Los motivos que llevan a escribir sobre las relaciones entre Brasil y México van más allá de las cuestiones político-económicas que hacen de ambos las naciones latinoamericanas más encumbradas. En la intimidad, trastrocada en diversas ocasiones, y en el espacio público, donde se prometen lazos de fraternidad imperecederos, estos países trazaron una historia llena de sobresaltos. Son 187 años de relación diplomática permeados por rivalidades regionales, ignorancia o incomprensión cultural, alineamientos, indiferencias y reconciliaciones. Incluso ante sinnúmero de altibajos en esa relación, los precedentes históricos permiten afirmar que, por lo menos en parte, el tratado Alianza, Paz y Amistad Brasil-México, firmado en 1831, se ha venido cumpliendo. Asimismo, hay que destacar cierta indolencia brasileño-mexicana para acortar la distancia entre los objetivos de sus agendas de asuntos exteriores, que no han prosperado, como pudieran, ni en relación con una aproximación bilateral ni en el impulso de la integración regional.1
Para conocer esa relación se hace un repaso, aunque sintético, del nexo histórico entre Brasil y México, de la idea de sus inserciones internacionales y de sus vínculos con las posiciones estadounidenses. Para ello, se adelanta que en este artículo no se procura rescatar el sinnúmero de acontecimientos que constituyen esa historia, hercúlea tarea que ya ha llevado a cabo Guillermo Palacios en Intimidades, conflictos y reconciliaciones. México y Brasil, 1822-1993, obra publicada en 2001 por la Dirección General del Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores en México.2 Las reflexiones que aquí se ensayan, de pretensiones más modestas, buscan revisar algunos puntos que, a nuestro juicio, contribuyen a la discusión actual sobre las relaciones entre Brasil y México durante los recientes gobiernos de Dilma Rousseff (2011-2016) y Enrique Peña Nieto (2012-2018).
La primera reflexión que hacemos es sobre el profundo desconocimiento y la desconfianza que atraviesan los casi doscientos años de relación entre ambas naciones, en buena parte reflejo de una “ignorancia recíproca”, de un “asombroso” estado de inopia en que tanto Brasil como México se mantienen,3 aunque Palacios advierta que “a veces se tiene la impresión de que los enviados brasileños demuestran más curiosidad por lo que pasa en México de la que los mexicanos tienen en relación con Brasil, como si para aquéllos la dimensión de lo extraño fuera mayor que para éstos”.4
Las posiciones geopolíticas, naturalmente, contribuyen a esa “extrañeza”. En Brasil, entre 1494 y 1822 se dio una política de consolidación de fronteras; mención especial merece, a este respecto, la labor del Barón de Rio Branco: triunfos en los litigios internacionales de Palmas (1895), Amapá (1900) y Acre (1903). Asimismo, es preciso destacar que el prestigio que se alcanzó en esas contiendas nunca se volvió un deseo explícito de liderazgo regional. La Política Exterior Brasileña (PEB) con Rio Branco siempre estuvo más cercana a los límites de influencia brasileña en la región que a un deseo expansionista agresivo.5 México, en cambio, ya había sufrido significativas pérdidas territoriales a causa de los conflictos con los Estados Unidos, en particular a partir del Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848), que forzó al país a reconocer su frontera norte en los límites del Río Grande y a vender porciones de algunos estados, como la Alta California o Nuevo México.6
En ambos casos, la formación territorial tuvo resultados indeseables. México, al perder más de la mitad de su territorio original, vio de pronto su política exterior condicionada por las oscilaciones estadounidenses, las cuales tuvieron como efecto la limitación de su soberanía.7 Con Brasil, en cambio, la obtención de prestigio de Rio Branco no pasó inadvertida, ya que había una desfavorable imagen de la PEB que la prensa argentina se encargó de diseminar, con el objetivo, particularmente, de enemistar a Brasil con los países de Centroamérica. La aproximación entre Brasil y los Estados Unidos, la preparación de Río de Janeiro como sede de la III Conferencia Panamericana y la modernización de la armada brasileña fueron acontecimientos que promovieron una crisis entre Brasil y Argentina en la primera década del siglo XX, a la que México, en parte, contribuyó. La afinidad entre Joaquim Nabuco, embajador de Brasil en Washington, y el encargado de negocios mexicano, Federico Gamboa, se interpreta como una de las razones que llevaron al gobierno mexicano a transferir la sede de su representación diplomática, junto a las repúblicas de Sudamérica, de Buenos Aires a Río de Janeiro, lo que generó desasosiego en los círculos políticos de Argentina.8
