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Nueva antropología

versión impresa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.20 no.65 México may./ago. 2005

 

Artículos

 

Imágenes espaciales, disputas genealógicas y experiencias del terrorismo de Estado en un servicio psiquiátrico argentino

 

Spatial images and genealogical disputes: the re–elaboration of the State–terrorism experiencie in a psychiatric public hospital

 

Sergio Eduardo Visacovsky*

 

* Departamento e Instituto de Ciencias Antropológicas (UBA), Centro y Maestría en Antropología Social (IDES/IDAES-UNSAM).

 

Texto recibido el 1 de diciembre de 2002
Aprobado el 26 de mayo de 2003

 

Resumen

Este trabajo discute la relación entre las experiencias catastróficas y sus posibilidades de reelaboración mediante la actualización de los marcos interpretativos disponibles. Este proceso es analizado en un conjunto de psiquiatras y psicólogos de una institución de atención especializada: el Lanús (el más célebre servicio psiquiátrico en hospital público general en Argentina), quienes padecieron en diferentes formas al autodenominado "Proceso de Reorganización Nacional" (o sea, el régimen militar que gobernó sangrientamente Argentina entre 1976 y 1983). Mi pretensión es mostrar cómo estas reelaboraciones adoptaron un carácter heterogéneo y conflictivo, organizándose sobre la base de imágenes espaciales desarrolladas a partir de las prácticas cotidianas preexistentes.

Palabras clave: régimen militar, atención psiquiátrica, prácticas de tortura.

 

Abstract

This work analyses how catastrophic experiences are elaborated through the use of interpretative frames. This process is examined in a group of psychiatrists and psychologists who worked in a psychiatric institution, el Lanús (the most famous psychiatric service in a general public hospital in Argentina). Many of them were victims of the self-named "Process of National Reorganization" (the military regime that bloodily governed Argentina between 1976 and 1983). The author wants to show how these elaborations adopted heterogeneous and conflicting features, being organized by means of space images developed from pre-existent everyday practices.

Key words: Military regime, psychiatric therapy, torture.

 

La mayoría de las teorías de la memoria social o colectiva comparten la convicción de que las circunstancias presentes definen las interpretaciones del pasado. Uno de los aspectos en los cuales más se ha insistido es en el estudio de los esquemas interpretativos que poseen los grupos sociales para organizar sus experiencias de los eventos, inscribiéndolas en secuencias narrativas plausibles (Peel, 1984: 112). Estos recursos interpretativos están compuestos, básicamente, por las concepciones colectivas de temporalidad, evidencia, autoridad y validez (Burke, 1989:100; Douglas, 1986: 69-70; Guber, 1994 y 1996: 30; Hill, 1988: 7; Küchler y Melion, 1991: 3; Porter Benson, Brier y Rosenzweig, 1986; Trouillot, 1995:15; Wright, 1985); esto implica que, ante todo, son las diferencias en los esquemas interpretativos de los grupos sociales las que explicarían las variaciones en las interpretaciones del pasado. El modelo parece sugerir que mientras los eventos fluyen y dan lugar a experiencias cambiantes, los esquemas interpretativos permanecen inalterables.1 Sin embargo, este enfoque es puesto seriamente en aprietos cuando se atienden algunos eventos y las experiencias a que dan lugar, dadas sus propiedades destructivas. Se trata de los eventos críticos (Das, 1995), catastróficos (Oliver-Smith, 1996; Oliver-Smith y Hoffman, 1999; Hoffman y Oliver-Smith, 2002; Olson, 2000) o cataclísmicos (Feuchtwang, 2000), caracterizados por causar una dislocación masiva del orden considerado normal, tales como guerras, ocupaciones militares y otras situaciones de masacre colectiva que llevan la vida a un punto límite en el que la historia aparece aniquilada y las personas destruidas. Estos eventos pueden comprometer las posibilidades de asimilación y procesamiento de los esquemas interpretativos, puesto que afectan directamente las convicciones, normas y valores profundos de los grupos sociales. Cuando sobrevienen estas situaciones críticas, se desencadenan instantes de incertidumbre en los cuales los agentes intentan producir interpretaciones aceptables.

Esto no quiere decir que los esquemas interpretativos sean necesariamente arrasados y/o abandonados; de hecho, los estudios de sociología y antropología de la religión nos enseñan cómo, en buena medida, las religiones intentan hacer tolerable el daño y el sufrimiento, aun el más incomprensible y arbitrario (Das, 1995). No obstante, los procesos de inscripción de experiencias catastróficas merecen ser indagados empíricamente, como una manera de empezar a entender las circunstancias históricas, sociales y culturales concretas en que se despliega la relación entre eventos catastróficos y esquemas interpretativos. Este trabajo pretende llevar a cabo este objetivo, mediante el análisis de la reelaboración de las experiencias ligadas al autodenominado "Proceso de Reorganización Nacional"2 (en adelante, PRN), el régimen militar que gobernó sangrientamente a la Argentina entre 1976 y 1983,3 y que pusiera en práctica un masivo plan represivo, basado en la tortura, el secuestro y la desaparición de ciudadanos.4 Su irrupción en la esfera pública constituyó un evento catastrófico por su magnitud destructiva de vidas, carreras y trayectorias. Desde el retorno a la democracia en 1983, y particularmente luego de que los comandantes en jefe de las tres primeras juntas militares fuesen juzgados y condenados en 1985,5 el PRN se transformó en un turning point y en una experiencia fundacional de las identidades políticas argentinas, fuesen del signo que fuesen.

Esto ha obstaculizado la posibilidad de ver en toda su complejidad, heterogeneidad y singularidad las reelaboraciones de la experiencia del PRN; generalmente, analistas y activistas contra la impunidad de los crímenes cometidas por el PRN, roles muchas veces coincidentes, han concebido las reelaboraciones de la experiencia del PRN como homogeneidades resultantes de un mismo impacto.

La manera heterogénea que adoptaron las experiencias del PRN será expuesta aquí a través de una población, en su gran mayoría, parte de los sectores sociales medios, profesionales, autodefinidos como "progresistas" orientados en sus preferencias políticas hacia los partidos o movimientos populares, reformistas o de izquierda, opositores del conservadurismo y el liberalismo económico, que padecieron de modo directo o indirecto las atrocidades del PRN. Esta población está constituida por psiquiatras y psicólogos de una institución de atención psiquiátrica, el Lanús6 —el más célebre servicio psiquiátrico en hospital público general en la Argentina— donde trabajaron desde su fundación con su primer jefe, Mauricio Goldenberg, en 1956 y los años inmediatamente posteriores a 1976.

Analizar sus recuerdos orales y escritos acerca del Lanús me permite acceder a las reelaboraciones de las imágenes del pasado político argentino reciente, las cuales despedazaron la pretendida homogeneidad de la población profesional, adoptando un carácter marcadamente conflictivo.

Esta diversidad y conflictividad fue forjada por medio del empleo de un lenguaje espacial creado con anterioridad a 1976, pero que fue utilizado como un recurso simbólico para dar sentido a las experiencias catastróficas, vinculando analógicamente el territorio del hospital con el territorio nacional. La selección de eventos no es sólo una operación intelectual: frecuentemente se materializa en la conservación de restos o reliquias, o en la delimitación de espacios, lo cual requiere de dispositivos prácticos mediante los cuales los sucesos pasados sean tornados significativos para el presente. El análisis que propongo exige considerar como punto de partida las condiciones de constitución de todo espacio en tanto social: la determinación de separaciones basadas en el establecimiento de límites o fronteras (De Certeau, 1994: 209; Leach, 1978: 46 Paul-Lévy y Segaud, 1983), los procesos de construcción, legitimación y aceptación de las mismas (Da Matta, 1987) y la institución de reglas de desplazamiento y ocupación que configuran lugares con significados abiertos a la actualización mediante los usos prácticos particulares (De Certeau 1994: 178; 201-202). De tal modo, las elaboraciones de las experiencias del PRN se basaron en el establecimiento de lugares o posiciones ocupadas durante ese periodo respecto de un eje dicotómico adentro/afuera, con valores morales asociados, que permitían identificar y evaluar la conducta de los agentes involucrados. Por tanto, la pregunta de la memoria nativa era, ante todo, dónde se había estado y en qué momento. Esta lógica evocaba los debates entre intelectuales que optaron o no por el exilio (Sosnowski et al, 1988), y constituía un medio eficaz a los fines de legitimar la ocupación de lugares ventajosos en los tiempos posteriores a 1983.

