Hace poco más de un año, los miembros del jurado del Premio Luciano Tomassini -Charles Call, Par Engstrom, Gerardo Munck y Mónica Serrano- elegimos, entre varios manuscritos, Agrarian Crossings: Reformers and the Remaking of the US and Mexican Countryside, de Tore C. Olsson, como el mejor libro sobre Relaciones Internacionales de América Latina para la edición 2019 del premio que otorga la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA). Las reflexiones de Susan M. Gauss, Amy C. Offner y de Gabriela M. Soto Laveaga que integran esta sección especial fueron originalmente presentadas en un panel de LASA dedicado justamente a Agrarian Crossings, Premio Tomassini 2019.
Para algunos internacionalistas, otorgar el premio Tomassini a Agrarian Crossings pudo parecer una elección poco ortodoxa. Después de todo, como el propio Tore Olsson subraya en las notas con las que abre esta sección especial, en su trayectoria de historiador todo apuntaba a que tendría que acotar los límites geográficos de su quehacer a una nación, si acaso a una región, y a “definirse geográficamente”. Sin embargo, de manera fortuita, al cumplir con dos créditos obligatorios, el estudio del sur de Estados Unidos y de México, se topó con una pródiga veta que le permitió repensar y replantear el estudio de las relaciones entre Estados Unidos y México. Agrarian Crossings es eso y mucho más. Es una obra que no sólo enriquece nuestra comprensión de las Relaciones Internacionales de la región, particularmente de las relaciones entre Estados Unidos y México, sino que revela el carácter heterogéneo y fluido de las fronteras. En efecto, como Olssen apunta, el peso y la carga simbólica de la frontera física, que separa, divide y define a ambos países, nos ha impedido ver y entender la importancia de los movimientos y cruces en muchas otros linderos: de las ideas, las políticas y proyectos públicos, y las experiencias.
Al mirar desde la perspectiva de México y de América Latina, el sur de Estados Unidos, y más específicamente, el llamado “cinturón del algodón del sur”, el autor nos invita a cruzar estas fronteras y a reubicar en el mapa geográfico e intelectual las interacciones entre México y Estados Unidos. Desde allí, no sólo las relaciones entre estos países, sino la percepción y comprensión de los esfuerzos de construcción de Estado, los movimientos sociales y las políticas públicas tomarán rumbos inesperados. Es cierto que ya tiempo atrás Alan Knight había llamado la atención sobre cómo las convergencias ideológicas y normativas habían permitido, en ciertos momentos, a los gobiernos de México y Estados Unidos suavizar los vértices más adustos de su relación bilateral. Sin embargo, al profundizar en el periodo Cárdenas-Roosevelt, Olssen no sólo encuentra una clara convergencia social y política, sino un tráfico fecundo de ideas, preocupaciones y proyectos en torno al campo y la agricultura. Estas ideas y experiencias cruzarán las fronteras impulsadas por el enorme interés y expectativa que la reforma agraria mexicana había despertado en Estados Unidos. De allí la mayor y más clara afluencia de sur a norte de este tráfico en la etapa inicial de estos movimientos. Agrarian Crossings muestra vívidamente cómo, en los años treinta, los esfuerzos y experimentos de reforma agraria en México capturaron la imaginación de políticos, burócratas, agrónomos y activistas en Estados Unidos.1
Al profundizar en este intercambio de ideas y esfuerzos entre ambos países para paliar la desigualdad y la pobreza en el campo, el lector se asoma a un periodo inusual, quizás excepcional, de las relaciones entre México y Estados Unidos. El estudio de este periodo no sólo permite a Olssen ofrecer una perspectiva asombrosa, casi entrañable, de la relación bilateral, sino replantear enteramente las fronteras geográficas y temporales de la llamada “Revolución verde”. Al ubicar los orígenes de esta revolución en las primeras décadas del siglo XX y en los incipientes proyectos desplegados por la Fundación Rockefeller en el sur de Estados Unidos, Olssen refuta con hechos las tesis de la historiografía tradicional que, además de emparentar a la “Revolución verde” con México, la sitúa en el contexto de la Guerra Fría y en el catálogo de campañas internacionales en favor de la promoción del “desarrollo”. Quizás más importante, al rastrear las raíces de la “Revolución verde” en Estados Unidos y ofrecer una nueva interpretación de sus orígenes, Agrarian Crossings logra poner en evidencia las lógicas arbitrarias y artificiales de las fronteras ideológicas que durante décadas han buscado definir y separar a los llamados “Primer” y “Tercer” mundos. Una vez que el autor ha puesto al descubierto lo artificioso de estas fronteras, el carácter ideológico de la agenda de “desarrollo” se muestra plenamente y queda en duda el papel que esta agenda debía cumplir para franquear el paso entre estos mundos.
Como apunta Susan Gauss, la bandera del “desarrollo”, además de otorgar a Estados Unidos la justificación ideológica para incursionar y establecer prioridades en América Latina y en otras regiones, ayudó a delinear los contornos de una nueva geografía política, es decir, la de un “Tercer Mundo” destinado a modernizarse. De esta manera, como nos revela Agrarian Crossings, es posible ver en la agenda del “desarrollo” y de su promoción un “discurso de dominio” que, además, permitió excluir a una porción importante de Estados Unidos, no obstante las claras similitudes y paralelos de esta nueva geografía. A partir de la década de los cuarenta, catapultado mediante la categoría ideológica del “desarrollo”, este mismo discurso permitió asentar la “modernidad de Estados Unidos” y legitimar su papel como potencia global.
Pero, entre la dimensión ideológica del “desarrollo” y una “Revolución verde” secuestrada por la primacía de la productividad y sometida a los fines de la Guerra Fría y del control político en Mexico, Agrarian Crossings nos permite asomarnos a otra e insospechada trama. En efecto, en la detallada relación de encuentros entre agrónomos, expertos y políticos de ambos países, no sólo podemos imaginar preocupaciones y motivaciones muy distintas a las que finalmente definirían la “Revolución verde”, sino una meta. El proyecto de colaboración que la Fundación Rockefeller impulsaría en México tendría un objetivo claro: difundir y democratizar los hallazgos de la agronomía moderna.
En efecto, con base en su experiencia en la agricultura del sur de Estados Unidos, los expertos estadounidenses del MAP (Mexican Agricultural Program), en especial Paul C. Mangelsorf y Albert R. Mann, se inclinaron a favor de opciones más acordes para campesinos y agricultores de bajos recursos -sin grandes extensiones de tierra, sistemas de irrigación y/o capital-. Los argumentos y las razones expuestas por estos expertos pronto dejaron ver una profunda sensibilidad para comprender y adaptarse a las condiciones particulares de la agricultura mexicana. Aunque la variedad de maíz híbrido (double-crossed hybrid corn) -para entonces ampliamente utilizado en la agricultura uniforme de Estados Unidos- ya había despertado el interés de agrónomos y políticos en México, la decisión en favor de semillas de maiz polinizadas (open polinated synthetic maize) fue comunicada por los expertos estadounidenses con convicción y firmeza a sus contrapartes mexicanas.
En el capítulo quinto, Olssen se refiere así a estos individuos que intuyeron de manera sutil y cuidadosa las necesidades del campo mexicano. En la descripción del encuentro que tuvo lugar en Chapingo en 1946, entre el expresidente Lázaro Cárdenas, el secretario de Comercio de Estados Unidos, Henry A. Wallace y Marte R. Gómez, secretario de Agricultura del gobierno de Ávila Camacho, el autor no sólo logra atrapar el espíritu reformista que había inspirado este proyecto, sino los matices y tonalidades que marcaron este periodo único de las relaciones entre México y Estados Unidos. Sin duda, la apertura que los presidentes Lázaro Cárdenas e, incluso, Ávila Camacho mostraron hacia ideas e influencias externas (“nacionalismo-internacionalismo” como lo denomina Gauss), la relativa tolerancia de Washington a las políticas reformistas en México y la atmósfera de reflexión, búsqueda y posibilidad que imperó en esos años, contrastan profundamente con la tónica de los tiempos actuales.