Esa situación cambiaría con el inicio de la Revolución Mexicana (1910) y la creación del pacto ABC entre Argentina, Brasil y Chile, que contemplaba en aquel acontecimiento la primera oportunidad de mediar en un conflicto internacional. Brasil, por parte del Itamaraty, aceptó alinearse con los intereses norteamericanos, principalmente en el período de Victoriano Huerta (1913-1914), así como con el plenipotenciario José Manuel Cardoso de Oliveira, quien procuraba intensamente que Brasil reconociese el gobierno de Huerta. Por lo demás, como ya había advertido Cardoso, con ello se puso en evidencia la conducta subalterna de Brasil al ceder su toma de decisión al juego político ejercido por los Estados Unidos.9 En la capital mexicana, la prensa declaraba: “El Brasil, la Argentina y Chile, en vergonzosa entente con Estados Unidos, no reconocen aún al gobierno de México”.10 Con la victoria de los constitucionalistas liderados por Venustiano Carranza (1917-1920) sobre el régimen de Huerta, Cardoso recibió la autorización del Itamaraty de dar por terminada la legación brasileña en México en octubre de 1915, pues se estaba al tanto de la animadversión que se había creado entre Cardoso de Oliveira y Carranza.11
A la llegada de Carranza al poder se produjo la normalización de las relaciones diplomáticas entre México, los Estados Unidos y los países de Sudamérica. Durante el conflicto, sin embargo, los países del ABC intervinieron en los asuntos internos mexicanos, situación que llevó a retomar directrices de política exterior, ideadas inicialmente en los gobiernos de Juárez y de Carranza, pero consolidadas a partir de la “doctrina Estrada” y su oposición a la política de reconocimiento de gobiernos extranjeros, que en la mayoría de los casos se utilizó para sacar beneficios de potencias menores.12 La respuesta del canciller Genaro Estrada, asentada en los principios de la no intervención, del respeto a la soberanía nacional, de la integridad territorial y del no alineamiento, guió la política exterior mexicana durante buena parte del siglo XX, más exactamente hasta la década de los años ochenta.13 Según el embajador Mario Ojeda, hasta ese momento México sustentaba una “mayor independencia relativa” frente a los Estados Unidos, en tanto que la PEB, una “menor independencia relativa”.14
Más allá de esa afirmación, se puede estar de acuerdo con Milani en que, por lo menos en el último siglo, la PEB apoyó “casi” de manera incondicional a los Estados Unidos. El “casi” se explica por períodos como aquellos en que, por ejemplo: 1) Vargas, entre 1936 y 1941, hizo trueque de ventajas económicas con los Estados Unidos, so pena de allegarse a Alemania, rival político de Washington; o 2) los momentos de aproximación de la Política Exterior Independiente (PEI) con países ideológicamente hostiles a los Estados Unidos, como China y la URSS.15 A su vez, entre Brasil y México, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, las relaciones quedaron prácticamente deshechas por el distanciamiento y la indiferencia, y solamente presentaron señales de recomposición con el encuentro de Juscelino Kubitschek (1956-1961) y López Mateos (1958-1964), en 1960, y dos años más tarde con la visita de João Goulart (1961-1964) a López Mateos.16