La información utilizada procede de entrevistas a médicos y psicólogos que habían trabajado en el Servicio, realizadas la gran mayoría de las veces en sus consultorios ubicados, por lo general, en la zona norte de la ciudad de Buenos Aires. Las entrevistas fueron dirigidas a la obtención de relatos centrados en experiencias vinculadas con su paso por el Servicio, para aprehender los matrices narrativos que estructuraban las experiencias personales (Peacock y Holland, 1993). También llevé a cabo observación participante en conmemoraciones, fiestas, reuniones científicas e informales y, entre 1988 y 1990, realicé un trabajo de campo intensivo en el mismo Servicio de Salud Mental del ya por entonces denominado Hospital Interzonal de Agudos "Evita". Recurrí a una amplia gama de materiales textuales: biografías, artículos publicados en revistas especializadas y de divulgación, libros, notas periodísticas y textos inéditos, material tratado como objetos culturales con una especificidad de la que se debía dar cuenta, como fuentes primarias, puesto que la escritura constituye una actividad de los protagonistas de esta historia en la cual, justamente, ellos escriben. Por lo tanto, me focalizo en el análisis de estos escritos en tanto prácticas sociales, y concedo especial atención a los contextos de producción de los escritos y sus usos específicos, lo cual involucra sus apropiaciones por parte del público o audiencias de lectores particulares (Archetti, 1994: 11-13). Pese a que mi propósito no consiste en analizar los relatos como biografías, los agentes están mencionados aquí por su nombres y apellidos reales, puesto que poseen el rango de personajes de una trama histórica sin la cual ésta deja de tener significación (Bruner, 1990: 43). Excepto en el caso de información proveniente de entrevistas, la cual explícitamente se me solicitó no hacer pública, individualizo a los agentes acudiendo a fuentes procedentes de contextos públicos o previamente autorizadas por sus autores.

 

ESTAR AFUERA: LA SEPARACIÓN DEL ESPACIO COMO FUNDAMENTO DE IDENTIDAD Y GARANTÍA DE CONTINUIDAD

Quienes han ocupado las máximas jerarquías en la conducción del Lanús entre 1956 y 1976 comparten, en sus aspectos básicos, una misma imagen del pasado. En ella, la historia del Servicio, a partir de su fundación en 1956, es concebida como un caso ejemplar para América Latina y el mundo, y destacan sus auténticos logros y su prestigio nacional e internacional desde los años sesenta. Efectivamente, este prestigio se basó en los notables avances terapéuticos e institucionales; entre ellos, la utilización de psicoterapias inspiradas en el psicoanálisis, el desarrollo de las terapias grupales y breves, la aplicación de los últimos descubrimientos psicofarmacológicos, la realización de fuertes programas de actualización profesional, la formación de posgrado en psiquiatría e investigación, y el desarrollo pionero en América Latina de modelos alternativos como el Hospital de Día y la psiquiatría comunitaria. Este relato tomó la forma de una auténtica gesta, iniciada en el humilde y pequeño hospital en las afueras de la ciudad de Buenos Aires y que concluyó con la creación de una institución mayor y compleja, emergida tras la lucha por desterrar los prejuicios de la medicina —con la que compartió el espacio hospitalario— y los pacientes respecto de la psiquiatría. Ese pasado brillante, legendario y heroico ha sido a menudo calificado como una edad de oro, de carácter emblemático y aleccionador para el presente.

Como anticipé, el espacio del Servicio se constituyó sobre la base de la identidad lanusina. Diferentes relatos, incluso aquellos producidos desde un presente que reordenaba todo pasado en tanto político, insistían en pintar un tiempo en el cual los límites espaciales funcionaron como barreras frente al mundo externo de la política. Ese tiempo no político expresaba, en realidad, una operación política despolitizadora. En virtud de este principio de legitimación que reforzaba límites con el exterior y privilegiaba el mundo interno, el Servicio devino en un espacio singular, merced a complejas operaciones prácticas y simbólicas. Esta peculiaridad se sustentó en un horizonte profesional e institucional generado a partir de una redefinición práctica de dos modalidades de experiencia espacial: la médico-hospitalaria y la psiquiátrico-asilar. El espacio de internación en un hospital general representaba una novedad, en especial por las consecuencias que arrojaba la presencia de la "locura" en un espacio, en principio, extraño a ella. Operando sobre la delicada tensión entre disciplinamiento y liberalización en la atención de la enfermedad mental, en el Servicio se estableció un ordenamiento de la circulación de los pacientes que salvaguardase las fronteras de todo "riesgo" de contacto externo; a la vez, se organizaron sus actividades cotidianas y las de los profesionales, con el fin de reglamentar las relaciones entre profesionales y pacientes. En virtud de la definición práctica del espacio del Servicio, valores generales como la humanización o el pluralismo adquirieron significación concreta. La irrupción de la actividad política después de 1966 (con la politización y radicalización de gran parte de la sociedad argentina) fue interpretada por algunos como pérdida de la autonomía, entendida en términos estrictamente profesionales e institucionales; por ende, la política era ubicada fuera de los límites, en el mundo exterior. Desde este punto de vista, el Lanús se constituyó sobre la base de una oposición exclusiva entre lo interno y lo externo.

Por esta razón, las generaciones que abandonaron el Servicio alrededor de 1976, debido a la generalización de la represión y el terror, reelaboraron el pasado institucional como un proceso violentamente interrumpido, como una continuidad truncada, un tiempo concluido que se había fugado del espacio que lo albergaba y al que ya no reconocían como propio.7 Dicho momento es caracterizado como la destrucción, pues lo sucedido no tenía precedentes: éxodo, persecución,8 secuestro o desaparición de profesionales,9 cierre de numerosos ámbitos de la institución10 y prohibición para ejercer determinadas prácticas terapéuticas.11 Se trataba de una situación cataclísmica. Para la generación que se enorgullecía de ser cofundadora del Lanús, 1976 significó la ruptura de la continuidad iniciada en 1956. Para entonces, el fundador Goldenberg y varios de sus más relevantes discípulos hacía tiempo que se habían ido. Incluso, hubo varias escisiones individuales y grupales a lo largo de la década de los sesenta y en los primeros años de los setenta.

Como señalé anteriormente, si bien hubo un éxodo importante después del golpe de 1976, el mismo se extendió a los dos años siguientes. Y una minoría continuó. Pero a partir de entonces, los buenos tiempos del Lanús habían finalizado y se produjo el divorcio definitivo entre la identidad del Lanús y el espacio del Servicio. Así como la Shoah o el Gulag se instituyeron como fundamentos de identidades nacionales (Skultans, 1997, cit. en Feuchtwang, 2000: 60), la memoria del PRN se transformó en la base del Lanús como identidad. A la politización resultante de la irrupción de la violencia política en diferentes ámbitos de la vida cotidiana en los sesenta y setenta le siguió la politización del Lanús como una identidad basada en imágenes del pasado institucional y profesional reestructuradas por la memoria del terrorismo de Estado.

 

ESTAR ADENTRO: LA PERMANENCIA ESPACIAL COMO CONTINUIDAD VERGONZANTE

Los pocos que continuaron trabajando en el Servicio después de 1976 y en los años subsiguientes, incluso con posterioridad a 1983, podían enarbolar una continuidad temporal circunscrita en el espacio hospitalario y comunicar sus experiencias en los duros años que siguieron a 1976. Pero la consagración de la ruptura por parte de los lanusinos —denominación de aquellos que no se quedaron— transformaba en un acto moral la alternativa de quedarse o irse del Servicio. En otras palabras, la discontinuidad que establecían en 1976 era moralmente necesaria: los tiempos del Lanús no debían mezclarse con los tiempos del PRN. Por ende, toda continuidad resultaba sospechosa, y en ella fueron incluidos quienes se quedaron con posterioridad al golpe.

Antes del PRN, cualquier éxodo —individual o colectivo, forzado o voluntario— jamás puso en peligro la supervivencia del Lanús como espacio autónomo: sus límites con respecto al exterior preservaban su identidad.12 Esta autonomía constituía una garantía de los mecanismos consagratorios profesionales e institucionales. Cuando el Servicio empezó a politizarse en la segunda mitad de los sesenta, emergieron interpretaciones contrapuestas. Ya en los noventa, algunos continuaban interpretando esta politización como la infiltración de perturbadores, izquierdistas, extremistas, marxistas y comunistas cuando, en realidad, se trataba de nuevas generaciones de profesionales que ingresaron al Servicio a mediados de los sesenta, estudiantes avanzados o graduados novatos procedentes, en su gran mayoría, de la carrera de psicología. Siguiendo el modelo de Mary Douglas (1966: 166) acerca de las operaciones clasificatorias que involucran las nociones de pureza y contaminación, para quienes formulaban esta interpretación, la entrada de las nuevas generaciones profesionales constituyó una suerte de contaminación generalizada de la pureza profesional del Servicio.

Pero tras 1976, la idea de la autonomía espacial se derrumbó. A diferencia de lo que había ocurrido en la segunda mitad de los sesenta y la primera de los setenta, cuando los destierros o las renuncias eran un modo de resolución de los conflictos internos que no ponían en riesgo la autonomía espacial, la irrupción del terrorismo de Estado en 1976 aniquiló cualquier pretensión de conservación de una pureza basada en normas y valores profesionales e institucionales. Hacia mediados de los setenta, y más precisamente en 1976, el modelo de la sociedad amenazada por un peligro externo era ahora fundamento ideológico del PRN, que lo aplicaba al conjunto de la sociedad argentina. Era la Nación Argentina la que debía preservar su pureza ante un enemigo que se había introducido en el tejido social, enfermándolo. Por lo tanto, la distinción nítida entre afuera y adentro se tornaba ambigua y problemática (File, 1997: 198). Desde el punto de vista de la mayoría de los profesionales ligados al Servicio, su espacio —fuese el profesionalmente autónomo o el politizado— había sido engullido por un Estado represivo que no dejaba otra opción que el exilio, o sea, otros espacios fuera de las fronteras nacionales (exilios externos) o de la esfera de lo público.13

La concepción de un espacio contaminado por el terror fue la condición a partir de la cual se gestó un Lanús no localizado y de alcances ecuménicos.

