En 1994* se llevó a cabo en Haití una de las primeras intervenciones humanitarias de la Posguerra Fría.1 La operación “Defender la democracia” devolvió al presidente electo democráticamente, Jean-Bertrand Aristide, al gobierno e inauguró la ocupación de las fuerzas multinacionales de Haití que, hasta hoy, siguen afectando el quehacer político y social en este país. Ésta era la segunda ocasión en el siglo XX que Estados Unidos intervenía y ocupaba Haití ante la percepción de un posible estado de anarquía y la amenaza que la falta de gobernabilidad democrática podía representar para la seguridad nacional.2 La crisis política que causó el golpe de estado a Aristide devino en un gran reto para el discurso de la democracia liberal, que Estados Unidos apoyó y, en este nuevo ámbito internacional, secundaron organizaciones internacionales como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA).3 Finalmente, después de tres años de negociaciones políticas infructuosas, el 19 de septiembre de 1994, 25 000 tropas norteamericanas desembarcaron en Puerto Príncipe con el propósito de reponer en el gobierno al presidente Aristide.4
Al analizar la crisis política haitiana de principios de la década de los años noventa es posible observar un “régimen de verdad”5 basado en la democracia liberal, los derechos humanos y el libre mercado,6 o lo que se ha entendido como los “silogismos” de la democracia liberal que producen el “estándar democratizador”.7 Este régimen de verdad reflejó una apuesta por agrupar las prácticas discursivas en dos narrativas dominantes. Por un lado, la clase política haitiana dirigida por Aristide debía convertirse a la democracia liberal en cuanto representante del discurso liberal. Por otro, había que refrenar a la Junta Militar Haitiana o gobierno militar, que ejerció el poder de facto entre 1991 y 1994 bajo el mando del general Raoul Cédras, para evitar un efecto dominó en otras democracias incipientes en la región. Por lo demás, esta junta se proyectó como la representante del retroceso del gobierno dictatorial en el país, lo cual tuvo como consecuencia que los debates en torno a las negociaciones para el regreso de Aristide se enraizaran en el marco discursivo del “nuevo” estándar democratizador que conformaba un todo inseparable e incuestionable. Por tanto, todo discurso que cuestionase este modelo de democracia liberal se tenía por defensa del régimen militar.
Las narrativas haitianas durante la crisis, sin embargo, también mostraron diversas críticas contrahegemónicas que, con un discurso que puede entenderse como decolonial, desafiaron el régimen de verdad de la Posguerra Fría. Por discurso decolonial me refiero a aquel que se considera crítico con el orden establecido, entendiéndolo como una heterarquía de poder en la que múltiples colonialidades afectan las prácticas identitarias y las condiciones materiales, entre diversas cuestiones, de las subjetividades subalternas.8 Así, la crítica que desde un discurso decolonial se hace a una práctica concreta de poder es, indisociablemente, una crítica al sistema mundo moderno/colonial.
A continuación, analizo el contexto teórico, político y discursivo de comienzos de la década de los años noventa, es decir la colonialidad del poder en dicho periodo, tomando en cuenta cuatro rasgos hegemónicos: el discurso del “Nuevo Orden Mundial”, la tesis de la paz democrática, las intervenciones humanitarias junto al entonces incipiente complejo de la paz liberal y el discurso sobre los “estados fallidos” o “casi fallidos”. Posteriormente, presento un resumen de la crisis política haitiana de 1991 a 1994. Por último, propongo el análisis de diversos discursos que desde Haití cuestionaron las narrativas dominantes y presentaron, como he de argumentar en este artículo, una crítica decolonial al discurso de la democracia liberal. Para esto, me baso en el análisis de diversos artículos periodísticos publicados en el diario haitiano Le Nouvelliste durante el proceso político aludido, toda vez que constituye uno de los medios de difusión centrales de la sociedad haitiana y que, ante dichas circunstancias, podría incluso entenderse en términos de “intelectual orgánico”.9
Los rasgos de la colonialidad en la Posguerra Fría
Hay enfoques críticos en las Relaciones Internacionales que tienen una concepción generalizada sobre el fin de la Guerra Fría, el cual representaría, a pesar de ciertos matices, el “regreso al futuro” del eurocentrismo y occidentalismo característicos de la política global del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX.10 Desde esta perspectiva, el periodo estuvo marcado por un eurocentrismo manifiesto en las Relaciones Internacionales que, diferenciado entre posicio na mien tos imperialistas y antiimperialistas, presenta la continuidad de la modernidad/colonialidad por medio de la resignificación de ciertos enunciados y del empleo contingente de determinados dispositivos de poder.11 La colonialidad se articula, entre otras cuestiones, a partir de la cuestión racial, se asuma ésta en términos biológicos, como en el racismo científico imperante a inicios del siglo XX, o en términos culturales mediante el neorracismo en la Posguerra Fría. En todo caso, la resignificación de la “raza” en los discursos sobre las prácticas y las “diferencias” culturales,12 la reproducción de la otredad en términos de una amenaza para Occidente, que debía ser contenida o convertida,13 y el despliegue de un modelo económico neoliberal, con consecuencias materiales destructivas para el Sur global, han funcionado conjuntamente para formar el régimen de verdad o la colonialidad en la Posguerra Fría.14 Ésta, como presento a continuación, tuvo al menos cuatro grandes rasgos que deben tomarse en cuenta para comprender las relaciones contemporáneas entre Estados Unidos y Haití.