La armonía alcanzada en el período de la PEI fue refrenada con el golpe militar de 1964. Las reservas del gobierno de López Mateos en reconocer de inmediato el gobierno del General Humerto Castelo Branco causaron más crisis entre los dos países. García Robles, embajador de México en Río de Janeiro, pediría instrucciones a la cancillería en cuanto a la conveniencia o no de aplicar el reconocimiento automático como principio de la “doctrina Estrada”; como respuesta a su petición, en cambio, recibiría órdenes de abstenerse de cualquier pronunciamiento. A ello siguió la decisión, tanto de México como de Brasil, de hacer volver a García Robles y a Pio Corrêa a sus respectivos países.17
Las tensiones aumentaron en la medida en que, en los primeros meses del régimen militar, la embajada mexicana recibía muchos de los refugiados perseguidos por tal régimen. Las relaciones -protocolarias- se retomaron con la llegada del nuevo presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), período en el que se dio la adhesión de Brasil a la iniciativa mexicana de oponerse a la proliferación de armas nucleares, declarada en el Tratado de Tlatelolco (1967).18 Asimismo, vale la pena destacar el contundente silencio, entre 1965 y 1975, de la embajada mexicana, que ofrecía pocos balances y análisis sobre la situación política brasileña. Sobre este asunto, Palacios afirma que “las relaciones entre México y Brasil se tornaron cada vez más estimables por los números, promedios y coeficientes, y cada vez menos por acuerdos de actuación política conjunta”.19
La buena relación comercial entre Brasil y México no duraría mucho; el fin de los “milagros económicos” se dio con el colapso, a partir de la década de 1970, del modelo económico mexicano de sustitución de importaciones20 y con las fuertes limitaciones del modelo de desarrollismo brasileño, que entre 1968 y 1973 hizo crecer el 11.1%, por año, el Producto Interno Bruto (PIB) del país.21 Brasil y México entraron en la “década perdida” (años ochenta) como los mayores deudores del mundo, hecho que derivó tanto de la crisis del petróleo, como del aumento de los intereses en los Estados Unidos y que, a partir de 1979, culminó en una fuerte atracción de capital y consecuente revalorización del dólar, lo cual contribuyó al incumplimiento y solvencia de las deudas externas de México y Brasil en 1982.22 En términos económicos, la Declaración de Cancún mostraba la preocupación que compartían Brasil y México. Ya en términos políticos, la visita de João Batista Figueiredo (1979-1985) a Miguel de la Madrid resultó en el apoyo de Brasil a la intención de México de negociar una solución para el conflicto centroa-mericano y, al mismo tiempo, en la supresión del antiguo distanciamiento brasileño.23
Con todo, las convenientes situaciones de aproximación entre ambos países nunca encubrieron sus intereses geopolíticos opuestos: Brasil privilegiaba lo que Saraiva llamó “área vital” de interés e influencia -la cuenca amazónica, la región del Río de la Plata y los países andinos-, México, sus intereses con Centroamérica y el Caribe.24 De vuelta a las cuestiones económicas, el período de redemocratización en Brasil, así como la influyente inserción de tecnócratas neoliberales en el gobierno mexicano cambiaron el rumbo de ambas políticas exteriores. A partir de 1986, México pasó a ser parte del Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, según la sigla en inglés), sucedido más tarde por la Organización Mundial del Comercio (OMC). Las bases de una política liberalizadora empezaron a fomentarse con un Acuerdo de Alcance Parcial (AAP) con Panamá en 1986 y con un Acuerdo de Complementación Económica (ACE) con Argentina en 1987. A partir de ello, el país mostró su postulación al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).25
En estos términos, a partir de la vigencia del TLCAN en 1994, los Estados Unidos y Canadá pasaron a formar una nueva área de interés estratégico para México. De modo semejante, Brasil daba inicio a un nuevo modelo de inserción internacional con el Tratado de Integración, Cooperación y Desarrollo que firmaron los gobiernos de Sarney (1985-1990), de Brasil, y de Alfonsín (1983-1989), de Argentina, en 1988.26 Durante la década de 1980, tanto Brasil como México condujeron los ajustes estructurales propuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) mediante el consentimiento de Washington, a saber: práctica de un conservadurismo monetario y fiscal, apertura comercial y reforma de los mercados internos por medio de la privatización, la desregulación y flexibilización del trabajo.27