Para las generaciones que trabajaron en el Servicio entre 1956 y los primeros años del PRN, haber pasado por el Servicio constituía un signo de prestigio que podía emplearse exitosamente en el presente; de ahí que la mayoría de las estrategias de consagración del espacio y el tiempo lanusinos estuviesen dirigidas a excluir a aquellos que jamás pasaron por el Servicio ni nunca podrían hacerlo en el futuro; el establecimiento de la ruptura temporal de 1976 tenía ese propósito. Sin embargo, quienes atravesaron dicho límite y permanecieron en el Servicio debieron padecer la transformación del sentido del espacio desde la óptica lanusina, o sea, de quienes se fueron. Para éstos, la disociación entre la identidad lanusina y el espacio del Servicio fue acompañada por una deslegitimación de este último, de modo tal que haberse quedado adquirió atributos deshonrosos y vergonzantes. En el discurso de las generaciones lanusinas se infiere la permanencia posterior a 1976 como un acto ignominioso.

La vergüenza es resultado, básicamente, del incumplimiento de los deberes morales, entre los cuales se incluyen la realización de actos considerados sacrílegos (Pitt-Rivers, 1966 y 1968), como haberse involucrado con el enemigo, con el otro por excelencia : el PRN. Cuando quienes eran hostiles al régimen y podían ser víctimas del mismo huían de los espacios públicos para ponerse a salvo, ¿por qué algunos no sólo permanecieron en las instituciones, sino que siguieron ininterrumpidamente en las mismas hasta el retorno democrático? Esta era la pregunta que se hacían no sólo los antiguos lanusinos, sino también los trabajadores y dirigentes gremiales respecto de las conducciones de los sindicatos, los artistas prohibidos acerca de sus colegas que siguieron trabajando en teatros, empresas cinematográficas, museos y canales de televisión, los universitarios en relación con los profesores que siguieron al frente de las cátedras.

Quienes partieron a exilios externos o internos justificaron sus acciones en el miedo, en el estado de confusión general y en la falta de opciones; por lo tanto, es dable pensar que la transformación de la alternativa de irse o quedarse en valores asociados con el honor y la vergüenza se conformó posteriormente, en tiempos más cercanos al retorno democrático de 1983, cuando el éxodo de la institución hospitalaria podía ser reinterpretado como una honrosa continuidad con respecto de otros éxodos anteriores, tales como las renuncias masivas a la universidad en 1966.14 Sin embargo, esta ausencia de menciones a la vergüenza en el discurso de las generaciones lanusinas no lleva a concluir que los escasos testimonios que denunciaban "vergüenza" fuesen ejemplos aislados; por el contrario, ellos expresaban la lógica de un campo intelectual y profesional constituido a partir del antagonismo entre los exiliados en el exterior y los autodenominados "exiliados internos".15 Los tres casos que proporciono a continuación proceden de contextos posteriores a 1976; dos de ellos fueron escritos para una importantísima conmemoración16 llevada a cabo en 1992, y el restante corresponde a una entrevista realizada por mí en 1999. Los tres testimonios son sumamente relevantes, debido a la posición jerárquica de los protagonistas dentro del Servicio.

El primero es el de Graciela Tarelli, la jefa del Servicio en 1992. Ella redactó una ponencia titulada "Carta abierta a los profesionales del Servicio de Salud Mental del Hospital Interzonal General de Agudos 'Evita'". Su preocupación central radicó en defender la existencia actual del Servicio, puesta en duda por los lanusinos, generación a la que ella podía pertenecer con todo derecho, ya que había ingresado en 1968. Su condición de jefa era cuestionada tanto por las viejas como por las nuevas generaciones; ella interpretaba que tal carencia de legitimidad provenía, ante todo, del hecho de haber permanecido en el Servicio cuando los otros se fueron, a punto tal de preguntarse: "Ser de Lanús y quedarnos. ¿Por qué?"; para responderse con una nueva pregunta: "¿Cómo ser creíble y valorable, si uno no se ha ido del Servicio?" El haber permanecido ya no les confería los beneficios que otorgó a las antiguas generaciones; "ser de Lanús se transformó en algo sucio, pecaminoso, que cerraba puertas y evitaba saludos". El éxodo masivo de 1976 la transformaron en una intrusa en el lugar dejado vacante por los grandes conductores de ayer, ya que "¿cómo creer en uno mismo, si no se es carismático y genial? ¿Cómo ser Jefe, si no se es Mauricio ni Valentín?" Haber ocupado un cargo en esas circunstancias especiales le ofrecía una imagen devaluada de sí misma: "¿Cómo valorarse y ser valorado, sabiendo que uno ha llegado casi sin proponérselo, teniendo falencias y conociéndolas?" (Tarelli, 1992: 302).

El segundo testimonio es un artículo que especialmente escribiera Eleonora de Artiles —quien estaba a cargo del Departamento de Internación—; ella partía de su experiencia como participante invitada en el comité organizador. Al igual que Tarelli, tipificó su posición dentro del Servicio como vergonzante e indigna, ya que ocupaba los lugares pertenecientes a otros que habían sido desplazados violentamente del espacio hospitalario:

No había habido en el tiempo transcurrido nada que autorizara mi lugar actual, 'Jefa de la sala de internación'. ¿Qué lugar ocupé?, cuando esos lugares estaban ocupados por aquellos a los que los fueron, los secuestraron, los desaparecieron o se fueron por propia elección (Artiles, 1992a: 149-150).

En su relato, expresaba la ilegitimidad de su posición, adquirida en un procedimiento sucesorio; de este modo, la continuidad en la línea de descendencia iniciada por Goldenberg estaba rota. El único modo de reestablecerla era mediante el retorno de quienes habían partido. Mientras esto no sucediese, su posición era transitoria. Precisamente, ella parangonaba su situación liminoide17 permanente con la de los desaparecidos como Marta Brea: se autopercibía desplazada del mundo de los vivos, oculta a las miradas de reconocimiento de sus pares.

El tercer caso, y el más significativo de una continuidad a la que se le atribuyó carácter vergonzante, es el del psiquiatra Ricardo Meabe, jefe del Servicio durante la mayor parte del periodo correspondiente al PRN.18 Entrevisté a Meabe en dos oportunidades, hacia mediados de 1999, durante las cuales exhibió una enorme dificultad para inscribir sus recuerdos en cronologías pasadas, especialmente en lo tocante al ciclo en el que transcurrió su jefatura. Cuando intentó definir aquella época, formuló la siguiente secuencia: "primero estaba el peronismo y después Alfonsín". Ante mi sorpresa, empezamos juntos a rearmar una serie más acorde a la realidad:

[...] en 1973 fue el triunfo de Cámpora, luego el de Perón, que murió en 1974, asumió Isabel y en 1976 fue el golpe de Estado. En 1978, el mundial de fútbol, en 1982 la guerra de Malvinas, y en 1983 ganó Alfonsín.

Entonces, ante mi asombro, Meabe insistió, ahora convencido: "subí cuando estaba la época peronista, después estaban los militares y después llegó Alfonsín".

Si en la primera oportunidad, el periodo 1976-1983 correspondiente al PRN constituía un agujero en su secuencia, en la segunda lo incluía sin dejar de insistir en que su jefatura se había iniciado con el periodo peronista, o sea entre 1973 y 1976. En su pretensión por narrar el pasado, Meabe "saltó", primero, el periodo 1976-1983 como si jamás hubiese existido; luego, cuando lo consideró debido a mi ayuda, tampoco pudo asumir que él fuera jefe del Servicio precisamente en ese momento. Por el contrario, recordaba con mayor detalle —y confiriéndole mayor importancia— que fue depuesto de la jefatura exactamente en 1983, con el retorno a la democracia:

Cuando llegó Alfonsín, como yo había sido nombrado por un concurso interno, la ley de la provincia decía que si uno asumía por un concurso interno uno podía ser removido sin necesidad de sumario ni de nada. Con ese criterio los que estaban a cargo de la salud de la provincia, me sacaron y pusieron a Graciela Loffreda.

