los partidos políticos fueron otro poder notable, al punto que para finales del primer decenio del siglo XXI México se podía definir más como partidocracia que como democracia. Las encuestas mostraron que la opinión pública tenía cada vez en menos estima al sistema de partidos,63 pero los ciudadanos simplemente no tuvieron forma de impedir que organizaciones tan poco representativas absorbieran cantidades desproporcionadas y cada vez mayores de recursos públicos y fueran nidos de individuos que vivían más de la política que para la política. En 2012, el monto del financiamiento público a los siete partidos políticos con registro llegó a los 5 142.5 millones de pesos.64 Así, instituciones a las que menos de una quinta parte de la ciudadanía consideraba que cumplían su papel de representantes de los intereses sociales mayoritarios, reafirmaron su carácter de exitosos entes políticos si nos atenemos a la ya citada definición de política: “quién consigue qué [cantidad de dineros públicos], cómo y cuándo”.
Finalmente, la corrupción
El PAN, desde su origen como partido de oposición, se propuso subrayar que la corrupción en el campo de la política era una de las grandes trabas al desarrollo material y político de México. Al asumir el poder en el año 2000, se supuso que Vicente Fox iniciaría el combate contra este mal endémico y al que se ligaba con la ausencia de rendición de cuentas durante la larga etapa del autoritarismo priista. Finalmente, Fox nunca capturó a ninguno de los “peces grandes” de la corrupción, como había prometido, y la situación no cambió durante la presidencia de Felipe Calderón.
Los índices de corrupción son instrumentos de medición cuantitativa muy crudos, pero no hay otros mejores. Transparencia Internacional le dio a México en 2007 un puntaje de 35 sobre 100 en el índice de percepción del grado de corrupción; seis años más tarde, en el informe de 2013, la situación era igual: el índice fue de 34 sobre cien, pero si en el primer caso México quedó colocado en el lugar 72 de un total de 179 países -el último lugar lo ocupó el país con el peor nivel-, en el segundo descendió al 106.65 Obviamente un problema tan arraigado y complejo como es el de la corrupción no puede resolverse en un sexenio, pero en los seis años de calderonismo no se percibió ningún esfuerzo en ese sentido. Un área tan susceptible a ser vista como indicador de voluntad o símbolo de combate o de tolerancia del poder público frente a la corrupción como es la industria petrolera, fue presentada por el periodismo de investigación como ejemplo casi perfecto del tráfico de influencias y del abuso de poder en beneficio de particulares durante las dos administraciones panistas.66 En suma, en una encuesta hecha por la Secretaría de Gobernación y publicada en 2012, una muestra representativa de ciudadanos dio al país un puntaje de 4.54 en una escala de cero a cinco, donde cero significaba la ausencia de corrupción y cinco la corrupción total. El 43% de los encuestados consideró que sí era posible acabar con esa corrupción en tanto que 56% vio tamaña empresa como algo poco o nada posible.67 Al dejar el PAN Los Pinos, la moral pública estaba por los suelos.
Para concluir
El gobierno presidido por Felipe Calderón cerró el relativamente breve intervalo de la alternancia de partidos en el poder en México. El retorno a la presidencia del partido que monopolizó el poder por casi todo el siglo XX -el PRI- encontró a un México con una ciudadanía más participativa, más consciente de sus derechos que en la época del autoritarismo clásico, pero que aún estaba lejos de constituir una sociedad civil vigorosa y comprometida con la democracia.68 La forma en que Calderón y el PAN y sus apoyos ganaron la presidencia en 2006 y ejercieron sus atribuciones no contribuyó a la consolidación de una democracia que en México no tenía antecedentes históricos significativos y que, por tanto, aún necesitaba tiempo para arraigar y madurar. El calderonismo no logró superar en las elecciones intermedias su carácter de gobierno minoritario, tampoco pudo dar forma a un proyecto político que despertara la imaginación del público ni, menos, recuperar o aumentar la confianza de los ciudadanos en el entramado institucional.
El PRI al que Felipe Calderón entregó la presidencia en 2012 dijo ser un partido renovado, distinto del que sirvió de instrumento al presidencialismo autoritario que emergió de la Revolución mexicana, pero en realidad ninguna de sus viejas características antidemocráticas desapareció durante los doce años en que actuó como oposición. El retorno del poder presidencial a manos del PRI se debió menos al respaldo vigoroso de la ciudadanía a ese viejo partido y más al fracaso del panismo, que se empeñó en confrontar con todos los medios disponibles la posibilidad de una alternancia hacia la izquierda, y facilitó el retorno de lo que le era más cercano: la “derecha antigua”, la priista.
Periódicos y revistas
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La Jornada
Proceso
Reforma
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The New York Times