Aunque en el giro súbito en la dirección que tomaría el programa MAP en favor de variedades de maíz híbrido y de trigo se sumarían una serie de factores, de orden interno y externo, una decisión del gobierno de Miguel Alemán definiría la suerte del proyecto y el futuro de la agricultura mexicana. En efecto, la decisión de crear, a principios de 1947, la Comisión del Maíz tendría un peso decisivo en los trabajos del MAP. Al establecer una agencia única, encargada de la investigación y distribución de semillas híbridas de maíz, el gobierno mexicano apostó por una agricultura intensiva, dependiente de fertilizantes y riego. Pero la reorientación del MAP hacia semillas híbridas de maiz y trigo fue además apuntalada por un acontecimiento fortuito en febrero de 1947: el ascenso, a la muerte de Albert Mann, en la División de Ciencias Naturales de la Fundación Rockefeller, de un matemático sin experiencia alguna en agricultura. Un cambio que, a su vez, favorecería, los proyectos intensivos sobre trigo que Norman E. Bourlag, otro agrónomo vinculado al MAP, había echado a andar en Sonora. Con esta cadena de acontecimientos, el horizonte del maíz sería eclipsado por del trigo y el horizonte del ejido por una visión a gran escala, casi industrial, de la agricultura, dominada por una preocupación: la productividad. Lo demás vino por añadidura. Con la Guerra Fría en pleno curso y la alarma sobre posibles hambrunas, la Fundación Rockefeller buscó entonces, en palabras de Olssen, “globalizar las lecciones del MAP en múltiples continentes”. Pero la versión del MAP que prevaleció no sería la del sur de Estados Unidos, más cercana a las necesidades de los pequeños agricultores. Por el contrario, el modelo que se exportó a Colombia, Chile, India y el sureste de Asia fue el de la gran agricultura extensiva, en búsqueda de rendimientos crecientes y mayor productividad.
Agrarian Crossings no se agota en el canon estricto de las relaciones México-Estados Unidos. En los temas y problemas que rodean la trama de la relación agraria México-Estados Unidos encontramos también los trazos de una rica agenda de investigación. Susan Gauss, Amy Offner y Gabriela Soto Laveaga coinciden en que esta obra no es sólo una contribución valiosa a la comprensión de la historia de Estados Unidos, de México y de las relaciones entre estos dos países, sino de la misma historia internacional. Ciertamente, en Agrarian Crossings se anticipan y anuncian una serie de temas que merecen nuestra curiosidad y atención. Encontramos, desde luego, la invitación a profundizar en el estudio de las complejas tonalidades que han ido marcando las relaciones entre Estados Unidos y México y, desde luego, de Estados Unidos y América Latina. Está también presente un llamado a incursionar en las diferentes expresiones del imperio estadounidense y en las distintas dimensiones del imperialismo americano. De igual modo, Agrarian Crossings nos exhorta a ahondar en el estudio del movimiento, recorrido y transformación de ideas, agendas normativas y políticas públicas; algo a lo que la literatura reciente de Relaciones Internacionales le sigue la pista, justo con el afán de esclarecer las aportaciones del sur a la gobernanza internacional. Y a estas agendas de investigación habría que sumar al menos dos que hoy se muestran particularmente urgentes. Como subraya Offner, no debe soslayarse la importancia de la ideología y la política del racismo en Estados Unidos para las relaciones entre este país, México y el resto de los países de América Latina. Pero una última veta de investigación que también perfila Agrarian Crossings tiene que ver con la reflexión en torno al capitalismo. En efecto, una inquietud común recorre la historia que Olssen nos presenta: la preocupación sobre el futuro del orden económico y el porvenir del capitalismo. De ahí que en el contexto de la actual crisis global valdrá la pena retomar y ahondar de nuevo en el contrapunto entre las políticas del New Deal y las reformas mexicanas de esos años.
Comentarios en torno al libro AgrAriAn Crossings: reformers And the remAking of the Us And mexiCAn CoUntryside Premio Tomassini 2019 de LASA
Tore C. Olsson Departamento de Historia Universidad de Tennessee
Durante varios años, he asistido a la reunión de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por su sigla en inglés); me complace acudir por muchas razones: me atraen sus emocionantes destinos, su ambiente colegial, sus debates multilingües pero, sobre todo, me entusiasma su multidisciplinariedad. Es, con mucho, el congreso más diverso intelectualmente al que voy, donde sé que me codearé con personas capacitadas en una amplia variedad de campos, de universidades de todo el hemisferio, si no del mundo. Y encuentro esto especialmente reconfortante porque me obliga a reconocer cuán verdaderamente extraña es mi propia disciplina de la historia. De hecho, cuanto más tiempo pasaba alejado de los historiadores y con otros académicos, más me di cuenta de lo excéntricos que realmente son.
Menciono esto porque es en una de estas peculiaridades disciplinarias extrañas que mi libro Agrarian Crossings tiene sus orígenes. Esa característica extraña es que los historiadores son criaturas muy limitadas geográficamente y que, como resultado, con frecuencia somos víctimas de miopía geográfica. Más que cualquier otra disciplina que conozco, los historiadores tienden a definirse en términos geográficos, como especialistas en una nación en particular o en una región cohesionada, como Estados Unidos, Francia, Medio Oriente y América Latina. Estas distinciones geográficas hacen mucho para determinar la vida intelectual de un historiador, desde los cursos de posgrado y los exámenes globales, hasta el mercado laboral en el ámbito académico. En la última década, con la popularización de la historia transnacional y global, esto ha comenzado a cambiar de manera significativa pero, cuando comencé mis estudios de posgrado en 2005, había pocos estímulos profesionales disponibles para aquellos que transgredieran la zona geográfica de confort.
El problema con este enfoque limitado en realidad se hizo evidente cuando me encontraba estudiando para mis exámenes globales, hace aproximadamente una década. Entonces me estaba instruyendo para convertirme en historiador de Estados Unidos; pero como suele ocurrir en muchos programas de historia doctoral, se me exigió adentrarme en una historiografía nacional o regional ajena a mis intereses. Para la mayoría de mis colegas de historia de Estados Unidos, ése fue un trago amargo que debía superarse lo más rápido posible, una distracción del trabajo final que implicaba escribir una tesis en la especialidad nacional de cada uno.
Para mí, sin embargo, fue una revelación. Déjenme explicarlo. Para mis exámenes globales, leí acerca de una de las parcelas en la historia moderna de Estados Unidos, con énfasis en el sur del país, y otra acerca de la historia moderna de América Latina, con énfasis en México. En ese momento pensé que escribiría mi tesis sobre la migración mexicana, posterior a 1965, hacia el sur de Estados Unidos, así que esto parecía un buen maridaje de materias y, al leer estas dos historiografías, una al lado de la otra, llegué a algunas conclusiones bastante sorprendentes. En primer lugar, me sorprendió el paralelismo en la historia moderna de Estados Unidos y México en una amplia variedad de temas. Pero también me asombró que pocos historiadores se dieran cuenta de eso; las dos historiografías parecían tan segregadas. Por supuesto, la principal excepción fue la creciente historiografía de las zonas fronterizas, de la que aprendí mucho; pero aun así, la mayor parte de la bibliografía de las zonas fronterizas parecía la excepción que confirma la regla, toda vez que trataba casi exclusivamente de la región geográfica fronteriza misma del norte de México y el suroeste de Estados Unidos, y rara vez parecían tocar los grandes debates a nivel nacional que sostenían los historiadores estadounidenses y mexicanos, sobre temas como la construcción del Estado, los movimientos sociales, la formulación de políticas, el tipo de cuestiones que solían centrarse en la Ciudad de México y Washington.
Tuve muchas epifanías al leer esas dos listas juntas, pero permítanme compartir brevemente las dos más contundentes, las dos epifanías que finalmente gestaron Agrarian Crossings.