Meabe contó este episodio todavía con disgusto ante lo que consideraba una injusticia, ya que él trató "de conservar y recrear el modelo de Goldenberg"; es decir, entendía que su jefatura constituyó una continuidad respecto del pasado. Pero para hacerla plausible era condición suprimir de su relato los nexos vergonzantes con la gran discontinuidad representada por el PRN. En su persona, efectivamente, estaba encarnada una continuidad, dado que prosiguió trabajando en el Servicio en los ochenta y noventa, pero esta continuidad era vista por algunos de sus colegas como una continuidad inaceptable. Y su sustitución en 1984, pocos meses después de que asumiera la presidencia Raúl Alfonsín, fue promovida por un grupo de profesionales del Servicio para los cuales Meabe representaba una molesta continuidad del PRN en tiempos democráticos.19

 

ESTAR ADENTRO: LA PERMANENCIA COMO RESISTENCIA Y PRETENSIÓN DE CONTINUIDAD

Hasta aquí he mostrado cómo la permanencia en el Servicio constituyó un valor vergonzante. Sin embargo, con la reapertura democrática, este valor empezó a coexistir en tensión con otro, que interpretaba dicha permanencia como un acto de resistencia. Aunque no siempre aparece empleado por las voces nativas, este concepto las expresa cabalmente como inversión de la vergüenza. En el contexto argentino, la noción evoca de un modo especial a la resistencia peronista, nombre mediante el cual ha sido recordada la etapa que siguió al derrocamiento de Perón en 1955 hasta su retorno al poder en 1973. La situación en el Servicio guardaba algunas semejanzas: líderes desalojados y exiliados, éxodos masivos, represión y restricciones. La mitología de la resistencia peronista —forjada durante los años sesenta desde la exclusión política y con varias versiones de acuerdo con las diferentes tendencias del peronismo— alcanzó su consagración como narrativa teleológica con el regreso del peronismo en 1973. Con el peronismo triunfante, el pasado inmediato de la resistencia se integró al presente en la brutal disputa por imponer la definición del verdadero peronismo.

Pero la memoria como resistencia en el Servicio se presentaba de un modo muy diferente. Ante todo, no era la interpretación de los excluidos, de los que habían quedado fuera del territorio del Servicio, sino la de los incluidos, de quienes pudieron quedarse dentro. Tampoco se convirtió en el episodio de una saga cuyo final fuera la inversión de la situación desencadenante de la resistencia: el jefe, el líder, nunca volvería (a pesar de que, como he puntualizado, siempre se esperaba su improbable retorno). No fue la memoria de quienes clamaban por recuperar un espacio del que habían sido expulsados, sino la de quienes clamaban haber conservado ese espacio y, por lo tanto, garantizado la continuidad. No obstante, si bien es significativa la diferencia entre el retorno efectivo al poder de Perón y el jamás concretado de Goldenberg a la jefatura del Servicio, es necesario remarcar una similitud profunda: tanto el peronismo de 1973 como los congregados en las Jornadas de 1992 creían que su "jefe" garantizaba la unidad colectiva, basada en la conciliación de los opuestos que aceptaban su liderazgo eterno.20

La historia del Servicio escrita por De Fina de De la Fuente (testigo privilegiado desde 1966, y por entonces coordinadora de los departamentos de Niños y jefa de Docencia e Investigación) constituye la presentación pública de esta postura: aunque para ella el año 1976 implicaba una ruptura con respecto al pasado, ésta había sido suturada por la defensa del viejo Lanús, de su línea de trabajo, durante los años oscuros del PRN, pese al "dolor y la confusión", lo que le permitía concluir sin hesitar que el Lanús seguía vivo (1992: 55). Desde su perspectiva, los casi 50 profesionales sin renta alguna que permanecieron durante los tiempos del PRN pudieron sobrevivir y sostener el modelo del Lanús, compartiendo la misma perspectiva del entonces joven residente Feldman (1992: 129), quien destacaba que la permanencia de algunos representantes de las generaciones vinculadas con la "Edad de Oro" hizo posible la continuidad por medio de la transmisión oral. Como se advierte, De Fina de De la Fuente no representaba la solitaria voz de las generaciones más antiguas; también otros estaban convencidos de que "entre el 76 y el 80 la mística del Lanús y de Goldenberg dentro del Hospital seguía" (Departamento de Internación, 1992: 69), y que permanecer adquirió el significado de una defensa del Servicio ante la agresión (Ibáñez, 1992: 45), como si sus paredes hubiesen delimitado trincheras desde las cuales se resistió y se preservó el pasado.

De la resistencia ante el avance de un enemigo agresor, algunos derivaron una interpretación complementaria: la ocupación del espacio propio. A diferencia de quienes habían resuelto reelaborar la traumática separación de sus lugares de trabajo, algunos de quienes permanecieron en el Servicio sostuvieron el principio de identificación entre el Lanús, como un estilo distintivo, y su espacio de existencia. Si la llegada del terror implicaba el arrasamiento de todo espacio —su vaciamiento—, quedarse equivalía a su negación, a desafiar la aniquilación. Por un lado, se presentaba la opción de hierro: nosotros u otros, es decir, quienes quedaban del viejo Servicio, por un lado, y quienes podían llegar, seguramente en connivencia con el PRN, por otro. Después de todo, ése era un comportamiento usual durante los cambios de color político en los gobiernos, fuese por las urnas o por las armas: cambiar la composición de algunos sectores del Estado —a los que se juzgaba particularmente relevantes— por individuos de los que se esperaba total adhesión. A esto se refería Tarelli cuando afirmaba "no dejar el lugar, porque lo ocupan otros" (1992: 301). Pero, por otro lado, el concepto de ocupación admitía otro sentido, con reminiscencias de estrategia militar: aquí, ocupar significaba algo diferente al mero hecho de permanecer, que podía con todo derecho ser visto como colaboracionismo. Lo que lo diferenciaba del simple "estar ahí" pasivo era su naturaleza activa: era "avanzar, tomar posesión, existir" (Artiles, 1992a: 151). Esta idea de ocupación los presentaba como quienes recuperaron un espacio eventualmente perdido, quienes liberaron un territorio ocupado por fuerzas enemigas. Por lo tanto, esta interpretación postulaba que quienes se quedaron fueron los auténticos liberadores del Lanús.

Aunque la interpretación de la resistencia no era admitida por la mayoría de quienes se habían ido entre 1975 y 1977, ésta disponía de una fuerza extra: contaba con la aprobación de Barenblit, el último jefe, el jefe en el exilio. Mientras algunos, como De Fina de De la Fuente, aducían que "resistir" había sido la orden de Barenblit luego de que fuera depuesto de su cargo en 1976, el mismo Barenblit se encargó de presentar a quienes se quedaron como parte de una "resistencia" que permitió la supervivencia del Lanús:

Al ausentarme por esta situación de la función de jefatura, hubo quienes continuaron la tarea en medio de circunstancias donde la violencia y la muerte dominaban el panorama nacional [...] Tendría que hacer un gran esfuerzo por transmitir lo que de sufrimiento, de dolor, de pena, de miedo, de terror, significaba ir a un hospital a cumplir con la tarea por esos años; pero se logró, gracias a que la consigna era que más allá de las personas o de los líderes, lo importante era sostener las ideas y el proyecto (Turnas, 1990: 116-117).

Ya en el contexto de las Jornadas de 1992, Barenblit reclamaba que se les recordara. La memoria, como el mismo lo sostuvo, los debía ubicar junto a las víctimas de la represión estatal, es decir, los asesinados, los desaparecidos, los exiliados:

Memoria y reconocimiento para los que supieron no irse del país, a los que pudieron no marcharse, a los que no quisieron ni necesitaron hacerlo. Ellos —¡Ustedes!— merecen nuestro mayor respeto, por haber seguido pensando y produciendo en ese contexto tan difícil. Son los que mantuvieron vivo el fuego y los que posibilitaron que Lanús sobreviva... (Barenblit y Korman, 1992: 16).

De este modo, la permanencia —en el Servicio, en la Argentina— dejaba de asimilarse con el colaboracionismo automático, para engrosar las filas de los exiliados, en este caso internos:

[...] al exilio interno, al que nosotros, desde fuera del país, le brindamos homenaje. Hemos tratado y considerado siempre con especialísimo respeto a aquellos que lograron seguir en el país respetando sus propias ideas, silenciando su palabra pero sin detener su pensamiento. Yo siempre digo que aquellos que pudieron acogerse al exilio interno han podido conservar los núcleos más importantes de la cultura dentro del país [...] (Testimonios, 1996: 112).

Que Barenblit haya sido casi la única voz21 que reivindicase el lugar de quienes se quedaron se comprendía por su condición de líder en el exilio. A diferencia de Goldenberg, quien se retiró voluntariamente, Barenblit continuaba siendo reconocido como el jefe del Servicio, ya que fue desalojado de su cargo de un modo arbitrario. Quienes le sucedieron imaginaban su retorno, el cual no sólo era posible por el modo en que le habían obligado a dejar la jefatura, sino porque su recuperación implicaba la reparación del daño infligido. De modo tal que quienes se quedaron en el Servicio tras el golpe de 1976, seguían reconociendo a Barenblit como su jefe legítimo, al principio, y de seguro con posterioridad, su líder. Así, 15 años después, Tarelli recordaba las esperanzas, dudas y temores respecto de la situación de Barenblit, a quien catalogaba como "el Mesías" (1992: 301), debido a las esperanzas mayoritarias puestas en su retorno: "Mauricio no va a volver, Valentín (Barenblit), sí". A diferencia de quienes se quedaron, quienes ya no estaban en el Servicio, aun cuando se hubiesen marchado con mucha anterioridad a 1977, reivindicaban el liderazgo de Goldenberg; rota para ellos la relación entre el Lanús y el espacio del Servicio, Goldenberg se transformaba en el jefe de una comunidad diaspórica.