Los Estados Unidos conforman, siempre de manera decisiva, el vértice del triángulo entre Brasil y México. Palacios afirma que a partir de una perspectiva de “juego de poder”, México ganó la partida, disputada desde el siglo XIX, al volverse socio predilecto de los Estados Unidos en el continente. En cuestión de preferencias, México optó por ser miembro menor del mayor bloque regional del mundo, mientras que Brasil decidió ser cabecera hegemónica de un bloque intermedio. Esa disputa, vista desde un ángulo panorámico, tal vez no sea la más importante, ya que tanto en el sur, como en el norte, el MERCOSUR y el TLCAN son bloques regionales que incitan a fuertes controversias. El primero por vivir en una crisis casi constante;28 el segundo por no haber alcanzado todavía, pasados más de veinte años de acuerdo, el nivel de calidad de vida y bienestar de los países desarrollados.29
Brasil y México, por lo tanto, definen sus opciones de inserción internacional según direcciones opuestas: una que tiende hacia el Sur y otra hacia el Norte. Revisando las iniciativas de Brasil, todas encaminadas al Sur, es posible percibir esa propensión, que comienza en la presidencia de Itamar Franco con la iniciativa de un Área de Libre Comercio Sudamericano (ALCSA), para compensar el TLCAN en la zona norteamericana y la alca como proyecto hemisférico; pasa por la idea e impulso brasileños para regularizar la Cúpula Sudamericana, de la que surgieron, en 2002, la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA), en el gobierno de Fernando Enrique Cardoso (1994-2002), y la fundación, en 2004, de la Comunidad Sudamericana de Naciones (Casa), que más tarde culminó en la creación de la Unión de Naciones Sudamericanas (2008). Con el gobierno de Lula da Silva (2002-2010) se insiste firmemente en considerar a Sudamérica el área prioritaria para la PEB.30
La inserción mexicana, por su parte, pasó de la década de 1990 al nuevo siglo centrándose en la integración comercial y financiera. La relación subsecuente al TLCAN entre México y los Estados Unidos tuvo su capítulo inicial en el primer año del gobierno de Zedillo (1994-2000), con la “crisis del peso” y las condiciones del Congreso norteamericano para aprobar un paquete de rescate económico. El gobierno de Fox (2000-2006) reforzó el papel de socio con los Estados Unidos por medio de una “asociación estratégica para la prosperidad”,31 con lo cual las relaciones con Latinoamérica se constriñeron a Centroamérica. El gobierno de Calderón, por el contrario, reanudó los vínculos con países latinoamericanos, sobre todo con los gobiernos de izquierda, en busca de consenso y mitigación de la polarización interna después de las conturbadas elecciones de 2006.32
En general, durante la primera década del siglo XXI, las relaciones brasileño-mexicanas dieron muestras de nuevos acercamientos, ante todo en lo que siempre fue el asunto predilecto de ese vínculo: el comercio. Entre 2000 y 2010 se observa el crecimiento del comercio bilateral, especialmente con el Acuerdo de Complementación Económica (ACE-53), negociado en el ámbito de la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI). Con todo, hay que destacar que los dos países no se limitaron a las cuestiones económicas, sino que impulsaron, mediante foros globales, regionales y hemisféricos, iniciativas de cooperación técnica para el desarrollo y transferencia de tecnología.33
Una vez hechas estas consideraciones iniciales, en el presente artículo se sostiene que hay alternativas que posiblemente podrían revertir, aunque mínimamente, la situación actual de las relaciones entre Brasil y México. Después de revisar la trayectoria de la política exterior de ambos países, se pretende discutir el alcance de su relación durante los años que corresponden a los gobiernos de Dilma Rousseff y Enrique Peña Nieto, que anunciaba, por medio de metáforas, un nuevo eje diplomático, denominado por la prensa mexicana como “mariachi-bossa nova” y por Rousseff como “eje tequila-cachaza”.34
