Este largo ensayo sobre el pasado reciente y el futuro inmediato de México es una reflexión crítica sobre la política económica de los últimos treinta años; pero es, sobre todo, un llamado de conciencia de Francisco Suárez Dávila ante la encrucijada en que, en su opinión, se encontraba el país en 2018, y que representaba la campaña presidencial. No era el único mexicano al que los tiempos provocaban inquietud y desazón. Al igual que él, muchos teníamos, y tenemos en la actualidad, una sensación de empantanamiento que no es propicia para imaginar el futuro más allá de la próxima quincena. Incluso los candidatos en campaña se referían de preferencia al presente o al pasado, pero callaban respecto al futuro. Aun así, Suárez hace propuestas concretas y puntuales para salir de estas arenas movedizas en que se había convertido la política económica, que es el corazón del ensayo.
El título mismo del ensayo se presta a la reflexión: En busca del tiempo perdido no es sólo la obvia evocación del libro de Marcel Proust. Aquí hay una recapitulación de los tiempos en que la economía mexicana creció a tasas elevadas y sostenidas superiores a la tasa de crecimiento demográfico, lo que se llamó el Milagro mexicano, y que en este ensayo se denomina la edad de oro del crecimiento mexicano. Pero en este libro el tiempo perdido no solamente es el que pasó, el que se nos fue de crisis en crisis, sino el tiempo perdido en oportunidades que dejamos pasar, en errores de política económica que no corregimos, en los 50 000 millones de dólares que el gobierno de Vicente Fox despilfarró no se sabe muy bien en qué. Hemos perdido mucho tiempo y si bien no hay manera de recuperarlo, creo que, como el autor sugiere, una manera de remediar tan imperdonable descuido sería ponernos a pensar, a debatir, a imaginar qué podemos hacer para no seguir perdiendo o para no volver a perder el tiempo.
Suárez organiza las principales etapas de la historia económica de acuerdo a los siguientes rubros: el porfiriato, que fue, según él, una modernización trunca por la falta de una política social; siguieron el primer gran fracaso liberal ante la gran depresión (1927-1932); las reformas estructurales de Cárdenas y el tránsito al Estado desarrollador (1934-1940); el desarrollismo mexicano (1940-1970); el crecimiento deses tabilizador con crisis financiera (1970-1982); el ajuste y transición hacia “las reformas estructurales” (1982-1988); el inicio del neoliberalismo mexicano como el liberalismo social (1988-1994); la consolidación del neoliberalismo (1994-2000) y el estancamiento estabilizador (2000-2017).
Como no soy economista, no pude evitar traducir sus reflexiones en términos políticos. Si yo intentara aplicar esta periodización al desarrollo político del siglo XX, el resultado sería más breve, no necesariamente lograría empatar cada etapa o momento económico con uno de orden político. Esto es así porque los tiempos económicos no son siempre los mismos que los políticos, porque si bien en la economía podemos identificar tendencias de largo plazo, continuidades que indican la dirección en que habrá de evolucionar un determinado fenómeno, en política ese ejercicio es mucho más difícil y está condenado al error, porque la política es el mundo de la contingencia, del corto plazo, de los accidentes “maquiavelianos”. Así que mi esfuerzo sería inútil si tratara de empatar las etapas de la historia económica de México del siglo XX con la historia política; habría grandes huecos, por ejemplo, al desarrollo económico del porfiriato corresponde un nivel bastante precario de desarrollo político, tanto así que para echar abajo la dictadura fue necesaria una revolución, y pasaron décadas antes de que los intercambios políticos, las instituciones que nos gobiernan se estabilizaran. Presento algunos ejemplos:
En el desarrollo político mexicano del siglo XX no hubo una etapa de liberalismo político comparable a la de liberalismo económico que recupera Francisco Suárez, así como no hubo una discusión sobre el modelo político comparable al debate que cita entre Miguel Palacios Macedo, Manuel Gómez Morín y Eduardo Suárez. Tal vez Luis Cabrera podría ser citado como un defensor del liberalismo, otro ejemplo serían el intercambio epistolar entre el poeta Jorge Cuesta y el presidente Calles. No obstante, en términos generales, el debate sobre el liberalismo político en esos años estaba muerto, a consecuencia de la crisis cultural, intelectual e ideológica que provocó la Primera Guerra Mundial en todo el mundo.
El primer proyecto de liberalización política que encuentro es del presidente Manuel Ávila Camacho, que en 1944 lanzó la discusión a propósito de la organización de un partido diferente del PRM de Cárdenas, un partido de individuos -hoy diríamos ciudadanos-. Este proyecto, como todos sabemos, fracasó, pero permítanme detenerme unos momentos en la propuesta avilacamachista que ha sido injustamente olvidada. Desde 1943 se hablaba de la crisis del PRM, provocada por las luchas sindicales; el presidente Ávila Camacho, bajo la influencia del modelo de la democracia estadunidense, propuso sustituir el partido del cardenismo con una organización liberal integrada por ciudadanos que voluntariamente se afiliaran al partido. El objetivo era desmantelar el poder de las corporaciones -los sindicatos- que se habían impuesto al partido y, en más de un caso, al propio presidente de la República. La CTM fue el principal enemigo de la propuesta avilacamachista, que fracasó también porque, unos cuantos meses después de fundado el PRI, la Guerra Fría le impuso una nueva orientación.