La primera tuvo que ver con la política de los años treinta. Por supuesto, tanto en México como en Estados Unidos, la década de 1930 fue un periodo absolutamente crucial, en el que dos antiguos gobernadores de Estado, conocidos por su experiencia, se hicieron con el cargo de presidentes y reformaron el panorama político en las décadas siguientes: Franklin Roosevelt y Lázaro Cárdenas. Ambos colocaron los problemas agrarios en el centro del escenario y sus dos administraciones rompieron con todo precedente al acometer la desigualdad y la pobreza rural.
Ahora, mientras leía, seguía pensando: ¿acaso algún académico ha analizado esta sorprendente coincidencia? Si la historia transnacional aún era incipiente entonces, ¿no habría hecho algún historiador comparatista algo respecto del momento común que les tocó vivir a Cárdenas y Roosevelt? Pero no, esencialmente no había nada escrito sobre el tema. Tal laguna me hizo pensar que podría haber una tesis allí. Esta convergencia de la década de 1930 seguramente no había escapado a los actores históricos de ese momento. Y, en efecto, una vez que comencé a husmear en el tema, encontré una gran cantidad de evidencia de que los reformadores en México y Estados Unidos eran muy conscientes de sus contrapartes y de que frecuentemente tomaban ideas los unos de los otros. Esta historia había permanecido oculta a plena vista -aunque ininteligible o carente de sentido para los americanistas que ignoraban la historia de México, y viceversa.
La segunda epifanía tuvo que ver con la Revolución Verde -la campaña radical de la era de la Guerra Fría dirigida por Estados Unidos para modernizar la agricultura en el llamado “Tercer Mundo”-. Cuando estaba estudiando para mis exámenes globales, la Revolución Verde se encontraba en todas partes en la historiografía mexicana. De hecho, la mayoría de los historiadores ve a México como el lugar de nacimiento de la Revolución Verde: fue allí, en 1943, que la Fundación Rockefeller, con sede en Nueva York, comenzó una asociación con el Estado mexicano para enseñar agricultura científica a humildes agricultores, con el fin de aumentar los rendimientos de los cultivos. Y los historiadores mexicanos han reconocido durante mucho tiempo las vastas y con frecuencia negativas consecuencias de este esfuerzo, desde la degradación ambiental hasta el desmantelamiento de la visión de Cárdenas de la agricultura ejidal.
Pero si la Revolución Verde fue omnipresente en mi lista de lectura de la historia mexicana, no estaba en ninguna parte de mi lista de lectura de historia de Estados Unidos. Como lo ve la mayoría de los historiadores estadounidenses, la Revolución Verde fue una campaña de “desarrollo”, y el “desarrollo” fue algo que sucedió en el extranjero, no en Estados Unidos. Sin embargo, curiosamente, los historiadores del sur de Estados Unidos sabían mucho sobre el desarrollo agrario de Rockefeller, pero en un ámbito doméstico estadounidense. Porque mucho antes de que los expertos de Rockefeller se enfocaran en los agricultores mexicanos, se concentraron en los campesinos blancos y negros del sur a principios del siglo XX. De 1906 a 1914, la filantropía intentó transformar la agricultura del sur -una campaña que proporcionó el plan de acción para los esfuerzos posteriores en México-. Y, nuevamente, éste fue un momento en que vi el daño causado por la miopía geográfica de los historiadores. Los mexicanistas sabían poco acerca de las raíces sureñas estadounidenses de la Revolución Verde; los historiadores estadounidenses sabían poco sobre a dónde fueron los Rockefeller después de abandonar el Cinturón de Algodón. Una gran parte de Agrarian Crossings trató de cerrar esa brecha y creo que es una de las contribuciones más importantes del libro.
Permítanme terminar diciendo algunas palabras sobre lo que el Premio Luciano Tomassini significa para mí en lo personal. Comenzaré con una confesión: con frecuencia me he sentido como un impostor e, inclusive, como un intruso en el campo de la historia latinoamericana. No porque los latinoamericanistas no hayan sido cálidos y acogedores -siempre lo han sido-, sino porque he tenido cargos de conciencia de que yo era principalmente un académico especializado en Estados Unidos del siglo XX y su relación con el resto del mundo. Después de todo, comencé mi formación de posgrado como estudioso del sur de Estados Unidos. Mi asesor de tesis fue un historiador de Estados Unidos. En la Universidad de Tennessee, me contrataron para dar clases e investigar sobre “Estados Unidos en el mundo”. Y Agrarian Crossings apareció en una serie de libros titulada “America in the world”.
Sin embargo, en el camino, no pude evitar sentirme atraído por el mundo infinitamente fascinante y asombrosamente complejo de la historia mexicana. Esa fascinación sacudió mi identidad académica y, por eso, tomé increíblemente en serio la mitad que corresponde a México en la investigación de este libro: pasé meses inmerso en su historiografía nacional y un sinnúmero de noches en vela tratando de mejorar mi español, además de hacer búsquedas minuciosas en archivos mexicanos durante casi un año. Pero todavía no podía sacudirme el síndrome del impostor. Que LASA haya reconocido mi trabajo como ejemplar en el campo de las relaciones exteriores de América Latina, no simplemente en el de las relaciones exteriores de Estados Unidos, es el mayor cumplido que hubiera podido esperar -y tal vez sirva de palmaria evidencia de que esas noches y meses lejos de mi familia realmente valieron la pena.
Traducción de Jorge Valenzuela
Reseña de AgrAriAn Crossings, de Tore C. Olsson
Amy C. Offner
Departamento de Historia,
Universidad de Pennsylvania
Agrarian Crossings, de Tore C. Olsson, es un libro bien meditado y bellamente escrito que contribuye significativamente a nuestra comprensión de la historia estadounidense, mexicana, agraria e internacional.
Primero, el libro sitúa las regiones de plantación del sur de Estados Unidos y México desde la década de 1870 hasta la actualidad, como parte de una sola historia de desarrollo capitalista que trajo consigo la usurpación de tierras, el despojo de pequeños propietarios, la migración masiva y, en última instancia, la construcción de nuevas clases trabajadoras agrarias y urbanas. Algunos de esos procesos compartidos no necesitan explicarse, pero una de las sorprendentes decisiones interpretativas de Olsson es comparar el movimiento populista en Estados Unidos con la Revolución mexicana, comparación inusual, pero bien argumentada.
Olsson luego muestra los efectos del New Deal y las reformas agrarias mexicanas entre sí. Hay dos acontecimientos fundamentales aquí. Primero, el libro describe el trabajo de Frank Tannenbaum para diseñar la Administración de Seguridad Agraria y demuestra que se inspiró en la política mexicana. Esta historia se conocía anteriormente en sus generalidades, pero nunca se había contado con detalles tan convincentes. A continuación, Olsson señala que una de las condiciones previas para la reforma agraria de México fue la decisión de la embajada de Estados Unidos de no ponerse del lado de los terratenientes estadounidenses inconformes -es decir, relajarse y dejar que la administración de Cárdenas expropiara a los capitalistas estadounidenses-. Olsson argumenta que esa decisión se debió principalmente al embajador de Estados Unidos, Josephus Daniels, quien vio la reforma agraria de México como el equivalente del New Deal, que había apoyado fervientemente.
En última instancia, esos capítulos de la década de 1930 son el prólogo de lo que considero la principal aportación del libro: una nueva interpretación de los orígenes de la Revolución Verde. Olsson encuentra sus raíces no en la posguerra de México, sino en el sur de Estados Unidos a principios del siglo XX, donde la Fundación Rockefeller emprendió sus primeras iniciativas para rehacer la sociedad rural. Hay muchas novedades a este respecto. Por ejemplo, Olsson argumenta que el programa de la Fundación Rockefeller no se originó como una defensa de la agricultura de capitalización intensiva. Si bien estuvo plagada de contradicciones y no logró sus propósitos en el sur, originalmente mostró cierta preocupación por los pequeños agricultores. Sus primeros arquitectos apoyaron el cultivo de productos que aseguraban el sustento, abogaron por la diversificación de cultivos en oposición al monocultivo y expresaron preocupación por las relaciones imperantes marcadas por la deuda y la tenencia de la tierra.