Se tornaba comprensible, ahora, la exigencia de reconocimiento hecha por Tarelli hacia las generaciones lasuninas en el presente. En realidad, lo que estaba en cuestionamiento no era la existencia del Servicio, sino del Lanús. Ella podía insistir en que la fractura de 1976 los había transformado en

[...] chicos abandonados, prematuramente obligados a crecer, a quemar etapas, intentando sobreponernos a un duelo casi imposible, unidos por el infortunio, esperando 'el regreso', junto con quienes ingresaron a partir de 1978 (Tarelli, 1992: 302).

Pero, fundamentalmente, interpretaba que ellos habían sostenido "el lugar y la filosofía de trabajo" al hacer que el Servicio no interrumpiese su tarea, mantuviese su calidad y continuase siendo elegido por muchos profesionales jóvenes para aprender. Aun más, destacaba que esta limpia continuidad había sido legitimada por la colaboración de Goldenberg y Barenblit, así como muchos otros ex profesionales.

 

CONCLUSIÓN: EXPERIENCIAS CATASTRÓFICAS Y LA INVENCIÓN DE GENEALOGÍAS PURAS E IMPURAS

El Lanús representa un caso privilegiado para estudiar las formas de producción de memoria social en la Argentina contemporánea. Este carácter especial proviene de la relación específica entre las mencionadas interpretaciones y el proceso político. La conexión entre memoria social y política en la Argentina alude, inmediatamente, al traumático pasado de un país atravesado por la violencia y el terror desde el Estado, cuyo punto culminante fue la represión ilegal llevada a cabo por el PRN a partir de 1976. Pero en un nivel más profundo, se refiere a la preeminencia de lo político como marco dador de sentido a la vida social, como fuerza activa suministradora de interpretaciones del pasado de sectores sociales e instituciones no definidos como "políticos".

Este trabajo permite internarse en los efectos reales que la acción del PRN tuvo sobre personas e instituciones, y aprehender su transformación en un marco interpretativo del pasado a la vez que del presente. He pretendido mostrar que la reorganización social después de la reinstauración de la democracia en 1983 exigía elaborar el horroroso pasado recientemente concluido, y que esta tarea, en virtud de la dimensión de sus efectos para la sociedad, debía ser llevada a cabo no sólo por los agentes que participaban de la esfera política, sino por las instituciones educativas y sanitarias estatales y privadas, y por las asociaciones profesionales; en fin, por formas de organización cuyo propósito primario no estaba dirigido a la lucha política. En suma, el Lanús es una puerta de entrada al conocimiento de los procesos históricos que constituyeron las instituciones argentinas, y a las interpretaciones que tomaron por objeto esos mismos procesos.

Que las interpretaciones de este pasado político hayan sido heterogéneas resultaba lo esperable; para ofrecer un simple ejemplo, las fuerzas armadas no iban a aceptar que se les imputase haber asesinado ciudadanos y sí, en cambio, podían argumentar que su intervención había sido un "servicio" para "salvar" a la sociedad de la "subversión marxista"; en sentido contrario, los sobrevivientes de las organizaciones revolucionarias calificaban a las fuerzas armadas de asesinas, desconocían el supuesto pedido de auxilio de la sociedad y rechazaban la lectura de su conducta pasada como un uso arbitrario de la violencia, justificado desde su óptica, dado que se había vivido una "guerra civil". El Lanús, como un caso de reelaboración del pasado político argentino, tampoco presentaba una cualidad homogénea, sino que se expresaba en una variedad de imágenes; mas esta diversidad de interpretaciones fue producida por una población que poseía una gran homogeneidad ideológica y sociológica, una diversificación que despedazó la pretendida homogeneidad de este sector profesional, adoptando un carácter marcadamente conflictivo.

Estas contrapuestas versiones del pasado del Lanús compartían una propiedad común: todas se presentaban como pasados fragmentados, como temporalidades discontinuas. En su célebre ensayo, Edmund Leach (1971: 194-196) había diferenciado entre un tiempo como repetición o reversible, y un tiempo como no-repetición o irreversible. El primero postula la discontinuidad, la repetición de inversiones, una secuencia de oscilaciones entre dos polos opuestos, cuyos modelos básicos son la alternancia entre el día y la noche, la vida y la muerte, el invierno y el verano. Por su parte, el tiempo como no-repetición insiste en la continuidad, en la naturaleza irrepetible del pasado y la imprevisión de un futuro que se extingue con la muerte. A esto, es necesario sumar la extinción de la temporalidad. La experiencia matriz de la extinción del tiempo proviene, indudablemente, de la confrontación con la muerte; si la vida es duración, transcurrir, la muerte es la supresión de todo acontecer, un no-tiempo en tanto destrucción de la vida. Como lo afirma Leach, la emergencia de una concepción cíclica o repetitiva del tiempo constituyó un esfuerzo social por hacer tolerable la experiencia de la finitud (ibid.: 194195); precisamente, era posible incorporar la destrucción del tiempo como un momento normal de la alternancia de ciclos (vida-muerte), concebidos como inversiones de opuestos repetidos hasta la eternidad.

No obstante, es preciso diferenciar los patrones de organización de la temporalidad de aquellos eventos cuya experiencia introduce una dislocación de cualquier orden temporal. La noción de catástrofe designa esta extinción o destrucción radical de la temporalidad, recuperando el sentido del verbo griego katastréphein, que significaba, precisamente, abatir o destruir. Por una parte, guarda relación con el concepto de evento cataclísmico, pero catástrofe enfatiza más las significaciones conferidas a los hechos. Una temporalidad catastrófica se organiza como una discontinuidad diferente a la establecida por las concepciones temporales normales: se trata de una discontinuidad que desarticula la normalidad y exige una reinscripción que la haga inteligible.22 El PRN fue tipificado como una catástrofe que introducía una disrupción en la temporalidad de las interpretaciones generadas desde 1956 en torno al Lanús; por eso, sostuve, resultaba crucial comprender el papel que las experiencias de la violencia política y el terrorismo de Estado tuvieron para la génesis de imágenes fragmentadas del pasado del Lanús.

Sin embargo, las interpretaciones del Servicio en tanto discontinuidad habían surgido en muchos momentos del lapso comprendido entre 1956 y 1976; por lo tanto, resultaba indispensable reconocer las diferentes interpretaciones como partes de un proceso mayor, que poseía específicas condiciones de producción. De acuerdo con este marco analítico, las condiciones de producción de las interpretaciones eran, simultáneamente, condiciones de reelaboración de interpretaciones anteriores. La primera interpretación, a la que llamaré el Lanús I, fue gestándose durante los primeros diez años de vida de la institución, y consistió en un modelo de tiempo lineal y progresivo que fluía dentro de los límites espaciales del Servicio.23

Expresaba una localización geográfica y edilicia mediante la cual se forjaron límites respecto del mundo político externo hasta mediados de los años sesenta —por lo tanto, el Lanús se erigió como una categoría eminentemente profesional—, y fronteras en las cuales fue definido de modo práctico su horizonte de sentido. Esta interpretación del pasado del Lanús fijaba su origen en 1956, de donde se desencadenaba un proceso continuo que, en la segunda mitad de los sesenta, se asumía como infinito. Esta perspectiva era convergente con la versión evolutiva del pasado argentino propuesta, entre otros, por el sociólogo Gino Germani en la segunda mitad de los cincuenta y primera de los sesenta, en la cual la historia del país era vista como un continuo proceso de desarrollo y modernización frente al tradicionalismo (Neiburg, 1998:116-122).24 La irrupción del PRN en 1976 y su reelaboración como objeto de memoria, modificó el modelo del Lanús I y dio lugar a dos modelos del pasado del Lanús:25 las generaciones que abandonaron el Servicio alrededor de 1976 lo reelaboraron como un proceso violentamente interrumpido, como una continuidad truncada, un tiempo concluido que había fugado del espacio que lo albergaba, y al que ya no reconocía como propio.26 Este es el modelo que llamaré Lanús II.

Pese a esta íntima conexión entre identidad y localización, entre los años 1980 y 1990 el Lanús se había escindido de su espacio original de existencia. Transformado en una identidad ecuménica, sin emplazamiento definido, interrogaba la relación entre las viejas generaciones y los profesionales que seguían en el Servicio. Las expulsiones, persecuciones y exilios forzados habían derivado en una ruptura irremediable, tanto con su espacio, como con una temporalidad que ya no era la propia, sino la de otros. Aunque no todos los miembros de las viejas generaciones habían dejado el Servicio en 1976 (algunos lo habían hecho antes y otros un poco después, en 1977 o 1978), para las generaciones que se desempeñaron entre 1956 y 1976, la irrupción del PRN significó el establecimiento del límite demarcatorio de su historia y el dolor y el terror como experiencias intransferibles que otorgaban una identidad singular. La violenta ruptura había forjado la discontinuidad con cuanto sucedió posteriormente en ese espacio e introdujo acusaciones de impureza e imputaciones vergonzantes en la interpretación del comportamiento de quienes se quedaron.