Nuevo Orden Mundial
En su discurso sobre el “Nuevo Orden Mundial”, el entonces Secretario General de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, sostuvo que en esta nueva era debían primar los principios cardinales de la Carta, esto es “la autodeterminación de los pueblos y el respeto a los derechos humanos”. Además, recordaba que serían las “sanciones económicas u otras medidas” las que evitarían el uso unilateral de la fuerza y las que deberían aplicarse en caso de algún conflicto.15 Asimismo, el “Nuevo Orden Mundial” propuesto por George H. W. Bush se planteó según los principios de “justicia y juego limpio que protegerían a los débiles de los fuertes”.16 Esta política de apoyo a la democracia de Bush heredó importantes características de la doctrina Reagan, como la consigna de la “paz a través de la fuerza”, a la que aludió al tomar posesión de su cargo.17 A su vez, Bill Clinton promovió este mismo orden discursivo al dirigirse al pueblo estadounidense antes de iniciar la operación militar para restaurar el gobierno de Aristide. Entonces, Clinton dijo:
La historia nos ha enseñado que preservar la democracia en nuestro hemisferio fortalece la seguridad y la prosperidad de América. Las democracias aquí son más propensas a mantener la paz y a estabilizar nuestra región, y más propensas a crear mercados libres y oportunidades económicas y a convertirse en socios comerciales fuertes y fiables, y son más favorables a proveer a sus pueblos de las oportunidades que los animarán a permanecer en sus países y a construir su propio futuro.18
Con estas palabras, Clinton presentaba la conjunción entre democracia liberal, paz, orden y capitalismo de mercado. De su discurso también se desprende una cuestión fundamental, y es que la puesta en práctica de estos enunciados en el continente americano tendría el efecto de animar a los otros a “permanecer en sus países”. Esto no es menor si se toma en cuenta que una de las principales crisis humanitarias que ejerció presión sobre la gestión de Clinton de la situación política en Haití fue la relacionada con la constante llegada de refugiados haitianos a las costas de Florida.19 Los refugiados significaron un reto aún mayor para el discurso de la democracia liberal al considerarlos tanto como objetos/sujetos a temer, cuanto como las víctimas en nombre de las cuales había que intervenir.
La tesis de la paz democrática
Un segundo rasgo del régimen de verdad en la Posguerra Fría fue el desarrollo de la tesis de la paz democrática. En el ámbito de la política exterior estadounidense durante la administración de Bill Clinton, sus mayores propulsores y defensores fueron Anthony Lake y Strobe Talbott. En términos generales, la tesis de la paz democrática se sostuvo sobre la asunción de que las democracias son menos propensas a hacerse la guerra entre sí y de que, por tanto, es del interés de las democracias occidentales expandir la comunidad de democracias.20 Con ello, como aseguró Lake, se incluye “la expansión de los mercados libres, el arreglo pacífico de los conflictos y la promoción de la seguridad colectiva”.21 Su discurso apela, además, a la no separación entre “intereses e ideales”, los cuales conllevan la “responsabilidad” de promover la expansión de la democracia.22 En esta expansión, cabe decir, las intervenciones humanitarias también tuvieron un papel fundamental. Para Lake, “las acciones humanitarias estimulan el apoyo de la opinión pública estadounidense a nuestra participación en el extranjero”, además de “fomentar el desarrollo de la democracia y el mercado en muchas zonas del mundo”.23 Más aún, en los planteamientos de Lake, como argumenta Itziar Ruiz-Giménez,
se puede rastrear su interrelación, eso sí, con nuevos ropajes: geoestratégica (las democracias son más seguras ya que no guerrean entre sí), económica (son más eficaces económicamente y proclives a la economía de mercado) y civilizatoria (la modernidad liberal, democrática y capitalista como el mejor horizonte moral).24
Talbott, por su parte, entendía que “la esencia de la lógica de la política de seguridad nacional de promover, apoyar y, en su caso, defender la democracia en otros países” parte de la idea de que “en un mundo interdependiente […] cuanto más amplia sea y más entrelazada esté la comunidad de naciones democráticas, más seguros y prósperos serán los Estados Unidos”.25 En este sentido, al hacer referencia a la operación militar “Defender la democracia” en Haití, Talbott la planteó como una “invasión permisiva” que, además, demostró ser “exitosa” al lograr que en 1996 se traspasase pacíficamente el poder a un nuevo presidente tras unas elecciones democráticas.26
Entre las diversas críticas que ha recibido la tesis de la paz democrática, para este artículo resultan relevantes aquellas que apuntan a cómo ésta se elaboró a partir de la reproducción del orden global en términos de dos realidades separadas y dicotómicas: “una frontera entre la civilización y el barbarismo/salvajismo”.27 Incluso,
en esta concepción regresamos a la idea de la política global como una jerarquía bipolar formal en la que los estados occidentales son recompensados con un estatus de civilización y por tanto disfrutan del privilegio de la hipersoberanía, mientras que las formas de gobierno orientales son degradadas al estatus de soberanía-condicional (connotando la retirada de la soberanía en tanto que éstos son erigidos como “propicios” para una intervención occidental).28
Esta síntesis dicotómica de la Posguerra Fría es fundamental para comprender los enunciados de colonialidad a partir de los cuales se proyectaron las identidades de Estados Unidos y Haití. La del primero, como un ser de cultura político-liberal, defensor de la democracia y los derechos humanos; vis à vis, la haitianidad del segundo como una figura compleja que vacilaba entre el rechazo y el deseo e inevitablemente devendría en una “soberanía condicional”.