Uno de los temas que más discrepancia causaba entre el presidente y las dirigencias sindicales era el de la oposición, a la que todo gobierno de origen revolucionario niega legitimidad, por la simple y sencilla razón de que su presupuesto es que la revolución defiende y representa a las mayorías absolutas, además, la profundidad de los cambios que se propone llevar a cabo una revolución no admite bloqueos ni resistencias. En nuestra historia política, uno de los problemas fundamentales del siglo XX fue admitir que las oposiciones tenían derecho a la representación y a la participación políticas. Ésta era una de las premisas de Ávila Camacho cuando en 1944 propuso la organización de un Partido Democrático.
El presidente Ávila Camacho estaba tan convencido de la importancia de la oposición, que desde enero de 1941 se comunicó con Manuel Gómez Morín, quien acababa de fundar Acción Nacional, para tratar con él la reforma al artículo 3º. Le propuso que los opositores al texto constitucional movilizaran manifestaciones de protesta para que bajo esa presión se presentara una reforma al Congreso. Éste fue el primer paso, el diálogo entre el presidente y el jefe del pan se extendió a la reforma electoral, a la política agraria, a la legislación universitaria. El presidente invitó a algunos panistas a integrarse a su gobierno y de entre los más conspicuos miembros de ese partido se eligieron magistrados de la Suprema Corte de Justicia.
El acercamiento al pan no fue la única medida que impulsó Ávila Camacho; también organizó en dos instancias una representación plural de la sociedad: empresarios, funcionarios, intelectuales, sindicalistas entraron a formar parte de la Comisión para los problemas de la posguerra, pero causó tanto descontento entre el ala cardenista de la elite política, que tuvo que ser disuelta dada la presión de Lombardo Toledano y de quienes oponían la unidad revolucionaria a la unidad nacional.
Tocó al presidente Miguel Alemán llevar a cabo una profunda transformación del país, así como el perfeccionamiento del modelo político, en un medio dominado por la hegemonía de Estados Unidos. Esta característica de la segunda posguerra orientó la solución de los problemas del sistema político que debía ajustarse a la vecindad con la superpotencia, y a la política de cooperación que habían desarrollado los dos países durante la guerra.
Un momento de plena correspondencia entre el modelo económico y el modelo político se produjo en los años del desarrollo estabilizador. Al intervencionismo económico del Estado, corresponde la hegemonía del PRI y su cuasi monopolio sobre la participación y la representación políticas. Ese México que Francisco, y muchos más, miran con nostalgia era un país de certidumbres y de certezas: el dólar, la leche, el cine, sabíamos cuál sería su precio; de la misma manera que sabíamos con anticipación quién sería presidente de la República y cómo iba a gobernar.
También hay coincidencia entre la descompostura del modelo político y el agotamiento del modelo económico, del también crecimiento desestabilizador en 1970; y con las crisis financieras que se han convertido en una especie de mito de Sísifo, pues cada vez que subimos la montaña del pago de la deuda, caemos y volvemos a subir para volver a caer sin llegar nunca a la cima.
A esa etapa de la historia económica corresponde la apertura de Luis Echeverría y el reformismo político de José López Portillo y de Jesús Reyes Heroles. Lo que ahora muchos llaman con cierta repugnancia, el periodo populista. No obstante, la reforma política de 1977 fue un gran paso hacia la transformación no violenta del sistema político, que desde entonces hasta ahora ha transitado del autoritarismo al pluripartidismo, a la transformación del poder presidencial y del legislativo, a la descentralización y el federalismo, de la homogeneidad artificial a la diversidad.
La última década del siglo XX fue una era de crecimiento económico escuálido, pero de una vigorosa concentración del ingreso; no obstante, fueron años en que también se produjo una auténtica explosión de la participación y renovación de las elites políticas. Estos cambios supusieron un poderoso desafío a la naciente democracia electoral mexicana y, a falta de un mejor apelativo, se les ha resumido con el concepto polisemántico de populismo. A finales de los años setenta, Albert O. Hirschman publicó una crítica no por generosa menos incisiva, a los análisis de los autores latinoamericanos que en esos años se empeñaban en examinar los fenómenos políticos desde la perspectiva de las necesidades del capitalismo. El argumento de Hirschman refuta la premisa de que la política esté al servicio de la economía, y la invierte para plantear que el problema de los países de América Latina no es la economía, sino la decisión de las elites en el poder de defender esa posición a cualquier precio. Una determinación que condujo a severas distorsiones económicas que estarían en el origen de esa crisis.
Esta observación nos invita, al igual que el ensayo de Francisco Suárez, a reflexionar sobre el futuro, aun cuando el presente se empeñe en ocultar el horizonte.