La política exterior de Dilma Rousseff (2011-2015)
Nombrada presidente en 2011, Dilma Rousseff heredó de los años de diplomacia “activa y altiva”, de Celso Amorim y Lula da Silva (2003 -2010), una política exterior de estrategias bien definidas: acciones revisionistas y activismo en foros e instituciones internacionales, posicionamiento asertivo en el Sur global y actuación proactiva en Sudamérica.35 En el gobierno de Rousseff, hay dos tesis en que abunda casi la totalidad de la bibliografía sobre política exterior: la primera, continuista, se refiere al mantenimiento de la estructura de inserción internacional; la segunda, declinista, insiste en la retracción de la intensidad del país en el plano sistémico. A ello se suma el discurso oficialista, en cuya defensa alega que “continuar no es repetir”, según declaró el ministro Antônio Patriota, y que, por lo tanto, habría nuevos “matices, énfasis y desafíos” para las relaciones exteriores del país.36
Iniciemos, entonces, con el discurso oficialista que, de entre nuevas visiones y ajustes, introduce el paradigma de “multipolaridad benigna”,37 el cual se expresa en el reconocimiento de una estructura de poder multipolar y en la posibilidad de una multipolaridad más cooperativa, es decir una ampliación de cooperación Sur-Sur, que demuestre mayor apertura en relación con las grandes potencias. Además, se cambió de posicionamiento respecto de los Derechos Humanos, primero en 2011, con el voto a favor del envío de un inspector para que investigara posibles violaciones en Irán y, luego, con la abstención en la votación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (CSNU) para intervenir Libia.38
Aunque relevantes, esos ajustes no implican que la imagen internacional de Brasil como potencia emergente se sostenga del todo. Por el contrario, hay más sustento en aquellos juicios que defienden un cambio de orientación que va de la ascensión al declive, respaldados en indicadores, entre los que destacan:391) el debilitamiento del diálogo, la falta de inversiones y la falta de confianza en la conducción del paradigma logístico;402) la ausencia de una política de comercio exterior competitiva en el nivel sistémico y pérdida de influencia en los arreglos del comercio internacional; 3) el desplazamiento de protagonismo de Brasil a Rusia y a China en el ámbito de los BRICS.
A la visión declinista de Cervo y Lessa, de causas “eminentemente internas”,41 se añaden factores exógenos que, desde otro punto de vista,42 desfavorecieron la llegada de Rousseff a la presidencia: la gradual recuperación de la economía norteamericana; el control de la crisis en la zona del euro con señales de reanudación de las economías del G7; la consecuente disminución del margen de maniobra de las economías emergentes en el interior del G20; o la formación de bloques de libre comercio, sobre todo en la región Asia-Pacífico, como resultado del impasse de la Ronda de Doha. Tal escenario, “menos maleable y más hostil”, es el que sustenta el argumento de discontinuidad en la diplomacia de transición Lula-Rousseff, es decir que el gobierno tuvo que lidiar con la crisis financiera global, las dificultades de operación en Sudamérica,43 el escándalo del espionaje americano, además de la restauración de la agenda de las grandes potencias frente a las crisis de Libia, Ucrania y Siria, lo que llevó a desatender el ascenso de los países emergentes.44
Aparte del restablecimiento de la agenda de las grandes potencias, la “inercia” de la política exterior puede verse desde la falta de compromiso. Tómese como ejemplo las importantes conferencias en que Brasil no participó, como la de Ginebra II, que trató sobre la crisis en Siria, y la Munich Security Conference (2014), las cuales tuvieron lugar después de que Brasil saliera del CSNU, es decir que el país dejó de intervenir en situaciones fundamentales relacionadas con la seguridad y la paz a causa de una práctica, clara y costosa, de ensimismamiento. Cuando se decidió por el compromiso, la política exterior tuvo en consideración la