Las intervenciones humanitarias: democracia y paz liberal
Otra característica de este ámbito político, vinculada a lo presentado anteriormente, fue la proliferación de las intervenciones humanitarias y el desarrollo del modelo de instauración de la paz liberal. En términos generales, las intervenciones humanitarias teóricamente consisten “en acciones coercitivas armadas adoptadas por uno o varios Estados en el territorio de otros Estados para evitar la violación masiva de derechos fundamentales, así como para garantizar la provisión de asistencia humanitaria cuando el gobierno soberano la im pi de”.29 Diferenciadas entre las de “imposición de la paz” y las de “mantenimiento de la paz”, ambas han sentado las bases de un orden discursivo y práctico que define las situaciones ante las cuales intervenir y establecer los parámetros de acción de los actores en cuestión.30
Estos parámetros son algunos de los que han sustentado el complejo de principios que informa la paz liberal, el cual se entiende en términos de “discurso hegemónico” y tiene por fundamento, nuevamente, la idea de que “una paz sostenible pasa por la consolidación del Estado, la democracia liberal y la economía de mercado”.31 En este sentido, la paz liberal responde al modo concreto de establecer la paz, del cual devinieron ciertas intervenciones humanitarias y que se volvió dominante al estar enraizado en el proyecto de expansión de la democracia liberal a lo largo de la década de los años noventa y aún en marcha en diversos espacios.32
La operación “Defender la democracia” en Haití fue una de las primeras intervenciones humanitarias y “en defensa de la democracia” de la Posguerra Fría33 y, por tanto, uno de los primeros espacios donde el complejo de la paz liberal fue puesto a prueba. Una vez restaurado el gobierno de Aristide, el proceso se basó prácticamente en implementar el modelo de democracia liberal, abrir la economía haitiana al capital extranjero y crear un cuerpo nacional de policía para mantener la seguridad.34 La comunidad internacional ha mantenido desde entonces fuerzas para conservar la paz, regulado los procesos electorales acontecidos e incrementado dramáticamente la presencia de organizaciones no gubernamentales en el país.35 Las fuerzas de la ONU, no obstante, han tenido un mayor protagonismo tras el segundo golpe de Estado perpetrado en contra de Aristide en 2004 cuando estaba a punto de terminar su segundo mandato.36 Su participación, junto a la de organizaciones no gubernamentales, ha aumentado considerablemente a partir de la crisis provocada por el terremoto de 2010.37
Actualmente, los debates en torno al complejo de la paz liberal se sitúan, por un lado, entre quienes entienden que a pesar de sus fallas éste continúa siendo el modelo a seguir para restaurar la paz, establecer el orden democrático liberal y fomentar el desarrollo económico de las sociedades después del conflicto;38 y, por otro, entre quienes a partir de la experiencia occidental y las prácticas imperialistas encuentran que el modelo impone unos parámetros y objetivos poco viables para estas sociedades en que, además, ha terminado por incrementar la desigualdad, así como afectado política, social y culturalmente a los países intervenidos.39 Dentro de estas críticas, desde luego, hay diversos enfoques. En este artículo tomo en cuenta la concepción de Meera Sabaratnam en cuanto que la crítica anticolonial a la paz liberal está constituida por una crítica a “problemáticas mayores que han preocupado a teóricos de todos los tonos por décadas: hegemonía, globalización, imperio, soberanía y derechos humanos, entre otros”.40 Así, como se colige de las narrativas haitianas sobre la crisis política de 1991 a 1994, sus autores “identificaron y describieron una gama de problemas, incluyendo el racismo, la desposesión, el control psicológico y la violencia de muchas maneras, buscando vincular las experiencias del colonizado”.41
El discurso sobre los “estados fallidos” o “casi fallidos”
A pesar de que el discurso sobre los “estados fallidos” o “casi fallidos” puede considerarse como relativamente incipiente a comienzos de los años noventa, algunos de sus postulados guardan consonancia con las descripciones planteadas sobre Haití en este periodo. Por ejemplo, uno de los académicos que se ha dedicado en mayor medida a apuntalar el concepto de “estado fallido” o “casi fallido” es Robert I. Rotberg. Antes de consolidarse en la “pseudociencia” sobre los “estados fallidos”,42 Rotberg escribió en 1971 Haiti: The Politics of Squalor, que trata de la dictadura de François Duvalier, y en 1988, el artículo “Haiti’s Past Mortgages Its Future”, cuyo asunto versa sobre el fracaso del gobierno de Leslie F. Manigat tras su elección y exilio en ese mismo año. En The Politics of Squalor señaló diversas cuestiones por las cuales Haití no tendría un gobierno representativo y fijó sus críticas en el carácter neopatrimonial, opresivo y autoritario del régimen de Papa Doc. Más allá de estas críticas a una de las dictaduras más sangrientas de la región caribeña, el autor no dudó en advertir la elaboración de un discurso racializado sobre la cultura haitiana y la haitianidad que muestra cómo la fabricación del saber sobre Haití estuvo influida por el estereotipo y el fetichismo constantes.43 En sus obras sobre los “estados fallidos”, describe Haití como un estado “casi fallido” a partir de categorías y enunciados “pseudocientíficos” que no problematizan los discursos y prácticas del desarrollismo de las décadas anteriores.44 Además, hace imperceptible su punto de partida desde un orden discursivo en el que se erige al “otro haitiano” en términos contrarios, asimétricos, e influido por una perspectiva colonial sobre Haití.45
Con este trasfondo discursivo y tras unas políticas de contención de la crisis de parte del gobierno de Bush, la administración de Clinton gestionó el regreso de Aristide insistiendo en la posibilidad de dos únicas vías: la democracia liberal o el regreso al autoritarismo y, por tanto, la continuidad del “estado casi fallido” o a punto de fracasar. De esta forma, el discurso sobre los “estados fallidos” o “casi fallidos” puede comprenderse en términos de un régimen de poder/saber.46 Es decir que por medio de la conjunción de unos enunciados “pseudocientíficos” sobre las “patologías” de los estados/sociedades en cuestión y una normatividad internacional flexible y propensa a la intervención con apoyo de la “autoridad”, se estableció un “régimen de verdad” que permitió asumir la expansión de la democracia liberal como inherente a la intervención humanitaria.47
La crisis política haitiana de 1991 a 1994
A diferencia de otros países de la región centroamericana y caribeña, Haití no había enfrentado directamente los conflictos periféricos de la Guerra Fría. Sin embargo, durante el siglo XX fue ocupada por Estados Unidos desde 1915 hasta 1934 y, posteriormente, gobernada por uno de los dictadores más violentos de las Américas, François Duvalier.48 Tras su muerte en 1971, Jean-Claude Duvalier, su hijo, heredó el gobierno con tan sólo diecinueve años y se mantuvo en él hasta que en 1986 fue derrocado como resultado de la presión de la sociedad civil y su débordement,49 el discurso crítico estadounidense que había comenzado desde la presidencia de Jimmy Carter y el interés de los dirigentes militares locales.50
El “fin del duvalierismo”, sin embargo, no supuso la consumación del terror y la violencia en contra de la ciudadanía y los grupos de oposición, sino que prolongó lo que diferentes estudiosos han llamado un “duvalierismo sin Duvalier”.51 A pesar de la aprobación, en marzo de 1987, de una nueva constitución,52 el Consejo Nacional de Gobierno saboteó las elecciones generales de ese año y el proceso no se reanudó hasta 1988, en que Leslie Manigat salió electo. Estos comicios tuvieron una baja participación y serias acusaciones de fraude.53 Manigat fue derrocado por el general Henry Namphy y éste, a su vez, por el general Prosper Avril. Como sostiene Jean Eddy Saint Paul, “bajo el gobierno militar de Avril, el ámbito del poder se transformó en un espacio de luchas mortales”.54 El gobierno de Avril sobrevivió un intento de golpe de Estado en abril de 1989 y, finalmente, entre violencia, descontento social y falta de apoyo de dos actores fundamentales en Haití (Estados Unidos y Francia), Avril renunció el 10 de marzo de 1990.55 En consecuencia, Ertha Pascal Trouillot, jueza del Tribunal Supremo, asumió la presidencia provisional hasta las elecciones en diciembre de ese mismo año.