Cuando ese programa se adaptó en México durante la década de 1940, la Fundación Rockefeller y el gobierno mexicano vincularon todas esas preocupaciones a las medidas de productividad y, como resultado, el programa en México inicialmente sirvió para sostener los ejidos, volviéndolos más productivos. Olsson argumenta que la búsqueda de productividad sólo se desligó de las preocupaciones de los pequeños agricultores a fines de la década de 1940, cuando el giro hacia la derecha del Estado mexicano y el surgimiento de la Guerra Fría conspiraron para eliminar las posibilidades más igualitarias del programa y engendrar lo que recordamos hoy como la Revolución Verde, un instrumento de guerra de clases y desestabilización ecológica.
Esta parte del libro se basa en la investigación de Andrew Zimmerman y otros, quienes han mostrado que la economía del algodón del sur en la era del imperialismo fue una fuente de lecciones para el sur global, así como objeto de conocimiento imperial.2 Olsson encuentra en el sur de Estados Unidos una forma de política agraria potencialmente igualitaria, muy diferente de los programas cuya globalización traza Zimmerman. Estos capítulos también son notables porque demuestran la importancia de los propios mexicanos en la configuración del destino de las prescripciones estadounidenses, que suelen expedirse para aliviar algún mal. Agrarian Crossings, al igual que muchos trabajos recientes sobre la preeminencia de Estados Unidos, incluido el libro de Zimmerman, se resiste a las representaciones simplistas que conciben que el imperio estadounidense esté operando, mediante proyecciones unilaterales de poder, en el sur.
Con ese mismo ánimo, la contribución final del libro consiste en presentar a los mexicanos como intérpretes estratégicos y políticamente sofisticados de Estados Unidos. Los modelos estadounidenses no fueron exactamente trasplantados a México; en cambio, constituyeron la materia prima a partir de la cual los mexicanos elaboraron sus propias lecciones. Contar historias sobre Estados Unidos fue una de las formas en que los mexicanos legitimaron iniciativas de su propio diseño. El capítulo final del libro, sobre el desarrollo del valle fluvial de México, ilustra un fenómeno global común, en el que los gobiernos del Tercer Mundo reclutaron asesores de la Autoridad del Valle de Tennessee (TVA, por su sigla en inglés) e invocaron retóricamente el ejemplo de la TVA, no para duplicar el trabajo de esa agencia del New Deal, sino más bien para conferir prestigio a proyectos cuyos orígenes y propósitos eran decididamente locales.
Agrarian Crossings plantea cuatro preguntas generales para futuras investigaciones. En primer lugar, mientras el libro se enfoca en el tránsito de ideas entre Estados Unidos y México, en el desarrollo de su argumento invita a considerar procesos internacionales en curso, más amplios. Por ejemplo, Olsson analiza la carrera de Seaman A. Knapp, quien trabajó como prospector biológico en Asia para el Departamento de Agricultura de Estados Unidos antes de regresar al sur estadounidense y de, finalmente, llegar a México. La carrera de Knapp recuerda estudios recientes de Theresa Ventura, Courtney Fullilove y Megan Raby sobre los laboratorios imperiales e internacionales de conocimiento agrícola de Estados Unidos.3 Es posible que las recetas que migraron entre el sur de Estados Unidos y México no se hayan originado en ninguno de los dos sitios o incluso en ninguno en particular.
En segundo lugar, la vasta y creciente bibliografía sobre ideología racial en las Américas podría agudizar nuestra comprensión de los tránsitos en el libro de Olsson.4 Una de las figuras más interesantes en Agrarian Crossings es Josephus Daniels, un execrable racista en Carolina del Norte que se convirtió en embajador de Estados Unidos en México durante la década de 1930, apoyó la reforma agraria mexicana y comparó a los campesinos mexicanos con los granjeros blancos en Estados Unidos. La verdadera tarea de Olsson a este respecto es dar sentido a la figura de Daniels, por lo que ofrece una justificación plausible de que el embajador moderó sus puntos de vista con el tiempo. Según Olsson, la carrera de Daniels en México podría haber manifestado, o incluso inspirado, una retirada parcial del racismo vicioso de su carrera anterior. Sin embargo, me preguntaba si la simpatía de Daniels por los campesinos mexicanos podría entenderse no como retractación del racismo, sino como asimilación de ciertos aspectos de la ideología racial mexicana. Como han argumentado expertos en la materia, la ideología racial no se cuantifica, ni es una entidad que crezca o se reduzca, es más bien un conjunto de categorías, conceptos y creencias aparentemente axiomáticas mediante las cuales las personas entienden el mundo que las rodea. La ideología racial cambia con el tiempo para explicar nuevas realidades sociales; se sabe que funcionó en las políticas públicas de la década de 1930 tanto en México como en Estados Unidos, y una figura como Daniels nos brinda la oportunidad de preguntarnos cómo los estadounidenses y los mexicanos se adaptaron ideológicamente a las nuevas circunstancias mientras atravesaban las fronteras nacionales. ¿Podría ser, por ejemplo, que la ideología del mestizaje atrajera a Daniels porque borró la existencia de personas afrodescendientes en México y, por lo tanto, le permitió ver a México como un lugar donde su mayor temor -la amenaza de la propiedad de tierras y el poder político negro- había simplemente desaparecido?
Una tercera pregunta se refiere a las conceptualizaciones del capitalismo y el socialismo en Estados Unidos y México. En ambos países, la crisis del capitalismo de la década de 1930 inspiró nuevos esfuerzos para comprenderlo como tal, reformarlo, eliminarlo e idear otras alternativas de gobierno. Ese último esfuerzo a menudo significaba buscar lo que el socialismo y el comunismo podían aportar. Sabemos que ambos países generaron conocimiento muy poco ortodoxo del socialismo y el comunismo, desde los programas de educación socialista de México hasta el partido comunista de Alabama -institución colmada de afroamericanos que soñaban con la Iglesia y con la propiedad de la tierra, y pensaban que la revolución estaba bíblicamente predestinada-.5Agrarian Crossings ofrece atractivos destellos de la forma en que se entrecruzaron las conversaciones entre Estados Unidos y México sobre el capitalismo, el socialismo y el comunismo. Vemos, por ejemplo, a Josephus Daniels defendiendo la reforma agraria de México con el argumento de que no fue la pesadilla socialista que los terratenientes estadounidenses habían asegurado que era. El argumento de Daniels fue políticamente conveniente, por supuesto, pero también reflejó su comprensión genuina de la política mexicana como semejante al intento del New Deal de resucitar el capitalismo en lugar de dejar que se convirtiera en otra cosa. Al hacer esa comparación, Daniels negó implícitamente una concepción mexicana del socialismo. En contraste, Olsson sigue el rumbo que los miembros de la Unión de Agricultores Inquilinos del Sur, liderada por los socialistas, tomaron hacia México durante estos mismos años, donde creyeron haber visto un modelo vivo de socialismo que Estados Unidos podría emular. El libro de Olsson invita a una investigación más profunda sobre la interacción entre las conceptualizaciones estadounidenses y mexicanas del orden económico.