identidad constituida en los últimos años, como cuando se celebró la Comisión de la Consolidación de la Paz en Guinea-Bissau, ocasión en que se facultó al Dr. Carlos Moura como representante de la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa (CPLP). Este hecho, sumado a la agenda bilateral preservada con Cuba y Haití, llevan a Kalil a estimar la política exterior del período como una “continuidad por inercia”, expresada en el mantenimiento de aquellos canales funcionales e institucionales preestablecidos durante el gobierno anterior de Lula da Silva y en principios históricos, como la solidaridad y la exportación de desarrollo.45
De entre las grandes potencias, los Estados Unidos y China son las que presentan, para bien o para mal, un dinamismo con Brasil en la era de Rousseff, al contrario del retraso en la relación del país con el bloque europeo. Las visitas oficiales entre Barack Obama y Rousseff (2011 y 2012) resultaron en oportunidades para el empresariado y la sociedad civil, como en los casos de cooperación entre Embraer y Boeing, las facilitaciones comerciales, el flujo de ciudadanos y la cooperación entre universidades. Con todo, la relación se debilitó por las revelaciones de espionaje de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA). La reacción vino por medio de un proyecto de régimen internacional para la Internet presentado ante la ONU juntamente con Alemania y con la aceleración de un proyecto de Internet autónoma (BRICS cable) entre los países del bloque.46 China, a su vez, se convirtió en el principal socio comercial de Brasil a partir de 2012, lugar históricamente ocupado por los Estados Unidos.47 En el campo político, China no apoyó la entrada de Brasil como miembro permanente del CSNU, pero Brasil, al proponer la idea de “responsabilidad al proteger”, 48 tampoco defendió explícitamente su papel normativo, al igual que los demás miembros del BRICS.
En términos generales, por lo tanto, el Sur global permaneció como prioridad. Sudamérica y África se mantuvieron como pilares de la cooperación Sur-Sur, que se ocupó de atenuar las asimetrías de la lógica Norte-Sur. El multilateralismo se conservó en los BRICS con mayor dinamismo, pero las relaciones bilaterales también tuvieron continuidad, principalmente con Cuba y Haití, en una clara política exterior de expresión identitaria. Estas cuestiones se analizan en la bibliografía sobre el tema según diferentes perspectivas, pero se percibe, al fin y al cabo, que la política exterior del gobierno de Rousseff, hasta el desgastante capítulo del Impeachment, mostró un mantenimiento de la estructura (continuidad) y una disminución de la intensidad en lo que toca a su inserción internacional (declive). Nacional (PAN), con Vicente Fox49 (2000-2006) y Felipe Calderón50 (2006-2012). Para “reposicionar” a México en el mundo y convertirlo en actor con “responsabilidad global”, el nuevo gobierno eligió cuatro ejes de acción: 1) ampliar y fortalecer la presencia de México en el mundo; 2) promover el valor de México en el mundo mediante la difusión económica, turística y cultural; 3) reafirmar el compromiso del país con el libre comercio, la movilidad de capitales y la integración productiva; y 4) velar por los intereses de los ciudadanos en el exterior y de los extranjeros en territorio nacional.51 Con base en ello, se proyectó la imagen de un México defensor del derecho internacional, promotor del libre comercio y solidario con los pueblos del mundo.52
Teniendo en cuenta los cuatro propósitos arriba anotados, indagaremos en qué medida esa inserción se ha venido cumpliendo, empezando por la presencia de México en el mundo según su intensa actividad diplomática. Peña Nieto, del 1 de diciembre de 2012 a agosto de 2016, realizó sesenta y ocho viajes al exterior por razones de trabajo, de gobierno o de Estado. En ese período destacan las siete visitas a países latinos, entre 2013 y 2014, y los veintitrés viajes a países de América, África, Asia, Europa y Oceanía, entre 2015 y 2016, años, como se ve, de intensa actividad diplomática.53 Para cumplir el segundo objetivo de la agenda externa, Peña Nieto alteró los propósitos de la agenda doméstica mediante una clara estrategia de desvinculación con la imagen de la administración calderonista, ligada a la guerra contra el narcotráfico.54