También quienes permanecieron allí después de 1976 tipificaron al PRN como una catástrofe que suscitó una discontinuidad con el pasado. Pero esta discontinuidad, este "ya no todo será lo mismo", que inicialmente fue significado como una decadencia, no se tradujo luego en una ruptura definitiva; para ellos, su identidad lanusina, vinculada con el ámbito edilicio del Servicio, seguía siendo una realidad cotidiana. Desde su perspectiva, construida a lo largo de los años ochenta, ellos lograron hacer frente al PRN, conservaron sus lugares de trabajo, defendieron ese espacio, resistieron. Según esta interpretación, el Lanús I había sido recuperado y, por lo tanto, había logrado sobrevivir a la catástrofe, para retomar su continuidad después de 1983. Denominaré a este modelo como la resistencia y recuperación lanusina, el Lanús 0. Resistencia también connota un sentido espacial y, más estrictamente, estratégico-militar, en la medida en que define la toma de posiciones frente a un ataque enemigo que intenta ocupar —o ha ocupado— las posiciones propias; el objetivo es, entonces, la recuperación de las posiciones perdidas.

Como se puede apreciar, todos los modelos expresan temporalidades discontinuas, producidas por la reelaboración de ciertas experiencias del proceso político consideradas como catastróficas en nuevas series temporales y bajo un lenguaje espacial. Según he apuntado, las experiencias que tienen su base en el terror son desorganizadoras en la medida que arrasan con nuestras categorías de asimilación de los flujos temporales rutinarios; sólo pueden ser experimentadas, inicialmente, como destrucciones del tiempo. Mas a esta experiencia primera le sigue una elaboración de la experiencia del horror dentro de marcos que la hagan inteligible, normalizándola. Aquellas personas e instituciones víctimas o sobrevivientes del PRN para reelaborar sus dramáticas experiencias recurrieron a los marcos interpretativos disponibles. Esto fue lo que sucedió al redefinirse el PRN como un momento del ciclo democracia/ autoritarismo, que reflejaba, a su vez, una división básica de la Argentina. Esta dicotomía fue producto de la llamada "transición democrática" iniciada en 1983, cuya elaboración correspondió a un amplio espectro ideológico de políticos e intelectuales básicamente, cuyo denominador común era la oposición tajante no sólo a los crímenes del PRN, sino también a la supresión de la democracia política. Por vez primera en el siglo XX, los golpes de Estado eran vinculados con el autoritarismo y la negación de la democracia, a diferencia de lo que había ocurrido, por ejemplo, en 1955, cuando la "Revolución Libertadora" fue recibida como un "retorno" democrático frente a la "tiranía" peronista. El nuevo marco producido en la transición democrática clasificaba dicotómicamente el presente y el pasado en el que buscaba su fundamento; la oposición entre la democracia inaugurada por el radicalismo triunfante y el PRN era vista como sucesión de dos sistemas absolutamente diferenciados: la genealogía de la democracia y la del autoritarismo. A ese esquema apelaron quienes, por diferentes razones, fueron separados, expulsados, excluidos del espacio del Servicio, para redefinir al Lanús como quintaesencia de la democracia, como una de las instituciones que reclamaba legítimamente descender de la genealogía democrática.

Pero, esto, claro está, le exigía resolver diversas paradojas, como su vinculación de origen a un golpe de Estado militar. Por ende, resultaba crucial disminuir e, incluso, suprimir las asociaciones genealógicas del pasado con la política. Los esquemas de organización espacial, basados en las experiencias cotidianas en el Servicio, cumplían perfectamente tal cometido: evocaban inmediatamente un tiempo localizado y discreto dentro del cual ninguna contaminación externa podía resultar amenazadora. Para el Lanús II, las inaceptables continuidades contaminantes eran traducidas al lenguaje espacial de la oposición entre adentro/afuera, interno/externo. La imposición de la oposición democracia/autoritarismo producía una operación de separación de aquellos hechos que no debían aparecer mezclados desde ningún punto de vista (Douglas, 1973: 17). El acto de separación se fundaba en concepciones acerca de lo (políticamente) puro y lo impuro. El esquema clasificatorio de la democracia debía organizar una experiencia pasada sobre la base de límites claros y precisos, cuyo sentido era definir segmentos temporales sin más contacto entre sí que sus bordes externos. La compulsión a la reformulación del pasado en función del dualismo antagónico revela que este modelo de separación se imponía como una ideología de rechazo a la continuidad, vista como contaminante. El esquema funcionaba, de tal modo, como una máquina de fragmentar el tiempo, como un dispositivo de producción de temporalidad cíclica.

La definición de una identidad democrática dependió de la exclusión absoluta de la temporalidad —y en algunos casos, de la espacialidad— dominada por el PRN; desde el punto de vista de la democracia, el PRN debía representar un vacío, una ausencia, un hueco, una otredad. Quienes reaparecían en los tiempos democráticos como auténticos lanusinos —el Lanús II— eran aquellos que, probadamente, no habían sido contaminados por el contacto con el espacio infecto: los secuestrados, los torturados, los asesinados, los exiliados, los luchadores por los derechos humanos. Por ello, la continuidad de quienes permanecieron en el Servicio después de 1976 y atravesaron el limen del periodo democrático era inadmisible y tipificada como "vergonzante". Ante este cuadro, la dirección del Servicio, a principios de los noventa, que por su edad y por el periodo de ingreso a la institución eran potencialmente miembros de la generación lanusina, aceptó en parte la desconfianza derivada de su permanencia allí; empero, apoyados por algunos lanusinos destacados, reclamaron que se reinterpretase su papel durante los años del PRN como una silenciosa resistencia que conservó el patrimonio del Lanús. De este modo, frente a los modelos de la discontinuidad radical que postulaban los lanusinos, presentaban una continuidad (en la discontinuidad) del Lanús como unidad temporal-espacial. Renovaban así el modelo de interpretación espacial que privilegiaba un mundo interno (en el cual habían resistido y prolongado la vida del Lanús) frente al mundo externo de la política, que había derrumbado las fronteras institucionales después de 1976.

He pretendido aquí realizar un doble aporte. Por un lado, a los estudios en torno a la producción de la memoria colectiva y la reelaboración de experiencias catastróficas; mi intención ha sido mostrar que la investigación teórica y empírica acerca de la memoria colectiva es inseparable —y hasta diría, subordinada— de los problemas de producción social y cultural de la experiencia. Por otro lado, he buscado que los estudios de la memoria colectiva no puedan conformarse con prolongar las justificadas luchas contra la impunidad; al respecto, es posible aceptar, con Yerushalmi (1989: 115-117), que dichos reclamos constituyen un valor ético capital cuando lo que está en juego es la justicia y, al mismo tiempo, pone de manifiesto que los olvidos o silencios no son patrimonio de las "malas memorias", sino de todo proceso de interpretación del pasado.

 

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Notas

1 Su inspiración puede provenir tanto del estructuralismo como de la fenomenología social. En el primer caso, se remonta a la concepción de Lévi-Strauss (1964) de los mitos como dispositivos que lidian con la imprevisibilidad de los acontecimientos. En el segundo, a la conceptualización de la vida cotidiana tal como ésta se presenta a la conciencia, como un world taken for granted (Berger y Luckmann, 1966).

2 Como señala Robbens (1999:139), "el régimen militar de la Argentina entre 1976 y 1983 ha sido descrito con una serie confusa de nombres, cada uno de los cuales deja traslucir diferentes causas, condiciones y consecuencias imputadas. Los militares han usado términos tales como guerra sucia, guerra anti-revolucionaria, lucha contra la subversión, y Proceso de Reorganización Nacional. Los grupos de derechos humanos hablan de terrorismo de Estado, represión y dictadura militar. Las ex organizaciones revolucionarias emplean términos usados por los grupos de Derechos Humanos, pero también hablan de guerra civil, guerra de liberación y lucha anti-imperialista. Tanto en el caso de que la violencia de los años setenta sea descrita con el término de guerra anti-revolucionaria, guerra civil o terrorismo de Estado, resulta importante para estos grupos porque cada designación implica un juicio histórico y moral diferente que puede transformar patriotas en opresores, víctimas en ideólogos, y héroes en subversivos" (traducción del autor). Como se advertirá, empleo a lo largo del texto preferentemente el término "Proceso de Reorganización Nacional", entre comillas o más a menudo abreviado (PRN), para designar el modo nativo de autodefinición del gobierno militar asumido en 1976. Cuando aludo a las características de dicho régimen, no dudo en acudir a la noción de terrorismo de Estado, pues entiendo que el mismo no sólo constituye un uso local, sino que permite aprehender una realidad que trasciende las interpretaciones singulares. Otros términos, tales como "dictadura militar" o "El Proceso" se utilizan cuando son empleados en expresiones nativas.

3 Las Fuerzas Armadas tomaron el poder el 24 de marzo de 1976 derrocando al deteriorado gobierno de Isabel Martínez de Perón, quien había asumido el poder en julio de 1974 tras la muerte de su esposo, Juan Domingo Perón. En ese lapso, la inflación ascendió, en 1975, a 330% y la violencia política alcanzó niveles altísimos a partir de los enfrentamientos entre la organizaciones revolucionarias "Montoneros" (peronista), Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP, trotskista) y la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A, una organización terrorista enquistada en el propio Estado, cuyo origen y conducción fue atribuido al ministro de Bienestar Social y secretario privado de Perón, José López Guerra). Tras el golpe de Estado, la detención de Isabel Perón y su posterior reclusión en Neuquén, el poder fue asumido por una Junta de Comandantes en Jefe que designó luego como presidente al jefe del Ejército, Jorge Rafael Videla. El nuevo gobierno disolvió el Congreso Nacional, prohibió los partidos políticos, removió la Corte Suprema de Justicia e intervino la CGT y la Confederación General Económica. Al mismo tiempo, se intensificó el plan represivo iniciado en los últimos meses del gobierno del FHEJULI. De febrero de 1975 era el decreto 261, que habilitaba al Comando General del Ejército a "aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actúan en la Provincia de Tucumán". De octubre del mismo año fueron los decretos 2770, 2771 y 2772, que otorgaban a las Fuerzas Armadas, Fuerzas de Seguridad y Fuerzas Policiales la potestad de la lucha "contra la subversión" en todo el territorio nacional mediante operaciones militares.