Finalmente, Agrarian Crossings podría impulsar a los historiadores a preguntarse dónde buscamos el intercambio y la conexión internacional. Olsson plantea el sugerente caso de que, aun cuando las campiñas de Estados Unidos y México siguieron caminos paralelos durante más de un siglo, las ideas sobre la reforma rural sólo viajaron de un lado a otro durante las décadas de 1930 y 1940. Éste fue un momento excepcional, argumenta: un momento en que los reformadores mexicanos y estadounidenses reconocieron sus circunstancias comunes, compararon sus sociedades conscientemente y transformaron su experiencia a través de las fronteras. El valor del propósito de Olsson se hace evidente en el simple hecho de que estos intercambios sean tan poco recordados, y Agrarian Crossings, una lectura por demás gratificante. Sin embargo, mi investigación sobre las Américas sugiere que el intercambio podría haber sido más penetrante y duradero de lo que propone el libro. Hasta este punto, los fundamentales estudios transnacionales de la política pública de Estados Unidos, ya sea Atlantic Crossings, de Daniel Rodgers, A World of Homeowners o Agrarian Crossings, de Olsson, han explorado conexiones entre áreas discretas de política y vida intelectual, ya sea reforma rural, planificación urbana o política de vivienda colectiva.6 En mi propia investigación encuentro que la experiencia se tradujo de manera mucho más omnipresente pero, con frecuencia, menos directa: las políticas urbanas en América Latina dieron forma a la política rural de Estados Unidos, y las prácticas de contratación con fines de lucro para los asuntos exteriores e imperiales de Estados Unidos se reformularon en el Estado de bienestar. Agrarian Crossings muestra cuán consecuentes han sido las conexiones internacionales con la historia de Estados Unidos y México, y su ejemplo debería enviar a los historiadores a los archivos debidamente apercibidos para hacer más descubrimientos.
Traducción de Jorge Valenzuela
Comentarios a propósito de AgrAriAn Crossings
Susan Gauss
Universidad de Massachusetts, Boston
La genealogía del “desarrollo” se ha oscurecido por la tendencia a usar el término para describir una amplia variedad de cambios sociales, culturales, económicos y políticos en América Latina desde mediados del siglo XIX. Lo que lo exacerba es su uso anacrónico para discutir otros programas de promoción y planificación que precedieron a la Guerra Fría, con el uso previo de “fomento”, que solía combinarse con formas posteriores y más sólidas de protección y planificación estatal. El resultado es una especie de amnesia histórica sobre el cambio significativo en el régimen económico que caracterizó el nacimiento del periodo desarrollista a mediados del siglo XX. Como lo señaló el economista Víctor Urquidi -recién egresado de la London School of Economics cuando comenzó a trabajar en la Oficina de Investigaciones Industriales del Banco de México, a principios de la década de 1940-, el “desarrollo” ni siquiera era parte del léxico del Banco de México a principios de la década de 1940. Sin embargo, sólo unos años más tarde, crecería para dominar las prioridades de financiamiento global y proporcionar una justificación ideológica a la actitud intimidatoria de Estados Unidos hacia América Latina después del inicio de la Guerra Fría.
El “desarrollo” surgió en los albores de la Guerra Fría y creó un “Tercer Mundo”, cuyo futuro progreso social se apoyó en la modernización que permitiría a las naciones “atrasadas” convertirse en “avanzadas”. Los primeros estudiosos del desarrollo minimizaron la política de este camino teleológico, proporcionando recetas para su logro, sacando provecho, por ejemplo, de su condición de recién llegados a la Alexander Gerschenkron o avanzando a través de etapas cuidadosamente trazadas por Walt Rostow. A finales de los años sesenta y setenta, los académicos reconocieron cada vez más que no había en absoluto nada apolítico en estas recetas y, para los años noventa y principios de 2000, comenzaron a interrogarse acerca de cómo los discursos de desarrollo habían consolidado los límites entre el Norte y el Sur globales después de las sacudidas de dos guerras mundiales, la descolonización y la Guerra Fría.
Agrarian Crossings: Reformers and the Remaking of the US and Mexican Countryside, de Tore Olsson, es parte de una ola posterior de estudios que explora el contexto transnacional para el surgimiento de ideas fundamentales como la del “desarrollo” y los esquemas de cómo tales ideas se forjaron a partir de las relaciones sociales y económicas locales.7 Pero donde Agrarian Crossings trasciende estos estudios de forma brillante es cuando se detiene a observar los contextos locales en el Primer y Tercer mundos para identificar los fundamentos históricos del “desarrollo”. Como lo muestra Olsson, a finales del siglo XIX, los agrónomos, agricultores, burócratas y filántropos tanto en el sur de Estados Unidos como en México diagnosticaron las mismas condiciones (pobreza, trabajo pesado, injusticia) que surgieron de un contexto común cada vez más moldeado por la comercialización, privatización, globalización, trabajo semiforzado e incluso pigmentocracia.
Al rastrear de cerca las transformaciones sociales y económicas paralelas en estas dos regiones, y el diálogo que se desarrolló entre ellas en los días prometedores de la década de 1930 y principios de 1940, Agrarian Crossings es la primera investigación que muestra el contexto social y económico compartido que produjo las condiciones por las cuales el “desarrollo” apareció repentinamente a finales de la década de 1940. Y con esto, revela cómo el “desarrollo” dividió una región que tenía más semejanzas que diferencias al inventar un espacio geográfico que se trazó sobre la teleología de la modernización -una especie de cartografía del desarrollo-. Por lo tanto, muestra que el “desarrollo” no es simplemente un discurso de dominio, sino una forma de consolidar una frontera internacional que confirmó la “modernidad” de Estados Unidos y propició su ascenso como potencia global. Fue una reafirmación del Estado-nación, o al menos del nacionalismo, después de que la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión devastaran el orden mundial liberal. Por un lado, se necesitaban fronteras internacionales para asegurar alianzas en la competencia global de Estados-nación durante la Guerra Fría. Por otro, ayudaron a afirmar la primacía del Estado-nación sobre las estructuras capitalistas que prestaban poca atención a las fronteras internacionales.
Agrarian Crossings es, por lo tanto, un contrapunto convincente para los académicos que, al depender del Estado-nación como unidad principal de análisis, han reproducido tozudamente la idea de imperio estadounidense. Incluso, gran parte de los estudios recientes que conciben las Américas como un espacio único, definido por los flujos transnacionales de individuos, bienes e ideas, todavía las analizan, principalmente, como una colección de Estados-nación con límites regionales que funcionan en gran medida como tales. Además, con frecuencia los académicos recurrieron a categorías ideológicas (como “proteccionismo” o “neoliberalismo”) que permiten periodizar fácilmente el pasado y alternar entre Estados-nación, pero que entrañan el costo de tener que poner en primer plano cómo las relaciones desiguales que alimentan el capitalismo global se incorporan desde el inicio a estos conceptos. Agrarian Crossings, por lo tanto, es un recordatorio contundente del daño que causa el modo en que se formulan las preguntas. Por ejemplo, la pregunta “¿por qué América Latina se ha rezagado?” suele decir más sobre los fundamentos ideológicos del imperio estadounidense que sobre la propia América Latina. Quizás una mejor pregunta, a la luz de Agrarian Crossings, podría ser: “¿por qué las regiones no se beneficiaron por igual de los frutos de la Revolución industrial y del crecimiento del comercio atlántico?”. O, más simplemente, “América Latina, ¿se fue apartando?”.
En esto, Agrarian Crossings tiene mucho en común con la excelente investigación de Aurora Gómez Galvarriato sobre la industria textil de México, que sitúa la Revolución mexicana en el contexto de las transformaciones económicas y sociales mundiales. Al hacerlo, muestra que las revoluciones no son fenómenos suprahistóricos ni conflagraciones locales, sino transformaciones estructurales a gran escala enraizadas en las condiciones locales.8 Al igual que Gómez Galvarriato, Olsson encuentra las causas de los cambios agrarios posteriores a la Revolución mexicana tanto en las particularidades de los patrones locales de tenencia de la tierra, como en las relaciones sociales y económicas comunes entre el sur de Estados Unidos y México. Desde este punto de vista, no es tanto que América Latina se haya “rezagado” sino que poderosas fuerzas políticas y sociales la escindieron -tanto en Estados Unidos como en América Latina-, colocándola en un espacio geopolítico distinto del “Primer Mundo”.