E1 16 de diciembre de 1990 se celebraron las primeras elecciones democráticas en Haití en más de tres décadas, y el líder religioso y populista Jean-Bertrand Aristide se proclamó vencedor con el 67% de los votos.56 La elección de Aristide no dejó indiferentes a los grupos políticos opositores, algunos todavía deudos del duvalierismo, lo que llevó a que antes de su investidura, el exministro duvalierista, Roger Lafontant, intentase un golpe de Estado en el palacio presidencial. Tras movilizaciones populares, el entonces general del ejército, Raoul Cédras, puso fin al golpe de Estado. Un mes más tarde, Aristide asumió el gobierno, y a lo largo de los siete meses que duró su mandato fue constantemente acusado -tanto por la oposición en su país, como por la derecha más conservadora en los Estados Unidos- de tener pretensiones de establecer un gobierno autoritario, atentar contra la economía de mercado, realizar reformas laborales que afectarían a los inversionistas estadounidenses en la isla y aumentar el pago de impuestos a la clase alta.57 Finalmente, el 30 de septiembre de 1991, Aristide fue derrocado por el propio Cédras y forzado a exiliarse, tras un breve paso por Venezuela, en Estados Unidos.58
Entre septiembre de 1991 y las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre de 1992, la crisis haitiana avanzó poco en términos diplomáticos. A pesar de ello, la gestión estadounidense llevó a que los Estados miembros de la OEA celebraran una reunión el 2 de octubre en Washington D. C., de la cual se obtuvo la resolución “Apoyo al Gobierno Democrático de Haití”.59 Con ésta, se implementó la congelación de los activos del gobierno haitiano, se acordó la aplicación de un embargo comercial y se creó una comisión civil que tendría a cargo la mediación con la Junta Militar.60 Para entonces, el gobierno de Bush no planteó la posibilidad de intervenir militarmente en Haití y sólo se limitó a gestionar la crisis partiendo del supuesto de que el desgaste económico de la Junta Militar, mediante el embargo que comenzó el 5 de noviembre, la llevaría a rendirse eventualmente. Sin embargo, como sostiene Robert Pastor, “los militares sospecharon que los Estados Unidos habían decidido no utilizar la fuerza” y esto los llevó a no implementar los distintos acuerdos promovidos desde la OEA.61
Además del embargo económico, otra de las cuestiones tratadas por el entonces presidente Bush fue la situación de los refugiados haitianos. Tras el golpe de Estado comenzaron a llegar miles de haitianos a las costas de Florida. La decisión inicial del gobierno estadounidense fue la de capturarlos en alta mar y devolverlos a Haití. Sin embargo, tras las duras críticas a esta práctica, la crisis de los refugiados comenzó a tratarse de modo distinto: se los interceptaba en el mar y se los internaba en la base naval estadounidense en Guantánamo. Entre septiembre de 1991 y mayo de 1992, “34 000 haitianos fueron detenidos en alta mar por los guardacostas estadounidenses; la mayoría de estos refugiados fueron transportados a Guantánamo”.62 Esta práctica de contención fáctica de la otredad estuvo además influida por los estereotipos que desde la década de los años ochenta contribuyeron a esbozar una imagen de los haitianos como portadores del VIH.63 A pesar de que Clinton criticó la gestión de los refugiados por parte de la administración de Bush, luego de un periodo de discusión mediática sobre las implicaciones que su compromiso con los refugiados haitianos podría tener para los estadounidenses, decidió continuar con la misma dinámica tras ser electo como presidente. A pesar de esto, con la elección de Clinton se fomentó la idea de que la crisis haitiana sería prioritaria para el gobierno de Estados Unidos. Incluso desde el primer encuentro oficial entre Clinton y Aristide, llevado a cabo el 16 de marzo de 1993, el presidente depuesto dejaba ver su optimismo sobre la política de Clinton.64 Asimismo, Aristide sostuvo que
Todos los haitianos pueden estar contentos, porque la democracia vendrá gracias a nosotros y vendrá porque marchamos codo a codo con el presidente Clinton. Escuchamos lo que ha dicho. Podemos creer que pronto la democracia será restaurada y será para todos los haitianos. Esto significará la paz para todos los haitianos. Es la no violencia para todos los haitianos. Esto significará el desarrollo económico para todos los haitianos. Esto es lo que nosotros llamamos un Gran Día que aportará una profunda alegría para todos.65
Aristide planteaba la necesidad de contar con Estados Unidos para el restablecimiento de la democracia liberal que, acorde al discurso de la paz liberal, generaría la paz y, por tanto, el desarrollo económico y la felicidad de los haitianos. Así, Aristide establecía y avalaba la democracia liberal como la redención para Haití. A partir de entonces, comenzaron a intensificarse las gestiones diplomáticas: en el marco de la OEA, por medio de la ONU y bilateralmente al organizar diversos encuentros entre Aristide y la Junta Militar Haitiana.66 Tras el incumplimiento de los acuerdos logrados, y una vez concluida la crisis provocada por el fracaso de la misión estadounidense en Somalia, el discurso de Clinton se tornó más intervencionista y se empezó a configurar la idea de que el regreso de Aristide pasaría por una intervención militar en Haití.