4 La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), organismo al que el gobierno de Alfonsín en 1983 encomendó investigar la represión estatal durante el periodo 1976-1983, pudo constatar 8 960 casos de desapariciones forzadas de personas (CONADEP, 1984: 479), aunque los organismos de derechos humanos han estimado la cifra en 30 000. La represión cayó sobre estudiantes, sindicalistas, intelectuales, profesionales y, en muchas ocasiones, sus familiares, todos ellos secuestrados y confinados a centros de detención clandestina, donde fueron torturados y, en una alta proporción, asesinados y enterrados en fosas comunes o arrojados desde aviones a las aguas del Río de la Plata, como método de desaparición de sus cuerpos y, con ellos, de todo rastro del pasado. Quienes pudieron, se exiliaron para salvar sus vidas.

5 Más tarde, el presidente justicialista Carlos Saúl Menem promulgó dos decretos indultando a los jefes militares condenados; el primero, el 7 de octubre de 1989, y el segundo, el 30 de diciembre de 1990. La resonancia de este último radicó en que dejó en libertad a Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti, Roberto Eduardo Viola y Armando Lambruschini, ex miembros de las juntas militares, y Juan Ramón Alberto Camps y Ovidio Pablo Riccheri, antiguos jefes de policía de la provincia de Buenos Aires. Todos ellos habían sido sancionados por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal en 1985 en las causas iniciadas por el gobierno del presidente Alfonsín. El indulto también alcanzó a Mario Eduardo Firmenich, jefe de la agrupación armada Montoneros, que había sido condenado por la justicia civil durante el periodo constitucional, después de haber sido extraditado desde Brasil, y a José Alfredo Martínez de Hoz (ministro de Economía durante el PRN) y Carlos Guillermo Suárez Mason (ex jefe del primer cuerpo de ejército), entre otros.

6 El Lanús es un término nativo que refiere metonímicamente a la zona geográfica en la que está ubicado, el partido de Lanús en el sur del conurbano bonaerense, una designación consuetudinaria, distinta a los nombres reconocidos por el Estado: Servicio de Psicopatología y Neurología del Policlínico denominado "Dr. Gregorio Aráoz Alfaro" entre 1956-1973 y 1976-1987 o, en otras circunstancias —como en la actualidad— el Hospital Interzonal de Agudos "Evita", entre 1952-1955, 1973-1976 y de 1987 al presente.

7 Compárese con la interpretación del significado de la topografía del Nuevo Testamento por Maurice Halbwachs. Éste muestra cómo las escisiones y migraciones del núcleo judeocristiano de Palestina generaron sentidos muy distintos respecto de los lugares sagrados; mientras que para quienes quedaron en Palestina, Jerusalén era un lugar físico, quienes migraron construyeron una noción de Jerusalén como lugar santo, no ya atado a referencias espaciales concretas, sino como concepto abstracto inscripto en un sistema de creencias; de ahí que, en este último caso, "Jerusalén" fuese una "ciudad celestial" (Halbwachs, 1992: 204-205).

8 Pocos días después del golpe militar, el nuevo subsecretario de Medicina Asistencial y Rehabilitación, el vicecomodoro doctor Rodolfo Gancedo, firmó la "licencia extraordinaria" de jefes de servicio o personal subalterno, de médicos, psicólogos o asistentes sociales y la prohibición de asistencia del personal concurrente (Lo Opinión, 30 de abril de 1976). Entre las justificaciones de la medida, se aducía que los afectados incurrían en "presunta o potencial perturbación ideológica". Los Centros de Salud Mental de la ciudad de Buenos Aires —los hospitales neuropsiquiátricos "José T. Borda" (hombres), "Braulio A. Moyano" (mujeres), "Tobar García" (infanto-juvenil) y los Servicios de Psicopatología de los hospitales "T. Alvarez", "E. Tornú", "Ignacio Pirovano", "Torcuata de Alvear" "José M. Penna" y "Parmenio T. Pineiro", entre muchos otros— fueron desmantelados y reducidos a un funcionamiento mínimo. En general, se eliminaron los cargos ad-honorem, las actividades formativas (por ende, las residencias médicas) y las supervisiones. El decreto de "licencia extraordinaria" obligaba a Valentín Barenblit, jefe del Servicio del Lanús, a concluir automáticamente sus funciones; sin embargo, los coordinadores de los diferentes departamentos decidieron mantener su jefatura, a pesar de que oficialmente la misma había caducado; de hecho, llevaron a cabo reuniones del consejo directivo en el propio domicilio de Barenblit. En una de aquellas reuniones acordaron que lo más conveniente era delegar la jefatura interina del Servicio en José Kuten; luego, ante la renuncia de éste, fue elegida otra ex residente, Lucía Barbero. Algunos profesionales pudieron reintegrarse a su trabajo en el Servicio mediante un recurso judicial, pero muchos otros fueron catalogados como "licenciados por razones administrativas" (De Fina de De la Fuente, 1992: 55-56). De los 150 profesionales que integraban el Servicio hacia mediados de los años setenta, quedaron apenas 40, debido a las cesantías forzosas y al éxodo generalizado provocado por el terror y la presencia permanente en el hospital de soldados armados.

9 En 1977 se produjeron dos hechos trágicos que son invocados como expresiones ejemplares de aquellos tiempos. El 31 de marzo fue secuestrada en la sala de espera de los Consultorios Externos la psicóloga Marta María Brea, coordinadora rentada del Departamento de Adolescentes. Brea, a la sazón de 38 años, era hija del médico Mario Brea, ex decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires; en el Servicio había formado parte de la comisión gremial y, según algunos testimonios, militaba en Montoneros. Todos los que me ofrecieron su versión del hecho coincidían en que el automóvil con el cual se ejecutó el operativo ingresó y salió sin dificultades del hospital, atravesando dos veces las barreras del estacionamiento. De acuerdo con algunos relatos, la acción se produjo en plena reunión del consejo directivo. Algunos que afirmaban haber estado a su lado en el momento en que fue secuestrada, sostenían que sus raptores fueron efectivos del Ejército y que, en el acto, corrieron tras el automóvil hasta que salió del hospital; otros aseveraban haberlos perseguido en otro automóvil. Según algunos testimonios, Marta Brea fue vista en "El Vesubio", un centro clandestino de detención en el partido de La Matanza, al sudoeste del Gran Buenos Aires. Marta Brea permanece desaparecida desde entonces. En abril del mismo año, el último jefe del Servicio, Valentín Barenblit, fue detenido por las fuerzas militares, retenido y brutalmente torturado en un centro clandestino de detención durante dos semanas. Según señala Feldman (1992: 123), la APA, institución a la que Barenblit pertenecía como miembro adherente, no realizó ningún reclamo público ni intentó presentar un pedido de habeas corpus ante la justicia. Tras su liberación, Barenblit abandonó el país y se radicó en España. Mientras tanto, el Servicio quedó acéfalo durante tres meses (De Fina de De la Fuente, 1992: 55-56).

10 Las actividades comunitarias fueron las primeras en ser restringidas en el Servicio, pues constituían, desde la óptica represiva, actos políticos antes que terapéuticos (Alves de Oliveira et al, 1992; L'Hoste y De la Aldea, 1992: 173). El Hospital de Día fue cerrado definitivamente, se prohibieron los grupos terapéuticos y se fue limitando la internación en las salas, hasta quedar reducidas a 50% de su dotación de camas (Ibáñez, 1992: 145; La Opinión, 30 de abril de 1976). Muchas de las actividades que se realizaban con los pacientes internados fueron suprimidas, limitándose a atenderlos de modo individual (Ibáñez, 1992: 145). Además, fue destruida gran parte de la biblioteca, al igual que las historias clínicas (Feldman, 1992: 124).

11 En varios aspectos, se regresó a una situación anterior; por ejemplo, se prohibió a los psicólogos ofrecer psicoterapia, se les permitió únicamente la aplicación de tests psicológicos, y se volvieron a emplear técnicas de tratamiento abandonadas o marginadas durante los años sesenta, como el electroshock (CSMCPA, 1977).

12 Esta concepción tenía tal fuerza que ni siquiera pudo ser destruida por la ida de Goldenberg en 1972.

13 En realidad, este repliegue hacia la esfera privada sólo operó como resguardo frente a la represión en un nivel ilusorio, si nos atenemos a que una gran mayoría de los secuestros de ciudadanos por las fuerzas represivas fueron llevados a cabo en sus propios hogares. Como lo han mostrado diversos estudios, la eficacia del terrorismo de Estado desarrollado por el PRN recayó en la acentuación de su programa de militarización de la vida cotidiana y la politización de la esfera privada (File, 1997; O'Donnell, 1987; Taylor, 1993).