Todo esto adquiere tintes sumamente sombríos, especialmente a la luz de la desigualdad e injusticia que aún prevalecen en México y el sur de Estados Unidos, así como las crisis ambientales y demográficas que el “desarrollo”, en la forma de Revolución Verde, ayudó a crear, según Olsson. Pero mientras que el libro termina con una nota sombría, su mensaje a lo largo y ancho de sus páginas es realmente instructivo. La mayor parte de Agrarian Crossings se enfoca en las alternativas que sin dificultad podrían haberse suscitado: las posibilidades inherentes a las reformas agrarias, en el sur de Estados Unidos a principios del siglo XX, que se destinaron, con los ajustes convenientes, al campo de México, mediante una fluorescencia de diálogo entre reformadores, burócratas, técnicos y filántropos estadounidenses y mexicanos para promover buenas oportunidades durante diez años en la década de 1930. El “desarrollo” podría haber irrumpido a finales de la década de 1940, pero las ideas que sus defensores adoptaron y adaptaron a sus propios fines políticos germinaron en un tiempo previo, cuando los ánimos raciales, la erradicación de la pobreza y la justicia determinaron las reformas, en lugar de la riqueza material y la productividad. Estos años promisorios y sus consecuencias reflejan, también en ese momento, otros escenarios políticos y productivos en México, incluidos los esfuerzos de reforma industrial de tecnócratas en el Banco de México.
Las crisis tienen una manera indefectible de estremecer aquellas cosas que parecían inmutables, y la Primera Guerra Mundial, las revoluciones mexicana y rusa, y la Gran Depresión no fueron sino crisis que cuestionaron el capitalismo liberal y el orden mundial. La mayoría de los estudios ha señalado una especie de miopía nacionalista en México a raíz de estas crisis, en parte porque los académicos han propendido a tratar la Revolución como un hito histórico al que se anclaron los acontecimientos anteriores y posteriores. Pero Olsson va en una nueva dirección, al identificar, en cambio, lo que él llama un “nacionalismo internacionalista” que guio al presidente Cárdenas. Cárdenas fue respaldado por un grupo de reformadores y burócratas que buscaron ideas y proyectos de todo el mundo, mientras intentaban establecer un camino hacia la modernización agrícola e industrial adaptada al ámbito mexicano y, concretamente, a las demandas posrevolucionarias de justicia social. Los agrónomos que describe Olsson encontraron dirección en el New Deal y en el intento de reformas agrarias en el sur de Estados Unidos a principios del siglo XX. Por el contrario, los planificadores industriales -algunos de los cuales comenzaron sus carreras como agrónomos y que habían visitado granjas estadounidenses en la década de 1920, pero que después de la Gran Depresión se convencieron de la necesidad de la industria- encontraron poco que emular en Estados Unidos. En cambio, hallaron inspiración en la reconstrucción europea de la posguerra, y en ideas particulares sobre la racionalización económica y la planificación estatal. Sin embargo, independientemente de la fuente de su inspiración, lo que se destaca entre los agrónomos y los tecnócratas industriales fue su entusiasmo por la reforma, la innovación y la sensación de que formaban parte de una conversación transnacional sobre los procedimientos para contribuir al progreso de la condición humana. Creían que la planificación estatal y la experiencia técnica podrían unirse al objetivo revolucionario de la justicia social para erradicar la pobreza y terminar con la miseria humana, como solían llamarla los tecnócratas industriales. Según Urquidi, él y otros se reunían durante el almuerzo para discutir las ideas de John Maynard Keynes, Joseph Schumpeter y Colin Clark con el propósito de constituir un plan que lograra la productividad y mejorara la calidad de vida de las masas en México. Al igual que los agrónomos y filántropos en Agrarian Crossings, que promovieron variedades de maíz sintéticas de polinización abierta en México, a diferencia del maíz híbrido que dominó la agroindustria en el medio oeste de Estados Unidos, estos tecnócratas de la industria vieron un camino hacia la independencia económica y el fin de la pobreza en la adaptación de ideas globales al contexto local.
Para Olsson, la Revolución Verde se forjó en un crisol internacionalista que incluía a expertos, burócratas diplomáticos y filántropos de Estados Unidos y México que propusieron combinar la experiencia técnica con reformas sensibles a las relaciones sociales rurales. Incluso el moderado Manuel Ávila Camacho (1940-1946), cuyo apoyo a la redistribución de la tierra fue notablemente tibio, secundó reformas como el crédito ejidal y el riego que permitirían que el sistema ejidal prosperara, aunque su administración no fue capaz de comprometerse a brindar los recursos precisos para lograrlas. Por lo tanto, Olsson muestra cómo la Revolución Verde nació de motores muy distintos a las presiones de la Guerra Fría, que a final de cuentas la caracterizaron. El desencanto por la traición de la Revolución con frecuencia ha llevado a los académicos a releer este periodo con cinismo y a perderse estos debates y caminos alternativos que Olsson retrata vívidamente y con gran dinamismo.
Los académicos también han pasado por alto algunos de los matices en las relaciones entre Estados Unidos y México en el siglo XX. Si el presidente Cárdenas estuvo más receptivo a las influencias globales de lo que suele reconocerse, también Estados Unidos fue menos intransigente ante las reformas mexicanas de lo que a menudo se percibe, según Olsson. Dirigido por el embajador Josephus Daniels a principios de la década de 1940, Estados Unidos abogó por la reforma agraria en México, con Daniels defendiendo la redistribución de la tierra de México y, en particular, sus esfuerzos por lograr la justicia social, frente a los reclamos de propiedad de Estados Unidos.
Las ideas perspicaces y sugerentes de Olsson generan incluso más preguntas. Primero, ¿cuán excepcional fue la expropiación de la propiedad extranjera que el presidente Cárdenas llevó a cabo, en comparación con la que efectuó en el ámbito de la propiedad mexicana, y cuáles fueron los efectos en la actitud de Estados Unidos hacia México? El politólogo Cole Blasier argumentó en una ocasión que la razón por la que Estados Unidos no intervino en México después de la nacionalización petrolera de 1938 no fue sólo por la necesidad de consolidar alianzas en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, sino también porque México ofreció una compensación a las compañías.9Eso puede ser cierto, efectivamente, pero también es posible que Estados Unidos no haya intervenido porque lo que el presidente Cárdenas hizo a los propietarios extranjeros puede no haber sido tan diferente de lo que hizo a los nacionales. De hecho, los historiadores Paul Garner y Mark Wasserman recientemente han explorado cómo los propietarios extranjeros y mexicanos de la industria, la minería y la tierra con frecuencia fueron tratados de manera semejante por los gobiernos porfiristas y los primeros gobiernos posrevolucionarios.10 Desde este punto de vista, las políticas de los años treinta parecen menos nacionalistas y más un intento por facilitar el cambio en las estructuras de clase que dispusiera el escenario para el crecimiento capitalista.
Más esenciales son, sin embargo, la innovadora reconstrucción y el análisis de Olsson sobre el diálogo acerca de la política agraria que caracterizó las relaciones entre Estados Unidos y México en la década de 1930 y principios de la década de 1940, hasta que fue acallado por la política de la Guerra Fría y se convirtió en un monólogo estadounidense. Como parte de este cambio, Olsson muestra de qué manera se fue desmoronando la reforma social, a medida que las políticas conservadoras, incluso en México, circunscribieron el objetivo de la reforma agraria a la productividad. Sin duda, Estados Unidos podría haber sido sobradamente brutal en sus demandas relativas a la producción y el comercio industrial y agrícola en América Latina durante la Guerra Fría, pero en el ámbito de la industria, Estados Unidos mostró una sensibilidad inesperada respecto a las condiciones locales y, por razones varias, apoyó tácitamente las políticas proteccionistas en el mundo en desarrollo en los años cincuenta y sesenta. Éstas incluyeron las muy circunscritas posibilidades de préstamos, en la década de 1950, y las políticas crediticias que terminaron favoreciendo, de vez en cuando, la industrialización por sustitución de importaciones (ISI); la preocupación por la seguridad de la Guerra Fría; la presión de las empresas transnacionales que se beneficiaban de la protección del comercio y el reconocimiento de que las presiones proteccionistas en el país disminuyeron la capacidad de Estados Unidos de reducir sus propios aranceles después de la Segunda Guerra Mundial, lo que inhibió a los países en desarrollo de recurrir al crecimiento impulsado por las exportaciones.11 Esencialmente, el pragmatismo superó la doctrina del libre comercio al moldear las reacciones de Estados Unidos a la intervención económica estatal y al ISI. ¿Se extendió este pragmatismo más allá de la industria para incluir la agricultura durante el apogeo desarrollista?