El 15 de septiembre de 1994, el presidente Clinton se dirigió a los ciudadanos estadounidenses para informarlos acerca de que su administración estaba lista para intervenir militarmente en Haití. En su discurso, insistió en que
Miles de haitianos ya han huido a Estados Unidos […]. Este año, en menos de dos meses, más de 21 000 haitianos fueron rescatados en el mar por nuestra Guardia Costera y Fuerzas Armadas. Hoy, más de 14 000 refugiados están viviendo en nuestra base vecina en Guantánamo […]. 300 000, el cinco por ciento de la población entera, se encuentran escondidos en su propio país. Si nosotros no actuamos, éstos podrán ser la próxima oleada de refugiados en nuestra puerta. Continuaremos enfrentando la amenaza de un éxodo masivo de refugiados y sus constantes amenazas para la estabilidad en nuestra región y controlando nuestras fronteras.67
A esto añadió: “cuando la brutalidad ocurre cerca de nuestras costas afecta a nuestro interés nacional y nosotros tenemos la responsabilidad de actuar”.68 Así se refleja la conjunción del discurso de la democracia y la paz liberal, junto a la intervención militar, como una necesidad histórica. Finalmente, el 17 de septiembre llegó a Haití el equipo diplomático estadounidense, dirigido por Jimmy Carter, con la labor de enseñar la hoja de ruta al general Cédras.69 Mientras que los militares se mostraron ofendidos por la estrategia estadounidense, Carter se entrevistó con el presidente de facto, Émile Jonassaint, quien decidió renunciar y, con él, el resto de la cúpula militar. El general Cédras firmó el acuerdo y aceptó el exilio a Panamá.70 Las 25 000 tropas norteamericanas desembarcaron el 19 de septiembre, y el 15 de octubre, Aristide regresaba a Haití.
Las narrativas desde Haití: la crítica decolonial
Como se ha planteado anteriormente, la crisis política haitiana de inicios de los años noventa se cimentó desde el discurso hegemónico con base en dos únicas posibilidades: por un lado, la democracia liberal y, por otro, el mantenimiento de una dictadura militar proclive a un “estado fallido”. No obstante, mientras se fabricaba esta “realidad” y se disimulaba la resistencia a ambos escenarios, en Haití surgió el inconformismo con dicho discurso hegemónico y dicotómico. Estos discursos críticos pueden entenderse como decoloniales en cuanto que sus argumentos no se centraron exclusivamente en las particularidades de las prácticas estadounidenses sobre Haití ni en buscar entender sus causas. Más allá de esto, las críticas plantearon también que lo que estaba ocurriendo en Haití ante la intromisión estadounidense y la violencia constante de la Junta Militar era un entramado de ejercicios de poder más complejo, en el que se entrecruzaban cuestiones como el imperialismo, el colonialismo, el racismo, los derechos humanos y la soberanía. Los autores que escribieron desde Haití, tomados en cuenta para este artículo, mostraron una particularidad en común: su rechazo unánime y ferviente al dispositivo de poder del embargo económico y a la intervención militar estadounidense, así como su interpretación de dichos dispositivos como prácticas imperialistas y colonialistas.
El embargo decretado contra Haití a raíz del golpe de Estado, junto con la gestión de la crisis de los refugiados y las amenazas de intervenir militarmente marcaron las dinámicas de poder a lo largo del exilio de Aristide. Como se presenta en los discursos analizados, Aristide comenzó a expresar su deseo de lograr un consenso basado en la edificación de una democracia liberal y demandaba el apoyo de los organismos internacionales con este propósito. Así, Aristide devino en uno de los principales defensores de la construcción de la idea de la democracia liberal en Haití y, unido a ella, de la paz liberal como consecuencia y garantía de ésta, como consta en su participación ante la Asamblea General de la ONU, en septiembre de 1992.