Se creó, para ello, una estructura discursiva positiva que, por medio de la coalición “Pacto por México”,55 mostraba los principios de una pacificación en el país. Luego de un año en la presidencia, y con la aprobación de un ambicioso paquete de reformas sociales, políticas y económicas, la portada de la revista Time mostraba una fotografía de Peña Nieto con el título “Saving Mexico”.56 Las metas de gobierno crearon en distintos lugares del mundo una mediatización benéfica para el “nuevo” priismo.57 La imagen de un México moderno y renovado recorrió el mundo con encabezados en los principales periódicos y revistas, como The Economist: “The rise of Mexico”; Financial Times: “Mexico: Aztec Tiger”; Foreign Affairs: “Mexico Makes It: A transformed Society, Economy, and Government”.58
El enriquecimiento de la imagen del país sirvió como impulso para el cuarto objetivo: la estrategia comercial. Para ello, se estableció como prioridad una política audaz de inserción comercial con alcance en los cuatro puntos cardinales, según el Secretario de Economía Ildefonso Guajardo Villarreal: al norte, consolidar la integración mexicana en el TLCAN; al este, impulsar los tratados de libre comercio con la UE y con la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), además de tratar nuevos acuerdos con Turquía y Jordania en Oriente Medio; al oeste, fortalecer las relaciones por medio del TPP; y al sur, tratar de afianzar el Acuerdo Comercial (AC) con Brasil.59 Es evidente que, en esa agenda, hay un lugar preeminente para los Estados Unidos y Canadá, socios permanentes de México. Sin embargo, más allá de esto, se observa un fuerte compromiso del país con el TPP (Trans-Pacific Partnership) mediante la AP (Alianza del Pacífico), además de una atención estratégica con los socios del G20.60
Aunque ésos sean los caminos que la política exterior mexicana prefiere recorrer, no sería prudente afirmar que el país se ha retirado del conjunto latinoamericano para anclarse en el Norte.61 La inserción mexicana en Latinoamérica se ha venido dando, si no con gran intensidad, por lo menos con mecanismos tradicionales como: a) el activismo en la Organización de los Estados Americanos (OEA); b) los Acuerdos de Alcance Parcial en el ámbito de la ALADI; c) los acuerdos regionales con países de la Comunidad de Estados Latinoamericanos (CELAC) y con el MERCOSUR; y d) el tratado de libre comercio con Centroamérica y los tratados bilaterales con la mayoría de los países de la región.62
Por lo demás, la inserción que favorece la integración con los países de la “Cuenca del Pacífico” forma parte del proyecto para constituir el TPP, al ser miembro del que sería el mayor bloque económico del mundo. Con todo, las negociaciones del TPP no cuentan con la participación de China, la mayor economía asiática, y actualmente, México precisa de hacer frente al impacto que provoca la retirada de los Estados Unidos del bloque, que dejan las negociaciones abiertas y la necesidad de reformular el acuerdo. La no vigencia del TPP puede verse desde una perspectiva positiva para México, ya que, estratégicamente, el país concierta tratados de libre comercio con los miembros más relevantes del TPP: Canadá, Chile, Japón y Perú. Los demás países, economías menos innovadoras, podrían representar pérdidas para sectores como la agroindustria, industria de calzados, textil y metal-mecánica. La competitividad de los países asiáticos, tanto en productividad como en costo, podría hacer de la política de diversificación de socios algo contraproducente.63