La tragedia en todo esto, como sostiene Olsson, es la devastación causada por la Revolución Verde. Albert Hirschman ya señalaba los problemas del “desarrollo” a finales de la década de 1950, aunque los planificadores industriales de México venían dando voces de alarma incluso desde antes. Esto incluía, como se menciona en Agrarian Crossings, la preocupación por la caída de la producción campesina y agrícola sin suficientes oportunidades compensatorias. La mayoría acogió con beneplácito las transferencias de tierras de la década de 1930 que rompieron el poder de los terratenientes tradicionales y liberaron el campo del yugo de las relaciones sociales semifeudales, pero pocos anticiparon que los ejidos encontrarían trabas tan pronto y que el crecimiento demográfico rural superaría con tanta rapidez las oportunidades. Al final, la redistribución de la tierra en la década de 1930 fue en realidad una condición previa de la Revolución Verde, pero su efecto tuvo menos que ver con hacer justicia a las masas que con liberar la tierra de las viejas costumbres, creando así las condiciones para la agroindustria moderna. Desde este punto de vista, la cartografía del desarrollo no sólo se determinó por elecciones que se tomaron, calculadas tomando en cuenta la escala internacional, sino también por elecciones en el ámbito nacional.
De hecho, a mediados de la década de 1960, Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen consideraron pertinentes para México argumentos sobre el colonialismo interno en Sudáfrica, afirmando que el “milagro mexicano” simplemente tomó prestadas las ideas occidentales de desarrollo para imponer la desigualdad interna y las relaciones sociales de explotación. Y, a medida que el “milagro mexicano” avanzó y las tensiones de clase perduraron, la protesta rural y de los trabajadores fue creciendo; con ella, como han demostrado recientemente algunos estudiosos, la represión campesina y laboral también fue en aumento. Olsson se explaya hábilmente en esta nueva dirección de la historiografía mexicana, la cual ha llevado a que los estudiosos profundicen más en la naturaleza represiva de lo que Mario Vargas Llosa llamó alguna vez la “democracia perfecta” del PRI.12 Con mayor precisión, al revelar los intereses disimulados en las raíces supuestamente apolíticas del deseo de lograr una mayor productividad, Olsson muestra cómo la reforma social fue relegada al pasado en favor de la paz social en el presente. El “desarrollo”, embozado cual Revolución Verde, tuvo como resultado un gran costo humano, puesto que millones huyeron del campo en busca de oportunidades. La productividad y las ganancias, en lugar de la reforma social y la equidad, apuntalaron el “milagro mexicano”, y México y el mundo aún luchan en la actualidad con sus consecuencias, que suelen llegar en forma de ramalazos de crisis ambientales y demográficas.
Traducción de Jorge Valenzuela
Comentarios sobre AgrAriAn Crossings para LASA 2019-Boston, Massachusetts
Gabriela Soto Laveaga
Universidad de Harvard
Agrarian Crossings, de Tore Olsson, nos transporta a una época en que los agrónomos y los científicos agrícolas eran una poderosa fuerza de construcción del Estado. Los asuntos agrarios, por ser de fundamental importancia para el crecimiento de una nación, llevaron a los tecnócratas a involucrarse directamente en el campo para aprobar y ponderar los canales de riego, seleccionar variedades de semillas para sembrar, debatir la selección de cultivos para una región determinada e impartir clases en la materia a los agricultores. Los gobiernos confiaron en burócratas técnicos con el propósito de determinar cómo las promesas de campaña para transformar el campo se cumplirían o podrían cumplirse en el terreno (en el sentido literal del término).
Esto no era inusual: en la década de 1930, la población de las principales economías del mundo tenía una base agrícola y, en ese momento, tanto México como Estados Unidos estaban en proceso de reinvención nacional. Lo que es poco común son los múltiples proyectos entrelazados y el sincero intercambio de conocimientos entre ambos países. De hecho, lo que Olsson ilustra es que, en esa época, México y Estados Unidos compartían una preocupación apremiante: ¿qué papel tendrían y podrían desempeñar las zonas agrícolas en las naciones, determinadas a diseñar un futuro industrial? Al pasar de un sistema de hacienda o plantación a un futuro industrializado, impulsado democráticamente, el tema se convirtió en una cuestión de equilibrio: ¿cómo logra una nación la armonía entre el desarrollo rural, la tecnocracia y la democracia? Para ambos países, la respuesta parecía depender de las cualidades transformadoras de la tecnología: en efecto, el cemento, la maquinaria, los genetistas de plantas, los patólogos de plantas y la ciencia agrícola también son actores omnipresentes, pero sólo al margen, de este libro.
Olsson muestra cómo ambas naciones lanzaron campañas para rehacer sus campos mediante la productividad agrícola. Sin embargo, esto significó más que simplemente transformar el rendimiento de la tierra o los cultivos: también abarcó la justicia agraria. La “reforma” agraria se convierte en sustituto de los continuos intentos de cada nación por reformar a los pobres, agricultores/campesinos y lo ideal es que sea alguien con una pauta agrícola comercial. La esencia del libro es cómo, en lo que respecta al desarrollo agrario, en la década de 1930 “México cautivó la imaginación de Estados Unidos de formas sin precedentes”. Olsson nos guía magistralmente para explorar cómo la distribución de la tierra mexicana y otros experimentos sociales agrarios fueron de gran interés para políticos y planificadores estadounidenses de la época. En el sur, los estadounidenses buscaron alternativas viables a una modernidad industrial y se valieron del turismo político de diplomáticos y burócratas prominentes y menos conocidos para examinar la transformación agraria liderada por el ejido en México. Ningún otro proyecto ejemplifica mejor las ambiciones estadounidenses en México que la Oficina de Estudios Especiales, el gobierno mexicano y la asociación de la Fundación Rockefeller en agricultura científica.
En la introducción de su libro, encuentro ecos de una de mis propias contribuciones al campo de la historia de la ayuda agraria del siglo XX y la Revolución Verde: que el significado de la ayuda para el desarrollo de Estados Unidos cambia si expandimos la cronología a varias décadas anteriores de la historia mexicana. Sin embargo, Olsson lleva esto a un nivel nuevo e interesante. Añade un dominio, sofisticado y matizado, de la historia tanto estadounidense como mexicana. Deseo enfatizar que no se trata de una hazaña modesta. Es frecuente que los historiadores que escriben sobre múltiples sitios deliberadamente desciendan con espíritu de turistas a elegir de manera selectiva aquellos acontecimientos señalados que refuercen sus afirmaciones. Olsson, sin embargo, profundiza en las historias regionales para ilustrar las complejidades que irrumpen en esta área. Al estrechar vínculos entre estas dos historias nacionales, que suelen tratarse como campos dispares, teje una narrativa coherente. Dicho de otra manera, su habilidad para navegar hábilmente por las historiografías en ambos lados de la frontera dio origen a este libro de vital importancia. De hecho, nos insta a mirar más allá de la frontera y tratarla como la barrera imaginaria que es, especialmente si pensamos en cuestiones agrarias. Esto permite a Olsson moverse con maestría de un lado a otro y, finalmente, mostrar su perfecto dominio del material de archivo estadounidense y mexicano, y de los rendimientos que aporta la bibliografía secundaria.