En su discurso, Aristide pide “que se abra por fin la puerta del regreso para que brille la paz”, al tiempo que reclama “la resistencia activa y no violenta” y “la movilización liberadora para el advenimiento de una sociedad democrática”. Para la consecución de esta democracia y de la paz liberal, Aristide demandó a sus homólogos internacionales “coordinar la canalización de la ayuda humanitaria con el gobierno constitucional de la República de Haití y con las ONGS que acompañan la marcha del pueblo haitiano hacia la democracia”. Asimismo, reclamó “con fuerza «un embargo real, integral y total»”.71
Más allá de la defensa de la democracia liberal que hacía Aristide, en las publicaciones de Le Nouvelliste se muestra que este proceso político también se analizó críticamente desde otro posicionamiento que no se limitaba a su nuevo discurso liberal ni a la aceptación del gobierno militar de facto. Éste fue el caso, por ejemplo, de Pierre Raymond Dumas, quien articuló una de las críticas más interesantes de la situación de Haití. Para Dumas, el embargo a Haití causaba “estragos indescriptibles e indefinidos” y no era más que una “colérica medida tomada por un puñado de democracias balbuceantes en nombre del universalismo democrático”. Tras emprender tan drástica medida, con que se destruía un país, estas balbuceantes democracias enviaban su ayuda humanitaria, entendida, según Dumas, como “la filosofía mediática creada por las potencias occidentales, en la recta asociación del tercer mundo”.72 El tutelaje emprendido por el maniqueísmo solidario llevaba a este autor a cuestionarse en la siguiente manera: “¿Se puede establecer «el orden democrático o constitucional» haciendo padecer hambre al país? Esto es grave y terrible: una democracia fundada sobre los destrozos del embargo. Habría que disociar las poblaciones civiles de las autoridades gubernativas y de las élites pudientes”.73
Dumas vinculaba intrínsecamente el embargo y la ayuda humanitaria como formas de intervención de las potencias occidentales en los Estados del llamado “Tercer Mundo”, según la teoría del castigo a los gobiernos y el cuidado y protección de la población. En este sentido, Dumas plantea una crítica a la lógica del liberalismo toda vez que la defensa de la libertad pasa por la propia restricción de ésta. El discurso liberal proyecta una imagen en que las violencias en nombre del progreso parecen justificadas, y esto, en la cotidianidad, reafirmaba la idea de que el tutelaje de estas políticas generaba mayor pobreza, destrucción y miseria entre las poblaciones, aumentando las desigualdades y diferencias sociales e imposibilitando, aunque estuviera en consonancia con la lógica liberal, el desarrollo de las sociedades. La ayuda humanitaria, pero también el embargo ejercido por estos países “subdesarrollantes”74 eran, por tanto, una manifiesta práctica de colonialidad del poder.
Gérard Etienne, profesor de periodismo exiliado en Canadá, ofreció otra lectura crítica de la situación haitiana. Sobre el embargo, indicaba: “Esta medida arbitraria, por no decir criminal, deriva directamente de la manipulación de la opinión internacional”.75 Etienne, además, planteaba su posicionamiento ante el embargo y la política haitiana mostrándose abiertamente contrario a Aristide, lo que no implicaba ser partidario del gobierno militar haitiano de ese momento. Su condición de exiliado y perseguido por anteriores gobiernos haitianos le confería un posicionamiento liminar en el conflicto, por lo que se mostraba completamente reacio tanto a los gobiernos haitianos, como al “cinismo blanco”. Así, sobre el embargo dice:
Sabemos que los blancos cínicos de la OEA niegan el impacto de este embargo, afirmando que de todos modos no se respeta enteramente. Sin embargo, es necesario estar sobre el terreno para constatar los problemas humanos, emocionales, enfrentados por familias que se encuentran separadas a causa del embrollo infernal creado por el rechazo de visas y por la falta de acceso a sus urgencias en el extranjero.76
Ese cinismo provenía de la crítica a una suerte de doble moralidad del tutelaje de la OEA: se impone una estricta y dura sanción a Haití con el embargo, pero de cara a la comunidad internacional, al constatarse las consecuencias de la sanción, se quiere minimizar alegando transgresiones a la disposición. En este sentido, se entiende que la crítica de Etienne va dirigida a la continuidad de prácticas de colonialidad del poder sobre la población haitiana. Los organismos internacionales, en cuanto sujetos coloniales, podían ordenar y disponer medidas que alteraban la vida, existencia y ontología de los haitianos desde una supuesta posición, por ellos mismos elaborada y amparada, de legalidad, la cual, en definitiva, encubría una posición de fuerza.
La amenaza y preocupación por la ocupación militar de Haití por parte del ejército estadounidense volvió a concitar la opinión crítica haitiana. Dumas, a finales de julio de 1994, mostraba su crítica a las justificaciones que siempre se esgrimían para explicar y aplicar la ocupación: la seguridad de Estados Unidos a causa de la proximidad de la amenaza haitiana. Ante este escenario, Dumas respondió citando a Carl Schmitt de la siguiente manera: “«Es soberano quien decide en la situación extrema». ¿Los estadounidenses o la onu? Como todas las otras potencias, evidentemente, los Estados Unidos pueden y deben estar sometidos a la crítica”.77 Los imperios, como potencias hegemónicas, no estaban exentos de la crítica, y la política estadounidense en defensa de la cultura política liberal debía denunciarse, como este intelectual haitiano ya venía haciendo. No obstante, lo que más preocupaba a Dumas era una suerte de sigilo y reserva en el asunto:
Hay una suerte de mutismo de gran tenor de la política nacional sobre esta cuestión. ¿Cálculo? ¿Puerilidad? ¿Espíritu de “colaboracionista”? ¿Falta de coraje? Hay un poco de todo. Por demás, la necesidad de un gran debate nacional sobre nuestro destino y sobre la puesta bajo tutela eventual del país. Tras haber puesto en cuestión al Estado haitiano, es la nación misma la que se pone en cuestión.78
Como se colige de las palabras de Dumas, había en la censura de las prácticas concretas de la comunidad internacional sobre Haití un discurso crítico más amplio vinculado al rumbo que el Estado haitiano debía tomar para sobrellevar su crisis política y social. Es en este entorno en el que diversos artículos relacionaron el análisis de la situación de Haití con una crítica más extensa de la colonialidad, toda vez que era el detonador de la violencia con que se estaba gestionando la crisis en nombre de la “democracia” y la “paz”. Así, los autores mencionados en este artículo promovieron, desde su crítica a los postulados hegemónicos y a las políticas intervencionistas, la posibilidad de un resurgimiento democrático de Haití, desde su propia posición histórica y ontológica.