Entre los países asiáticos, aquel que ofrece mayor dinamismo en su relación con México es China, por medio del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC). China es actualmente el segundo mayor socio comercial64 de México, aunque esta relación esté marcada por la asimetría en la balanza comercial, con apenas el 1.4% de las exportaciones mexicanas, frente al 18% de importaciones, con un déficit total de 64 mil millones de dólares para 2017.65 Ya con la Unión Europea, el principal objetivo fue consolidarse como su principal socio latinoamericano por medio de un TLC, para rebasar el estatuto actual de asociación estratégica. En 2014, el 20% de las importaciones y exportaciones globales de México se alcanzó con países europeos; en 2015, esa relación comercial llegó a los 61.2 mil millones de dólares. Por lo tanto, el desafío actual es equilibrar la balanza comercial en favor de los países del bloque.66
Por lo que toca a las pretensiones globales, México también buscó aproximarse a África con la intención de recomponer los vínculos que, históricamente, se habían caracterizado por la “ausencia” de una política exterior;67 sin embargo, ésta continúa considerándose una página en blanco.68 En Oriente Medio, lugar que un presidente mexicano no pisaba desde 1973, cuando Luis Echeverría estaba en el poder, se negoció un TLC con Turquía y Jordania y se brindó, además, ayuda económica a los países de la región, sobre todo para auxiliar los refugiados sirios.69 Asimismo, por medio del mecanismo de Tuxtla y del Plano Mesoamérica, México apostó por el diálogo con sus vecinos centroamericanos para fomentar la paz y la democracia, además de convenir en proyectos de infraestructura, interconexión eléctrica y de telecomunicaciones, para hacer de esta zona una comunidad y no un conjunto de territorios aislados por sus fronteras.70
Otro acontecimiento que se dio simultáneamente al ímpetu de convertir a México en un actor con responsabilidad global fue el envío gradual de tropas mexicanas a las Operaciones de Mantenimiento de la Paz (OMP) de las Naciones Unidas. A pesar de las acusaciones de violar el principio de no intervención y de la doctrina militar, el presidente Peña Nieto envió una comitiva miliciana para las misiones de MINUSTAH-Haití, MINURSO-Sahara Occidental y UNIFIL-Líbano. México no participaba en la OMP desde la década de 1990, a pesar del artículo 43, capítulo VII de la Carta de la ONU, que obliga a los Estados miembros a participar en acciones de mantenimiento y de restablecimiento de la paz.71
De conformidad con Ramírez Meda y Rochin Aguilar, se concluye, de modo preliminar, que la política exterior de Peña Nieto presentó tanto cambios como continuidades en relación con los dos gobiernos anteriores. Los cambios se observan en el envío de tropas a la OMP de la ONU y en la actividad diplomática en distintos escenarios globales. En cuanto a las continuidades, la principal, según las estudiosas, consiste en haber dado prioridad a los temas económicos por sobre las cuestiones diplomáticas. A nuestro juicio, esto no representa un factor negativo de inserción internacional, pero sí una limitante. Las razones son: 1) la balanza comercial mexicana con sus principales socios es asimétrica (EE. UU., China y la UE); 2) como consecuencia de ello, la idea de diversificación de socios se restringe a una estrategia discursiva, principalmente cuando México “global” se presenta como actor que, ante las incertidumbres de renegociación del TLCAN, goza de socios alternativos. Aunque México sea el segundo país con mayor número de TLC en el mundo, hay una clara dependencia del mercado estadounidense, el cual recibe el 80% de las exportaciones mexicanas.72
Al final, es preciso destacar las crisis, de legitimidad y de debilidad, que ejercieron una fuerza centrípeta sobre la agenda de prioridades. En otras palabras, la política exterior que inicialmente ocupó un lugar destacado en el gobierno de Enrique Peña Nieto fue menguando paulatinamente por las crisis domésticas. De ellas, destacan los casos que fueron noticia en la comunidad internacional, como el escándalo de la “casa blanca” y la trágica desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Este último hecho, sobre todo, exigió un esfuerzo redoblado, en primer lugar, para recupera la confianza e integridad de la figura presidencial y, en segundo, para restablecer la gobernabilidad, firmemente cuestionada tras la inercia de las autoridades en los primeros días de las desapariciones.
Traducción de Jesús Jorge Valenzuela