Olsson recurre a su conocimiento de dos historiografías para argumentar, por ejemplo, que el Plan de Ayala, en el caso de México, y las Demandas de Ocala, en el sur rural, ofrecen más similitudes que diferencias. Aunque el Plan de Ayala representaba las distintas demandas de los campesinos mexicanos contra la propagación voraz del sistema de hacienda, y las demandas de Ocala, la Alianza de Agricultores de Color y la Alianza de Agricultores del Sur denunciaron prácticas depredadoras de bancos nacionales y compañías ferroviarias que las habían defraudado, ambos se propusieron recuperar el control de la tierra de cultivo de la que los habían despojado. Estos planes no lograron revertir sus situaciones locales, clara indicación de lo difícil que sería transformar los campos, caracterizados por rigurosas divisiones sociopolíticas y un ceñido control del capital privado. Además, Olsson analiza a Cárdenas y a las autoridades locales, por un lado, y a Roosevelt y a sus pensadores agrarios regionales, por otro, para ilustrar cómo las preocupaciones sobre la productividad y la tecnología de los cultivos no eran privativas de una nación. Ejemplos detallados como éstos, con un elenco completo de actores históricos que cortan tanto vertical como horizontalmente a través del tiempo y el espacio, son los que considero más fascinantes y convincentes para encontrar paralelismos entre las historias de estas dos naciones. Pero, como Olsson mismo lo ha mencionado, su historia no es historia comparada, sino historia de comparaciones.
De hecho, a medida que profundizamos en el plan de cada país para transformar el campo, lo que surge es una historia de colaboración entre México y Estados Unidos. En efecto, al describir la reforma agraria, Olsson afirma que ésta fue una “era de dramática convergencia social y política entre las dos naciones, donde hubo un diálogo e intercambio frecuente y animado sobre asuntos rurales”. Alcanzar las fronteras en que el énfasis estaba puesto en las similitudes, por sobre las diferencias: se observa que Olsson toma esto en serio; en ningún momento sentí que el tratamiento de un espacio se privilegiara sobre el otro. Vale la pena señalar que la fluidez lingüística y cultural de Olsson en español es lo que le permitió trascender historias conocidas y ofrecer nuevas interpretaciones.
Si bien hay varios temas importantes en el libro de Olsson, la idea de desarrollo, en particular cómo se esparcen y qué direcciones toman las ideas de desarrollo en tal maniobra, se ejemplifica mejor con esa colaboración entre la Fundación Rockefeller y el gobierno mexicano. Olsson sostiene que los orígenes de la Revolución Verde pueden rastrearse no en México, como suele entenderse, sino en el sur de Estados Unidos. Aunque en mi propia investigación argumento que las raíces se encuentran sólidamente en México, aunque en una época anterior no cubierta por Olsson, éste ilustra con destreza su afirmación centrándose, por ejemplo, en los programas de extensión implementados en el sur de Estados Unidos y luego exportados a México de formas diferentes.
Además, como historiadora de México y de la ciencia, tenía un interés especial en cómo Olsson había desarrollado la historia de las tecnologías que trascendieron. El enfoque de Olsson en el “flujo de estrategias políticas” trae también consigo el flujo de los objetos que fundamentaron ese intercambio. Cuando se habla de las relaciones o el intercambio entre ambos países, con frecuencia los historiadores de Estados Unidos tienden a pensar que el conocimiento fluyó de una manera unidireccional, de norte a sur. Historiador estadounidense, centrado en el sur de su país, Olsson estudia con suma cautela, sin obviar los matices, las fuentes de archivo en ambos lados de la frontera, procedimiento que avala la firme esperanza de que es posible acometer las historias más complejas y completas, que vayan más allá del marco imperial de Estados Unidos y América Latina, y de que es posible hacerlas de la mejor forma, procurándoles un arribo seguro a buen puerto.
Me impresionaron ante todo dos de sus capítulos: Revolución Verde y tecnología hidráulica. En el capítulo 5, Tore Olsson detalla un viaje a la estación experimental de Chapingo en 1946 de especial relevancia. El expresidente Lázaro Cárdenas, el secretario de Comercio estadounidense, Henry Wallace, y el secretario de Agricultura, Marte Gómez, se reúnen para recorrer la estación experimental y conocer los avances en semillas híbridas de maíz.
Es aquí donde las peculiares interpretaciones de la ciencia difieren: Wallace concluye que “las variedades de maíz endogámicas del cinturón de maíz no están adaptadas a las condiciones mexicanas”. Sin embargo, Cárdenas expresó “¡Qué maravilla!”, por la promesa de este tipo de cultivos. El resto de esta historia depende del poder percibido de la ciencia. Wallace no sólo era político, sino también agricultor y propietario de una empresa de semillas híbridas (Hi-Bred); en otras palabras, entendía las sutilezas de la ciencia agrícola. Cárdenas, un militar y político capacitado, no se centró en los orígenes del experimento, sino en las conclusiones. Este hecho es fundamental para que entendamos la Revolución Verde. Por lo tanto, no sorprende que en 1947, el nuevo presidente mexicano, Miguel Alemán, tuviera el mandato de producir cepas de maíz para aumentar la producción de alimentos cuando creó la Comisión del Maíz, en lugar de utilizar la ciencia para favorecer la justicia social .
La elección e intervención del presidente Miguel Alemán -semilla híbrida, no semilla de polinización abierta, que era mejor para los campesinos pobres y en pequeña escala, entre las opciones de los agricultores de Rockefeller- llevaron a que el gobierno mexicano rechazara el “fitomejoramiento amigable para los campesinos” (p. 146).
He utilizado el libro de Olsson en mis seminarios de posgrado y lo he combinado con Alabama in Africa para ilustrar cómo algunas tecnologías, sin importar cuán bien intencionadas sean, no trascienden, o no lo hacen de la mejor forma. De hecho, para ejemplificar, ésta se vuelve una de las preguntas clave en Agrarian Crossings, ¿qué implica realmente el anfibológico término de crossing? Los programas y proyectos patrocinados por el gobierno tenían un objetivo nacional claro, y las necesidades locales (como las variedades de maíz de polinización abierta) solían verse pisoteadas en la búsqueda de resultados de tecnócratas y políticos. Todo ello conduce a dos cuestiones:
El análisis detallado del papel de los tecnócratas, los políticos, los agrónomos y otros científicos agrícolas es lo que hace que el discurso de este libro sea tan convincente -y, sin embargo, y esto no debería sorprender a nadie que conozca mi trabajo- me hallé preguntándome qué pensarían los agricultores en el valle de Tennessee o los de Papaloapan, o cómo reaccionaron ante las tecnologías que vinieron a transformar completamente el panorama y, en algunos casos, hicieron necesaria su reubicación. Sus voces y puntos de vista están casi ausentes del libro. Una cosa es ser el impulsor del cambio tecnológico y otra ser el destinatario de ese cambio; sin embargo, constituye una historia vital para que nosotros comprendamos proyectos concebidos como aplanadoras apabullantes de todo cuanto encuentran a su paso, en un proceso vertical de arriba a abajo, que parecen haber enfrentado poca oposición, aunque sabemos que eso no es cierto. Siempre debemos tratar de centrarnos en los beneficiarios de la asistencia técnica de mediados del siglo XX.
Yo presionaría un poco más a Olsson respecto a lo que realmente está detrás de tales “cruces agrarios”, cuando tenemos, por ejemplo, Democracy on the March, de Lilienthal, ¿tienen los tecnócratas estadounidenses la misma visión que los tecnócratas mexicanos? Parecen albergar razones sustancialmente divergentes para impulsar estos proyectos, porque su comprensión de su lugar en el hemisferio y el mundo es fundamentalmente distinta. Me hubiera gustado que se problematizara un poco más este asunto, sobre todo porque en el libro, cuando trata o habla directamente de la búsqueda del “capital global”, probablemente signifique “capital estadounidense”, lo que resta importancia a la naturaleza explotadora de la relación de Estados Unidos con América Latina y, concretamente en este caso, con México.
Sin embargo, éstas son realmente objeciones nimias, porque Tore Olsson ha escrito un libro importante que tendrá resonancia en las próximas décadas.
Traducción de Jorge Valenzuela