La visión e idea otra de la democracia que se gestaban desde Haití estaban constituidas por su anclaje en la propia historia haitiana. Desde este punto de vista, esa otra democracia se establecía sobre los fundamentos de la ontología negra e indígena. En este sentido, Jean André Victor reflexionaba acerca de la historia latinoamericana y el problema de la modernidad/colonialidad en los siguientes términos: “[la] introducción del veneno racista por los colonialistas ha inoculado en los descendientes de las razas «llamadas inferiores» prejuicios extraños que empujan a los mestizos a alejarse de sus parientes indios y a los mulatos a apartarse de sus parientes negros”.79
Este prurito de separación, diferenciación y segregación es el que se entendía como incompatible con la democracia y con la construcción de un Estado que acogiese todas las diferentes sensibilidades y subjetividades de las sociedades latinoamericanas. Los Estados nación de corte liberal, amparados en el orden constitucional y democrático, propios del liberalismo, habían demostrado, en opinión de Victor, no haber conseguido la existencia del otro ni su reconocimiento. Solamente había lo que podría entenderse como las constantes de la cultura política liberal: tutelaje, exclusión y racismo/neorracismo.80 Así, al analizar el discurso que tuvo el Frente Indígena de Liberación Nacional de Tawantinsuyo, en 1981, Victor afirmaba que “nosotros negamos la sociedad occidental en cuanto que ideal de vida […] reducir nuestra lucha a una lucha de clase es debilitar nuestro combate […] lo que nosotros somos, antes que nada, es una nación, un pueblo, una civilización”.81
Por consiguiente, desde su posición ontológica, desde las subjetividades negras e indígenas, se proponía negar la sociedad occidental como modo de vida único, ya que aquéllos entendían que no formaban parte de ésta. Se vislumbra, entonces, una ruptura desde el indigenismo y la negritud con el pensamiento hegemónico occidental, es decir un discurso decolonial rupturista con las alternativas de la modernidad/colonialidad, al mismo tiempo que una posible apertura o giro ontológico a unas formas de ser, y de saber otras, desde subjetividades atravesadas por las diferentes colonialidades.
Esta ruptura con la hegemonía occidental se debió, también, a la hipocresía de Occidente. Jean Pierre Brax cuestionó la idea misma de un modelo haitiano partiendo del desastre natural, o ecológico en términos liberales, que éste producía, así como de la diferenciación “productiva” que había supuesto la Revolución Industrial occidental, que no era más que otro método para continuar con otras formas temporales de colonialidad del poder de Occidente sobre el Sur global. Era en este sentido en el que el autor criticaba la “grosera hipocresía” de la supuesta exportación del modelo del american way of life a los denominados países del “Tercer Mundo”, puesto que sólo se conseguía, como en el caso haitiano, “gastar cada vez más dinero para vivir, al fin de cuentas, bastante «pobremente»”.82 Tras esta severa crítica, Brax insistió en que
Hoy como ayer, el Tercer Mundo no es, para Occidente, más que una “reserva” de todos los géneros (reserva de mano de obra a buen precio, reserva de cerebros para alimentar la investigación occidental en materia tecnológica punta, reserva cultural para la industria cultural occidental, reserva de cobayas para probar los nuevos productos farmacéuticos y para alimentar el tráfico internacional de órganos para trasplantar, reserva de empleos para sus desempleados rebautizados como “expertos”, reserva de fuentes naturales casi gratuitas) […]. Reserva hoy, el Tercer Mundo está destinado a servir de basurero mañana. En Haití, nuestro país ha devenido un desierto; en poco tiempo estaremos bastante contentos de aceptar los desechos tóxicos y radiactivos del mundo entero ¡a cambio de algunas divisas! Los desechos tóxicos estadounidenses vertidos en Gonaïves por la “Khian Sea” (un “regalo envenenado” hecho al gobierno de Manigat) y nunca recogido no es más que un inicio.
Véase solamente: el “modelo haitiano” no es aplicable a escala mundial. El “Blanco” ha terminado por tomar conciencia de que el escenario consiste en acumular en su casa todas las riquezas pilladas al “Sur”, terminando por poner en peligro no solamente su propio bienestar sino también su propia existencia.83
Las prácticas coloniales que denunció Brax también las criticó Dumas al verlas como la larga duración del proceso de Conquista, la cual se interpretó, según el estudioso, desde una perspectiva eurocéntrica de la civilización y del uso salvífico que ésta hacía del “descubrimiento” de América.84 La expresión y la fundación simultáneas de esta determinada forma de colonialidad del saber animaban la configuración del sujeto colonizado como otro bárbaro y, por tanto, la misión redentora que Occidente se había adjudicado. La esclavitud, como peor consecuencia de la Conquista, en palabras de Dumas, también se interpretó desde una mirada eurocéntrica y racista, como parte de esa estrategia de salvación del “otro negro”. Así, Dumas sostenía que
Desde 1492, nuestro pueblo ha sido heredero de tres culturas puestas en relación en un fracaso ensordecedor; no podemos librarnos de una interrogación efectiva sobre la identidad, la historia, el sentido del mestizaje, la colonización, el proceso de degradación del medio ambiente, los modelos de sociedad y de consumo occidentales, el porvenir de los valores de la civilización indígena.85
En ese momento, se estaba conminando a Haití y a toda América Latina, según Dumas, al cuestionamiento, a levantarse contra la hegemonía ontológica y epistemológica de Occidente, a elegir desde sus propios valores (indígenas y negros), su ontología, su sociedad, en definitiva, su democracia. Su orden discursivo, por tanto, puede tenerse por una crítica decolonial desde una “significancia retrospectiva”:86 la propia experiencia histórica y su construcción, a partir de una posición de alteridad respecto al régimen de saber/poder occidental y liberal, vuelven a ser las herramientas con las cuales crear un “conocimiento otro”. En una línea de pensamiento semejante, Annie Hilaire Jolibois abogaba por una “fraternización interamericana” que se ejerciera como práctica sincera, pues “Haití no había esperado la abundancia ni la consolidación de su posición de joven nación independiente para extender en toda América su generosidad y su asistencia material y moral”.87 Con esta premisa, Jolibois sostenía:
Es imperativo que tengamos un “Nuevo Contrato Social”, pero éste debe estar redactado por haitianos, para las necesidades del pueblo haitiano, en beneficio de la nación haitiana entera.