14 Son numerosas las referencias de quienes renunciaron a sus puestos universitarios en 1966, tras "La Noche de los Bastones Largos", a que su decisión fue un acto de dignidad. Goldenberg, uno de los profesores renunciantes, rememoraba a mediados de los noventa: "La democracia fue atacada, pero levantamos la cabeza y nos fuimos" (Testimonios, 1996: 52, cursivas del autor).

15 Las disputas verbales entre los intelectuales exiliados en el exterior y aquellos que permanecieron en el país alcanzaron un alto grado de violencia durante los primeros años del retorno democrático. Un ejemplo de ello es una reunión de intelectuales argentinos llevada a cabo en la Universidad de Maryland los días 2, 3 y 4 de diciembre de 1984, con el título de "Represión y reconstrucción de una cultura: el caso argentino". El objetivo de la convocatoria fue discutir la situación de los intelectuales y la cultura en los años del PRN, y qué debían hacer con el advenimiento de la democracia. En la práctica, el punto central fue un enfrentamiento entre "los que se quedaron" y "los que se fueron", basado en un juego de acusaciones mutuas. Por caso, uno de los participantes del evento, el escritor Osvaldo Bayer, calificó a quienes se quedaron de "colaboracionistas que sostuvieron a la dictadura" (1988: 212-213).

16 Las Primeras Jornadas-Encuentro del Servicio de Psicopatología del Policlínico de Lanús-35 años, llevadas a cabo entre el viernes 28 y el domingo 30 de agosto de 1992 en el prestigioso y tradicional Colegio Nacional de Buenos Aires.

17 Para Víctor Turner, el concepto de liminalidad se aplica, fundamentalmente, a la suspensión transitoria de los principios estructurales (1969: 95). Él emplea la noción de liminoide para designar fenómenos que revisten propiedades liminales, pero cuyo contexto de desarrollo, las sociedades industriales y post-industriates, sólo habilita un prudente uso metafórico (1992a: 29-30).

18 Meabe había realizado su residencia en el Servicio entre 1968 y 1971, y en 1972 asumió como médico de planta. Luego de las renuncias de los jefes que sucedieron a Barenblit, José Kuten y Lucía Barbero, la intervención militar en la Dirección Nacional de Salud Mental designó a Juan Rodríguez Lonardi como interventor del Servicio, para cubrir una acefalia de tres meses (De Pina de De la Fuente, 1992: 56). Meabe fue nombrado, primero, jefe de un departamento de Internación en el que estaba suspendida la admisión de pacientes y, posteriormente, asumió la jefatura del Servicio mediante un concurso interno organizado por el director del hospital. Durante su jefatura, y más precisamente a partir de 1979, se produjeron, según diferentes testimonios, una serie de modificaciones en el funcionamiento del Servicio que mejoraron su situación respecto de 1976 y 1977. Por un lado, se reabrió la residencia en psiquiatría, a la que ingresaron seis médicos por año (Feldman, 1992; 129). Asimismo, volvió a internarse pacientes, y las salas —hasta entonces cerradas— funcionaron nuevamente, al igual que el equipo de psiquiatras de guardia {Ibáñez, 1992:145). Esto haría suponer que Meabe debería tener una imagen favorable para todas las generaciones; sin embargo, el mismo Nelson Feldman —que fuera residente entre 1982 y 1985—, pese a reconocer las mejoras, señalaba que durante los primeros tiempos del retorno democrático Meabe no gozaba de un gran respeto entre sus colegas y era, además, "poco representativo de la tradición clínica del Servicio" (1992: 125). Tanto Feldman como otros profesionales del Servicio con los que conversé entre 1988 y 1990 le atribuían una orientación psiquiátrica biológica, aunque su "poca representatividad" no debía atribuirse, como se verá, a su postura teórica o a su práctica clínica.

19 Para algunos de ellos, como Feldman, el conflicto, si bien tenía raíces en la organización institucional del Servicio, era de carácter político. Lo significativo es que el conflicto le había permitido a las jóvenes generaciones, incorporadas a principios de los ochenta, cuestionar el procedimiento por el cual habían sido nombrados algunos coordinadores y el jefe del Servicio. Luego de varias asambleas, la dirección de Salud Mental de la Provincia de Buenos Aires (desde 1980 el hospital dejó de pertenecer a la órbita del Ministerio de Salud Pública de la Nación) llevó a cabo un nuevo concurso, que ganó la por entonces jefa de sala Graciela Tarelli, apoyada por la mayor parte de los coordinadores (Feldman, 1992: 130-131). Otros, como Rosa Pereda (psicóloga coordinadora del Departamento de Alcoholismo, ingresada al Servicio en 1981, y que entrevistara en 1988), prefirieron seguir leyendo dentro de los límites institucionales el conflicto que condujo a la destitución de Meabe. Según su relato, a comienzos de 1984, los miembros del equipo de Alcoholismo vivían una situación de tirantez con su coordinadora, que había sido designada algunos años antes por Meabe. La coordinadora no era una persona muy querida y se la calificaba sin miramientos como "fascista", no tanto por su adscripción ideológica como por sus actitudes autoritarias. La tensión alcanzó dimensión de conflicto; Meabe, quien la apoyaba, expulsó a Pereda y a otros profesionales "conflictivos", pero el Servicio se opuso, relevándose a Meabe y a la coordinadora. Al omitir de su versión este conflicto, Meabe se presentaba como una víctima de la arbitrariedad política que caracterizaba los cambios en el color de las administraciones en Argentina; hacerlo, además, le hubiese demandado reconocer el grado de deslegitimación en el que se hallaba su figura después de 1983 y, aun más, en el presente, pues él mismo reconocía tener, desde entonces, un estatus separado, diferenciado, y falta de contacto con sus colegas, especialmente los más jóvenes, al punto de afirmar que tenía "un servicio propio" dentro del Servicio. El desplazamiento de Meabe evidenciaba el modo en como eran percibidas las permanencias institucionales del PRN durante la reapertura democrática. El hecho era inequívocamente interpretado como político: una reparación democrática para Feldman, democratización del Servicio para Pereda. Mas lo significativo es que quienes asumieron inmediatamente la conducción del Servicio, como Tarelli, se ubicaban ante las antiguas generaciones en una posición de vergüenza que los nuevos tiempos no podían limpiar.

20 Para un análisis de esta función imaginaria de Perón en el peronismo de 1973, véase Sigal y Verón (1986: 236-237).

21 También Víctor Korman, otro psiquiatra que trabajara en el Servicio y que residía, como Barenblit, en Barcelona, reconocía "el valor de los que pudieron y supieron quedarse en Buenos Aires, pese a las terribles situaciones que se han vivido allí" (Testimonios, 1996:111).

22 Mi perspectiva acerca de los modelos de temporalidad se aparta ligeramente del análisis propuesto por Verdery (1999:120).

23 Véase el análisis de M. Bakhtin (1981: 245250) del "cronotopo del castillo" respecto del tiempo que transcurre dentro de los límites de un espacio acotado.

24 No obstante, el modelo del Lanús I también se proyectaba como una secuencia discontinua; los relatos de origen, expresamente, presentan su surgimiento como una ruptura radical respecto de la tradición psiquiátrica previa. Mas esta ruptura silenciaba otra: la que mantenía con el peronismo derrocado en 1955 por la "Revolución Libertadora", de la que el Lanús era. Bin duda, un vástago. Al hacer manifiesto el sentido de la discontinuidad del pasado del Lanús I, tanto con la tradición psiquiátrica como con el peronismo, se hace patente la relevancia de la historia política en Argentina después de 1955 como determinante en la configuración de los modelos del pasado. De modo tal, que el Lanús I expresó el patrón discontinuo que en 1955 asumió la historia política argentina, aunque sin recurrir a un lenguaje político explícito, sino todo lo contrario: se constituyó como un discurso despolitizado. No obstante, las discontinuidades del sistema político no se tradujeron mecánicamente en la elaboración del pasado del Lanús I. Quienes participaron en su formulación en los años sesenta, hicieron un uso selectivo de los eventos políticos en función de los intereses y necesidades de la institución. Así, el golpe militar de 1966 fue registrado en los relatos como un suceso significativo que abortó el desarrollo científico e intelectual generado desde 1955, que tronchó muchas carreras académicas; pero de ningún modo fue visto como una discontinuidad de la secuencia temporal de la institución.

25 Dejo fuera del análisis las interpretaciones de las jóvenes generaciones que se incorporaron al Servicio a partir de los ochenta.

26 Con el regreso a la democracia y la contribución de algunos relevantes ex partícipes del Servicio —como el mismísimo Goldenberg— a la gestión del gobierno radical, surgió una interpretación que se acopló a la imagen del "fin del Lanús": la idea del retorno. De acuerdo con la misma, la ruptura provocada por el PRN en 1976 había puesto fin a la asociación entre el Lanús y el ámbito del Servicio; pero, concluido el PRN, el Lanús retornaba como una identidad sin enlace a un espacio específico, un horizonte de valor, una ideología.

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