Restaurada o consolidada por aquellos que, hasta el presente, no terminan de comprendernos, que quieren implantar un sistema que no encaja con nuestras necesidades, nuestra cultura, nuestros antecedentes, esta estructura paralela no suscitará más que vacilaciones. Para que una ayuda sea beneficiosa debe tener en cuenta nuestra condición social y nuestro estilo de vida.88
Retomando el lenguaje de la construcción social del liberalismo mediante el contrato, Jolibois indica que deben ser ellos, los haitianos, quienes escriban ese contrato para sí mismos. Recupera la subjetividad haitiana, el ser haitiano como sujeto, actor y protagonista de su propia historia. Al mismo tiempo, proclama un rechazo a la imposición de formas organizativas, sociales y culturales ajenas a la identidad haitiana. Esto no debe leerse como incapacidad o incompatibilidad de Haití con la democracia. Lo que Jolibois sostiene es que la democracia liberal, incluso por la propia condición colonial haitiana, no beneficia a Haití, el cual debe concebir su “nuevo contrato social”, su nueva forma de democracia, ajena a la cultura política liberal que lo excluyó ontológica y políticamente.
El reclamo de Jolibois y del resto de los autores debe observarse como una crítica decolonial en un ámbito en que los actores afines al discurso hegemónico insistían en la necesidad de tutelar el gobierno haitiano y de convertirlo a la democracia liberal como única posibilidad ante el pasado dictatorial. A pesar de la hegemonía de este discurso, haitianos en la isla y en la diáspora articularon diversos discursos contrahegemónicos para insistir en que la democracia liberal no representaba una herramienta de emancipación para Haití, sino que, por el contrario, terminaría por reproducir dependencias coloniales y pérdida de soberanía más allá de la cuestión formal. Así, para los autores arriba citados, el imperativo del momento histórico debía comenzar por un remirar de las propuestas otras, desde sus propios términos, que brindaran luz sobre qué necesitaba la sociedad haitiana, qué deseaba y hacia dónde quería ir.
Conclusiones
Desde la perspectiva de los defensores de la democracia liberal, la operación “Defender la democracia” y el periodo posterior a ésta demostraron que la política de Clinton en la era de expansión de las democracias liberales “fue correcta”. Así lo argumentó Robert I. Rotberg quien, como he presentado anteriormente, desde finales de los años ochenta insistía en la necesidad que tenía Haití de la acción estadounidense. En un artículo sobre el asunto establece lo siguiente:
Estados Unidos estaba en lo correcto en ir a Haití. Estuvo en lo correcto al expulsar a los traficantes de droga y contrabandistas de la Junta, terminando así con tres años de enriquecimiento personal por oficiales que persistieron en ignorar la mejoría de sus ciudadanos. Fue correcto sostener la presidencia ininterrumpida de Aristide. Fue correcto apoyar una iniciativa de democracia incipiente en un vecino cercano y usualmente débil. Fue correcto enviar tropas a dar seguridad, ayudar a construir la destruida infraestructura de Haití y proveer “entrenamiento democrático” a su ejército, jueces, parlamentarios y supervisores electorales.89
Esta apreciación dominó a lo largo de la década de los años noventa. En 1996, se celebraron nuevas elecciones democráticas en Haití, y René Préval, del partido Lavalas, resultó electo sin mayores incidentes. Sin embargo, como ya lo habían vislumbrado los autores haitianos nombrados en este artículo, el periodo en el que se instauró el proyecto de paz liberal en Haití estuvo marcado por su incursión en las lógicas neoliberales que han devenido, entre otras cuestiones, en la excesiva dependencia de la ayuda para el desarrollo, entendida ésta como el dispositivo de autoridad con que se configura y ejerce la colonialidad del poder sobre Haití en la zona del no ser. Las ONGS, en cuanto amplios receptores de ayuda al desarrollo, han terminado por debilitar las instituciones estatales y, según las circunstancias, por reemplazarlas casi en su totalidad. Más allá de la financiación a estos organismos, su presencia en ciertos ámbitos, como la educación, afecta los intentos de desarrollar una educación nacional inclusiva y, además, reproduce la dependencia, la vulnerabilidad y el riesgo de exclusión de ciertos sectores ante la inconsistencia de la financiación y el cortoplacismo.
Si bien parte de estas cuestiones es el resultado de cómo la comunidad internacional ha estado operando en Haití a partir del segundo golpe de Estado a Aristide en 2004, algunas de estas problemáticas están enraizadas en la crisis de comienzos de los años noventa. Incluso, los relatos en la actualidad sobre este periodo develan que medidas como el embargo económico y las detenciones en Guantánamo llevaron al país a su total dependencia extranjera, a la vez que agudizaron la crisis humanitaria que, paradójicamente, había justificado la intervención militar con un discurso humanitario.90
Por todo esto, resulta fundamental un estudio más detallado de la crisis de los años noventa, que, además de atender críticamente al régimen de verdad imperante, tome en cuenta las críticas que se hicieron en Haití a la gestión de la crisis. Como argumenté en este artículo, una posición decolonial en estas circunstancias constituía no sólo un cuestionamiento de las prácticas de poder perpetradas en Haití, sino una vinculación de éstas a la crítica de un modelo (democrático liberal) que, por un lado, se asumía como política superior, económica y moralmente, y, por otro, como en diversos momentos de la historia de las relaciones políticas entre Estados Unidos y Haití, promovía la exclusión de los haitianos y sus intereses, el tutelaje sobre éstos y, además, partía de un imaginario racializado sobre la haitianidad.